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Bianca 2976 La propuesta de Glory era incluso más escandalosa que la del multimillonario. En la mansión del millonario playboy Castor Xenakis, Glory Albright se sentía absolutamente fuera de lugar. Sin embargo, estaba allí porque necesitaba dinero para pagar el tratamiento de fertilidad de su hermana y no podía fallar. Debía llegar a un acuerdo con el guapísimo playboy cuyo nombre era sinónimo de escándalo… Después de todo lo que el cínico Castor había presenciado, apenas había nada que lo sorprendiese, pero la ingenua oferta de Glory de venderle su virginidad lo dejó atónito. Por supuesto, no tenía la menor intención de aceptar la oferta. En lugar de eso, decidió hacerle una contraoferta: le pidió a Glory que se convirtiese en su esposa de conveniencia.
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Seitenzahl: 181
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Jackie Ashenden
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una proposición inocente, n.º 2976 - diciembre 2022
Título original: The Innocent’s One-Night Proposal
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-215-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
GLORY ALBRIGHT pensó que podría haberse metido en un lío cuando la primera mujer desnuda pasó a su lado.
Cuando una segunda la siguió, se dio cuenta de que aquello era mucho peor de lo que había imaginado.
De modo que los rumores sobre las fiestas salvajes en la mansión de Castor Xenakis eran ciertos.
Y «salvajes» era quedarse corto.
Envolviéndose en la capa roja que llevaba, se concentró en una pared de estanterías para olvidar lo que ocurría detrás. No había ningún libro, pero sí muchas esculturas y figuras de mármol. Una de ellas llamó su atención, la figura de un hombre abrazando a una mujer. El hombre tenía las manos en…
«Oh».
Le gustaría darse la vuelta, pero hacerlo significaba ver más gente desnuda, de modo que la figurita obscena era un mal menor.
Había sido una estupidez ir allí, pensó. A su espalda oía risas y gritos, música a todo volumen. De repente, un estruendo de cristales rotos y más risas, luego un chapuzón en la zona de la piscina.
Alguien la rozó al pasar y Glory dio un paso atrás, incómoda.
Ella no estaba acostumbrada a las famosas fiestas-orgías de Malibú y si pudiese elegir estaría en el viejo apartamento que compartía con su hermana, frente a la televisión, viendo antiguos episodios de Friends y comiéndose un helado.
Pero no tenía elección.
Bueno, eso no era del todo cierto. Nadie la obligaba a estar allí. Necesitaba dinero para pagar el tratamiento de fertilidad de su hermana y el plan que se le había ocurrido incluía colarse en la casa de uno de los playboys más famosos del mundo para venderle su virginidad.
Un plan absurdo, desde luego, pero Annabel no podía pagar el tratamiento y después de los sacrificios que había hecho para cuidar de ella tras la muerte de sus padres, ayudarla a hacer realidad su sueño de tener una familia era un precio que estaba dispuesta a pagar.
Sí, la idea de vender su virginidad a un infame playboy era una locura y ella no era ese tipo de persona, ¿pero de qué otro modo iba a conseguir el dinero en tan poco tiempo?
Y, después de todo, se trataba de Castor Xenakis, el hombre que la tenía obsesionada. Llevaba meses mirando sus fotografías en las revistas de cotilleos. Podía ser una mala persona y ella podía decirse a sí misma que iba a hacerlo por Annabel, pero la verdad era que lo deseaba.
Esas fotografías habían provocado una obsesión de la que estaba harta y esperaba librarse de ella pasando una noche en la cama con él.
Se le había ocurrido el plan después de pasar meses leyendo esas revistas en la tienda del señor y la señora Jessup en la que trabajaba y prestando atención a los clientes que entraban en la tienda. Clientes que hablaban, clientes a los que se les escapaban cosas…
El plan era una locura, por supuesto, pero cuando una era pobre y tu querida hermana había tenido que renunciar a sus sueños por ti, entonces una haría lo que tuviese que hacer para devolverle esos sueños.
«Y no has venido aquí para quedarte delante de una estantería mirando esculturas subidas de tono».
No, no había ido allí para eso.
Había ido a la casa del playboy más disoluto del mundo para ofrecerle su virginidad a cambio de dinero.
No era una locura pensar que Castor Xenakis pudiese aceptar. Después de todo, había leído mucho sobre él en las revistas, en las que aparecía constantemente, y si los rumores sobre sus fiestas eran ciertos, estaba segura de que había una oportunidad.
Supuestamente, él elegía a una mujer entre las invitadas a sus fiestas y ella no se iba con las manos vacías. Dinero, joyas o bolsos de firma eran los regalos que hacía a sus amantes. Incluso se rumoreaba que alguna de ellas había recibido un deportivo.
Estaba leyendo uno de esos artículos cuando dos mujeres entraron en la tienda charlando sobre el trabajo que tenían que hacer para organizar la fiesta del fin de semana.
Glory había aguzado discretamente el oído, sin llamar la atención, algo que se le daba muy bien. Ser invisible era algo muy útil ya que la gente no se fijaba en ti y hablaban sin reparos de todo tipo de cosas.
Por ejemplo, de Castor Xenakis, a quien le gustaba que todo fuese como la seda en sus depravadas fiestas.
Xenakis, presidente de las empresas CX, una multinacional con intereses financieros en todos los campos y habitual del circuito de fiestas extravagantes, había sido relacionado con todo tipo de escándalos y era uno de los mujeriegos más famosos del mundo.
Un mujeriego que hacía caros regalos a sus amantes.
Fue entonces cuando se le ocurrió la idea. La loca, absurda idea.
No había ninguna garantía de que aceptase su oferta, ¿y por qué iba a hacerlo cuando había una legión de modelos, actrices y hasta miembros de familias reales a su disposición?
Claro que tal vez ella sería una novedad, algo diferente. No era guapa, pero le habían dicho muchas veces que tenía un cuerpo precioso. Y era virgen. Ni siquiera la habían besado nunca. Al parecer, a los hombres les gustaban las vírgenes y por eso esperaba que Castor Xenakis aceptase su propuesta.
Porque si no lo hacía, Annabel no tendría la oportunidad de ser madre.
Y ella no tendría la oportunidad de pasar una noche con él, lo cual sería muy decepcionante.
Tenía que librarse de esa obsesión de una vez por todas. ¿Cómo iba a interesarse por otro hombre si no podía dejar de pensar en Castor Xenakis?
En fin, quedarse allí con los nervios agarrados al estómago no iba a ayudar a conseguir ninguna de esas cosas, de modo que se dio media vuelta y miró alrededor. Podía ver la playa a través de una pared enteramente de cristal. Había sofás blancos por todas partes, mesitas de cristal y una variedad de esculturas y obras de arte de estilo contemporáneo.
Era una casa muy lujosa, pero a ella le parecía un sitio sin alma.
Pensó que reconocería a algunos de los invitados ya que aquella era una guarida para los ricos y famosos, pero por el momento no había sido así.
Nerviosa, se dirigió hacia el vestíbulo de entrada, con enormes globos de cristal suspendidos del techo, como planetas flotando en el espacio.
También había gente allí, pero por suerte casi todos vestidos.
Desearía tener valor para preguntarle a alguien dónde estaba Castor Xenakis, pero no quería llamar la atención. Se había colado en la casa mezclándose con un grupo de gente y temía que alguien se diera cuenta de que aquel no era su sitio.
Desde luego que no. La desnudez, el alcohol, el lujo y el ambiente desinhibido la hacían sentir incómoda. Ella no iba a fiestas, nunca, ni siquiera cuando era adolescente. Desde que le diagnosticaron a Annabel un cáncer de mama no había tenido tiempo para fiestas.
Y tampoco le interesaban. Su vida era muy tranquila y previsible, como a ella le gustaba.
«Y por eso haber venido aquí es completamente absurdo».
Probablemente, pero el tratamiento era muy caro y ya que estaba allí al menos tenía que intentarlo.
Pasó frente a un grupo de hombres que charlaban con gesto serio y se dirigió hacia un largo pasillo. Tal vez Castor Xenakis estaría en otra habitación. Podría estar fuera, claro, en el enorme jardín tropical que rodeaba la casa, pero quería asegurarse de que no estaba en el interior antes de aventurarse en aquella jungla.
O tal vez ya lo había visto, pero no lo había reconocido. No, eso era imposible. Castor Xenakis era un hombre increíblemente apuesto e incluso en fotos tenía un carisma que atraía a la gente, que llamaba la atención.
«¿Y tú esperas que tal hombre te elija para pasar una noche?».
«¿Estás loca?».
Tal vez, pero mientras leía cotilleos en las revistas y después, cuando escuchó la conversación entre las dos mujeres que trabajaban para él, le había parecido cosa del destino.
Le pareció oír las notas de un piano al fondo del pasillo y siguió adelante, decidida, hasta llegar a una amplia habitación en la que una mujer tocaba un piano de cola blanco frente a los ventanales.
Agrupados por la habitación había más sofás blancos y gente, mujeres sobre todo, con preciosos vestidos de noche.
En el centro de la habitación había un enorme sillón blanco y sentado en él, un hombre.
Había una mujer rubia sentada en su regazo y una morena en el brazo del sillón. Parecía un rey arrellanado en su trono. O tal vez un pachá rodeado de su harem.
Glory se quedó en la puerta, transfigurada.
Con un pantalón negro y una camisa blanca abierta en el cuello era, sencillamente, el hombre más apuesto que había visto en toda su vida.
Castor Xenakis era incluso más formidable en persona que en las revistas.
Su pelo, cuidadosamente despeinado, era de color tostado, como la melena de un león, y su piel tenía un tono dorado. Sus facciones parecían talladas por el propio Miguel Ángel. Perfil griego, pómulos altos, unos ojos del color del coñac y una boca generosa, sensual.
Era como una exquisita escultura renacentista que hubiera sido espolvoreada de oro.
Glory se estremeció ante esa belleza.
Él se reclinó en el sillón, sonriendo a la rubia que estaba sentada en su regazo mientras la morena se inclinaba hacia delante para decirle algo al oído.
Él rio entonces y su risa, ronca y sexy, hizo que Glory sintiera un extraño cosquilleo. Nerviosa, miró las baratas sandalias de tacón rojo que había comprado el día anterior. Parecían tan fuera de lugar allí.
Castor Xenakis podía ser un playboy disoluto, pero también era un hombre increíblemente guapo mientras ella… en fin, no lo era.
Aquel dios griego de enorme carisma no aceptaría su oferta.
¿Por qué había pensado que miraría dos veces a alguien como ella, una chica vulgar y corriente, bajita, ni guapa ni fea?
Annabel necesitaba ese tratamiento, pero tendría que buscar el dinero de otra forma porque aquello, evidentemente, no iba a funcionar. Y en cuanto a su secreta obsesión, y su más secreto deseo, también podía olvidarse de eso porque no iba a pasar.
Tenía que irse de allí antes de hacer el ridículo.
Glory iba a darse la vuelta, pero se quedó helada cuando alguien puso las manos sobre sus hombros. Un hombre con un poderoso olor a sudor y a tabaco que le provocó arcadas.
–Ah, aquí estás, Caperucita Roja –le dijo, con fuerte acento de Europa del Este–. Te he buscado por todas partes.
«¿Cómo se te ha ocurrido venir sola a una fiesta como esta, buscando al mujeriego más famoso del mundo?».
«¿Qué pensabas que iba a pasar?».
Había sido una ingenua y ahora un tipo horrible tiraba de ella para llevarla a saber dónde y nadie iba a ayudarla.
Pero no iba a quedarse de brazos cruzados. Los tacones eran baratos, pero seguro que a aquel tipejo no le gustaría que le clavase uno de ellos en el pie.
Glory se preparó para salir corriendo, pero la mirada de Castor Xenakis la dejó clavada al suelo, cautiva de un par de ojos dorados.
–Dimitri –dijo entonces, con una voz ronca y cálida como la miel–. Creo que Caperucita Roja podría ser demasiado tímida para tus gustos. ¿Qué tal si te busco a alguien más interesante?
Castor estaba furioso, pero no lo demostró. Se enorgullecía de que nadie supiera lo que estaba pensando, y menos lo que sentía, especialmente en medio de una de sus fiestas.
Sobre todo cuando esa fiesta estaba resultando un completo fracaso. Los invitados que había esperado, un grupo de conocidos tratantes de blancas de Europa del Este, habían decidido no ir en el último momento, enviando en su lugar a Dimitri, un simple matón, el último mono de la organización.
Era un insulto y significaba que no se tomaban en serio sus esfuerzos para conseguir acceso al círculo de cabecillas.
Llevaba meses intentando acercarse a ese grupo de traficantes en particular, pero la terrible reputación que él mismo había cultivado, y que le había permitido ganarse su confianza, ahora jugaba en su contra.
Aquellos canallas, hombres de familia con esposas e hijos, no querían relacionarse con alguien como él. Qué ironía.
Empezaba a quedar claro que para acercarse al jefe de la organización tendría que limpiar su reputación de mujeriego empedernido. Aún no sabía cómo, pero tenía que hacer algo porque debía averiguar el lugar de su próximo «cargamento» e informar a las autoridades para que lo interceptasen.
Iba a cargarse a esos canallas y a su repugnante organización, empezando por el cerdo de Dimitri, pero tendría que hacerlo con discreción.
Miró de nuevo a la mujer a la que Dimitri sujetaba por los hombros. Era una chica muy joven, bajita, con una capa de color rojo. Estaba muy pálida y tenía los ojos más grandes que había visto nunca. Unos ojos cargados de miedo.
Los invitados a sus fiestas eran cuidadosamente elegidos. Eran gente desinhibida, despreocupada. Pero aquella chica estaba asustada, el miedo estaba escrito en su rostro.
No había sido invitada, seguro.
Irritado, Castor sacudió la cabeza. Él siempre comprobaba rigurosamente las listas de invitados y estaba seguro de que aquella chica, quien quiera que fuese, no estaba en la lista.
Qué hacía allí y cómo había entrado en su casa, no tenía ni idea. Lo único que sabía era que tenía que apartarla de las garras de Dimitri, un matón brutal.
Por suerte, Marie, que había estado en el ejército y formaba parte de su equipo de seguridad, sabría lidiar con él.
–¿Más interesante? –repitió Dimitri, frunciendo el ceño–. ¿Cómo de interesante?
Castor se inclinó hacia Esme, la rubia que estaba sentada sobre su regazo.
–Levántate, cariño. Vendré a buscarte más tarde.
Ella se apartó sin protestar y Castor se levantó, enviando una mirada de disculpa a Tyler, la mujer que tocaba el piano.
Caperucita Roja lo miraba con esos enormes ojos oscuros como si nunca hubiera visto a un hombre como él, y Castor experimentó un pequeño latido de… algo, no sabría decir qué.
Era extraño. Muchas mujeres lo miraban de ese modo, mujeres más guapas que ella, y nunca había sentido aquello.
–Ven –dijo, tomando a Dimitri del brazo–. Deja que te hable de Lola.
El hombre soltó a la morena, que dejó escapar un suspiro de alivio.
¿Qué estaba haciendo allí? Sus fiestas eran famosas por ser salvajes y desinhibidas. Desde luego, no eran para tímidos. Las organizaba para conseguir información sobre las operaciones de trata de blancas y pasar esa información a las autoridades. No era un sitio para alguien que no sabía lo que estaban haciendo.
Marie, con un ajustado vestido negro que destacaba su magnífica figura, se movía por la casa discretamente para comprobar si había alguna amenaza y cuando Castor señaló discretamente a Dimitri con la cabeza ella se acercó, sonriendo.
–Hola, Dimitri –murmuró, tomándolo del brazo–. Soy Lola. ¿Quieres pasar un buen rato?
El matón fue con ella, encantado, dejando a Castor con Caperucita Roja, que seguía mirándolo con esos ojos enormes.
Aquella chica no era una invitada, de modo que se había colado en la fiesta y eso era peligroso no solo para ella sino para él. Especialmente si le ocurría algo. Tenía un acuerdo con las autoridades locales para que no entrasen en sus fiestas a cambio de la información que les pasaba, pero si algo le ocurriese a una chica inocente tendrían que intervenir quisieran o no. Y eso sería arriesgar todo aquello por lo que llevaba diez años trabajando.
–Yo… –empezó a decir ella.
–En cuanto a ti –la interrumpió Castor, tomándola del brazo–. Tú vas a venir conmigo.
No quería interrogarla públicamente, de modo que la llevaría a su estudio para averiguar quién era y qué hacía allí. Y luego se encargaría de que no volviese a cometer tan estúpido error.
Tiró de ella hasta una puerta al otro lado del pasillo, puso el dedo en la pantalla de huellas dactilares y la empujó cuando oyó el clic.
Él no solía alojarse en esa casa porque pasaba la mayoría del tiempo en Europa, pero le gustaban las ventanas que daban al jardín. Allí sí había libros, cómodos sofás y un par de anchos sillones.
La joven estaba en el centro de la habitación, envuelta en la absurda capa roja, mirándolo con sus enormes ojos castaños.
Tenía un rostro simpático más que bello, de barbilla puntiaguda y nariz afilada. Y sus labios eran preciosos.
Parecía asustada, de modo que metió las manos en los bolsillos del pantalón e intentó sonreír. Estaba enfadado y dispuesto a darle una charla, pero no tenía la menor intención de hacerle daño.
–Cariño, tú no deberías estar aquí.
Ella lo miró como si fuera un perro rabioso a punto de morderla.
–Yo… ya lo sé. No me han invitado.
Su voz era baja, ronca, y provocó un turbador cosquilleo por su espina dorsal. Algo extraño, pero sin importancia porque tenía a Esme para esa noche y Esme siempre estaba dispuesta a todo.
–No, claro que no. Yo conozco a todos los invitados y sé que no estabas en la lista. Así que dime, ¿quién eres y qué demonios haces en mi casa?
Ella lo miró en silencio durante unos segundos y luego irguió los hombros, como preparándose para una tarea desagradable.
–La verdad es que estoy aquí para hacerle una oferta.
No era algo inusual. Mucha gente le hacía ofertas.
Castor enarcó una ceja.
–¿Te has colado en mi fiesta para hacerme una oferta? ¿Qué clase de oferta?
–Me gustaría ofrecerle… –la joven levantó orgullosamente la barbilla, como si estuviera frente a un pelotón de ejecución, y luego, en un gesto dramático, se quitó la capa–. Mi virginidad.
SI NO estuviese tan asustada, el gesto de sorpresa de Castor Xenakis casi habría hecho que se sintiera satisfecha.
Pero estaba asustada. Primero, ese tipejo horrible le había puesto las manos encima y luego el hombre por el que llevaba meses obsesionada la había tomado del brazo para llevarla allí y… el corazón parecía a punto de escapar de su pecho. No sabía por qué se había quitado la capa. ¿No había decidido que no iba a seguir adelante con su absurdo plan?
Pero había conseguido estar a solas con él, algo que parecía imposible unos minutos antes, y tenía que hacerlo porque no quería ser una cobarde. Aunque no tuviese la menor esperanza de que aceptase su oferta.
En realidad, casi esperaba que la rechazase porque si Castor Xenakis era increíblemente apuesto en las fotos de las revistas, en carne y hueso era aterrador y quería alejarse de él lo antes posible.
«¿Y Annabel y su tratamiento?».
«¿Y lo de pasar una noche con él?».
Nunca tendría su noche con Castor Xenakis, eso era evidente. Además, ella no sería capaz de lidiar con un hombre así.
–¿Perdona? ¿Quieres ofrecerme qué?
En las entrevistas que había leído siempre se mostraba encantador. Nunca había negado sus locas fiestas o sus muchas amantes, y cuando lo acusaban de ser un frívolo se limitaba a sonreír como si no le preocupase en absoluto.
Pero en ese momento no estaba sonriendo y no había ni rastro de simpatía en ese rostro fabuloso.
Debería salir corriendo, pero no se movió. Se quedó inmóvil, con el barato vestido rojo que había comprado esperando que destacase su figura, sintiendo un extraño escalofrío de anticipación por la espina dorsal, como si en el fondo disfrutase desafiándolo.
–Quiero ofrecerle mi vir-virginidad –repitió, enfadada consigo misma por el tartamudeo–. A cambio de dinero.
Él seguía mirándola, totalmente sorprendido.
–Ah, tu virginidad, qué novedad –dijo luego, irónico.
El tono sarcástico provocó una chispa de ira. Si no la deseaba solo tenía que decirlo. No tenía por qué ser tan grosero.
–Muy bien, es evidente que no está interesado, así que olvide lo que he dicho y déjeme ir.