Una propuesta escandalosa - Cautiva por venganza - Maureen Child - E-Book
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Una propuesta escandalosa - Cautiva por venganza E-Book

Maureen Child

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Beschreibung

Una propuesta escandalosa Cuando Georgia Page aceptó la propuesta de Sean Connolly, sabía que era una locura. Pero creyó que iba a ser capaz de fingir ser la prometida del millonario irlandés por un tiempo, solo hasta que la madre de él recuperara la salud. Esperaba poder mantener su corazón apartado de aquella aventura, por muy guapo y seductor que Sean fuera… y por muy bien que interpretara su papel. Le había parecido sencillo, hasta que sus besos y abrazos desembocaron en algo que podía convertir su estrambótico trato en campanas de boda… Cautiva por venganza Rico King había esperado cinco años a vengarse, pero por fin tenía a Teresa Coretti donde la quería. Para salvar a la familia, tendría que pasar un mes con él en su isla… y en su cama. Así saciaría el hambre que sentía desde que ella se fue. Pero Rico no sabía lo que le había costado a Teresa dejarlo, ni la exquisita tortura que representaba volver a estar con él. Porque pronto, su lealtad dividida podía hacerle perder al amor de su vida.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 216 - octubre 2019

 

© 2012 Maureen Child

Una propuesta escandalosa

Título original: An Outrageous Proposal

 

© 2013 Maureen Child

Cautiva por venganza

Título original: Her Return to King’s Bed

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013 y 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-723-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Una propuesta escandalosa

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Cautiva por venganza

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–¡Por lo que más quieras, no empujes! –protestó Sean Connolly, mirando por el espejo retrovisor un momento, antes de volver a posar la atención en la sinuosa carretera. ¿Por qué diablos lo habían elegido conductor para ir al hospital?

–Tú mira hacia delante y conduce, Sean –ordenó su primo Ronan desde el asiento trasero, mientras abrazaba a su esposa embarazada.

–Tiene razón –dijo George Page, sentada en el asiento del copiloto–. Conduce, Sean –añadió y se giró para mirar hacia atrás–. Aguanta, Laura –le dijo a su hermana–. Enseguida llegamos.

–Podéis estar tranquilos. No pienso dar a luz en el coche –aseguró Laura.

–Que Dios te oiga –murmuró Sean, apretando el acelerador.

Nunca antes Sean había tenido razón para maldecir las onduladas carreteras de su Irlanda natal. Pero esa noche le hubiera gustado cambiarlas por treinta kilómetros de autopista en línea recta al hospital de Westport.

–Lo estás empeorando con tus nervios –le reprendió Georgia en voz baja.

–Estoy conduciendo, ¿qué más quieres? –replicó él y, al echar una rápida ojeada al asiento trasero, vio que el rostro de Laura se contraía de dolor.

Laura gimió. Sean apretó los dientes.

Era curioso lo mucho que se podía complicar la vida de un hombre. Hacía un año, Ronan y él habían sido más que felices con su soltería. En el presente, Ronan estaba casado y a punto de ser padre y Sean se había implicado hasta el fondo en la llegada de la siguiente generación de Connolly. Ronan y él vivían a pocos minutos y los dos habían crecido más como hermanos que como primos.

–¿No puedes ir más deprisa? –murmuró Georgia, acercándose a él.

Luego estaba la hermana de Laura, Georgia, que era una mujer hermosa, inteligente e independiente. Aunque, hasta el momento, Sean había mantenido las distancias, la verdad era que se sentía atraído por ella en el plano físico. Él sabía que tener una relación con Georgia Page solo complicaría las cosas. Ronan se había vuelto muy protector con las mujeres que consideraba a su cargo y eso incluía a la hermana de su esposa.

Sean no había esperado un cambio tan radical en su primo, un hombre que se había pasado años disfrutando de los favores de las mujeres.

Aun así, se alegraba de que Georgia estuviera allí, aunque solo fuera por tener a alguien con quien compartir un momento así.

–Si voy más rápido por estas carreteras de noche, todos vamos a necesitar una habitación en el hospital –contestó él en un susurro.

–Es verdad –admitió Georgia con la vista puesta en la carretera, echando la cabeza hacia delante como si así pudiera hacer que el coche fuera más deprisa.

Sean le echó una rápida mirada a sus profundos ojos azules y su cabello color miel.

La había conocido en la boda de Laura y Ronan hacía un año más o menos. Luego, Georgia había ido varias veces a Irlanda para visitar a su hermana y él había aprendido a apreciar su ingenio, su sarcasmo y su sentido de lealtad familiar.

A su alrededor, la oscuridad era completa, a excepción de los faros del vehículo. De vez en cuando, se veía alguna granja iluminada.

Al fin, en la lejanía, comenzó a divisarse Westport, brillando en la noche. Sean respiró aliviado.

–Ya casi estamos –anunció Sean, aliviado, y miró a Georgia, que le dedicó una rápida sonrisa.

Desde el asiento trasero, Laura gritó. Todavía no estaban a salvo. Centrándose en el camino, Sean apretó el acelerador.

 

 

Después de unas horas eternas, Georgia y Sean salieron juntos del hospital, sintiéndose como supervivientes de una sangrienta batalla.

Fuera, los recibió la suave lluvia invernal. El viento helado del mediodía les sopló en la cara. Era agradable estar al aire libre, lejos de los sonidos y los olores del hospital. Sobre todo, porque sabían que la pequeña Connolly había llegado al mundo sana.

–Cielos –dijo Sean–. Ha sido la noche más larga de mi vida.

–Lo mismo digo –respondió Georgia, cerrándose el abrigo azul–. Pero ha merecido la pena.

–Oh, sí, claro –dijo él–. Es una niña preciosa.

–¿Verdad que sí? –dijo ella con una sonrisa–. Fiona Connolly. Es un buen nombre. Bonito y con poderío.

–Lo es. Y me parece que ya tiene a su papá a sus pies –señaló él, recordando la expresión de Ronan al sostener a su hijita en brazos por primera vez.

–Estoy agotada y emocionada al mismo tiempo.

–Y yo –afirmó él, feliz de haber dejado atrás la tensión–. Me siento como si hubiera corrido un maratón.

–Y lo único que hemos hecho ha sido esperar.

–Creo que esa ha sido la parte más difícil de todas.

–Y yo creo que Laura no estaría de acuerdo contigo –replicó ella, riendo.

–Tienes razón.

–Ronan será un buen padre. Y Laura… tenía tantas ganas de ser madre… –comentó ella, agarrándose del brazo de Sean, y se le saltaron las lágrimas.

–Nada de lágrimas –dijo él, apretándole el brazo con suavidad–. Llevamos todo el día inmersos en mares de lágrimas. Entre los nuevos padres y tú, hace horas que no veo más que ojos empañados y narices moqueando.

–A ti también se te han humedecido los ojos, tipo duro, que te he visto.

–Sí, bueno, los irlandeses somos muy sentimentales –admitió él, encaminándose al aparcamiento.

–Es una de las cosas que más me gustan…

Sean la miró.

–… de los irlandeses.

–Ah –dijo él–. La verdad es que has venido mucho por aquí en el último año. Se te puede considerar ya como irlandesa adoptiva.

–Eso había estado pensando –admitió ella, mientras llegaban al coche.

–¿A qué te refieres? –quiso saber él y le abrió la puerta, esperando a que entrara. A pesar de que estaba agotado, verla sonreír lo llenaba de entusiasmo.

–A eso de ser irlandesa adoptiva. O, al menos, he pensado en mudarme aquí de forma permanente.

–¿Ah, sí? –preguntó él, intrigado–. ¿Y por qué? ¿Por tu sobrina recién nacida?

–En parte, sí –afirmó ella, encogiéndose de hombros–. Pero, sobre todo, es por el país. Es bonito y la gente es muy amable. Me encanta estar aquí.

–¿Se lo has dicho a Laura?

–Todavía no –confesó ella–. Así que no le digas nada. Ya tiene bastante en la cabeza por ahora.

–Creo que le encantaría tener a su hermana cerca.

Georgia le dedicó una radiante sonrisa antes de sentarse en el coche. Y Sean tuvo que admitir que a él tampoco le importaría tenerla cerca.

 

 

 

Media hora después, Georgia abrió la puerta de la enorme mansión de piedra de Ronan y Laura y se giró hacia Sean.

–¿Quieres entrar a tomar algo?

–Creo que nos lo hemos ganado –contestó él, entró y cerró la puerta.

Georgia rio. Se sentía feliz.

–El ama de llaves de Ronan, Patsy, está de vacaciones –le recordó Georgia–. Así que si queremos comer, tendremos que cocinar.

–No es comida lo que quiero ahora mismo.

¿Estaba coqueteando con ella?, se preguntó Georgia. Pero, meneando la cabeza, se dijo que no era posible. Solo iban a tomar una copa juntos, nada más.

De pronto, un largo aullido resonó desde la otra punta de la casa. Sobresaltada, Georgia se rio.

–Con la lluvia, los perros se habrán metido en la cocina.

–Seguro que tienen hambre –observó él, caminando a su lado hacia la parte trasera de la casa.

Georgia conocía la casa de su hermana como la palma de su mano. Cada vez que iba a Irlanda, se quedaba allí, pues era tan grande que había espacio para convivir con cien personas más. Abrió la puerta de la cocina. Era grande y estaba equipada con electrodomésticos de última generación y muy ordenada. Dos perros salieron a recibirlos, ansiando recibir atención.

Deidre era un perro pastor grande y patoso con el pelo que le tapaba los ojos. Y Bestia era… feo, pero todo corazón.

–Bueno, comida para los perros y bebidas para nosotros.

–De acuerdo –dijo Sean y se dirigió a la despensa, seguido de cerca por Bestia.

Minutos después, los perros se saciaron de agua y comida y se tumbaron en sus camitas en la cocina, acurrucados y felices.

Georgia se dirigió al salón, seguida de Sean.

–¿Entonces Patsy se ha ido a Dublín a ver a su hija? Espero que Sinead esté bien, contenta con su nueva familia.

–Según Patsy, está muy bien, sí.

Laura le había contado cómo, embarazada, Sinead se había casado a toda prisa. Había tenido un hijo y su marido estaba grabando una disco de música tradicional irlandesa.

–Patsy echa de menos a su hija pero, cuando terminen la grabación, volverán todos a Dunley.

–En ningún sitio se está mejor que en casa –comentó él–. Sin embargo, tú estás pensando en dejar tu hogar y mudarte aquí.

–Así es.

Al escucharlo en boca de él, a Georgia le pareció más real que nunca. Llevaba una semana o así dándole vueltas a la idea. Le daba miedo, sí, pero le apetecía mucho. Después de todo, tampoco dejaba mucho atrás. Además, podría distanciarse de la tensión y los malos recuerdos de su fallido matrimonio.

Desde que Laura se había casado con Ronan y se había ido a vivir a Irlanda, ella había ido a visitarlos cuatro veces. Y, cada vez que lo hacía, le costaba más irse. No le atraía la idea de regresar a su piso vacío en Huntington Beach, California, ni de sentarse en el despacho de la inmobiliaria que Laura y ella habían abierto juntas.

No se quejaba de su vida, no era eso. Solo había empezado a preguntarse si de veras quería pasarse los días sentada detrás de una mesa con el objetivo de vender casas.

Sean había empezado a encender la chimenea para darle un poco de calor al comedor. Había un par de sofás enormes rodeando una mesita baja que sostenía un jarrón de cristal con crisantemos rosas y dorados. Las ventanas daban al jardín, mojado por la lluvia.

Cuando Sean hubo encendido el fuego, se levantó.

–A ver qué vamos a beber.

Georgia sonrió, acercándose a él.

–Nos lo hemos ganado, sí. Pero yo no me habría perdido este día por nada. Aunque reconozco que he pasado mucho miedo.

–¿Pensarías que soy poco hombre si admitiera que yo he pasado el más puro terror?

–Tu hombría está a salvo.

De hecho, Georgia no había conocido a ningún hombre que tuviera que preocuparse menos por su hombría que Sean Connolly. Era guapo, encantador y emanaba atractivo. Por suerte, ella era inmune, pensó. Bueno, casi.

Incluso ella, una mujer con experiencia, se había sentido tentada por los encantos de Sean. De todos modos, sabía que era mejor tenerlo como amigo. Comenzar una relación con él no sería solo peligroso, sino extraño. Como su hermana estaba casada con su primo, cualquier problema entre ellos repercutiría en una guerra familiar.

Y Georgia siempre tenía problemas cuando había un hombre por medio. Podía disfrutar de la compañía de Sean sin… implicarse, caviló y algo dentro de ella se incendió al recorrer su fuerte cuerpo con la mirada.

–Es un bebé precioso, ¿verdad? –comentó ella, para distraerse de sus propios pensamientos.

–Sí que lo es –dijo él, sacando una botella de champán de la nevera, sosteniéndola como un trofeo–. Y tiene un padre muy listo. Ronan tiene en la nevera nada menos que tres botellas de champán.

–Muy previsor.

Sean tomó dos copas y abrió la botella.

–¿Le has contado a tus padres la noticia?

–Sí –afirmó ella, recordando cómo su madre había llorado por teléfono al saber que había nacido su primera nieta–. Llamé cuando fuiste con Ronan a comprar flores. Laura habló con ellos y oyeron llorar al bebé –contó con una sonrisa–. Ronan les ha prometido comprarles un billete para que vengan a verlos en cuanto quieran.

–Genial –opinó él, mientras servía ambas copas.

–Por Fiona Connolly –brindó él–. Que tenga una vida larga y feliz. Que no conozca el dolor y que la alegría sea su eterna compañera.

Con lágrimas de emoción, Georgia le dio un trago a su copa.

–Un brindis muy bonito, Sean.

Sonriendo, él la tomó de la mano y la condujo al sofá.

–Vaya día, ¿verdad?

–Sí –afirmó ella–. Estoy cansada, pero no creo que pueda cerrar los ojos. Demasiada adrenalina.

–Me siento igual. Es una suerte que podamos hacernos compañía.

–Sí, supongo que sí –replicó ella. Se quitó los zapatos y subió los pies doloridos al sofá, para frotárselos.

La lluvia fuera y la chimenea encendida daban a la escena un toque muy acogedor. Georgia le dio otro trago a su champán y apoyó la cabeza hacia atrás.

–Bueno, cuéntame ese plan que tienes de mudarte a Irlanda –pidió él.

Georgia lo miró. Él tenía el pelo revuelto, los ojos cansados, pero con un brillo de interés y una media sonrisa que hubiera podido tentar a una santa. Ella bebió un poco más, con la esperanza de que el licor helado pudiera apagar el fuego que sentía.

–Llevo tiempo pensándolo, desde mi última visita. Cuando me fui de aquí, me pasé todo el vuelo preguntándome por qué me iba.

Sean asintió como si lo comprendiera.

–Quiero decir que lo lógico es sentirte bien cuando vuelves a casa después de un viaje, ¿no? –continuó ella–. Lo normal es tener ganas de volver a tu rutina, a tu vida de siempre. Pero yo no tenía ganas, sino todo lo contrario. Y esa molesta sensación no hizo más que crecer cuanto más me acercaba a mi casa.

–Quizá es porque estabas alejándote de tu hermana.

–Igual –reconoció ella, asintiendo–. Laura es más que una hermana para mí. Es mi mejor amiga –explicó con una pequeña sonrisa–. La echo mucho de menos, ¿sabes?

–Sí –repuso él, rellenando sus copas–. Cuando Ronan estaba en California, me di cuenta de que echaba de menos ir al pub con él. Echaba de menos las risas y las discusiones –recordó, sonriendo–. Aunque si se lo cuentas, lo negaré todo.

–Entendido –aseguró ella, riendo–. Cuando yo llegué a mi casa, fui a nuestra oficina y me quedé mirando por la ventana. Esperar a que lleguen o llamen clientes es muy aburrido. Entonces, me di cuenta de que todo el mundo allí fuera estaba haciendo lo que quería hacer. Todos, menos yo.

–Creí que te gustaba el negocio inmobiliario. Por lo que cuenta Laura, acabáis de crear la empresa.

–Sí. Pero no es lo que ninguna de las dos esperábamos. Qué ridículo, ¿verdad? –comentó ella y se giró para mirarlo de frente.

«Vaya. Era un hombre muy guapo», pensó.

Georgia parpadeó y miró al champán con gesto de sospecha. Quizá las burbujas estuvieran jugándole una mala pasada, haciéndola más susceptible al atractivo y los encantos de Connolly. Pero no, reconoció al momento, a ella siempre le había gustado. Aunque, hasta entonces, siempre había podido resistirse…

Aclarándose la garganta, ella intentó recordar qué había estado diciendo.

–Laura es una artista y yo era diseñadora de interiores. Y no sé cómo, terminamos fundando una empresa de un negocio en el que ninguna estábamos interesadas.

–¿Por qué? ¿Por qué esforzaros tanto en algo que no os interesaba?

–Buena pregunta –replicó ella, levantando su copa rebosante. Un poco de líquido se derramó y, para impedir que volviera a pasar, le dio otro trago–. Al principio, parecía algo muy simple. Laura no podía ganarse la vida como pintora, así que estudió para convertirse en agente inmobiliario, porque prefería ser su propia jefa.

–Entiendo –afirmó él.

Claro que lo entendía, pensó Georgia. Sean era el dueño de Irish Air, una compañía aérea, y no tenía que rendirle cuentas a nadie, excepto a sí mismo.

–Entonces, mi matrimonio se terminó –prosiguió ella, sin poder ocultar un poco de amargura. Aunque creía que lo había superado, el recuerdo no era grato–. Me mudé a vivir con Laura y, en vez de intentar fundar una empresa de diseño de interiores yo sola, me puse al día en el terreno inmobiliario para crear un negocio con mi hermana –añadió, bebió un poco más y suspiró–. Así que creo que las dos nos metimos en algo que no nos gustaba, porque no se nos ocurrió qué otra cosa podíamos hacer. ¿Tiene sentido?

–Claro que sí –respondió él–. No os hacía felices.

–Eso es –afirmó ella, preguntándose por qué era tan fácil hablar con él. Además, no se cansaba de mirarlo y su acento irlandés la seducía cada vez más. Era una combinación muy embriagadora y debía tener cuidado, se advirtió a sí misma–. Yo no era feliz. Y, como ahora estoy sola y puedo hacer lo que quiera, ¿por qué no mudarme a Irlanda? Así, estaría más cerca de mi hermana y podría vivir en un lugar que me encanta.

–Las razones son buenas –le aseguró él con tono amable y rellenó ambas copas de nuevo–. Entonces, ¿no te vas a dedicar a vender casas aquí?

–No, gracias –contestó ella con un suspiro. Era un alivio pensar que no iba a seguir lidiando con compradores reticentes y vendedores agresivos. Cuando la gente pedía sus servicios de diseñadora de interiores, era por su talento, no por las casas que hubiera en el mercado–. Voy a abrir mi propio estudio de decoración. Por supuesto, primero tendré que investigar qué licencias hacen falta para tener una empresa en Irlanda y tendré que buscarme una casa…

–Puedes quedarte aquí –señaló él, encogiéndose de hombros–. Estoy seguro de que a Ronan y Laura les encantaría. Además, la casa es enorme…

–Es verdad –admitió ella, mirando a su alrededor. De hecho, en la enorme mansión había sitio para dos o tres familias–. Pero prefiero tener mi propio espacio. Había pensado abrir la oficina en Dunley…

Sean se atragantó con un trago de champán y rio.

–¿Dunley? ¿Quieres abrir la oficina en el pueblo?

–¿Qué tiene de malo? –replicó ella, irritada.

–Bueno, digamos que no me imagino a Danny Muldoon contratándote para que le rediseñes su pub Pennywhistle.

–Muy gracioso.

–No te lo tomes a mal –continuó él, sin dejar de sonreír–. Solo digo que igual la ciudad es un sitio mejor para abrir una tienda de decoración.

–Tal vez –repuso ella, asintiendo–. Pero Dunley está a medio camino entre Galway y Westport, dos grandes ciudades.

–Es verdad.

–Por eso, es un lugar muy céntrico. Y, de todos modos, prefiero un pueblo a una ciudad. Podría comprarme una casita e ir andando al trabajo. Así, estaría cerca de mi hermana y podría ayudarla con el bebé, además…

–Tienes razón –admitió él, levantando ambas manos en señal de rendición. Al darse cuenta de que sus copas estaban vacías, las llenó otra vez y levantó la suya–. Siento haber dudado de ti por un momento. Veo que lo tienes bien pensado.

–Así es –afirmó ella, más calmada, no solo por el licor, sino por las disculpas de su acompañante–. Quiero hacerlo y voy a hacerlo –añadió en una promesa ante sí misma y ante el universo.

–No tengo ninguna duda de que lo harás. Propongo un brindis por el comienzo de una nueva vida. Te deseo que seas feliz, Georgia, con tu decisión y tu nuevo negocio.

–Gracias –dijo ella, chocando sus copas–. Te lo agradezco.

–Vamos a ser vecinos –observó él, tras beber un poco.

–Sí.

–Y amigos.

–Eso también –aceptó ella, sintiéndose un poco incómoda bajo la persistente mirada de él.

–Y, como amigo, debo decirte que, cuando algo te emociona, se te ponen los ojos tan oscuros como el cielo estrellado.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

–¿Qué?

Sean observó cómo la expresión de ella mutaba de la confusión al deseo. En un instante, la llamarada desapareció de sus ojos, pero él la había visto.

–¿Te estoy poniendo nerviosa, Georgia?

–No –mintió ella, apartando la vista.

Después de darle un trago a su copa, ella se limpió una gota de champán de los labios con la lengua. Al verlo, el cuerpo de Sean reaccionó sin remedio.

Era raro, pensó él. La conocía desde hacía un año y, aunque le resultaba atractiva, nunca antes se había sentido tentado de poseerla. En ese momento, la cosa había cambiado. Estar allí con ella, bajo la luz de la chimenea, mientras la lluvia golpeaba los cristales, era más que tentador. Era una situación muy íntima y los dos acababan de compartir un día interminable. Allí, en la penumbra, algo nuevo e irresistible estaba surgiendo entre ellos.

Sean sabía que ella también lo notaba, a pesar de que fingiera lo contrario.

–Solo digo que eres una mujer muy bella, Georgia.

–Mmm –murmuró ella, mirándolo con la cabeza ladeada.

–No creo que sea la primera vez que te lo dicen.

–Oh, no. Los hombres suelen perseguirme por la calle para decirme que tengo los ojos como el cielo estrellado.

–Quizá yo sea más observador que la mayoría –comentó él con una sonrisa.

–O, tal vez, estés tramando algo. ¿Qué es, Sean?

–Nada.

–Bueno, mejor así –señaló ella, y se frotó un poco más el puente del pie–. Los dos sabemos que sería… complicado.

–Es cierto –admitió él, pensando que a pesar de todo merecería la pena–. ¿Te duele?

–¿Qué? –preguntó ella y se miró el pie, que se había estado masajeando de forma inconsciente–. Sí, un poco.

–Hemos pasado muchas horas de pie.

–Sí.

Georgia bebió un poco más y cerró los ojos, mientras las llamas de la chimenea dibujaban insinuantes sombras en su rostro. Aquella mujer estaba seduciéndolo sin saberlo, se dijo él.

Cuando una advertencia de peligro resonó en su cabeza, Sean la ignoró. Había un tiempo para pensar con frialdad y otro para dejarse llevar. Y todo apuntaba a que esos momentos pertenecían a la segunda opción.

Tras dejar el vaso en la mesa, él le tomó los pies y se los puso en el regazo. Cuando ella lo miró, sonrió.

–Es mi oferta especial de la noche. Un masaje en los pies.

–Sean…

Él sabía lo que Georgia estaba pensando, lo mismo que él. Debía dar marcha atrás o continuar y ver dónde les conducía aquello. Ella intentó apartar los pies, pero él se lo impidió y comenzó a acariciarle el puente con el pulgar.

–Oh, eso me gusta.

–Pues disfrútalo.

Ella le dedicó una mirada llena de cautela.

–¿Qué te propones?

–Masajearte también los tobillos –contestó él, subiendo un poco las manos–. Pregúntamelo de nuevo dentro de un minuto.

Georgia rio, como él había pretendido, y se relajó un poco.

–¿Y qué he hecho para ganarme este masaje?

–Me siento generoso, tal vez por esto de ser tío –contestó él–. Aunque Ronan no sea mi hermano, me siento como si lo fuera.

–Puedes considerarte tío. Ronan y tú estáis tan unidos como Laura y yo.

–Es verdad –murmuró él, masajeándole el pie, pequeño y delgado. Ella tenía las uñas pintadas de rosa oscuro y un anillo de plata en el dedo gordo.

–Oh… se te dan bien los masajes.

–Eso dicen –repuso él, riendo. Le deslizó las manos un poco más arriba, hacia los tobillos y las pantorrillas. Su piel era suave y cálida.

–Quizá sea por el champán, pero me gusta demasiado lo que me estás haciendo.

–No es el champán –opinó él, mirándola a los ojos–. No hemos bebido tanto como para que se nos nuble la mente.

–Entonces, será por el fuego –susurró ella–. Y la lluvia fuera, que nos recluye en esta habitación juntos.

–Podría ser –admitió él, subiendo hasta detrás de sus rodillas y observando cómo ella cerraba los ojos con otro suspiro–. O podría ser que estás preciosa bajo la luz de la hoguera y que yo estoy a tus pies.

–Oh, sí, seguro –se burló ella, y lo miró a los ojos, tratando de descifrar sus intenciones–. Sean Connolly, tú siempre sabes lo que estás haciendo. Así que respóndeme: ¿estás intentando seducirme?

–Ah, creo que es más bien al revés, Georgia –murmuró él, deslizando las puntas de los dedos un poco más arriba, hacia sus muslos. Era una suerte que llevara falda. Hacía las cosas más fáciles.

–Ya –dijo ella–. ¿Crees que yo te estoy seduciendo? Eres tú quien ha empezado con un masaje en los pies y ha ido subiendo… a los muslos.

–¿Te gusta?

–Sería una tonta si te dijera que no.

–Bueno, pues…

–Pues la pregunta sigue en pie –le recordó ella, y le sujetó una de las manos, deteniendo su ascenso–. Si estás seduciéndome, quiero saber por qué ahora. Nos conocemos desde hace mucho, Sean, y nunca…

–Cierto. Pero esta es la primera vez que estamos a solas, ¿no? –respondió él, se zafó de la mano de ella y siguió acariciándole, primero en la cara externa de los muslos y, poco a poco, adentrándose hacia la cara interna.

Cuando ella se estremeció, Sean sintió una poderosa erección.

–Piénsalo, Georgia. Estamos solos esta noche. Sin Ronan, sin Laura, sin Patsy. Hasta los perros están durmiendo.

–Tienes razón –reconoció ella con una pequeña carcajada–. No creo que esta casa haya estado tan silenciosa nunca. Pero…

–Nada de peros –le interrumpió él, y tomó la botella de champán para rellenar los vasos–. Creo que nos sentará bien otro trago. Luego, seguiremos hablando de esto.

–Después de tanto champán, ya no querremos hablar –le corrigió ella, dándole un sorbo a su copa de todos modos.

–¿Y qué tiene eso de malo?

Georgia le dedicó una mirada tan llena de pasión como la que él sentía. ¿Cómo había podido resistirse a tocarla durante todo un año?, se preguntó a sí mismo. En ese momento, mientras la acariciaba el otro pie, cada vez ansiaba más saborearla. Quería oírle gemir y gritar su nombre. Deseaba enterrarse dentro de su calor y sentir cómo ella lo rodeaba.

–Esa mirada delata tus pensamientos –comentó ella, dándole otro largo trago al champán.

–¿Estás pensando tú lo mismo?

–No debería.

–No era esa la pregunta.

Sin apartar la mirada, Georgia suspiró.

–De acuerdo, sí estoy pensando lo mismo.

–Me alegro –afirmó él con una sonrisa.

Georgia rio y Sean le quitó la copa de la mano para dejarla sobre la mesa.

–No había terminado –protestó ella.

–Tomarás más después –prometió él.

–Creo que no deberíamos hacer esto –señaló ella, tras tomar aliento.

–Lo más probable es que tengas razón. ¿Quieres que paremos, antes de empezar? –preguntó él, esperando que dijera que no. Parar era lo último que quería hacer.

–Deberíamos parar, sí… Seguramente.

Sean aprovechó su titubeo.

–¿Pero?

–Pero estoy cansada de ser prudente. Quiero que me toques, Sean. Creo que lo he deseado desde el principio, aunque hasta ahora no lo había reconocido.

Sean la levantó y la sentó sobre su regazo, donde ella pudiera sentir su dura erección.

–Como puedes ver, siento lo mismo.

–Sí –repuso ella y se giró para mirarlo a los ojos–. Ya lo veo.

–Todavía no… Pero estás a punto –dijo él con tono provocador.

–Promesas, promesas…

–De acuerdo. Basta de charla, ¿te parece?

–Sí.

Sean la besó con suavidad al principio, como si quisiera dar tiempo para que se familiarizaran con un nuevo nivel de intimidad.

Con ese primer beso, pasó algo increíble. Él sintió que una corriente eléctrica lo recorría y, cuando la miró sorprendido, leyó la misma sorpresa en los ojos de ella.

–Eso ha sido… ¿Vemos si vuelve a pasar?

Georgia asintió y se pegó a él, ofreciéndole sus labios. Sean alimentó la corriente eléctrica que los envolvía, profundizando el beso con lengua y apretándola contra su cuerpo. Ella lo rodeó del cuello con los brazos, entregándose con pasión.

Mientras ella se frotaba contra su erección, Sean deseó que no llevaran ropas. Apartó su boca y trató de calmar su respiración. Pero no lo consiguió. Lo único que podía sosegar el alocado latido de su corazón era poseerla. Solo así podría sofocar el fuego que lo asfixiaba por dentro.

Necesitaba tener a la tentadora Georgia Page, cuya boca parecía diseñada para incitar a pecar a los hombres.

–Llevas demasiada ropa –murmuró él, llevando las manos a los botones de la blusa de ella.

–Y tú –repuso ella, sacándole la camisa de dentro del pantalón. Intentó desabrocharle los botones, sin conseguirlo, y se rio de sí misma por lo nerviosa que estaba–. No puedo. Maldición.

–No hace falta –replicó él y se abrió la camisa de golpe, tirando de ambos lados y haciendo que los pequeños botones blancos saltaran por los aires como diminutos misiles.

Georgia volvió a reír y posó ambas manos sobre el pecho de él. Al sentir su contacto sobre la piel, Sean contuvo el aliento. Saboreó cada caricia, dejándose hacer, mientras ella le recorría cada centímetro.

Sean estaba dispuesto a tumbarse y dejarse explorar con libertad, siempre y cuando él pudiera hacer lo mismo. Le desabrochó la blusa, se la quitó y, cuando vio su piel desnuda, con los pechos cubiertos solo por un sujetador de encaje azul pálido, se le quedó la boca seca.

Apartándose el pelo de la cara, Georgia lo miró a los ojos, al mismo tiempo que él le desabrochaba el broche delantero del sujetador. Tras liberar sus pechos, él los sujetó en sus manos, acariciándole los pezones endurecidos con los pulgares hasta hacerla suspirar.

–Eres preciosa, Georgia. Más bonita de lo que había imaginado –susurró él, y le guiñó un ojo–. Y te advierto que tengo mucha imaginación.

–Ahora me toca a mí –dijo ella, sonriendo. Le apartó la camisa y le recorrió el torso con las manos.

Incendiado por su contacto, Sean se inclinó hacia delante y la tumbó en el sofá. La luz de la chimenea bañaba su rostro y su cuerpo, dándole un aspecto casi etéreo. Pero era una mujer real, con una necesidad material. Y él era el hombre que iba a satisfacerla.

Sin dudarlo, Sean le desabrochó la falda y, despacio, se la bajó por las piernas y la dejó en el suelo. Georgia llevaba unas pequeñas braguitas azules de encaje que le resultaron más eróticas que verla desnuda. Deseó morder su banda elástica y…

–¡Sean! –exclamó ella, sentándose de golpe.

–¿Qué pasa? –preguntó él, temiendo que ella hubiera cambiado de opinión.

–Preservativos –contestó ella–. No estoy tomando la píldora y no llevo preservativos –añadió, mordiéndose el labio–. Quizá Ronan tenga algunos arriba…

–No hace falta. Yo tengo en el coche –señaló él.

–¿Llevas preservativos en la guantera?

Lo cierto era que Sean llevaba mucho tiempo sin usar aquel paquete que había guardado allí para casos de emergencia.

–Es mejor prevenir.

–Date prisa –le rogó ella, quitándose las braguitas.

–Iré como el rayo –afirmó él y, haciendo un gran esfuerzo para separarse de ella, se dirigió a la puerta principal.

En un abrir y cerrar de ojos, Sean llegó al coche. Apenas notó la fría lluvia que había comenzado a caer. La noche estaba muy silenciosa, alumbrada solo por la luz que emanaba de la ventana del salón.

Abrió la guantera, agarró el paquete y la cerró. De vuelta en la casa, se quedó parado ante la puerta del salón. Georgia se había movido del sofá y se había tumbado, desnuda, sobre la alfombra, delante del fuego, con la cabeza apoyada en una montaña de cojines.

Él la recorrió con la mirada, despacio, queriendo saborear lo que veía. Con la boca seca y el corazón acelerado, pensó que nunca había visto a una mujer más hermosa.

–Estás mojado –susurró ella.

–No me había dado cuenta –repuso él, pasándose una mano por el pelo empapado.

–¿Tienes frío? –preguntó ella, y se incorporó sobre un codo para poder observarlo mejor.

La curva de su cadera, el volumen de sus pechos y el calor de sus ojos le provocaron una erupción volcánica.

–¿Frío? Nada de eso.

Sin apartar la mirada, Sean se quitó el resto de la ropa y la dejó caer al suelo.

Cuando se acercó, ella le acarició una mejilla, sonriendo.

–Pensé que aquí tendríamos más sitio que en el sofá.

–Muy bien pensado –murmuró él, besándole en la palma de la mano y, a continuación, le devoró la boca con pasión–. No hay nada más sexy que una mujer lista.

–Me alegro de saberlo –dijo ella, sonriendo, y lo besó.

Loco de deseo, Sean se sentía más excitado que nunca en su vida y no podía dejar de pensar por qué habían tardado tanto en hacer eso.

Enseguida, las sensaciones fueron demasiado abrumadoras como para seguir pensando. La besó en la mandíbula y el cuello, haciéndola suspirar de placer.

Su piel era suave y olía a flores. Sean no podía dejar de llenarse los pulmones con ella. Ansiaba perderse en su cuerpo, deslizar las manos por todas sus curvas. Le lamió los pezones, dedicándose a cada uno de ellos con lentitud, hasta que ella comenzó a gemir.

Georgia no podía dejar de tocarle la espalda, el pecho y más abajo, hacia el abdomen. Siguió bajando, hasta que sujetó su erección entre las manos. Sean levantó la cabeza, mirándola a los ojos para que pudiera ver lo que estaba haciendo con él.

El fuego de la chimenea chisporroteaba, la lluvia y el viento golpeaban en los cristales.

A ella se le aceleró cada vez más la respiración. Con el corazón latiéndole como un caballo desbocado, él sacó un preservativo del paquete, se lo puso y se colocó entre sus piernas.

Cuando Georgia levantó las caderas, invitándolo, él no pudo esperar ni un minuto más. Necesitaba poseerla, más de lo que había necesitado nada nunca en su vida.

Sujetándola de las nalgas, la colocó a su gusto y, de una sola arremetida, la penetró.

Georgia echó la cabeza hacia atrás y un suave gemido escapó de sus labios. Con la mandíbula tensa, él trató de tragarse otro gemido de placer. Ella le rodeó el cuerpo con las piernas y lo apretó para que estuviera más adentro, más cerca. Él se inclinó para besarla, mientras sus cuerpos se entrelazaban en un ritmo primitivo y ardiente.

Se movían juntos como si hubieran sido pareja durante años. Cada uno parecía saber de forma instintiva lo que más excitaba al otro. Sus sombras se dibujaban las paredes, mientras él iba llevando a su amante más y más cerca del clímax.

Con sus ojos clavados en los de ella, vio cómo llegaba al éxtasis, sintió su cuerpo estremecerse en un mar de espasmos de placer. La contempló durante un instante interminable hasta que él también perdió el control y, besándola en profundidad, llegó al orgasmo con ella.

 

 

Georgia se sentía de maravilla.

El calor del fuego le calentaba un lado del cuerpo y Sean le calentaba el otro. Y, de las dos fuentes de calor, ella prefería la de aquel hombre fuerte, alto y guapo a su lado.

–Ha sido… –comenzó a decir ella, sonriendo.

–Sí.

–Ha merecido la pena esperar.

–Yo me preguntaba por qué diablos hemos esperado tanto –confesó él, acariciándole la cadera.

–Nos preocupaba que nos trajera complicaciones, ¿recuerdas? –comentó ella y, por primera vez desde que habían empezado su juego amoroso, sintió dudas sobre si habían hecho lo correcto. Lo más probable era que no, pensó, pero tampoco se arrepentía.

–Siempre surgen complicaciones cuando hay sexo del bueno –opinó él–. Y esto no ha sido bueno nada más, ha sido…

–Sí. Es verdad.

–Bien, ¿qué hacemos ahora? –preguntó él, tocándole el trasero con suavidad.

Georgia no había tenido tiempo de considerar todas las posibilidades, algo que ella solía hacer con las situaciones que se le presentaban. Sin embargo, esa noche, le estaba costando mucho articular ningún pensamiento coherente. Su cuerpo seguía como electrificado y todavía quería más.

–Podríamos detener esto y fingir que esto nunca ha pasado –dijo ella de pronto, sin pensar.

–¿Es eso lo que quieres de verdad? –quiso saber él, y se incorporó para darle un beso en la boca.

Georgia se humedeció los labios, como para saborearlo, suspiró y meneó la cabeza.

–No. Pero todo se va a complicar más si seguimos con esto.

–La vida es complicada, Georgia –señaló él, tocándole un pezón con dedos juguetones.

–Es verdad.

–Y no creo que yo pudiera fingir que no ha pasado nada, porque cada vez que te vea, querré repetir…

–Eso es verdad también –reconoció Georgia, y le apartó un mechón de pelo de la frente. Diablos, ella ya tenía ganas de hacerlo de nuevo, quería volverlo a sentir dentro de su cuerpo, llenándola por completo.

Cuando Sean la miró con ojos brillantes, reluciendo bajo la luz de la hoguera, Georgia supo que estaba perdida. Al menos, por el momento. Quizá se arrepentiría después pero, al menos, tendría bonitos recuerdos que llevarse consigo.

–Bueno, ¿qué te parece si nos enfrentamos a las complicaciones según vayan surgiendo?

–Bien –contestó ella. No podía ni pensar en no volver a estar con él–. Somos adultos. Podemos hacerlo.

–Sí, nos hemos portado como adultos hace unos minutos, sin duda –bromeó él con una sonrisa.

–De acuerdo. Pues seguiremos adelante. Sin ataduras. Sin expectativas. Solo… nosotros. Durante el tiempo que dure.

–Suena bien –repuso él, se levantó y caminó desnudo hasta la mesa donde habían dejado las copas y la botella casi vacía de champán.

–¿Qué haces?

Sean le tendió los vasos.

–Voy a abrir otra de las botellas de champán de Ronan. La beberemos a nuestra salud y por el trato que hemos hecho.

Georgia levantó la vista hacia él, deleitándose con la visión de su cuerpo desnudo, tan musculoso y perfecto… De pronto, el deseo la dejó sin habla.

Sean Connolly no era la clase de hombre con que se podía tener una relación duradera, pero ella tampoco buscaba eso. Lo había intentado y solo había conseguido acabar con el corazón roto. Aunque Sean no se parecía en nada a su exmarido.

Y Sean era el hombre perfecto para satisfacerla en un momento dado.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Los dos días siguientes fueron muy ajetreados. Laura estaba adaptándose a su nueva vida como madre y tanto ella como Ronan parecían a punto de dormirse de pie todo el tiempo. Pero la felicidad reinaba en casa y Georgia estaba decidida a compartirla.