Una vida licenciosa - Susan Stephens - E-Book
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Una vida licenciosa E-Book

Susan Stephens

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Beschreibung

¡Viviendo con un playboy bajo sus condiciones! Holly Valiant necesitaba desesperadamente material nuevo para darle vida a la revista en la que trabajaba. Afortunadamente, lo encontró en Rodrigo Acosta, su flamante compañero de piso. ¿Quién no querría saberlo todo acerca de la agonía y el éxtasis de compartir piso con un vividor? Era como observar a un tigre enjaulado. Holly sabía que debería mantener las distancias, pero Rodrigo no se lo permitió, él tenía otras ideas…

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Susan Stephens. Todos los derechos reservados.

UNA VIDA LICENCIOSA, N.º 77 - febrero 2013

Título original: The Sameless Life of Ruiz Acosta

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2639-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

Rodrigo Acosta estiró las piernas mientras hablaba con su hermano Nacho, que lo llamaba desde Argentina. Mientras miraba a través del elegante ventanal de su casa de Londres, se dio cuenta de que aquella ciudad le gustaba tanto o más que las enormes extensiones de terreno salvaje de la pampa. El contraste era tremendo y los desafíos diferentes, pero igual de estimulantes.

¿Y las mujeres?

Pálidas, siempre con prisas y con tanta ropa encima que resultaba casi imposible imaginárselas desnudándose para hacer el amor...

–¿Que si voy a estar en casa para el partido de polo anual? –repitió volviendo a concentrarse en la pregunta de su hermano mayor–. No me lo perdería por nada del mundo. Asegúrate de conseguirme un buen caballo, uno que le pueda hacer frente al monstruo de Nero, y jugaré a tu lado, Nacho...

–¿Y la empresa? –lo interrumpió su hermano.

–Vamos muy bien. Ya he terminado la reorganización. Solo me queda nombrar a uno o dos miembros del personal. De ahora en adelante, viviré entre Argentina y Londres, pero...

–Pero jamás te olvidarás de la familia que tienes al otro lado del mundo, Rodrigo –lo interrumpió Nacho –. Tú eres el pegamento que nos mantiene a todos unidos.

–El pegamento puede ceder –remarcó Rodrigo.

A Nacho no le gustó que pusiera en tela de juicio su autoridad.

–¿Te has enterado de lo de Lucía?

–¿Qué le ha pasado a Lucía? No, no sé nada –contestó Rodrigo poniéndose serio–. ¿Hay algún problema?

–Nuestra hermana ha vuelto a desaparecer, ha cambiado de número de teléfono...

–Lucía nunca ha sido fácil –le recordó Rodrigo pensando que no era de extrañar teniendo cuatro hermanos mayores vigilándola siempre–. No te preocupes, me pasaré por su casa dentro de un rato para ver si ha vuelto o si ha dejado pistas de dónde puede estar.

Nacho pareció satisfecho de que Rodrigo se hiciera cargo del último problema familiar, porque su voz cambió radicalmente de tono.

–¿Ya has encontrado novia?

Rodrigo se rio.

–No, pero un perro me ha encontrado a mí –contestó acariciando al aludido, que se le había metido entre las piernas–. Aprovechando que la puerta de casa estaba abierta porque me estaban metiendo unos muebles, este chucho maravilloso se coló y se puso cómodo delante de la chimenea, ¿verdad, Bouncer?

Al otro lado de la línea, se oyó una maldición que Rodrigo prefirió ignorar.

–¿Le has puesto nombre y todo?

–Claro, Bouncer ya es parte de la familia –contestó Rodrigo sin parar de acariciar a su mascota.

–Qué típico de ti –se quejó Nacho volviendo al tono de voz de hermano mayor–. Siempre te han dado pena los perros abandonados. Has llegado incluso a recoger a algunos que solo estaban paseando, que tenían dueño. ¡Deshazte de ese chucho, por el amor de Dios! –le exigió Nacho.

–¡Déjame en paz! –le contestó Rodrigo, pues ya no eran niños y Nacho no tenía ningún derecho a exigirle nada.

Además, su hermano debería saber que Rodrigo era un gran amante de los animales y que no estaba dispuesto a dejar a ningún perro en la calle.

–Nos vemos para el partido de polo –rugió Nacho–. ¡Y no te traigas al chucho!

Nacho se había hecho cargo de sus hermanos cuando sus padres habían muerto y, a veces, se olvidaba de que ya eran adultos y de que Rodrigo, que ahora vivía en Londres y no en la pampa, era independiente y le iba muy bien.

Bouncer sintió su irritación y gimoteó, así que Rodrigo lo acarició para calmarlo.

–¿Debería ser más condescendiente con Nacho? –le preguntó Rodrigo cuando el perro lo miró con sus expresivos ojos, pidiéndole que salieran a pasear–. Sí, ya salimos –añadió poniéndose en pie.

Su hermano dirigía una estancia en Argentina tan grande como un país y Rodrigo suponía que tenía derecho a tener malos días.

Por otro lado, un perro tan grande como Bouncer tenía derecho a varias horas de ejercicio al día. Rodrigo se miró al espejo y decidió que él también. No había pasado buena noche. Ninguna de las mujeres que había conocido en Londres lo atraía, pues todas eran demasiado huesudas, llevaban demasiado maquillaje y demasiado tinte rubio en el pelo. Para ser completamente sinceros, estaba harto.

A lo mejor, Nacho tenía razón y lo que tenía que hacer era volver a Argentina y buscar a una sirena sofisticada de ojos negros, una mujer sudamericana apasionada que tuviera el mismo fuego que él en la cama y que fuera una buena compañera de vida.

A su hermano Nacho también le iría muy bien encontrar a una mujer parecida. A ver si así dejaba de comportarse como un guerrero las veinticuatro horas del día.

Rodrigo cerró la puerta de su casa sin que se le pasara por la cabeza que algo parecido le estaba esperando a la vuelta de la esquina...

Capítulo 1

Siempre he llevado un diario. Algunos dirán que soy una escritora compulsiva, pero hay mucha gente que graba lo que piensa porque no tiene a nadie con quien hablar. Hoy es el primer día de mi nueva vida en Londres. Mi tren está entrando en la estación, así que tengo que ser breve. Quiero que quede claro, por si alguien descubre mi diario dentro de mil años, el principio por el que se rige esta nueva vida mía que tiene solo dos normas:

No confiar en nadie más que en mí misma.

Nada de hombres... ¡por lo menos hasta que esté establecida como periodista y mande yo!

Se le había metido el aguanieve por el cuello y un hombre mayor había decidido que necesitaba ayuda, así que se había acercado a preguntarle si estaba buscando el autobús.

–No, pero gracias por preguntarme –contestó Holly–. Acabo de llegar –le explicó con el mentón elevado y las mandíbulas apretadas, con una gran sonrisa–. Estoy esperando a una amiga –añadió para que el buen samaritano se quedara tranquilo.

Era casi cierto. La verdad era que tenía que llamar a una amiga por teléfono.

El anciano le deseó buena suerte y se alejó, lo que hizo que Holly se sintiera doblemente perdida. Se dijo que solo necesitaba tiempo para acostumbrarse al cambio, pues llegar desde una ciudad pequeña a Londres, con tanto ruido, tanto tráfico y tanta gente, no era fácil. Además, tenía el abrigo empapado, mucho frío y el pelo, pelirrojo y mojado, pegado a la espalda.

¿Cómo era posible que le fuera tan mal?

Lo había planeado todo meticulosamente antes de aceptar el trabajo en la revista ¡Rock!, antes de decidir mudarse a Londres. Su mejor amiga del colegio le había dicho que se podía quedar en su casa, una vivienda con jardín, hasta que encontrara alojamiento propio.

Entonces, ¿por qué le había abierto la puerta una desconocida?

Holly se limpió la lluvia de la cara e intentó volver a llamar a su amiga Lucía por teléfono.

–¿Lucía? –le dijo apartándose de la acera para que un coche no la empapara–. Lucía, ¿me oyes? gritó para hacerse oír por encima de los pitidos y los motores.

–¡Holly! –contestó la otra muchacha–. ¿Eres tú?

–Lucía, ¿dónde estás?

–En St. Barts –contestó su amiga–. ¿No oyes el mar? Esto es una maravilla, Holly. Te encantaría porque...

–Eso está en el Caribe, ¿no? –la interrumpió Holly temblando de frío. Lucía procedía de una familia argentina muy rica, así que todo era posible–. Habrá unas cuantas horas de diferencia. ¿Te he despertado?

–No, tranquila, no me he acostado todavía –contestó Lucía–. Estoy de marcha.

–¿No has recibido mi mensaje?

–¿Qué mensaje?

–Te escribí un mensaje aceptando tu invitación para quedarme contigo esta semana, hasta que encontrara piso.

–Ya cuelgo, ya cuelgo... –contestó Lucía tapando el teléfono y riéndose–. ¿Por qué no tomas un avión y te vienes para acá?

¿Porque no tenía dinero? ¿Porque no tenía biquinis? ¿Porque no tenía ningunas ganas de llevar aquella vida?

Holly se mordió la lengua para no explicarle a Lucía que, aunque habían ido al mismo colegio, ella lo había hecho con una beca de estudios completa mientras que su amiga había sufragado la nueva piscina olímpica y un picadero cubierto.

Sí, desde luego, la directora de St. Bede’s School era una buena mujer de negocios.

–¿Dónde estás, Holly? –le preguntó su amiga mientras Holly oía el ruido de las copas de cristal al otro lado de la línea.

–En la puerta de tu casa –contestó Holly–. «Te espero en mi casa del 12 al 20 de noviembre» –le recordó Holly leyendo el texto que le había enviado su amiga, sin mencionar el «me apetece mucho», el «:D» ni los diez signos de exclamación que completaban el mensaje.

–¿Eso te dije?

–Sí, pero no pasa nada –mintió Holly.

–Sí, sí, tienes razón –recordó Lucía–. Te dije que podías venir esta semana y podías venir, pero yo no estoy y he subarrendado mi parte de la casa. Ay, madre, se me había olvidado por completo. ¿Han sido muy desagradables contigo?

–Bueno, la verdad es que...

–Te puedes ir a un hotel, ¿no?

–Sí, claro, claro –contestó Holly–. Siento mucho haberte interrumpido las vacaciones, Luce...

–No, espera.

–¿Qué?

–¡El ático!

–¿El ático?

–¡Mi familia tiene un ático en Londres y está vacío! No hay nadie ahora mismo.

–¿Y dónde está? –quiso saber Holly.

–En la misma dirección, en el mismo edificio –le explicó Lucía muy contenta–. La llave está en el compartimento de llaves que hay al lado de la puerta. Dame diez minutos, tengo que llamar para ver si está vacío y para que me den el código de entrada.

–¿Estás segura?

–Tan segura como que aquí luce el sol. Hay una cafetería justo enfrente –contestó encantada de haber solucionado el problema–. Tómate un café y espera a que te llame.

Holly se quedó mirando el teléfono. Solo un miembro de la poderosa familia Acosta podía tener un ático vacío en Londres. Holly se guardó el teléfono y buscó la cafetería de la que le había hablado su amiga. Era pequeña y tenía los cristales empañados, parecía acogedora, pero también cara. Sí, era un local sofisticado, todo decorado en negro, cristal y bronce, el tipo de lugar al que iba su novio cuando no estaba trabajando, según lo que le había dicho.

Mientras arrastraba su maleta por la acera, Holly se recordó a sí misma que era su exnovio. Holly había descubierto que no hacía falta esperar a los cuarenta para que tu pareja se fuera con una chica más joven y más guapa. Podía pasar siendo mucho más joven, pero no iba a permitir que un error marcara el resto de su vida.

Para olvidarse de aquel hombre ambicioso que le había robado todo el dinero, iba a volver a empezar. En aquel momento, su objetivo era llegar a la cafetería para tomarse algo caliente y secarse mientras esperaba a que la llamara Lucía.

Holly miró a izquierda y a derecha antes de cruzar, pero al llegar al otro lado de la calle se le enganchó la maleta en el bordillo justo en el momento en el que una furgoneta pasaba por delante. Resultó completamente empapada. Todavía no se había repuesto del susto cuando apareció un enorme perro negro que se acercó a ella con la aparente intención de lamerla.

Detrás del can, llegó su dueño, un hombre muy guapo que se empeñó en ayudarla.

–A ver –dijo apartando al perro y agarrando la maleta.

–¡Suelte! –exclamó Holly sorprendida mientras intentaba distanciarse.

No le resultó fácil porque aquel tipo era increíblemente guapo y muy grande, lo que hizo que Holly se sintiera todavía más pequeña, empapada y molesta.

–Perdón –contestó él volviéndose para calmar al perro.

–¿Es que no puede mantenerlo controlado? –le espetó ella–. Quizás se las apañaría mejor con un perro más pequeño.

El hombre no pareció acusar el desagradable comentario. De hecho, se limitó a sonreír, lo que le hizo todavía más atractivo.

–Bouncer es un perro recogido de la calle –le explicó–. Lo estoy educando. Espero que pueda perdonarlo.

Tenía una voz deliciosa. Holly se dio cuenta, de repente, de que llevaba demasiado tiempo mirándolo a los ojos, pero, en lugar de irse de allí inmediatamente, hizo algo inesperado.

–Si me invita a un café, me lo pensaré.

–Muy bien –contestó el desconocido.

¿Se había vuelto completamente loca? ¿Acababa de olvidarse de la regla número dos?

Quizás porque, además de ser increíblemente guapo, aquel hombre la miraba de una manera muy curiosa, ya que no se le iban los ojos hacia abajo, como les pasaba a unos cuantos, sino que permanecían en su rostro.

¿Era suficiente razón para arriesgarse?

–Entonces, vamos –la animó–. Parece usted helada.

Y lo estaba.

Holly no estaba acostumbrada a que hombres tan guapos se fijaran en ella y le pareció una pena que aquello sucediera cuando estaba hecha un asco.

–Un café me sentará bien –asintió.

–Un buen café caliente y fuerte es lo que usted necesita –afirmó el desconocido–, pero, antes de entrar, quiero saber si va a poder perdonar a mi amigo de cuatro patas.

¿Cómo negarse? Holly recordó que su exnovio no podía acercarse a los perros porque siempre le mordían y aquello la hizo sonreír.

–Perdonado –anunció.

El dueño sonrió encantado y le señaló al perro un plato de chucherías que alguien había colocado bajo el toldo de la cafetería.

–La verdad es que le ha puesto la ropa perdida –observó.

–Sí –admitió Holly, aunque la ropa que llevaba era de mala calidad.

–¿Qué le parece si le pago la tintorería?

–No, no hace falta, no pasa nada –contestó ella–. Es barro. Ya se quitará en la lavadora...

–¿Seguro? No me importa pagarle la tintorería.

–Seguro –insistió Holly sonriendo y volviéndose hacia el perro–. Hola, Bouncer –añadió acariciándole entre las orejas.

El perro se tomó aquel gesto como señal de mimos inminentes, así que se tumbó de espaldas dejando la tripa al aire.

–Se le dan bien los animales –observó el desconocido.

–Siempre y cuando no intenten lamerme de arriba abajo –contestó Holly.

–¿Entramos? –le propuso el dueño abriendo la puerta de la cafetería.

Solo llevaba vaqueros, botas y cazadora, pero parecía de ese tipo de hombres que podía poner el mundo de cualquier mujer patas arriba. Holly se estaba rehaciendo después de una relación sentimental desastrosa, pero se dijo que no pasaba nada por tomar un café con un desconocido.

El desconocido en cuestión era tan alto que se sentía enana a su lado, pero era educado. Al percibir el delicado aroma del café, Holly sintió que sus defensas bajaban y que se relajaba todo su cuerpo. Se dijo que no debía relajarse demasiado, pero razonó que tampoco iba a volver a verlo en la vida.

El desconocido tenía la piel bronceada y parecía un actor famoso, mientras que ella estaba pálida y no era nada interesante, pero parecía que tenían algo en común porque ella se sentía fuera de lugar en Londres y a él aquella ciudad le iba tanto como la playa a un oso polar.

Una vez dentro, el desconocido se metió detrás de la barra, agarró una toalla y se la dio a Holly.

–Límpiese el barro –le sugirió.

–¿No les importará? –le preguntó Holly.

–Yo creo que les importará más que no se lo quite antes de sentarse –observó el desconocido sonriendo.

Holly se quedó mirándolo mientras le devolvía la toalla a una camarera y pensó que los hombres tan guapos podían hacer lo que les diera la gana. Nadie había protestado. No pudo evitar quedarse mirándolo también mientras se quitaba la cazadora. Y no parecía la única interesada en apreciar su cuerpo.

Bajo la cazadora apareció una camisa blanca impoluta que el desconocido llevaba arremangada, dejando a la vista unos brazos bien tonificados.

Holly se dijo que el día había mejorado. Claro que eso fue hasta que las camareras comenzaron a flirtear con él y Holly sintió una puñalada de algo inesperado y una advertencia, porque aquel hombre se parecía en algo a su exnovio. Su ex también era guapo y tenía cierto carisma, no tanto ni tan natural como el de aquel hombre, por supuesto. Holly lo sabía bien, pues, cuando había rascado un poco la superficie, había visto que debajo lo único que había era pura frialdad.

–Ya voy yo a pedir el café –comentó el desconocido distrayéndola de sus pensamientos–. Usted encárguese de la mesa –añadió poniéndole la mano en el hombro.

Holly sintió al instante un temblor y no lo pudo ocultar. Por cómo la estaba mirando, a él le debía de haber pasado lo mismo.

–Creo que será mejor que se limpie el barro de atrás antes de sentarse –murmuró discretamente.

El hecho de que se hubiera fijado en su trasero era preocupante. Holly se giró para mirarse y gimió molesta.

–El baño de señoras está al fondo –comentó una de las camareras.

–Puede dejarme la maleta a mí.

Holly se quedó mirándolo y se preguntó qué debía hacer. Tenía dos opciones: dejarle su maleta a un desconocido o arrastrarla por toda la cafetería.

–Puede confiar en mí –le aseguró el dueño del perro, leyéndole el pensamiento.

«Eso suelen decir todos los sinvergüenzas», pensó Holly.

–En mi caso, es verdad –añadió él como si le hubiera vuelto a leer el pensamiento.

Así que Holly le dejó la maleta.

Holly atravesó la cafetería intentando ignorar las miradas divertidas de los presentes. Al sentir que se había sonrojado ante el escrutinio, se dio cuenta de que, durante el breve lapso de tiempo que había permanecido junto al desconocido, se había sentido bien. La verdad era que no le apetecía nada sentarse en aquella cafetería tan glamurosa en la que, probablemente, el café costara el doble que en cualquier otro sitio, pero estaba en proceso de reconstrucción y eso quería decir que no iba a volver a huir. ¿Qué iba a hacer? ¿Inventarse alguna patética excusa y huir de un hombre guapísimo?

Así que, después de limpiarse, volvió a su lado y lo encontró leyendo el periódico, con la maleta al lado.

–He pedido algo –anunció dejando el periódico a un lado.

–Café con leche y tostadas con tomate y queso fundido... Qué maravilla –contestó Holly.

–Iba a comer y he pensado que, a lo mejor, usted también tenía hambre.

–Gracias –contestó Holly sinceramente–. Tiene una pinta maravillosa...

–Rodrigo –le dijo él estrechándole la mano por encima de la mesa.

–Holly.

–Encantado de conocerte, Holly.

En cuanto sus manos se tocaron, Holly sintió un estremecimiento por todo el brazo y se dijo que no debería mirarlo fijamente, como lo estaba haciendo.

–¿Rodrigo? Me encanta tu nombre. Es muy original.

–Mi madre leyó muchísimas novelas románticas mientras estaba embarazada y eligió el nombre de un héroe germano.

–Pues yo nací el día de Navidad.

Aquello los hizo reír a ambos.

Holly se dio cuenta entonces de que no podía recordar la última vez que se había sentido relajada en compañía de un hombre. Reírse de los chistes de su ex era lo normal, pero reírse de manera espontánea porque estaba contenta le pareció demasiado, así que dejó de hacerlo.

–¿Está bueno el café? –le preguntó Rodrigo.

–Delicioso, gracias –contestó Holly mirándolo a los ojos.

Él le sostuvo la mirada con sus ojos cálidos e intensos. Holly supo que quería saber más cosas sobre aquel hombre.

–Supongo que estás en Londres porque ahora mismo no estás trabajando.

–¿Y qué te hace pensar eso? –preguntó Rodrigo frunciendo el ceño.

–Supongo que te dedicas al esquí y al surf. Lo digo porque estás fuerte y muy moreno...

–¿Tanto destaco?

–Sí –admitió Holly sonriendo mientras miraba alrededor.

Lo cierto era que era diferente a los demás, que resaltaba por su moreno y su elegancia.

–Claro que tienes perro –recapacitó Holly–, así que debes de vivir cerca.

–¿Tú crees? –le preguntó Rodrigo con aire divertido–. ¿Le haces este interrogatorio a todo el mundo que conoces?

–Perdón... la verdad es que no es asunto mío.

–No pasa nada, Holly.

Le encantó cómo había dicho su nombre. Para empezar, porque se había acordado de él. Holly no se tenía por una mujer fea ni mucho menos, pero en cuestión de belleza creía que tenía mucho que mejorar.

Rodrigo se arrellanó en la silla y empujó el plato de las tostadas hacia ella. Holly se sintió culpable por estar tan relajada en compañía de un hombre al que no conocía de nada, así que se dijo que lo mejor que podía hacer era tomarse el café y las tostadas cuanto antes para irse rápidamente.

–¿Tienes prisa? –le preguntó Rodrigo al ver que se bebía el café de un trago.

¿Cómo era posible que, a pesar de que lo había dicho con una gran sonrisa, a Holly se le hubiera antojado tan peligroso? Aquel hombre tenía una mirada oscura y experimentada. Holly sintió que la invadía un gran calor.

–La verdad es que sí –contestó preguntándose qué le habría pasado a Lucía, por qué no la llamaba.

–¿Adónde tienes que ir?

–Creía que no te gustaban los interrogatorios.

–No, yo no he dicho eso, a mí me encanta saber cosas de los demás –contestó Rodrigo–. Además, tampoco me ha molestado que me preguntaras. Creo que eres una mujer con mucha imaginación. ¿Te dedicas a algo creativo, por casualidad?

–¿A la publicidad, por ejemplo? No –contestó Holly–. Yo quiero ser periodista –añadió.

–¿Ya tienes trabajo?

Holly sonrió encantada ante aquella pregunta.

–Sí, el lunes empiezo a trabajar en la revista ¡Rock!

–Vaya, así que en ¡Rock!, ¿eh? –se animó Rodrigo, claramente impresionado–. Enhorabuena. No todo el mundo tiene la suerte de empezar su vida laboral en Londres por lo más alto.

–Bueno, yo no diría tanto –contestó Holly–. ¿Has oído alguna vez eso de empezar desde abajo? Pues el puesto que me han dado es el de todavía más abajo.

Aquello hizo reír a Rodrigo.

–Cuéntame más –la animó.

–Me han contratado como chica de los recados en la redacción de la columna de corazón –le explicó–. Es un trabajo tan poco considerado que es prácticamente invisible. Supongo que, mientras sepa hacer buenos cafés, todo irá bien.

–Espero que sí –contestó Rodrigo.

–¿Y tú? –le preguntó–. Perdona, ya estoy otra vez con mis preguntas. Supongo que te pareceré una maleducada.

–No, en realidad me pareces una preciosidad –contestó Rodrigo.

Vaya.

–Creo que llegarás a ser una gran periodista –concluyó.

–¿Por qué lo dices?

–Porque es evidente que te interesa el mundo y la gente que te rodea –observó Rodrigo.

Eso era cierto.

–Quiero que sepas que me gusta esquiar y hacer surf, pero no me dedico profesionalmente a ello.

–¿Y a qué te dedicas?

Rodrigo sonrió.

–Digamos que tu técnica de interrogatorio ha mejorado conmigo –bromeó.

–Gracias por permitírmelo.

–De nada –sonrió Rodrigo.

En aquel momento, se acercó la camarera para pedirles la mesa.

–Es la hora de comer y está lloviendo, es comprensible –comentó Holly poniéndose en pie y decidiendo que ya le había robado suficiente tiempo a aquel desconocido.