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El nuevo fichaje del magnate Zoe debía su vida a la Fundación Giannopolous y quería agradecérselo trabajando para ellos. Ni siquiera había tenido que negociar su puesto con el millonario Vasso Giannopolous. Enseguida se había enamorado no solo de la preciosa isla griega en la que trabajaba, sino también del atractivo magnate que vivía en ella. Vasso había mantenido su corazón a buen recaudo después de la última traición que había sufrido. Pero el coraje de la guapa Zoe le hizo darse cuenta de que había cosas por las que merecía la pena arriesgarlo todo, en especial por llegar hasta el altar.
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Seitenzahl: 184
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Rebecca Winters
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una vida por delante, n.º 2619 - septiembre 2017
Título original: A Wedding for the Greek Tycoon
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9527-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Nueva York, nueve de agosto
EL VIEJO doctor barbudo se quedó mirando a Zoe.
–Jovencita, llevas ocho meses sin cáncer. Puedo afirmar sin reservas que ha remitido. Ya hemos hablado de la esperanza de vida para pacientes como tú, claro que nadie puede predecir el final de nuestra vida.
–Lo sé –dijo antes de que el médico continuara explicándole las expectativas de vida.
Ya había leído mucho sobre el tema y dejó de prestar atención. La máxima de tomárselo con calma y disfrutar del día a día era el lema del hospital.
No había habido ninguna sorpresa en la revisión de Zoe y los resultados de todas las pruebas eran buenos. Pero nunca superaría su inquietud. En cualquier momento, el cáncer volvería a aparecer.
El médico del centro le había dejado un libro sobre la enfermedad una vez empezaba a remitir. Muchos pacientes caían en depresión ante el temor a recaer y era un problema al que tenían que enfrentarse. Dado que Zoe era un buena muestra de ello, podía haber escrito un capítulo completo del libro.
Pero en aquel momento se sentía aliviada ante el resultado de las pruebas. De hecho, estaba tan contenta que apenas podía dar crédito. Hacía un año que le habían dicho que tenía una enfermedad terminal.
–Así que me está diciendo que… que ha desaparecido –dijo mirando al médico.
–Créetelo, jovencita. Me alegro de que esa fatiga que has estado sufriendo durante tanto tiempo haya desaparecido. Estás física y emocionalmente más fuerte. El psicólogo y yo coincidimos en que puedes recibir el alta ahora mismo, si quieres.
Aquella era la noticia que tanto había esperado. Había hecho planes y no podía perder el tiempo.
–Estamos convencidos de que de ahora en adelante podrás llevar una vida normal –concluyó.
Nunca sería normal sabiendo que el cáncer podría volver, pero le sonrió.
–¿Cómo puedo agradecerle todo lo que ha hecho por mí?
–Ya lo has hecho esforzándote tanto en ponerte bien. Eres la inspiración para los demás pacientes del hospital. Todos los amigos que has hecho aquí, te echarán de menos.
–Lo dudo.
Zoe se rodeó con los brazos por la cintura.
–Mi factura debe de ser astronómica. Voy a devolver cada céntimo, aunque tenga que dedicar lo que me queda de vida a ello.
–La Fundación Giannopoulos corre con los gastos.
–Lo sé.
Estaba tan agradecida que algún día daría las gracias personalmente a todos los miembros de la familia Giannopoulos.
–Todos los que trabajan aquí son unos ángeles, especialmente usted. No sé qué he hecho para merecer tanta atención.
Al ingresar en el hospital, se había leído toda la información que daban a los pacientes. El primer día que había ido a la capilla del hospital, había visto la placa. Llevaba el nombre de la iglesia de los Santos Apóstoles de Grecia.
En recuerdo de Patroklos Giannopoulos y su esposa Irana Manos, que sobrevivieron el brote de malaria en Paxós, a comienzos de los años sesenta.
En recuerdo de su hermano Kristos Manos, que sobrevivió el brote de malaria y emigró a Nueva York para empezar una nueva vida.
En recuerdo de Patroklos Giannopoulos, que murió de linfoma.
–Estoy aquí gracias a la generosidad de la fundación en Nueva York –le recordó el doctor–. Fue creada para americanos de origen griego enfermos de linfoma, sin familia y sin medios. Hay gente maravillosa y muy generosa en el mundo. ¿Tienes a dónde ir?
–Sí, el padre Debakis, de la iglesia ortodoxa griega de la Sagrada Trinidad, se ha ocupado de todo. Lo conozco desde que era pequeña. A lo largo del tratamiento, hemos estado en contacto. Le debo mucho a él y a Iris Themis. Ella pertenece al consejo de la iglesia y puede procurarme un sitio en una casa de acogida hasta que encuentre trabajo y un lugar para vivir. Lo único que tengo que hacer es llamarla a su oficina.
–Estupendo. Ya sabes que tienes que hacerte un nuevo chequeo en seis semanas, aquí o en cualquier otro hospital que te venga bien. Consistirá en un análisis de sangre y una exploración. Puedes llamarme cuando quieras.
Zoe temía la próxima revisión, pero no quería pensar en ello en aquel momento. En vez de eso, se puso de pie para darle un abrazo.
–Gracias por devolverme la vida. No sabe cuánto significa.
Salió de la consulta y recorrió a toda prisa el pasillo que conducía al centro de convalecientes. Su habitación estaba en la segunda planta. Dado que no tenía familia, aquel había sido su hogar durante el último año. Al llegar, había estado convencida de que no saldría viva de allí. Al principio, el hombre con el que estaba saliendo, la había llamado a menudo, pero la compañía para la que trabajaba lo había destinado a Boston y las llamadas se habían ido haciendo cada vez más escasas. Lo había entendido, pero no había podido evitar sentirse dolida. Le había dicho que estaba loco por ella, pero si había sido capaz de dejarla en el momento más difícil de su vida, ningún hombre aceptaría su situación.
Aunque había amigos de su familia que solían llamarla a menudo, sus compañeros en el hospital se habían convertido en sus mejores amigos. Al ser todos de origen griego, compartían las historias de sus familias y habían establecido una complicidad tan estrecha que no quería separarse de ellos.
Una vez en su habitación, se sentó en un lado de la cama y llamó a Iris. Quedaron en encontrarse en la entrada del centro de convalecientes media hora más tarde. Iris y el sacerdote tenían ganado un sitio en el cielo.
Una vez superada la enfermedad, Zoe deseaba ayudar a otras personas del mismo modo en que la habían ayudado a ella. La universidad podía esperar. Lo que quería hacer era trabajar en la Fundación Giannopoulos, si eso era posible. Para ello, iba a tener que ponerse en contacto con Alexandra Kallistos, la mujer que dirigía el centro y con la que era difícil congeniar. Era una mujer distante. No sabía si era su forma de ser o si, sencillamente, no le había caído bien.
Se habían cruzado en el vestíbulo un rato antes, y la señorita Kallistos ni siquiera había reparado en ella. Quizá fuera porque Zoe estaba ocupando una cama que podría venirle mejor a otra persona. Pero el psicólogo había insistido en que se quedara allí un poco más, ya que no teniendo padres, necesitaba más tiempo para recuperarse mentalmente. Se habían hecho los arreglos necesarios para que así fuera y por los que Zoe estaría eternamente agradecida.
La señorita Kallistos tenía un despacho en el hospital y estaba al mando. Todos los empleados, incluyendo médicos, enfermeras, psicólogos, personal del laboratorio, camilleros, cocineros y limpiadores dependían de ella. Era un modelo de eficacia, pero Zoe sospechaba que carecía de la habilidad necesaria para hacer sentir a los enfermos lo suficientemente cómodos como para confiar en ella.
Alexandra era una atractiva mujer de ojos marrones, soltera, de origen griego y de poco más de treinta años. La melena morena le llegaba hasta los hombros. Vestía a la moda, con ropa que resaltaba su figura. Pero se mostraba fría. La idea de pedirle trabajo a ella, incomodaba a Zoe. Si surgía algún problema, siempre podía recurrir al padre Debakis para que intermediara.
Atenas, diez de agosto
Vasso Giannopoulos estaba trabajando en el edificio Giannopoulos del que era dueño junto con Akis, su hermano menor recién casado. Estaba acabando de revisar los inventarios de las tiendas de conveniencia que tenían en Alejandrópolis, cuando el intercomunicador con su secretaria sonó.
–¿Sí?
–Tengo en línea a la señorita Kallistos, de Nueva York. Llama desde el hospital y quiere hablar contigo o con tu hermano. ¿Quieres atenderla o prefieres que le diga que ya la llamarás? Sé que no querías que te molestaran.
–No, no, has hecho bien.
El hospital Giannopoulos y el centro para convalecientes estaban en Astoria. Le parecía extraño que lo llamara, habiendo quedado para verse al día siguiente.
–Hablaré con ella –dijo levantando la cabeza.
–Por la línea dos.
Descolgó el auricular.
–¿Alexandra? Soy Vasso.
–Siento molestarte, Vasso, quería hablar contigo antes de que tomaras el avión. Te agradezco que atiendas mi llamada.
–No hay de qué.
–Todo el mundo sabe que tú y tu hermano fundasteis el centro griego-americano Giannopoulos de lucha contra el linfoma. Esta es la cuarta vez que una de las principales cadenas de televisión se pone en contacto conmigo para rodar un documental sobre vuestra vida. El director de la cadena quiere enviar un equipo al centro para entrevistar a algunos de los empleados y, por supuesto, a vosotros. Sé que ya les has dicho que no otras veces, pero teniendo en cuenta que estarás aquí mañana, ¿quieres que concierte una cita?
Vasso no tuvo ni que pararse a pensar.
–Dile a ese hombre que no estamos interesados.
–De acuerdo. ¿Cuándo calculas que estarás por aquí?
–Como muy tarde a las dos. Muchas gracias por llamar. Yassou.
Nada más colgar, Akis apareció en su despacho.
–Hola, hermanito, me alegro de que hayas vuelto. Acaba de llamar Alexandra. Una de las cadenas de televisión de Nueva York quiere hacer un documental sobre nosotros.
–¿Otra vez? –dijo Akis sacudiendo la cabeza–. ¿Es que nunca se dan por vencidos?
–Eso parece. Le he dicho que les diga que no.
–Bien. ¿Cuándo sales para Nueva York?
–Ya estoy listo. He quedado por la mañana en reunirme con algunos de nuestros distribuidores de la Costa Este. Luego, iré al hospital a revisar la contabilidad.
–Mientras tú haces eso, yo me ocuparé de los inventarios de la zona norte. Raina me ayudará. Es un genio con las finanzas. No tendrás que preocuparte de nada.
–¿Cómo van sus náuseas matutinas?
–Ya apenas tiene.
–Me alegro.
–Una pregunta antes de que te vayas –dijo Akis mirándolo con curiosidad–. ¿Qué tal te fue la otra noche con Maris?
–Así, así.
–Eso no suena bien. Pensaba que ella pondría fin a tu soltería.
–Me temo que no. Es agradable e interesante, pero no es mi mujer ideal –replicó, dándole una palmada en el hombro a su hermano–. Te veré en un par de días.
Aunque Vasso apenas había salido unas cuantas veces con Maris, ya sabía que tenía que terminar con ella. No quería darle falsas esperanzas. El comentario de Akis había tocado su fibra sensible. Ambos habían estado solteros mucho tiempo. Ahora que Akis se había casado, Vasso sentía un vacío que nunca antes había sentido. Su hermano estaba tan feliz con su nueva esposa y un bebé en camino que apenas lo reconocía.
Nueva York, doce de agosto
–¡Vasso!
–¿Cómo estás, Alexandra?
–Me alegro de verte –dijo la directora poniéndose de pie.
–He recorrido el hospital y el centro de convalecientes. Todo parece ir sobre ruedas. Mis felicitaciones por dirigir con tanta eficacia este centro del que estamos tan orgullosos.
–Gracias. Sé que estás ocupado. Si quieres revisar los libros aquí, pediré que traigan la comida.
–Ya he comido. ¿Qué te parece si reviso los números mientras te vas a comer? Si necesito alguna aclaración, te lo diré cuando vuelvas.
–De acuerdo. Antes de irme, quería comentarte que ayer vino a verme una joven para pedir trabajo. Le dije que no tenía ni la formación ni la experiencia necesaria para la clase de trabajo que hacemos en el centro. Más tarde, me llamó el padre Debakis, de la iglesia de la Sagrada Trinidad de aquí de Astoria. Conoce a esta mujer y dice que es una persona muy capaz. Quería saber si podía hablar con alguien de más rango para concertar una entrevista. Te he dejado su teléfono anotado por si quieres hablar con él.
–Ahora mismo me ocuparé de ese asunto. Gracias por decírmelo.
–Bueno, me voy a comer, volveré en una hora.
–Tómate tu tiempo –dijo Vasso y antes de que la mujer saliera por la puerta, añadió–: Quiero que sepas que tanto mi hermano como yo estamos muy contentos y agradecidos por el trabajo que haces para que el centro funcione tan bien.
Alexandra susurró gracias y se fue. Vasso marcó el número que le había dejado, pidió hablar con el padre Debakis y se sentó.
–Es un honor hablar con usted, señor Giannopoulos. Me alegro de que la señorita Kallistos le haya dado mi mensaje. No quiero hacerle perder el tiempo, así que iré directamente al grano.
Vasso sonrió. Le gustaba la concreción.
–Conozco a una joven de veinticuatro años, griega americana, que quiere trabajar para su fundación. Se llama Zoe Zachos y es de aquí de Queens –prosiguió el religioso–. Me he tomado la libertad de llamarlo para comentárselo. Sé que la señorita Kallistos tiene sus reservas. Cuando hablé con ella en nombre de Zoe, me dijo que esta joven no reúne los requisitos necesarios y se negó a entrevistarla. No estoy de acuerdo y por eso recurro a usted, para interceder en este asunto.
Diez meses antes, Vasso y Akis habían viajado hasta Nueva York para buscar una nueva directora después de que la anterior tuviera que dejar su cargo por un problema de salud. Alexandra había presentado buenas referencias y había sido la candidata más cualificada debido a su experiencia en la administración y gestión de hospitales.
Akis, que llevaba ocupándose de los negocios junto a Vasso desde su juventud, había vuelto a Nueva York cinco meses más tarde para comprobar que todo fuera bien. Hasta el momento, no habían tenido ningún problema con su forma de trabajar. Debía de tener una buena razón para no aceptar la solicitud de empleo de la otra mujer.
–Es evidente que esto es importante para usted.
–Mucho –respondió el sacerdote, sorprendiendo a Vasso con su contundencia–. Quizá, podría entrevistarla usted.
–Ese no es nuestro procedimiento habitual –replicó Vasso, echándose hacia delante.
–Vaya.
A Vasso no se le pasó por alto la decepción del sacerdote.
–¿Podría explicarme el motivo de su llamada?
–Es una cuestión de urgencia.
Vasso sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Después de la respuesta del sacerdote, se sentía incapaz de negarle nada.
–Hábleme un poco de ella.
–Creo que será mejor que la conozca usted mismo.
A aquellas alturas, Vasso se sentía intrigado.
–¿Cuándo podría estar en el despacho de la señorita Kallistos?
–Antes de dos horas.
–Entonces, la esperaré.
–Que Dios le bendiga.
El sacerdote colgó mientras Vasso permanecía perplejo con el auricular en la mano. Durante la siguiente hora y media estuvo concentrado en los libros de contabilidad. Cuando Alexandra regresó, le dijo que todo parecía estar en orden y escuchó algunas de sus sugerencias con respecto a la gestión del hospital.
Mientras conversaban, llamaron a la puerta.
–Debe de ser Zoe Zachos –dijo Vasso volviéndose hacia Alexandra–. ¿Me das media hora?
–Sí, claro –respondió y, sin más, se levantó y abrió la puerta–. Pasa, Zoe –dijo a la mujer rubia antes de dejarlos a solas.
¿Zoe? Eso significaba que Alexandra la conocía.
Lo único que Vasso sabía de aquella mujer era que tenía veinticuatro años. Cuando la joven entró en el despacho, se puso de pie.
–¿Señor Giannopoulos? –dijo sin apenas aliento–. Soy Zoe Zachos. Todavía no puedo creer que el padre Debakis haya hecho posible este encuentro –añadió y una sonrisa asomó en su bonito rostro.–. No sabe lo agradecida que estoy de conocerlo por fin.
Unas lágrimas provocaron que sus ojos verdes brillaran.
Al tender la mano para saludarlo, Vasso vio una gratitud tan sincera, que algo en su interior se conmovió.
–Por favor, señorita Zachos, siéntese.
La esbelta mujer se sentó frente a él. Llevaba una blusa estampada y una falda caqui, atrayendo la atención sobre su cuerpo proporcionado y sus piernas. Debía de medir un metro setenta.
–Supongo que ya sabe que me gustaría trabajar en su fundación.
Su dulzura lo pilló por sorpresa.
–Sí, ya me lo ha dicho el padre Debakis.
–Según la señorita Kallistos –dijo ella entrelazando las manos–, no tengo la preparación necesaria.
–Pero según el padre Debakis, sí. Hábleme de usted. ¿Por qué quiere trabajar en la fundación y no en otro sitio?
–¿No se lo ha dicho el padre? –preguntó sorprendida.
–No, es un hombre de pocas palabras.
–Pero acertadas –dijo ella con una sonrisa que daba a entender que tenía buena relación con el clérigo.
Vasso estaba de acuerdo. El sacerdote tenía una manera curiosa de hacer valer sus argumentos. Había conseguido que Vasso accediera a aquella inusual entrevista.
–¿Por qué no empieza por el principio?
Ella asintió.
–He estado aquí ingresada durante el último año por un linfoma Hodgkins y he recibido el alta el día nueve de este mes.
Una paciente… Consciente de lo que eso suponía, Vasso tragó saliva. Había considerado varias razones por las que podía haber conflicto entre aquellas dos mujeres. Recordó que hacía un año que la anterior directora había dimitido debido a un problema de salud. Zoe Zachos ya estaba allí como paciente cuando habían contratado a Alexandra. Hacía meses que se conocían. No encontraba motivos que explicaran que Alexandra hubiera rechazado la petición de Zoe.
–Me puse contentísima cuando me dijeron que me había curado.
–Es una noticia maravillosa.
–¿Verdad? –dijo echándose hacia delante con aquella luz en sus preciosos ojos verdes–. Y todo gracias a su familia. Su fundación me ha devuelto literalmente la vida.
La emoción de su voz resonó en la cabeza de Vasso y tuvo que aclararse la voz antes de hablar.
–Escuchar su testimonio me resulta muy gratificante, señorita Zachos.
–Es imposible pagarle con dinero. Pero me encantaría trabajar para usted el resto de mi vida. Soy buena cocinera y podría trabajar en la cocina del hospital o en la lavandería o ayudando a los enfermos. Deme un empleo y lo haré lo mejor que pueda. El problema es que la señorita Kallistos le dijo al padre Debakis que sin título universitario ni experiencia, no tenía sentido hacerme una entrevista. Me llegó a decir que si quería servir a los demás, me metiera a monja. Supongo que estaría de broma. El padre Debakis y yo nos reímos mucho con eso. No tengo madera de monja. Lo que estoy deseando es hacer algo diferente.
Vasso estaba empezando a enfadarse, pero no con Alexandra sino consigo mismo y con su hermano Akis. Cuando la contrataron, ambos habían tenido claro que tenía las mejores referencias para un cargo tan importante, a pesar de su juventud. Pero para aquel trabajo, había que tener unas habilidades que no venían escritas en ninguna parte. Teniendo en cuenta que Zoe había sido una paciente durante tanto tiempo, Alexandra debería haberse mostrado un poco más comprensiva.
–Ya veo que tiene un buen defensor en el padre Debakis. ¿Cómo lo conoció?
–Mis padres tenían un restaurante griego aquí en Astoria, cerca de la iglesia de la Sagrada Trinidad y vivíamos en un apartamento justo encima. El padre Debakis prestaba sus servicios allí cuando era niña y siempre tuvo muchas relación con mi familia. Si no hubiera sido por él, no creo que hoy siguiera viva.
–¿Por qué dice eso?
Una expresión de tristeza ensombreció su rostro.
–Hace un año, fui al cine con unos amigos del barrio. Después de ver la película, volvimos andando a casa. Era tarde, mis padres ya estaban durmiendo –dijo, e hizo una pausa antes de continuar–. Cuando llegamos a casa, parecía que había habido una guerra. Alguien nos dijo que había habido una explosión. Corrí hacia el jefe de los bomberos y me dijo que un pirómano había arrojado una bomba casera a la lavandería que había junto al restaurante de mis padres y en la que de vez en cuando trabajaba. El fuego se extendió hasta la cocina y todo se llenó de humo. Mis padres murieron y también los dueños de la lavandería, que eran vecinos.
–Dios mío.
–Se quemó todo: fotos familiares, ropa, objetos preciados… No quedó nada. Siempre había vivido con mis padres y había trabajado en la cocina del restaurante para ahorrar dinero mientras iba a la universidad. La escena era tan trágica que me desmayé. Cuando recobré el sentido, estaba en la sala de urgencias del hospital. El padre Debakis fue la primera persona a la que vi cuando me desperté. Me dijo que el médico me había examinado y había descubierto un bulto en el cuello.
Vasso la vio estremecerse y se despertó en él un instinto protector que no sentía desde que Akis y él perdieran a su padre. Aunque Akis era once meses menos que él, la muerte de su padre le había obligado a cuidar de su hermano pequeño.
–Todavía me sorprende que no muriera aquella noche. Estaba convencida de que mi vida había llegado a su fin. Él, junto con Iris Themis, una de las mujeres de la iglesia, impidieron que me diera por vencida. Son unas personas maravillosas y me ayudaron a superar la pérdida. Cuando me diagnosticaron el cáncer, mi desesperación aumentó. Me llevaron ropa, me reconfortaron y me sentí abrumada con su generosidad.
Vasso se levantó de su asiento, incapaz de permanecer sentado. El padre Debakis le había dicho que era una joven muy especial.
–Antes del incendio y de la enfermedad, me quedaba un semestre en la universidad para conseguir el título en Filología. Tenía pensado sacarme también el título de Magisterio, pero como trabajaba por la noche e iba a la universidad por el día, los estudios ocupaban un segundo plano –dijo y una amarga sonrisa se dibujó en sus labios–. Ahora, después de la pérdida de mis padres y del linfoma, mis prioridades han cambiado.
–Le habría pasado a cualquiera.