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La Vida de Hildegard von Bingen (1098-1179), escrita por el monje Theoderich von Echternach pocos años después de su muerte, permite una aproximación directa a una de las figuras más fascinantes y multifacéticas del Occidente europeo, ya que contiene pasajes autobiográficos que hablan directamente de su experiencia. Sus escritos sobre las propiedades medicinales de las plantas y las virtudes de las piedras preciosas y los metales manifiestan su capacidad de percepción del mundo del entorno, mientras que sus tres grandes obras proféticas (Liber Scivias, Liber vitae meritorum y Liber divinorum operum) muestran la visión de lo invisible. Impulsadas por una facultad visionaria que la ha hecho célebre, dibujan el perfil de un destino extraordinario: una mujer, escritora y visionaria que ofrece una idea femenina de Dios en pleno siglo XII. Esta edición, revisada y preparada por Victoria Cirlot, reúne, junto con la Vida, las principales miniaturas de sus visiones con sus textos correspondientes, una selección de sus cartas significativas, algunas de sus canciones litúrgicas y un epílogo en el que se aborda la experiencia visionaria y sus posibilidades de comprensión en nuestro mundo al contrastarla con artistas como Max Ernst.
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Índice
Cubierta
Portadilla
Prólogo a esta edición
Introducción
Cronología
Nota a la edición
Vida de Hildegard von Bingen
Notas
Cartas (selección)
Bernardo de Clairvaux
Papa Eugenio III
Odo de Soissons
Tengswich von Andernach
Elisabeth von Schönau
Eberhard, obispo de Bamberg
Felipe de Flandes
Guibert de Gembloux
Notas
Visiones (textos y miniaturas)
Scivias [Conoce los caminos]
Liber divinorum operum [Libro de las obras divinas]
Notas
Poesía (Canciones litúrgicas de Sinfonía de la armonía
1. Ave Maria
2. O clarissima mater
3. Cum processit factura digiti Dei
5. Ave generosa
6. O quam preciosa est virginitas. Qué preciosa es la virginidad
7. Rex noster promptus est
9. Favus distillans
10. In matutinis laudibus
11. Nunc gaudeant materna viscera Ecclesie
Notas
Epílogo
Bibliografía
Créditos
Para mi hija Andrea
Esta edición es una versión corregida de Vida y visiones de Hildegard von Bingen, publicado en Siruela en 1997 (1.ª edición), en 2001 (2.ª edición corregida y aumentada), y en 2009 (3.ª edición revisada y ampliada). Continúa teniendo la misma función de ser una presentación y una primera aproximación a esta mística y visionaria del siglo XII, por lo que la Vida de Hildegard von Bingen escrita por Theoderich von Echternach me continúa pareciendo un testimonio de primera magnitud, pues valoro este texto como el fundamental de este libro. También me sigue pareciendo adecuado añadir a la Vida algunas de sus cartas y permitir un primer contacto con su experiencia visionaria a través de sus descripciones de las visiones y las miniaturas que las ilustraron. La obra poética es el cuarto aspecto que a mi modo de ver completa el boceto de esta extraordinaria personalidad que este libro pretende ofrecer.
Desde que entré en contacto con Hildegard von Bingen no he dejado de trabajar en su obra. Me he dedicado especialmente a su experiencia visionaria y fruto de ello fue el libro que publiqué en el año 2005: Hildegard von Bingen y la tradición visionaria de Occidente, de lo que ha resultado un nuevo epílogo que sustituye al anterior de la edición de 2001. En La visión abierta. Del mito del grial al surrealismo, págs. 107-126 (Siruela 2010) me ocupé del carácter diagramático de las miniaturas que ilustran las visiones de Hildegard, así como del movimiento del manuscrito que implica la unión de miniaturas situadas en folios distintos y que forman una figura trinitaria (ms de Lucca 1492). En 2014 publiqué «La ciudad celeste de Hildegard von Bingen» (Anuario de Estudios Medievales, 44/1, págs. 475-513) y en el que comparé la Jerusalén celeste de Hildegard con la de Carl Gustav Jung en su Libro rojo. La reclusa Juliana de Norwich, que vivió en la segunda mitad del siglo XIV y principios del siglo XV, constituyó un perfecto contrapunto de Hildegard y su comparación me permitió ahondar en las diferencias visionarias entre ambas (Visión en rojo. Abstracción e informalismo en el «Libro de las revelaciones» de Juliana de Norwich, Siruela, 2019). En estos años han aparecido nuevas ediciones y nuevos estudios que he recogido en la bibliografía, al menos aquellos que tienen que ver directamente con los textos que aquí hemos publicado.
Novecientos años nos separan de Hildegard von Bingen y su mundo. Las coronas y las túnicas de seda blanca resplandeciente con que se vestían ella y sus monjas para el rito ya no existen, como tampoco existe Rupertsberg, su monasterio, destruido hace ya siglos. Pero atravesando el muro de los siglos han quedado sus palabras, incluso su sonido, y las imágenes de sus visiones petrificadas en las miniaturas. Hay una miniatura que no me deja desde hace ya cierto tiempo: es ella misma recibiendo en su rostro vuelto hacia el cielo las llamas del Espíritu como garras poderosas en la versión del manuscrito de Wiesbaden (pág. 191), como un río de agua roja en el manuscrito de Lucca (pág. 259). Aunque el miniaturista haya realizado una imagen original en tanto que manifiesta una estrecha relación con el texto y una voluntad clara de ilustrarlo, también es cierto que se inscribe en una tradición iconográfica muy precisa que es aquella que ofreció una imagen visual de Hechos de los Apóstoles 2, es decir, del pasaje referido al día de Pentecostés en que se relata la llegada del Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego «que se repartieron y se posaron en cada uno de ellos», esto es, de los apóstoles y de la Virgen, tal y como puede verse en la miniatura coetánea al manuscrito de Wiesbaden, la del Hunterian Psalter. Así pues, el fenómeno visionario se presenta como un hecho pentecostal, consistiendo la única diferencia entre el suceso bíblico y el que ahora tiene lugar, el hecho de que Hildegard está sentada escribiendo sobre unas tablillas de cera, trasladando en palabras lo que le llega en el fuego divino. Y al contemplar estas dos miniaturas hay que oír las palabras de Hildegard:
Sucedió en el año 1141 después de la encarnación de Jesucristo. A la edad de cuarenta y dos años y siete meses, vino del cielo abierto
Hunterian Psalter (ca. 1165-1170), Glasgow, University Library, manuscrito Hunter 229, fol. 15v).
una luz ígnea que se derramó como una llama en todo mi cerebro, en todo mi corazón y en todo mi pecho. No ardía, solo era caliente, del mismo modo que calienta el sol todo aquello sobre lo que pone sus rayos. Y de pronto comprendí el sentido de los libros, de los salterios, de los Evangelios y de otros volúmenes católicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, aun sin conocer la explicación de cada una de las palabras del texto, ni la división de las sílabas, ni los casos, ni los tiempos» (Scivias, Parte primera, Atestado, pág. 190).
¿Qué quiere decir todo esto? ¿Cómo es posible la comprensión instantánea de todo lo que hay que comprender? En esta misma revelación Hildegard von Bingen recibió la orden del cielo de escribir todo cuanto viera y oyera. Con los ojos y los oídos interiores. Ese fue el comienzo de su primera obra profética, Scivias, y desde entonces la escritura la acompañó hasta la muerte. Es una escritura que despliega una imagen de Dios, del mundo y del hombre, una cosmovisión donde todo está comprendido y explicado. Esta misma mujer, que veía, oía y escribía, curaba a enfermos que desde todos los lugares acudían a ella, imponiéndoles las manos como había hecho Jesucristo, asperjándolos con agua y sacándoles los demonios del cuerpo mediante los ritos propios del exorcismo. Trozos de sus cabellos depositados junto a los enfermos sirvieron para su curación.
Una intensa extrañeza cubre a nuestra mirada todos estos actos, sus palabras y sus silencios, o las mismas imágenes que se contemplan en las miniaturas. Hay que reconocer que todo ello pertenece a otro mundo al que solo podemos acercarnos con extraordinaria dificultad. Incluso dentro de ese mundo extraño Hildegard von Bingen es un enigma. Lo fue para su siglo (entre otras cosas, ¿qué hace una mujer escribiendo?), aunque, sin duda, de un modo muy diferente de como lo es para el nuestro. Es mejor aceptar su enigma, pues intuimos que allí donde se quieren ver identidades hay todavía mucha mayor diferencia. Y, sin embargo, y a pesar de esa profunda extrañeza, hay algo que parece elevar el hecho de esta mujer por encima de su época, como si su experiencia pudiera de pronto abandonar esa alteridad tan imposible, para instalarse instructivamente en este final de siglo XX. Quizás, lo más fascinante del caso de Hildegard von Bingen resida justamente en que es posible saber de su experiencia, lo que no deja de ser sorprendente. La documentación conservada —biografía, fragmentos autobiográficos, más de doscientas cartas, al margen de la obra— permite acceder a su personalidad, lo que no es nada habitual tratándose de un autor procedente de una cultura tradicional, siempre tendente a borrar las huellas de la autoría. Es tan inusual que de inmediato aparece la tentación de pensar en la falsificación, tan practicada en la Edad Media, si no fuera por el riguroso estudio de Marianna Schrader y Adelgundis Führkötter, que demuestra la veracidad de su autoría, así como de las recientes ediciones críticas aparecidas en el Corpus Christianorum, tanto de la biografía como de las cartas, que no dejan lugar a dudas sobre la autenticidad, habiendo podido distinguirse con precisión las versiones manipuladas de las fidedignas para el caso de la correspondencia. La intención de este libro consiste en mostrar, hasta donde lo permiten estos testimonios, la experiencia espiritual de Hildegard von Bingen.
Ya en su propia época, la vida de Hildegard von Bingen (10981179) fue objeto de gran interés y atención. Posiblemente se debió al hecho de que su vida fue una vida extraordinaria, y también a que vivió en una época que comenzaba a explorar al individuo, tanto en los monasterios cistercienses como en las escuelas urbanas o en la expresión lírica de los trovadores del sur de Francia. Los que la rodearon recogieron datos biográficos y ella misma debió de sentir la necesidad de explicar «lo que le sucedía», «lo que le había sucedido». En la intimidad de la conversación debieron de surgir las palabras en primera persona que quizás pudieran haber formado una autobiografía, pero que habrían de quedar como fragmentos insertos en la biografía. Quizás fue Volmar, el monje de Disibodenberg que la acompañó durante más de treinta años como su secretario y colaborador, el primero que las oyó y recogió. Lo único cierto es que esas palabras en primera persona resuenan en la biografía que finalmente elaboró Theoderich von Echternach después de la muerte de Hildegard en la década de los ochenta del siglo XII. En el interior de esta Vida las palabras de Hildegard se refieren directamente a la experiencia de la visión, asombrosa para ella misma:
A los tres años vi una luz tal, que mi alma tembló, pero debido a mi niñez nada pude proferir acerca de esto. A los ocho años fui ofrecida a Dios para la vida espiritual y hasta los quince vi mucho y explicaba algo de un modo muy simple. Los que lo oían se quedaban admirados, preguntándome de dónde venía y de quién era. A mí me sorprendía mucho el hecho de que, mientras miraba en lo más hondo de mi alma, mantuviera también la visión exterior, y asimismo el que no hubiera oído nada parecido de nadie hizo que ocultara cuanto pude la visión que veía en el alma (Vida, Libro II, Visión primera, pág. 55).
No se sabe en qué momento de su vida Hildegard recordó su primera visión de luz, ni el temblor, ni tampoco su sentimiento de soledad ante lo que solo a ella sucedía. Pero este breve pasaje concede identidad biográfica a la autora del Scivias. En cambio, el silencio domina muchos años de su vida. Como siempre la autobiografía-biografía funciona selectivamente y en este caso todo está referido al fenómeno visionario. Nada nos cuenta Hildegard acerca de lo que debió de sentir cuando a la edad de catorce años fue encerrada con Jutta von Spannheim en la celda de clausura situada junto al monasterio de monjes de Disibodenberg; solo que aquella mujer fue su maestra y le enseñó los salmos y el salterio decacorde. Ni nada tampoco permite saber algo acerca de la feliz transformación de aquella oscura celda de clausura en el pequeño monasterio de monjas. Su voz vuelve a surgir para narrar el suceso fundamental de su vida, cuando cumplió cuarenta y dos años:
Entonces en aquella visión fui obligada por grandes dolores a manifestar claramente lo que viera y oyera, pero tenía mucho miedo y me daba mucha vergüenza decir lo que había callado tanto tiempo […] En esta visión comprendí los escritos de los profetas, de los Evangelios y de otros santos y filósofos sin ninguna enseñanza humana y algo de esto expuse, cuando apenas tenía conocimiento de las letras, tal y como me enseñó la mujer iletrada (Vida, Libro II, Visión primera, págs. 56).
Este pasaje es una variante del que se encuentra en el inicio del Scivias, y completa aquella versión ya citada: «sin enseñanza humana», con escaso conocimiento de las letras; lo que en otro autor de su misma época puede ser tópico vacío de contenido real, en el caso de Hildegard quizás no sea totalmente literal, pero no deja de ser absoluta verdad en esencia. Porque, aunque conociera más las letras de lo que confiesa, una distancia inmensa separa el contenido de su obra de las posibles «fuentes» por ella conocidas.
Siete años después, cuando todavía estaba cumpliendo la orden de escribir cuanto viera y oyera, es decir, en plena escritura del Scivias, tuvo lugar lo que en la Vida aparece como Visión segunda, en la que:
Durante un tiempo no podía ver luz alguna por una niebla que tenía en los ojos, y un peso me oprimía el cuerpo de modo que no podía levantarme y yacía con tremendos dolores. Sufrí esto por no manifestar la visión que me había sido mostrada, acerca de que debía trasladarme del lugar en que había sido consagrada a Dios a otro, junto con mis monjas (Vida, Libro II, Visión segunda, pág. 59).
El lugar en que «había sido consagrada a Dios» era Disibodenberg; «el otro» era Rupertsberg, muy cerca de Bingen, junto al Rin. La visión le ordena abandonar Disibodenberg para marchar a Rupertsberg, en un ligero movimiento hacia el este. Es este el tercer factor que, combinado con la visión y la escritura, intervino en esa década prodigiosa de la vida de Hildegard (1141-1151) para realizar su madurez y, con ella, su identidad, dibujando ya con nitidez la figura del destino. Pero si su ser encontró su certeza en esos años, no fue sin temor ni temblor, ni sin sufrimiento físico. Una intensa perturbación e inquietud sacudía a Hildegard von Bingen: en primer lugar, el mismo hecho visionario es origen de angustia. «… nunca desde la infancia he vivido segura ni una hora», le dice en su carta al abad Bernardo de Clairvaux (Cartas, pág. 117), pues cómo saber si la visión viene de Dios o del demonio, y además, cómo soportar el fuego. En segundo lugar, ella es solo una mujer. ¿Quién era ella para escribir? Solo una paupercula forma feminea [pobre forma femenina], como gustaba de llamarse a sí misma. Estas dos fuentes de angustia hallaron felizmente tranquilidad con el apoyo de Bernardo y del mismo papa Eugenio III (Cartas, pág. 122), quien, mientras estaba en el sínodo de Trier en 1147-1148, envió una comisión a investigar sus visiones, y no solo confirmó su capacidad visionaria sino que le exhortó a que escribiera, y todo eso por medio de documentos. Y en su interior se explicaba el hecho como una paradoja: del mismo modo que Dios eligió la debilidad de la carne en una de sus personas, así había elegido a una pobre mujer como su instrumento, pues a Dios complace hacer de lo más pequeño lo más grande. Pero la marcha de Disibodenberg a Rupertsberg debió de ocasionarle auténtico miedo, pues el abad Kuno y los monjes de Disibodenberg se opusieron radicalmente. No dejaba de ser un hecho insólito para la época tratar de escapar del control masculino, y, realmente, Rupertsberg significaba para Hildegard la liberación. Contó con la ayuda de la marquesa Von Stade, la madre de su amada Richardis, cuya influencia en los medios eclesiásticos era grande, pero parece que lo decisivo fue su propio carisma, que obligó a ceder al abad de Disibodenberg y a los demás, probablemente aterrados por el castigo de Dios si no cumplían su voluntad dejándola partir con sus veinte monjas.
El movimiento que lleva de Disibodenberg a Rupertsberg posee, además, otro plano de significación más profundo. Dentro de este pasaje autobiográfico de la Visión segunda en la Vida, la voz no solo narra la experiencia sino que interpreta el suceso. La interpretación transcurre por los cauces propios de la época, que, como inmejorablemente expusiera Erich Auerbach, es una interpretación figural. El sentido de los sucesos de la Vida deriva de que encuentran en la Biblia su figura, su antecedente modélico, que se proyecta en el futuro. Si Jonás es figura de Cristo, dentro de este pensamiento, por la posibilidad de asimilar ballena y descenso a los infiernos, el acto de Hildegard se llena de sentido en su comparación con Moisés y con el Éxodo:
Entonces vi en una verdadera visión que me sucederían tribulaciones como a Moisés, porque cuando condujo a los hijos de Israel de Egipto al desierto por el mar Rojo… (Vida, Libro II, Visión segunda, pág. 59).
El suceso bíblico se proyecta en la historia para volver a encarnarse según el arquetipo (que es el que se encuentra en el texto sagrado), de tal modo que la repetición del suceso, lejos de dibujar un eterno retorno, elevaría el acontecimiento al plano de lo que Henry Corbin denominó la transhistoria. En una apertura mayor de la interpretación simbólica, desprendida ya de los contextos históricos (en este caso, judeocristiano), Hildegard von Bingen se asemejaría al faraón Akhenatón, que se marchó de Tebas para instalarse en una ciudad nueva fundada por él, y conducir a la religión egipcia, en un cambio radical, al monoteísmo. El abandono del lugar en principio «propio» para acceder al «extraño» (lo que, al final, será al revés, pues lo extraño será realmente lo propio) parece ser el movimiento necesario de adquisición de identidad y por tanto está relacionado con el auténtico progreso espiritual. En el texto de la Vida los lugares geográficos son descritos como espacios simbólicos: Disibodenberg es «la tierra fértil», mientras que Rupertsberg es el lugar desértico («donde no había agua»), siendo precisamente el Desierto el «lugar propicio a la revelación divina» (J. E. Cirlot).
Junto con la voz de Hildegard von Bingen corre el discurso de Theoderich von Echternach, el autor de la crónica del monasterio de Echternach, a quien el abad Ludwig de San Eucharius de Trier y el abad Gottfried de Echternach, amigos de Hildegard, encargaron componer la Vida. Heredó el trabajo que habían realizado los secretarios de Hildegard, Volmar, Gottfried y Guibert de Gembloux, y de Gottfried todo el Libro I, y escribió una obra donde lo mejor es la ordenación del material. Su estilo artificioso y retórico contrasta con la simplicidad de la voz de Hildegard, de tal modo que la Vida se lee esperando siempre la súbita aparición de la primera persona. Aunque en Hildegard la primera persona es algo muy relativo, incluso para recordar su primera visión de luz en la infancia:
La Sabiduría también me enseñó en la luz del amor y me dijo de qué modo fui dispuesta en esta visión. Y no soy yo quien digo estas palabras de mí, sino Sabiduría las dijo de mí y me habló así: “Oye estas palabras y no las digas como si fueran tuyas, sino mías, y así instruida por mí habla de ti de este modo…” (Vida, Libro II, Visión primera, pág. 54).
La Sabiduría, la luz viviente, habla por su boca. Por eso podía dirigirse a papas y emperadores en el tono profético con el que acostumbraba. Porque no es ella quien habla, sino algo que trasciende totalmente a su persona. Es la llama que desde el cerebro le llega al corazón. Creo que los estudios de Ananda K. Coomaraswamy, destinados siempre a comprender las culturas tradicionales, pueden situar bien afirmaciones como estas, que, lejos de constituir pretextos, defensas o estratagemas como se quiere desde la ceguera moderna, muestran la realidad de la presencia divina en el interior del ser y la clara conciencia de que todo acto creativo supone siempre la superación de los estrechos límites del yo. Es en la misma Sabiduría, Amor o Luz viviente donde acontece la visión y la visión lo que mueve a la escritura. La obra profética o visionaria de Hildegard von Bingen está formada por tres libros: al primero lo llamó Scivias [Conoce los caminos], de la forma imperativa de scio y el complemento vias, título que oyó en la visión y cuyo carácter extraño ya en su época fue comentado por el cultísimo Guibert de Gembloux, que no sabía muy bien lo que quería decir. Tardó diez años en escribirlo (1141-1151) y contó con la colaboración del monje de Disibodenberg, Volmar, y de la monja Richardis von Stade. Desde 1158 hasta 1163 se ocupó del Liber vitae meritorum [Libro de los méritos de la vida], donde todo se desarrolla según el combate de vicios y virtudes heredado en el mundo medieval de la Psicomaquia de Prudencio (siglo IV), pero que era imagen viva en los monasterios cistercienses de la época, donde toda la comunidad estaba envuelta en el combate de las fuerzas benéficas y maléficas en marcada diferencia con respecto al monaquismo anterior (G. Duby). En 1163 inició su tercera y última gran obra profética: el Liber divinorum operum [Libro de las obras divinas], que concluyó entre 1173-1174. Esta obra se construye según el modelo ya introducido en Scivias: descripción de la visión y audición de la voz divina que interpreta la visión. Está formada por diez visiones, que estructuran todo el libro.
La visión no es alucinación, distinguió Ernst Benz. La diferencia entre ambas estriba en el hecho de que la alucinación no deja huellas y la visión sí. Afecta directamente en la orientación de la vida y repercute sensiblemente en la creatividad del individuo que tiene la visión. La trilogía profética de Hildegard von Bingen, en el insondable misterio de sus exposiciones, es un testimonio inmenso de los frutos de su facultad visionaria, que además se combinaban con otro tipo de escritos nacidos de la observación directa del mundo exterior, como fueron sus tratados de plantas y sus tratados médicos (Physica y Causae et Curae) escritos en la década de los cincuenta. Y además dirigía como abadesa un monasterio. El autor de la Vida lo explica como un constante ir y venir de la vita activa a la contemplativa y de la contemplativa a la activa, siendo justamente esta vita mixta característica de la vida espiritual de Occidente. Pero, incluso durante la visión, Hildegard no sufría trance extático y no perdía el contacto con el mundo. La carta, titulada De modo visionis suae, que escribió en respuesta a las cuestiones formuladas por Guibert de Gembloux, constituye una magnífica descripción acerca del modo de sus visiones (Cartas, pág. 140), y, aunque en su época se las asociara, el caso de Hildegard von Bingen es totalmente diferente al de Elisabeth von Schönau, con la que se escribió y a la que apoyó en sus angustias de visiones extáticas (Cartas, pág. 121).
En su obra profética las descripciones de las visiones son precisas y tratan por todos los medios de reproducir la impresión visionaria. Escojo aquella en la que el universo se le ofreció en la forma del huevo, que es la Visión tercera de la Parte primera del Scivias:
Después de esto vi un gran instrumento redondo y umbroso, semejante a un huevo: estrecho por arriba y por abajo, y ancho en el medio, cuya parte exterior estaba rodeada por un fuego luminoso que tenía por debajo una especie de piel umbría (pág. 196).
Las formas que se presentan a su ojo interior «se parecen», «son semejantes», pero nunca «son» las formas terrenales. El fenómeno de la visión, tal y como magníficamente estudiara Henry Corbin, no sucede ni en la tierra ni en el cielo, sino en la tierra de nadie que es la de en medio: la tierra visionaria. Allí, ni las formas son puras formas como en la tierra, ni se penetra en el espacio de lo informe, que es el cielo. Lo que se presenta solo tiene la apariencia de la forma. Es, propiamente hablando, un símbolo. Imaginación y facultad visionaria coinciden, lejos, en cambio, de la fantasía. En Hildegard von Bingen la floración simbólica es impresionante:
Y después vi un esplendor inmenso y serenísimo que llameaba como si saliera de muchos ojos y que tenía cuatro ángulos orientados a las cuatro partes del mundo (Scivias, Parte primera, Visión cuarta, pág. 194).
Contrastando con la serenidad de algunas visiones, como la anterior, de pronto aparecen las imágenes terroríficas, apocalípticas, llenas de monstruos, en las que se respira hondamente la tradición de los Beatos. Al describir las formas visionarias según la semejanza con las formas terrenales, Hildegard von Bingen lo hace en el estilo de su época, de modo que al leerlas asociamos el texto a algunas representaciones del arte románico o del primer gótico. Luego, al mirar las miniaturas que las ilustraron, se advierte que, a pesar de que están compuestas de elementos conocidos (símbolos tradicionales), resultan en extremo novedosas. Las miniaturas visualizan plásticamente las visiones y sirven de apoyo para su recreación. Es un hecho extraordinario el que Hildegard von Bingen dirigiera, según sostienen todavía algunos estudiosos, el trabajo de iluminación del Scivias del, por desgracia desaparecido, manuscrito de Rupertsberg (W), pues hasta Christine de Pizan no volveremos a encontrar en la cultura del manuscrito medieval un caso semejante. De gran belleza también son las miniaturas que ilustran el Liber divinorum operum en un manuscrito más tardío (principios del siglo XIII), el de Lucca, y es posible que respondieran a un proyecto de ilustración concebido por la propia Hildegard y su entorno. Estas miniaturas son, en el sentido más estricto, arte sagrado, y responden a la auténtica necesidad del hombre de contemplar los misterios de Dios.
Para Hildegard von Bingen el arte es mediación, camino que conduce de la tierra al cielo, de lo visible a lo invisible. Comparte una concepción del arte análoga a la de un abad Suger de Saint-Denis, para quien, por ejemplo, las piedras preciosas no eran sino «apoyos» para contemplar la visión de la luz. El intenso cromatismo que aparece en las visiones de Hildegard, y que se trató de plasmar en las miniaturas, corresponde a ese despliegue de colores detrás de los que está la luz, y son grados y gradaciones para la visión. También parecía compartir Hildegard con el abad de Saint-Denis una idea semejante de «lujo», pues, mientras el abad empleaba piedras preciosas y oro para los objetos litúrgicos, y con bronce dorado se hizo la fachada oeste de la iglesia, la abadesa de Rupertsberg no dudaba en colocarse ella y sus monjas las diademas o coronas de oro y las túnicas de seda resplandeciente que tanto molestaron a su coetánea Tengswich von Andernach (Cartas, pág. 129). Pero lo cierto es que el rito litúrgico en Rupertsberg tenía mucho que ver con el arte. Tampoco los prelados de Mainz entendieron el significado de la música cuando levantaron un interdicto prohibiéndola en el monasterio, como castigo por la negativa de Hildegard a exhumar el cuerpo de un hombre noble enterrado en su cementerio. Aunque este interdicto fue la causa de que Hildegard escribiera a los prelados de Mainz una carta fechada un año antes de su muerte, en la que indignada por la prohibición exponía toda una teología de la música y ofrecía un auténtico alegato del arte y de su función intelectiva (pág. 308).
No se sabe con seguridad cuándo comenzó Hildegard a componer música, aunque, en el pasaje de la Vida en que hace referencia a la revelación del año 1141, alude también a la composición musical como algo tan insólito como la comprensión instantánea «sin enseñanza humana» de los libros sagrados:
Pero también compuse cantos y melodías en alabanza a Dios y a los santos sin enseñanza de ningún hombre, y los cantaba, sin haber estudiado nunca ni neumas ni canto (Vida, Libro II, Visión primera, pág. 56).
En su carta de 1148, Odo de Soissons, el teólogo de París, ya conocía sus innovaciones en el ámbito de la música (Cartas, pág. 125). Las poesías incluidas en el Scivias debían de ir acompañadas de música y el Ordo virtutum, drama con el que finalizaba la obra, fue concebido como una cantata; en este caso sí se ha conservado notación musical. Pero la década de los cincuenta pareció ser la más productiva, pues, según afirma en el Prólogo al Liber vitae meritorum (1158), había pasado ocho años dedicada a la composición. La obra a la que ahí se alude es Symphonia armonie celestium revelationum, un ciclo de unas setenta canciones litúrgicas (antífonas, responsorios, himnos, secuencias) dedicado a Dios Padre, la Virgen y el Hijo, el Espíritu Santo, las jerarquías celestiales y los santos. Como ya indica el mismo título se trata de música «revelada», cumpliéndose también aquí la metáfora hindú según la cual «artista es quien ha visitado el cielo». De hecho la última visión del Scivias, tal y como ha indicado Barbara Newman, es en realidad una audición:
Entonces vi un aire resplandeciente de luz en el que oí, por encima de todas las imágenes evocadas, todo tipo de músicas maravillosas, alabanzas por los gozos de los cielos cantadas por los que perseveran con valor en la vía de la verdad, lamentos de los condenados aspirando a esos mismos gozos, exhortaciones de las virtudes exhortándose a salvar a los pueblos contra los que se alzan las estratagemas del diablo […] Y ese sonido (sonus), como la voz de la multitud ordenándose en armonía (in harmonia symphonizans) para las alabanzas en los escalones del cielo, decía: […] (Parte tercera, Visión decimotercera, trad. de A. Castro y M. Castro).
Bien puede decirse que Hildegard «oyó la luz» según el efecto de sinestesia característico de la mística, y que, del mismo modo que trasladó las formas visionarias a las formas terrenales, también pudo trasladar las armonías celestiales de la audición-visión a las formas musicales. Hildegard se parecía a los ángeles de la escalera de Jacob, subiendo y bajando constantemente, del cielo a la tierra y de la tierra al cielo, como atestigua también su obra más oculta y más desconocida: la Lingua ignota, escrita hacia 1150, que tanto Volmar como Theoderich von Echternach, como ella misma, ponían en estrecha relación con la creación musical. En este lenguaje ignoto, Hildegard configuró un glosario de unos novecientos nombres inventados referidos a seres terrenales y celestiales, con su propio alfabeto «ignoto» de veintitrés caracteres. Es muy posible que una obra semejante buscara la reconstrucción del lenguaje original perdido, aquel que utilizaba Adán para hablar con Dios antes de ser expulsado del paraíso. Esta es la explicación que ofrece a los prelados de Mainz cuando en su carta Hildegard despliega toda una teología de la música, diciendo cosas asombrosas:
Si nos disponemos con atención recordaremos cómo el hombre buscó la voz del Espíritu viviente, que Adán perdió por desobediencia. Antes de la transgresión y cuando aún era inocente, tenía la voz en la compañía no pequeña de las voces de los ángeles que las poseen debido a su naturaleza espiritual y que son llamados espíritus por el Espíritu que es Dios (ver pág. 309).
En la voz de Adán «estaba toda la suavidad del sonido de la armonía y de todo el arte de la música antes de que la perdiera. Y si hubiera permanecido en el estado en el que fue formado, la fragilidad del hombre mortal no habría podido soportar la fuerza y la sonoridad de aquella voz» (ver pág. 309).
Los instrumentos musicales nacen con el arte del hombre y aparecen, justamente, porque la voz se ha visto mermada de su sonido original, que era absoluto. Y la forma de cada instrumento tiene un significado simbólico, tal y como expone al final de la carta. En la carta a Eberhard, obispo de Bamberg, que gira en torno a la Trinidad, relaciona al Padre con el sonido, al Hijo con el verbo y al Espíritu con el aliento, siendo además esas las tres fuerzas de la razón (Cartas, pág. 141). En una canción a la Virgen (pág. 293), le dice:
Tu vientre recibió gozo
cuando de ti resonó toda la sinfonía celeste,
pues virgen llevaste al Hijo de Dios,
por lo que tu castidad resplandeció en Dios.
El 17 de septiembre de 1179 Hildegard von Bingen murió acompañada de sus monjas en Rupertsberg. También debió de estar presente Guibert de Gembloux. Theoderich, el biógrafo, habla de que signos celestiales acompañaron su muerte. Gebeno de Eberbach compiló hacia 1220 los temas apocalípticos de las visiones de Hildegard y los publicó con el título Speculum futurorum temporum, convirtiéndola en una profetisa del futuro. Trithemius de Sponheim (1462-1516) la introdujo en el Catalogus virorum illustrium [Catálogo de hombres (!) ilustres] y en De scriptoribus ecclesiasticis. Cuando a Goethe le enseñaron en su viaje por el Rin en el monasterio de Eibingen el manuscrito miniado del Scivias (el actualmente desaparecido W ) anotó en su cuaderno de viaje de un modo algo lacónico que le había parecido merkwürdig [notable]. Una auténtica revalorización de la figura de Hildegard von Bingen tuvo lugar con el redescubrimiento y la edición del Liber divinorum operum por parte del arzobispo de Lucca en el año 1761. Los estudios de carácter científico se iniciaron en el seno de la orden benedictina con Ildefons Herwegen y Maura Böckeler, quienes desde 1928 promovieron su renacimiento. El interés no ha cesado hasta el día de hoy, como se manifiesta en la aparición constante de estudios, en las ediciones críticas de su obra en el Corpus Christianorum o en la publicación de un importante volumen que reúne los últimos trabajos para conmemorar el 900 aniversario de su nacimiento: Hildegard von Bingen, Prophetin durch die Zeiten (Herder, Friburgo 1997). En 1998 se cumplieron novecientos años de su nacimiento y, aun en su inmensa extrañeza y su misterio, su voz suena potente entre nosotros.
VICTORIA CIRLOT
Barcelona, octubre de 1997-mayo de 2009-enero de 2023
1098 Nacimiento de Hildegard en Bermersheim junto a Alzey en Rheinhessen como décima y última hija de Hildebert von Bermersheim y de Mechtild.
1112 El día de Todos los Santos tuvo lugar la clausura solemne de Jutta von Spannheim y Hildegard en la celda construida junto al monasterio de Disibodenberg.
1112-1115 Transformación de la celda en un pequeño monasterio benedictino. Hildegard recibe los votos del obispo Otto von Bamberg.
1136 Muerte de Jutta von Spannheim. Hildegard se convierte en maestra del monasterio.
1141 Recibe de Dios la orden de escribir las visiones. Comienza a escribir Scivias [Conoce los caminos] y sus colaboradores son el monje de Disibodenberg, Volmar, y la monja Richardis von Stade.
1146-1147 Intercambio epistolar con el abad Bernardo de Clairvaux.
1147-1148 Durante el sínodo de Trier el papa cisterciense Eugenio III manda a Disibodenberg una comisión para probar la veracidad de las visiones de Hildegard. El mismo papa lee en público un fragmento de Scivias y en una carta la exhorta a que escriba las visiones, confirmando con su autoridad su facultad visionaria. Desde este momento comienza una intensa correspondencia con personajes relevantes de todo el Occidente (tanto de la Iglesia como de la política).
Una visión hace concebir a Hildegard su marcha de Disibodenberg para instalarse con sus monjas en Rupertsberg (frente a Bingen). El abad y los monjes de Disibodenberg se oponen, pero la marquesa Richardis von Stade (madre de la monja colaboradora de Hildegard) logra el permiso del arzobispo de Mainz. Superados estos obstáculos iniciales se comienza con la construcción del monasterio y de la iglesia.
1148 Según la carta de Odo de Soissons son ya conocidas las composiciones musicales de Hildegard.
1150 Hildegard se traslada a Rupertsberg con dieciocho o veinte monjas.
1151 Termina Scivias, su primera obra profética. Richardis von Stade es nombrada abadesa de Bassum, junto a Bremen, a instancias de su hermano el arzobispo Hartwig von Bremen y en contra de la voluntad de Hildegard.
1151-1158 Elaboración de los escritos físicos y médicos: Liber simplicis medicinae (conocido como Physica) y el Liber compositae medicinae (conocido como Causae et Curae). Composición de Symphonia armonie celestium revelationum [Sinfonía de la armonía de las revelaciones celestiales].
1152 (4 de marzo) Federico I Barbarossa es elegido rey. Poco después de la elección Hildegard le escribe una carta de fidelidad.
(1 de mayo) La iglesia de Rupertsberg recibe nueva consagración por parte del arzobispo Enrique de Mainz.
(29 de octubre) La abadesa Richardis von Stade muere en Bassum.
A partir de 1154 Encuentro de Hildegard y de Federico I en la corte en Ingelheim.
1154-1170 Copistas de Rupertsberg y Zwiefalten reúnen en un manuscrito la correspondencia de Hildegard (es el más antiguo conservado: Stuttgart, LB, Cod. Theol. Phil. 4.º 253).
1155 Enfermedad de Hildegard que desaparece al cabalgar a Disibodenberg y exigir al abad y a los monjes que devuelvan a Rupertsberg las dotes de sus monjas. El abad Kuno le concede sus peticiones y del mismo modo su sucesor el abad Helenger. Kuno muere el 24 de junio.
1158 (22 de mayo) Dos documentos del arzobispo Arnold von Mainz fijan las relaciones entre el monasterio de Rupertsberg y el de Disibodenberg.
1158-1161 Primera enfermedad de tres años de Hildegard. Primer viaje de predicación (Mainz, Wertheim, Würzburg, Kitzingen, Ebrach, Bamberg).
1158-1163 Elaboración del Liber vitae meritorum [Libro de los méritos de la vida], segunda obra profética.
1159 Comienza el cisma de dieciocho años iniciado por Federico I. El primer antipapa es Víctor IV.
1160 Segundo viaje de predicación: Trier, Metz, Krauftal.
1161-1163 Tercer viaje de predicación por el Rin: Boppard, Andernach, Siegburg. En Colonia habla ante el pueblo y el clero.
1163 Comienza el Liber divinorum operum [Libro de las obras divinas]. En Mainz Hildegard recibe de Federico I el documento de protección imperial para Rupertsberg. Hildegard se sitúa en posición neutral con respecto al cisma.
1164 Escrito de Hildegard contra los cátaros a petición de los prelados de Mainz. Segundo papa imperial Paschalis III. Hildegard se pone del lado del papa Alejandro III y escribe a Federico I en tono crítico y amenazador.
1164-1170 Manuscrito de la correspondencia de Hildegard de Rupertsberg (Viena, NB, Cod. 881).
ca. 1165 Hildegard funda el monasterio de Eibingen y lo visita dos veces por semana. Cartas a Enrique II de Inglaterra y a su esposa Leonor de Aquitania.
1167-1170 Segunda enfermedad de tres años (más fuerte que la anterior).
1168 Tercer papa imperial Calixto III. De nuevo escribe Hildegard a Federico I una carta amenazadora en la que le muestra el juicio de Dios.
1169 Exorcismo de Sigewize, que se queda en el convento de Hildegard.
1170 Elaboración de la Vita S. Disibodi a petición del abad Helenger de Disibodenberg.
1170-1171 Cuarto viaje de predicación de Hildegard: Suabia.
1173 Muerte de Volmar, el secretario y colaborador de Hildegard, monje de Disibodenberg.
1173-1174 Termina el Liber divinorum operum. Los colaboradores han sido el abad Ludwig y los monjes de la abadía de San Eucharius de Trier, y su sobrino el prepósito Wezelin de St. Andreas en Colonia. Conflicto con los monjes del monasterio de Disibodenberg por el sucesor de Volmar.
1174-1175 El abad Helenger de Disibodenberg manda al monje Gottfried como prepósito a Rupertsberg. Gottfried se convierte en el segundo secretario de Hildegard y comienza una Vita.
1175 Correspondencia entre Guibert de Gembloux y Hildegard. A las preguntas acerca de sus visiones Hildegard le responde con la famosa carta De modo visionis suae. Manda al monasterio de Villers el Liber vitae meritorum y sus canciones.
1176 Muerte de Gottfried, secretario de Hildegard y monje de Disibodenberg.
1177 Guibert de Gembloux se convierte en secretario de Hildegard.
1178 Un hombre noble excomulgado recibe sepultura en el cementerio de Rupertsberg. Como Hildegard se niega a la exhumación, sosteniendo que aquel hombre se reconcilió con la Iglesia antes de morir, los prelados de Mainz le ponen un interdicto (en ausencia del arzobispo Christian von Mainz, que está en Italia). Hildegard lucha por sus derechos. Carta al arzobispo a Roma.
1179 (marzo) Por orden del arzobispo Christian von Mainz se retira el interdicto.
(17 de septiembre) Muerte de Hildegard.
1180 Guibert regresa a Gembloux, pero sigue en contacto con las monjas de Rupertsberg.
1180-1190 El monje Theoderich von Echternach elabora la Vita.
Este libro pretende aproximar al público español a una de las figuras más significativas de la espiritualidad del Occidente europeo. Me ha interesado, de modo especial, mostrar la experiencia de Hildegard von Bingen, para lo cual he reunido cuatro tipos de fuentes: 1. La Vida de Theoderich von Echternach, fundamentalmente debido a los pasajes autobiográficos que contiene; 2. Las Cartas (selección): la edición crítica de las cartas de L. van Acker reúne más de doscientas cincuenta cartas, por lo cual lo que aquí se ofrece no es más que una minúscula muestra; pero se han traducido aquellas que de un modo directo tienen que ver con la experiencia visionaria de Hildegard von Bingen. La correspondencia de Guibert de Gembloux-Hildegard von Bingen contiene el testimonio más importante acerca del modo de la visión de Hildegard y, por lo que yo conozco, se ofrece aquí la primera traducción completa de la carta a una lengua moderna; 3. Visiones (textos y miniaturas): para entrar en contacto con la visión misma, me ha parecido interesante introducir las descripciones de las visiones y las miniaturas que las ilustraron, sin incluir las interpretaciones, pues eso implicaría ya la lectura de la obra, que obviamente no es de lo que aquí se trata; y 4. Poesías (canciones litúrgicas de Sinfonía de la armonía de las revelaciones celestiales), para las que Hildegard compuso su música. A cada uno de estos cuatro apartados se añaden al final unas Notas en donde se especifican la edición de donde se han traducido los textos y toda aquella información bibliográfica que me ha parecido útil para la comprensión de los textos. Todas las traducciones se han realizado del original en latín. Este libro ha sido posible gracias a las últimas ediciones críticas aparecidas en el Corpus Christianorum: la de la Vita, la de la correspondencia, la de Guibert de Gembloux, la del Liber divinorum operum, así como la de Barbara Newman de Symphonia (ver Bibliografía).
Comienza el Prólogo a la vida
de santa Hildegard virgen
A los venerables abades Ludwig y Gottfried saluda Theoderich, humilde siervo de entre los siervos de Dios, con oraciones devotas.
Recibí el precepto por parte de vuestra autoridad de poner en orden la vida de santa Hildegard virgen, amada de Dios, que Gottfried, hombre de claro ingenio, había comenzado con brillante estilo aunque no pudiera terminarla, y redactar en la forma de una única obra las visiones y hechos que habían sido introducidos en distintos libros, como si se tratara de un solo ramo de olorosas flores. Me pareció que esto superaba mis fuerzas y además me avergonzaba sentarme como árbitro a juzgar la obra de otro, pero en medio de estas dudas e inquietudes se me ocurrió que el amor proporciona las fuerzas que la ignorancia deniega, y que es mejor hacer el ridículo con pudor ante los hombres que sufrir el peligro de desobediencia.
Por ello mismo resultaba claro que el libro del ya citado varón tenía que ocupar el primer puesto y que en nada podía sufrir menoscabo su disposición. A este añadieron el segundo libro, que contiene el admirable texto de las visiones de la santa virgen, y el tercero, acerca de los milagros que milagrosamente Dios se dignó a obrar a través de ella. Todo esto ha sido distribuido, dividido y ordenado por nosotros. Así no disminuye la gloria del escritor precedente y la memoria de los que leen será incitada a la verdadera sabiduría, a la visión celeste y a la divina virtud.
Pues ¿qué hombre bueno no se sentiría incitado con gran deseo a una vida eterna y al anhelo de vivir con santidad, justicia y piedad, al ver resplandecer la gema preclara, adornada de todas las virtudes, de la virginidad, paciencia y sabiduría? Por ello nos entregamos a la obra de que las encendidas luces de Cristo no permanezcan en lo oculto, sino que luzcan en el candelabro para que sean imitadas como ejemplo resplandeciente en la vida, las palabras y las obras por todos los que se encuentran en la casa de Dios. Y así, si por temeridad el obediente ha cometido algún error, la caridad de sus señores lo perdone y lo adjudique todo a su celo, pues tan gravemente han querido cargarnos a nosotros, hombres frágiles, con esta difícil tarea.
Para que la cualidad de esta obra brille más clara, he escrito esta epístola y el índice de los siguientes capítulos, de modo que el lector conozca mejor a dónde debe llegar.
Termina el Prólogo.
Comienzan los capítulos del Libro primero
I. Acerca del nacimiento, oblación y educación de la santa virgen y de qué modo fue iluminada para la escritura por la claridad de la luz divina.
II. De qué modo progresó en la profesión monástica bajo el velo sagrado, a pesar de soportar continuos dolores de enfermedades.
III. Cómo enfermó cuando dudó escribir lo que le había sido revelado en espíritu, y cómo sanó en seguida cuando escribió por exhortación de su abad.
IV. Cómo el papa Eugenio le mandó desde Trier a sus embajadores con cartas y cómo la animó a que escribiera lo que viera en espíritu.
V. Cómo languideció de enfermedad, al demorar la marcha con sus monjas al lugar que se le había manifestado desde el cielo.
VI. Cómo padecía de invalidez siempre que tardaba en cumplir lo que se le había ordenado en la visión de lo alto.
VII. Cómo consiguió su lugar por compra y cambio con los propietarios y eligió como protector al obispo de Mainz, y cómo, castigada de nuevo con una enfermedad, se separó de la iglesia de San Disibod.
VIII. Cómo, sometiéndose al trabajo de una vida activa, consideró mejor la contemplativa, y acerca de sus visiones escribió al monje Guibert de Gembloux.
IX. Comoquiera que poseyera un raro y admirable modo de visión, tan pronto podía dedicarse por entero a la vida activa como a la contemplativa.
Comienza el Libro primero de la vida de santa Hildegard, virgen amada de Dios
I. Siendo rey Enrique augusto en la república romana, vivió en la parte citerior de la Galia una virgen tan ilustre de nacimiento como en santidad, cuyo nombre fue Hildegard. Su padre se llamaba Hildebert y su madre Mechtild. Aunque los padres vivían inmersos en preocupaciones mundanas y sus riquezas eran notables, no fueron ingratos con los dones del Creador, y entregaron a la hija antes citada a la divina servidumbre, puesto que ya en su infancia una prematura pureza parecía alejarla de toda costumbre carnal. Tan pronto pudo expresarse en un lenguaje, ya fuera con palabras o con signos, hizo saber a los que estaban en su entorno que veía formas de visiones secretas situadas más allá de la percepción común de los demás y, por tanto, vistas de un modo totalmente insólito. Cuando hubo cumplido los ocho años fue recluida, para ser enterrada con Cristo y así poder resucitar con Él en la gloria inmortal, en el monte de San Disibod con una piadosa mujer consagrada a Dios, llamada Jutta. Esta mujer la educó en la humildad y la inocencia, le instruyó en el salterio decacorde y le enseñó a gozar de los salmos de David. A excepción de esta simple introducción en los salmos, no recibió ninguna otra enseñanza, ni del arte de la música, ni de las letras, y, sin embargo, han quedado de ella no pocos escritos y no exiguos volúmenes. Y es posible afirmar esto como verdadero a partir de sus propias palabras. En su libro denominado Scivias [Conoce los caminos] dice:
«A la edad de cuarenta y dos años y siete meses, vino del cielo abierto una luz ígnea que se derramó como una llama en todo mi cerebro, en todo mi corazón y en todo mi pecho. No ardía, solo era caliente, del mismo modo que calienta el sol todo aquello sobre lo que pone sus rayos. Y de pronto comprendí el sentido de los libros, de los salterios, de los Evangelios y de otros volúmenes católicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, aun sin conocer la explicación de cada una de las palabras del texto, ni la división de las sílabas, ni los casos, ni los tiempos».
II.