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¡Se necesita sombrero Stetson… tamaño bebé! Era bien sabido en Larkville que "no" componía la suma total del vocabulario de Holt Calhoun desde que había terminado la relación con su prometida. Kathryn Ellis, futura madre soltera, no aceptaría un "no" por respuesta. Necesitaba la influencia de Holt, como cabeza de la familia más poderosa del pueblo, para salvar la clínica local antes de que naciera su bebé. La llegada de una niña con los resplandecientes ojos de Kathryn y su deliciosa sonrisa hizo imposible que Holt se diera la vuelta y se alejara corriendo de ellas…
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Seitenzahl: 227
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
VOLVER A CONFIAR, N.º 81 - abril 2013
Título original: The Rancher’s Unexpected Family
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicado en español en 2013.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3036-3
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
KATHRYN Ellis cerró los ojos y respiró hondo. Lo que estaba a punto de hacer, buscar a Holt Calhoun cuando estaba claro que él no quería que lo encontraran…
Tragó con dificultad. Hacía años que no lo veía e intentaba no imaginárselo con su cabello oscuro y esos ojos marrones salpicados de oro capaces de dejar con su intensidad a una persona clavada en la pared. El hecho de que ella hubiera querido que esos ojos la clavaran a cualquier parte estaba de más, pero por aquel entonces era joven y lo suficientemente ingenua como para no comprender lo que estaba pidiendo. Ahora era mayor, le habían hecho daño y no era tan ingenua. Había aprendido que un hombre con carácter y controlador era la peor pesadilla para una mujer como ella.
Aun así, estaba adentrándose voluntariamente en el foso de los leones.
–Camina –susurró al bajar de su destartalado coche y echar a andar hacia la casa de la familia Holt en el Rancho C Doble Barra. Durante los pocos años que había vivido en el pueblo, había pasado con el coche por delante del rancho y había visto la gran casa blanca a lo lejos, pero nunca había estado allí… ni siquiera por fuera. Cuando era adolescente y consideraba a Larkville su hogar le habría gustado que la invitaran a pasar. Ahora ya no.
Pero, de todos modos, iría.
Con el corazón saliéndosele por la garganta, llamó al timbre y esperó, obligándose a mantenerse firme y a dar aspecto de profesional.
Sin embargo, en ese momento el bebé dio una patada y, a pesar de que ya debería estar acostumbrada a esas cosas, posó una mano sobre su abdomen y bajó la mirada.
La puerta se abrió y dio un salto sobresaltada. Aliviada, aunque también lamentándose, vio que no era Holt, sino Nancy Griffith, el ama de llaves, quien abrió.
–Siento no haber llamado para avisar, pero –Kathryn se aclaró la voz intentando no sonar demasiado nerviosa–, ¿está Holt por aquí?
Nancy le sonrió.
–Me temo que no. Desde que volvió de… bueno… supongo que todo el mundo sabe dónde ha estado…
«Pues yo no», pensó, porque había decidido no mostrar la más mínima curiosidad por la vida personal de Holt. «Seguro que ha tenido que ver con alguna mujer», no pudo evitar pensar. Holt siempre había tenido a mujeres siguiéndolo.
–Pero ya está en casa, ¿verdad? He oído que había vuelto.
–Está en casa, pero no está aquí. Desde que ha vuelto, ha estado tan ocupado en la oficina que hoy ha dicho que iría al campo y que nadie iba a impedírselo.
«Ni siquiera yo», pensó Kathryn. Había intentado llamarlo varias veces esa semana, incluso esa mañana, pero él no había respondido. Ni tampoco había respondido cuando había solicitado una cita con él. Estaba segurísima de que sabía lo que quería, ya que tal vez la alcaldesa se lo había dicho, y quedaba claro que la idea no lo entusiasmaba. Ya estaba advertida de que no esperara mucho.
Y no esperaba nada, aunque quería…
«No. No vayas por ahí», se ordenó. Querer no era suficiente, y esa era otra lección que había aprendido demasiado bien. Si iba a pasar algo, tenía que hacer que pasara. No podía confiar en nadie más.
–Tengo que verlo. Si está en el campo, ¿podrías decirme en qué dirección ha ido?
Nancy parecía asombrada.
–Yo… Has pasado fuera mucho tiempo, Kathryn. No sé cuánto sabías de este lugar, pero el Rancho C Doble Barra es enorme y está muy desolado en algunas zonas –miró el coche de Kathryn, su abultada barriga y al cielo. El día era sofocante y, el sol, tan implacable y cegador como el flash de una cámara.
–Lo sé, pero estaré bien. Soy deportista y últimamente siempre tengo el teléfono a mano –dijo ignorando sus propios recelos. Tal vez el rancho tenía zonas desoladas, pero los Calhoun siempre lo habían hecho funcionar como una máquina bien engrasada. Las líneas de comunicación estaban abiertas–. O… era deportista hasta hace poco. Estaré bien.
Nancy asintió brevemente.
–Pero deja que llame a Holt –se detuvo–. Tengo que ser sincera, esto no le va a gustar.
–Lo sé. Además del hecho de que esté ocupado, ya lo he llamado seis veces. Si vas a decirle algo, dile que no… que no me voy a rendir. Haré lo que haga falta, incluso buscarlo por todo el rancho.
Eso no era exactamente verdad, pero estaba intentando no perder el valor, mostrarse decidida. Aun así, no era tonta, y no tenía pensado alejarse mucho de la carretera, pero por ahora era mejor que Nancy y Holt pensaran que era una embarazada loca si ese era el único modo que tenía de llamar su atención. La frustración y el miedo estaban desesperándola un poco. Tenía que hacer todo lo que pudiera antes de que naciera el bebé.
–De acuerdo. Veré lo que puedo hacer –Nancy entró en la otra habitación y habló por teléfono en voz baja. Parecía estar tapando el micrófono con la mano, pero aun así Kathryn pudo oír los improperios de Holt al enterarse de lo que estaba pasando.
–Tú solo descubre dónde está –le dijo a Nancy con mirada de disculpa–. Del resto ya me ocupo yo. No tienes por qué ocuparte de mis problemas.
Pero Nancy escuchó lo que Holt estaba diciendo y después llevó a Kathryn a sentarse en el salón.
–Ya viene.
Y estaba claro que no le hacía mucha gracia la situación. Kathryn podía verlo en la mirada de Nancy.
–¿Te importa si me siento en el porche? Preferiría verlo cuando venga por si me lanza algo –sonrió ligeramente al decirlo intentando que sonara como una broma, aunque no lo era en absoluto. Había vivido toda su vida con gente propensa a repentinos estallidos de furia y siempre estaba bien tener un plan de escape.
–Como tú quieras, pero Holt jamás le arrojaría nada a una mujer. Y menos a una embarazada.
Kathryn asintió y salió al porche a sentarse en una mecedora. A juzgar por la mirada de Nancy, podía ver que la mujer estaría preguntándose qué circunstancias la habían llevado a terminar sola y embarazada, pero eso era algo que no compartiría con nadie. Ni con Nancy y, mucho menos, con Holt.
Aunque tampoco podía decirse que el hombre fuera a preguntarle; ¡si ni siquiera quería verla! Le sorprendería hasta que se acordara de ella.
«A lo mejor no me recuerda». Nunca se había fijado en ella cuando era una adolescente escuálida y enferma de amor y él un jugador de rugby taciturno y melancólico que apenas le dirigía la palabra a nadie y que a ella nunca le había dicho «hola».
Había fantaseado con que él fuera como ella, que ambos fueran almas gemelas atrapadas en insostenibles circunstancias sin nadie en quien confiar.
Claro que, se había equivocado, porque él simplemente había sido un chico que no se había fijado en ella y era obvio que eso no había cambiado.
Pero en ella mucho había cambiado, exceptuando el hecho de que aún se ponía nerviosa al imaginarlo llegando por la carretera, saliendo de su coche y deteniéndose en el porche.
Lo cual era una absoluta locura. En su mundo ya no había cabida para un hombre, y menos para ese.
Una nube de polvo anunció la llegada de un vehículo: pronto Holt y ella hablarían.
¡Por fin!
Holt abrió la puerta de la camioneta y fue hacia ella, grande e imponente, con la mandíbula tensa y unos ojos oscuros que decían que lo había presionado demasiado.
Kathryn tragó saliva y se recordó que era una mujer adulta, con casi diez años más de los que tenía la última vez que lo había visto, y decidida a ser lo que no había sido entonces. Fuerte. Independiente. Y sin dejarse apabullar por un hombre tan abrumador como Holt.
–Hola, Holt –dijo con un tono algo más fuerte del que había pretendido y fingiendo una pose natural–. Gracias por pasarte –¡qué estúpida! ¡Esa era su casa y ella estaba actuando como una reina esperando que le besaran la mano!
–No es nada, tenía que venir de todos modos –dijo poniéndola en su sitio–. Además, no tardaremos mucho.
–¿Y cómo lo sabes?
–Lo sé porque la respuesta es «no» –dijo con esos oscuros ojos color caramelo que parecían estar ardiendo–. Sé por qué está aquí. No sé que le ha dicho la alcaldesa que la haya llevado a creer que iba a involucrarme, pero se equivocaba. Solo me dedico a una cosa y eso es el rancho. Siento que haya perdido su tiempo, pero creo que es mejor ser sincero.
Kathryn contuvo el aliento y deseó que las rodillas no le estuvieran temblando.
–También lo creo, y la verdad es que no tengo intención de darte la lata, pero tendrás que oírme.
–Ya sé lo que quiere y no tiene ningún sentido discutir los detalles.
–Sea lo que sea lo que te han dicho, no lo es todo y tengo intención de seguirte hasta que escuches toda la historia –tuvo que esforzarse para que la voz no le temblara. Y no solo porque Holt fuera tan grande y tuviera esos hombros tan anchos, sino porque era tan… masculino. El hecho de que se mostrara tan hostil… Kathryn luchaba por mantenerse calmada, por seguir en pie.
–¿Cómo dice? –preguntó él y la fiera mirada que le lanzó la hizo estremecerse por dentro. Se preguntó cuántas mujeres le habrían dicho «no» a Holt y supuso que probablemente no muchas.
Probablemente ninguna. El hombre parecía la definición de la palabra «sexo», era todo piernas largas, músculos, un cabello casi negro desaliñado. Parecía un hombre que sabía cómo hacer las cosas y no solo cosas de rancho. Cosas que implicaban desnudar a una mujer.
Lo cual era totalmente irrelevante… y la distraía terriblemente.
–Lo digo en serio –dijo Kathryn.
Sus años de enamoramiento de Holt ya habían pasado hacía tiempo y ahora iba a ser madre. Tenía que poner en orden su vida y hacer lo correcto por su bebé, no descarrilarse por unos pensamientos estúpidos y hormonalmente provocados por un hombre que ni siquiera quería hablar con ella y que le recordaba los malos lugares en los que había estado y no los buenos lugares a los que quería ir.
–¿Tiene pensado seguirme? ¿Sabe lo que está diciendo?
No.
–Sí. La alcaldesa Hollis te ha recomendado.
Holt maldijo en voz baja.
–Johanna es listísima, pero en esto está totalmente equivocada.
–No lo creo y no puedes obligarme a marcharme. Soy… soy persistente –lo cual era mentira. Ella nunca había persistido en nada y a su exmarido le había encantado mofarse de ella por eso. Y, en gran parte, ese podía ser el porqué de que ahora tuviera que ser tan persistente con esto.
–Esto es un rancho –le recordó Holt–. Es grande y sucio. Hay animales que pueden romperle el pie si la pisan o partirle el cuerpo si caen sobre usted. Es una mujer embarazada.
–Sí. Me he dado cuenta.
Él la miró como diciéndole «no tienes ni idea».
–Solo dame unos minutos.
Él empezó a negarse, pero ella alargó la mano y le tocó el brazo. Llevaba una camisa de batista azul desgastada; sus músculos eran firmes y cálidos bajo su mano. Kathryn no sabía qué demonios estaba haciendo, se sentía estúpida e incómoda, como le pasaba siempre que estaba cerca de él, pero…
–Ya hemos malgastado muchos minutos discutiendo, ¿no sería más fácil escucharme?
–Tengo la sensación de que esto no va a ser fácil.
Lo mismo pensaba ella.
–Solo unos minutos.
–De acuerdo. Empecemos con esto. Siéntese y hable –giró una silla, se sentó a horcajadas y miró el reloj–. Tiene diez minutos. Ninguno más.
Kathryn tragó saliva con dificultad e intentó encontrar las palabras correctas. Por primera vez en su vida tenía la atención de Holt Calhoun y no podía permitirse desperdiciar la oportunidad. Había demasiado en juego.
Holt se sentía como un volcán, emitiendo calor y a punto de hacer estallar todo lo que había a su alrededor. ¿En qué había estado pensando la alcaldesa al recomendar que él podía ser quien ayudara a Kathryn Ellis? Y, de todos modos, ¿a qué venía todo eso? Alguna tontería sobre una clínica, unos donantes o lo que fuera.
Quería terminar con esa conversación, pero le había prometido diez minutos. La miraba; a pesar de estar en avanzado estado de gestación, lo cual le traía unos recuerdos terribles, se la veía esbelta, aunque también frágil como la porcelana, y cuando lo miraba…
Se fijó en que su cabello rubio oscuro, surcado por cientos de sombras color trigo, besaba su delicada mandíbula y cómo esos grandes ojos grises se mostraban nerviosos. A pesar de sus decididas palabras, parecía que a esa mujer pudiera romperla un viento fuerte, tanto física como emocionalmente. Y después estaba el hecho de que estuviera embarazada. Eso hacía que fuera la última persona en el mundo que tuviera que estar cerca de un hombre como él. La había visto a lo lejos por el pueblo después de que la alcaldesa le hubiese mencionado la situación, así que ya había decidido que no pasaría. Y no solo porque no quisiera hacer lo que había oído que ella quería que hiciera.
–Señorita Ellis.
–Soy Kathryn. Me conociste cuando éramos adolescentes.
Ya sabía quién era… vagamente… Una criatura delgada y asustada. Eso era todo lo que recordaba. Y al llamarla por su apellido había intentado crear distancia, dejar las cosas claras.
–Señorita Ellis, me temo que te han confundido.
–Johanna me ha dicho que tenías contactos políticos y comerciales que nadie más del pueblo tiene. ¿Es verdad?
–Podría ser, pero es irrelevante.
–Seguro que has oído por qué estoy aquí.
Él sabía lo que había oído. El pueblo ya tenía una clínica, así que…
–¿Por qué no lo dice?
–Intento que se construya una nueva clínica en Larkville y traer a un médico permanentemente. Para hacerlo podríamos necesitar la ayuda de gente influyente.
–Johanna es la alcaldesa, ella tiene contactos políticos.
–Es la alcaldesa de un pueblo de menos de dos mil habitantes. Su influencia es limitada. Tu apellido se conoce en lugares importantes.
–Yo no pido favores. Nunca –la miró.
–No te estoy pidiendo que te… prostituyas –dijo desviando brevemente la mirada. Tenía sus esbeltas manos cerradas con fuerza. Estaba nerviosa… ¿porque estaba decidida a sacarle un «sí» o porque él estaba asustándola?
Holt quería soltar una sarta de improperios, estaba harto de situaciones como esa, de hablar con mujeres con expectativas. Había aprendido de su madre, de su padre, de su antigua prometida, Lilith, que necesitar, querer algo o esperar demasiado conllevaba un alto precio. Las emociones podían acabar con uno, eso lo sabía. Había pagado ese precio antes y seguía pagándolo. Así que aunque estaba acostumbrado a hacer toda clase de favores como propietario del Rancho C Doble Barra y los hacía de buen grado, prefería no complicarse con las emociones. Y nunca pedía favores para él. Estaba seguro, a juzgar por lo que había oído, de que Kathryn Ellis estaba pidiéndole que rompiera sus reglas irrompibles. «Da, pero no recibas». «Controla la situación en todo momento». «Nunca dejes que la emoción entre en un trato».
–Tendrá que ser más específica. ¿Qué está pidiéndome que haga exactamente?
–Quiero que me ayudes a levantar la clínica. Quiero que me ayudes a fundarla.
–Lo cual, según lo plantea, sería más o menos como prostituirme.
–No necesariamente. Hay gente que colaborará de corazón.
–Para una clínica que solo beneficiará a un pueblo muy pequeño.
–Es tu pueblo natal.
–Pero no el de ellos.
Kathryn se mordió el labio.
–Supongo que sí, pero… tú eres Holt Calhoun. Podrías convencerlos.
Por cómo lo dijo pareció como si él pudiera hacer cualquier cosa, y nadie mejor que él sabía que eso no era así. El dolor lo cortaba como una cuchilla. Bruscamente, apoyó la mano en una columna del porche.
–Maldita sea. Puede que yo no sepa mucho de usted, pero está claro que usted no me conoce en absoluto.
Ella miró a un lado como si la hubiera avergonzado. Y tal vez lo había hecho. Tener tacto no era lo suyo y, sinceramente, tampoco le importaba.
–Necesitamos un médico. Yo trabajo a tiempo parcial en la consulta del doctor Cooper. Se va a mudar a California para estar cerca de su hijo y después ya no habrá ninguno. Y la clínica, si es que se le puede llamar clínica a un edificio con una habitación y una sala de examen del tamaño de un armario, está desmoronándose.
–He oído que está ligeramente anticuada.
–Está más que anticuada. Es inadecuada y una vez que el doctor Cooper se marche, no podremos hacer venir a otro médico para trabajar en unas instalaciones tan ruinosas.
–Entiendo. Pero Austin solo está a sesenta y cinco kilómetros y allí hay médicos.
Ella se cruzó de brazos y eso hizo que su abundante pecho destacara aún más, además de resaltar su abultada y redondeada barriga. Era una mujer preciosa, delicada, y su embarazo solo parecía hacer sobresalir aún más esa delicada belleza. Debería abofetearse por haberse fijado en esas cosas.
–En una emergencia, sesenta y cinco kilómetros serán como seiscientos.
–Entiendo, señorita. Le preocupa el trayecto hasta el hospital –hizo lo que pudo por no pensar en otra situación, en otra mujer embarazada. Rabia y oscuridad le llenaron el alma.
–Para ya, para de fingir que no me conoces. Y esto no es por mí, yo salgo de cuentas en un par de semanas. Para cuando se construya la clínica… si es que se construye… –remarcó mirándolo con esos grandes y lastimeros ojos– ya me habré ido.
Eso captó su atención.
–A ver si me aclaro. Quiere construir una clínica en un pueblo en el que ni siquiera pretende vivir, ¿por qué?
–Tengo mis razones, aunque no importan. Esa no es la cuestión.
Estaba claro que no iba a hablar del tema y no le parecía mal. Un hombre como él, que nunca compartía sus pensamientos más internos, no podía culpar a alguien por retraerse. Aun así, ahora que habían dejado atrás el tema del embarazo, podía enfrentarse a la realidad. Él no era la respuesta a las oraciones de nadie y nunca lo había sido. Regentaba el rancho y lo hacía bien. Hacía lo necesario, pero nunca iba más allá. No podía.
–Lo siento –y una parte de él lo sentía de verdad–, pero eso no va a pasar. He estado lejos del rancho demasiado tiempo –por razones sobre las que no estaba preparado a hablar– y, a pesar de que tengo una plantilla de trabajadores y un capataz inmejorables, tengo mucho trabajo que hacer. No soy quien necesita y no tengo el tiempo, las ganas ni la capacidad para ayudarla.
–¿Ni siquiera si hablamos de una cuestión de vida o muerte? –preguntó con una mirada que parecía decir que la había decepcionado. Aunque eso tampoco le resultaba nuevo. Era un ranchero excelente, pero también era un maestro decepcionando a la gente.
–Si le han hecho creer que recibiría esta clase de ayuda de mí, la han aconsejado mal. Yo me limito a favores pequeños, a cosas factibles. No hago milagros.
La miró fríamente haciendo lo posible por ignorar el miedo y el dolor que vio en sus ojos y cómo ella, automáticamente, posó la mano sobre su vientre.
Sus ojos grisáceos parecían estar suplicándole, aunque no le decía nada. Un repentino y difuso recuerdo de una joven mirándolo como si esperara que respondiera a todas sus oraciones le atravesó la memoria y desapareció tan rápido como había llegado.
Su teléfono sonó y automáticamente lo puso en modo altavoz, lo que fuera con tal de llenar ese silencio. Su capataz, Wes, dijo:
–Holt, a esa vaca que parece hinchada tienen que verla o la perderemos. El veterinario está en el siguiente condado y tú eres el mejor que puede ocuparse de algo tan complicado.
–Estaré ahí en cinco minutos –colgó y se dirigió a Kathryn–. Tengo que irme –dijo. Ni un «lo siento» ni «discúlpame». La repentina expresión de derrota que vio en la mirada de Kathryn le hizo querer pronunciar esas palabras, pero le habría dado esperanza sobre algo que no llegaría a pasar. Él no era el salvador que ella se había esperado y no fingiría ser lo contrario.
Con los hombros agachados, Kathryn se giró hacia su coche destartalado, aunque al instante se volvió para decirle:
–¿Te marchas a obrar un milagro, Holt?
–Me marcho a hacer lo que sé hacer. No prometo lo que no puedo cumplir. Nunca.
Y a él los milagros de verdad le quedaban muy lejos; lo sabía demasiado bien.
Sin esperar a que ella se marchara, fue hacia su camioneta y al alejarse, dejando tras de sí una nube de polvo, unos ojos llenos de esperanza parecieron mofarse de él.
En esa ocasión no se contuvo y soltó una sarta de improperios. La señorita Kathryn Ellis no sabía lo afortunada que era. Las mujeres que se relacionaban con un hombre inflexible y emocionalmente parco como él acababan lamentándolo… como ya le habían dicho antes.
DE ACUERDO, tratar con Holt no sería fácil, pensó Kathryn de vuelta a casa. Si había alguien más… Pero la alcaldesa había sido muy firme al decirle que él era el único en un pueblo de ese tamaño con la influencia que ella necesitaba. El Rancho C Doble Barra era conocido en todo el país. Los Calhoun tocaban muchas teclas y Holt era el único que las supervisaba todas.
Pero nada de eso importaba si ese hombre no aceptaba a echarle una mano. ¿Qué podía hacer? ¿Y por qué importaba tanto?
Porque estaba decidida a darle a su vida un giro radical y ese era el primer paso. «He vuelto a la casa vacía de mis padres a pesar de los malos recuerdos porque no tenía dinero ni trabajo», se recordó. La mayor parte de su vida había sido así, yendo de una mala situación a otra y de sitio en sitio. Pero con un bebé en camino, tenía que hacer más, tenía que convertirse en la persona de la que su hija pudiera depender. La próxima vez que se marchara de algún lugar, lo haría bien, dejando algo bueno atrás, porque más adelante la esperaba algo bueno.
Ayudar a construir esa clínica le ofrecía la oportunidad de marcharse de ese lugar de un modo positivo y, además, le permitiría hacer uso de su, hasta el momento, inútil título en Urbanismo y además animar su exiguo curriculum. Supervisar el proyecto era la clase de experiencia que encantaría a cualquier posible jefe y la ayudaría a darle un futuro seguro al bebé.
Pero había una razón aún mayor. A pesar de su intención de pasar por Larkville y salir de él desapercibida, había descubierto que ahora que sus padres no estaban, el pueblo resultaba bastante encantador. Había hecho unos cuantos amigos, algunos de ellos sus pacientes. Se preocupaba por ellos y entendía lo asustados que estaban ante la idea de perder asistencia médica. ¿Cómo no iba a intentar ayudar? Aun así, incluso el mejor urbanista necesitaba buena gente ayudándolo y en ese caso tenía que conseguir la ayuda de Holt. ¿Cómo?
«Hazle la pelota, adúlalo. Juega con sus debilidades». Todo el mundo las tenía, ¿no?
Posó las manos sobre su vientre como si comunicarse con su bebé de ese modo fuera a ayudarla a centrarse.
–¿Jugar con las debilidades de Holt Calhoun? –¡como si ella supiera cuáles eran!
Bueno, tal vez sí lo sabía, un poco. Durante los dos años que había vivido allí, prácticamente había acechado a Holt que, de no estar jugando al rugby, pasaba la mayor parte de su tiempo en el rancho. Vacas, caballos, perros sería lo primero en su lista de prioridades y odiaba tener que volver a asediar el rancho, pero no tenía elección. ¿Dónde, si no, estaría?
–Puedes hacerlo, Ellis –sus palabras fueron más bravuconadas que reales. Aun así, se puso sus vaqueros de premamá, sus deportivas y una camiseta rosa y se dirigió al C Doble Barra. Cuando llegó, fue directa a los establos. Un movimiento de lo más audaz, por cierto, ya que le daban miedo los animales grandes. Por mucho que hubiera vivido en Texas, sus padres habían sido cosmopolitas a los que no les había gustado Larkville. Los ranchos no habían sido parte de su vida. Ahora tenía la misión de reescribir el futuro y todo empezaba ahí. Esa vez no saldría corriendo.
Se oyó por su derecha un bufido, justo donde había un caballo blanco dentro de un cercado. Era un animal precioso, un animal gigantesco… que no parecía estar muy seguro de qué hacía ella ahí.
Kathryn intentó calmarse. Había ido preparada sabiendo que los animales de Holt entrarían en el plan; si podía hacerse amiga de esa criatura rápidamente, entonces cuando Holt apareciera, pensaría que era una vaquera nata y ambos podrían entablar relación gracias a conversaciones sobre equinos. La noche anterior había entrado en Internet y había reunido algunos datos interesantes gracias a los que ahora sabía que había más de trescientas cincuenta razas de caballos y ponies y que los caballos podían caminar, trotar, galopar e ir a medio galope.
Pero ahora mismo nada de eso importaba. El caballo de Holt estaba mirándola como si ella tuviera cuernos y un rabo rojo en forma de tridente. En busca de lo que creía que sería su arma secreta, metió la mano en el bolso y sacó una zanahoria de una bolsa de plástico.
–Toma, chico –dijo sujetando la zanahoria entre sus dedos–. Mira lo que tengo.
El caballo se acercó un poco y ella retrocedió bruscamente antes de volver a extender la mano.
–No. Hagas. Eso –esa profunda voz era inconfundible y salió del granero que había detrás–. Deja de moverte. Ahora mismo.
Kathryn se quedó paralizada. Holt se acercó por detrás y ella se sintió muy expuesta, a pesar de estar completamente vestida. En serio, ese hombre desprendía algo muy masculino.
–¿No le gustan las zanahorias? –preguntó ella.
–Le encantan las zanahorias.
–Ya… lo veo. O no… –olvidó que tenía que estar quieta y agitó la mano mientras hablaba. El caballo siguió el movimiento con la cabeza y se acercó. Rápidamente.
Kathryn dio un salto y Holt dio un paso al frente, le dio una orden al caballo y agarró la mano de ella obligándola a soltar la zanahoria. Kathryn lo miró consternada.
–¿Por qué has hecho eso?