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¿Embarazada? Unos segundos después de firmar los papeles del divorcio, Marianna Landis se desmayó. Atónito, su ahora ex marido, Sebastian, descubrió que Marianna estaba embarazada. De dos meses, porque exactamente dos meses antes tuvo lugar su último y apasionado encuentro. Sorprendido de que su mujer siguiera queriendo separarse, Sebastian juró hacer lo que hiciera falta para recuperarla. La seducción había funcionado una vez… y haría lo que fuese necesario para que funcionase de nuevo, porque Marianna estaba esperando un hijo suyo y un Landis siempre conservaba lo que era suyo.
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Seitenzahl: 143
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Catherine Mann. Todos los derechos reservados.
VOLVERÉ A SEDUCIRTE, N.º 1648 - diciembre 2011
Título original: His Expectant Ex
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Publicada en español en 2008
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-145-2
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Islas Hilton Head, Carolina del Sur
Hace dos meses
Sebastian Landis había estado en los Juzgados más veces que el peor de los delincuentes. Después de todo, era uno de los abogados criminalistas más prestigiosos de Carolina del Sur. Pero aquel día estaba sentado en el primer banco y otro abogado parecía tener control total sobre su vida.
Y no le gustaba nada.
Claro que divorciarse no estaba precisamente en la lista de cosas que le apetecía hacer. Pero quería terminar con todo el papeleo y que el juez lo diese por finalizado de una vez.
Estaba guardando los documentos en el maletín y apenas prestó atención mientras se despedía de su abogado y estrechaba la mano del de Marianna. Pero intentó apartar los ojos de su esposa, la única mujer que había podido hacerle perder los nervios… su famosa «calma bajo el fuego» en los ambientes judiciales.
Al menos habían completado la mayor parte del trabajo con sus abogados en aquel nublado día de verano y sólo quedaba pendiente la fecha de la vista con el juez. El acuerdo era justo para los dos, algo nada fácil dada la fortuna de su familia y el dinero que ganaba su mujer como decoradora. Ni siquiera habían tenido que discutir la disolución de sus bienes… probablemente la primera vez que no habían discutido por algo.
Lo peor de todo: decidir qué hacían con los perros. Ninguno de ellos quería perder a Buddy y a Holly y, por fin, decidieron que cada uno se llevaría uno de los terrier de padre desconocido que habían rescatado de un refugio.
¿Qué habrían hecho Marianna y él de haber tenido hijos?
Pero no quería pensar en ello. No iba a pensar en esa herida abierta en un día tan espantoso.
Pero no podía dejar de mirar a Marianna, a pesar de lo que le decía el sentido común.
Ella se levantó de la silla, tan guapa como era su costumbre. Siempre lo había sido. Con los ojos oscuros y el pelo largo más oscuro aún, era la fantasía exótica de cualquier hombre cuando se conocieron en un crucero de graduación por el Caribe.
Pero pensar en ese verano sólo serviría para distraerlo, se dijo.
Tomando su maletín, empezó a planear todo lo que podría hacer de vuelta en el bufete el resto de la tarde. Claro que también podría trabajar por la noche. Ahora que había vuelto a la finca familiar no tenía a nadie que lo esperase en casa.
Llegó a la puerta al mismo tiempo que Marianna y enseguida se sintió envuelto en su perfume, Chanel. Sí, él sabía mucho de la que pronto sería su ex mujer; por ejemplo qué perfumes le gustaban, lo que le gustaba comer por las mañanas, las etiquetas de su ropa interior. Lo sabía todo.
Salvo cómo hacerla feliz.
–Gracias, Sebastian –Marianna ni siquiera lo miró, la falda de su traje azul apenas rozándolo mientras pasaba a su lado.
¿Ya estaba? ¿Sólo un «gracias»?
Aparentemente, él seguía sintiendo algo por ella además de la atracción física porque eso lo molestó. No esperaba que lo celebrasen con champán, pero al menos deberían ser capaces de despedirse educadamente. Aunque la cortesía nunca había sido uno de los puntos fuertes de su extravagante esposa. Ella no era de las que escapaban de un momento potencialmente contencioso.
Entonces, ¿por qué se dirigía hacia el ascensor a toda velocidad, los tacones de sus zapatos repiqueteando sobre el suelo de mármol?
Dios, qué bien le quedaban los zapatos de tacón con esas piernas kilométricas. Marianna tenía pasión por los zapatos… aunque a Sebastian no le importaba nada que se los probase delante de él.
Desnuda.
Maldita fuera, ¿cuánto tiempo tardaría en olvidar su vida con Marianna? Aquel amable adiós era lo mejor. Necesitaba despedirse educadamente… necesitaba terminar con aquel matrimonio. Punto.
Sebastian llegó al ascensor un segundo antes de que se cerraran las puertas, pero tuvo que sujetarlas con las dos manos. Marianna lo miró, sorprendida, y él pensó que le lanzaría alguno de sus habituales epítetos… o incluso el maletín de piel que llevaba en la mano.
Pero no. Se limitó a apartar la mirada.
Él se colocó a su lado, los dos solos en el ascensor.
–¿Cómo está Buddy?
–Bien –contestó ella.
–Holly se comió ayer el mango de uno de los palos de golf de Matthew.
Su hermano se había empeñado en que jugasen dieciocho hoyos para relajarse un poco. Y Sebastian había ganado. Siempre ganaba. Lo de relajarse era otra cosa.
–Afortunadamente, Matthew está de buen humor últimamente gracias a su prometida y a su floreciente carrera como senador. Así que Holly está a salvo de su ira por el momento.
Ella ni siquiera parecía estar escuchando. Qué raro, pensó. Porque aunque había dejado de quererlo a él, Sebastian sabía que seguía queriendo mucho a los perros.
Normalmente, a él no le gustaban las discusiones fuera de los Juzgados, pero había visto suficientes divorcios como para saber que si no lograban mostrarse amistosos sólo estaría retrasando el golpe para más tarde.
–No esperarás que no volvamos a hablarnos en la vida. Además de tener que volver a vernos en la fecha prevista para finalizar el divorcio, Hilton Head es una comunidad relativamente pequeña. Vamos a encontrarnos, queramos o no.
Ella se mordió los labios y, sin querer, Sebastian imaginó esos mismos labios deslizándose sensualmente por su cuerpo…
La imagen hizo que su frente se cubriera de sudor.
–Parece que deberíamos haber redactado unas reglas de comunicación en ese acuerdo. Pero… a ver si lo entiendo: no vamos a decirnos nada más que hola y adiós. ¿Podemos saludarnos con la cabeza si nos encontramos por la playa paseando al perro? ¿O deberíamos delimitar las zonas por las que debe pasear cada uno?
Ella apretó el asa de su maletín, sin dejar de mirar los botones del ascensor.
–No intentes buscar pelea conmigo, Sebastian. Hoy no.
¿Buscar pelea? No era él quien buscaba pelea, era ella. Él era el más tranquilo de los dos, al menos por fuera. ¿Qué le pasaba a Marianna?
–¿Algo no ha ido como esperabas?
Ella rió, una risa baja, oscura, un triste eco de las desinhibidas carcajadas que solían escapar de su garganta.
–Todos pierden. ¿No es eso lo que siempre dices de los casos de divorcio?
Sí, en eso tenía razón.
Sebastian puso una mano al lado de su cabeza, en la pared del ascensor. Sabía que estaba acorralándola, pero sólo quedaba una planta para conseguir la respuesta que buscaba.
–¿Qué es lo que quiere?
Marianna levantó los ojos por fin. Y en esa mirada oscura vio lo último que esperaba ver, especialmente después de seis meses durmiendo separados. Los ojos oscuros de Marianna brillaban con un incontenible…
Deseo.
Su matrimonio empezó y terminó en el asiento trasero de un coche.
Marianna se había escapado con Sebastian Landis a los dieciocho años. Todavía no habían llegado al hotel cuando las hormonas los hicieron tomar una carretera vecinal para abrazarse y besarse con el frenesí del primer amor.
Ahora, nueve años después y a punto de formalizar el divorcio, las hormonas y las emociones de nuevo la cegaban.
Y todo por un brillo de pena en los ojos de Sebastian cuando estaban poniendo por escrito con qué perro se quedaría cada uno de ellos. Ese brillo de vulnerabilidad de su exageradamente estoico marido había hecho que le diese un vuelco el corazón.
Y la había excitado.
Marianna intentó salir de la sala a toda prisa para no hacer alguna idiotez, como por ejemplo lanzarse sobre su marido. Pero no tuvo suerte. A duras penas habían logrado salir del ascensor con la ropa puesta cuando, después de correr bajo la lluvia hacia su coche, Sebastian arrancó echando chispas del aparcamiento y se detuvo en la primera carretera secundaria que encontró.
Deseando aliviar el dolor que sentía entre las piernas, aunque no el de su corazón, Marianna le echó los brazos al cuello mientras él se colocaba encima. Las ventanillas tintadas ofrecían una intimidad adicional a su escondite. Había musgo español colgando de los árboles, como velos de novia, una imagen a la vez hermosa y triste.
La lluvia golpeaba el techo del lujoso deportivo y, sin dejar de besarse, cayeron en el asiento de atrás, aquel coche más amplio que el que Sebastian conducía cuando era un adolescente.
Y esta vez tampoco tenían que preocuparse por un embarazo inesperado.
Sebastian se quitó la corbata y la enredó en su cuello para tirar de ella. Derritiéndose, Marianna respiró su colonia de Armani, un aroma que le era tan familiar…
Con la avaricia de tomar todo lo que pudiera una última vez, ansiosa después de meses sin su cuerpo, exploró la boca de Sebastian con la lengua mientras acariciaba sus hombros, su espalda, el duro trasero bajo los pantalones.
–Marianna, si quieres parar, dilo ahora –murmuró Sebastian, el flequillo oscuro cayendo sobre su cara un testimonio de las emociones que intentaba controlar quien tenía fama de ser el abogado más implacable de Carolina del Sur.
–No hables, por favor.
Si hablaban empezarían a pelearse. Se pelearían sobre sus horas interminables en el bufete, sobre el carácter de ella, tan explosivo como alguna de las casas que había decorado…
Y descubrirían, una vez más, que no tenían absolutamente nada en común salvo la atracción física y los preciosos hijos que habían perdido.
Un trueno retumbó en el cielo mientras Sebastian tomaba su cara entre las manos, sus ojos azul eléctrico lanzando destellos que podrían rivalizar con los relámpagos.
–Necesito oírtelo decir… dime que me deseas tanto como yo a ti –murmuró, con voz ronca.
–Yo sólo sé que necesito esto –Marianna no podía decir en voz alta que lo deseaba. No podía hacerlo después de tantas noches solitarias en el balcón de su casa, con el ruido de las olas, una copa de vino y sus lágrimas como única compañía.
Sebastian no dejaba de mirarla mientras acariciaba sus pechos.
–No me lo digas si no quieres, pero eso no evitará que yo te diga lo sexy que eres.
Marianna cerró los ojos cuando él inclinó la cabeza para besar la sensible curva de su cuello. Sabía lo que le gustaba, lo que la hacía temblar. Lo sabía mejor que nadie.
–O cómo me enciendes con esos zapatos de tacón. Amarillos… ¿quién lleva zapatos amarillos? –Sebastian metió la mano bajo la falda para acariciar sus muslos, subiéndolas luego para tocar el borde de las braguitas.
Ella echó la cabeza hacia atrás.
–Son de color limón –dijo con voz ronca.
–Muy seductores.
Si el sexo y la cuenta en el banco fueran suficiente para estar juntos, seguramente podrían haber llegado a las bodas de oro. Ese pensamiento debería enfriar el placer que le daban sus dedos…
Pero no fue así.
Marianna desabrochó los botones de su camisa con gestos frenéticos, apartando la tela hasta que pudo tocar su piel. Aquel torso tan masculino, tan bien formado, hizo que olvidase el mundo que los esperaba fuera del coche. Besó, mordió y lamió mientras Sebastian enredaba los dedos en su pelo para deshacer el moño, dejando que su larga melena oscura cayera por su espalda.
Su móvil sonó entonces, una interrupción poco bienvenida, pero Sebastian tomó el aparato y lo lanzó al suelo con impaciencia.
Ya era hora de que hiciera eso.
Marianna se agarró a sus hombros, clavando las uñas en su carne mientras se erguía para apretarse contra él. Y luego sostuvo su cara entre las manos, devorándolo con los ojos, hambrienta después de tantos meses sin él.
Sebastian apartó la chaqueta y acarició sus pechos por encima de la camisola de satén, haciendo un círculo con el dedo sobre la endurecida punta, enviando escalofríos por todo su cuerpo. Y cuando inclinó la cabeza para reemplazar la mano con la boca, Marianna no pudo controlar el deseo de restregarse sensualmente contra él.
–Ya es suficiente –los labios húmedos sobre el satén hacían que el placer fuera casi insoportable–. Quiero más.
Y, afortunadamente, Sebastian entendió la contradictoria orden porque se sentó, con Marianna colocada a horcajadas sobre él. Pero cuando iba a quitarse los zapatos, él se lo impidió.
–Déjatelos puestos –le ordenó–. De repente me gusta el color limón.
Ella empezó a quitarle el cinturón, tocando por encima de la tela el duro bulto de su deseo empujando contra la cremallera. Luego… sí, encontró el terciopelo de su erección y empezó a acariciarlo. Sin perder el tiempo, Sebastian metió la mano bajo su falda, tirando de la fina tira del tanga hacia arriba, el roce de la tela aumentando la excitación hasta que…
Se rompió.
Él apartó a un lado el insignificante pedazo de seda, que Marianna se había puesto para sentirse más como una mujer y menos como un fracaso en la relación más importante de su vida. Sin pensar en ello, se colocó encima y Sebastian empujó hacia arriba. Rápido, fuerte, sin vacilaciones, con un ritmo entrenado durante nueve años. Una sincronía que sólo compartían en la cama.
Marianna tomó sus manos para colocarlas sobre sus pechos mientras él la penetraba con una urgencia tan poderosa como la tormenta. Movía las caderas en círculo, aprovechando cada sensación de aquel último y explosivo encuentro.
Una última vez juntos.
Un recuerdo más que guardar y con el que atormentarse mientras tomaba una copa de vino en la playa. Sola.
Si pudieran comunicarse tan bien fuera de la cama como en ella…
Incluso ese momento de pasión estaba cargado de tensión por el «después»; por la tristeza de que no hubiera nada más entre ellos.
Las sacudidas de placer se abrían paso en su interior, el deseo de terminar casi doloroso. Sebastian enredó los dedos en su pelo, apretando los dientes de una manera que ella reconocía, conteniéndose hasta que le temblaron los brazos.
Sus gemidos se mezclaban con los de él, urgentes, rápidos, terminando en un grito que la satisfacía tanto como destruía otro trozo de su alma.
El placer se mezcló con el dolor en una amarga despedida, hasta que se dejó caer sobre el hombre que había sido su marido, sus cuerpos sacudidos por los espasmos.
En el interior del coche sólo podían oírse sus jadeos y el golpeteo de la lluvia sobre los cristales. Marianna sabía que no tenían nada que decirse. Todo había terminado entre ellos. Sólo tendrían que volver a verse una vez más ante el juez, unas semanas más tarde.
Ni siquiera tenían que preocuparse por usar anticonceptivos. Su aborto nueve años antes la había dejado infértil. Aunque siguieron intentándolo… sin resultados.
Luego, brevemente, había vuelto la esperanza cuando, durante cuatro maravillosos meses, Marianna se convirtió en madre. La pequeña Sophie seguía en su memoria tanto como en su corazón. Sebastian y ella habían dejado a un lado sus problemas maritales para lanzarse de cabeza a la paternidad.
Pero entonces la madre biológica de Sophie cambió de opinión.
Marianna sintió ganas de llorar, por ella, por él, por su hija. Pero cuando una persona se había secado por dentro era difícil encontrar lágrimas. Seis meses antes le habían quitado a Sophie de los brazos, de su casa, de su vida.
Y su corazón estaba roto. Tan roto como su matrimonio con Sebastian Landis.
Islas Hilton Head, Carolina del Sur
El presente
Marianna dio un respingo cuando el juez levantó la maza y… ¡zas!, de un golpe certificó todo lo que Sebastian y ella habían acordado con sus abogados en los papeles del divorcio.
En un solo día se había convertido en divorciada y madre soltera. Un niño. Marianna se agarró al borde de la silla para no llevarse las manos al abdomen.
Después de tantos intentos fallidos de concebir, milagrosamente uno de los espermatozoides de Sebastian había logrado circunnavegar el tejido dañado para crear un niño. Lo había descubierto esa misma mañana; un segundo en el que todo en su vida había cambiado y del que no había podido aún recuperarse.
Un destello de esperanza despertó entonces, como la vida que estaba deseando sentir dentro de ella. Pero quizá esta vez…