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Beschreibung

Una historia detallada de la canción protesta, uno de los géneros musicales que mejor han definido el siglo XX. Para Lynskey, la obra fundacional de este género es "Strange Fruit" que Billie Holiday interpretó por primera vez en 1939. En esa canción se reunían la calidad musical y la denuncia de una situación ignominiosa. Es importante insistir en esa reunión de calidad musical y denuncia porque éste es el criterio que rige este libro por encima de otras consideraciones. Pete Seegen, Joan Baez o Bob Dylan fueron pioneros de una carrera en la que los relevarían REM, U2 o Springsteen. Porque, al llegar a cierto punto, música popular y denuncia parecen indisociables. Lynskey se ocupa de esta relación describiendo los movimientos sociales que se apoyaron en la música para difundir su mensaje

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33 revoluciones por minuto

Historia de la canción protesta

Dorian Lynskey

Traducción de Miguel Izquierdo

BARCELONAMÉXICOBUENOS AIRES

Para Dave Lynskey, 1946-2000

«Hay dos maneras de entender la música. La primera es “tío, yo soy músico y no tengo nada que ver con la política; déjame a mi rollo”. La segunda consiste en pensar que la música va a salvar el mundo… Yo creo que la música está entre ambas posturas.»

Joan Baez

«Por mal que pueda sonar, casi prefiero una buena canción favorable a la segregación que una mala favorable a la integración.»

Phil Ochs

«Aquello que pueda ganar el arte a partir de los sucesos actuales es siempre un problema fascinante y nada fácil de solucionar.»

Oscar Wilde

Prólogo

Es la medianoche del 4 de noviembre de 2008 en el Grant Park de Chicago. Barack Obama acaba de ser elegido primer presidente negro de Estados Unidos por una amplia mayoría. De pie en el estrado, soportando el frío de la noche, dice ante una concurrencia de cien mil regocijados simpatizantes: «El camino ha sido largo, pero esta noche, gracias a lo que hemos conseguido hoy, en estas elecciones, en este momento definitorio, el cambio ha llegado a Norteamérica».

Algunos entre el gentío o viéndolo en casa por televisión identifican sus palabras como una paráfrasis de las que escribió el cantante de soul Sam Cooke hace ya 45 años: «It’s been a long, a long time coming / But I know a change is gonna come» [ha sido una larga, larga espera, / pero sé que va a llegar el cambio]. En aquel momento histórico, uno de los grandes oradores de nuestra era tomaba prestada de una vieja canción protesta la frase más memorable de su discurso.

En cierto sentido, Obama es el primer presidente vinculado a la canción protesta. Creció con el soul politizado de Stevie Wonder y recurrió al himno de los derechos civiles de Curtis Mayfield «Move on Up» en sus mítines de campaña. A lo largo de ésta, la revista Blender publicó una lista de sus diez canciones favoritas, entre ellas «What’s Going On» de Marvin Gaye, «Gimme Shelter» de los Rolling Stones, «Think» de Aretha Franklin y el tema de will.i.am «Yes We Can», que había sido compuesto a partir de una grabación de su propio discurso convirtiéndolo así en letrista de su propia canción protesta. En su concierto de investidura, el veterano cantante protesta Pete Seeger se sumó a Bruce Springsteen para cantar «This Land Is Your Land» de Woody Guthrie; Stevie Wonder interpretó «Higher Ground» y Bettye LaVette y Jon Bon Jovi cantaron, como no podía ser de otro modo, «A Change Is Gonna Come».

Sin embargo, aunque hablara poderosamente al presente, la música del pasado no impedía que un interrogante colosal siguiera acechando el futuro de aquel formato. A lo largo de la década anterior habían ido apareciendo con marcada regularidad artículos periodísticos en los que se preguntaba adónde habían ido a parar las canciones protesta… Yo mismo escribí un par. Había un sinnúmero de motivos por los que estar asustado, enojado o incluso esperanzado a lo largo del primer decenio del siglo XXI, pero los cantautores parecían, en su mayoría, incapaces de convertirlos en una muestra de arte convincente. Uno de los propósitos de este libro es explicar por qué.

La expresión «canción protesta» resulta problemática. Muchos artistas la contemplan como una etiqueta que los encasilla. Joan Baez, que cantó por los derechos civiles y contra la Guerra de Vietnam, dijo una vez: «Odio las canciones protesta, pero algunas se expresan de modo diáfano». Barry McGuire, que en 1965 estrenó un tema definitorio del género («Eve of Destruction»), matizó: «No se trata exactamente de una canción protesta. No es más que una canción sobre acontecimientos actuales». Poco antes de interpretar «Blowin’ in the Wind» por vez primera, Bob Dylan advirtió a su público: «Ésta no es una canción protesta». Sin duda, varios de los cantautores incluidos aquí querrían librarse de la etiqueta, pero mi empleo del término intenta describir, en su sentido más amplio, canciones que tratan cuestiones políticas para apoyar a las víctimas. Puede ser un encasillamiento, pero es muy amplio, está repleto de agujeros y nadie debería asustarse con él.

Sin embargo, existen buenos motivos por los que el término se recibe con suspicacia. Las canciones protesta se ven perjudicadas tanto por sus valedores incondicionales como por sus críticos más feroces. En tanto que los detractores desechan todo el muestrario como didáctico, tosco o simplemente aburrido, los entusiastas tienden a comportarse como si las buenas intenciones no precisaran un mínimo de calidad musical, cuando todo amante de la música sabe que la gente hace malos discos por razones encomiables y buenos discos por razones deleznables. El propósito de este libro consiste, ante todo, en tratar las canciones protesta como una forma de música popular. No todas las canciones que aparecen en las páginas siguientes son artísticamente valiosas, pero muchas lo son, ya que el pop se crece ante la contradicción y las tensiones. El hueco que se abre entre la ambición y el logro, el sonido y el sentido, la intención y la recepción, se ve recorrido por una corriente de electricidad crepitante. Así, las mejores canciones protesta no son productos muertos atados a un tiempo y un lugar concretos, sino organismos cambiantes. La dificultad esencial e inevitable de doblegar un mensaje serio para satisfacer el gusto por el espectáculo es el grano de arena que hará posible la perla. En canciones tales como «Strange Fruit», «Ohio», «A Change Is Gonna Come» o «Ghost Town», el contenido político no es un obstáculo para la grandeza sino su propia fuente. Abren una puerta por la que se cuela el mundo exterior.

Éste es también un libro sobre decenas de personas que tomaron ciertas decisiones en determinados momentos por motivos muy diversos y con consecuencias dispares. En los casos peores, los cantantes se han visto censurados, arrestados, golpeados e incluso asesinados por su mensaje. Menos dramático resulta el riesgo de parecer aburrido, estridente o egocéntrico. Se suele decir que algunos combinan pop y política para atraer publicidad, pero si hay algo que la historia de la canción protesta puede demostrar es que existen maneras mucho más fáciles de despachar unos discos de más.

«Es una navaja de doble filo —dice el antiguo cantautor político Tom Robinson—. Si mezclas la política y el pop, cierta crítica dirá que explotas las necesidades, ideas y simpatías políticas de la gente a fin de vender tu música pop de segunda, [otra crítica dirá] que estás vendiendo ideales políticos de segunda explotando tu trayectoria en el pop. Sea como fuere, estás atrapado.» Algunas de las críticas contra los cantantes protesta que Phil Ochs reprodujo irónicamente en el texto de la carátula de All the News That’s Fit to Sing (1964) («vine a pasarlo bien, no a que me sermoneen»; «está bien, pero no llega muy lejos») siguen esgrimiéndose hoy en día.

En muchos sentidos, escribir una canción protesta es buscarse problemas y es este peligro lo que aporta vitalidad al formato. Casi todas las canciones que aparecen en este libro nacen de la preocupación, el enojo, la duda y, casi siempre, de la emoción sincera. Algunas son un derroche espontáneo de sentimiento, otras son panfletos elaborados con esmero; algunas son claras como el agua, otras cautivan por su ambigüedad; algunas son una respuesta, otras plantean preguntas imprescindibles; algunas fueron fruto de una valentía extraordinaria, otras se beneficiaron de una coyuntura excepcional. Hay tantas maneras de escribir una canción protesta como de escribir una de amor.

Naturalmente, la música ha sido explotada para tratar cuestiones políticas y morales durante siglos (véase Apéndice 1), pero he decidido empezar con la intersección del canto protesta y la música popular del siglo XX porque, a mi parecer, es ahí donde la cosa se empieza a poner interesante. Antes de los años treinta, en Estados Unidos existía la música popular apolítica de Tin Pan Alley y, por otra parte, las melodías tomadas de las canciones de los trabajadores. Sólo cuando la canción pop abrazó enteramente la política con «Strange Fruit» de Billie Holiday, a la vez que la música folk se radicalizaba con Woody Guthrie, empezaron a saltar chispas entre los polos opuestos de la política y el espectáculo. Por razones de espacio, he limitado mi interés a la música popular occidental, salvo en algunas muestras (como en el caso del reggae o del afrobeat) que hicieron mella en las audiencias occidentales. Naturalmente, hay modalidades incontables de canciones protesta en otras partes del mundo, pero eso sería ya materia para otro libro.

Por un tiempo, en la bulliciosa avalancha de los años sesenta, se pensó que la música pop podía cambiar el mundo y algunas personas jamás asimilaron la cruda realidad, pero la misión de la música protesta o de cualquier forma artística con una dimensión política no consiste en darle la vuelta al mundo, sino en cambiar opiniones y perspectivas, en decir algo sobre los tiempos que te han tocado y, a veces, en descubrir que lo que dices remite también a otro momento de la historia, motivo por el que Barack Obama se vio parafraseando a Sam Cooke en su discurso de Grant Park. La mayoría de estas historias concluyen en discordia, desilusión, desespero e incluso muerte. En cierto sentido, el fracaso es total; en otro, no lo es en absoluto. Se trata más bien de lo que los individuos dejan tras de sí: eslabones de una cadena de canciones que se extiende a través de las décadas.

En sus vívidas memorias, Rumbo a la gloria, Woody Guthrie expresó sus expectativas para las canciones que escribía:

Recuerda, se trata de que quizá, algún día, en alguna ocasión, alguien te escoja y mire tu foto y lea tu mensaje y te guarde en el bolsillo, te ponga en un estante y te queme en su estufa, pero tendrá tu mensaje en la cabeza, le dará vueltas y se dará cuenta. Voy de aquí para allá, tan desbocado y a la deriva como tú y muchas veces me han recogido, arrojado y recogido otra vez, pero mis ojos han sido una cámara que tomaba fotos del mundo y mis canciones han sido mensajes que he tratado de diseminar por todos los rincones, por los peldaños de las escaleras de incendios, los alféizares de las ventanas y los pasillos oscuros.

Este libro trata de estos mensajes diseminados.

Siglas

AAAArtists Against Apartheid [Artistas Contra el Apartheid]AFVNAmerican Forces Vietnam Network [emisora de las fuerzas americanas en Vietnam]ANLAnti-Nazi League [Liga Antinazi]ANPAfrikaner National Party [Partido Nacional Afrikáner]BCMBlack Consciousness Movement [Movimiento para la Conciencia Negra]BMBritish Movement [Movimiento Británico]CIOCongress of Industrial Organizations [Congreso de Organizaciones Industriales]CJBCriminal Justice and Public Order Bill [Ley de Justicia Penal y Orden Público]CNDCampaign for Nuclear Disarmament [Campaña para el Desarme Nuclear]CORECongress of Racial Equality [Congreso para la Igualdad Racial]CPUSAComunist Party of the USA [Partido Comunista de Estados Unidos de América]DARDaughters of the American Revolution [Hijas de la Revolución Americana]ECLCEmergency Civil Liberties Committee [Comité de Emergencia para las Libertades Civiles]FESTACSecond World Festival of Black Arts and Culture [Segundo Festival Mundial de las Artes y la Cultura Negras]FMIInternational Monetary Found [Fondo Monetario Internacional]FMLNFrente Farabundo Martí para la Liberación NacionalFNNational Front [Frente Nacional]FRELIMOFrente de Libertaçao de Moçambique [Frente de Liberación de Mozambique]GAAGay Activists Alliance [Alianza de Activistas Gay]GLCGreater London Council [Consejo del Gran Londres]HUACHouse Un-American Activities Committee [Comité de Actividades Antiamericanas]IRAIrish Republican Army [Ejercito Republicano Irlandés]IRBMIntermediate Range Ballistic Missile [Misil Balístico de Alcance Intermedio]JDFJamaica Defence Force [Fuerza de Defensa de Jamaica]JLPJamaican Labour Party [Partido Laborista Jamaicano]KKKKu Klux KlanLPYSLabour Party Young Socialists [Juventudes Socialistas del Partido Laborista]MADMutual Assured Destruction [Destrucción Mutua Asegurada]MIRMovimiento de Izquierda RevolucionariaMobeNational Mobilization Committee to End the War in Vietnam [Comité de Movilización Nacional para el Fin de la Guerra en Vietnam]MPLAMovimento Popular de Libertaçao de Angola [Movimiento Popular para la Liberación de Angola]MUSEMusicians United for Safe Energy [Músicos Unidos por la Energía Segura]NAACPNational Association for the Advancement of Colored People [Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color]NACODSNational Association of Colliery Overmen, Deputies and Shotfirers [Asociación Nacional de Capataces, Supervisores y Barreneros del Carbón]NMENew Musical ExpressNUMNational Union of Miners [Unión Nacional de Mineros]OAAUOrganization of Afro-American Unity [Organización para la Unidad Afroamericana]PACPan-Africanist Congress of Azania [Congreso Panafricanista de Azania]PIRPhiladelphia International RecordsPMRCParents Music Resource Center [Centro Parental de Recursos Musicales]PNPPeople’s National Party [Partido Nacional Popular]RARRock Against Racism [Rock Contra el Racismo]ROTCReserve Officer Training Corps [Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva]SCLCSouthern Christian Leadership Conference [Conferencia de Liderazgo Cristiano del Sur]SCUMSociety for Cutting Up Men [en el Manifiesto SCUM, Sociedad para Despedazar a los Hombres]SDIStrategic Defence Initiative [Iniciativa de Defensa Estratégica]SDSStudents for a Democratic Society [Estudiantes por una Sociedad Democrática]SNCCStudent Nonviolent Coordinating Committee [Comité de Estudiantes No Violentos]SPGSpecial Patrol Group [Grupos Especiales de Patrulla]STARTStrategic Arms Reduction Talks [Conversaciones para la Reducción de Armas Estratégicas]SWAPOSouth West Africa People’s Organisation [Organización Popular del África del Sudoeste]SWPSocialist Workers Party [Partido Socialista de los Trabajadores]UDAUlster Defence Association [Asociación para la Defensa del Ulster]USOUnited Services Organizations [Organizaciones de Apoyo a las Tropas Estadounidenses]VDCVietnam Day Committee [Comité del Día de Vietnam]VSCVietnam Solidarity Campaign [Campaña de Solidaridad con Vietnam]WTOWorld Trade Organization [Organización Mundial del Comercio]YIPPIE!Youth International Party [Partido Internacional de la Juventud]YTSYouth Training Scheme [Plan de Formación Juvenil]

PRIMERA PARTE1939-1964

1«Cuerpos negros mecidos por la brisa sureña»

Billie Holiday, «Strange Fruit», 1939

El nacimiento de la canción popular de protesta

Los cadáveres de Thomas Shipp y Abram Smith, linchados en Marion, Indiana, el 7 de agosto de 1930. La foto inspiró a Abel Meeropol la composición de «Strange Fruit».

Es una noche fresca y clara de marzo de 1939 en Nueva York. En Europa, la Guerra Civil Española está a punto de terminar con la victoria del general Franco; a finales de mes, el primer ministro británico Neville Chamberlain abandonará oficialmente su política de apaciguamiento con la Alemania de Hitler. En Estados Unidos, Las uvas de la ira de John Steinbeck, un relato épico sobre los aparceros durante la Gran Depresión, está a punto de llegar a la imprenta y acabará siendo la novela más vendida del año. Lo que el viento se llevó, la película basada en el bestseller de Margaret Mitchell se estrenará ese verano en los cines. Las Hijas de la Revolución Americana [Daughters of the American Revolution] le han negado recientemente a la cantante negra de ópera Marian Anderson el permiso para cantar en el Constitution Hall de Washington D. C., motivando así que la primera dama, Eleanor Roosevelt, abandone indignada dicha hermandad y ponga todo su empeño en encontrar un nuevo espacio para el recital de Pascua de Anderson.

Tienes una cita y te da por asomarte a un nuevo club sito en un antiguo speakeasy de la calle 4 Oeste: el Café Society, autodenominado «el lugar equivocado para la gente adecuada». Incluso si no pillas el chiste al acceder al lugar —donde los porteros van ataviados con andrajos—, la luz se enciende en el interior del sótano en forma de ele y con capacidad para 200 personas, cuyos murales burlescos satirizan a lo más distinguido de la alta sociedad de Manhattan. Los clientes negros no sólo son bien recibidos sino que se les ofrecen las mejores mesas del lugar, algo inusual en un club nocturno neoyorquino.

Has oído rumores acerca de la nueva cantante del local, una mujer negra de 23 años llamada Billie Holiday que se hizo un nombre en Harlem con la banda de Count Basie. Tiene la piel cobriza, casi polinesia, es algo rolliza (la revista Time no tardará en comentar de modo paternalista que «no le preocupa su tipo, visto que no hace dieta, pero le entusiasma cantar») y lleva una gardenia en el pelo. Domina el escenario a su manera, una manera nada llamativa. Tiene una voz redonda y sensual con la que juguetea y acaricia las canciones hasta hacerlas más placenteras de lo que su autor habría imaginado y, de ese modo, aporta una chispa de vivacidad y una nota de elegancia incluso al material más cursi. La Nueva York de 1939 está llena de grandes cantantes, pero, más allá del timbre y la técnica, la voz de Holiday te hechiza por su espíritu errático.

Y ahí viene: se atenúan las luces y sólo un único foco, blanco y duro, ilumina a la Holiday. Ya no puedes pedir una copa porque los camareros se han retirado a la parte posterior del local. Empieza su último tema: «Southern trees bear a strange fruit» [los árboles del sur dan un fruto extraño]. Uno piensa: esto no es el clásico material acaramelado. «Blood on the leaves and blood at the root» [sangre en las hojas y sangre en la raíz]. ¿De qué va esto? «Black bodies swinging in the Southern breeze» [cuerpos negros mecidos por la brisa sureña]. ¿De linchamientos? ¿Es una canción sobre linchamientos? La cháchara de las mesas se apaga. Todos los ojos y oídos de la sala atienden a la canción. Después de la última palabra (crop [cosecha], convertida en un alarido abruptamente truncado), la sala entera se queda a oscuras. Cuando se encienden las luces, la cantante no está.

Y la pregunta es la siguiente: ¿uno aplaude, asombrado ante el coraje y la intensidad de la actuación, atónito por el macabro lirismo de la letra y sintiendo que la historia ha hecho acto de presencia en el escenario, o se remueve incómodo en la butaca pensando «¿a esto lo llaman entretenimiento?»? Y ésa es la pregunta que palpitará en el corazón de la controvertida relación entre la política y el pop a lo largo de décadas y ésa es la primera vez en que así se formuló.

Escrita por un comunista judío llamado Abel Meeropol, «Strange Fruit» no fue la primera canción protesta, pero sí fue la primera que trasladó un mensaje político explícito al mundo del espectáculo. Justo antes de eso, las canciones protesta estadounidenses eran ajenas a la música popular convencional. Estaban concebidas para determinados públicos —piquetes, escuelas de folclore, reuniones de partido— y con un objeto específico: únete al sindicato, lucha contra los jefes, ganemos esta huelga.

«Strange Fruit», sin embargo, no era cosa de las masas sino más bien de una atormentada mujer. No era una canción para ser cantada con entrega junto a los camaradas durante la huelga, sino un tema profundamente desolador y áspero. La música, futura, algo sombría, encarnaba el horror descrito en la letra. Y, en lugar de resolverse en una catártica llamada a la unidad, colgaba suspendida de aquella palabra final. No calentaba la sangre, la helaba. «Quizá sea la canción más desagradable que he escuchado jamás —diría maravillada Nina Simone—. Desagradable en el sentido de que es violenta y revuelve las entrañas de todo aquello que los blancos le han hecho a mi gente en este país.» Por todas estas razones resultaba absolutamente novedosa. Hasta entonces, las canciones protesta funcionaban como propaganda, pero «Strange Fruit» demostró que podían ser arte.

Es tan buena como canción que desde entonces docenas de cantantes han intentado dejar su propio sello en ella, pero la interpretación de Holiday es tan potente que ninguno ha llegado a superarla (en 1999, la revista Time consideró «canción del siglo» su primera versión de estudio). Fue, y sigue siendo, una canción a tener en cuenta, cuyos planteamientos de 1939 aún perduran. ¿Una canción protesta da mayor vigor tanto a lo político como a lo musical o sólo lo trivializa? ¿Pueden separarse sus méritos musicales de su significación social o esto último distorsiona y oscurece a los primeros? ¿Tiene de verdad el poder de cambiar mentalidades, por no hablar de decisiones políticas? ¿Expone con eficacia una cuestión vital ante un público nuevo o sólo la desvirtúa reduciéndola a unas pocas líneas, adaptándola a una melodía para ser interpretada ante personas a las que quizá les importe un rábano? ¿Se trata, ante todo, de una forma artística apasionante y necesaria o sólo de arte malo cuyo objetivo es distraer?

Éstas fueron las primeras cuestiones que planteaba «Strange Fruit» a sus oyentes en una sala en forma de L del bajo Manhattan en marzo de 1939. Aquélla es la zona cero de la canción popular de protesta.

***

Antes de «Strange Fruit», el único éxito musical que lidiaba abiertamente con la cuestión racial en Norteamérica había sido «Black and Blue» (1929), compuesta por Andy Razaf y Fats Waller para el musical Hot Chocolates. Cantada por Edith Wilson la noche del estreno, «Black and Blue» se ganaba al público con una imaginería familiar de espectáculo minstrel, luego le pateaba el estómago con el pareado: «I’m white inside, it don’t help my case, / ’cause I can’t hide what’s on my face» [soy blanco por dentro, pero sirve de poco, / porque no puedo disimular lo que hay en mi rostro]. Cuando Wilson dejó de cantar reinó un silencio fúnebre seguido por una aclamación cerrada. Según el biógrafo de Razaf, Barry Singer, aquel pareado fue crucial para «quebrar decididamente y para siempre las tradiciones reprimidas del entretenimiento negro».

Sin embargo, «Black and Blue» era demasiado sui géneris para marcar tendencia en el ámbito de las melodías populares con conciencia racial.1 Para encontrar un buen caudal de canciones protesta negras había que ir al Sur y recoger los lamentos de los cantantes de blues y folk que jamás habían pisado un estudio de grabación. Ésa fue la misión de Lawrence Gellert, un izquierdista declarado que editó unas 200 muestras en su volumen de 1936 Negro Songs of Protest. Conscientes de la prudencia que debían mostrar en aquel sur segregado, los hombres que se las enseñaron lo hicieron únicamente a condición de preservar su anonimato. El primer cantante de blues en tratar la cuestión racial sin rodeos y bajo su propio nombre fue el expresidiario de Luisiana Leadbelly, quien compuso «Bourgeois Blues», sobre la discriminación que vivió en un viaje a Washington D. C. en 1938.

Aunque Abel Meeropol fuera conocedor de algunos o de todos estos ejemplos cuando se dispuso a componer «Strange Fruit», tampoco podían enseñarle mucho a un hombre blanco de Nueva York. Por más que cualquiera pudiera entender la crueldad de ver a un hombre colgado por una muchedumbre sedienta de sangre, sólo un hombre negro podría haber compuesto una canción que explorara los prejuicios cotidianos como «Bourgeois Blues» o «Black and Blue». A pesar de que esta práctica ya declinaba para cuando salió «Strange Fruit» —la foto espeluznante del doble ahorcamiento que indujo a Meeropol a escribir el tema se tomó en Indiana en 1930—, el linchamiento seguía siendo el símbolo más vívido del racismo en Norteamérica, la estampa que resumía otras modalidades más sutiles de discriminación que afectaban a la población negra. Quizá sólo el horror visceral que inspiraba el linchamiento otorgara a Meeropol la convicción necesaria para escribir una canción sin precedentes que además requería un nuevo vocabulario para abordar estos temas.

Meeropol publicó su poema bajo el título «Bitter Fruit» en el periódico sindical New York Teacher en 1937. El cambio de nombre fue un acierto. Bitter, [amargo] resulta de una moralidad sentenciosa, en tanto que strange evoca la presencia de algo ominoso. Pone al oyente en la piel de un observador curioso que espía unas formas colgantes desde lejos y que, al acercarse, constata aquella monstruosidad.

Meeropol era miembro del Partido Comunista y daba clases en un instituto del Bronx. En su tiempo libre, bajo el nombre gentil de Lewis Allan, componía a destajo canciones, poemas y obras de teatro sobre cuestiones de actualidad, de las cuales sólo unas pocas llegaban al gran público. Meeropol elaboró una melodía y «Strange Fruit» pronto se convirtió en tema recurrente de las reuniones izquierdistas durante todo 1938, cantado por su esposa y diversos amigos. Incluso llegó al Madison Square Garden gracias a la cantante negra Laura Duncan. Entre la audiencia se hallaba entonces Robert Gordon, recientemente contratado en el Café Society, donde dirigía el espectáculo de Billie Holiday, que era la estrella principal. El club había sido una ocurrencia del vendedor de zapatos de Nueva Jersey Barney Josephson: un jugoso antídoto contra el elitismo estirado, a menudo racista, de los locales nocturnos de Nueva York. La sala abrió la víspera de fin de año de 1938 y le debió a Holiday buena parte de su éxito inmediato.

A pesar de que su autobiografía Lady Sings the Blues es poco fiable y esconde tanto como revela, a sus 23 años, Holiday ya había visto mucho. Nacida en Filadelfia, pasó algún tiempo haciendo recados para un burdel de Baltimore, «quizá el único lugar donde negros y blancos se relacionaban con cierta naturalidad» y allí descubrió el jazz. A los 10 años acusó a un vecino de intento de violación y a Holiday, muy dada a hacer novillos, la enviaron a un reformatorio católico, hasta que su madre consiguió que la soltaran. Se trasladó con ella a Nueva York, donde trabajó en otro burdel, donde se ocupaba de algo más que de los recados y fue encarcelada por prostitución. Tras ser puesta en libertad, empezó a cantar en clubs de jazz de Harlem, donde llamó la atención del productor John Hammond, que la convirtió en una de las estrellas más rutilantes de la era del jazz. «Cuando aparecía sobre el escenario bajo el foco era absolutamente majestuosa», le contó el promotor de jazz Milt Gabler al biógrafo de Holiday John Chilton. «Aquello era digno de verse, el modo en el que sostenía la cabeza en alto, cómo fraseaba cada palabra y llegaba al corazón de las historia que cantaba y, por si fuera poco, sabía dar con el compás.»

Meeropol le cantó su canción a Josephson y le preguntó si se la podía llevar a Holiday. Tiempo después, la cantante repetía que se enamoró de ella inmediatamente. «Un tipo me ha traído una canción de la hostia y la voy a cantar», aseguraba haberle dicho al director de la banda Frankie Newton. Meeropol lo recordaba de otro modo y sentía que ella la interpretó únicamente por hacerles un favor a Josephson y Gordon: «Sinceramente, no creo que se sintiera muy cómoda con la canción». Arthur Herzog, uno de los compositores habituales de Holiday, afirmaba que el arreglista Danny Mendelsohn reescribió la melodía de Meeropol, a la que tildó crudamente de «esa cosa pretendidamente musical» y quizá así cambiaran las cosas para Holiday.

Sea como fuere, Holiday puso la canción a prueba en una fiesta celebrada en Harlem y cosechó una reacción que terminaría siendo habitual: silencio atónito seguido por un rugido de aprobación. La noche del debut en el Café Society, Meeropol estaba allí: «Brindó una de aquellas interpretaciones deslumbrantes, de gran eficacia dramática, que podían sacudir la autosuficiencia de todo tipo de público —se maravillaba—. Eso era exactamente lo que deseaba que produjera la canción y el motivo por el que la escribí».

Josephson, consumado hombre del espectáculo, sabía que no tenía ningún sentido colar aquel tema en el grueso del repertorio y pretender que se trataba de otra canción más, así que marcó unas directrices: primero, Holiday cerraría sus tres funciones nocturnas con la canción; segundo, los camareros suspenderían el servicio; tercero, toda la sala permanecería a oscuras salvo por la luz cruda de un foco en el rostro de Holiday, y, cuarto, no habría bises. «La gente tenía que recordar “Strange Fruit” y que le ardieran las entrañas», dijo.

No era, en ningún caso, una canción para todas las ocasiones. Enrarecía el ambiente, silenciaba las conversaciones, los vasos permanecían posados en la mesa y se dejaba el cigarrillo para después. Los clientes solían aplaudir hasta echar humo o se largaban enojados. Por entonces, antes de que su vida diera un giro más lóbrego, Holiday era capaz de olvidar la canción y su mensaje una vez que salía del local. Cuando Frankie Newton sermoneaba sobre el nacionalismo negro de Marcus Garvey o los planes quinquenales de Stalin, solía espetarle: «No quiero llenarme la cabeza con toda esa mierda». John Chilton apunta que eso no era tanto por falta de interés cuanto por la vergüenza que sentía por su escasa formación. Todo lo que ella sabía y sentía acerca de ser negra en Estados Unidos lo derramaba en aquella canción.

Holiday tenía una personalidad electrizante. Podía ser egocéntrica, caprichosa, irascible, pero también una compañía cálida y generosa. Entre una actuación y otra, solía dar un paseo por Central Park en coche de punto, donde podía fumar marihuana en paz, ya que Josephson la había prohibido en el club. «La Holiday es una artista con lágrimas en los ojos cuando canta “Strange Fruit” —escribió Dixon Gayer en Down Beat—. Billie es despreocupada, temperamental, una personalidad dominante. Ambas son personas estupendas.»

A medida que la fama de la canción se propagaba, Josephson la utilizó como reclamo para el Café Society. «¿Ya han escuchado “Un fruto extraño crece en los árboles sureños” cantada por Billie Holiday?», preguntaba un anuncio publicado en la prensa aquel mes de marzo, destrozando, todo hay que decirlo, el título de la canción. Poco tiempo después decidían grabarla. El sello habitual de Holiday, Columbia, palideció ante la perspectiva, de modo que Billie se dirigió a Commodore Records, una pequeña discográfica de izquierdas ubicada junto a la tienda de discos de Milt Gabler en la calle 52 Oeste. El 20 de abril de 1939, justo 11 días después de que Marian Anderson marcara un hito para los músicos negros con la reprogramación de su concierto de Pascua en los escalones del Lincoln Memorial, Holiday entró en Brunswick’s World Broadcasting Studios con Frankie Newton y la banda de ocho miembros del Café Society y grabó «Strange Fruit» en una sesión de cuatro horas. Preocupado por la brevedad de la canción, Gabler le pidió al pianista Sonny White que improvisara una introducción adecuada.

En el sencillo, Holiday no abre la boca hasta setenta segundos después de comenzar el tema. Al igual que Josephson con el foco, los músicos emplean ese tiempo para ambientar la escena, atrayendo al oyente para ir adentrándolo en un cuento de fantasmas. La trompeta en sordina de Newton planea en el aire como el gas de los pantanos; los acordes menores de White al piano encaminan al oyente hacia el enclave aciago; luego, por fin, aparece Holiday. Quizá otros habrían abusado de la ironía o explotado de modo algo forzado el juicio moral, pero ella la canta como si su única responsabilidad fuera documentar esa escena sobrecogedora: dar testimonio. Su voz se mueve suavemente entre la oscuridad hasta topar con los cuerpos colgados como si una cámara los hubiera enfocado por fin. Al proceder de ese modo, perfecciona la canción acotando el sarcasmo sobre el «Sur galante» hasta su fine point y refrescando la temperatura de su imagen más abrasadora: «El hedor de la carne quemada». Es carismática sin ser ostentosa y enlaza las palabras sin excesos. El gerundio swinging [meciéndose], pasa a ser un cruel juego de palabras con uno de los verbos favoritos del jazz. Bulging [saltones], lleva la imagen del título a un extremo de madurez obscena. Crop [cosecha], se alarga y luego se trunca con la fuerza de una dislocación. La vulnerabilidad, el comedimiento y la inmediatez son los atributos que aporta a la canción: el oyente está ahí mismo, al pie del árbol. «Mira —se limita a decir—, sólo mira.»

Lanzada tres meses después, con «Fine and Mellow» como disparatada cara B, no sólo se convirtió en un éxito sino también en una cause célèbre, al menos en determinados círculos. Los partidarios de una ley antilinchamiento mandaron copias a los congresistas. Samuel Grafton, del New York Post, la describió como «una obra de arte maravillosamente perfecta, en la que se invertía la relación habitual entre un artista negro y su público blanco: «Te he estado entreteniendo —parece decir—, ahora escúchame. […] Si la ira de los explotados llega algún día a arder en el Sur, ahora ya cuenta con su “Marsellesa”».

No todos los fans de Holiday compartían el entusiasmo de Grafton por esta pieza anómala. En su libro definitivo sobre la canción, David Margolick recogía las opiniones de muchos oyentes destacados. Jerry Wexler, productor famoso por su trabajo con Ray Charles y Aretha Franklin, argumentaba: «Es casi un manifiesto. Muchas personas con oídos de corcho que no distinguirían una melodía ni a la de tres sólo abrazaron la canción por su contenido político… Comparto plenamente el sentimiento. Me parece una gran letra, pero, como canción, no me interesa». La periodista negra Evelyn Cunningham reconoció una reacción más emocional: «Llega un momento en la vida de una persona negra en que estás hasta las narices de linchamientos y discriminación, en que estás completamente asqueado, pero expresarlo era una herejía».

La objeción de Wexler es solamente una cuestión de gusto. Uno podría opinar que la canción intriga debido a su sencillez melódica y armónica, como si la letra hubiera paralizado al cantante por asombro. Cunningham, por otra parte, toca una verdad incómoda que resonaría durante décadas hasta la irrupción del hip-hop, esto es, que las mismas expresiones explícitas del tormento por el que pasaban los negros y que impactaban a los progresistas blancos, como concienciadoras resultaban simplemente deprimentes para muchos oyentes negros: «Ya lo sabemos. ¿Por qué arruinar la noche de un sábado?». Así lo expresó a Margolick el historiador del jazz y del blues Albert Murray: «Uno no se toma el champán y los canapés de fin de año con “Strange Fruit” de fondo. Ni te da por acompañar a alguien que se ponga a tocarla. ¿Quién demonios desea escuchar algo que le recuerda a un linchamiento?».

***

Holiday abandonó el Café Society en agosto de 1939, pero se llevó con ella «Strange Fruit» como si de una bomba de relojería se tratara. En Washington D. C., un periódico local se preguntaba si podría provocar una nueva oleada de linchamientos. En el Birdland de Nueva York, el promotor confiscó los cigarrillos de los clientes para que el brillo de la lumbre no atenuara la intensidad del foco. Como algunos promotores le prohibieron cantarla, Holiday añadió una cláusula a sus contratos que le garantizara la posibilidad de hacerlo. No siempre la interpretó. «Sólo la canto para personas que puedan entenderla y apreciarla —le contó al DJ Daddy-O Daylie—. No es un tema para tortolitos.»

Más allá de las interpretaciones de Holiday, «Strange Fruit» viajó como un refugiado político en busca de amparo. Los progresistas, tanto negros como blancos, la apreciaban. Las emisoras de radio la prohibieron o la ignoraron. Resulta interesante cuán a menudo los testigos de su interpretación describen la canción en términos físicos, como si se tratara de un asalto. La actriz Billie Allen Henderson le dijo a Margolick: «De pronto siento una puñalada en el plexo solar y me veo boqueando, sin aire». El hijo de Jack Shiffman, propietario del teatro Apollo de Harlem, recordaba: «Cuando arrancaba esas últimas palabras de sus labios, no había un alma entre el público, blanco o negro, que no se sintiera como estrangulado». Y ahí está Josephson con sus entrañas ardiendo y Simone con el desgarro de las tripas. Quemar, destripar, apuñalar, estrangular: sin duda, no se trata de una canción más.

Holiday aseguraba que había sido escrita especialmente para ella y la protegía como una leona. Cuando el cantante negro de folk Josh White se sumó al Café Society en 1943 y la añadió a su repertorio, Holiday le hizo una visita: «De entrada, me quería cortar el cuello por utilizar aquella canción que había sido escrita para ella —recordaba White—. Una noche se pasó por allí para echarme de malas maneras. Hablamos y, al final, bajamos las escaleras tranquilamente y, para sorpresa de todos, nos marcamos un pequeño y agradable baile». Sin duda, al escribir sus memorias, ella olvidó que hubiera habido baile alguno y, con cierta mezquindad, apuntó: «El público le abucheó para que dejara aquella canción en paz».

Pero Holiday se equivocaba con White, quien entendía la canción mejor que la mayoría e hizo tanto como ella para popularizarla. Tras crecer en Carolina del Sur, White aseguraba haber presenciado dos linchamientos a los 8 años. En 1940, su banda, los Carolinians, había sacado el álbum Chain Gang, compuesto por canciones del Negro Songs of Protest de Gellert. El año siguiente fue el turno de Southern Exposure: An Album of Jim Crow Blues, que lo convirtió en uno de los cantantes favoritos del presidente Roosevelt.2 A su vez, también él fue víctima de la propia «Strange Fruit»: durante un descanso en el exterior del Café Society, fue asaltado por siete militares blancos. En una actuación en Pensilvania, alguien gritó «¡yeah, esa canción fue escrita por un pelota de los niggers!» y luego trató, sin éxito, de acorralar a White. Más allá de estos ataques, al final de la guerra, White rivalizaba con Burl Ives como el cantante folk más popular de Estados Unidos y dicho éxito le brindaba una tribuna desde la que cantar letras críticas cuando le apetecía. «La música es mi arma —declaró al Daily Worker en 1947—. Cuando canto “Strange Fruit”… me siento tan poderoso como un tanque M-4.»

Con todo, el caso es que White podía escoger esa canción y luego dejarla, para él era una más entre muchas. Holiday no podía desprenderse de ella: era como si le hubieran tatuado la letra en la piel. Cualquier canción de éxito, si es lo bastante poderosa, puede independizarse de las personas que la popularizaron. Viaja por el mundo y adquiere vida propia, pero sus creadores no siempre corren esa misma suerte. «Strange Fruit» perseguiría a Holiday el resto de su vida. Algunos fans, incluido su antiguo productor John Hammond, acusaron a la canción de haberle robado su liviandad a la intérprete. Según otros, aquello se debía a su creciente adicción a la heroína.

También se sumó a la tarea el persistente racismo que envenenó su vida, tanto como la de cualquier otro negro norteamericano. En 1944, un oficial de marina la llamó nigger;3 con lágrimas en los ojos, Holiday rompió una botella de cerveza contra una mesa y se abalanzó sobre él. Algo más tarde, un amigo la divisó rondando por la calle 52 y le preguntó: «¿Qué tal vas, Lady Day?». La réplica fue de una franqueza salvaje: «Ya sabes, sigo siendo una nigger». Poco sorprende que se agarrara firmemente a aquella canción como escudo y como arma. De entrada, el crítico de jazz Rudi Blesh había despedazado la canción y sólo años más tarde se dio cuenta de su auténtico significado. «El linchamiento, para Billie Holiday, significaba todas las crueldades, todas las muertes, desde la rápida dislocación del cuello a la muerte lenta que todo tipo de hambrunas pueden provocar.»

Holiday inició su lenta agonía cuando descubrió la heroína a principios de los años cuarenta; la adicción también le costó una condena de un año en 1947. Diez días después de su liberación, ofreció un concierto para celebrar su regreso en el Carnegie Hall de Nueva York. Según Lady Sings the Blues, aquella noche se lastimó el cuero cabelludo con un alfiler de sombrero y cantó mientras la sangre goteaba mejilla abajo. Sólo había una canción que pudiera cerrar aquella actuación. «Para cuando empecé “Strange Fruit” —escribió—, entre el sudor y la sangre, estaba hecha un desastre.» Time tildó la interpretación de desgarradora.

Durante los años cincuenta, la interpretó menos a menudo y, cuando lo hacía, casi era un tormento contemplarla. Su relación con ella devino prácticamente masoquista. Cuanto peor estaba, más probable era que la añadiera al repertorio, pero nunca dejaba de dolerle, sobre todo cuando provocaba la fuga de espectadores racistas. En la segunda mitad de esa década, su cuerpo estaba ajado y la voz se había reducido a un carraspeo ronco; «Strange Fruit» parecía ser la única canción capaz de dignificar su sufrimiento, haciendo de su declive el símbolo de una gran tragedia americana. Al escribir sobre sus años finales, David Margolick dice: «Envejeció de manera extraña, tristemente adecuada para captar la grotesca crudeza de la canción. Ya no sólo cantaba sobre ojos saltones y bocas torcidas, sino que los encarnaba». Era como si la canción, tras vivir tantos años dentro de ella, hubiera deteriorado a su anfitriona.

Holiday murió en un hospital de Nueva York el 17 de julio de 1959, cinco meses después de grabar «Strange Fruit» por cuarta y última vez durante una actuación en Londres. Tras su muerte, la popularidad de la canción decayó por un tiempo. Nada podía ser más contraproducente para animar una marcha por los derechos civiles que aquella canción cruda y tenebrosa.4 Sin embargo, a diferencia de las canciones por la libertad, ésta no arraiga en un lugar y momento específicos y eso se debe justamente a que Holiday era una artista más que una militante. Era de armas tomar, una inadaptada, y también lo era «Strange Fruit».

En la época en que empezó a cantarla, su madre le preguntó:

—¿Por qué te significas de ese modo?

—Porque puede mejorar las cosas —replicó Billie.

—Pero te matará.

—Ya, pero podré sentirlo. En mi tumba lo sabré.

2«Esta tierra se hizo para ti y para mí»

Woody Guthrie, «This Land Is Your Land» (1944)

La Norteamérica de Woody Guthrie

Woody Guthrie en el bar McSorley’s de Nueva York (1943).

«No soy un escritor, quiero que quede claro —se escabullía Woody Guthrie en su radical cancionero de 1940 Hard Hitting Songs for Hard-Hit People—. No soy más que una guitarra recolectora de un solo cilindro.» Guthrie era un narrador nato y la historia que mejor contaba era la suya propia. Se trataba de un hombre controvertido, contradictorio, malicioso y errático, pero luego está la idea de Woody Guthrie: el arquetipo del cantante protesta norteamericano, el vagabundo que suelta verdades, duro y huesudo, forjado bajo los nubarrones resecos del Dust Bowl, polizón ferroviario y andarín de caminos ardientes, azote de la hipocresía y la opresión de una costa a otra. Se trataba de un personaje extraordinario que prefería pasar por «guitarrista callejero, polizón, tabernario, artista del hambre y de la propina», porque aquella suerte de modestia descarada no hacía más que fortalecer el mito. Podía llegar mejor al hombre de a pie siendo él mismo un hombre de a pie, enmascarando su inteligencia, creatividad y radicalismo con la jerga rústica y la sensatez más llana.

Guthrie era un producto inequívocamente norteamericano —un vagabundo, un pionero, un idealista, un demócrata— y su valor como icono de la izquierda norteamericana es incalculable. Los comunistas y pensadores de izquierda norteamericanos de los años treinta y cuarenta eran vistos, a menudo, por los propios trabajadores a quienes pretendían defender como elitistas, internacionalistas, urbanitas, esto es, poco norteamericanos. Guthrie no era ningún memo, pero su formación era más autodidacta que académica y sus raíces estaban en el corazón del país. «Canta las canciones de un pueblo y sospecho que, en cierto modo, él es ese pueblo —aseveraba John Steinbeck en su introducción a Hard Hitting Songs—. De voz áspera y nasal, con la guitarra colgando como una palanca sobre una llanta oxidada, nada en él resulta dulce y las canciones que canta tampoco lo son, pero hay algo más importante para los que lo escuchan: la voluntad de un pueblo para aguantar y luchar contra la opresión. Creo que eso es lo que se llama el espíritu norteamericano.»

En Guthrie podía detectarse el arquetipo clásico del individualismo norteamericano: Thoreau tomando notas impenitente en sus amados bosques o Huckleberry Finn a la deriva Misisipi abajo. Y ante todo estaba Walt Whitman, tan afín a Guthrie en el ensalzamiento del hombre de a pie, la burla contra los poderosos, la tentativa de capturar en lenguaje sencillo y vívido la inmensidad de un país, el deseo de «apegarse en cuerpo y alma a su tierra y aferrarse a ella con todo el amor». Al leer la última línea del prefacio de Whitman a Hojas de hierba —«el poeta se revela en el hecho de que su país lo absorbe tan cariñosamente como él lo ha absorbido»—, uno no puede dejar de pensar en Guthrie, especialmente en una canción que escribió en un hotel de mala muerte en invierno de 1940: «This Land Is Your Land».

***

Woodrow Wilson Guthrie vino al mundo el 14 de julio de 1912, en un villorrio de Oklahoma llamado Okemah. Su padre, Charley, lo llamó así por el recién designado candidato presidencial demócrata, un indicio de sus propias ambiciones políticas. Charley se presentó a la Asamblea del estado y escribió panfletos antisocialistas en los que advertía de la amenaza creciente del amor libre y del matrimonio interracial. La madre de Woody, Nora, sufría la enfermedad genética de Huntington, que a la postre destrozaría su vida y la de su hijo. Le solía cantar viejas canciones tradicionales inglesas e irlandesas, de aciaga fortuna y desenlaces violentos.

Los Guthrie padecieron en varias ocasiones el asedio del fuego: un incendio destruyó su hogar tres años antes del nacimiento de Woody; en otro pereció su hermana de 14 años, Clara, en 1919, y otro más, acaecido en 1927, dejó a Charley con quemaduras de por vida. Tras la muerte de Clara, devastada por los rumores de que había sido ella quien había provocado el fuego, así como por la enfermedad de Huntington —que desconocía padecer—, Nora se volvió timorata, ansiosa, violenta, errática. Entre tanto, la suerte política y económica de Charley se evaporó y su fortaleza física se vio mermada por la artritis. El incendio de 1927, quizá provocado intencionadamente por la lámpara de queroseno de Nora, mandó al padre de Woody al hospital y relegó a Nora a una institución mental.

Mientras su familia se desmoronaba, Woody merodeaba desaliñado por el pueblo, recogiendo chatarra y tocando la armónica. Después de que Charley lo persuadiera para probar suerte en Pampa, Texas, Woody se convirtió en un ávido autodidacta y se dedicó a devorar libros sobre psicología, historia antigua y filosofía oriental en la biblioteca municipal. Aquella figura solitaria, descuidada y curiosamente bohemia sólo estaba interesada en rasguear su guitarra, soltar chistes extraños, dibujar caricaturas y proseguir con sus estudios esotéricos; sus últimos hallazgos habían sido el yoga, el espiritualismo y la poesía de Khalil Gibran. Ni siquiera el matrimonio con la hermana de su mejor amigo, Mary Jennings, y el nacimiento de una hija, Gwendolyn Gail, hicieron gran cosa por arraigarlo. La Gran Depresión apretaba, pero él apenas parecía darse cuenta.

Todo eso cambió el 14 de abril de 1935, el día en que la gran tormenta de arena asoló Pampa, oscureciendo la atmósfera, que se volvió fría y seca. «Se veía todo negro hasta el suelo —recordaba Mary Jo, la hermana de Woody—. La gente decía “es el fin del mundo”.» No había llovido en cuatro años; las granjas estaban en condiciones pésimas y el boom del petróleo había terminado. Un periodista bautizó memorablemente aquella región entre Texas y Oklahoma como The Dust Bowl [el cuenco de polvo], y a los cientos de emigrantes que huyeron de sus llanos estériles ante la promesa de trabajo y libertad en California se los denominó okies. Woody, que ya había empezado a escribir canciones, tenía por fin algo en lo que hincar su diente creativo. Estas nuevas canciones eran tan duras y ásperas como los tiempos que corrían. Su propio padre, que arañaba ya sus últimos años en un albergue para indigentes de Oklahoma City, fue una de las víctimas de la Gran Depresión. Demasiado mayor para que el New Deal del presidente Roosevelt pudiera salvarlo.

Woody levó anclas en 1936 y se dedicó a viajar montado en los vagones de carga con los que se le acabaría identificando. Allí entretenía a sus compañeros de viaje con su miscelánea de baladas folk, canciones country e himnos, canciones que tenían sus raíces en la misma tierra que sus oyentes estaban abandonando, rotos por el pesar y la pérdida, canciones como «The Boll Weevil Song» («still looking for a home») [el escarabajo del algodón (que sigue buscando hogar)], canciones con la facultad de unir y curar, aunque fuera de modo pasajero. No tenía problemas para atraer a la multitud. «Su voz era seca, plana y dura como el país —escribe su biógrafo Joe Klein—. No era una gran voz, pero llamaba la atención: escucharle cantar era amargo pero estimulante, como morder un limón.»

Woody pasó un año vagabundeando, con algunas escalas en casa para ver a Mary y a su hija antes de que el gusano del nomadismo lo picara otra vez. Resultó que sabía más acerca de Khalil Gibran y Confucio que sobre la verdadera naturaleza de la sociedad norteamericana. Consternado por la hostilidad hacia los okies con que se topó en California, donde la policía montaba controles ilegales para echar a los indeseables, empezó a consultar con compañeros más veteranos del circuito ferroviario para formarse una conciencia política. Fue entonces cuando oyó por vez primera el nombre de Joe Hill.

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Joe Hill fue el primer cantante protesta de Estados Unidos, aunque su nombre y su trágica historia hayan sobrevivido con mucho a su propia música. No compuso grandes canciones, pero llamaban la atención.

Había nacido como Joel Hägglund en Suecia en 1870 y había emigrado a Estados Unidos a los 23 años, donde cambió su nombre por el de Joe Hillstrom. En 1910 se unió a los Industrial Workers of the World, conocidos como wobblies, que ya llevaban cinco años intentando soliviantar a las clases trabajadoras norteamericanas. Su modalidad de socialismo era recia y de línea dura. Sus armas eran las huelgas y el sabotaje y, su objetivo, la formación de un gran sindicato. Otro hecho importante es que contaban también con sus propias canciones. Esforzándose por hacerse oír sobre la fanfarria santurrona de la banda del Ejército de Salvación en Spokane, Washington, los wobblies empezaron a crear mordaces parodias de los himnos que entonaban aquéllos, unas versiones que tres años después fueron recopiladas en Songs of the Workers, conocido popularmente como The Little Red Song Book. «En ocasiones cantábamos nota por nota con el Ejército de Salvación en nuestros encuentros callejeros; la diferencia es que sus himnos hablaban del paraíso en el más allá y los nuestros del infierno aquí mismo con la misma melodía», recordaba el wobbly Richard Brazier.

El errante Hill se hizo un nombre en 1911 al componer una parodia para respaldar a los huelguistas de la South Pacific Line: «Casey Jones the Union Scab». Ingeniosa, escandalosa, oportunamente despiadada y fácil de cantar, la letra se imprimió en tarjetones de colores que se vendían como ayuda al fondo sindical. Sus canciones más famosas, «There Is Power in a Union» y la sátira contra el Ejército de Salvación «The Preacher and the Slave» («trabaja y reza, duerme en el heno, / tendrás tu trozo de tarta en el cielo al morir»), se incorporaron a ediciones posteriores del Little Red Song Book. Hill aportó una definición perfectamente válida del arte de la canción protesta en los inicios del siglo XX: «Si una persona logra reunir unos pocos hechos evidentes en una canción y disfrazarlos con un manto de humor para amenizarlos, conseguirá llegar a un gran número de trabajadores poco formados o indiferentes para leer un panfleto o un editorial sobre economía.»

El 10 de enero de 1914, Hill se hallaba en Utah ayudando a la Western Federation of Miners. que luchaba contra la industria del cobre, cuando dos hombres enmascarados asesinaron a John G. Morrison y a su hija de 17 años, Arling, en su tienda de comestibles de Salt Lake City. Aquella misma noche, Hill fue tratado por una herida de bala y el médico llamó a la policía. Se celebró el juicio en junio, mientras la prensa se hacía eco de sus canciones «incendiarias» y «sacrílegas». A pesar del carácter circunstancial de las pruebas, fue condenado a muerte. Se desató un clamor internacional: los wobblies publicaron una «edición Joe Hill» del Little Red Song Book; Woodrow Wilson decretó una suspensión temporal de la sentencia. Después de que un pelotón de fusilamiento segara su vida en noviembre de 1915, 30.000 personas en duelo ocuparon las calles en torno al enclave de su funeral en Chicago. «¿Qué clase de hombre es éste cuya muerte se celebra con canciones de revuelta y cuyo féretro va acompañado por más personas que las que seguirían al de un príncipe o un potentado?», se maravillaba un periodista.

Por entonces, tanto si Guthrie lo sabía como si no, la historia de Hill contenía algunas lecciones valiosas. El Joe Hill músico, vigoroso pero basto, no era un artista para la posteridad. Luego estaba el hombre Joe Hill, un golfo y posiblemente un asesino. Por fin tenemos el mito Joe Hill: la voz más audaz y significativa de la protesta proletaria en la nación, martirizado por el sistema al que se opuso. Aquello que resonó con mayor eco durante las dos décadas que siguieron a su muerte fue el mito.

***

El despertar político de Guthrie llegó a trompicones. No recibió ningún chispazo de iluminación, pero empezó por entonces, en torno a las hogueras de acampada, con los maltrechos restos de los Wobblies y la historia de Joe Hill. «Creo que Woody descubrió el socialismo en las carreteras de Norteamérica —contó su hija Nora en un documental—. No creo que lo aprendiera de ningún libro.» Paulatinamente, introdujo mayor humor en sus canciones de la Depresión, tomando prestados los ritmos conversacionales del blues hablado y fue así como apañó uno de sus grandes clásicos, «Talking Dust Bowl Blues», compuesto en un vagón de carga.

Al regresar a California en 1937, pasó a visitar a su primo Jack, que se hacía llamar «Oklahoma» y aspiraba a montarse en el carro de la moda singing cowboy, una vulgarización hollywoodiense totalmente insustancial pero extremadamente popular de la música country. Jack consiguió una audición para los dos en la emisora KFVD, gestionada por un progresista convencido, J. Frank Burke. The Oklahoma and Woody Show fue un éxito inmediato. Luego Jack se rajó y volvió a trabajar en la construcción; lo sustituyó entonces Maxine Crissman, al que Woody apodaba «Lefty Lou» [Lou el izquierdoso].

Guthrie sabía que Burke no le había contratado por su amor hacia Omar Jayam o el impresionismo francés. En Los Ángeles había cierto público para un tipo normal venido del interior del país. Y más que rebajar su nivel de exigencia, Woody canalizó su ingenio hacia fórmulas más previsibles: el de un pueblerino con cerebro. Tres veces al día, Woody y Lefty interpretaban canciones, leían peticiones, charlaban de esto y lo de más allá y despachaban lo que Woody denominaba su «filosofía campechana».

Pero nada podía amarrar largo tiempo a Woody, ni siquiera un buen salario y el millar de cartas de fans que recibía cada semana. Al notar su inquietud, Burke procuró otra salida a sus energías y le mandó a los campamentos de temporeros de la Farm Security Administration para informar acerca de las condiciones en que allí se vivía. Woody encontró los mismos rostros demacrados y macilentos que luego aparecerían en el libro pionero de James Agee y Walker Evans Elogiemos ahora a hombres famosos, así como los mismos relatos desolados de vidas truncadas de Las uvas de la ira. Adiós a la filosofía popular. El enojo y la rabia lo llevaron a componer «Dust Bowl Refugees», «Dust Pneumonia Blues» y «Dust Can’t Kill Me». Las cantaba como si el polvo revoloteara en su garganta reseca y lastimara sus pulmones. Al presenciar todo aquel sufrimiento e injusticia, se le atragantaron los viejos preceptos paliativos parroquiales. Tras escuchar a la familia Carter cantar el himno baptista «This World Is Not My Home», siguió la senda paródica de los wobblies transformando el fatalismo del «todo se andará» en el lamento de un trabajador desarraigado que no vive más que penalidades y desgracias: «I Ain’t Got No Home». El hombre que había idealizado la vida del vagabundo, al tiempo que contaba con una mujer e hija a las que volver, se dio de bruces con lo que significaba de verdad el desarraigo.

Fue entonces cuando el Partido Comunista apareció en su vida, por medio de Ed Robbin, un compañero en la KFVD y columnista del periódico People’s World, que contrató a Guthrie para que apareciera en una reunión organizada por el partido a fin de celebrar la liberación del líder sindical Tom Mooney, que había pasado 22 años encerrado como presunto terrorista. Los comunistas, no especialmente reputados por su proverbial alegría de vivir, lanzaron hurras de entusiasmo. ¿Un okie genuino cantando acerca de Tom Mooney y del cruel establishment de Los Ángeles? Parecía demasiado bueno para ser cierto.

Fundado después de la Revolución Rusa, el Partido Comunista de Estados Unidos de América no tardó en verse sometido por un gobierno atemorizado. Sin embargo, la Depresión y el ascenso de Hitler habían reavivado su fuego. Los comunistas se empeñaron en participar en la política convencional estadounidense, al unirse al nuevo cuerpo sindical Congress of Industrial Organizations y hacer campaña para Roosevelt. Su líder Earl Browder declaró orgulloso: «El comunismo es el americanismo del siglo XX».

Mientras seguía emitiendo para la KFVD (ya sin Lefty Lou), Woody empezó a cultivar otro formato de celebridad en el circuito de la izquierda y llegó a dar hasta cuatro actuaciones por noche bajo la batuta de su nuevo agente, Ed Robbin. En las fiestas se le presentaba sin más como «la voz de su gente». En mayo de 1939 se hizo con una columna en People’s World: «Woody Sez», [dice Woody] consistía en un párrafo contundente e irónico ilustrado con una de sus caricaturas. Le encantaba hacerse el tonto y sacar la navaja de su ingenio bajo la capa de su habla incorrecta e inarticulada y del dialecto okie. En uno de los números del periódico aparecía un clásico woodyismo que iba a resultar oportuno en tiempos más oscuros: «No soy necesariamente comunista, pero siempre estuve en números rojos».

La relación de Guthrie con el comunismo resulta desconcertante. Aunque nunca fue militante, durante un breve período se apuntó a la línea dura de Moscú como el que más. Cuando los nazis y los soviéticos firmaron su infame pacto de no agresión en agosto de 1939, judíos, antifascistas y cualquiera mínimamente coherente como para rehuir un chaqueteo ideológico tan atroz se apartaron del Partido Comunista; pero al empezar la guerra, Woody suscribió el nuevo dogma según el cual los soviéticos habían invadido el este de Polonia únicamente para salvarla y, en su vergonzosamente ingenuo «More War News», retrataba a Stalin como a un héroe salvador. Frank Burke estaba horrorizado: su relación con Woody y el espectáculo terminaron.

Las actuaciones para el Partido Comunista también habían menguado y Guthrie decidió unirse a Will Geer, un actor y activista carismático con quien ya había actuado en divertidos espectáculos benéficos en Nueva York. Geer se ocupó de él y le encontró trabajo en el boyante circuito de veladas benéficas de Manhattan. El 3 de marzo de 1940, Geer organizó una velada «Uvas de la ira», después de la cual Guthrie conoció a otro músico, un joven serio y desgarbado llamado Pete Seeger. Según cuenta el experto en folk Alan Lomax, que presentó a ambos hombres: «Aquella noche fue la fecha del renacimiento de la canción popular norteamericana».

***

El padre de Pete Seeger, Charles, era un hombre de buena familia educado en Harvard, que ejercía de profesor de música en la Universidad de California, en Berkeley. En 1914, tras un aleccionador viaje a los campamentos de temporeros emigrantes, se convirtió en un radical enérgico; frecuentó el cuartel de los wobblies en San Francisco y se granjeó enemistades en el campus al oponerse a la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Al inscribirse como objetor de conciencia fue despedido de Berkeley y la presión que siguió entonces le acarreó graves secuelas físicas y mentales. «Mi padre supuso una gran influencia para mí —le contó Pete a Alec Wilkinson del New Yorker—. Fue un gran entusiasta toda su vida. Se entusiasmaba con esto, luego con aquello.»