Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Leningrado, Rusia, 1968. Desde su infancia, está claro que Alexander Karpenko está destinado a liderar a sus compatriotas. Sin embargo, cuando su padre es asesinado a manos del KGB por haber desafiado al estado, Alexander y su madre se verán obligados a escapar de Rusia si quieren tener la oportunidad de sobrevivir. En los muelles se les presenta una disyuntiva de la que no hay marcha atrás: embarcar en un navío mercante que va de camino a América o en otro con destino a Gran Bretaña. Alexander lanza una moneda para decidir a cuál suben...En apenas un instante, un doble giro de los acontecimientos decide el futuro de Alexander. En este relato épico que abarca dos continentes y treinta años, seguimos los triunfos y derrotas de Alexander en dos vidas paralelas, el Alex de Nueva York y el Sasha de Londres. A lo largo de esta irrepetible historia, ambos se darán cuenta de que deben enfrentarse al pasado que dejaron como Alexander en Rusia si es que quieren encontrar su destino. Con un giro final que dejará conmocionados a los fans más irredentos del autor, este bestseller internacional se perfila como la obra más original y ambiciosa de Jeffrey Archer desde Kane y Abel. -
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 726
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Jeffrey Archer
Translated by Jesús Gómez
Saga
A cara o cruz
Translated by Jesús Gómez
Original title: Heads You Win
Original language: English
Copyright © 2018, 2021 Jeffrey Archer and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726491869
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Para Boris Nemtsov
Ojalá hubiera sido tan valiente como él
Leningrado 1968
—¿Qué vas a hacer cuando dejes el colegio? —preguntó Alexander.
—Espero entrar en el KGB —respondió Vladimir—, pero no me harán ni caso si no consigo una plaza en la universidad estatal. ¿Y tú?
—Pretendo ser el primer presidente democráticamente elegido de Rusia —dijo Alexander, riendo.
—Y si lo consigues —replicó Vladimir sin reírse—, podrás nombrarme jefe del KGB.
—No apruebo el nepotismo —dijo Alexander mientras cruzaban el patio del colegio y salían a la calle.
—¿Nepotismo? —preguntó Vladimir, ya de camino a casa.
—Procede de una palabra italiana que significa sobrino. Es de la época de los papas del siglo XVII, quienes solían auspiciar a sus familiares y amigos.
—¿Qué tiene eso de malo? —dijo Vladimir—. Solo se trata de cambiar a los papas por el KGB.
—¿Vas a ir al partido del sábado? —se interesó Alexander, queriendo cambiar de conversación.
—No. En cuanto el Zénit C. F. llegó a semifinales, se acabó la posibilidad de que alguien como yo consiga una entrada. Pero, como tu padre es supervisor de los muelles, conseguirá automáticamente un par de asientos en la zona reservada a los miembros del partido, ¿verdad?
—No mientras se siga negando a afiliarse al Partido Comunista —dijo Alexander—. Y la última vez que le pregunté, no parecía tener esperanzas de conseguir una entrada. El tío Kolya es la única opción que me queda.
Mientras caminaban, Alexander se dio cuenta de que los dos estaban rehuyendo el tema que no andaba nunca lejos de sus cabezas.
—¿Cuándo crees que lo descubrirán?
—No tengo ni idea —contestó Alexander—. Sospecho que nuestros profesores se divierten viéndonos sufrir, conscientes de que será la última vez que tengan poder sobre nosotros.
—No tienes motivos para preocuparte —afirmó Vladimir—. En tu caso, no hay más duda que la de saber si conseguirás la beca Lenin para entrar en el Instituto de Idiomas Extranjeros de Moscú o te ofrecerán una plaza en la universidad estatal para estudiar Matemáticas. En cambio, yo ni siquiera estoy seguro de poder entrar en la universidad; y, si no lo consigo, la posibilidad de me acepten en el KGB estará kaput —Vladimir suspiró—. Seguramente, acabaré trabajando en los muelles hasta el fin de mis días, con tu padre como jefe.
Alexander no dijo nada al respecto. Se limitó a entrar con él en el edificio de apartamentos donde vivían y a empezar a subir por los desgastados escalones que llevaban a sus respectivos domicilios.
—Ojalá viviera en la primera planta, y no en la novena.
—Sabes de sobra que las tres primeras plantas son para miembros del partido, Vladimir. Pero estoy seguro de que, cuando te unas al KGB, estarás más abajo en el mundo.
—Nos vemos mañana —replicó Vladimir, haciendo caso omiso de la pulla de su amigo mientras afrontaba las cuatro plantas que le quedaban por subir.
Alexander acababa de abrir la puerta del pequeño piso de su familia, situado en la quinta planta, cuando se acordó de lo que afirmaba un artículo que había leído recientemente en una revista: que los Estados Unidos estaban tan infestados de delincuentes que todo el mundo tenía dos cerraduras en la puerta, por lo menos. Quizá, la única razón por que no las tenían en la Unión Soviética era porque no había nada que mereciera la pena robarse, pensó.
Como sabía que su madre no volvería a casa hasta que terminara su turno en los muelles, se fue directamente a su dormitorio. Una vez allí, abrió su bolsa y sacó un lápiz, varios folios pautados y un libro lleno de marcas y los puso en la mesita de la esquina antes de abrir Guerra y paz por la página 179 para seguir traduciendo las palabras de Tolstói al inglés: When the Rostov family sat down for supper that night, Nicolai appeared distracted, and not just because... «Cuando la familia Rostov se sentó a cenar aquella noche, Nikolai parecía distraído, y no solo porque...».
Alexander ya estaba comprobando cada línea en busca de errores ortográficos, así como para ver si se le ocurrían palabras inglesas más apropiadas, cuando oyó que se abría la puerta principal. Su estómago empezó a hacer ruidos, y se preguntó si su madre habría podido levantar alguna exquisitez del club de directivos, donde trabajaba como cocinera. Cerró el libro y se unió a ella en la cocina.
Elena le dedicó una sonrisa afectuosa mientras él se sentaba a la mesa, en el banco de madera.
—¿Algo especial esta noche, mamá? —preguntó Alexander, esperanzado.
Ella volvió a sonreír y se empezó a vaciar los bolsillos, de los que sacó una patata grande, dos nabos, media hogaza de pan y el premio mayor de la noche, un filete que seguramente se había quedado en el plato de un directivo tras la hora de comer. Todo un festín, pensó Alexander, en comparación con lo que cenaría su amigo Vladimir. Como solía recordarle su madre, siempre había alguien que estaba peor.
—¿Alguna noticia? —dijo ella mientras pelaba la patata.
—Todas las noches me preguntas lo mismo, mamá, y todas las veces te digo que no espero saber nada hasta dentro de un más, si no más.
—Es que tu padre se habría sentido muy orgulloso si te hubiera visto conseguir la beca Lenin —declaró ella, dejando la patata a un lado y la piel a otra, porque no desperdiciaban nada—. Sabes que, si no hubiera sido por la guerra, tu padre habría ido a la universidad.
Alexander lo sabía de sobra, pero siempre le encantaba que le recordara que papá había estado en el frente durante el sitio de Leningrado y que, aunque una división pánzer había atacado su posición durante noventa y tres días seguidos, el entonces joven cabo no abandonó su puesto hasta que los alemanes se dieron por vencidos y se retiraron hacia su propio país.
—Y lo condecoraron con la medalla de la Defensa de Leningrado —dijo él, oportunamente.
Su madre le debía de haber contado cien veces la historia, pero Alexander no se cansaba de oírla, aunque su padre no hablaba nunca de ello. Y ahora, casi veinticinco años más tarde y tras regresar a los muelles, había ascendido a camarada supervisor jefe, con 3000 trabajadores a sus órdenes. No era miembro del partido, pero hasta el KGB reconocía que era la persona adecuada para el trabajo.
En ese momento, la puerta se abrió y se cerró de golpe, anunciando la llegada del padre de Alexander, que sonrió al verlo entrar en la cocina. Alto y musculoso, Konstantin Karpenko era un hombre atractivo que aún conseguía que las jóvenes se giraran para echarle un segundo vistazo. En su curtido rostro destacaba un exuberantemente poblado bigote que Alexander solía acariciar en su infancia, algo que llevaba varios años sin atreverse a hacer.
Konstantin se sentó en el banco opuesto al de su hijo. Elena, que estaba cortando la patata en cubitos, dijo:
—La cena no estará hasta dentro de media hora.
—Tenemos que hablar en inglés cuando estamos solos —dijo Konstantin.
—¿Por qué? —preguntó Elena en su lengua materna—. No he conocido a un inglés en toda mi vida, y dudo que lo vaya a conocer.
—Porque, si Alexander quiere conseguir esa beca y marcharse a Moscú, tiene que hablar con fluidez el idioma de nuestros enemigos.
—Los británicos y los estadounidenses lucharon en nuestro bando durante la guerra, papá.
—Sí, lucharon en nuestro bando, pero solo porque nos consideraron el mal menor —dijo Konstantin, que se levantó de la mesa mientras su hijo reflexionaba al respecto—. ¿Echamos una partida de ajedrez mientras esperamos?
Alexander asintió. Era su momento preferido del día.
—Venga, saca el tablero mientras yo me lavo las manos —prosiguió su padre.
Konstantin salió de la cocina, y Elena susurró a Alexander:
—¿Por qué no lo dejas ganar, para variar?
—Eso nunca. Además, se daría cuenta si no juego bien, y me daría con el cinturón.
Alexander abrió el cajón de la mesa y sacó un viejo tablero de madera y la caja de las piezas de ajedrez. Como faltaba un alfil, todas las noches utilizaban un salero de plástico como sustituto.
Alexander ya había movido dos casillas su peón de rey cuando su padre volvió. Konstantin respondió inmediatamente, haciendo avanzar una casilla su peón de reina.
—¿Qué tal el partido? —preguntó Konstantin.
—Ganamos tres a cero —respondió Alexander, moviendo el caballo de la reina.
—Bien hecho. Otra vez con la portería sin batir —dijo Konstantin—. Pero, aunque seas el mejor guardameta que ha tenido el colegio en muchos años, conseguir esa beca sigue siendo más importante. Supongo que todavía no sabes nada.
—No, nada —dijo mientras hacía otro movimiento. Su padre tardó un poco en mover—. ¿Puedo preguntarte una cosa, papá? ¿Has conseguido un billete para el partido del sábado?
—No —admitió su padre, sin apartar la vista del tablero—. Son más difíciles de encontrar que una virgen en la Avenida Nevsky.
—¡Konstantin! —protestó Elena—. Te puedes comportar como un estibador cuando estás en el trabajo, pero no en casa.
Konstantin sonrió a su hijo.
—Sin embargo, al tío Kolya le han prometido un par de entradas, y como yo no tengo interés por ir...
Alexander pegó un salto de alegría, y Konstantin hizo su siguiente movimiento, encantado de haber distraído a su hijo.
—Tendrías tantas entradas como quisieras si ingresaras en el partido —intervino Elena.
—Eso no es algo que esté dispuesto a hacer, como bien sabes. Quid pro quo. Una expresión que me enseñaste tú —declaró, mirando a su hijo—. No olvides nunca que tendría que hacer muchas cosas a cambio, y no estoy dispuesto a vender a mis amigos del río por un par de billetes para un partido de fútbol.
—Pero hacía años que no llegábamos a la semifinal de la copa... —dijo Alexander.
—Y puede que no volvamos a llegar en toda mi vida. Pero haría falta mucho más que eso para que yo me uniera al Partido Comunista.
—Vladimir ya es pionero, y se ha apuntado al Konsomol —dijo Alexander tras mover otra vez.
—No me sorprende. De lo contrario, no podría entrar en el KGB, que es el hábitat natural de esa clase de animales de charco.
Una vez más, Alexander se distrajo.
—¿Por qué eres siempre tan duro con él, papá?
—Porque es un canalla taimado, como su padre —respondió—. No le confíes nunca ningún secreto. Se lo contaría al KGB antes de que tuvieras ocasión de llegar a casa.
—No es tan listo —dijo Alexander—. De hecho, tendrá suerte si le ofrecen una plaza en la universidad estatal.
—Puede que no sea listo, pero es artero e implacable, una combinación peligrosa. Créeme... vendería a su madre a cambio de una entrada para la final. O incluso para la semifinal.
—La cena está lista —anunció Elena.
—¿Lo dejamos en tablas? —preguntó Konstantin.
—De ninguna manera, papá. Estoy a seis movimientos de darte jaque mate, y lo sabes.
—Dejad de discutir y poned la mesa —dijo Elena.
—¿Cuándo fue la última vez que conseguí ganarte? —se interesó Konstantin mientras retiraba su rey.
—El diecinueve de noviembre de 1967.
Alexander y su padre se levantaron y se estrecharon la mano. A continuación, Alexander devolvió el salero a la mesa y metió las piezas en la caja mientras Konstantin cogía tres platos del estante que estaba sobre la pila. Luego, el joven abrió el cajón de la cocina y sacó tres cuchillos y tres tenedores de modelos distintos.
Alexander se acordó de un párrafo de Guerra y paz que acababa de traducir al inglés. Normalmente, la cena de los Rostov consistía en cinco platos distintos, con un juego diferente de cubiertos de plata para cada plato (justo entonces, pensó que dinner sonaba mejor que supper como traducción de cena, y decidió cambiarlo cuando volviera a su habitación). Además, también tenían una docena de criados con librea que situaban detrás de las sillas para servir la comida, preparada a su vez por tres cocineros que, aparentemente, no salían nunca de la cocina. Pero Alexander estaba seguro de que los Rostov no habían tenido ningún cocinero tan bueno como su madre; porque, de lo contrario, no habría estado trabajando en el club de directivos.
«Algún día...», se dijo a sí mismo mientras terminaba de poner la mesa y se sentaba en el banco contrario al de su padre. Elena se les unió con la ofrenda nocturna, que dividió entre los tres, aunque no en partes iguales. El ancho filete, así como los nabos y la patata, que según ella había «repatriado» (palabra que le había enseñado su hijo) de las sobras de los directivos, solo estaban cortados en dos pedazos. «No malgastes lo que no quieras», logró decir en los dos idiomas.
—Esta noche tengo reunión en la Iglesia —dijo Konstantin, alcanzando el tenedor—. Pero no creo que vuelva tarde.
Alexander cortó su filete en varios trozos, que comió uno a uno y lentamente, entre bocados de pan y tragos de agua. Dejó el nabo para el final. El insulso sabor se le quedó en la boca. No estuvo seguro de que le gustara. Los únicos que comían nabos en Guerra y paz eran los criados.
Durante el resto de la cena, siguieron hablando en inglés. Cuando terminaron, Konstantin se bebió el agua de su vaso, se limpió la boca con la manga de la chaqueta, se levantó y salió de la habitación sin decir nada.
—Puedes volver a tus libros, Alexander. Esto no me llevará mucho —dijo su madre, sacudiendo una mano.
Alexander obedeció, encantado. De vuelta en su habitación, cambió supper por dinner antes de pasar a la página siguiente y seguir con la traducción de la obra maestra de Tolstói: The French were advancing on Moscow...
Konstantin llegó a la calle en ese momento, sin reparar en los dos ojos que se clavaron en él. Eran los de Vladimir, que estaba mirando por la ventana, incapaz de concentrarse en sus deberes, cuando vio que el camarada Karpenko salía del edificio. Ya era la tercera vez esa semana. ¿Adónde iba a esas horas de la noche? Quizá debía averiguarlo, así que salió rápidamente de su habitación y avanzó por el pasillo de puntillas. Justo entonces, oyó una ruidosa carcajada procedente del salón, y echó un vistazo furtivo. Su padre estaba repantingado en su sillón de crin de caballo. A su lado, en el suelo, había una botella de vodka vacía.
Vladimir abrió y cerró silenciosamente la puerta principal. Luego, bajó por los escalones de piedra, salió a la calle y se giró a la izquierda a tiempo de ver que el señor Karpenko se metía por una calle lateral. Corrió tras él, se detuvo al llegar a la esquina y se asomó. El camarada Karpenko entró en la Iglesia de San Andrés Apóstol, y Vladimir pensó que estaba perdiendo el tiempo. El KGB podía desconfiar de la Iglesia ortodoxa, pero no estaba prohibida. Y ya se disponía a volverse a casa cuando otro hombre surgió de entre las sombras, un hombre al que nunca veía en la iglesia los domingos.
Vladimir avanzó lentamente hacia la iglesia, con cuidado de que nadie lo viera. Dos hombres más aparecieron por el otro lado y entraron en el edificio con rapidez. En ese instante, oyó pasos a su espalda y, tras el susto inicial, saltó el muro y se tumbó en el suelo, donde esperó a que el desconocido pasara antes de deslizarse entre las tumbas para llegar a la entrada de la parte trasera de la iglesia, que solo usaban los miembros del coro. Una vez allí, intentó girar el pomo de la pesada puerta, y soltó un improperio al ver que no se abría.
Miró a su alrededor y divisó una ventana medio abierta, justo encima de él; pero estaba demasiado alta para llegar, de modo que alcanzó una losa de piedra con intención de usarla como escalón y subir. Al tercer intento, consiguió agarrarse al alféizar de la ventana y, con un esfuerzo supremo, se encaramó a él e introdujo su delgado cuerpo por la ventana, cayendo al suelo.
Vladimir caminó de puntillas por la parte trasera del edificio hasta que llegó al sagrario, donde se escondió tras el altar. Cuando su acelerado corazón volvió a latir con cierta normalidad, se asomó por un lado. En los bancos del coro, había un grupo de unos doce hombres, sumidos en una conversación.
—Bueno, ¿cuándo compartirás tu idea con el resto de la plantilla? —preguntó uno en ese momento.
—El sábado que viene, Stepan —dijo Konstantin—, cuando todos los camaradas asistan a la reunión mensual. No tendré una oportunidad mejor para convencerles de que se unan a nosotros.
—¿Ni siquiera vas a dar una pista de lo que pretendes a algunos de los veteranos? —se interesó otro.
—No. Nuestra única posibilidad de éxito depende de la sorpresa. No queremos que el KGB se entere de lo que estamos tramando.
—Pero tendrán espías en la sala, escuchando todo lo que digas.
—Lo sé, Mikhail. Pero, para entonces, solo podrán decir a sus jefes que apoyamos firmemente la creación de un sindicato independiente.
—Estoy seguro de que los hombres te apoyarán —intervino una cuarta persona—, pero la oratoria no detiene las balas, por muy estimulante que sea.
Varios hombres asintieron con gravedad.
—Cuando pronuncie mi discurso este sábado —dijo Konstantin—, el KGB se abstendrá de hacer ninguna estupidez; porque, si la hicieran, nos alzaríamos como un solo hombre y no podrían volver a meter el genio en la botella. Pero Yuri tiene razón —continuó—. Os estáis arriesgando considerablemente por una causa en la que creo desde hace mucho, así que, si alguien quiere cambiar de opinión y abandonar el grupo, éste es el momento adecuado.
—No encontrarás un Judas entre nosotros —dijo otra voz mientras Vladimir reprimía una tos.
Los hombres se levantaron al unísono en reconocimiento del liderazgo de Karpenko.
—Nos veremos de nuevo el sábado por la mañana. Hasta entonces, debemos mantener silencio y guardar el secreto.
El corazón de Vladimir se volvió a acelerar cuando los hombres se estrecharon la mano uno a uno y, a continuación, salieron de la iglesia. No se movió hasta que oyó que cerraban la enorme puerta del Oeste y echaban la llave. En ese momento, regresó a la sacristía, se encaramó a la ventana con ayuda de una banqueta, salió al alféizar y, tras agarrarse a él, se descolgó y cayó al suelo como un luchador experto: la única disciplina donde no coincidía con Alexander, porque no estaba en su clase.
Consciente de que no tenía tiempo que perder, Vladimir corrió en dirección contraria a la del señor Karpenko y se dirigió a una calle que no necesitaba un cartel de «prohibido el paso», porque los únicos que se atrevían a entrar en la avenida Tereshkova eran los cargos altos del partido. Sabía dónde vivía el comandante Polyakov, pero se preguntó si tendría el valor de llamar a su puerta a esas horas de la noche. O a cualquier hora, a decir verdad.
Cuando llegó a la calle, de árboles frondosos y adoquinado uniforme, Vladimir buscó la casa con la mirada y se detuvo, cada vez más acobardado. Por fin, sacó fuerzas de flaqueza y se acercó a la entrada. Y ya estaba a punto de llamar cuando un hombre al que no le gustaba que lo sorprendieran abrió la puerta.
—¿Qué quieres, chico? —preguntó el comandante, agarrando de una oreja al inoportuno visitante.
—Tengo información —dijo Vladimir—. Y la información es poder. Nos lo dijo usted mismo el año pasado, cuando vino a mi colegio en busca de reclutas.
—Será mejor que sea algo bueno —replicó Polyakov, que lo arrastró al interior sin soltarle la oreja y cerró la puerta de golpe—. Empieza a hablar.
Vladimir informó fielmente de todo lo que había oído en la iglesia. Cuando terminó de hablar, la mano que le apretaba la oreja ya había dado paso a un brazo sobre sus hombros.
—¿Reconociste a alguien, además de a Karpenko?
—No, señor, pero mencionó tres nombres: Yuri, Mikhail y Stepan.
Polyakov anotó los nombres y dijo:
—¿Irás al partido del sábado?
—No, señor. Todas las entradas están vendidas, y mi padre no ha podido conseguir...
Como un mago, el jefe del KGB sacó una entrada de un bolsillo interior y se la dio a su más reciente recluta.
Konstantin cerró la puerta del dormitorio con suavidad, para no despertar a su esposa. Se quitó las pesadas botas, se desnudó y se metió en la cama. Si se marchaba lo suficientemente pronto a la mañana siguiente, no tendría que explicar a Elena lo que sus discípulos y él habían estado haciendo ni, sobre todo, lo que pensaba hacer en la reunión del sábado. Antes de atosigarla con la verdad, era preferible que creyera que había estado bebiendo, o incluso que tenía una amante. Si se enteraba, intentaría convencerlo de que no pronunciara el discurso que había preparado.
Podía imaginar lo que le habría dicho: que su vida no estaba tan mal, que vivían en un piso con agua corriente y electricidad, que ella tenía su trabajo de cocinera en el club de directivos y que Alexander estaba a punto de saber si había ganado la beca para el prestigioso Instituto de Idiomas Extranjeros de Moscú. ¿Qué más podían pedir? Y él habría contestado: Que un día, todo el mundo tuviera esos mismos privilegios.
Konstantin se quedó despierto, redactando mentalmente un discurso que no se podía arriesgar a escribir en papel. Se levantó a las cinco y media y, una vez más, con cuidado de no despertar a su esposa. Se lavó la cara con agua helada, pero no se afeitó y, a continuación, se puso una camisa tosca y un overol antes de calzarse sus muy gastadas y claveteadas botas. Después, salió a hurtadillas de la habitación, entró en la cocina y cogió su fiambrera, que contenía una salchicha, un huevo cocido, una cebolla, dos rebanadas de pan y un trozo de queso. Los únicos que comían mejor eran los miembros del KGB.
Cerró la puerta principal silenciosamente y bajó por la escalera de piedra antes de salir a la vacía calle. Su trabajo estaba a seis kilómetros, pero siempre iba a andando porque prefería evitar el abarrotado autobús que llevaba a los trabajadores al muelle. Además, si quería sobrevivir al sábado, tenía que estar en tan buena forma como un soldado profesional.
Se cruzó con varios compañeros de trabajo y, como de costumbre, les dedicó un saludo irónico. Algunos le devolvieron el saludo; otros, se limitaron a asentir, y unos pocos apartaron la mirada. Si esos malos samaritanos hubieran llevado el número de su carnet grabado en la frente, no habría sido más obvio que eran miembros del partido.
Una hora después, Konstantin llegó a la entrada del muelle, donde fichó. Como era supervisor, procuraba ser el primero en llegar y el último en marcharse. Mientras caminaba por el muelle, se puso a pensar en su primera tarea del día. Un submarino que se dirigía al Mar Negro, a la base de Odesa, acababa de atracar en el muelle 11 para repostar y recoger provisiones antes de seguir su camino, pero aún faltaba una hora para eso. Aquella mañana, solo se podrían acercar a dicho muelle los hombres de más confianza.
La mente de Konstantin regresó a la reunión de la noche anterior. Tenía la sensación de algo iba mal, pero no sabía qué. ¿Algo? O más bien alguien, pensó mientras una enorme grúa del extremo más alejado del puerto alzaba su pesada carga y la empezaba a llevar lentamente hacia el submarino del muelle 11.
El operario que estaba en la cabina de la grúa había sido elegido cuidadosamente. Era capaz de descargar un tanque en la bodega de un barco con solo unos centímetros de margen a cada lado. Esta vez no tenía que descargar tanques, sino trasferir barriles de petróleo a un submarino que navegaría sumergido durante varios días, pero no era una tarea que exigiera menos precisión. Por suerte, aquella mañana no había viento.
Konstantin intentó concentrarse y volvió a repasar su discurso. Estaba convencido de que, si ninguno de sus colegas abría la boca, todo saldría bien. Sonrió para sus adentros.
El operario de la grúa se quedó satisfecho de haber calculado al milímetro. La carga estaba equilibrada a inmóvil. Esperó un momento más antes de empujar suavemente una larga y pesada palanca. La enorme garra se abrió y soltó tres barriles de combustible, que cayeron en el muelle, calculados al milímetro. Konstantin Karpenko alzó la vista, pero ya era demasiado tarde. Murió al instante. Un accidente fatal, del que nadie tendría la culpa.
El operario que estaba en la cabina sabía que debía de desaparecer antes de que llegaran los trabajadores del primer turno, así que devolvió la grúa a su posición original, apagó el motor, salió de la cabina y empezó a descender por la escalera. Tres compañeros de trabajo lo estaban esperando en el muelle. Él les sonrió, y no vio la hoja serrada de quince centímetros hasta que uno de ellos la hundió en su estómago y la retorció varias veces. Los otros dos lo sostuvieron hasta que dejó de gemir. Le cogieron por los brazos y las piernas y lo arrojaron al agua. Reapareció tres veces antes de hundirse definitivamente bajo la superficie. Aquella mañana no había fichado, así que pasaría bastante tiempo antes de que lo echaran en falta.
El funeral de Konstantin Karpenko se celebró en la Iglesia de San Andrés el Apóstol. Había tanta gente que se ya se habían formado aglomeraciones en la calle cuando llegaron los miembros del coro.
El obispo a cargo del panegírico definió el fallecimiento de Konstantin como un accidente trágico; probablemente, era una de las pocas personas que se habían creído el comunicado oficial del comandante del puerto, aunque solo después de que Moscú lo sancionara. Pero, en la parte delantera de la iglesia, cerca de la primera fila, había doce hombres que sabían que no había sido un accidente. Habían perdido a su líder, y la promesa de una investigación a fondo por parte del KGB no ayudaría a su causa, porque los investigadores estatales solían tardar un mínimo de dos años en presentar sus conclusiones, y su momento ya habría pasado para entonces.
Los únicos que asistieron al entierro fueron los familiares y unos cuantos amigos. Elena arrojó un poco de arena al ataúd de su esposo cuando lo empezaron a bajar lentamente a la tumba. Alexander se contuvo las lágrimas a duras penas. Ella lloró, pero dio un paso atrás y agarró la mano de su hijo, algo que no había hecho en muchos años. El fue súbitamente consciente de que, a pesar de su juventud, se había convertido en el cabeza de familia.
Al alzar la vista, vio que Vladimir, con quien no había hablado desde la muerte de su padre, estaba medio escondido entre los concurrentes de la parte de atrás. Sus ojos se encontraron, y su mejor amigo apartó rápidamente la mirada. Las palabras de Konstantin resonaron en la mente de Alexander: «Créeme, vendería a su madre a cambio de una entrada para la final. O incluso para la semifinal». Vladimir no había sido capaz de resistirse a la tentación de informarle de que había conseguido una entrada para el partido del sábado, aunque no le dijo quién se la había dado ni a cambio de qué.
Alexander se preguntó hasta dónde llegaría con tal de entrar en el KGB y, justo entonces, se dio cuenta de que ya no eran amigos. Al cabo de unos minutos, Vladimir se esfumó como Judas en mitad de la noche. Solo le faltó darle un beso en la mejilla.
Mucho después de que los demás se marcharan, Elena y Alexander seguían arrodillados junto a la sepultura. Cuando por fin se levantó, Elena se preguntó qué habría hecho su difunto esposo para merecer tal ensañamiento. Ni el militante más necio del partido se podía creer que el operario de la grúa se había suicidado después del trágico accidente, explicación oficial a la que se había unido hasta el propio secretario general, Leonidas Breznev, quien declaró por boca de un portavoz del Kremlin que Konstatin Karpenko era un héroe de la Unión Soviética y que su esposa recibiría una pensión pública completa.
Sin embargo, Elena ya había concentrado su atención en el otro hombre de su vida. Había decidido que se mudaría a Moscú, encontraría un trabajo y haría todo lo que estuviera en su mano por apoyar la carrera de su hijo. Pero, tras mantener una larga discusión con Kolya, su hermano, aceptó quedarse en Leningrado a regañadientes e intentar seguir adelante como si no hubiera pasado nada. En opinión de Kolya, tendría suerte si conseguía mantener el trabajo que ya tenía, porque el KGB tenía tentáculos que llegaban mucho más lejos de su irrelevante existencia.
El sábado, durante la semifinal de la Copa Soviética, el Zénit C. F. ganó al Odessa por 2 a 1 y se clasificó para la final, donde se enfrentaría al Torpedo de Moscú.
Vladimir ya estaba calculando qué tendría que hacer para conseguir una entrada.
Elena, que aún no se había acostumbrado a dormir sola, se despertó temprano. Tras servir el desayuno a Alexander y enviarlo al colegio, arregló el piso, se puso el abrigo y se fue a trabajar. Al igual que Konstantin, prefirió ir andando a los muelles, por no tener que repetir mil veces «se lo agradezco mucho».
Pensó en la muerte del único hombre del que había estado enamorada. ¿Qué le estaban ocultando? ¿Por qué no le decía nadie la verdad? Tendría que encontrar el momento adecuado para preguntárselo a su hermano, porque estaba segura de que sabía más de lo que estaba dispuesto a admitir. Y luego, pensó en su hijo y en los resultados de sus exámenes, que conocería pronto.
Después, se puso a pensar en su trabajo, que no podía permitirse el lujo de perder mientras Alexander estuviera en el colegio. ¿Sería su pensión pública una forma de insinuar que ya no la querían por allí? ¿Sería su presencia constante un recordatorio para todo el mundo de la forma en que había muerto su esposo? Pero ella era buena en su trabajo. Por eso trabajaba en el club de directivos, y no en la cantina del muelle.
—Bienvenida, señora Karpenko —dijo el guarda de la entrada cuando Elena fichó.
—Gracias —replicó ella.
Mientras caminaba por los muelles, varios trabajadores se quitaron la gorra y la saludaron con un «buenos días», recordándole lo popular que había sido Konstantin.
Tras entrar en el club de directivos por la puerta trasera, colgó el abrigo, se puso un delantal y pasó a la cocina. Comprobó el menú de la comida, lo primero que hacía todas las mañanas: sopa de verdura y pastel de ternera. Por lo visto, debía de ser viernes. Luego, inspeccionó la carne y se dispuso a cortar las verduras y pelar las patatas.
Alguien le puso una mano en el hombro, con afecto. Elena se dio la vuelta y se encontró ante el camarada Akimov, que le dedicó una sonrisa de compasión.
—El servicio religioso ha sido magnífico —dijo su supervisor—. Pero Konstantin no merecía menos.
Elena pensó que era otro de los que sabían la verdad y no estaban dispuestos a decirla. Le dio las gracias y no dejó de trabajar hasta que la sirena anunció el descanso de media mañana. Entonces, colgó el mandil y salió al patio, donde estaba Olga. Su amiga estaba disfrutando del medio cigarrillo que había reservado el día anterior, y pasó la colilla a Elena.
—Ha sido una semana espantosa, pero todos hemos hecho lo que debíamos para asegurarnos de que no pierdas el trabajo —declaró Olga—. Soy personalmente responsable de que la comida de ayer fuera un desastre —añadió, dando una calada intensa—. La sopa estaba fría; la carne, demasiado hecha; la verdura, pasada y, en cuanto a la salsa, adivina quién se olvidó de hacerla. Los directivos no dejaron de preguntar cuándo volvías.
—Gracias —dijo Elena.
Quiso abrazar a su amiga, pero la sirena sonó otra vez.
Alexander no había llorado en el entierro de su padre; de modo que, cuando Elena volvió del trabajo aquella noche y lo encontró sollozando en la cocina, supo que solo podía ser por una cosa.
Se sentó a su lado en el banco y le pasó un brazo por encima de los hombros.
—Conseguir esa beca no había sido nunca tan importante —empezó ella—. El simple hecho de que te ofrezcan una plaza en el Instituto de Idiomas Extranjeros es todo un honor.
—No me han ofrecido una plaza en ningún sitio.
—¿Ni siquiera para estudiar matemáticas en la universidad estatal?
Alexander sacudió la cabeza.
—Me han ordenado que me presente en los muelles el lunes por la mañana, cuando me asignarán a una cuadrilla.
—¡Jamás! —dijo Elena—. ¡Protestaré!
—Harán oídos sordos, mamá. Han dejado claro que no tengo elección.
—¿Y qué pasa con tu amigo Vladimir? ¿También trabajará en los muelles?
—No, le han ofrecido una plaza en la universidad estatal. Empieza en septiembre.
—Pero si eres mejor que él en todo...
—Menos como traidor —replicó Alexander.
Cuando el comandante Polyakov entró en la cocina al lunes siguiente, justo antes de la hora de comer, miró a Elena con tanta lascivia como si fuera un plato del menú. El comandante no era más alto que ella; pero, como debía de pesar el doble, Olga solía bromear diciendo que ese detalle era un tributo a sus artes culinarias. Polyakov tenía el cargo de jefe de seguridad, aunque todo el mundo sabía que era del KGB y que informaba directamente al comandante del puerto, así que hasta sus propios compañeros recelaban de él.
La mirada de lascivia se transformó pronto en una inspección a fondo de las delicias de Elena. Otros directivos se limitaban a entrar de vez en cuando en la cocina para probar la comida, pero él le acarició la espalda, cerró las manos sobre sus nalgas y se apretó contra ella.
—Nos vemos después de comer —susurró él antes de irse al comedor, con sus compañeros.
Elena se sintió aliviada cuando vio que salía del edificio una hora más tarde. Aún no había vuelto cuando fichó a la salida, pero temía que solo fuera cuestión de tiempo.
Kolya fue a ver a su hermana aquella noche. Elena, que estaba en la cocina, cerró el grifo de la pila y le dio una descripción detallada de lo que había tenido que soportar por la tarde.
—No podemos hacer nada con Polyakov —dijo Kolya—. No si queremos mantener nuestros empleos. Cuando Konstantin estaba vivo, no se habría atrevido a ponerte una mano encima, pero ahora... nada puede impedir que te añada a una larga lista de conquistas que no protestarán nunca. Solo tienes que preguntárselo a tu amiga Olga.
—No necesito preguntárselo. Pero Olga ha cometido un desliz que me ha hecho darme cuenta de que sabe por qué mataron a Konstantin y quién es el responsable. Es obvio que está demasiado asustada para decírmelo. Quizá haya llegado el momento de que me lo digas tú. ¿Estuviste con él en esa reunión?
—Fue un trágico accidente —afirmó Kolya.
Elena se inclinó y dijo en voz baja:
—¿Tú también estás en peligro?
Su hermano asintió, y salió de la cocina sin decir nada más.
Aquella noche, mientras estaba tumbada en la cama, Elena se puso a pensar en su marido. Una parte de ella se negaba a aceptar que hubiera muerto, y no lo ayudaba mucho que Alexander adorara a su padre y que siempre hubiera intentado estar a la altura de sus imposibles valores; unos valores que debían de haber sido la razón de que Konstantin sacrificara su vida y, a mismo tiempo, de que su hijo estuviera condenado a pasar el resto de sus días en el muelle, como trabajador.
Elena había albergado la esperanza de que Alexander consiguiera un puesto en el Ministerio de Asuntos Extranjeros, y de vivir lo suficiente para verlo convertido en embajador. Pero ya no podría ser. Konstantin le había dicho en cierta ocasión que «si los hombres valientes no están dispuestos a arriesgarse por sus creencias, nada cambiará nunca». En ese momento, Elena habría preferido que su marido hubiera sido un cobarde; pero, si lo hubiera sido, quizá no se hubiera enamorado apasionadamente de él.
En cuando a Kolya, que había ejercido de tercero al mando de Konstantin en los muelles, era obvio que Polyakov no pensaba que fuera una amenaza, porque había mantenido su cargo de estibador jefe tras el «trágico accidente» de Konstantin. Lo que Polyakov no sabía era que Kolya odiaba más al KGB que su difunto cuñado. Fingía haber pasado por el aro, pero ya estaba planeando una venganza que no pasaría por hacer discursos vehementes, aunque implicaba tener tanto valor como Konstantin.
Elena se quedó atónita la tarde siguiente, cuando fichó a la salida de los muelles y vio que su hermano la estaba esperando.
—Qué sorpresa más agradable —dijo, ya de camino a casa.
—Puede que no te lo parezca cuando escuches lo que tengo que decir.
—¿Tiene algo que ver con Alexander? —preguntó Elena, nerviosa.
—Me temo que sí. Ha empezado con mal pie. Se niega a acatar órdenes, y critica públicamente al KGB. Hoy ha mandado a la mierda a un subdirectivo.
Elena se estremeció.
—Tienes que decirle que se esmere —continuó Kolya—, porque no podré protegerlo mucho más tiempo.
—Me temo que ha heredado la feroz veta independiente de su padre —dijo Elena—. Pero sin su discreción ni su sabiduría.
—Tampoco ayuda que sea más inteligente que los demás, incluidos los miembros del KGB —replicó Kolya—. Y todo el mundo lo sabe.
—Pero ¿qué puedo hacer yo, si ya no me escucha?
Caminaron en silencio durante un rato, hasta que Kolya lo rompió tras haberse asegurado de que nadie les podía oír.
—Puede que tenga una solución. Pero no tendrá éxito si no tengo tu apoyo pleno... y el de Alexander.
Por si los problemas domésticos de Elena no fueran suficientes, las cosas se pusieron peor en el trabajo, porque las insinuaciones del comandante eran cada vez menos sutiles. Había considerado la posibilidad de echarle agua hirviendo en sus toquetonas manos, pero se refrenó por las posibles consecuencias.
Alrededor de una semana después, Polyakov entró claramente borracho y se empezó a desabrochar los pantalones mientras ella limpiaba la cocina antes de volver a casa. Ya estaba a punto de plantarle una mano sudorosa en los pechos cuando un suboficial apareció de repente y dijo que el comandante del puerto necesitaba verlo con urgencia. Polyakov no pudo disimular su frustración y, antes de marcharse, susurró a Elena:
—No se vaya. Volveré luego.
Elena se quedó tan asustada que no salió de la cocina durante más de una hora; pero, cuando por fin sonó la sirena, se puso el abrigo y se fue tan deprisa que estuvo entre los primeros que ficharon a la salida.
Aquella noche, mientras cenaba con su hermano, le rogó que le contara los detalles de su plan.
—¿No dijiste que es demasiado arriesgado? —preguntó él.
—Lo dije, pero antes de darme cuenta de que ya no puedo rechazar a Polyakov.
—También dijiste que podías soportar eso, siempre que Alexander no se enterara.
—Pero ¿qué pasará si se entera? ¿Imaginas lo que sería capaz de hacer? —dijo Elena en voz baja—. Cuéntame lo que has pensado, porque estoy dispuesta a lo que sea.
Kolya se inclinó hacia delante y se sirvió un vodka antes de empezar a desgranar lentamente su plan.
—Como sabes, todas las semanas descargamos varios barcos extranjeros, que hay que despachar tan deprisa como sea posible para que los navíos que esperan ocupen su lugar. Ésa es mi responsabilidad.
—Y eso, ¿en qué nos ayuda? —se interesó Elena.
—Cuando se descarga un barco, comienza el proceso de carga; pero no todo el mundo quiere sacos de sal o cajas de vodka, así que algunos zarpan vacíos —Elena guardó silencio mientras su hermano hablaba—. Está previsto que el viernes lleguen dos barcos, que descargarán sus mercancías y zarparán el sábado con las bodegas vacías. Alexander y tú podríais estar ocultos en una de ellas.
—Pero, si nos descubren, terminaremos en un tren de ganado, de camino a Siberia.
—Por eso es tan importante que aprovechemos esa oportunidad. Por una vez, la suerte estará de nuestra parte.
—¿Por qué? —preguntó Elena.
—Porque el Zénit C. F. y el Torpedo de Moscú juegan la final de la Copa Soviética. Casi todos los directivos estarán sentados en la tribuna del estadio, apoyando al Torpedo y casi todos los trabajadores, apoyando al Zénit desde las gradas. Eso nos dará tres horas que podemos aprovechar y, cuando se pite el final del partido, Alexander y tú estaréis navegando hacia una nueva vida en Londres o Nueva York.
—O Siberia.
Kolya y Elena no volvieron a ir juntos al trabajo ni a regresar juntos de noche. Cuando estaban en los muelles, no había razón para que sus caminos se cruzaran, pero hicieron todo lo posible para que no se diera esa circunstancia. Todas las noches, Kolya bajaba de su piso de la sexta planta, aunque no hablaban de lo que estaban planeando hasta que Alexander se había acostado, momento en el que prácticamente no hablaban de nada más.
A última hora del viernes, repasaron por enésima vez todo lo que podía salir mal, lo cual no impidió que Elena siguiera seguía convencida de que fracasarían in extremis. En consecuencia, no pegó ojo en toda la noche; pero, por otra parte, tampoco había dormido más de dos horas al día durante el mes anterior.
Kolya le dijo que la final de la Copa había provocado que casi todos los estibadores optaran por hacer el primer turno del sábado (desde las seis de la mañana, hasta el mediodía) y que, cuando sonara la sirena de las doce, solo habría un puñado de trabajadores a cargo de los muelles.
—Además, ya le he dicho a Alexander que no he podido conseguir una entrada, y ha aceptado el turno de tarde a regañadientes.
—¿Cuándo le dirás la verdad? —preguntó Elena.
—No le diré nada hasta el último momento. Hay que pensar como los miembros del KGB. No se cuentan las cosas ni a sí mismos.
El camarada Akimov ya le había dicho a Elena que podía librar el sábado, porque los directivos estaban tan ansiosos de ver el partido que dudaba de que se presentara uno solo a comer.
—Iré al comedor por la mañana, por si resulta a que a alguno no le gusta el fútbol —declaró Elena—. Pero, si no aparece nadie, me iré a mediodía.
En realidad, el tío Kolya había conseguido un par de entradas de grada, pero no le dijo a Alexander que se las había regalado a su subjefe de estibadores y al jefe de operarios de grúas para que no estuvieran en los muelles el sábado por la tarde.
Cuando Alexander entró a la mañana siguiente en la cocina, con intención de desayunar, se quedó sorprendido al ver a su tío. Pensó que quizá había conseguido una entrada a última hora, y se interesó al respecto; pero su respuesta lo dejó desconcertado.
—Es tarde, tú estarás jugando un partido mucho más importante —dijo Kolya—. También es contra Moscú, y no te puedes permitir el lujo perder.
El joven guardó silencio mientras su tío le contaba lo que su madre y él habían estado planeando esa semana. Elena ya le había dicho a su hermano que, si Alexander no quería formar parte por alguna razón, lo suspenderían todo. Necesitaba asegurarse de que su hijo no tenía ninguna duda sobre el riesgo que corrían. Kolya llegó al extremo de ofrecerle un soborno para estar seguro de que su compromiso era absoluto.
—Reconozco que conseguí una entrada para el partido —dijo, sacudiéndola en el aire—, de modo que, si prefieres...
Kolya y Elena miraron al joven con intensidad, esperando su reacción.
—A la mierda el partido —replicó Alexander.
—Pero tendrás que marcharte de Rusia, y es posible que no puedas volver —le advirtió su madre.
—Eso no impedirá que siga siendo ruso. Además, también es posible que ésta sea la mejor oportunidad que tengamos de escapar de los asesinos de mi padre.
—Pues no se hable más —intervino Kolya—. Pero debes saber que no iré con vosotros.
—En ese caso, no iremos a ninguna parte —declaró Alexander, levantándose del viejo sillón de su padre—. No pienso dejarte atrás para que tú pagues las consecuencias.
—Me temo que no hay otra opción. Para que tu madre y tú tengáis alguna oportunidad de escapar, debo quedarme aquí y borrar vuestras huellas. Tu padre no habría esperado menos de mí.
—Pero... —empezó Alexander.
—No hay peros que valgan. Y ahora, debo marcharme a supervisar la carga de los dos barcos. Si trabajo en el turno matinal, todo el mundo dará por sentado que iré a ver la final de esta tarde.
—¿No sospecharán cuando nadie recuerde haberte visto en el partido? —preguntó Elena.
—No si mido bien los tiempos. La segunda parte empezará alrededor de las cuatro en punto y, para entonces, yo estaré viendo el partido con el resto de los chicos. Con un poco de suerte, habréis salido de nuestras aguas territoriales cuando el árbitro pite el final —dijo Kolya—. Asegúrate de llegar puntual al turno de tarde, Alexander. Y, por una vez, obedece a tu supervisor.
Alexander sonrió. Su tío se levantó, le dio un abrazo poderoso y dijo, antes de marcharse:
—Haz que tu padre esté orgulloso de ti.
Al salir del piso, Kolya se cruzó con el amigo de Alexander, que estaba bajando por la escalera.
—¿Tiene entrada para el partido, señor Obolsky?
—La tengo —contestó Kolya—. En la grada Norte, con el resto de los chicos. Nos veremos allí.
—Me temo que no. Yo estaré en la tribuna Oeste —dijo Vladimir.
—Qué afortunado eres.
Como bajaron juntos, Kolya sintió la tentación de preguntarle qué había hecho para conseguir una entrada, pero se refrenó.
—¿Alexander estará con usted?
—Por desgracia, no. Le ha tocado trabajar en el turno de tarde, y te aseguro que tiene un buen cabreo.
—Dígale que pasaré esta noche a verlo y se lo contaré todo con peros y señales.
—Es todo un detalle, Vladimir. Estoy seguro de que te lo agradecerá. Disfruta del partido —dijo Kolya.
Luego, se fueron por caminos separados.
Alexander aún tenía una docena de preguntas que formular a su madre cuando Kolya se marchó. Sin embargo, Elena no pudo contestar algunas; por ejemplo, a qué país se dirigían.
—Dos barcos zarparán con la marea de la tarde, alrededor de las tres —dijo Elena—, pero no sabremos cuál ha elegido Kolya hasta el último momento.
Alexander se puso a caminar por la habitación, entusiasmado con la perspectiva de escapar. Y Elena, que se dio cuenta de que ya se había olvidado del partido de fútbol, lo miró con ansiedad.
—Esto no es un juego, Alexander —dijo con firmeza—. Si nos cogen, tu tío acabará fusilado y nosotros, en un campo de trabajo, donde pasarás el resto de tu vida deseando haber ido a la final. Aún no es demasiado tarde. Puedes cambiar de opinión.
—Sé lo que habría hecho mi padre —replicó Alexander.
Alexander volvió a su habitación mientras su madre le preparaba la fiambrera que se llevaba todas las mañanas al trabajo. Esta vez no contenía comida, sino todos los billetes y monedas que Konstantin y ella habían ahorrado a lo largo de los años, además de unas cuantas joyas de poco valor, el anillo de compromiso de su madre (que puso junto a propio anillo de bodas) y, por último, un diccionario ruso—inglés. Ahora, Elena se arrepentía de no haber prestado más atención a las conversaciones en inglés de Konstantin y Alexander, que hablaban todas las noches en ese idioma.
Luego, empezó a guardar sus cosas en una maleta pequeña, con la esperanza de que nadie se fijara en ella cuando fuera al trabajo. Su problema consistió en decidir qué se llevaba y qué dejaba atrás. Su prioridad absoluta fueron las fotos de Konstantin y la familia, a las que sumó una muda de ropa y un jabón. También consiguió meter un cepillo y un peine, aunque tuvo que forzar el cierre. Alexander se había empeñado en que se llevara su ejemplar de Guerra y paz, pero ella lo había convencido de que podría conseguir otro en el lugar donde acabaran.
Alexander estaba ansioso por marcharse, pero su madre no quiso salir antes de la hora acordada. Kolya le había dicho que no debían llegar a los muelles antes de las doce, cuando sonaba la sirena, porque llamarían la atención.
Por fin, dejaron el piso poco después de las once, y dieron un rodeo por calles en las que era poco probable que se cruzaran con conocidos. Llegaron a la entrada de los muelles justo antes de las doce, y se toparon con la estampida de trabajadores que salían del trabajo.
Alexander se abrió camino entre el ejército que avanzaba, con su madre detrás, cabizbaja. Cuando ficharon, ella le recordó:
—La sirena sonará a las dos, por el descanso de media tarde. Solo tendrás veinte minutos, ni uno más, así que ve a buscarme al club tan deprisa como sea posible.
Alexander asintió y se dirigió al muelle 6 para empezar su turno. Su madre se fue en dirección opuesta y, cuando llegó a la puerta trasera del club, la abrió silenciosamente, asomó la cabeza y escuchó con atención. No se oía nada.
Colgó el abrigo y entró en la cocina, donde se sorprendió al ver que Olga estaba sentada a la mesa, haciendo algo que nunca se habría atrevido a hacer si hubiera habido un directivo en las instalaciones: fumar. Olga le dijo que hasta el camarada Akimov se había ido momentos antes de que sonara la sirena del mediodía y, a continuación, soltó una bocanada de humo, que para ella era un acto de rebelión.
—¿Qué te parece si preparo comida para los dos? —dijo Elena, poniéndose el delantal—. Podremos comer sentadas para variar, como si fuéramos directivos.
—Y hay media botella de tinto búlgaro que sobró de la comida de ayer —declaró Olga—. Hasta podremos brindar a la salud de esos canallas.
Elena soltó su primera carcajada del día, y empezó a preparar lo que esperaba que fuera su última comida en Leningrado.
A la una en punto, Elena y Olga pasaron al comedor y pusieron la mesa con servilletas de lino y los mejores cubiertos. Olga sirvió dos vasos de vino tinto, y ya estaba a punto de probarlo cuando la puerta se abrió y apareció el comandante Polyakov.
—Su comida ya está preparada, camarada comandante —dijo, sin ponerse nerviosa.
El comandante miró los dos vasos de tinto con desconfianza, y ella añadió rápidamente:
—¿Tendrá compañía?
—No, todos están en el partido, así que comeré solo —respondió Polyakov antes de girarse hacia Elena—. No se marche antes de que termine de comer, camarada Karpenkova.
—Por supuesto que no, camarada comandante —dijo Elena.
Las dos mujeres regresaron a la cocina.
—Eso solo puede significar una cosa —le advirtió Olga mientras Elena llenaba un cuenco con sopa de pescado.
Olga llevó el primer plato a Polyakov y lo dejó en la mesa. Ya estaba a punto de irse cuando él dijo:
—Márchese cuando sirva el segundo plato, márchese. Puede tomarse libre el resto del día.
—Gracias, camarada comandante, pero una de mis obligaciones habituales es limpiar...
—Márchese inmediatamente después de servir el segundo plato —insistió él—. ¿Ha quedado claro?
—Sí, camarada comandante.
Olga volvió a la cocina y, tras cerrar la puerta, contó a Elena lo sucedido.
—Haría cualquier cosa por ayudarte —añadió—, pero no me atrevo a desafiar a ese cabrón.
Elena no dijo nada. Se limitó a llenar un plato con estofado de ternera, nabos y patatas machacadas.
—¿Por qué no te vas a casa? —continuó su amiga—. Le diré que te has ido porque no te sentías bien.
—No puedo —dijo Elena.
Olga se empezó a desabrochar los dos primeros botones de la blusa y, al darse cuenta de lo que pretendía, Elena declaró:
—Gracias. Eres una buena amiga. Pero quiere probar un plato nuevo.
Elena le dio el estofado a Olga, que dijo, antes de volver al comedor:
—Le mataría de buena gana.
El comandante apartó el cuenco vacío mientras Olga ponía el estofado delante de él.
—Si sigue en las instalaciones cuando termine de comer, el lunes empezará a servir a esa gentuza de la cantina de trabajadores.
Olga alcanzó el cuenco y regresó a la cocina, donde la sorprendió la actitud de Elena. Sabía lo que le iba a pasar y, sin embargo, estaba de lo más tranquila. Naturalmente, su amiga no le podía decir que estaba dispuesta a aguantar lo que fuera, incluido el propio Polyakov, si eso implicaba que su hijo y ella escaparían por fin de las garras del KGB.
—Lo siento mucho —dijo Olga mientras se ponía el abrigo—, pero no puedo perder el trabajo. Nos vemos el lunes —añadió, y le dio un abrazo más largo de lo habitual.
—Espero que no —susurró Elena, después de que Olga saliera y cerrara la puerta.
Ya estaba a punto de apagar el fogón cuando oyó que la puerta del comedor se abría. Se giró y vio que Polyakov avanzaba despacio hacia ella, masticando aún un último bocado de estofado. El comandante se limpió la boca con la manga y se desbrochó la chaqueta, cubierta de medallas que no había ganado en combate. Luego, se desbrochó el cinturón, lo dejó en la mesa junto a su pistola y se quitó las botas antes de empezar a bajarse los pantalones, que cayeron al suelo. Plantado así, ya no podía ocultar los michelines de carne sobrante que solían estar ocultos bajo su uniforme a medida.
—Hay dos formas de hacer esto —dijo el jefe del KGB, que siguió avanzando hasta que sus cuerpos casi se tocaron—. Elija usted.
Elena forzó una sonrisa, deseando acabar tan pronto como fuera posible. Se quitó el delantal y se empezó a desabrochar la blusa.
Polyakov sonrió con suficiencia mientras le manoseaba torpemente los pechos.
—Veo que es igual que las demás —dijo.
El comandante la empujó hacia la mesa y la intentó besar al mismo tiempo. Elena notó su apestoso aliento y giró la cabeza para impedir que sus labios se encontraran. Polyakov le metió sus rechonchos dedos por debajo de la falda; pero, esta vez, ella no se resistió: se limitó a mirar por encima de su hombro mientras una sudorosa mano ascendía por la cara interior de su muslo.
Entonces, él le levantó la falda, la sentó en la mesa y le separó las piernas. Elena cerró los ojos y apretó los dientes. Pudo oír el jadeo de Polyakov cuando se echó hacia delante, y rezó para que se diera prisa.
La sirena de las dos en punto sonó en ese instante.
Elena alzó la mirada al oír que alguien abría la puerta del extremo más alejado de la habitación, y se quedó horrorizada al ver que Alexander cargaba hacia ellos. Polyakov dio media vuelta, apartó a Elena e intentó alcanzar la pistola, pero el joven ya solo estaba a un metro de distancia. Alexander levantó la cacerola del fogón y le lanzó a la cara los restos del caliente estofado. El comandante retrocedió y cayó al suelo, soltando una catarata de insultos, y Elena tuvo miedo de que se oyeran hasta en el lado opuesto del patio.
—¡Te ahorcarán por esto! —gritó Polyakov mientras se agarraba al borde de la mesa para intentar levantarse.
Antes de que el comandante pudiera pronunciar otra palabra, Alexander le estampó la pesada cacerola de hierro. Polyakov se derrumbó como un títere al que hubieran cortado los cordeles, echando sangre por la nariz y la boca. La madre y el hijo se quedaron inmóviles, mirando al enemigo caído.
Alexander fue el primero en recuperarse. Alcanzó la corbata de Polyakov, que estaba en el suelo, y le ató las manos por detrás de la espalda. Después, cogió una servilleta de la mesa y se la metió en la boca. Elena no se movió. Seguía con la mirada perdida, como paralizada.
—Nos marcharemos en cuanto vuelva —dijo el joven.
Alexander agarró a Polyakov de los tobillos, lo sacó de la cocina y lo arrastró por el corredor. No se detuvo hasta llegar a los servicios, donde metió al comandante en el cubículo del fondo. Tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para subirlo al retrete. Luego, lo ató a una cañería, cerró la puerta por dentro, se subió a las piernas de Polyakov y, tras encaramarse a la parte superior del habitáculo, saltó al exterior y corrió a la cocina.
Su madre estaba de rodillas, sollozando. Alexander se arrodilló a su lado y dijo con dulzura:
—No es momento para llorar, mamá. Hay que irse antes de que ese canalla tenga ocasión de salir a buscarnos.
Alexander la ayudó a levantarse lentamente y, mientras ella se ponía el abrigo y recogía la maletita que había guardado en la alacena, él cogió el uniforme, el cinturón y la pistola de Polyakov y lo tiró todo en el cubo de basura más cercano. Luego, y tras tomar firmemente a Elena de la mano, la llevó a la salida trasera de la cocina. Abrió la puerta con cautela, salió al exterior y miró en todas las direcciones antes de apartarse y permitir que su madre se le uniera.
—¿Dónde has quedado con el tío Kolya? —preguntó entonces, haciendo que la responsabilidad cambiara otra vez de manos.
—Hay que ir hacia esas dos grúas —dijo Elena, señalando el final del muelle—. Pero, hagas lo que hagas, no digas a tu tío lo que ha pasado. Es mejor que no lo sepa; porque, si todo el mundo cree que ha estado en el partido, no lo podrán relacionar con nosotros.
Mientras Alexander la llevaba hacia el muelle 3, Elena sintió tal debilidad en las piernas que casi no podía caminar. Era consciente de que, aunque hubiera sopesado la posibilidad de cambiar de idea en el último momento, ya no tenía más remedio que intentar fugarse. La alternativa era tan terrible que no se atrevía ni a planteársela. Clavó la vista en las dos grúas vacías que Kolya le había indicado y, poco después, vieron que una solitaria figura aparecía tras dos enormes contenedores de madera que estaban junto a la entrada de un almacén desierto.
—¿Por qué habéis tardado tanto? —preguntó Kolya con nerviosismo, mirando aquí y allá, como un animal acorralado.
—Hemos venido tan deprisa como hemos podido —contestó Elena, sin dar explicaciones.
Alexander miró el interior de los contenedores y vio que los dos contenían lo mismo, media docena de cajas de vodka perfectamente apiladas. Era la tarifa acordada para un viaje de ida a...
—Ahora, solo tenéis que decidir una cosa —dijo Kolya—, si queréis ir a Inglaterra o a los Estados Unidos.
—¿Por qué no dejamos que lo decida la suerte? —preguntó Alexander.
El joven sacó una moneda de veinte kopeks del bolsillo y se la puso en la punta del pulgar.
—Cara, Estados Unidos; cruz, Inglaterra —añadió.
Alexander lanzó la moneda al aire. La moneda rebotó en el suelo y a fue a parar a sus pies. Alexander se inclinó, miró la imagen un momento y, a continuación, alcanzó la maleta de Elena y su tartera y las puso en el fondo del contenedor elegido. Su madre se metió entonces dentro, y esperó a que él hiciera lo propio.
Mientras Kolya tapaba firmemente el contenedor, la madre y el hijo se agacharon y se abrazaron. Kolya solo tardó unos instantes en clavar la docena de clavos, pero Elena no dejó de imaginar un sonido muy distinto al del martillo: el de unas pesadas botas que se acercaban. Casi veía al comandante Polyakov quitando la tapa del contenedor y sacándolos de allí con expresión de triunfo.