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Se oyó un susurro en mitad de la noche... La abogada Genna Monroe no tenía la menor intención de escuchar aquella romántica conversación privada. Pero en cuanto oyó la voz susurrante de ese hombre tuvo la sensación de que estaba intentando seducirla. Ahora no podía sacarse esa voz de la cabeza. Oírlo ya no era suficiente, necesitaba tener su cuerpo... Nick Cavallo sabía que su mejor amiga quería tener una cita misteriosa y estaba dispuesto a satisfacer su deseo. Llevaba años cautivado por Genna, así que ¿qué importaba si su ardiente relación tenía que ser anónima? Ambos eran felices... siempre y cuando ella no descubriera la verdad. Pero cuando Nick se dio cuenta de que quería algo más que sexo, empezó a preguntarse si Genna querría tener algo más además de su voz...
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Seitenzahl: 261
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2002 Nancy Warren
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
A meda voz, nº 419 - junio 2024
Título original: Whisper
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. N ombres, c aracteres, l ugares, y s ituaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410628519
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Si te ha gustado este libro…
Genna Monroe maldijo al socio principal y director ejecutivo de su bufete de abogados por elegir, para la convención de la empresa, la ciudad menos propicia para trabajar que ella hubiera conocido en toda su vida. Nueva Orleans.
No era fácil ser una mujer de negocios en aquella ciudad, en la que la pereza se consideraba una virtud. No era fácil tener que malgastar cinco minutos de más en someter su pelo con gomina, debido a la humedad. Y tampoco le gustaba llevar medias y traje con aquel calor primaveral y pegajoso.
¡Y todo el tiempo que llevaba mantener una conversación!
Odiaba pensar en todas las horas facturadas que se perdían allí por culpa de aquel acento sureño, que alargaba las sílabas hasta el infinito.
Los segundos, minutos y horas eran una materia prima que ella no estaba dispuesta a desperdiciar. Tenía fechas límite que cumplir en su trabajo, y un horario estricto en la vida. No tenía tiempo para el calor y la hospitalidad del sur.
Sólo había que pensar en cualquier día en Chicago. Eficientemente frío en invierno, y convenientemente fresco en verano, gracias a un uso del aire acondicionado apropiado para crear una atmósfera de negocios. Y no había endemoniadas magnolias para hacer que la gente se pusiera a soñar despierta.
Magnolias. Desprendían una fragancia tan dulce e intensa, tan espléndida, que hacían que casi quisiera tener una aventura. Igual que el resto de Nueva Orleans, para ser sinceros. Aquella ciudad era tan alocada, extravagante y sensual que no podía concentrarse.
Se le agudizaron todos los sentidos al apoyarse en la barandilla de hierro labrado del porche, y se sumergió en la belleza de la noche. Dejó vagar la mirada por el precioso jardín.
Tras ella, en el salón de baile del hotel, oía el ruido de más de un centenar de abogados y empleados del bufete, charlando y riéndose… Todo tal y como debía ser. Como si no hicieran todo aquello en Chicago setenta horas a la semana. Pero no era igual: del jardín que había frente a ella le llegaba el sonido del agua, relajante y refrescante, manando suavemente de una fuente que no veía.
De repente, sintió que el olor de las flores y el aire cálido y húmedo la arrastraban hacia el jardín. Miró hacia atrás, a la puerta principal, y se preguntó si alguno de los abogados la echaría de menos si saliera un momento.
Caminó sin rumbo por el jardín, pensativa y frustrada, deteniéndose a acariciar alguna hoja y a aspirar profundamente el olor de las magnolias. Notaba el sabor del cóctel de coñac y menta que se había tomado en el paladar y en la lengua, tan ajeno como el sentimiento de desagrado.
Estaba a punto de ser la abogada más joven a la que hacían socia del bufete Donne, Green y Raddison. Tenía el mundo a sus pies.
Suspiró y se sentó en un banco de piedra bajo un enorme magnolio lleno de capullos blancos. El aire era tan húmedo y pesado como un beso. Se abandonó al hechizo del jardín y dejó que su mente se dejara dominar por los sentidos.
Levantó la cabeza y vio que la luna brillaba rodeada de estrellas. Aquel cielo tan llamativo era el apropiado para aquella ciudad, que siempre estaba de fiesta.
Y ella, en aquel momento, se había cansado del ajetreo de todo aquello. Para una mujer como ella, que siempre tenía prisa, era maravilloso tener la oportunidad de sentarse tranquilamente. Cerró los ojos y se relajó por completo.
—Dime lo que quieres —el susurro fue ronco, masculino, rico como el vino.
«Dime lo que quieres». ¿Habría salido aquella voz de su mente?
—Dímelo.
Aquel susurro íntimo y seguro no había salido de ella, sino de algún sitio muy cercano. Se le puso la piel de gallina, pero mantuvo los ojos cerrados.
Era posible que abriera los ojos y se encontrara a un camarero preguntándole qué quería tomar. También podría ser su mejor amigo y compañero de trabajo, Nick, sugiriéndole que fueran a un club de jazz.
O también podía ser un amante misterioso. Sonrió ante lo absurdo que era aquel último pensamiento. No había nada misterioso en su vida amorosa últimamente. Su vida amorosa era inexistente.
La atmósfera romántica debía de estar afectándola. Lo mejor que podía hacer era volver al salón del hotel. Aspiró profundamente para llenarse de nuevo los pulmones de aquella fragancia de flores y empezó a abrir lentamente los ojos.
—Quiero que me hagas el amor —aquella otra voz era femenina, sensual, y tenía un sugerente acento extranjero.
Genna abrió los ojos como platos. Oyó el inconfundible sonido de un beso: fue un beso húmedo, profundo y hambriento. Provenía del otro lado del seto que había tras ella.
El hombre respondió con la voz teñida de humor.
—Tu nota lo insinuaba.
—¿Te ha ofendido?
—Me ha intrigado. Eres una mujer muy bella —el ritmo sexual de aquella conversación cautivó a Genna. Usaban las palabras como besos.
—Tú también —dijo la mujer, y rió suavemente—. Cuando te vi, pensé que eras la clase de hombre que sabe cómo satisfacer a una mujer.
—Lo hago lo mejor que puedo.
Más besos. Genna siguió allí sentada, rígida de la vergüenza, y sin embargo, tan fascinada que no podía moverse.
—Será sólo esta noche, querido. Mañana me voy.
¿De veras iban a hacerlo allí mismo? ¿En el jardín? ¿Sólo unas cuantas ramas y hojas más allá de donde ella se encontraba?
Hubo una pausa.
—¿Estás casada?
La mujer volvió a reír suavemente.
—Un hombre convencional. Qué poco corriente. No. No estoy casada. Prefiero ser libre.
—Muy bien. Yo también —replicó aquella voz masculina, seductora y susurrante—. Ésta será una noche que recordaremos siempre.
Genna se echó hacia atrás ligeramente, deseando que él se pusiera a recitar poesía o algo así, cualquier cosa para que siguiera hablando. Su voz la fascinaba, hacía que se sintiera…
Se movió en el banco de piedra mientras el sonido de los besos se reanudaba. Al menos, aquella erótica voz se había callado.
Exactamente como ella debería silenciar su propio deseo. Miró a la derecha y a la izquierda, pero no había forma de escapar sin que la pareja la viera. Y estaba empezando a tener la sospecha de que aquella situación iba a ser cada vez más y más tórrida.
—Tienes un cuello maravilloso. Quiero ver toda tu belleza. Quiero hacerte el amor bajo las estrellas.
Genna se mordió el labio. Si se marchaba en aquel momento, la situación sería muy embarazosa, pero al menos les daría privacidad.
Oyó un suspiro y se dio cuenta de que si esperaba un poco más, sería demasiado tarde. Tendría que intentar pasar silenciosamente a su lado sin que se dieran cuenta. Al menos, todavía estaban vestidos. Se levantó un poco.
—Tienes los pechos tan blancos como la luna —el susurro ronco del hombre hizo que volviera a sentarse tan rápido que se golpeó el coxis contra el banco. Parecía que habían superado las barreras de la ropa, así que ya no podía irse. Tendría que concentrarse en otra cosa para no prestarles atención.
Mmm… Tenía que preparar un informe para el caso de la directora general de una empresa, a la que el director de la junta de accionistas había sometido a acoso sexual.
—Tu piel sabe a melocotón —susurró él.
—Mmm…
—Échate hacia atrás. Así. Voy a lamerte los pezones y, cuando estén húmedos, voy a observar cómo se ponen duros mientras te los seca la brisa.
A Genna también se le secó la boca, y sintió que se le endurecían los pezones a ella misma. Ningún hombre había adorado su cuerpo de aquella manera.
—¿Te gusta?
Ella asintió involuntariamente a la pregunta de aquel hombre que sabía cómo satisfacer a las mujeres.
Él siguió murmurando cumplidos y palabras eróticas, algunas de ellas, ahogadas contra la piel y los labios de la mujer. Genna sintió cómo su cuerpo, que no había disfrutado del sexo durante mucho tiempo, temblaba de deseo.
—Abre las piernas —ordenó él.
Las rodillas de Genna se separaron sin recibir ningún mensaje del cerebro, como si actuaran con vida propia. Se sentía muy extraña, totalmente desconcertada por haberse visto atrapada en aquella fantasía dentro de la vida real.
—Tienes muy suave la piel de los muslos, como la seda. Seda cálida —la brisa se metió bajo la falda de Genna y la acarició. Notó un frescor en un punto del cuerpo que le ardía, y se dio cuenta de que tenía las braguitas húmedas.
—¿Sabes dónde voy a acariciarte ahora?
—Sí, oh, por favor…
Oyó una risa burlona.
—No seas tan ansiosa. Sube las caderas y abre más las piernas para mí.
La mujer habló en voz baja, en otro idioma. Genna no entendía lo que decía, pero sonaba desesperada. Después, la mujer jadeó. Genna supo que él la estaba acariciando, y su propio cuerpo reaccionó ante aquellas caricias.
—Estás muy húmeda —dijo él, con la voz más suave que la brisa—. ¿Estás así de húmeda por mí?
—Sí, querido, sí —jadeó la mujer.
—Llevas un tanga muy bonito, pero tengo que quitártelo. Levanta las caderas.
—Date prisa. Estoy ardiendo.
Genna sabía exactamente cómo se sentía.
—Eres preciosa. En un momento, voy a entrar en ti, pero por ahora quiero observar tu maravilloso cuerpo extendido bajo las estrellas.
Ella emitió un sonido gutural.
—Quiero sentir cómo llegas al orgasmo. ¿Vas a llegar a lo más alto cuando yo esté moviéndome dentro de tu cuerpo?
Genna oyó el sonido de una cremallera. ¿La de él? Apretó las manos, tensas de deseo por tocar la dureza de aquel hombre.
—Sé que lo harás. Quiero que lo hagas.
Genna se mordió el labio para evitar gritar por la excitación que sentía. Casi podía sentirlo, grande, duro, decidido, llenando sus lugares secretos, llevando a cabo sus fantasías.
—Voy a hacer que grites de placer —prometió él.
Genna apretó los dedos contra la fría piedra del banco. Casi no podía controlarse. En aquel momento, toda la sensualidad que había estado intentando controlar tomó posesión de su cuerpo. Se estremeció y apretó los labios para no gritar.
Oyó un sonido como de papel rasgándose. ¿El paquete de un preservativo?
—¡Date prisa, por favor! —la mujer no se molestó en susurrar, y en su voz cantarina había un deje de desesperación—. Te necesito dentro de mí. Ahora.
—¿Ana María? ¿Ana Maríaaa? —la voz de una mujer mayor rompió el hechizo de la noche.
Unos cuantos pétalos de magnolia cayeron sobre la falda del vestido azul marino de Genna mientras oía el ruido de la ropa tras ella, además de unas cuantas maldiciones extranjeras, muy suaves.
—Lo siento, pero tengo que irme.
—Iré a tu habitación.
—No.
—Ven tú a la mía.
—No. Ésa es mi jefa. Si me está buscando, es porque el vuelo se ha adelantado. Nos marcharemos muy pronto. Lo siento muchísimo, querido. Habría sido maravilloso. Adiós.
Entonces, Genna oyó otro sonido.
Una maldición muy anglosajona.
Le hubiera resultado muy divertido si no supiera por propia experiencia lo frustrado que debía de sentirse el extraño. Oyó su respiración entrecortada, y se quedó petrificada en el banco, conteniendo el aliento para que él no la descubriera. Se sintió como una participante invisible de un extraño ménage à trois. No había sido su intención quedarse allí escuchando, pero se sentía avergonzada, igualmente.
Esperó un cuarto de hora, medido por su infalible Rolex, antes de moverse. El hombre se había marchado poco después que la mujer, así que Genna llevaba un rato a solas. Aparte del hecho de que no quería que ninguno de los dos pudiera verla, necesitaba tiempo para recomponerse.
Cruzó las piernas y se alisó la falda del vestido sobre las rodillas. ¿Qué era lo que le acababa de suceder? Estaba tan desesperada, que escuchar a otra pareja haciendo el amor había sido suficiente para hacer que perdiera el control. ¿Dónde estaba la personalidad fría e irónica que mostraba ante el mundo?
No era más que una mujer hambrienta de sexo. Acababa de tener la mejor experiencia sexual de sus tres décadas de vida, y sólo había sido un personaje invisible.
¡Una voyeur!
Respiró profundamente, y decidió que olvidaría todo aquel incidente. Sin embargo, sentía la excitación, tanto como la suave brisa y el olor de las magnolias.
No tenía ni la más remota idea de quién era aquel hombre, pero lo deseaba como no había deseado a nadie en su vida. Cuando se sintió lo suficientemente calmada como para ponerse de pie, se obligó a caminar hacia el porche y se prometió que olvidaría aquel episodio vergonzoso.
Justo cuando llegaba a las escaleras, miró hacia arriba y el corazón le dio un vuelco. Allí estaba la silueta oscura de un hombre solitario. Era alto, de hombros anchos, y tenía los codos apoyados en la barandilla. Genna hubiera jurado que la estaba observando.
El hombre levantó una mano y ella dio un paso hacia atrás. Vio sus ojos tenuemente iluminados por la lumbre del puro que se estaba fumando y pensó: «Por favor, tranquilízate, mujer». No era más que un colega de trabajo sentado tranquilamente en el porche.
Volvió a andar.
Estaba claro que él la estaba mirando.
Se quedó paralizada.
Era él. Estaba segura. Se lo dijo el instinto, y Genna se quedó congelada, mirando a la figura en la oscuridad, mientras sentía una mezcla de miedo y de deseo. Respiró hondo y percibió el olor fuerte de un puro.
—Genna, soy yo —el hombre se movió hacia ella, y su voz familiar rompió el hechizo.
Ella sintió alivio y una pequeña punzada de desilusión.
—¡Nick! Me has asustado. ¿Cómo es que no estás en la fiesta?
Él señaló el puro.
—He venido a descansar un poco.
—¿Desde cuándo fumas tú? —lo conocía desde hacía cuatro años, y nunca lo había visto fumando.
Él se encogió de hombros.
—No fumo mucho. Era una excusa para escaparme un rato del ruido.
—¿No se suponía que tenías que estar socializando con los colegas de trabajo?
—Tú eres una de ellos. Siéntate conmigo.
Ella titubeó.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Unos minutos.
—¿Has visto… a alguien que venía del jardín?
Hubo una pausa. Él la miró, pero estaba demasiado oscuro como para que Genna pudiera leer la expresión de su cara. Tuvo la esperanza de que él tampoco pudiera ver que se había ruborizado.
—No ha pasado nadie mientras yo he estado aquí fuera.
Demonios. Tenía la esperanza de que Nick hubiera visto a la mujer y al hombre a los que ella había oído. Él los describiría, ella le contaría, exagerando un poco, la aventura amorosa frustrada, obviando su propia reacción, y los dos se reirían. Fin de la historia. Sólo que Nick no los había visto, así que la historia no había terminado para ella.
—¿Te apetece tomar algo?
Ella se lo pensó. Nick era divertido, inteligente y siempre dispuesto a mantener una conversación sobre cualquier tema. Pero todo su mundo había dado un vuelco y estaba demasiado agitada como para sentarse allí a charlar.
—No, gracias.
Él se quedó callado. Parecía extrañamente sombrío, allí sentado en la oscuridad.
—¿Estás preocupada por algo?
De nuevo, ella titubeó.
La mejor amiga de Genna, Marcy, se había casado y había tenido dos niños, así que no se veían mucho, y por eso Nick, el hombre que había estado a punto de casarse con Marcy, se había convertido en su mejor amigo. Pero aquello no era algo de lo que quisiera hablar con él. Era demasiado personal, y se sentía vulnerable en aquel momento.
—No, creo que voy a volver a la fiesta —dijo, forzando una sonrisa—. Tengo que relacionarme si quiero superar tu récord y convertirme en el socio más joven del bufete.
Él rió suavemente.
Ella empezó a andar, pero Nick la detuvo poniéndole una mano en el brazo.
—¿Qué pasa?
Él alargó el brazo y arrancó algo de una rama que había detrás de ella. Una magnolia enorme, completamente abierta, fragante. Después se la acercó y se la colocó detrás de la oreja, entre el pelo.
Durante un segundo la miró con intensidad. Casi le parecía un extraño. La forma en que fijó su mirada en ella hizo que Genna tuviera una sensación rara en el pecho.
Después él sonrió, y el amigo volvió.
Nick Cavallo le dio un sorbo al coñac y apoyó los codos en la barandilla. Sin embargo, ni todo el coñac ni todos los puros del mundo podrían borrar su frustración en aquel momento.
Y no era solamente una frustración de tipo sexual, sino también por su propia estupidez.
Genna debía de haberlos visto.
Soltó una imprecación en voz baja.
La ironía de aquella situación no se le escapaba. Se permitía, de vez en cuando, tener relaciones pasajeras, como la que casi había tenido aquella noche, porque no le parecía justo salir con mujeres que tuvieran algún tipo de compromiso en mente. Él ya estaba comprometido. Lo había estado durante cuatro años, desde que se había enamorado completa, loca y desesperadamente de la dama de honor de su novia, Genna Monroe.
Y, teniendo en cuenta la expresión alucinada de su cara, si lo había reconocido en el jardín aquello habría tirado por la ventana cualquier oportunidad que él hubiera podido tener con ella.
Ella era una especie de adicta al trabajo que mantenía su propia sexualidad en estado de coma. Él había esperado durante cuatro largos años, llegando a conocerla tan bien que, cuando Genna necesitara un príncipe, él lo sabría, y estaría dispuesto a despertarla.
Como plan de seducción, Nick tenía que admitir que tenía unos cuantos fallos, pero tampoco tenía muchas más posibilidades. Expulsó el humo del puro y lo apagó, disgustado.
No sabía si el problema era que Genna no veía nada con aquellos ojos tan azules. Había cancelado su boda por ella, se había estrujado el cerebro para conseguir que la contratara el bufete de abogados en el que él trabajaba, y toda su recompensa era pasar toda la semana con ella mientras Genna lo trataba como si fuera su «hermano».
Había estado a punto de pedirle que salieran después de romper con Marcy. Los tres estaban juntos un día, tomando un café, cuando Marcy les había dicho riéndose que Genna y él tenían mucho más en común de lo que tenía ella con Nick, lo que él mismo había notado, y que debían salir juntos.
Marcy ya había conocido a Darren entonces. El hombre con el que había terminado casándose, el hombre correcto para ella. Y, de repente, se había metido a casamentera.
Antes de que él pudiera decir una sola palabra, Genna había soltado una carcajada.
—Muchísimo en común. Nos volvemos locos el uno al otro. No. Nick es como el hermano mayor que nunca he tenido.
Él no quería ser su hermano, sino su amante. Un día, ella vería luz. Y, mientras, él mantenía relaciones sexuales sin ningún compromiso. No tan breves como la de aquella noche, por supuesto. Él no era de los que rechazaban a una mujer bella cuando surgía la oportunidad. No iba a convertirse en un monje, ni siquiera por Genna.
Ni tampoco iba a quedarse en aquella barandilla como un ridículo Romeo. Miró a la recepción y se estremeció. En vez de entrar, salió rápidamente del hotel.
De repente, sintió un profundo deseo de escuchar el sonido de un saxo. Si no podía tener a Genna en Nueva Orleans, por lo menos tendría jazz del que hacía que la sangre corriera por las venas.
«Quiero sentir cómo llegas al orgasmo».
Genna se incorporó de un salto en la cama, con el camisón de algodón pegado a la piel y el corazón latiéndole con fuerza. Apartó la sábana, se levantó y abrió el balcón. Salió y se apoyó en la barandilla de hierro forjado.
La habitación daba al jardín donde, unas pocas horas antes, había oído al extraño. Desde entonces, su voz seductora se había derramado por su cuerpo como una poción de amor y le había causado estragos en el cerebro.
—¿Qué me ocurre? —le preguntó a la luna.
Ella no era muy aficionada a mirar a la luna, pero en aquel lugar no podía evitar mirar al globo blanco que iluminaba el cielo nocturno, pesado y voluptuoso. No era raro que no pudiera dejar de pensar en el sexo.
Corrió las cortinas de un tirón y se sirvió un vaso de agua.
Aquello era una locura. A ella le gustaban los hombres, y había planeado casarse algún día, pero en aquel momento, su vida estaba dedicada al trabajo. No había sitio para un hombre en su existencia, y sobre todo, no tenía tiempo para obsesionarse con un extraño.
Cuando hubo resuelto aquella lucha interior de un modo satisfactorio, volvió a la cama, cerró los ojos fuertemente y al final volvió a quedarse dormida.
«Estás muy húmeda. ¿Estás así de húmeda por mí?».
Genna gimió, intentando abrazarlo, y se despertó con los brazos vacíos y aspirando el suave perfume de magnolias que impregnaba el aire.
Encendió la lámpara de la mesilla y vio la flor que le había regalado Nick aquella noche, la que él había tomado del árbol mientras ella se estremecía de pasión.
Se quedó mirándola, sabiendo que no sería capaz de quedarse dormida de nuevo aquella noche. Se rindió a lo inevitable, se levantó y abrió el portátil.
Se suponía que durante aquella convención de empresa no había que trabajar, pero ella se había llevado el ordenador y en aquel momento estaba contenta de haberlo hecho. Mientras tomaba algunas notas e investigaba sobre casos recientes de acoso sexual, podría olvidarse de la voz hipnótica.
O, al menos, podría intentarlo.
El acoso sexual había afectado negativamente al trabajo de aquella directora general. Genna empezó a escribir notas específicas sobre el caso.
«¿Estás húmeda por mí?». Respiró hondo y sacudió la cabeza. Ella misma, Genna, se estaba sintiendo acosada por los recuerdos.
Debería querellarse contra aquel extraño. O quizá contra ella misma.
A las seis de la mañana, empezó a sentir cansancio. Comprobó dos veces la hora en su Rolex y después se duchó rápidamente. Se secó el pelo rubio y corto con una toalla y se puso unos pantalones blancos, una blusa turquesa y unas sandalias.
Después tomó el bolso, el portátil y el brillo de labios, y sonrió satisfecha. En total, el proceso había durado catorce minutos. Perder el tiempo era perder el dinero, y Genna no creía en ninguna de las dos cosas.
Se puso en marcha. Iba a buscar algo que desayunar y un periódico, con una sonrisa de suficiencia por haber hecho la mitad del trabajo de un día antes de las siete.
Incluso a aquella hora tan temprana había gente en el vestíbulo. De repente atisbó un par de piernas musculosas que entraban en su campo de visión. Levantó la mirada y vio unos pantalones negros de deporte y una camiseta, y después se encontró con la cara sin afeitar de Nick, con los párpados medio caídos y el pelo revuelto.
—Déjame que adivine. Vas a una entrevista con un cliente —le dijo ella en tono burlón. Una de las cosas que tenían en común era que a los dos les gustaba madrugar.
Él sacudió la cabeza.
Ella se rió suavemente, y Nick le dijo:
—Si quieres venir conmigo, esperaré a que te cambies.
Era tentador. Algunas veces salían juntos a correr, aunque él tenía que aminorar un poco su ritmo para que a ella no le diera un infarto a los dos kilómetros. Genna sabía que tenía que mejorar su resistencia física, pero no tenía tiempo para dedicarlo a hacer más ejercicio regularmente. Quizá cuando consiguiera ser socia.
En aquel momento, la idea de un café solo y humeante era mucho más atractiva que quedarse sin aliento y resoplar corriendo detrás de Nick.
—Creo que necesito un café, más que hacer ejercicio. ¿Por qué no vienes después a esa pequeña cafetería que vimos ayer, al lado del barrio francés?
—¿Ésa en la que había un loro?
—Sí.
—Bueno, estaré allí en una hora, más o menos.
—Muy bien. Mientras, yo voy a leer el periódico.
Él señaló el portátil, que Genna estaba intentando esconder detrás de sus piernas.
—Descansando, ¿eh?
Ella puso cara de inocente.
—Oh, ¿esto? Necesito mi dosis diaria de solitario en el ordenador.
Él sacudió la cabeza, pero al menos no le echó otro sermón acerca de su adicción al trabajo.
—Mentirosa. Después nos vemos.
Se despidieron en la acera. Él fue hacia el río, y ella cruzó Canal Street, hacia el Quarter. Ya empezaba a hacer calor, incluso tan temprano. Por el camino, admiró la arquitectura de los edificios, mezcla de estilo español, francés y americano, las contraventanas, los balcones, los colores llamativos de las fachadas.
Cuando llegó a la cafetería, eligió un sitio para que Nick la viera fácilmente desde la calle. Después pidió un café y un cruasán e intentó leer el periódico para olvidarse de la noche anterior. Después de media hora, pidió una segunda taza, miró hacia los dos lados de la calle y abrió el ordenador.
Sin embargo, mientras escribía más notas sobre aquel caso de acoso sexual, no conseguía concentrarse por completo. Aquello nunca le ocurría. Pero cada vez que intentaba mirar a la pantalla, un susurro la transportaba de nuevo al jardín fragante, iluminado por la luz de la luna.
Apoyó la mejilla sobre una mano y cerró los ojos. ¿Cómo era posible que una relación sexual que ni siquiera había tenido la afectara tanto?
—¿Genna? ¿Estás bien? —una vez más, una voz masculina interrumpió sus pensamientos, pero esta vez era alta y clara, familiar y muy agradable.
Ella levantó la cabeza y sonrió.
—Estoy bien. Sólo un poco cansada. ¿Qué tal el ejercicio?
—Estupendo —Nick estaba sudoroso, pero bien. Saludable y descansado, al contrario que ella. Le señaló la taza.
—¿Quieres otra?
Ella dudó un segundo, pero ¿qué había de malo en una tercera taza de café? Ya tenía los nervios de punta, y no tenía nada que ver con la cafeína.
Él volvió de la barra con una enorme botella de agua bajo un brazo y dos tazas de café humeantes. Después de beberse la mitad de la botella, tomó un sorbito de café y suspiró con satisfacción. Era un hombre en paz consigo mismo y con el mundo. Ella lo envidiaba mucho.
Genna revolvió el café con la cucharilla, preguntándose si no necesitaría un psiquiatra.
—¿Qué tienes en la cabeza, Gen?
Sorprendida, lo miró, y vio que sus ojos grises estaban completamente clavados en ella.
—Sólo estoy cansada. No he dormido bien.
—Somos amigos desde hace mucho tiempo. Si hay algo que te preocupe…
Tenía razón. Eran buenos amigos. Pero sin embargo, él era un hombre. ¿Podría entender lo que le estaba sucediendo? Genna suspiró profundamente. Qué demonios. Si se estaba volviendo loca, él se daría cuenta muy pronto.
—Creo que estoy perdiendo la chaveta.
Él la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Quieres una segunda opinión sobre eso?
—Ocurrió algo anoche que… yo… —notó que empezaba a ruborizarse—. No importa. No puedo explicártelo.
—Inténtalo.
—Creo que tengo que ir al psiquiatra.
—Yo hice un módulo de psicología en la facultad. Creo que incluso saqué un sobresaliente.
Ella se mordió el labio y lo miró.
—Tienes que prometerme que no se lo vas a contar a nadie.
—Dame un dólar.
—¿Qué?
—Dame un dólar, y me habrás contratado. Tendrás el secreto profesional a tu favor. No podré contárselo a nadie.
—No necesito un abogado —dijo ella, deseando no haber sacado el tema.
—Quizá no, pero creo que necesitas la parte de asesoría.
Tenía razón, otra vez. Así que se lo contó, mirando fijamente a la taza.
—Fui a dar un paseo por el jardín del hotel anoche. Accidentalmente… oí a una pareja. Estaban… haciendo el amor.
—¿Los viste? —su voz sonaba extraña, como si se hubiera quemado la garganta con el café.
—No. Yo estaba detrás de un seto muy espeso —respondió, mirándolo. No quería que creyera que era una pervertida—. Debería haberme marchado en cuanto me di cuenta de lo que estaban haciendo, pero no podía salir sin que me vieran, así que decidí esperar a que terminaran.
—Así que te sientes como una mirona. ¿Es eso?
—No. No. No es eso. Es el hombre…
—¿Qué pasa con el hombre? —preguntó él ansiosamente, inclinándose hacia delante.
—Dios, ésta es la parte de la locura. Es tan difícil de explicar… Era su voz —miró el café, tan oscuro y cálido como la noche anterior. Ella misma estaba sintiendo calor al recordar lo ocurrido—. Le estaba susurrando a la mujer. Diciéndole cosas… maravillosas y eróticas.
—¿Y?
Ella tragó saliva.
—Y yo lo deseé. Quería que me hiciera aquellas cosas a mí. Me quedé en aquel banco, sentada, cada vez más… excitada. Probablemente él estaba tan cerca de mí como tú ahora mismo. Tan cerca, que podría haber estado susurrándome a mí. Yo… yo… oh, Dios —dijo, y apoyó de nuevo la cara en la mano.
—Tienes una fantasía acerca de hacer el amor con un extraño. Mucha gente las tiene. Es normal.
Ella se arriesgó a mirarlo, pero él no parecía estar muy asqueado por su confesión. Tenía una media sonrisa en los labios.
—¿De verdad?
Él se encogió de hombros.
—Eso es lo que me dijeron en el módulo de psicología de la facultad.
Ella sonrió. De alguna forma, aquello no había sido tan malo como había pensado. Incluso se había atrevido a mirarlo a la cara mientras confesaba la peor parte.
—Lo que pasa es que no puedo dejar de pensar en él, en su voz. Nick, lo deseo. No tengo ni la más remota idea de quién es ese hombre, pero lo deseo tanto que no puedo dormir. Ni siquiera puedo concentrarme en el trabajo.
Él repiqueteó con los dedos sobre el metal de la mesa.
—¿Estás segura de que lo deseas?
Ella frunció el ceño.
—Te acabo de decir que no puedo dejar de pensar en él.
—Pero ¿es el hombre, o la fantasía, lo que realmente deseas? ¿Qué pasaría si descubrieras que es el conserje del hotel? ¿Un calvo gordo de sesenta años, casado? Demonios, incluso podría ser yo.
Ella se rió.
—No podrías ser tú. Si tú y yo estuviéramos destinados a atraernos, ya habría sucedido, ¿no?
Él se encogió de hombros, tomó la botella de agua y le dio un buen trago.
Ella observó cómo se movían los músculos de su cuello, y notó que el sudor le había humedecido la camiseta.
—Tienes razón, de todas formas. Podría ser cualquiera. Eso es lo que convierte todo este asunto en una locura.
Nick se limpió la boca con el dorso de la mano y tapó la botella.
—No creo que estés loca. Creo que has estado trabajando demasiado. Eres una mujer joven con muchas necesidades a las que no estás prestando atención. Quizá necesites relajarte un poco y empezar a divertirte.
—Cuando haya conseguido ser socia del bufete. Entonces, buscaré un compañero para mi vida.
A pesar de que él no se había disgustado cuando ella le había confesado su obsesión con un extraño, su expresión en aquel momento era vagamente despreciativa.
—Lo tienes todo bien planificado, ¿eh?