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Johnny Santini, un camarero muy sexy, preparaba cócteles llenos de picardía; o al menos, eso fue lo que descubrió Natalie Fanshaw cuando se sentó a la barra de su bar. Era el Día de San Valentín, el local estaba lleno de gente y ellos eran los únicos que no tenían pareja. Natalie sabía que pasaba tanto tiempo entre sus hojas de cálculo, que había olvidado lo que se sentía al estar con un hombre. Cuando Johnny le pidió que lo ayudara a crear un cóctel para una competición local, fue incapaz de negarse. Pero una aventura con Johnny podía convertirse en la receta del desastre…
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Seitenzahl: 197
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
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28036 Madrid
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© 2010 Nancy Warren
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Cóctel de emociones, Elit nº 450 - marzo 2025
Título original: Under the Influence-Ant
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. N ombres, c aracteres, l u g ares, y s i t u aciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410745827
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Grito de orgasmo:
30 ml de crema blanca de cacao
30 ml de Amaretto
30 ml de Triple Seco
30 ml de vodka
60 ml de nata líquida
Servir para dos.
Aquella noche, Natalie Fanshaw hizo algo que no había hecho en sus veintinueve años de existencia: entrar sola en un bar.
Vaciló frente a la entrada del Driftwood Bar and Grill, en Orca Bay (California), y dudó entre seguir adelante o darse la vuelta y regresar a la habitación del hotel. No es que estuviera desesperada por tomar una copa; es que no soportaba la idea de volver a la habitación, sentarse ante aquella mesa minúscula y ponerse otra vez a trabajar.
El Driftwood era un local famoso por sus cócteles y sus comidas; los pescados eran su especialidad, y servían una palometa excelente con salsa de curry, y una gama sorprendentemente amplia de platos de mejillones.
Por fin, Natalie sacó fuerzas de flaqueza, entró en el local y caminó hacia la barra.
Había una docena de taburetes, todos de metal con asientos de cuero negro, y una pareja había juntado tanto los suyos que tenían las piernas entrelazadas.
Se sentó en el extremo opuesto, miró a su alrededor y dejó el bolso en el taburete contiguo, como una especie de aviso contra posibles interesados. Era la primera vez que visitaba el establecimiento, aunque conocía su reputación. Le extrañó que estuviera tan lleno un miércoles por la noche; casi todas las mesas estaban ocupadas, fundamentalmente por parejas que no tenían aspecto de encontrarse allí por asuntos de negocios, sino por motivos más románticos.
—¿Qué quiere tomar?
En ese momento preciso, Natalie cayó en la cuenta de que todo el bar estaba decorado con corazones de papel maché. Parecía la pesadilla de un cardiólogo.
—Oh, no. No me diga que hoy es el Día de San Valentín…
Se giró hacia el camarero que acababa de dirigirse a ella y se encontró ante los ojos más azules que había visto en su vida. Era un hombre impresionante, de cabello alborotado y una cara morena que parecía reírse de ella sin mover la boca.
—Muy bien, no se lo digo —declaró él.
Natalie alcanzó el bolso, sacó el teléfono móvil y comprobó el calendario. Efectivamente, era 14 de febrero.
—Mi secretaria me lo debería haber recordado —protestó.
—¿Ha olvidado enviar flores a alguien?
Ella sacudió la cabeza.
—No, pero habría sido más cuidadosa —respondió—. Ahora seré la única mujer sin pareja entre un montón de enamorados.
Natalie miró otra vez a su alrededor y comprobó lo evidente: gente que se acariciaba, gente que se besaba y gente que pronunciaba en voz baja todas las variaciones posibles de las declaraciones de amor.
El camarero rió con una voz profunda y sexy. Natalie contempló su camisa arrugada y pensó que, de haber sido suya, habría estado planchada a la perfección. Pero a él le quedaba bien así; encajaba con su aspecto desaliñado, como si se acabara de levantar de la cama.
—La comprendo muy bien —dijo él.
—¿En serio?
—Por supuesto. Yo me encuentro en el mismo caso.
Natalie se preguntó si su comentario significaba que tampoco tenía pareja o si era una simple constatación de que trabajaba en el bar y estaba condenado a quedarse. Llevaba tanto tiempo sin relacionarse con hombres que había perdido la costumbre.
—En fin, ya que estamos aquí, ¿qué quiere tomar?
—Ah, claro…
Natalie miró las filas de botellas, colocadas contra el espejo de la pared. Las había de todos los colores, desde el azul hasta el rojo, y brillaban como piedras preciosas en una joyería. Uno de los estantes estaba dedicado exclusivamente a whiskys que, en varios casos, tenían más años que ella.
Al final, optó por lo de siempre.
—Una copa de vino blanco, por favor.
Sin embargo, el camarero sacudió la cabeza y le dio la segunda sorpresa de la velada.
—No podrá ser.
—¿Por qué? ¿Es que no tiene?
—Por supuesto que sí. Pero el vino blanco no es apropiado para usted. No esta noche.
Intrigada y algo molesta, porque Natalie era una mujer con las ideas claras y famosa por su habilidad para tomar decisiones, dijo:
—¿Y qué tiene en mente para mí, esta noche…?
En cuanto pronunció la frase, Natalie deseó poder retirarla tan deprisa como la pareja del fondo se bebía sus martinis. Sus palabras habían sonado seductoras, como una invitación, y era lo último que pretendía.
Se movió en el asiento, incómoda, y pensó que se marcharía de allí en cuanto terminara la copa. Pero el camarero no pareció notar su inquietud; se limitó a responder y a mirarla con aquellos ojos que le recordaban al océano.
—Se me ocurre un cóctel que le podría gustar. ¿Ha probado alguna vez el enamoramiento azul?
Natalie pensó que, en cuestión de enamoramientos, ella ya tenía bastante con los ojos de aquel hombre. Su pulso se había acelerado un poco. Tal vez fuera porque estaba cansada, pero en cualquier caso, no solía reaccionar así ante desconocidos.
—Probé el naranja —contestó ella—. De niña.
El hombre sonrió con unos dientes blancos que parecían capaces de devorarla.
—Confíe en mí. Éste es mucho más divertido.
Natalie lo consideró un momento y pensó que no tenía nada que perder. Era el Día de San Valentín, estaba sola, y lo menos que podía hacer era probar un cóctel nuevo.
—Muy bien, le haré caso.
—No lo lamentará.
En ese momento, sonó una voz femenina y algo gangosa a su espalda. Era la voz de la compañera de trabajo del barman, una joven de melena rojiza recogida en una coleta.
—Necesito dos gritos de orgasmo, un sexo en la playa y un revolcón entre las sábanas.
—Ya somos dos las que lo necesitamos —dijo Natalie en voz alta, sin darse cuenta.
La camarera soltó una carcajada.
—Es el Día de San Valentín —comentó la joven en voz baja—. Los clientes creen que, si piden ese tipo de cosas, acabarán en la cama con alguien.
—¿Y funciona?
—Pruébelo usted misma…
Natalie miró a su alrededor y de repente se sintió como si estuviera ante uno de esos cordones rojos que ponían en la entrada de las fiestas de la alta sociedad. Y desgraciadamente, el hombre más atractivo del mundo estaba al otro lado.
Al mirar a los clientes, confirmó su impresión inicial de que no estaban allí para hablar de negocios. Compartían comida y bebida y se inclinaban de tal manera los unos sobre los otros, que el sexo se mascaba con tanta claridad en el ambiente como el aroma a pescado y a ajo.
Un joven se había quitado un zapato y acariciaba la pierna de su acompañante con la punta del pie, como si no le importara que pudieran verlo; pero la gente estaba demasiado concentrada en sus cosas como para prestar atención a los demás. A escasa distancia, una mujer dio un poco de crema de chocolate a su acompañante; al ver que le había quedado una gota en los labios, se inclinó hacia delante, ofreciéndole una visión perfecta de sus senos, y se los lamió lenta y apasionadamente.
—Oh, Dios mío —dijo Natalie, llevándose una mano al pecho.
Natalie no era precisamente una mojigata, pero la tensión sexual de aquel establecimiento habría estremecido a cualquiera.
—No se preocupe, tenemos gran cantidad de extintores —bromeó el camarero—. Si la temperatura sube demasiado, les rociaremos un poco.
—Ay, Johnny… —dijo su compañera con acento sureño.
La chica recogió la bandeja con las copas que había pedido y se marchó. Natalie miró al hombre de los ojos azules y supo quién era. Llevaba poco tiempo en la ciudad, pero había oído hablar de él. Tenía fama de conquistador.
—¿Johnny? —preguntó—. ¿Johnny el Caliente?
Enamoramiento azul:
30 ml de curaçao azul
30 ml de Cointreau
30 ml de vodka
30 ml de ron
Hielo picado
Un poco de cáscara de naranja para adornar
Johnny soltó una carcajada. No pudo evitarlo. Miró a la mujer que estaba al otro lado de la barra y se preguntó cómo era posible que una persona tan tensa y de aspecto tan serio pudiera ser tan divertida. Nunca había conocido a nadie que dijera lo primero que se le pasaba por la cabeza con tanta facilidad.
—La gente no se suele atrever a llamarme así —respondió él—. Si lo hacen, saben que pueden tener problemas.
Johnny sabía cómo lo llamaban; a fin de cuentas, llevaba quince años en Orca Bay. El apodo no podía ser más injusto, porque él no se lo había buscado; pero había aprendido que resistirse a las cosas convenientes era absurdo. Gustaba a las mujeres. El destino lo había querido así; y si alguna vez se encontraba con él, lo invitaría a una copa para darle las gracias.
Por otra parte, el afecto de las mujeres era mutuo. A Johnny le gustaban de verdad, con sus diferentes estilos, formas y colores. Algunos hombres se habrían alejado inmediatamente de una mujer que, en el Día de San Valentín, entraba en un bar con un maletín y un traje chaqueta y se sentaba sola en la barra; pero Johnny no era como la mayoría.
Los contrastes de aquella mujer le gustaban mucho. Su apariencia conservadora, frente a los comentarios que escapaban de su boca; su cabello perfectamente peinado, frente a los rizos que se rebelaban e insinuaban un mundo de pasiones; sus gustos previsibles, como el vino blanco, frente a su facilidad para cambiar de idea y aceptar algo nuevo. Definitivamente, era muy interesante.
—Lo siento —dijo ella, ruborizada—. No pretendía ofenderlo. He oído que algunas mujeres hablaban sobre usted y….
—¿Y qué decían?
Natalie estaba roja como un tomate.
—No lo recuerdo.
—No debería mentir en un día como éste. Da mala suerte.
Ella miró su teléfono móvil como si esperara que sonara o pitara en ese momento, pero permaneció tan silencioso como el camarero, esperando una respuesta.
—No sé, algo sobre su forma de besar…
Johnny se sintió intrigado.
—¿Sobre mi forma de besar?
—Sólo eran tonterías, el tipo de cosas que las mujeres dicen cuando se ponen a cotillear. Oí a dos por accidente… yo estaba en un restaurante, desayunando y leyendo el periódico —explicó—. Una de ellas mencionó a un tal Johnny el Caliente y dijo que una vez lo había besado y que había estado a punto de llegar al…
—¿De llegar a qué?
—De llegar al… ya sabe, como el nombre del cóctel…
Johnny se imaginó a Natalie en aquel restaurante, escuchando las conversaciones sobre sexo de otras mujeres, y se preguntó por qué estaba sola tan a menudo.
—¿Qué cóctel?
Natalie bajó la voz y respondió:
—Grito de orgasmo…
—¿Insinúa que estuvo a punto de alcanzar el orgasmo por un beso mío? —preguntó, asombrado—. Sería una broma.
—No, ni mucho menos, lo decía en serio. Y luego, la otra mujer comentó que… bueno, dejémoslo, no importa. Como ya le he dicho, lo oí sin querer.
—¿Qué aspecto tenía? Me refiero a la que estuvo a punto de… ya sabe.
—No lo sé, no me fijé mucho en ella. Creo que era rubia.
—Ya.
Estando en California, la descripción de rubia no reducía mucho la gama de posibilidades. Pero a Johnny no le importó demasiado, porque era evidente que no había llegado muy lejos con ella; en caso contrario, habría comentado algo más interesante que su forma de besar.
Alcanzó la coctelera y echó el curaçao, el ron, el vodka y el resto de los ingredientes. Después, lo sacudió con sumo cuidado, lo sirvió en una copa de martini y completó el cóctel con una voluta de cáscara de naranja que cortó cuidadosamente.
Natalie miró la copa como si se arrepintiera de haberse dejado convencer. Pero le dio las gracias de todas formas y lo probó.
Johnny la observó con atención y se sintió muy satisfecho cuando ella se lamió los labios y frunció el ceño un poco, como si estuviera evaluando la bebida.
—¿Y bien? —preguntó él.
Natalie echó otro trago y respondió:
—Está bueno. Por el nombre que tiene, temí que fuera más dulce.
—No, en absoluto. Además, se llama «enamoramiento azul» por algo muy distinto a lo que habrá imaginado… es un tipo de ola. Una ola enorme que puede derribar a cualquiera y dejarlo sin sentido cuando hace surf —explicó.
—¿En serio? ¿Va a dejarme sin sentido?
—Descuide. Una copa no hace mal a nadie.
—Me alegro, porque esta noche tengo que trabajar.
Johnny estuvo a punto de interesarse por su trabajo, pero Suzanne, la jefa de las camareras, se acercó en ese momento a la barra con una lista de pedidos. Johnny se puso manos a la obra y ella se alejó enseguida, con su eficacia y su rapidez acostumbradas.
—¿Cómo es que está sola en el Día de San Valentín? —se atrevió a preguntar.
Natalie lo miró con expresión muy seria.
—¿No le parece una pregunta demasiado personal?
Johnny añadió unas gotitas de vermut a un martini seco y lo dejó en la barra.
—Soy camarero. La gente suele contarme cosas personales.
—¿Como en las películas? Pensaba que eso era un cliché.
—Al contrario; ocurre con bastante frecuencia. Se sientan en la barra, piden una copa y me cuentan sus vidas. Pero no me importa, sé escuchar.
—Saber escuchar es una gran virtud…
Johnny no dijo nada.
—Está bien, responderé a su pregunta. He venido a Orca Bay por asuntos de negocios. Por eso estoy sola.
—¿No le espera un novio en casa? ¿O tal vez un marido?
Johnny ya había notado que no llevaba anillo de casada, pero eso no significaba que no lo estuviera.
—Estuve con alguien durante un par de años —respondió ella, pasando un dedo por el borde de la copa—. Creí que era una relación seria y que llegaríamos a más, pero le ofrecieron un trabajo fantástico en Ginebra y yo no estaba dispuesta a dejar mi empleo. Supongo que él no era tan importante para mí como había imaginado.
Natalie volvió a mirar su teléfono, esperando que sonara. En ese momento, aquel rectángulo diminuto era su única conexión con el mundo exterior.
—Seguro que se habrá arrepentido de haberse marchado a Suiza —afirmó él, intentando animarla.
—Oh, no… ahora está con una alemana, una bioquímica que trabaja para una de las mayores multinacionales de la industria farmacéutica. Pero no me importa; de todas formas, no era un hombre precisamente romántico. El año pasado, en el Día de San Valentín, me dio un cheque regalo para comprar muebles de cocina.
—¿Bromea? —preguntó con humor.
—No, en absoluto. Yo quería renovar mi cocina y le pareció un regalo práctico. Dijo que como no conocía bien mis gustos, prefería que lo eligiera en persona.
Natalie tenía ojos de color avellana, pecas en las mejillas y en el puente de la nariz y el tipo de piel clara que se quemaba fácilmente al sol. Su boca era como el resto de ella: bella, pero no ostentosa. Johnny supo que nadie había estado a punto de llevarla al orgasmo con un simple beso; y mucho menos, el individuo del cheque regalo.
—¿Y qué le regaló usted?
—Un fin de semana en un balneario de lujo —respondió ella, mirando su cóctel—. Bueno, no lo organicé yo; se lo pedí a mi secretaria.
Él pensó que su regalo había sido bastante más íntimo que el de él, aunque no se podía decir que encargárselo a su secretaria fuera un detalle romántico.
—¿Cuándo se marchó?
—¿Frederick? En octubre.
—¿Y no ha salido con nadie desde entonces?
—El trabajo me mantiene demasiado ocupada. Con Frederick funcionó porque nuestras secretarias respectivas se encargaban de coordinar nuestras obligaciones. A veces coincidíamos una semana entera en el mismo sitio.
—¿Y qué tal le fue en el balneario?
—Bien, gracias.
—¿Frederick disfrutó de los baños de barro y de las algas en la cara?
—Oh, al final no fui con él. No podía, así que me acompañó mi madre.
Johnny pensó que la historia de Natalie era la más patética que había oído en su vida. Él nunca llegaría a ser un ejecutivo importante; pero sabía que, de serlo, no permitiría que su secretaria le organizara su vida sexual ni regalaría cheques o aparatos de cocina a su amante. Todo aquello le parecía una locura.
—¿Y usted? ¿Sale con alguien?
La pregunta de Natalie le desconcertó un poco. Los clientes le contaban sus problemas, pero rara vez preguntaban por él. Y Johnny prefería escuchar a compartir.
—No —respondió.
—¿Desde cuándo?
Él se encogió de hombros.
—Desde hace un par de semanas.
—¿Qué pasó? —preguntó, mirándolo con intensidad.
—Nada dramático. Se llamaba Rosalie y era de Guatemala. Trabajaba de camarera, pero se cansó del surf y regresó a su país. Supongo que lo echaba de menos.
Johnny había disfrutado mucho con Rosalie, pero mantenían una relación puramente sexual y no había lamentado su marcha. La gente iba y venía constantemente en aquel lugar. Cuando una mujer se marchaba, aparecía otra.
En ese momento, la pareja del otro extremo de la barra se levantó y se fue. Por la propina que dejaron, más generosa de lo normal, fue evidente que tenían grandes esperanzas de acabar juntos en la cama.
Johnny guardó el dinero de la cuenta en la caja registradora y metió la propina en un jarro de cristal que estaba a su espalda.
—¿Las propinas se reparten entre todos los camareros? —preguntó ella.
Él la miró con interés.
—¿Por qué lo pregunta? ¿Trabaja para Hacienda?
Natalie soltó una carcajada.
—No, por supuesto que no —respondió—. Soy asesora de empresas, una especie de experta en eficacia profesional. Por eso me interesan tanto los sistemas de trabajo… sólo lo pregunto por curiosidad.
—Ah, comprendo… Sí, las propinas se reparten entre todos. Éste es un buen local. Procuramos ser justos.
Johnny la miró y pensó que su trabajo encajaba con ella a la perfección. Asesora de empresas.
Sexo en la playa:
30 ml de vodka
15 ml de aguardiente de melocotón
60 ml de zumo de arándanos
60 ml de zumo de naranja
Agitar y servir con hielo.
Natalie pensó que sería mejor que cerrara la boca.
Debía de estar completamente desquiciada para interrogar a un pobre camarero sobre el sistema de propinas. Se estaba comportando de un modo tan absurdo, que no le extrañó estar sola en el Día de San Valentín.
—Lo siento —se excusó—. Supongo que soy una obsesa del trabajo. No hago otra cosa que pensar en él.
—No se preocupe —dijo él antes de señalar su copa—. ¿Quiere otra?
Natalie tenía trabajo, pero siempre lo tenía y pensó que no pasaría nada si se tomaba la noche libre. Después de haber confesado a un desconocido que su ex le había dado un cheque regalo para comprar muebles de cocina, sabía que no podría sentarse delante de su ordenador portátil sin sentirse una fracasada.
Además, se estaba divirtiendo. Había demostrado que podía salir sola un catorce de febrero y pasárselo bien.
—Sí, pero quiero probar algo distinto —contestó.
Los ojos de Johnny brillaron.
—¿Qué le apetece?
Natalie consideró la pregunta, pero no se le ocurrió nada que no fuera tan aburrido como una copa de vino blanco.
—No lo sé. Sorpréndame.
Él la miró durante un momento, asintió y alcanzó una botella.
—¿Siempre busca la bebida más adecuada para cada persona?
—Naturalmente —dijo—. De hecho, cada persona es una bebida distinta.
Ella rió.
—Eso no es cierto…
—Eche un vistazo a su alrededor.
Johnny apuntó hacia las mesas y añadió:
—¿Ve a ese madurito de voz profunda?
Natalie siguió su mirada.
—¿El qué está ligeramente gordo?
—En efecto.
—¿Cuál sería su bebida?
—Un licor irlandés. Un Baileys.
Natalie pensó que tenía razón. En primer lugar, porque parecía verdaderamente irlandés; y en segundo, porque tenía forma de botella de Baileys.
—Sí, creo que entiendo lo que quiere decir.
—Ahora, fíjese en la pelirroja elegante de la esquina. Lo suyo sería un Chartreuse.
Ella asintió y se dijo que era completamente cierto. De hecho, el juego empezó a gustarle tanto que preguntó:
—¿Que me dice de aquélla? La mujer con el vestido negro que está sentada dos mesas detrás de la fila delantera…
Natalie había elegido una persona muy particular. Era una mujer extraordinariamente bella, de ojos y cabello oscuro; pero a diferencia del resto de los presentes, no parecía disfrutar de la velada. En ese momento, estaba discutiendo con su acompañante, y su voz sonaba crispada e insistente, como el vuelo de una avispa.
—Eso es muy fácil —dijo él—. Ella sería un licor italiano. Uno agridulce.
—Sí, tiene razón… Aunque sea una forma verdaderamente extraña de clasificar a las personas, es obvio que le funciona.
Johnny la miró con humor y dijo:
—Adelante, pregunte.
Natalie pensó que debía de ser tan transparente como su copa vacía.
—Está bien, de acuerdo. ¿Qué tipo de bebida soy yo? —preguntó, cruzando los dedos para que no respondiera «vino blanco».
—Veamos. Una mujer elegante y reservada por fuera, pero efervescente por dentro. A juzgar por el color de su piel, pasa mucho tiempo en interiores; y aunque tiene clase y lleva ropa cara, no es excesiva… Usted es un buen champán.
Natalie sabía que sentirse halagada por el comentario de un hombre acostumbrado a esas cosas era absurdo; pero le encantó.
—Un buen champán, ¿eh? Al final, termino siendo una especie de vino blanco.
—No, mucho más que eso.