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En A punta de retratos, el escritor y editor Yves Pagès (1963) despliega una galería de "cien especímenes de nuestra condición humana" mediante un ejercicio de fragmentación narrativa crítico y lúdico. Un nombre, una situación paradójica o un punto de quiebre sirven de pretexto para que en unas cuantas líneas se perfile el retrato de personajes extraídos de la realidad contemporánea, donde el autor explora fisuras íntimas e identidades sociales en crisis, a fin de abonar a una literatura de complicidad y fraternidad que interpela a "la primera persona del plural". Yves Pagès asocia la escritura a su acción política: el compromiso reside en una búsqueda literaria. Su observación en extremo aguda de la manera en que la economía ordena nuestras vidas crea un breviario político que no aspira a ningún proselitismo.
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Portada
Portadilla
A punta de retratos
Miss Francia vista por atrás
¿Prohibido prohibir?
El hombre hamburguesa
Mentalidad de asistido
Demagogia culinaria
Papel reciclado
El culto al crecimiento
Bautizos publicitarios
Despidos ejemplares
Efectos secundarios
Monos amaestrados
El precio del costo
Una guerra desbanca otra
Esto no es una secta
Después del tono
La gran evasión
La palabra a los astronautas
La purificación laica
Sobre este libro
Sobre el autor
Otros títulos de la colección
Créditos
seguido de Miss Francia vista por atrás
Traducción de Melina Balcázar
a la primera persona del plural
ESPÉCIMEN (Del lat. medieval specĭmen.) –1543. 1. m. Especie de individuo en libertad vigilada. “Este sondeo se realizó a partir de una muestra de 987 especímenes representativos de la población del zoológico de Vincennes.” (AFP) 2. m. Ejemplar de una revista o de un libro cedido de forma gratuita. SIN. Gratis, bonus, de balde. 3. m. desus. Se empleaba hasta principios del siglo XXI a propósito de una persona cuya secuencia de ADN no puede comprarse, intercambiarse, ni venderse por separado. 4. coloq. Curioso arquetipo. V. zopenco, zángano, zafio.
ADENDA. Insértese a estos vagabundos verbales, olvidados de primera hora, caracteres nunca antes impresos, seudoseudónimos, ejemplares pretriturados de oficio, disléxicos sexuales, ociosos intercerebrales, falsas notas al pie de página, alter aequo de muy cerca vividos, telépatas en pantalla, subliminales de lo implícito, corazones sin nicho, incompaginables mutuos, societarios del spectaculum, personajes sin liquidación, estúpidos apostadores del más allá, desempleados destemplados y otros prestanombres: Agnès, Fabrice, Lucien, Félicie, Guy, Kateb, Suzanne, Edmond, Stella, Phil, Sophie, Emmanuel, Simon, Florent, Bachir, Christiane, André, Jeanne, Mbo, Francisco, Raoul, Pascaline… Y también Eva María que se fue.
A punta de retratos traigo sin más a estos personajes, a sabiendas de que algún día el golpe me regresarán.
Resucitada crónica, Charlotte se inmoló seis veces la semana pasada, se arrojó de lo alto de un acueducto un mes antes, y por una ventana una docena de veces, sin olvidar los accidentes mortales en moto o en paracaídas, así como uno que otro harakiri con arma blanca. Cincuenta y nueve películas ya en su haber e igual número de puntos de sutura.
Simple doble de acción, la especialista nunca obtendrá el papel protagónico, a cara descubierta, con el que soñaba. En la agencia de casting ya la han catalogado: suicida interina.
Como manda la vuelta a clases de septiembre, el colegial Michel llena su enésimo formulario, uno por cada materia impartida. ¿Profesión de la madre? Muy sencillo: “Ninguna”. En cuanto al padre, dependía de la ocasión: “Doctor con facultades”, “Faccionario superior”, “Alto Erectivo”, “Ejecutivo externo”, “Negociante de bien”, “General inspector”… Incluso, en última instancia, cuando le falta imaginación, algo como… “Jefe de familia”. Hubiera sido fácil arrinconar al alumno para que dijera la verdad pero, tras conciliábulo en la sala de profesores, presintieron en su caso especial algún acontecimiento traumático —un divorcio en curso, un despido cruel o hasta un duelo reciente—, un inconfesable secreto que orillaba al alumno a mentir por elucubración.
Pero a Michel le costaba confesar que su padre no era sino “palafrenero de las caballerizas de la Guardia Republicana” y que después de cada salida ecuestre, bajo las ventanas del colegio donde su hijo sobresalía, se quedaba a la cola del cortejo para recoger a palazos los kilos de excremento de sus protegidos.
A Sylvain lo asaltó el bajón de los cuarenta, sobre todo después de que su exmujer se encaprichó con una jovencita. Para devolverle el golpe —bueno, casi— reservó un nidito de amor donde entrar en comunión un fin de semana con Pauline, su reciente novia dieciséis años más joven, en un hotel con encanto, durante tres noches contando el lunes feriado de Todos los Santos, en la Bretaña no tan profunda, a dos pasos de los cultivos de ostras de Cancale.
Como quería dar buena impresión, no escatimó sus esfuerzos: restaurante chic a orillas del mar, cena con velas, vista incomparable del puerto, cangrejos y langostinos a voluntad, regreso al nidito bucólico, beso largo bajo las estrellas, ascenso de los escalones nupciales, antes de otros preliminares epidérmicos con la punta de los dedos que rodean, presionan, se adentran. Pero arriba de la cama en desorden, colgado de un gancho, estaba ese trofeo de caza amenazador, la maldita cabeza disecada de un gran venado y, justo abajo, una placa plateada en donde figuraba la fecha del último estertor del animal acorralado: 11 de noviembre de 1969.
Detestable coincidencia, más bien inoportuna, justo cuando tendría que abandonarse por completo, disipar ciertos escrúpulos parásitos ligados a la diferencia de edad y a su cuenta bancaria en números rojos. Porque ese “11 de noviembre de 1969” era también la fecha de nacimiento de Sylvain, quien enseguida se queda sin medios, de por sí muy medianos, en parte encogidos, soldado abatido ahora y que, devastado por tal azar objetivo, no sabe cómo explicar su repliegue a la amada, quien se reajusta una tanguita provocativa.
—No es mi día, Pauline…
Maldito conjunto de circunstancias que obliga a Sylvain a lanzarse sin convicción de nuevo al ataque, a reanudar sus retozos ahí donde los había interrumpido. “Sus retozos y despojos”, piensa a pesar suyo. ¿Cómo reavivar la llama, con gestos tan faltos de incandescencia? Le han echado la sal y se le pega a la piel. El goce se demora en decidirse, medio vacío, medio lleno. Media luna de miel, menguante.
Élisa aún se sabe de memoria los códigos de los 800 productos disponibles en el supermercado hard discount donde fue cajera durante año y medio. Gracias a ese trabajito para subsistir, también siguió en contacto con un cliente de costumbres extrañas que a veces le exige recitar en voz baja el nombre de las mercancías en existencia mientras le desnuda el torso adornado con piercings en ambos pezones. De hecho, hace poco le propuso enumerar la lista exhaustiva durante una bienal de arte contemporáneo en Sarajevo. Las estrías de un código de barras, rayándole el rostro mediante retroproyección, la hundirían en el anonimato, mientras sus labios en pantalla gigante seguirían el inventario en bucle.
Élisa duda un poco en ponerse así en exhibición, aunque le cubran el vuelo y todos los gastos del fin de semana.
Ulrich —otrora responsable del servicio de manuscritos de una prestigiosa editorial parisina, hoy suicidólogo en el Departamento de Grafología Aplicada de la Prefectura de París— detecta entre toda clase de misivas que han dejado los ahorcados, los automutilados, los que saltan al vacío, etcétera, esas, reescritas a posteriori por notarios corruptos, descendientes abusivos y otros testamentirosos, donde surge la sospecha de un homicidio maquillado como muerte voluntaria.
Como consecuencia de las expatriaciones sucesivas de su padre & madre —divorciados muy pronto y cada cual casado de nuevo en sitios diametralmente opuestos—, Alexis era ya cuatrilingüe al concluir el primer año de escuela. Desde entonces, fantasea, lee y charla alternando francés, portugués, flamenco y ruso, según una acrobacia mental de lo más natural. Sin embargo, en ninguna de sus cuatro lenguas ha conseguido abolir un vestigio de acento parásito, jamás el mismo: en francés ganguea un dejo de portugués; en portugués de la Amazonia conserva escorias moscovitas; en flamenco se le cuela lo francófono; en ruso se le escapa un poco de neerlandés.
En cuanto al inglés básico, que descuidó en familia y luego durante sus estudios, Alexis no lo aprendió sino tardíamente, en la boca de su pareja jamaicana, entre pidgin english y giros rasta. Así, necesitó casi treinta años para de una vez por todas enredar las pistas, creolizar sus orígenes y lograr un prodigio idiomático: ser extranjero de nacimiento.
“Al contrario de lo que afirmábamos con precipitación en el número anterior, nuestro colaborador Christophe R. no falleció a consecuencia de una embolia pulmonar en el hospital Saint-Louis. Víctima de una homonimia infortunada, retomará, según lo previsto, su crónica necrológica después de las vacaciones de fin de año.”
Al contrario de lo que indica este rectificativo, el periodista, desde hace quince años encajonado en el servicio de avisos de defunción, Christophe R., culpable de haber anunciado por error su propia desaparición y haber realizado una oración fúnebre sin objeto, fue despedido por broma grave.
Hastiado de compartir su vida en la portería con una cotorra que parlotea por dos, Jean-Paul rentó una buhardilla, seis pisos arriba. Ahí, se hiperrealizaba pintando los siete días de la semana, pero nada de naturalezas muertas de domingo ni esos típicos cromos bucólicos o niñitos tiernos que dibujan en la plaza de Montmartre. No. Jean-Paul reproduce mediante pinceladitas verdes la tufarada tropical de Indochina. Directamente sobre el papel tapiz granuloso, vemos un inmenso fresco en curso. Metralletas apuntan entre los follajes, los uniformes de estampado leopardo se funden tono sobre tono en la jungla en derredor. Todo a escala 1/1, ángulo panorámico, 360 grados, uno casi se creería ahí. Pincel en mano, el veterano ha regresado al combate. El valle de Dien Bien Phu, tamaño natural, entre sus cuatro muros.
Ante él, Jean-Paul obtiene su brillante y colorida revancha, pero desde aquel entonces los papeles se han invertido. Y según los cánones de la perspectiva, ahora las armas de la soldadesca francesa apuntan hacia él.
A Christiane le gustaría partir en tour organizado, pero a Jean-David le parece “muy tonto mezclarse con cualquiera, en cambio una vida en familia no tiene precio”. A Christiane le gustaría tanto partir al extranjero, pero a Jean-David le parece “muy tonto ir a ver otros sitios cuando ni siquiera conocemos el interior de nuestra Francia”. Tienen un quemacocos, dos niños atrás con sus cinturones de seguridad bien puestos y cinco semanas de vacaciones al año para surcar uno por uno los departamentos. Pero no en orden alfabético, por supuesto que no, “es muy tonto querer preverlo todo cuando no sabemos lo que nos depara el mañana.”
Recorrieron las Côtes-d’Armor en la última Navidad; en Pascua, el Haut-Rhin; la Córcega del sur, durante las fiestas de San Juan.
El año anterior cumplieron con la Charente, la Ardèche y los Pirineos Atlánticos.
Hace dos años siguieron el Lot-et-Garonne, Picardía y los Alpes Marítimos.
Hace tres años…
Sólo treinta y seis prefecturas más por tachar en el mapa y habrán acatado su deber de vacaciones.
René y Claudine ocupan ilegalmente una caravana abandonada, no lejos de un cementerio campestre que cuenta con más tumbas que habitantes el pueblo entero durante el invierno. Viven de recoger a campo traviesa las sobras de los cultivos y de cazar alguno que otro animal en el bosque.
Como no podía pagar los gastos del sepelio al señor Alcalde, ahí está René obligado a cavar él mismo la tumba de su pareja. Y ya que se sacrificaba, palada tras palada, mejor hacerlo una sola vez y ponerse a cavar su propio hoyo por adelantado.
¿El agua de Colonia? Adulterada. ¿El bistec de caballo? Desaparecido. ¿El argot común de Belleville? Hecho ficción policíaca. ¿Los faros amarillos de los coches? Ahora blancos como luces de hospital. ¿El telegrama postal? Desechado. ¿Las encargadas de los baños? Despedidas. A Émile, dueño de un bar, el vino lo pone en modo tristemente enumerativo. Detrás de la barra, sus jornadas transcurren siguiendo siempre el mismo credo. Sin ningún orden particular, deplora el fin del fox-trot, de los relojes Lip, de la salsa Carnox, del reloj que habla, de los baños públicos, de la manteca de cerdo, de Pippi Mediaslargas, de los calentadores de carbón Godin, del jabón de Marsella, de las Noticias Pathé en el cine, del desmadre del 68 y los pequeños adoquines de gres que lanzaban los estudiantes. La nostalgia fanática de Émile no se remonta al ayer; es una idea que en él se preconcibe según pasa el tiempo.
A los dieciocho años, expresaba decepción tras el cierre de los burdeles y de las fábricas Aviat donde su padre fichaba al alba.
A los dieciséis, se lamentaba de que su hermana hubiera desertado de la habitación compartida.
A los trece, no se consolaba de la ablación anestesiada de su pequeño apéndice visceral.
A los diez, reprochaba a su padre que hubiera dejado de apestar a tabaco para pipa.
A los ocho, se rehusaba a escribir según el dictado del tipejo que había remplazado a su adorada maestra.
A los seis, cuánto hubiera preferido permanecer iletrado con su nana de antes.
A los cuatro, se cagaba en esos tiempos modernos en los que, ya sin pañal, le ponían calzoncillos a pelo.
A los dos, no tenía sino una palabra fetiche en la boca —“cervesha, cervesha”— en vez de la leche que sus padres le servían.
A los doce meses, sentía cierta amargura al ver que los pechos secos de su madre se le negaban.
A las seis semanas, buscaba con desesperación su pulgar, tan fácil de chupetear in utero.
Y antes de nacer, qué mala pata, le hubiera gustado ser una chica.
En alguna parte del sur de Italia, Fabiana y el casi desconocido echado junto a ella ya no se atreven a moverse. Amantes de una noche en vela, les resulta incómodo confesar su turbación. Callan. Sin embargo, hace apenas unos segundos, durante su enlace amoroso, los vidrios temblaban, las puertas se azotaban, los muros vibraban cuando, a medida que la sacudida general ganaba intensidad, alcanzaron el orgasmo al unísono de la habitación entera, en un fuerte estruendo de libros regados, de sillas patas arriba, de adornos por las repisas y de un espejo roto.
Ahora con todo en calma, Fabiana y su amante de paso no saben qué pensar de tal placer centrífugo que acaba de animar los objetos alrededor de una pasión desordenada. Y el recuerdo del éxtasis contagioso los paraliza en su propia duda, mientras, suspendido encima de ambos cuerpos inertes, un simple foco culmina su lenta oscilación, como un péndulo hipnótico en la penumbra, hasta la próxima sacudida, de magnitud 5.3 en la escala de Richter, que agrieta el techo de un extremo a otro y, bajo la presión irresistible de seis pisos vencidos por los escombros, deja en suspenso su dilema amoroso.
Tras una limpieza improvisada de huelguistas y el reciclaje selectivo de una generación espontánea de candidatos, primero despidieron a Bachir, in extremis le dieron una segunda oportunidad, luego lo sometieron a reexaminación antes de contratarlo en el más bajo escalafón como técnico de limpieza en la Subjefatura de Productos del Centro de Valorización de Desechos Reciclables.
Cuando Frank, mensajero de pocas palabras, se embriaga en buena compañía, al anís le siguen las jarras de vino del menú, del blanco al tinto y a la inversa, y cuando arrasa con cuanta copa tiene junto, se vuelve voluble, se pone a soliloquiar en una lengua viva, pero extranjera. Un trago más de aguardiente de ciruela en el postre y el bilingüe improvisado, tan francés de pura cepa, empieza a chapurrear el italiano. Pero no el bello hablar de la Toscana, sino el de los suburbios de Roma, un italiano defectuoso boquiabierto que se come cada palabra de raíz. Sin embargo, Frank nunca ha puesto los pies allá, ni aprendido ese galimatías mezclado, ni siquiera un latín de segunda, ni frecuentado a amigos trasalpinos, ni experimentado atracción por la pasta, Dante, el AS Roma, Gramsci o los padrinos sicilianos. Salvo el abuso del alcohol, nada explica tal don sobrenatural que, al devolverle la palabra, lo condena a otro exilio, diferente a su ordinario silencio en sobriedad.
Por falta de autonomía económica, Julia, pronto de veinticinco años, vive aún con mamá y papá. Tiene muchas ventajas, pero a la larga todos los inconvenientes de un popurrí edípico que ya ha durado bastante. Por fortuna, ahora con su nuevo trabajo de diseñadora gráfica, aunque con un contrato de duración muy limitada, renovable sólo por milagro, por fin se decidió a dar el paso, cambiar de horizonte y pagarse —a duras penas en vista del monto de la fianza— un cuartito de azotea, incluso algo un poco más grande si comparte el alquiler, aunque no debe quedar muy lejos de sus inmigrados padres, justo al lado, bueno, digamos a unas cuantas calles, a un minuto a vuelo de pájaro, o el triple como máximo si renta una bici, para evitar un psicodrama familiar. Porque la idea de que Julia vaya a alojarse a quién sabe dónde, en un distrito desconocido, a varias estaciones de metro de distancia de su barrio natal, peor aún, extramuros, en uno de esos suburbios en llamas, pero te das cuenta, Julia, hacerles una cosa así a quienes siempre te han dado techo y comida, te han cobijado en su nido protector, sería demasiada emancipación a la vez.