A través de un mar de estrellas - Claudia Cardozo - E-Book

A través de un mar de estrellas E-Book

Claudia Cardozo

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Beschreibung

Una historia ambientada en un tiempo de cambios. Un amor concebido para derribar todas las barreras que se crucen en su camino.   La vida de William Henley no ha sido fácil. Aunque pertenece a una de las familias más renombradas del país, nunca conoció el amor de una madre o un padre, y ahora, cuando piensa que podrá tomar las riendas de su futuro, descubre que su patrimonio está arruinado y que la única forma de salvarlo es casarse con una heredera. Amelia Harper es una joven audaz obsesionada con los nuevos tiempos; no hay nada que valore más que su libertad y cuando su mejor amiga, hija de una de las más grandes fortunas de América, la invita a visitar el Viejo Mundo en su búsqueda de un marido con un título, no duda en aceptar con la esperanza de hallar esa independencia que anhela. El destino une a William y Amelia sin considerar que son lo último que ambos buscaban; pero la atracción que nace entre ellos es tan poderosa que pondrá todos sus sueños en juego. - Un retrato de la era eduardiana, una interesante época de cambios y avances. - Una interesante protagonista adelantada a su tiempo, decidida, curiosa y con una mente moderna. - Ricas herederas americanas en busca de marido. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporáneo, histórico, policiaco, fantasía… ¡Elige tu románce favorito! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Claudia Fiorella Cardozo

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

A través de un mar de estrellas, n.º 392 - julio 2024

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 9788410628922

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Surrey, 1909

 

 

 

 

William Henley pateó un guijarro con todas sus fuerzas y este fue a impactar contra un muro bajo que parecía correr serio riesgo de desplomarse.

«Como todo en mi vida últimamente», se dijo él mientras contemplaba la pared ruinosa y exhalaba un hondo suspiro.

Ladrillos, árboles, el que había sido su hogar desde que podía recordar…, incluso su propio futuro.

Había hecho el viaje a Surrey desde Londres con la secreta esperanza de que tal vez, si veía las cosas por sí mismo, resultaría que no era tan terrible como los abogados habían hecho parecer. Con seguridad, una finca como Ryefield, que había sobrevivido a incontables generaciones y que había estado siempre bien cuidada, necesitaría más que unos cuantos años de abandono y pocos ingresos para correr el riesgo de colapsar.

Y en cierta forma así había sido, descubrió William al recorrer el edificio principal y comprobar que se encontraba en buen estado, pese a que contaban con el número justo de personal y a que no le vendría mal unas cuantas refacciones.

No podía decir lo mismo del resto de la propiedad, sin embargo.

Los campos se veían yermos y carentes de ese aire ajetreado con el que siempre los había relacionado; parecía como si hubiese pasado mucho tiempo desde la última cosecha, y en el lugar en que se encontraba, en lo alto de una colina desde la que tenía una vista espléndida de la mansión y los parques circundantes, apenas atisbó unos cuantos animales conducidos por los pocos aldeanos que aún trabajaban en la zona. La mayor parte de ellos, en particular los más jóvenes, habían ido migrando a las grandes ciudades en busca de una mejor fuente de ingresos.

Él no podía culparlos por ello, por supuesto. Era posible incluso que fuera su responsabilidad que las cosas se hubieran dado de esa forma. Suya o de su padre; a esas alturas daba más bien igual.

¿Tan inútil lo había considerado el viejo que ni siquiera fue capaz de acudir a él para informarlo de que su herencia estaba a punto de colapsar?

Cuando Will abandonó Inglaterra un par de años atrás para recorrer el continente, alentado por su padre y su hermana, jamás imaginó que las cosas resultarían así. Entonces lord Henley gozaba de buena salud, llevaba sus asuntos con el esmero habitual, y Rose, su hija predilecta y quien vivía en la finca vecina junto a su marido y sus hijos, prometió mantenerse atenta por si requería su ayuda.

Él nunca se hubiera marchado de haber sabido lo que estaba a punto de sobrevenir, pero eso era lo que tenían las desgracias, acostumbraba decir su vieja niñera: ocurrían en el momento más inesperado y dejaban a sus víctimas sumidas en el desconcierto, aún confusos por ese golpe del destino que no habían visto venir.

Así había sido con la muerte de la madre de Will, que se sucedió durante el parto y provocó un impacto enorme en su familia. Su padre nunca fue el mismo luego de eso y su hermana se vio obligada a ocupar el lugar de figura materna para ese bebé que nunca conocería el amor de la verdadera.

Y ahora otro terremoto sacudía a los Henley.

Según Rose, las cosas no iban del todo mal en Ryefield. Aunque hacía tiempo que había dejado de producir como en sus mejores años, sus ingresos eran suficientes para cubrir los gastos, costear el salario de los empleados y sirvientes de la casa, y aun así dejaba una renta nada desdeñable para llevar una vida decorosa.

Pero también era cierto que los tiempos estaban cambiando y esos ingresos menguaban con rapidez. Las grandes propiedades en el campo resultaban cada vez menos rentables y no era de extrañar que varios terratenientes hubieran decidido vender parte de sus tierras para hacerse de fondos que les permitieran subsistir con el ritmo de vida al que estaban acostumbrados.

Su padre siempre se había negado a deshacerse de un solo acre de la propiedad familiar, y en cierta forma Will podía entender que así fuera; de haber estado en su lugar, habría odiado mutilar la finca que sus ancestros habían constituido con tanto esmero.

Él tenía ideas. Había aprovechado su estadía en el continente para empaparse con todo el conocimiento que encontró a mano respecto a nuevas técnicas de cultivo y la maquinaria que les permitiría cultivar mayores áreas de terreno a un costo menor. Incluso había planeado hacer a un lado sus escrúpulos y convencer a su padre de la importancia de acudir a sus vecinos para formar una sociedad que les permitiera apoyarse los unos en los otros para mantener sus haciendas en pie sin renunciar a su independencia.

Había opciones; Will estaba convencido de ello.

Pero entonces, mientras se encontraba en Dinamarca visitando a un viejo amigo de la escuela, recibió la carta de Rose que lo cambió todo.

En ella, su hermana lo informaba de que su padre había sufrido algún tipo de ataque y que el médico no guardaba esperanzas de que se recuperara. Era imperativo que se apresurara a regresar si quería despedirse, indicó ella en esas cuartillas teñidas con las lágrimas que debía de haber derramado mientras la escribía con su trazo elegante y preciso.

Por desgracia, para cuando Will llegó, pese a que partió de inmediato y contó con la asistencia de su amigo, que puso todos sus medios a su disposición para que tomara el transporte más rápido, lord Henley ya había fallecido.

Apenas había logrado resistir unos cuantos días, lo informó Rose cuando lo recibió en el vestíbulo del que había sido su hogar hasta que se casó y que ahora era le pertenecía por completo a él.

Will apenas tuvo tiempo para lamentar la pérdida de ese padre que se había mostrado siempre indiferente, antes de descubrir que tenía muchas otras cosas por las que preocuparse.

Según su hermana y lord Ashcroft, su cuñado, que había sido quien se ocupó de atender los asuntos inmediatos luego de la muerte de su suegro, lord Henley había tomado algunas malas decisiones poco antes de caer enfermo; entre ellas un par de inversiones que resultaron desastrosas y que, para cuando se saldaran las deudas contraídas, con seguridad habrían de dejar las arcas del vizcondado aún más menguadas de lo que se encontraban unos meses antes.

Además, las fuertes lluvias de la temporada, las más intensas que se recordaban en muchos años, habían arrasado con buena parte de los campos, y sería necesario acceder a un nuevo crédito para pagar a los trabajadores y preparar las tierras para próximos cultivos.

Durante lo que restaba del año, todo serían pérdidas y ninguna ganancia, había indicado lord Ashcroft con su sinceridad habitual; cosa que Will agradeció porque habría odiado que intentara mentirle para suavizar el golpe, como sin duda habría hecho Rose de haber estado en su mano.

Su hermana siempre había tratado de protegerlo y hacer las cosas más sencillas para él, reconoció Will en tanto descendía la colina con paso ágil para enrumbar sus pasos en dirección a Ashcroft Pond. Atravesó un amplio vallado y giró por un sendero flanqueado por altos árboles que conducían a la gran casa que se había convertido en el refugio de los Ashcroft y también el suyo propio durante buena parte de su niñez y juventud.

Cuando la dulce Rose anunció que iba a casarse con su vecino a Will no le sorprendió en absoluto. Quizá lo hiciera a su padre, al resto de la familia y a casi todos los habitantes de la región, pero no a él.

Aunque por ese entonces lord Ashcroft tenía una reputación terrible y todos lo veían con desconfianza, lo cierto era que Will sentía una gran estima por él. El joven señor de la propiedad vecina se había convertido en lo más parecido a un amigo que un niño solitario y tímido como era él por aquel tiempo había conocido nunca. Y si bien al principio no pareció que aquello hiciera mucha gracia a Rose, habría tenido que estar ciego para no darse cuenta de que sus reservas habían ido desapareciendo con rapidez hasta ser reemplazadas por un amor sincero que tomó a todos por sorpresa.

Al final, ella había elegido bien, reconoció Will al pasar junto a la casa del jardinero, uno de sus lugares favoritos de la finca. Durante mucho tiempo había creído que esa casita apartada y recubierta por enredaderas se encontraba encantada, y lord Ashcroft se había ocupado de que continuara pensándolo hasta que fue lo bastante grande para dejar de creer en esos cuentos.

Aun así, continuaba pareciéndole fascinante y por eso acostumbraba detenerse un momento ante ella siempre que visitaba la propiedad, como si así intentara conjurar al niño crédulo y carente de preocupaciones que había sido una vez.

Al atravesar el vestíbulo de la casa principal poco después, sin embargo, se dijo que hacía mucho tiempo de aquello y que ahora era el momento de que asumiera el papel que el destino le tenía preparado.

Por difícil que pudiera resultar.

 

 

—¿Y estás seguro de que no había nada más? ¿Ningún documento que explicara en qué pensaba papá al correr semejante riesgo? Daniel dijo que no le pareció correcto revisar sus anotaciones personales, pero esperaba que tú encontraras algo.

Will estudió a su hermana mientras ella lo veía con curiosidad similar en tanto acariciaba con ademán distraído la frente del bebé que permanecía asentado sobre su regazo.

Rose conservaba la belleza que la había hecho célebre en su juventud; ahora acentuada por una plácida madurez que la hacía irradiar simpatía y serenidad, justo lo que Will más necesitaba en ese momento.

—Sabes que papá nunca fue aficionado a llevar diarios demasiados detallados; a lo sumo hallé un par de libretas en que había anotado algunas cifras e ideas. Nada especial.

Will se encogió de hombros y su espeso cabello castaño se revolvió con la brisa que entraba por la ventana abierta del salón familiar en que su hermana aguardó su regreso de la inspección a la propiedad vecina. Lord Ashcroft había ofrecido acompañarlo, pero un asunto urgente lo había obligado a viajar a Londres esa mañana y no estaban seguros de cuándo volvería.

En cierta forma, Will se encontraba aliviado de que así fuera. Aunque estaba agradecido por la ayuda de su cuñado, aquel asunto resultaba tan doloroso y era tan privado que prefería compartirlo con la única persona en el mundo que sabía que podría comprender cómo se sentía.

Él no era el único que acababa de perder a su padre y que temía por lo que fuera a ocurrir desde ese momento en adelante con el patrimonio de su familia.

—Entonces nunca lo sabremos.

Will recibió el comentario de su hermana con un suspiro.

—¿Hace falta que sepamos algo más? —se preguntó él en tono cansado—. Papá se equivocó de la misma forma en que lo han hecho muchos otros antes, y ahora es mi responsabilidad encontrar la forma de salir de este hoyo. No hay nada más que pensar.

Rose le dirigió una mirada apenada y balanceó suavemente al bebé, que dormitaba acunado contra su pecho. Su hermano esbozó una sonrisa al estudiar los rasgos redondeados de su sobrino, la última adición a la familia. Luego de dos niñas risueñas y tan bellas como su madre, esta había dado a luz hacía unos meses a un heredero que tenía a lord Ashcroft en una nube.

—Solo… —Will apartó la mirada y la posó sobre la mesita que los separaba—. Me habría gustado que confiara lo suficiente en mí para contarme lo que ocurría. No solo el desastre de las inversiones, sino el estado en que se encuentra realmente la propiedad.

—Pero no es tan terrible…

Rose calló de golpe al toparse con la expresión ceñuda de su hermano. Will supuso que ella estaba tan acostumbrada a restar importancia a cualquier cosa que pudiera contrariarlo cuando era pequeño que aún le costaba hacerse a la idea de que era un hombre y que había desengaños de los que no podía protegerlo.

—La casa no está en malas condiciones; me atrevería a decir que se encuentra tal y como siempre —habló Rose nuevamente al cabo de un momento en un tono más firme y calmado—. Son los campos los que me preocupan.

Will cabeceó; en cierta forma se sintió reconfortado de que ella lo reconociera con tal rotundidad; la situación no estaba para rodeos.

—También a mí; creo que papá tenía la esperanza de que esas inversiones produjeran el capital necesario para probar con nuevos sembradíos y rehabilitar las fincas en los lindes de Ryefield. ¿Recuerdas que no quiso volver a rentarlas luego de que los Thompson se marcharan hace un par de años? Quería producirlas él.

Su hermana hizo un gesto vago con la mano libre y el movimiento atrajo la atención de su bebé, que alzó el rostro hacia ella con una mueca sonriente.

—Son tierras muy fértiles, y con las atenciones adecuadas podrían producir un cultivo importante; además, el ganado siempre ha terminado por pastar en esa área. Papá se enzarzaba en unas discusiones interminables con el señor Randall cada vez que se topaban en el pueblo porque a él no le hacía ninguna gracia que los animales pastaran en el límite con sus tierras.

Will esbozó una sonrisa y asintió, pensativo. Los comentarios de Rose eran un reflejo de los suyos, lo que no le sorprendió porque durante mucho tiempo había sido ella quien asistió a su padre en el manejo de la propiedad; al menos, hasta que se casó con Daniel Ashcroft, y lord Henley tuvo que resignarse a empezar a prestar atención a su primogénito y formarlo en las labores que se esperaban de él cuando tomara su lugar.

El gesto alegre se esfumó del rostro de Will y fue reemplazado por una fría amargura que pareció consternar a su hermana.

—Will… William. —Ella alzó la voz para obtener su atención, y cuando al fin sus miradas se encontraron, asumió un gesto determinado—. Todo irá bien.

Antes de que él pudiera replicar, Rose se adelantó en el asiento y apoyó al bebé contra su cadera, sus ojos fijos en el rostro atractivo de su hermano.

Se había convertido en un hombre tan guapo…, se dijo con una mueca melancólica. Era el vivo retrato de su madre, o al menos a como podía recordarla antes de su muerte: con los miembros largos y ágiles, el rostro de facciones bien definidas y distinguidas, además de esas maneras que lo delataban como un miembro de la nobleza acostumbrado a destacar en sociedad, no había una sola joven en el condado que no suspirara al verlo pasar.

Lo tenía todo para forjarse un futuro maravilloso, pero era lógico que en ese momento le costara verlo, supuso ella mientras buscaba las palabras para ayudarlo a comprenderlo.

—Daniel dice que las rentas te permitirán asumir los gastos más apremiantes, y que si tenemos un buen clima en los próximos meses, la cosecha que se pueda salvar bastará para que te tomes las cosas con calma… —Ella dudó antes de continuar—: E incluso si no fuera así, sabes que puedes contar con nuestra ayuda…

—No.

La tajante respuesta de Will pareció sorprender a su hermana y esta hizo un gesto de dolor que lo obligó a hablar con más suavidad al continuar.

—No quiero que tú y lord Ashcroft asuman una responsabilidad que no les compete —indicó él en tono suave—. Las lluvias también han afectado a Ashcroft Pond.

Rose hizo un gesto indeciso.

—Sí, claro, pero sabes que Daniel cuenta con otros ingresos; podemos permitirnos…

Will exhaló un hondo suspiro y volvió a negar con gesto severo.

—No se trata de que puedan o no —señaló—. Tengo que resolver esto por mí mismo. Nunca se me ocurriría disponer de un centavo del patrimonio de tus hijos.

—Pero…

—Vamos a dejar esto por hoy, Rose; estoy harto de hablar de lo mismo. Parece que lo único que he hecho desde que volví ha sido vagar por la propiedad y pensar en qué hacer con ella. —Will se adelantó antes de que su hermana pudiera protestar—: ¿Te he contado que planeo ir a Londres la semana próxima? Es posible que me hospede con tía Rosamund.

Aquello pareció sorprender lo suficiente a su hermana como para que se olvidara por un momento de su charla anterior y lo observó con el ceño fruncido.

—¿Con tía Rosamund? —repitió ella—. Creí que no te agradaba.

—No es tanto así. —Will hizo un gesto indeciso—. Reconozco que me resultaba un poco exasperante cuando era niño, pero las cosas han cambiado desde entonces. Además, me envió una carta para darme las condolencias por lo de papá y me pidió que si visitaba la ciudad considerara quedarme allí porque había algunas cosas acerca de las que quería hablar conmigo.

Rose cabeceó, pensativa.

—Comprendo. También a mí me escribió, y fue muy amable; sé que realmente apreciaba a papá, fue un gran apoyo para él cuando mamá murió, ellas estaban muy unidas —se refirió a la hermana de su madre con expresión evocadora, pero luego asumió otra algo más anclada al presente y observó a su hermano con renovado interés—. ¿Pero estás seguro de quedarte con ella? Siempre podrías ordenar que abran la casa en la ciudad. No está lejos de la de tía Rosamund y hay al menos dos o tres sirvientes listos para atenderte si lo necesitas.

Will negó con firmeza.

—No creo que tenga sentido abrir la casa solo para mí —indicó él—; además, no tengo idea de cuánto tiempo me quede allí. Quiero hablar con el señor Claydon para saber si hay alguna opción de que me extienda un nuevo plazo para saldar las deudas de papá y, quizá, usar ese dinero en la finca.

Antes de que Rose pudiera opinar acerca de eso último, él se adelantó extendiendo las manos con una sonrisa que remarcó sus facciones afiladas y acentuó ese aire encantador que tantos suspiros había arrancado en su viaje por el continente.

—Te contaré en cuanto sepa algo al respecto. —Will tomó al bebé de brazos de su madre y habló en un tono ligero que no engañó a ninguno de ambos—: Ahora prefiero oír lo que tiene Nigel para decir. ¿Qué opinas, Nigel? ¿Tendremos una buena cosecha la temporada entrante o nos espera otro aguacero?

El bebé lo contempló con una sonrisa trémula y extendió una mano para darle un golpecito en la mejilla que arrancó una risa a su tío.

Rose sacudió la cabeza y ahogó un suspiro en tanto alternaba la mirada de uno a otro. Intentó componer una mirada animada, pero cualquiera que la conociera habría advertido la preocupación en el fondo de sus ojos.

Pese a que era obvio que Will procuraba mostrarse confiado, ella lo conocía mejor que nadie y era muy consciente de que estaba inquieto por lo que le deparaba el futuro. Y si bien a ella le habría encantado decir o hacer algo que lo ayudara a recuperar ese semblante tranquilo y despreocupado que le era tan común cuando era más joven, supo que en verdad no había nada que pudiera hacer para ayudarlo salvo estar allí para él si la necesitaba.

Algo le dijo que aquello podría ocurrir más temprano que tarde.

 

 

La mansión de lady Rosamund Stanley, condesa viuda de Blackburn, se alzaba imponente frente a la plaza por la que Will había pasado más de una vez mientras estudiaba en la ciudad sin el menor interés en visitar a su tía.

Pero entonces era joven y tenía cosas más interesantes que hacer que someterse a la inspección de esa dama autoritaria y siempre presta a la crítica que, tal y como mencionó Rose, nunca le había resultado del todo simpática.

¿Qué necesidad había de oír cuán alto estaba y el grandioso matrimonio que debía hacer para honrar su apellido cuando llegara el momento, si podía pasar el tiempo urdiendo trastadas con sus compañeros del internado o seduciendo a la chica que servía en las cocinas?

En particular lo segundo, se recordó él con una mueca divertida mientras era recibido por el severo mayordomo y un lacayo tomaba su sombrero y los guantes antes de ser conducido al salón en que su tía aguardaba por él.

Lady Rosamund se había casado siendo muy joven con un conde tan viejo como rico que apenas gozó de una década de matrimonio antes de dejarla convertida en una acaudalada viuda. El cambio en sus circunstancias le había sentado bien, solía bromear lord Henley en la intimidad del hogar. A su parecer, aunque su cuñada era una mujer demasiado consciente de su importancia y con una molesta tendencia a inmiscuirse en la vida privada de quienes la rodeaban para intentar ordenarla a su conveniencia, la consideraba también una mujer inteligente y divertida con quien era posible sostener una conversación aguda y entretenida.

Como los condes no habían procreado, a la muerte de lord Blackburn, un sobrino lejano asumió el título y el manejo de las propiedades, pero la fortuna que no estaba vinculada al título permaneció en manos de la condesa.

Gracias a eso, lady Rosamund llevaba una vida cómoda y carecía de preocupaciones; como no fuera mantenerse enterada del más mínimo detalle de lo que ocurría en la ciudad e intentar meter sus manos en ello, claro, se dijo Will conteniendo una sonrisa en tanto saludaba a su tía y ocupaba el mullido sillón que ella le señaló una vez que alabó su aspecto y le dio una vez más las condolencias por la muerte de su padre.

—Lord Henley era un caballero encantador la mayor parte del tiempo —la dama esbozó una fugaz sonrisa y abrió sus elegantes manos ante ella como un abanico—; en especial cuando visitaba la ciudad. Recuerdo que cuando mi querida hermana murió le aconsejé que dejara Ryefield en manos de su administrador y vinieran a vivir aquí, pero no quiso escucharme. Sin duda tu hermana habría hecho un matrimonio extraordinario de haber sido distinto.

—Mi hermana hizo un matrimonio extraordinario —replicó Will en tono afilado, aunque se cuidó de mantener la expresión impasible—. No se me ocurre otro mejor que el suyo.

Lady Rosamund hizo un gesto indeterminado y acarició con los dedos el largo collar de perlas que rodeaba su níveo cuello. Su peinado, que a Will le pareció un armatoste de rizos y ondas bien ensambladas en lo alto de la cabeza, sujetaba su abundante cabello de un tono castaño con hebras rojizas similar al suyo.

—Sí, bueno, es cierto que lord Ashcroft no ha resultado ser tan terrible como temía, pero con la belleza y la dulzura de Rose habría podido casarse con un duque; hubo al menos dos que se mostraron muy interesados en ella cuando la invité a quedarse una temporada luego de su presentación, ¿no te ha hablado de eso?

Will sacudió la cabeza de un lado a otro, en absoluto tentado a intentar explicar a su tía que sin duda su hermana no lo había mencionado, entre otras cosas porque por aquella época ella estaba del todo volcada en cuidar de él y la idea de casarse no se le había pasado por la cabeza.

Según fue creciendo, Will comprendió cuán injusto había sido eso para ella, pero por otra parte también estaba convencido de que de haber estado enamorada Rose no habría dudado en seguir a su corazón. Lo había hecho eventualmente luego de la aparición del que ahora era su marido, así que en verdad ninguno de esos duques debió de deslumbrarla en su momento; lo que no era de extrañar porque Rose era la mujer más desinteresada que había conocido.

—Mi hermana me pidió que te transmitiera sus saludos; no estaba segura de si ya habrías recibido su carta en la que te agradece por tus condolencias…

La condesa acusó el sutil cambio de tema con una mueca que mutó rápido en una sonrisa antes de asentir con efusividad.

—Oh, sí que la recibí, y planeaba responderle esta misma tarde —asintió ella—. Espero que se encuentre bien; me alegró saber lo del bebé. ¡Tres niños! No imagino todo el trabajo que darán.

La dama se encogió de hombros con un movimiento gracioso y, antes de que Will pudiera opinar al respecto, extendió una mano para hacer sonar una campanilla con gesto enérgico.

—Tienes que probar los pastelillos que hace mi cocinera; se la robé a la marquesa de Danvers. —Hizo un mohín y observó a Will por encima de sus pestañas entornadas—. Supongo que pronto seguirás los pasos de tu hermana.

Will abrió la boca para contestar cuando una doncella irrumpió en la estancia y, a una señal de su señora, se marchó una vez más luego de asentir con una rígida reverencia.

—¿En qué sentido te refieres, exactamente?

Él retomó la charla al cabo de un momento, en absoluto tentado a fingir que creía la falsa expresión de desconcierto en el rostro de su tía cuando lo miró a los ojos.

—¿Disculpa?

—Eso que dijiste acerca de seguir los pasos de Rose —indicó él en tono frío.

La condesa se encogió de hombros.

—Hablo de matrimonio, desde luego, ¿qué más podría ser? Bueno, y tener dos o tres chiquillos que perpetúen tu apellido, claro, pero eso viene después —comentó ella sin el menor rubor.

Will contuvo el impulso de poner los ojos en blanco porque, como se recordó con un regusto amargo en el paladar, hacía mucho que había dejado de ser un niño y a esas alturas ya había aprendido a tratar con personas como su tía. Intentó convencerse de que ella no hablaba con malicia, además; eso fue lo único que lo persuadió de no ponerse en pie y dejarla con la palabra en la boca. Rose jamás le hubiese perdonado que hiciera algo como aquello, por tentador que pudiera ser.

Tal vez sí que debió rechazar su oferta de hospedarse en su casa, se reprendió antes de responder.

—El matrimonio no está en mis planes inmediatos, tía.

La condesa recibió sus palabras con un parpadeo.

—No hablarás en serio —replicó ella.

—Claro que sí. —Will se armó de paciencia—. Tengo asuntos más importantes por los que preocuparme que tomar una esposa.

Habrían tenido que amenazarlo con arrojarlo por un volcán en erupción para que revelara cuáles eran esas preocupaciones ante su tía, pero en verdad no hacía falta que siquiera lo considerara, descubrió pronto; ella lo sorprendió al responder con una naturalidad que lo dejó helado.

—Supongo que te refieres a las deudas de tu padre —indicó ella tras hacer un gesto de comprensión—. Ha sido precisamente por lo que he mencionado el asunto del matrimonio… Déjalo allí, yo lo serviré.

La condesa aguardó a que la doncella dejara el servicio de té en una mesita y se incorporó con un movimiento resuelto para servir una taza que Will recibió con expresión demudada. ¿Cómo demonios lo había descubierto ella?

—No pongas esa cara; no soy una especie de bruja. Tu padre mencionó los problemas que habían tenido por las inundaciones en su última carta hace unos meses, y cuando pregunté con mucha discreción entre mis conocidos en el banco dijeron que él y otros habían perdido una buena suma con unas inversiones que, por cierto, jamás debieron hacer.

Lady Blackburn hizo el resumen en el mismo tono que habría usado para referirse al clima y luego de volver a su asiento bebió un sorbo de té con la atención fija en el rostro tirante de su sobrino.

—No tenías derecho a indagar…

—Fui muy discreta —insistió ella una vez que él recuperó el habla y la enfrentó con ojos llameantes—. Nadie habla de esta clase de cosas en público y eso está muy bien porque no necesitamos que todos estén enterados de tu situación. No mientras no hayas elegido a una joven que pueda ayudarte a salir de este enredo; lo que, insisto, debes hacer de inmediato.

Will sintió la ira hirviendo en sus venas y dirigió a su tía una mirada de desdén.

—No voy a casarme con una mujer por su dinero —espetó él.

—¿Por qué no? No serías el primero, y visto cómo van las cosas, te aseguro que no serás el último. —Ella chasqueó la lengua y dejó su taza sobre una mesilla para devolverle una mirada decidida—. Son tiempos difíciles para las viejas fortunas, William; el sobrino de mi difunto esposo ha tenido que vender la mitad de sus propiedades en Devon y muchas de mis amistades han empezado a deshacerse de sus colecciones de joyas y arte…

—No dices nada que no sepa.

—Exacto. Porque eres lo bastante sensato para haberlo notado aunque toda la sociedad prefiera hacer como si nada estuviese ocurriendo —indicó ella, asintiendo—. No podrás salvar tu patrimonio sin ayuda y para eso es que necesitas una esposa.

Will se cruzó de brazos y observó a su tía con expresión burlona.

—¿Y qué esperas que haga? ¿Que empiece a perseguir a las hijas de tus amigas? —preguntó él en tono cargado de ironía—. He oído que lady Bradley dará un baile la semana entrante. ¿Debería pasar por allí y ver qué puedo conseguir?

Lady Rosamund exhaló un bufido y lo observó con el ceño fruncido.

—No tienes que ser odioso, solo intento ayudarte —espetó, y se apresuró a continuar antes de que él pudiera decir cuán poco probable le parecía eso—. Además, no encontrarás a ninguna joven adecuada allí. Todas las que podrían servir están ya comprometidas, y las otras, lo mismo que tú, necesitan una pareja con cierta fortuna. No importa cuán atractivas sean o lo mucho que suspiren por ti, es importante que entiendas que eso es lo de menos.

Will sonrió sin asomo de gracia.

—Supongo que, en ese caso, un matrimonio por amor está totalmente descartado —adivinó él.

No era algo que hubiese considerado antes. No con seriedad. La certeza de que tendría que casarse alguna vez estaba implícita desde el momento de su nacimiento; era su responsabilidad perpetuar su apellido y cumplir con lo que se esperaba de él, pero nunca se había enamorado, no de verdad, porque sin duda los numerosos escarceos que había sostenido con damas bien dispuestas durante su juventud en Londres y luego en el continente no podían considerarse más que eso: devaneos. Bastante satisfactorios, pero devaneos al fin y al cabo.

Tratándose de matrimonio, sin embargo…, no era una locura de su parte suponer que tendría que sentir algo por la mujer con la que decidiera compartir su vida, ¿no?

La condesa, que pareció hacerse una idea de lo que pensaba y a quien no pareció agradarle en absoluto que sus ideas fueran por ese sendero, se inclinó hacia él y sostuvo su mirada sin pestañear.

—No necesitas del amor en el matrimonio, muchos menos en tus circunstancias —declaró con brusquedad—. No estoy diciendo que no puedas hallar a una joven atractiva que esté dispuesta a hacerte feliz, pero el amor, si es que llega, lo hará en su momento; e incluso si no fuera así, te aseguro que no te perderás nada.

Will parpadeó, un tanto sorprendido por la amargura que detectó en la voz de su tía, pero ella no le dio tiempo a mencionarlo porque continuó luego de aspirar por la nariz con delicadeza como si pretendiera así aplacar sus nervios.

—He estado pensando mucho en tu problema, por eso te pedí que te hospedaras conmigo cuando mencionaste que pensabas quedarte un tiempo en Londres; es la oportunidad perfecta para ayudarte a encontrar a una candidata adecuada —habló ella al cabo de un momento en el mismo tono monocorde que usara al principio.

Will estuvo tentado a ponerse de pie y marcharse. ¿Quién habría podido culparlo? Incluso Rose hubiera terminado por reconocer que era imposible hacer otra cosa. Era obvio que su tía había perdido la razón o, en todo caso, que esa arrogancia que siempre la había caracterizado la llevaba a suponer que podía disponer de su vida con facilidad y que él aceptaría sus consejos como un muñeco sin voluntad.

Nada más lejos de sus intenciones que permitírselo, se dijo él un poco consternado de que ella hubiera creído que podría hacer y deshacer en su vida con tanta impunidad. Y sin embargo, un leve resquicio en su interior sentía cierta curiosidad por saber qué era exactamente lo que ella había planeado con tal meticulosidad. Porque algo podía reconocer: lady Blackburn nunca hacía nada a medias.

De modo que tan solo por eso decidió quedarse un poco más. Solo lo suficiente para saber qué se traía entre manos.

—Comprendo —habló él con mucha más ligereza una vez que reconoció para sí mismo su intriga—. ¿Y quién consideras entonces que sería una candidata más adecuada?

Su tía esbozó la sombra de una sonrisa complacida y Will se dijo que era una lástima que empezara a hacerse ilusiones cuando él estaba determinado a destrozarlas, pero se cuidó de mencionarlo en voz alta.

—Una heredera, desde luego —mencionó ella sin vacilar.

—Una heredera.

—Sí.

Will extendió las largas piernas ante él y estudió a su tía con una mirada calculadora.

—Algo me dice que ya has pensado en alguien —comentó.

La sonrisa en el rostro de la dama fue extendiéndose hasta formar una fina línea cargada de malicia, y a su sobrino no le extrañó en absoluto verla asentir.

Parte de él quería saber, sí, pero otra muy grande, y que sin duda terminaría por tomar el control más temprano que tarde, le gritó que debía huir lo antes posible.

Qué lástima que cuando al fin le prestara atención fuera ya demasiado tarde.

 

 

Will dejó las oficinas del señor Clayton, el hombre que había sido abogado de su padre desde que podía recordarlo, y se detuvo un momento en la acera frente al edificio con expresión inmutable. Luego, echó a andar con paso acompasado hasta perderse por la avenida.

Caminó y caminó durante lo que le pareció mucho tiempo, atravesando varios jardines y algunos de los parques frente a los cuales se alzaban imponentes mansiones que no eran más que monumentos a la riqueza de sus ocupantes.

Una riqueza de otros tiempos que era posible estuviera tan cerca de esfumarse como la suya, supuso cuando al fin comprendió que tenía que parar o continuaría hasta terminar en Surrey para buscar a Rose y decirle que las cosas eran aún más terribles de lo que habían pensado.

Su hermana no necesitaba ni merecía que volcara en ella esa clase de preocupaciones. Eran del todo suyas y era su responsabilidad solucionarlas.

El señor Clayton había sido muy claro: no estaba en la ruina, pero la mayor parte de su capital estaba agotado y si anhelaba conservar Ryefield y llevar a la práctica algunas de las mejoras que venía tanto tiempo anhelando iba a necesitar una suma importante que en ese momento le iba a resultar imposible conseguir por sus propios medios.

La línea de crédito de su padre se había visto seriamente afectada luego de sus malas inversiones, y a menos que deseara hipotecar las pocas propiedades que no estaban vinculadas al título, lo que con el costo actual de las tierras era lo mismo que regalarlas, tendría que buscar en otro lado.

Había sido un duro golpe oír todo aquello, tuvo que reconocer él ahogando un suspiro tras encaminarse a un parquecito colindante a un edificio más modesto que los otros y dejarse caer sobre una banca de piedra. Y sin embargo, en cierta forma agradecía la sinceridad del abogado porque eso lo obligaba a reconocer lo precario de su situación y la necesidad de que hiciera algo, cualquier cosa que le permitiera salir del hoyo en que su padre lo había sepultado sin intención.

El recuerdo de la última conversación con su tía asomó a su memoria y pese a que intentó apartarlo, porque después de todo no era más que una locura indigna de él que ni siquiera debía considerar, no pudo conseguirlo del todo.

Ella había sido tan práctica y clara como siempre, lo que en su momento le ofendió; pero ahora no estaba del todo seguro de tener otra alternativa que no fuera considerar siquiera la opción que había dejado caer como un dardo venenoso.

Una heredera.

¿Sería tan malo, acaso?

Su tía había mencionado algunos nombres, pero él no le había prestado demasiada atención. Lo único que recordaba era que fue muy insistente al remarcar que era imprescindible que se dieran prisa y que no tenía sentido malgastar energías buscando una joven entre los salones de Londres.

El viejo dinero se diluía con rapidez; era la hora del nuevo, indicó ella con un tono algo despectivo que sin embargo había calado fuertemente en Will porque le hizo comprender de golpe qué era lo que planeaba.

Ella no buscaba una heredera cualquiera, sino una americana. Una de esas jóvenes venidas del otro lado del océano en busca de un marido con un título rimbombante que les proveyera del lustre que sus fortunas jamás les darían.

La idea de que la candidata en cuestión viera el matrimonio de la misma forma que él debía hacerlo, como un intercambio comercial a conveniencia de ambos, estuvo lejos de aliviar su conciencia, sin embargo.

Pero se quedaba sin alternativas, reconoció mientras cerraba los ojos y elevaba la cabeza para que los rayos de sol le dieran de lleno en el rostro.

Al cabo de un momento, exhaló un hondo suspiro que remeció su pecho y cuando abrió los ojos de nuevo poco después, una expresión determinada había tomado el control de su mirada.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

—¿Ya llegamos? Creí que estábamos cerca, el chofer dijo que solo nos tomaría media hora, pero llevamos cincuenta minutos dando tumbos.

La señora Harriman se llevó una mano a la sien y dirigió a su hija una mirada cansada que no hizo mayor mella en ella porque continuó pegando botes en el asiento tapizado del vehículo.

—Nancy, por favor, quédate quieta; vas a provocarme un dolor de cabeza.

—Pero mamá…

—Quieta, he dicho. Mira lo tranquila que está Amelia, ¿no puedes hacer como ella solo por cinco minutos?

La aludida esbozó una sonrisa divertida, pero ni madre ni hija pudieron advertirlo porque permaneció con la nariz pegada a la ventanilla del vehículo. Aun así, la sonrisa se amplió en cuanto oyó la respuesta de la más joven.

—Eso es porque Amelia tiene la sangre más fría que un lagarto y no se emociona como yo.

—Nancy, no seas malvada.

Amelia juzgó que ya había sido suficiente de permanecer en silencio y, mirando sobre su hombro, dirigió a la que consideraba su más querida amiga una mirada burlona.

—Aunque te cueste creerlo, sí que estoy emocionada. ¿Cómo iba a ser de otra forma? No todos los días se cruza el Atlántico para conocer una ciudad como Londres —replicó.

—Pues debo decir que lo ocultas estupendamente. —Nancy se encogió de hombros y su rostro adquirió un matiz sonrosado—. Yo apenas puedo respirar.

Una oleada de ternura disolvió la réplica aguda que Amelia estuvo a punto de pronunciar. Nancy parecía tan alterada que hubiera sido una crueldad, y tal vez ella no fuera precisamente del tipo emocional, como acababa de acusarla, pero la quería tanto que nunca hubiera pensado en incrementar su nerviosismo.

De modo que, tras intercambiar una mirada con la señora Harriman, que pareció un poco aliviada de que su hija guardara silencio aun cuando fuera solo para demostrar su inquietud, se inclinó en el asiento para tomar la mano de su amiga y darle unos golpecitos con el fin de animarla.

—Todo irá bien —dijo Amelia con su tono más amable—. Serás un éxito.

Su amiga entornó los preciosos ojos de un tono verde claro que habían arrancado más de un suspiro en Nueva York y la observó con expresión desconfiada.

—¿En verdad lo crees? —preguntó Nancy.

—Por supuesto. —No fue difícil para Amelia hablar con confianza, porque era sincera—. Nadie podría resistirse a ti; tendrás a esos aristócratas comiendo de tu mano en cuanto te vean, y tu madre y yo tendremos que quitártelos de encima con una vara. Pero solo si tú quieres, claro.

—¡Amelia! Por favor, no le des ideas.

Nancy dejó escapar una risita e intercambió una mirada cómplice con su amiga antes de dejarse caer contra el respaldo del asiento y llevar la atención al paisaje. Ninguna habló en un buen rato y la segunda aprovechó ese momento de silencio para sumergirse en sus pensamientos, como venía haciendo casi desde que iniciaron aquel viaje que aún le parecía un sueño.

Cuando la señora Harriman la invitó a acompañarlas a ella y a su hija en esa incursión en el Viejo Mundo estuvo a punto de desmayarse de la emoción. No importaba lo que Nancy pensara, su sangre era tan caliente y espesa como la de cualquiera, y semejante oportunidad sobrepasó sus más caros anhelos.

Jamás habría imaginado que tendría ocasión de visitar ese lugar. Por mucho que lo hubiera deseado, su familia nunca hubiese podido costearlo; y sin embargo el destino le había dado ese regalo y estaba dispuesta a aprovecharlo.

No por primera vez agradeció al cielo por haber puesto a los Harriman en su camino.

Ella y Nancy se habían conocido mientras estudiaban en un internado en las afueras de la ciudad que albergaba a jovencitas provenientes de las familias más acaudaladas del país. Amelia había conseguido un cupo allí gracias a la amistad de su padre con el director, que ofreció concederle una beca en consideración a su amigo y a la innegable inteligencia de la joven, que sobresalió desde el primer día.

Aunque las otras jóvenes no la recibieron con mucho aprecio por considerarla no solo inferior sino también un poco arrogante debido a esa brillantez que a veces las dejaba en ridículo, hubo una de ellas que pareció encantada con su llegada.

A diferencia de Amelia, que pertenecía a una familia de antecedentes más bien modestos, con un padre abogado y dos hermanos mayores que se preparaban para seguirle los pasos, Nancy Harriman era la heredera de una de las fortunas más caudalosas del país. Su abuelo había forjado un imperio gracias al acero, y su hijo, el padre de Nancy, se había ocupado de incrementar esa fortuna hasta que no hubo un solo rincón en que no se hablara de ellos con admiración y envidia.

Pese a ello, Amelia descubrió que Nancy era una joven de carácter espontáneo y mucho más humilde que el de sus compañeras, lo que no significaba que no fuera consciente de su importancia. Ella lo era y estaba muy orgullosa por eso; en especial cuando podía sacarle provecho en su beneficio.

No había puerta en la ciudad que no se abriera para la heredera de los Harriman, y al convertirse pronto en su amiga más cercana, Amelia también pudo disfrutar de ello. Sus padres la acogieron con el mismo afecto que su hija e incluso la señora Harriman acostumbraba decir con frecuencia que tenía la esperanza de que algo del carácter sensato de Amelia terminara por pegársele a su atolondrada hija.

Esta nunca se ofendía por ello; era muy consciente del amor de los suyos, que se desvivían por cumplir todos y cada uno de sus caprichos.

El viaje a Europa tras terminar la escuela había sido el último de ellos y, desde luego, no había perdido oportunidad de incluir a su mejor amiga en la aventura.

Al principio no había sido sencillo convencer a los señores Harper, los padres de Amelia, de que permitieran que su hija acompañara a las Harriman en semejante travesía. Su madre, que tenía un carácter aprensivo y que nunca había abandonado Nueva York, opinó que era un riesgo demasiado grande; había oído de naufragios y todo tipo de peligros al otro lado del mundo, pero su marido la convenció de que estaría bien. Después de todo, ¿no la habían criado para que fuera una joven independiente y muy capaz de valerse por sí misma?

Hasta entonces, Amelia había dado muestras de una madurez poco común para su edad, y sus hermanos mayores se habían ocupado de enseñarle a defenderse de todo tipo de peligros; aunque tal vez eso tuviera que ver más con el hecho de lo divertido que les había parecido siempre intimidar a su hermana pequeña, pensaba ella de vez en cuando al recordar cómo esos dos hombretones la metían en mil y un problemas mientras crecía.

De cualquier forma, todo ese aprendizaje le había resultado muy útil, y después de rogar a su madre durante varios días, consiguió que aceptara la invitación de los Harriman. Luego de eso, todo se había sucedido con una rapidez sorprendente.

Los preparativos del viaje apenas tomaron un par de semanas, porque el padre de Nancy puso todos sus recursos a disposición de su esposa e hija y, en un santiamén, tuvieron a un pelotón de empleados afanándose por hacer lo más cómoda y eficiente posible la travesía.

La señora Harriman ordenó que reservaran toda una cabina para ellas en uno de los más modernos trasatlánticos que partieran del muelle de Nueva York en dirección a Liverpool. El RMS Adriatic era uno de los Cuatro Grandes, los barcos a vapor de bandera británica que pertenecían a la compañía White Star Line y que eran considerados por entonces de los más rápidos y lujosos que surcaban el océano.

Aunque Amelia estaba acostumbrada al lujo imperante que rodeaba a los Harriman, el viaje en sí fue un absoluto descubrimiento. Fue como encontrarse en una ciudad en miniatura en medio del mar; con un ejército de sirvientes dispuestos a atender hasta el más pequeño de sus pedidos mientras disfrutaban de un clima agradable poco habitual en una travesía como aquella, que les permitió pasar los días planeando todo lo que pensaban hacer en cuanto pusieran un pie en Londres.

La señora Harriman, con su honestidad habitual, y con la anuencia de su hija, declaró sin mayores rodeos que aun cuando aquel era en esencia un viaje de placer, estaba determinada a aprovecharlo para encontrar un pretendiente adecuado para Nancy. No era que a ella le faltaran opciones en casa, se apresuró a aclarar la señora entonces: no era un secreto que su hija hubiera podido elegir entre los mejores partidos de la sociedad neoyorquina solo con alzar un dedo, pero ya que iban a encontrarse en el Viejo Mundo y ella tendría oportunidad de alternar con algunos de los caballeros más respetables de su par británica, habría sido una locura no abrir la mente a otras posibilidades.

Para Amelia, y también para Nancy, aquello solo podía tener un significado: la señora Harriman ansiaba un aristócrata para su hija y no descansaría hasta dar con uno.

Las jóvenes habían tenido oportunidad de hablar al respecto durante las noches en que se quedaban a solas en el espacioso camarote que compartían justo al lado del que ocupaba la señora.

Según Nancy, su madre había tocado el tema muy de pasada cuando aceptó hacer ese viaje. Ella estaba ansiosa por que encontrara a un marido adecuado, lo mismo que su padre, y aunque su hija no tenía mayor prisa, ya que se consideraba aún demasiado joven como para renunciar del todo a su soltería, la idea en sí no le disgustaba. Después de todo, podría tener un noviazgo largo y continuar disfrutando de las ventajas de su posición antes de asumir otro tipo de responsabilidades.

Amelia no estaba tan segura de que los Harriman permitieran a su amiga tamaña libertad, pero se cuidó de mencionarlo entonces y dejó que fuera ella quien se despachara a su gusto acerca de lo que esperaba encontrar en Londres y, aún más importante, cómo anhelaba que fuera el caballero que terminara por poner un anillo en su dedo.

A ser posible un anillo con una historia de unos cientos de años y que viniera con un título rimbombante a juego.

A ambas les entraba la risa tonta cuando imaginaban la cantidad de nobles que harían fila para ganarse los favores de Nancy y cuántas reverencias tendría que hacer Amelia cuando ella se convirtiera en la condesa de Dios sabía dónde o, aún mejor, la duquesa de alguna región con un castillo en que pudieran perderse cuando tomara posesión de él.

Para Amelia, la idea de ver a su amiga convertida en una aristócrata le parecía tan divertida que pasaron todo el viaje inventando mil escenarios distintos para ella como si se tratara de una de esas obras de teatro que montaban en la escuela y que ponían los pelos de punta a las maestras por lo modernas y atrevidas.

En cierta forma, Amelia sentía que era una manera tan buena como cualquier otra de vivir una experiencia como esa sin verse del todo involucrada en ella. Porque la verdad era que ella estaba lejos de compartir el entusiasmo de su amiga por el matrimonio. Aún más, la idea en sí le repelía un poco porque le provocaba terror unir su vida a alguien a quien apenas conocía sin saber lo que el destino habría de depararle después.