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No existe una sola forma de amar ni un corazón herido que el amor no pueda curar. Max solo ha tenido un sueño en toda su vida: entrar al cuerpo de policía y convertirse en el mejor detective que ha visto la ciudad. Lo primero ya lo tiene y está decidido a conseguir también lo segundo. No dispone de tiempo para involucrarse en nada que lo distraiga de su objetivo, ni siquiera esa chica tan rara que irrumpe en su vida en el momento más inesperado. Rebecca carga con un pasado de pérdidas y heridas que la han convertido en una mujer desconfiada que huye de los compromisos y del amor. Ha cruzado medio mundo para alejarse de sus recuerdos y lo último que busca es entablar una relación con un hombre como Max, que con su encanto y su atractivo parece capaz de derretir el témpano de hielo con el que procura mantener a salvo su corazón. La vida se ocupará de demostrarles a ambos que ni el más importante de los planes ni los temores más profundos pueden detener al amor cuando este llama a la puerta. Novelas BALTIMORE: Magia peligrosa A contraluz La melodía del silencio Renacer entre brumas - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 360
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Claudia Fiorella Cardozo
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Renacer entre brumas, n.º 331 - julio 2022
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1141-130-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Si bastase con amar, las cosas serían demasiado sencillas.
Albert Camus
Baltimore, Maryland
Había sido un mal día. De los peores que Max podía recordar desde que empezó a servir en la tercera delegación de la policía de Baltimore; y eso no era poco decir.
Las cosas habían empezado relativamente bien, o tanto como era habitual. Llegó cinco minutos tarde porque su auto estaba en el taller y un desfile salido de no sabía dónde retrasó al autobús, pero su capitán no se dio cuenta; él estaba más ocupado riñendo a uno de sus compañeros porque al parecer había olvidado presentar los informes de un arresto del día anterior.
De modo que pudo escabullirse, buscar su uniforme y salir a patrullar sin tener que dar explicaciones por su tardanza, lo que fue un alivio, porque lo último que necesitaba era una mancha en su expediente. Estaba decidido a presentarse a las pruebas para detective ese año y para pasarlas era indispensable que su expediente se mantuviera impecable.
Dio un par de rondas tranquilas por el área que le habían encomendado, tuvo que hacerlo solo porque su compañera, Evelyn, estaba esa mañana en la corte declarando en el juicio de un hombre al que habían arrestado hacía un par de meses. No era tan malo, en realidad, se dijo un par de veces en tanto respondía a unas cuantas llamadas de rutina; incluso, consideró aprovechar el tiempo en la patrulla después del almuerzo para repasar las preguntas para el examen.
Sin embargo, apenas acababa de acomodarse en el asiento del conductor cuando recibió una llamada de aviso de un disturbio en un negocio de la zona y al llegar allí descubrió que la operadora de la central había equivocado el término adecuado para describir lo que estaba ocurriendo.
Lo que encontró ante la puerta de la barbería de la calle Matthews no era un disturbio cualquiera. Era una batalla campal. Y para cuando consiguió poner orden, no solo tenía a tres detenidos en el asiento trasero de la patrulla, también se había ganado un ojo morado, un labio partido y la frustración de saber que, posiblemente, para cuando terminara el día los responsables de aquello estarían de vuelta en casa y listos para volver a las andadas.
De cualquier forma, volvió a la estación y llevó a los detenidos a las celdas en tanto redactaba las órdenes de arresto y el informe del incidente. Se quedó varias horas después de que hubo acabado su turno; no probó bocado ni tuvo tiempo para ir a la enfermería a tratarse las heridas. En realidad, todo aquello le importaba más bien poco, solo quería volver a su apartamento, tomar una ducha caliente y dormir por horas; pero eso tampoco fue posible porque su capitán le pidió que una vez terminara con lo suyo le echara una mano a otro de sus compañeros con sus propios informes, y para cuando pudo dejar el edificio, era casi medianoche, estaba exhausto, hambriento y con un humor de mil demonios.
El día no podía empeorar, se dijo al introducir la llave en la cerradura de su apartamento en el tercer piso de un moderno edificio en Sinclair Lane, al este de la ciudad. Lo recibió un callado silencio que le supo al paraíso después del ajetreo de las últimas horas, pero pronto supo que eso no podía ser del todo bueno. Su compañero de apartamento, Abe, era uno de los hombres más ruidosos que conocía y estaba acostumbrado a toparse con la música a todo volumen al llegar a casa.
Algo definitivamente iba mal.
Y pudo confirmarlo tan pronto como fue en busca de Abe a su habitación y lo encontró rodeado por una montaña de cajas de cartón, ropa desperdigada aquí y allá y una expresión de remordimiento en el rostro que auguró pésimas noticias para él.
Según le explicó Abe una vez que Max halló la voz para preguntarle qué estaba ocurriendo y por qué parecía como si estuviera a punto de mudarse, había conocido a una chica hacía un par de meses y estaba loco por ella; tanto, que no soportaba estar un instante lejos de ella y habían decidido mudarse juntos.
En otras circunstancias, Max se habría alegrado por él. Tal vez Abe no se contara entre sus amigos más cercanos y hasta entonces solo los uniera el hecho de que ambos necesitaban a un compañero con el cual compartir los gastos del alquiler, pero era un buen tipo y nunca le había dado muchos problemas. En ese momento, sin embargo, deseó sacudirlo y meterle dentro de su cabezota que era una locura irse a vivir con una mujer a la que apenas conocía y dejarlo a él en la estacada.
¿Cómo diablos iba a pagar ese piso él solo con su sueldo de policía? Necesitaba un compañero para eso. Fue la razón por la que se buscó uno.
El apartamento era espacioso y estaba ubicado en una muy buena zona de Baltimore. Max se encaprichó con él tan pronto como lo vio, aunque sabía que le sería difícil pagarlo; pero entonces se dijo que eso tenía fácil solución, solo tenía que encontrar a la persona correcta con quien dividir el alquiler. Como un hombre soltero sin mayores responsabilidades, él no tenía muchos gastos entonces, y estaba dispuesto incluso a asumir la mayor parte del alquiler.
Cuando dio con Abe, que era contador en un estudio de abogados, le pareció la opción perfecta. Congeniaron de inmediato y, salvo por su manía de poner la música a todo volumen, y que bebía como una cuba los fines de semana, no habían tenido ningún tipo de problemas en todo el año que llevaban compartiendo piso.
Hasta ese momento.
Max no tuvo corazón para reclamarle tanto como le habría gustado; aunque dejó en claro que le parecía una desconsideración de su parte no haberle avisado con algo más de tiempo para poder encontrar a alguien que ocupara su lugar. Ahora tendría que ocuparse de todos los gastos mientras encontraba otro compañero.
Abe parecía tan ilusionado con la idea de mudarse con su novia que tampoco pareció muy interesado en sus recriminaciones, así que cuando Max terminó de hablar con él, lo dejó con lo suyo y se encerró en su habitación tras agenciarse una bolsa de Doritos y un par de botellas de cerveza para paliar en algo el apetito que, no tenía sentido negarlo, había estado a punto de esfumarse en cuanto recibió la noticia.
Si había algo que pudiera destacarse del carácter de Max, era que no se trataba de un hombre que se dejara derrumbar por las adversidades. Era demasiado práctico para eso. Práctico, en exceso relajado y tal vez quizá demasiado seguro de sí mismo, en opinión de su madre.
Encontraría a alguien para que ocupara el lugar de Abe. ¿Qué tan difícil podía ser? El piso era increíble, la renta estaba muy bien y él, si apartaba la falsa modestia, era un estupendo compañero.
Sí, seguro. Abe podía hacer lo que quisiera y cometer todas las locuras con como fuera que se llamara su novia. Él estaría bien. Aún más, si hubiera habido alguien allí a quien desafiar, no habría dudado en apostarle que tendría un nuevo compañero antes de que terminara la semana. Así de fácil.
—No puedo creer lo difícil que es.
Max hizo como si no hubiera visto la sonrisa socarrona en el rostro de Evelyn y se enfocó en el algo más serio de Tara, aunque captó una coincidencia en ambas: parecía que las dos se lo estaban pasando muy bien viéndolo sumido en la miseria. No por primera vez, se preguntó en qué pensaba al tenerlas como amigas.
—Bueno, ya te lo había dicho. Tuviste suerte al hallar a Abe tan pronto y que durara tanto tiempo como tu compañero; no es fácil encontrar personas de confianza con las que compartir casa.
—Además, los alquileres están por las nubes y tú eres el único chiflado dispuesto a pagar tanto por el capricho de vivir en un pisito elegante con un sueldo de policía.
Max ignoró nuevamente la acidez de su compañera, aunque no resistió la tentación de arrancarle de las manos las patatas fritas que hasta entonces había permitido que sustrajera sistemáticamente de su plato.
—Pide las tuyas —rumió él entre dientes antes de dirigir su atención a Tara, que miraba de uno a otro con una mueca divertida—. No digo que sea fácil; ahora entiendo que tuve suerte con Abe, está bien. Pero las cosas que he visto… ¿tienes idea de la cantidad de lunáticos con los que he tenido que hablar durante todo el mes?
La que era sin duda su mejor amiga y quien debía de conocerlo casi tan bien como su madre se encogió de hombros y dio un sorbo a su soda antes de responder.
—No dudo de que así fuera, pero es parte del asunto, Max. Tienes que ser muy cuidadoso con la persona con quien vas a vivir —dijo ella arqueando una de sus bien perfiladas cejas—. Podrías terminar compartiendo techo con un psicópata.
—O con un pobre diablo que termine debiendo tres meses de alquiler. De cualquier forma, tú pierdes.
Max masculló una maldición y dirigió a Evelyn una mirada de fastidio que ella sostuvo con total tranquilidad.
—Ve por tus propias patatas —repitió él apartando su plato de ella—. Y deja de ser tan molesta.
—No soy molesta.
—Eres una pesadilla.
Habrían podido continuar discutiendo por horas; en realidad, era posible que incluso disfrutaran hacerlo, una constante en su relación desde que se conocían, pero no tuvieron oportunidad de descubrirlo porque entonces Tara se puso de pie con un movimiento resuelto y ambos la observaron con similares muestras de desconcierto.
—No tengo tiempo para esto —declaró ella después de rebuscar en los pantalones de su uniforme y dejar un billete sobre la mesa—. Ustedes pueden ser unos niños y yo ya tengo uno en casa por el que preocuparme.
Eso era en cierta forma cierto, aunque a Tara también le gustaba comentar que su hijo de cuatro años era algo menos conflictivo que ellos; pero tanto Max como Evelyn agradecieron que se ahorrara comentarlo en ese momento.
La suya era una amistad cuando menos curiosa que, posiblemente, jamás se hubiera dado de no ser por Max. Él y Tara eran amigos desde el jardín de infancia. Fueron a las mismas escuelas y se inscribieron en una academia de policía tan pronto como terminaron el instituto. Habrían empezado a servir juntos una vez que se graduaron de no ser porque Tara se quedó embarazada entonces y decidió tomarse un año para cuidar de su bebé antes de incorporarse al servicio activo. De eso ya habían pasado casi tres y ella no había tenido problemas para ponerse al mismo nivel que otros de sus compañeros que llevaban mucho más tiempo allí.
Lo único malo de aquella entrada a destiempo fue que no la destacaron a la misma comisaría que a Max; ella estaba en la cuarta. Sin embargo, ellos siempre se las arreglaban para encontrar un momento en el que pudieran ponerse al día acerca de cómo iban sus vidas. Por lo general, cuando sus turnos coincidían acordaban reunirse en una cafetería del centro de la ciudad para charlar un rato, la misma en que se encontraban en ese momento. Con el tiempo, se les había unido Evelyn, que llevaba varios años como su compañera y, en opinión de Max, también como amiga molesta y metomentodo.
—¿Te toca cuidarlo esta noche?
Tara recibió la pregunta de Max con un leve encogimiento de hombros y una sonrisa.
—Logan está hasta el cuello con un caso complicado; no creo que lo vea hasta mañana —respondió ella tras asentir—. Dudo de que haya mucha diferencia, de cualquier forma, el pobre regresa muerto a casa; no creo que vuelva a dormir hasta que lo resuelva.
Max cabeceó, comprensivo, aunque no hubiera sido justo no reconocer que también sintió una pequeña punzada de envidia. El marido de Tara, Logan Spencer, era un reputado detective del departamento y una de sus mayores ambiciones era ocupar un puesto tan alto como el suyo. La idea de cambiar los rutinarios turnos de patrullaje por largas y agotadoras jornadas de investigación de casos complejos le emocionaba tanto que dudaba de que volviera a sentirse del todo feliz hasta que consiguiera pasar los exámenes para ser promocionado a detective.
—Se ha quedado atontado de nuevo; le pasa siempre que mencionas el trabajo de tu marido. Lo corroe la envidia.
La voz de Evelyn le llegó muy cerca del oído y Max pegó un respingo antes de dirigirle una mirada de malestar.
—¿Te he dicho que eres una pesadilla? —preguntó él de malos modos.
—Lo acabas de mencionar hace dos minutos.
—Qué alivio. Odiaría dejar pasar un día sin decirlo.
La réplica de Evelyn murió en sus labios porque Tara se les adelantó al chasquear los dedos ante ellos.
—¡Basta! No sé qué voy a hacer con vosotros —ella levantó la mirada antes de dirigirse a Max con una expresión más seria—. Si sé de alguien que necesite un apartamento le daré tu número.
Él sonrió en respuesta.
—Gracias. Saluda a Eric de mi parte; iré a verlo el fin de semana.
—Le encantará. Y tú, Evelyn…
—Iré también.
—Eso estaría genial, pero en realidad quería decirte que no le quites un ojo de encima. —Tara señaló a Max con una cabezada y tomó sus cosas de la mesa—. Se distrae cuando está preocupado.
Evelyn sonrió y asintió con una sonrisa divertida. Sus ojos rasgados de un hermoso tono gris relampaguearon al dirigir a su compañero una mirada sesgada.
—Descuida; lo cuidaré con mi vida. Si es difícil conseguir un compañero de apartamento, imagínate lo complicado que es dar con uno de patrullaje. Aunque sea uno tan idiota.
—Saben que estoy aquí, ¿cierto?
Ambas hicieron como si no hubieran oído el gruñido de Max, y luego de que Tara terminara de despedirse y abandonara el café, este se mantuvo en un silencio pensativo que solo fue roto por el bufido impaciente de su compañera.
—Odio cuando estás así; la seriedad no te sienta bien.
Max esbozó una pequeña sonrisa que le confirió un aire picaresco sin duda mucho más familiar en él y dirigió a su amiga una mirada velada.
—¿Porque soy muy guapo? —replicó él en un tono seductor demasiado afectado como para tomarlo en serio.
Evelyn puso los ojos en blanco.
—No. Porque eres un payaso y estoy acostumbrada a tus malas bromas —replicó ella sin vacilar—. Vamos, deja de darle tantas vueltas; encontrarás a un compañero de apartamento pronto.
Max cogió aire con una mueca de duda.
—¿Estás segura de que no quieres mudarte? Podrías dejar ese agujero en el que vives y venirte conmigo —sugirió él.
Fue una bala lanzada al vacío, en realidad; algo que decía de cuando en cuando por si se abría el cielo y le caía un rayo de buena suerte. En el fondo, sabía que Evelyn se cortaría la mano antes de aceptar vivir con él; ella era demasiado independiente y preferiría mil veces quedarse en su propio lugar, que en realidad estaba lejos de ser un agujero, antes que compartir espacio con alguien más, sin importar lo bien situado que estuviera.
—Lo siento, Max, pero terminaría matándote, y soy policía, conozco varias maneras de hacerlo —respondió ella al cabo de un momento en tono ligero.
Max se encogió de hombros.
—Tenía que intentarlo —comentó él, resignado.
Evelyn sacudió la cabeza y un mechón de cabello le cayó sobre la frente, pero ella lo apartó con un resoplido. Lo llevaba muy corto y aun así siempre parecía encontrarlo molesto; a veces decía que cualquier día se lo cortaría a rape solo por el gusto de no tener que pelear con él. Max bromeaba entonces comentando que incluso así encontraría algo de lo que quejarse porque no podía vivir sin discutir, fuera con él o incluso consigo misma y que además le habría quedado fatal. Eso no era del todo cierto, sin embargo, porque Evelyn tenía una estructura ósea delicada y armoniosa, así que cualquier corte de cabello le quedaba muy bien; pero Max no habría sido él si no hubiera intentado llevarle la contraria.
—Encontrarás a alguien —repitió ella al verlo suspirar—. Antes de que termine el mes tendrás a un pobre compañero al que hacer su vida miserable y yo disfrutaré de verlo.
Max rio y sacudió la cabeza, pero no dijo nada; en su lugar, se puso de pie, se sacudió uniforme y aguardó a que Evelyn lo imitara antes de despedirse de la camarera, que lo siguió con la mirada al verlo marchar.
A Evelyn le gustaba mofarse al respecto, pero la verdad era que Max era un hombre atractivo. Lo bastante para atraer miradas y arrancar unos cuantos suspiros, comprobó al ir tras él y notar que algunas de las mujeres que ocupaban las mesas del local lo miraban con el mismo interés que la pobre chica del mostrador. Seguro que el uniforme tenía también algo que ver con eso, supuso, sin muchas ganas de mencionarlo en voz alta.
Él ya era lo bastante consciente de eso como para que ella contribuyera a alimentarle el ego.
Para cuando el mes estaba a punto de acabar, Max empezaba a plantearse la posibilidad de aceptar a cualquiera de los lunáticos a los que había entrevistado para que ocupara el lugar de Abe o, de plano, buscar otro apartamento algo más accesible que pudiera pagar sin ayuda.
Pero entonces recibió una llamada de Tara en la que le dijo que había encontrado a alguien. Ella no entró en muchos detalles, solo le aseguró que no se trataba de ningún lunático y que tenía un buen presentimiento. Que nada perdía con probar.
Cuando Max oyó las señas de la persona que Tara había encontrado en ese sorprendente golpe de suerte, estuvo a punto de negarse en redondo. No era en absoluto lo que tenía en mente, pero sabía que estaba en un callejón sin salida y que no podía ponerse exigente. De modo que se lo agradeció a Tara y le dijo que no había problema, que podía darle su número ¡Qué diablos! Estaba desesperado.
Un poco después, sin embargo, luego de que recibiera la llamada en medio de uno de sus turnos y de que acordaran una cita, se preguntó si quizá no estaría cometiendo un error.
Rebecca tomó aire y comprobó la dirección que había anotado en el recibo de la cafetería del hospital.
Sí. Ese era el lugar.
Se tomó un momento para estudiar el vecindario y tuvo que reconocer que era mucho mejor de lo que había esperado. Una hilera de árboles flanqueaba la avenida y el sonido de sus ramas meciéndose sobre ella le ayudaron a calmar en parte sus nervios; vio unos cuantos comercios de toldos brillantes y a la gente que iba y venía con un paso tranquilo que le confirmó la idea de que se trataba de una zona segura. Justamente lo que buscaba.
El edificio ante ella se encontraba también muy bien cuidado. El frente, de ladrillos lustrosos y que casi brillaban al contacto con el sol, le recordó a la casa de su tía, y cuando elevó la vista hacia arriba, buscando el último piso, que era donde debía ir, creyó advertir una sombra junto a una ventana que atisbaba hacia abajo.
Al parecer, no era la única que se encontraba un poco nerviosa, se dijo antes de entrar. En cierta forma era un alivio, supuso tras descartar las escaleras y optar por el ascensor que encontró al final del vestíbulo. En otras circunstancias le habría encantado elegir lo primero, pero no deseaba llegar sudorosa al último piso; después de todo, estaba allí para dar una primera buena impresión.
Cuando el ascensor se detuvo, se dio una última mirada en el reflejo que le devolvió la lámina de acero.
Estaba bien, decidió. Los vaqueros oscuros y la camiseta a rayas le daban un aire un poco joven, pero se había sujetado el cabello en lo alto de la cabeza con unos palillos para dar a su rostro un aire algo más maduro y serio.
Lástima que hubiese olvidado cambiar las zapatillas gastadas que usaba en el hospital por algo mejor, pero ya estaba allí, se dijo ajustando su bolso al hombro para luego dejar atrás el ascensor y buscar la puerta al final del pasillo.
Aspiró un par de veces y cruzó los dedos antes de llamar al timbre.
No tuvo que esperar demasiado, lo que confirmó su impresión de que quien estuviera al otro lado se encontraba tan ansioso como ella y querría terminar con eso lo antes posible.
Cuando la puerta se abrió, sin embargo, exhaló el aire contenido de golpe y se quedó mirando al hombre ante ella con los ojos entrecerrados y una curiosa sensación de incomodidad que no recordaba haber sentido antes.
Tara no dijo que se veía así. Ella solo habló de su amigo policía que necesitaba a un compañero de apartamento y que tal vez estaría lo bastante desesperado como para aceptar a una desconocida siempre y cuando fuera con una buena recomendación.
Pero ese hombre…
Debía de ser uno de los más guapos que había visto en su vida. Y había viajado mucho; había conocido a unos cuantos.
El amigo de Tara tenía un cabello espeso y lustroso de un castaño oscuro que contrastaba con sus ojos de un tono subido de azul. Su rostro parecía sacado de una de esas revistas que anunciaban perfumes para hombre; rasgos perfectamente cincelados, labios carnosos y una barba bien cuidada que habría hecho suspirar a la mayoría de sus conocidas.
Ella no lo hizo, sin embargo. No iba a hacer algo tan idiota como suspirar solo porque se encontraba ante un hombre guapo; no estaba allí para eso. De modo que, tras recuperarse de la impresión, lo que por suerte no le tomó más que unos cuantos segundos, esbozó una sonrisa confiada y aguardó a que él hablara.
—Rebecca, ¿cierto?
Ella asintió. Tenía una voz agradable, no demasiado grave; incluso le pareció la clase de voz que uno esperaría oír en alguien tan seguro de sí mismo que no tenía problemas en mostrarse encantador aun con los desconocidos.
—Soy Max. —Él extendió una mano que ella estrechó un segundo antes de soltarla—. Por favor, pasa.
Rebecca cabeceó una vez más. Iba a tener que abrir la boca en algún momento, se reprendió al ir con él y atravesar el pequeño pasillo que conducía al salón principal. Según avanzaba, miraba de un lado para otro sin disimular su curiosidad; era muy amplio, tal y como dijo Tara. De techos altos y paredes de ladrillo, le pareció un lugar tan acogedor como cómodo. Había una cocina abierta en un extremo del salón y un gran ventanal al otro lado; supuso que tendría una vista excelente del vecindario desde allí.
—Como ves, no tengo muchos muebles; lo que hay vino con el apartamento, pero me pareció que era suficiente. Si llegamos a un arreglo y quieres traer algo no tengo problemas, solo… preferiría que no estuviera todo atiborrado, pero… bueno, seguro que eso lo podemos hablar luego. ¿Te parece si le echas un vistazo a todo antes de que nos sentemos a hablar? No tendrá sentido hacerlo si no te gusta.
Rebecca desvió la mirada del ventanal y lo siguió cuando él se puso en camino sin esperar respuesta.
Era un lugar excelente, se repitió ella por lo menos un par de veces más según iba recorriendo el apartamento. Tenía dos habitaciones amplias, cada una con un baño propio; armarios en los que su ropa cabría con facilidad y, algo que sí que la llevó a suspirar de gusto, la que sería suya, si conseguía convencer a ese hombre de que la tomara como compañera, tenía un precioso balcón que daba a la calle y en el que pudo imaginarse perfectamente asomándose cada mañana al despertar y al cual acercar una silla por las noches para leer al llegar del trabajo.
Quería eso. Lo quería con todas sus fuerzas.
—Como habrás notado, la que sería tu habitación es un poco más pequeña que la mía, pero como tiene el balcón… a mí no me llamó mucho la atención cuando me mudé, y a mi antiguo compañero le encantó; me volvió loco para que se la dejara.
—Creo que yo habría hecho lo mismo; me gusta mucho.
Era la primera vez que hablaba y le pareció que eso a él le sorprendió un poco, porque la miró con una expresión curiosa; pero no dijo nada, tan solo cabeceó y se encogió de hombros antes de seguir con el resto del recorrido, que fue más bien corto. De allí solo quedaba otra habitación minúscula que usaba como depósito y que estaba casi vacía. Había también otro baño para visitas y aunque no tenía una lavandería en el piso, le informó de que podría usar la que estaba en el sótano y que era, además, la destinada a todos los residentes del edificio. Además, podría subir a la terraza cuando quisiera desde una escalera de incendios a la que se accedía desde la ventana del salón.
Luego de eso, él comentó que podrían sentarse en el salón para conversar un rato y ponerse de acuerdo respecto a si las cosas podrían funcionar. Rebecca no podía dejar de mirarlo mientras se dejaba caer sobre un sillón con las piernas estiradas y los brazos cruzados a la altura del pecho; se veía tan relajado como si se encontrara en compañía de sus amigos mientras veía un partido de fútbol, pero al mismo tiempo advirtió que sus ojos brillaban con una agudeza que estaba lejos de calzar con esa postura indiferente. Intentaba analizarla; adivinar si había algo en ella que le llevara a decidir que tal vez no fuera buena idea darle la oportunidad de hacer una oferta.
Sin embargo, Rebecca no estaba dispuesta a permitir que dudara. Quería ese lugar. Cuando Tara le habló de él le pareció demasiado bueno para ser real, pero ahora estaba segura de que ella no exageró.
—Tara mencionó que eres enfermera.
Él empezó la charla con una voz tranquila que no la engañó; algo le dijo que iba a tener que ser muy cuidadosa con sus respuestas si quería que la aceptara.
—Sí. Estoy en el Johns Hopkins.
—Un buen hospital.
—El mejor.
Lo era. En pocas ocasiones se sintió tan orgullosa en su vida como cuando recibió la llamada que le informaba de que había conseguido un puesto en uno de los hospitales universitarios más renombrados del mundo.
—Y eres inglesa —continuó él observándola con el rostro ladeado—. ¿Qué te llevó a venir hasta aquí para ejercer tu carrera? Seguro que hay buenos hospitales en Gran Bretaña.
—Sí, claro, estupendos; y trabajé en uno de ellos después de graduarme; pero me gusta viajar, conocer nuevos lugares y culturas. El Hopkins es una de las metas de cualquier médico o enfermera, además, y Baltimore es una ciudad muy hermosa.
Vio que Max cabeceaba un par de veces antes de dirigirle una de esas miradas profundas que sin duda debía de reservar para la gente a la que interrogaba.
—¿Y viajas mucho? Me refiero a cuánto tiempo permaneces en un mismo lugar antes de decidir dejarlo e ir a conocer alguno nuevo. —Él debió de notar que la había tomado por sorpresa con esa pregunta y que no la recibió muy bien porque se apresuró a continuar después de esbozar una sonrisa de disculpa—. No es una crítica ni pretendo opinar en lo que no me incumbe; creo que uno es libre de hacer con su vida lo que le venga en gana, pero verás, el que fue mi compañero se fue de un día para otro sin ningún aviso y en verdad necesito que quien ocupe su lugar esté dispuesto a comprometerse por un cierto tiempo, o al menos que se asegure de darme un aviso si un día decide marcharse también.
Rebecca apretó los labios, pero la verdad fue que no pudo dar con nada que objetar a un razonamiento como ese. De modo que, tras considerarlo un momento, asintió y echó un poco el cuerpo hacia adelante para asegurarse de que él la miraba a los ojos y pudiera ver que era sincera al responder.
—No puedo asegurar que vaya a quedarme en Baltimore para siempre; la verdad es que es posible que decida irme más temprano que tarde, pero firmé un contrato con el Hopkins por doce meses y pienso cumplirlo, de modo que puedo prometerte que si me aceptas como tu compañera, nada ni nadie me moverá de este apartamento en… digamos seis meses. Y te avisaré con un mes de antelación si decido irme antes. Es más, firmaré un contrato también contigo si lo prefieres. Ahora mismo.
Creyó que él iba a negarse y se preguntó si no debió mentir y asegurar que su estancia en Baltimore podría prolongarse por mucho más que eso; pero le supo mal engañar a alguien solo para conseguir salirse por la suya. Por mucho que lo deseara.
—De acuerdo. Supongo que es justo.
Antes de que pudiera preguntar qué significaba eso exactamente, Max se puso de pie y fue a una mesita en un extremo del salón, de donde volvió poco después con un trozo de papel y un lápiz. Puso ambos ante ella y volvió al sillón tras dirigirle una sonrisa ladeada que, no tenía sentido negarlo, le aceleró un poco el pulso.
Pero solo un poquito, se reprendió al tomar el lápiz; lo mismo le habría ocurrido a cualquier otra mujer en su lugar en un rango de ocho a noventa años si un hombre como él le sonriera de esa forma.
—Muy bien. ¿Se supone que tengo que anotarlo aquí? —preguntó ella tras aclararse la garganta.
—Ajá. Pon lo que te parezca. Yo, Rebecca… ¿Cuál era tu apellido?
—Hardy.
—Ya. Yo, Rebecca Hardy, me comprometo a compartir apartamento con Max Joyce durante al menos seis meses desde el día de hoy…
Rebecca detuvo la escritura y levantó la cabeza de golpe.
—¿Eso significa que me aceptas como compañera? —preguntó ella.
—Sí, claro; no te pediría que lo anotaras si no lo hubiera hecho.
—Pero… —Ella se encogió de hombros y volvió a escribir—. De acuerdo. Entonces, me comprometo a quedarme durante seis meses a partir de hoy, y si decidiera mudarme antes de ese periodo de tiempo, te avisaré cuando menos con un mes de anticipación.
—Exacto.
—¿Algo más?
—No lo creo. Ya sabes el precio y lo que puedes esperar. —Él dudó un segundo antes de continuar—. Podrías poner también que te comprometes a ser una buena compañera, ya que estamos.
Rebecca frunció el ceño y le dirigió una mirada recelosa; pero lo anotó de cualquier forma porque le pareció que estaba bromeando.
—¿Y tú? ¿No deberías de comprometerte a eso también? —replicó ella un poco distraída.
Max hizo una mueca antes de asentir y, antes de que Rebecca atinara a decir nada, se puso de pie y fue hacia ella haciendo un gesto para que le dejara sitio en la butaca. Era un espacio pequeño, quizá demasiado; tanto que sus muslos se chocaban y sus brazos se rozaron cuando él extendió una mano para tomar el lápiz de entre sus dedos temblorosos y estudió un momento el papel antes de inclinarse para anotar algo en él.
—Y yo, Max Joyce, me comprometo a ser un buen compañero para Rebecca Hardy —deletreó él con gesto serio.
Rebecca miró el papel; su letra se veía un poco menuda y demasiado femenina al lado de la suya. Max escribía de la misma forma en que parecía hacerlo todo; con una seguridad aplastante.
—Muy bien —dijo ella al cabo de un momento en silencio—. Entonces ¿eso es todo?
Max sonrió y así, estando tan cerca, Rebecca reparó en que debajo de la barba tenía una muesca casi imperceptible en el mentón. Pero no se permitió pensar demasiado en ello porque le pareció que era una tontería ponerse a mirarlo con tanto descaro y, además, advirtió entonces que él sostenía una mano ante ella, pero a diferencia del corto apretón que le dio al llegar, esta vez, cuando ella atinó a tomarla, la mantuvo sujeta durante lo que le pareció mucho tiempo.
—Sí, Rebecca Hardy, me parece que eso es todo. —Él sonrió y ella se vio correspondiendo casi sin darse cuenta de que lo hacía—. Bienvenida a casa.
Cuando Rebecca mencionó que podría hacer la mudanza en un solo viaje y que le bastaría con que le hiciera un lugar en el depósito para dejar un par de cajas además del espacio que iba a ocupar en su habitación, Max creyó que exageraba. Sin embargo, cuando la vio llegar la mañana en que acordaron que él esperaría por ella para darle una mano, tuvo que reconocer que no había sido así.
La vio bajar de una pequeña furgoneta que, sabía, había contratado gracias a una de sus compañeras del hospital. El hermano de ella hacía esa clase de trabajos por unos cuantos dólares de vez en cuando y como era poco lo que tenía que llevar, le salía mucho más barato que contratar una compañía de mudanzas.
Tras unos cuatro o cinco viajes, tuvieron todo en el vestíbulo, y cuando el hombre de la furgoneta se fue, él se ofreció a ayudarle a llevar las cosas a su habitación o al depósito, según ella lo necesitara. Rebecca no lo mencionó entonces, pero fue obvio que no había esperado su oferta.
Tal vez no fuera de la clase de persona que conservaba mucha fe en la humanidad, supuso él. Por lo pronto, era obvio que no se trataba de alguien muy sociable y que no tenía demasiadas amistades.
Ya Tara le había comentado que cuando la conoció en el hospital en una de sus visitas para llevar a un detenido que requería atención médica, había reparado de inmediato en ella porque, aunque eficiente y muy diestra en su trabajo, era también de las enfermeras más calladas del piso. Tal vez fue eso lo que le atrajo de ella en primer lugar, supuso Max al considerar que no tendría nada de raro, porque Tara podía ser también muy reservada.
Aun así, le pareció increíble que se mudara sola. Cuando él llegó a ese apartamento había tenido que rogar a sus hermanos para que lo tomaran con calma y no convocaran a una multitud; pese a eso, contó con ellos, sus padres, un par de sus primos y también con Tara y Logan. Claro que él tenía más que transportar que Rebecca porque su madre había insistido en que se llevara la mayor parte de sus cosas y sumó varias más que consideró imprescindibles para que viviera como un ser humano decente, como mencionó ella entonces.
Mientras ayudaba a Rebecca a acomodar sus cosas, reparó en que las cajas más pesadas estaban repletas de libros y que el objeto que más parecía atesorar era una reluciente bicicleta turquesa con una cesta en la que había sujetado un ramillete de flores artificiales. Al verla, Max no pudo evitar sonreír, porque le recordó a la de una de sus sobrinas.
—Muy bonita. ¿Es nueva?
Rebecca parpadeó al oír su comentario y se pasó una mano por la frente sudorosa antes de responder. Acababan de terminar con todas las cajas y se habían dirigido al salón para beber algo; Max dejó unas cuantas sodas en el refrigerador la noche anterior por si acaso y tenía pensado pedir algo para comer y asegurarse de que ella estaba cómoda en el lugar antes de ir a trabajar esa noche.
—La compré hace un par de meses —respondió ella tras dejarse caer sobre un sillón con un suspiro de alivio—. Me costó medio sueldo, pero vale cada centavo.
—¿Estaba la antigua entre las cosas que te robaron?
La vio cabecear y que una sombra le velaba la mirada al recordarlo.
—Sí, creo que era una de las cosas más valiosas que se llevaron.
—Tara dijo que te estabas quedando en un ático en Orleans Street —recordó él—. No quiero ser entrometido ni dar sermones ¿pero nadie te dijo que no es precisamente el mejor lugar para una mujer que vive sola? ¿En especial para una que no conoce la ciudad?
Rebecca frunció el ceño y Max pensó que estaba a punto de decir algo como que sí que estaba siendo entrometido y que, aun cuando no fuera su intención, sí que parecía que la estaba sermoneando, pero debió de darse cuenta de que no lo hacía con mala intención porque cabeceó de mala gana e incluso esbozó una sonrisa torcida cuando él se sentó ante ella y le tendió una botella fría de la que se apresuró a beber.
—Tal vez alguien lo mencionara —reconoció ella tras encogerse de hombros—; pero he vivido en todo tipo de lugares y nunca tuve ningún problema, no pensé… dentro de todo, fue una suerte que se metieran a robar cuando yo no estaba allí.
Max cabeceó. Aún le costaba creer la tranquilidad con la que ella hablaba de ese asunto. La primera vez que se lo contó, después de que llegaran a un acuerdo para que se quedara en el apartamento, le había parecido la clase de cosas que hubieran hecho que cualquier otra persona en su lugar echara a correr de vuelta a su país de origen. Y sin embargo ella… era evidente que el hecho de llegar a casa y toparse con que se habían llevado la mitad de sus posesiones le había impresionado lo suficiente para decidir que necesitaba buscar un lugar más seguro, pero eso era todo.
Algo le dijo que haría falta mucho más que un delincuente avezado y una mala experiencia para asustar a una mujer como Rebecca. Lo que le inspiró aún más curiosidad por saber la clase de persona que era y qué podría haberle ocurrido para que fuera así.
—Sí, una suerte —coincidió él tras dar un trago a su bebida y darse cuenta de que ella parecía esperar una respuesta—. ¿Y no recuperaron nada?
Ella sacudió la cabeza de un lado a otro y un grueso mechón de cabello oscuro se deslizó por la línea de su cuello.
—Nada de nada. Ni un alfiler —suspiró—. Supongo que era de esperar; no había alarmas o cámaras, nadie pareció ver nada. En fin, por lo menos no se llevaron nada de valor; de valor para mí, digo. Excepto por la bicicleta; pero tenía mucho tiempo y supongo que ya era hora de que la reemplazara.
Max era un hombre curioso. Lo suficiente para haber recurrido a algunos contactos en la comisaría en la que Rebecca hizo la denuncia en su momento para saber cómo iban las investigaciones. Pensó que quizá podría echarle una mano con eso, pero sus colegas dijeron lo mismo que ella, que no tenían ninguna pista de los ladrones y que era poco habitual que se pudieran recuperar las cosas que se robaban en esa zona; se deshacían tan rápido de todo que seguirles la pista era casi imposible.
Algo que le llamó la atención entonces, no obstante, fue que cuando dio una mirada a la lista de las cosas que ella echó en falta se encontraban, además de la bicicleta, algunos objetos que él habría odiado perder porque le hubiera costado mucho reemplazarlos. Pero para ella no tenían mucho valor.
Curiosa mujer.
—Bueno, aquí no tendrás esos problemas —dijo él al fin tras encogerse de hombros—. Es un lugar seguro y tenemos una buena red de vigilancia; pero si ves algo raro algún día no dudes en decírmelo. ¿Acostumbras a usar la bicicleta para ir al trabajo?
—A veces.
—Esa es siempre una buena idea; pero te aconsejaría que varíes tus rutas. Solo por si acaso —sugirió él—. Recuérdame pasarte un par de recorridos seguros; tengo unos folletos que repartimos hace unos meses en la zona…
—Eso estaría bien.
—Y también necesitarás el número del fijo. Porque tenemos un fijo aunque no lo creas. —Él hizo un gesto vago para señalar la mesa bajo la ventana en el salón y en la que reposaba el soporte de un teléfono antiguo—. Por si tu familia quiere ponerse en contacto contigo y no te encuentran en el móvil.
Vio que eso último no le había caído muy bien porque endureció el mentón y desvió la mirada con las pestañas veladas. Unas pestañas sorprendentemente espesas y que parecían ser del mismo color que su cabello, advirtió él entonces.
—Me vendrá muy bien, gracias. Lo dejaré en el hospital; a veces necesitan ponerse en contacto conmigo a cualquier hora y no siempre estoy pendiente.
—Perfecto. Lo dejaré anotado en la nevera —Max le dirigió una última mirada y se puso de pie—. Lo que me recuerda… ¿te gusta la pizza?
Rebecca parpadeó y volvió la atención a su rostro.
—¿No le gusta a todo el mundo? —preguntó ella.
Max esbozó una enorme sonrisa.
—Sabía que había hecho bien al aceptarte.
La dejó riendo mientras él iba a llamar al restaurante, pero de cuando en cuando le lanzaba unas miradas sobre el hombro y no le sorprendió advertir que permanecía pensativa y con los ojos fijos en un punto entre la ventana y la puerta que conducía a su habitación. Se veía como si intentara hacerse a la idea de algo distinto, de que ese era el nuevo espacio al que tendría que aprender a considerar su hogar. Y cuando la vio esbozar una pequeña sonrisa, como si algo hubiera terminado de encajar en su mente, no pudo menos que sonreír de vuelta, aun cuando sabía que ella no podía verlo.