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¡Una sola noche de placer no sería suficiente! De adolescente, Natalie, se sintió completamente humillada cuando el rico y refinado Caetano Savas rechazó sus torpes acercamientos... Ahora, repentinamente, se encuentra a sí misma a la entera disposición del brillante abogado. Y está segura de que él, a pesar de su frialdad, nota el frenético latido de su corazón... ¡Así que la explosiva adolescente ha crecido! Caetano aceptará lo que le ofreció unos años antes: una noche que satisfaga su deseo...
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Seitenzahl: 197
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2009 Barbara Schenck
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amante por una noche, n.º 2002 - agosto 2022
Título original: One-Night Mistress...Convenient Wife
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-119-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Natalie metió el coche en el garaje de debajo del apartamento de su madre, apagó el motor y sintió un pánico distinto a todo lo que había sentido en los últimos tres años.
–Completamente innecesario –se dijo con firmeza en voz alta para superar los nervios.
Oír algo era la mejor forma de creerlo y ella se lo creía.
–No seas estúpida –se dijo–. No es para tanto.
Y no lo era. Iba a cuidar de un gato, ¡por Dios! Regar unas plantas y vivir en el apartamento de su madre dos o tres semanas porque ella tenía que irse a Iowa a cuidar de su madre por una operación de cadera. Y mientras que el gato era transportable, el árbol del caucho de más dos metros, no.
–Se suponía que lo iba a hacer Harry –había explicado Laura Ross en tono de disculpa por teléfono temprano esa misma mañana–. Ya sabes, el chico de enfrente, pero se ha roto la pierna anoche. Una fractura en espiral, dice su madre. Ni siquiera puede caminar. Siento tener que pedírtelo…
–No pasa nada, está bien –se había hecho Natalie decir–. Claro que lo haré. Me gustará –había mentido.
Así que allí estaba. Todo lo que tenía que hacer era salir del coche, rodear el edificio y subir las escaleras hasta el apartamento de su madre, abrir la puerta y entrar.
Ya lo había hecho una vez ese día. Había ido a recoger a su madre para llevarla al aeropuerto esa mañana y lo había hecho sin problema. Sin preocupaciones de ninguna clase.
Porque no había ningún peligro de encontrarse con Caetano Savas entonces.
Tampoco había muchas posibilidades en ese momento.
¿Qué probabilidad había de que ella estuviera rodeando el edificio para subir las escaleras en el mismo momento en que el casero de su madre, y su jefe, saliera de su porche trasero?
Escasas, decidió. Ninguna era preferible, claro. Rogó a Dios no tener que verlo en las siguientes dos o tres semanas. Pero incluso aunque lo hiciera, se dijo, era una mujer adulta. Podría sonreír amablemente y seguir su camino. Qué le importaba lo que pensase él. ¡No le importaba!
–Muy bien –dijo en el mismo tono que su madre empleaba con ella cuando era pequeña–. La hierba no se corta mirando la segadora –como decía su madre cuando su hermano Dan o ella se resistían a hacer algo.
La frase se había convertido en una expresión hecha que se aplicaba en la familia cuando alguien se resistía a hacer algo.
Por supuesto, su madre no tenía ni idea de por qué había pasado los tres últimos años evitando a Caetano Savas, y nunca lo sabría.
Respiró hondo y salió del coche con cuidado de no golpear con la puerta el Jaguar de Caetano. Era el mismo que tenía tres años antes. Había montado una vez en ese coche con la capota bajada, echado la cabeza hacia atrás y sentido el viento en el cabello, reído y, echando una mirada al hombre que conducía, se había atrevido a soñar cosas ridículas.
Se dio la vuelta y cerró el coche con un poco más de firmeza de la necesaria. Abrió la parte trasera, sacó el ordenador portátil y la maleta con la ropa, cerró y, con el corazón latiéndole un poco más fuerte de lo normal, abrió la puerta del jardín. Estaba vacío.
Volvió a respirar. Después, tras mirar de soslayo la enorme casa de Caetano en el otro extremo del jardín que su madre había convertido en lo más parecido que había en el Sur de California a un viejo jardín inglés, giró bruscamente a la derecha y subió las escaleras de madera que llevaban al apartamento de Laura.
Desde el porche contempló la amplia calle que llevaba al paseo marítimoy la playa. Estaba vacía. Dejó la maleta y el ordenador en el suelo y buscó en el bolso las llaves de la casa.
Eran casi las seis. Su madre le había dicho que Caetano solía ir a hacer surf después del trabajo y luego volvía a cenar sobre las seis y media.
–¿Cenas con él? –había preguntado ella sorprendida por tanta información.
–No me gusta cocinar para mí sola –había dicho su madre mientras hacía el equipaje.
–¿Cocinas para él?
–Cocino para mí –había dicho remilgada su madre al ver el gesto de desaprobación de su hija–. Pero hago suficiente para dos.
–Vale, yo no cocinaré para él –había dicho ella con firmeza.
–Claro que no. Tampoco creo que lo espere.
«No», había pensado ella, «y seguramente no querrá que lo haga».
–Ni siquiera sabe que estarás tú aquí –había seguido diciendo su madre alegrándole el día–. Sabe que he hablado con Harry para que venga él. Cuando Carol, la madre de Harry, me ha llamado esta mañana, no se lo he dicho a Caetano porque seguro que se sentía responsable. Habría pensado que debía ocuparse de Herbie y de las plantas, y seguro que no podría. Está demasiado ocupado para eso.
Bueno, quizá no le había alegrado tanto el día. Pero sabía que su madre decía la verdad. No hacía falta que le recordasen cómo trabajaba Caetano Savas. Había sido su ayudante. Y si no sabía que ella estaba allí, mejor. Quizá podría hacer que las cosas siguieran así.
Encontró las llaves, seleccionó la de la puerta de casa de su madre, la metió en la cerradura y abrió. Echó una última mirada al océano y vio la musculosa silueta de un hombre que se dirigía a la parte de arriba de la playa con una tabla de surf. Recogió sus cosas y se apresuró a entrar en la casa. En la bendita sombra interior soltó las bolsas, cerró los ojos y respiró aliviada.
–¿Natalie? –la voz sonó ronca, masculina y tan conmocionada e incrédula como lo estaba ella.
Abrió los ojos. Parpadeó y abrió los ojos esperando ver el salón vacío y el gato. No esperaba ver a un hombre acuclillado al lado de la chimenea y que se irguió hasta poner derecho su metro noventa para mirarla con desconfianza.
Sintió que se le secaba la boca.
–¿Caetano? –apenas balbució su nombre y también frunció el ceño.
Sus miradas se encontraron y después dijeron al unísono:
–¿Qué demonios haces aquí?
–Vivo aquí. Ahí –enmendó mirando hacia el jardín y después a la maleta de ella–. ¿Para qué es eso?
–Me vengo a vivir aquí –dijo en tono firme–. Temporalmente.
–¿Para qué?
–Voy a ocuparme de Herbie y de las plantas.
–Tu madre dijo que Harry…
–Se ha roto una pierna.
–No me había enterado –dijo en tono incrédulo apoyando un brazo en la repisa de la chimenea.
–Siéntete libre de ir a casa de Harry y preguntar. Puede que tengas razón. Quizá esto sea algún complot de mi madre para juntarnos.
–No haría algo así –gruñó él.
–No, no lo haría –seguro que su madre pensaba que era hora de que su hija de veinticinco años empezara a buscar marido, pero no se entrometería.
–Yo puedo ocuparme del gato y de las plantas –dijo él en un tono que no parecía de sugerencia.
Más bien pareció una orden, y Natalie se enfureció.
–Seguro que puedes –dijo estirada–, pero mi madre no te lo ha pedido. Me lo ha pedido a mí. Y voy a hacerlo –casi oyó rechinar los dientes–. Así que ya sabemos qué hago yo aquí. ¿Y tú? No creo que tengas la costumbre de colarte en el apartamento de mi madre. Espero.
–No –en ese momento sí apretó los dientes–. No tengo esa costumbre. Estaba tomando unas medidas para unas estanterías –extendió una mano en la que había un metro.
–¿Estanterías? –preguntó llena de dudas.
–Siempre me está diciendo lo que le gusta esta habitación, y que sería perfecta si tuviera estantes con libros a los dos lados de la chimenea –se encogió de hombros y estudió el espacio que había detrás de él. Torció la boca–. Una tardía sorpresa de cumpleaños.
Natalie se sorprendió de que supiera cuándo era el cumpleaños de su madre, la semana anterior.
–¿Y pensabas hacer que las pusieran mientras está fuera?
–No, pienso ponerlas yo mientras está fuera.
Se miraron. Una sensación especial que Natalie no quería reconocer surgió entre ambos. Esa tensión había estado presente desde que había oído su voz y abierto los ojos. Era una sensación que no había experimentado con nadie más, jamás. En su momento había pensado que la comprendía. La había cultivado, se había deleitado en ella.
En ese momento no quería tener nada que ver con ella.
–Bueno, pues no puedes –dijo, y cruzó los brazos.
Él apretó la mandíbula, pero no dijo nada. Seguían sosteniéndose las miradas.
–Bueno –dijo él–. Terminaré de medir ahora. Encargaré la madera. La colocaré cuando ella vuelva y así revolveré todo el salón con ella dentro –se dio la vuelta y se arrodilló a medir.
Natalie se quedó mirando su espalda. ¿Por qué había pensado una vez que quería pasar el resto de su vida con ese hombre? ¿Por qué se había enamorado de él?
No lo había hecho, se dijo cortante. Se había encaprichado, había sido víctima de un choque entre una tonta oficinista estudiante de leyes y una brillante litigante. Había quedado aturdida por su brillantez, su extraordinaria buena presencia y la perversa química sexual que había parecido surgir entre ellos cada vez que coincidían en un espacio.
«Y el beso», le recordó su memoria. «¡No olvides el beso!»
No, no podía olvidar ese beso. Por mucho que lo había intentado jamás había sido capaz de olvidar por completo el momento en que sus labios se habían encontrado con los de Caetano. Había sido el beso más abrasador en sus veintidós años de vida. La cosa más ardiente en toda su vida, incluso en la que había vivido después. Pero eso no iba a volver a repetirse, daba lo mismo qué pensase Caetano Savas. Y no era un secreto lo que él pensaba, se dijo en ese momento mirándolo.
–De acuerdo –dijo brusca–. Adelante, pon los estantes.
Estaba arrodillado en el suelo, a punto de medir, pero le dedicó una rápida mirada y vio al instante esa tensión que esperaba. Le dedicó una sonrisa sarcástica.
–No te preocupes. Me mantendré completamente alejada de ti. No te molestaré. No te invitaré a mi cama y no me meteré en la tuya. Estás a salvo –utilizó un tono de broma.
Pero los dos sabían que no bromeaba. Se estaba riendo de sí misma, de la ingenua chica que había tomado una relación de trabajo de verano, una sensación de afinidad que, en retrospectiva, sólo había partido de uno de los lados, y un solo y espontáneo beso para celebrar un triunfo en un juzgado como algo más profundo. Una chica que había pensado que él debía de amarla del mismo que modo que ella creía que lo amaba a él… y se había metido en su cama para demostrarlo.
¡Era imposible que volviera a cometer un error como ése!
–Si estás segura… –empezó Caetano.
–Claro que lo estoy –abrazó el ordenador como si fuera un escudo–. Estaba sólo… sorprendida por verte aquí dentro –no quería que él pensase que lo había estado intentando evitar, aunque hubiera sido así. Dejó el ordenador en la mesa de la habitación de su madre–. Voy a quitar todo esto del medio y ahora te ayudo a medir.
–No necesito ayuda –dijo en un tono que no admitía discusión.
Lo que significaba que no se creía que no fuera a saltar sobre él.
–Bien. Apáñatelas solo –se encogió de hombros y llevó la maleta a la habitación.
Podría perfectamente dejar la maleta en la cama y vaciarla después, pero volver a una habitación en la que no era bienvenida no le pareció buena idea.
Y había muchas cosas que hacían recomendable quedarse donde estaba. Podía aprovechar para colocar la ropa y recuperar el equilibrio en el proceso.
No había querido encontrarse con Caetano. Había hecho todo lo posible por evitarlo los últimos tres años porque aún se sentía mortificada cada vez que pensaba en aquella noche en su apartamento. La noche que lo había esperado en su cama. Incluso en ese momento le ardían las mejillas al recordarlo.
Que hubiera quedado conmocionado al encontrarla allí cuando él había vuelto tarde a su casa tras una cena de negocios. Había esperado esa conmoción, pero también que le hubiera agradado la sorpresa.
Pero se había equivocado. La mortificaba pensar en lo mal que había interpretado las cosas. Y no estaba acostumbrada a quedar como tonta.
Mientras colgaba su ropa en el armario trató de pensar en otra cosa y no prestar atención a los ruidos que él hacía en la habitación contigua. No volvería a lanzarse a su cama otra vez. Pero todo sería mucho más fácil si esa primera humillación y la subsecuente maduración por vía rápida se completaran con una total indiferencia hacia ese hombre. Por desgracia, no era así.
Algo en Caetano Savas aún tenía la capacidad de hacer que el corazón se le acelerase. ¿Su espeso cabello negro? ¿Su mandíbula y pómulos cincelados? ¿Su afilada nariz e insondables ojos verdes? ¿Su larguirucho pero musculoso cuerpo que aparecía tan deseable dentro de esos vaqueros desteñidos y camiseta gris? ¿Todo junto? Por desgracia, sí.
Pero había algo más. Siempre lo había habido.
Si la belleza de Caetano era lo primero que la había atraído el verano que había trabajado en la empresa de la que su padre era socio, muy pronto había sido algo más que ese bonito rostro y ese cuerpo fantástico lo que había atraído su interés.
Su tranquila intensidad, su trabajo duro y su aguda inteligencia eran igual de apetecibles. Sus incisivos argumentos y su facilidad de palabra. Había quedado abrumada por el joven litigante y no le había costado mucho enamorarse.
Había crecido con la historia del cortejo y matrimonio de sus propios padres: él, un joven abogado, y ella, una trabajadora de su despacho. Amor a primera vista. Así solía explicárselo Laura a sus hijos. Así que a ella no le había costado mucho creer que lo suyo con Caetano fuera una variación sobre el mismo tema.
Alentada por su historia familiar y consciente de la electricidad que llenaba el aire cada vez que los dos se miraban, había visto esa relación como su destino. Y había hecho todo lo posible para que la historia se repitiera.
No había sido fácil. Caetano había estado absorbido por su trabajo, no por la oficinista de verano en el departamento de seguridad. Raras veces habían coincidido en la misma habitación a pesar de que ella colaboraba en la investigación de un complicado caso de seguridad que llevaba él.
Jamás habría caído en la trampa de su propia ilusión si no lo hubiera encontrado una tarde en la biblioteca revisando libros y tomando notas furiosamente con el ceño fruncido murmurando entre dientes.
–¿Algún problema? –había preguntado ella.
–Alguno no –había dicho él tenso–. Todos.
Acababa de ser nombrado defensor ad litem de un chico de siete años llamado Jonas inmerso en un caso de divorcio de una pareja de millonarios.
–¡No sé nada de derecho de familia! ¡No sé nada de niños! Ni siquiera sé por dónde empezar.
Eso no era cierto, por supuesto. Sabía mucho y desde luego por dónde empezar. Sólo estaba frustrado, superado. Momentáneamente vulnerable.
Y ella, cuyo corazón aleteaba como un pajarillo, se ofreció a ayudar:
–Si quieres, podría hacer alguna búsqueda en mi tiempo libre. Será una buena práctica –había añadido sonriendo llena de esperanza notando de nuevo esa electricidad entre ambos.
–Sí –había dicho él–. Si no te importa. Te diré lo que necesito.
Las siguientes tres semanas había trabajado para él. Horas de comidas, tardes, fines de semana. Había pasado todo su tiempo que no hacía de administrativa con la nariz metida en un libro o delante de una pantalla de ordenador tomando notas que después entregaba a Caetano, que estaba en su despacho tan tarde como ella.
–Eres una estrella –le había dicho él cuando había encontrado unos casos que ayudaban especialmente.
Y se había mostrado igual de agradecido por los sándwiches de pastrami que le llevaba ya que ni siquiera salía a comer.
Él había deseado detenerse y explicarle las cosas a ella cuando se atrevía a hacerle preguntas. Y algunas veces, cuando ella encontraba algo y gritaba de alegría, se había inclinado sobre su hombro tan cerca que podía sentir su aliento en el cabello.
–Estupendo, esto puedo utilizarlo –decía él.
Y ella alzaba la vista para ver la sonrisa que iluminaba su rostro. Sus miradas se encontraban.
Y ella se había atrevido a creer. Pero no lo habría hecho del todo sin ese beso.
Llegó sin avisar el día que él se había reunido con los intratables padres de Jonas y les había convencido de que era un niño y no una cubertería de plata o una alfombra oriental. Ella estaba en el aparcamiento, caminaba hacia su coche en el momento en que él salía del suyo, volvía de la reunión sobre Jonas. Ella se había detenido, había esperado a que él saliera; esperaba malas noticias. Pero la alegría que había en su rostro cuando había cerrado la puerta del coche era algo que jamás olvidaría. Se le aceleró el corazón.
–¿Han…? –empezó.
–Sí. Por fin –había dicho, y de pronto estaba delante de ella y la había abrazado.
Instintivamente ella había alzado el rostro para sonreír… y se habían besado.
Ella podía tener sólo veintidós años y no ser la mujer más experimentada del mundo, pero sabía que había besos y besos.
Ese beso había empezado como de pura felicidad, pero en un segundo se había convertido en algo muy distinto. Lo mismo que una sencilla chispa podía provocar una deflagración.
Jamás se había sentido así antes.
El beso no duró mucho. Apenas un segundo o dos antes de que él la soltara y diera un paso atrás bruscamente mirando a su alrededor como si esperase que le disparasen. Si alguien los había visto, no le dispararían, pero se enfrentaría a la ira de los socios mayores y perdería el trabajo.
–Será mejor que te vayas a casa –había dicho él con voz áspera antes de dirigirse al ascensor sin mirar atrás.
Ella no se movió. Se había quedado paralizada con los dedos en los labios memorizando la sensación, la creencia de que había algo sólido en los sueños de futuro que había alimentado.
Por supuesto, había sido sólo un instante. Pero un solo beso de Caetano Savas casi la había hecho arder entera. Incluso en ese momento, al pasarse la lengua por los labios, aún podía saborearlo…
–Ejem.
Al escuchar el carraspeo detrás de ella, se volvió con el rostro ardiendo. Caetano estaba en el umbral de la puerta del dormitorio de su madre.
–¿Qué? –dijo ella.
–He terminado de medir. Encargaré la madera por la mañana. Después tendré que lijarla y barnizarla antes de ponerla. Te avisaré muchas veces –dijo en tono muy apropiado y de negocio.
Exactamente del modo que ella lo quería. Asintió y dijo:
–Gracias –después añadió, porque era verdad–: Mi madre lo apreciará.
–Eso espero. Me gusta tu madre.
–Sí –el sentimiento era mutuo, pensó ella.
Para Laura el sol salía y se ponía en Caetano y no entendía por qué ella rechazaba las invitaciones a las cosas que asistía él.
Aun así se miraron fijamente. Y allí estaba otra vez esa maldita electricidad, esa desgraciada atracción. Y aun así él no se marchaba. Quizá tenían que dejar las cosas más claras.
–Mi madre ha dicho que tú regarías las plantas del jardín.
–Sí, ha pensado que sería demasiado para Harry.
–Seguro que tiene razón. Pero como Harry ya no sale en la foto, puedo hacerlo yo. No quiero que nadie me haga un favor… –dijo incómoda.
–Dejémoslo como lo había organizado ella.
–De acuerdo –mejor las cosas claras y cada uno en su sitio.
Por fin él se volvió al salón y después la miró por encima del hombro.
–Quizá nos veamos por aquí.
–Quizá –no se movió.
Vio alejarse su espalda, oyó sus pasos desvanecerse, la puerta abrirse y cerrarse, el sonido de sus pisadas fuera. Sólo entonces volvió a respirar y dijo en voz alta lo que pensaba:
–No si yo te veo primero.
Natalie Ross. Tan guapa y tentadora como siempre. Justo en la maldita puerta de al lado.
Tamborileó con los dedos en la silla del escritorio, suspiró, se frotó los ojos y después se echó hacia delante y trató de concentrarse de nuevo. No funcionó. Llevaba toda la tarde intentando concentrarse. Normalmente eso no era un problema. Habitualmente trabajaba bien después de cenar, estaba todo en silencio y no había clientes, ni llamadas de teléfono, ni papeles que firmar o cualquier otra clase de distracción. Esa noche no era así.
Esa noche cada vez que trataba de dirigir su mente hacia donde podría el pronto ex marido de Teresa Holton tener bienes ocultos que todo el mundo sabía que tenía, su mente, no, peor, sus hormonas, tenían otra idea: querían concentrarse en Natalie.
Era porque había estado demasiado absorto en el trabajo últimamente, se dijo. Excepto por la hora o así que hacía surfpor las tardes después del trabajo, no se había tomado ni un momento libre en semanas. Sufría una deprivación hormonal. Habían pasado dos meses desde que Ella, la mujer que durante el año anterior había sido el objeto de sus atenciones, había decidido que quería ser algo más que una relación ocasional sin compromisos.
Como él no quería, algo que había dejado meridianamente claro desde el principio, había dejado que se marchara sin una sola queja. Pero no había tenido ni tiempo ni ganas de buscarle sustituta. Seguía sin tener tiempo. Y sobre las ganas… Sus hormonas se inclinaban peligrosamente hacia Natalie. No había peor mujer en el mundo para una relación sin compromisos que ella. Era la hija de su madre hasta la médula.
Aunque Laura estaba divorciada de Clayton Ross, nunca había sido ésa la idea de Laura. Había sido Clayton quien se había largado con su pasante dejando a Laura que se las arreglase sola después de veinticinco años de matrimonio. Y así lo había hecho ella, pero seguía creyendo en el matrimonio y los hijos como algo para toda la vida. Lo mismo pensaba Natalie, él lo sabía por instinto.
Resuelto agarró el lápiz y tamborileó en el escritorio tratando de estimular las neuronas. Pero sus células cerebrales no necesitaban estimulación. Tenían mucha, de sobra. Sólo que no estaba centrada en el caso Holton. Tenían otra cosa, otra persona, en quien pensar.
Lo mismo que otra parte de su anatomía.