Dudas del pasado - Una noche para el recuerdo - Anne McAllister - E-Book

Dudas del pasado - Una noche para el recuerdo E-Book

Anne McAllister

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Beschreibung

Dudas del pasado Él no tardó en darse cuenta de que sus sentimientos por Sophy eran profundos. Sophy y George Savas habían estado felizmente casados… hasta que Sophy había despertado y se había dado cuenta de que su matrimonio era un engaño. Desde entonces no había mirado atrás… hasta el día en que se enteró de que su marido estaba gravemente herido y su mundo se tambaleó. Aunque George era terco y orgulloso, ahora quería la ayuda de Sophy. Sabía que ella no iría a su lado de buen grado, así que la contrató para que fuera su esposa el tiempo que la necesitara. Pero jugar a la familia feliz era peligroso… Los placeres sencillos a veces se complicaban Una noche para el recuerdo Los placeres sencillos a veces se complicaban. Nicholas Savas era alto, moreno y demasiado guapo como para poder confiar en él. Para proteger a su alocada hermana pequeña de su magnetismo sexual, Edie se interpuso y fue ella quien cayó en sus redes. A Nick le fascinó la desafiante y hermosa Edie, todo un reto y una tentación a la que conseguiría arrastrar desde el salón de baile hasta su dormitorio. Pero una noche con Edie Tremayne no fue suficiente. Ni una, ni cien.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 481 - agosto 2024

© 2010 Barbara Schenck

Dudas del pasado

Título original: Hired by Her Husband

© 2011 Barbara Schenck

Una noche para el recuerdo

Título original: The Night that Changed Everything

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011 y 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1074-071-6

Índice

Créditos

Dudas del pasado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Una noche para el recuerdo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

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Capítulo 1

CUANDO esa noche sonó el teléfono, Sophy contestó lo antes que pudo, pues no quería que despertara a Lily, que acababa de quedarse dormida por fin.

La fiesta del cuarto cumpleaños de su hija las había agotado a las dos. Lily, normalmente una niña alegre y tranquila, llevaba días agitada pensando en la fiesta. Cinco amiguitas suyas y sus madres habían estado con ellas, primero en la playa y después en una merienda en la casa, seguida de helado y tarta.

Lily se había divertido y había declarado que la fiesta había sido «la mejor del mundo». Y después había necesitado un baño caliente, acurrucarse un rato en brazos de Sophy con su nueva perrita de peluche y seis cuentos para tranquilizarse lo suficiente para quedarse dormida.

Ahora estaba en su cama, pero aferrada todavía a la perrita Chloe. Y con toda la casa en desorden, Sophy no quería que se despertara. Por eso contestó el teléfono al primer timbrazo.

–¿Diga?

–¿Señora Savas?

Era una voz de hombre que no conocía, pero fue el nombre lo que le produjo un sobresalto. Por supuesto, Natalie, su prima y socia, era la señora Savas desde su matrimonio con Christo el año anterior, pero Sophy no estaba acostumbrada a que llamaran a su casa preguntando por ella. Vaciló un segundo y dijo con firmeza:

–No, lo siento, se equivoca de número. Llame en horas de trabajo y podrá hablar con Natalie.

–No. No quiero hablar con Natalie Savas –repuso el hombre con la misma firmeza–; quiero hablar con Sophia Savas. ¿Éste es el…? –leyó el número de teléfono.

Sophy apenas lo oyó. Sophia Savas había sido su nombre en otro tiempo y durante unos meses.

De pronto no pudo respirar; se sentía como si le hubieran dado un puñetazo. Se sintió sin palabras.

–¿Oiga? ¿Está ahí? ¿Tengo el número correcto?

Sophy respiró con fuerza.

–Sí –le alivió ver que no tartamudeaba. Su voz sonaba tranquila y serena–. Soy Sophia, Sophia McKinnon –corrigió–, antiguamente Savas.

–¿La esposa de George Savas?

Sophy tragó saliva.

–Sí.

No. ¿Quizá? Desde luego, no creía que siguiera siendo esposa de George. Le daba vueltas la cabeza. ¿Cómo podía no saber eso?

George podía haberse divorciado de ella en cualquier momento de los últimos cuatro años. Ella había asumido que lo había hecho, aunque nunca había recibido ningún papel. En realidad, no había pensado en ello porque había intentado no pensar en George.

No debería haberse casado con él. Eso lo sabía. Todo el mundo sabía eso. Además, por lo que ella respectaba, un divorcio era irrelevante en su vida, pues no tenía intención de volver a casarse.

Aunque quizá George sí.

Agarró el auricular con fuerza y sintió frío de pronto. Le sorprendió sentir un dolor sordo en la proximidad del corazón, aunque se aseguró a sí misma de que no le importaba. Le daba igual que George se fuera a casar.

Pero no pudo evitar preguntarse si él se habría enamorado por fin.

Desde luego, ella no había sido la mujer de sus sueños. ¿Había conocido ya a esa mujer? ¿La llamada se debía a eso? ¿Aquel hombre podía ser su abogado y llamaba por el divorcio?

Tragó saliva y se recordó que a ella le daba igual. George no le importaba. Su matrimonio no había sido real.

Y su reacción se debía sólo a que la llamada la había pillado desprevenida.

Respiró hondo.

–Sí, así es, Sophia Savas.

–Soy el doctor Harlowe. Lamento decirle que ha habido un accidente.

–¿Estás segura? –preguntó Natalie. Su esposo y ella habían acudido inmediatamente después de que Sophy los llamara y ahora la observaban preparar una bolsa de viaje e intentar pensar lo que tenía que llevarse–. ¿Te vas a ir a Nueva York? Está en el otro extremo del país.

–Sé dónde está. Y sí, estoy segura –contestó Sophy con más determinación de la que sentía–. Él cumplió conmigo, ¿no?

–Bajo presión –le recordó Natalie.

–Cierto –repuso Sophy.

En aquel encuentro habría también presiones, pero tenía que hacerlo. Metió unas deportivas en la bolsa. Una cosa que sabía de sus años en Nueva York era que tendría que andar mucho.

–Yo creía que estabais divorciados –dijo Natalie.

–Yo también. Bueno, nunca firmé ningún papel, pero… –Sophy se encogió de hombros–. Supongo que pensé que George se ocuparía de eso.

Desde luego, se había ocupado de todo lo demás, incluido cuidar de Lily y de ella, pero George era así.

–Oye –cerró la bolsa y miró a su prima–. Si hubiera algún modo de no hacer esto, créeme que no iría. No lo hay. Según los papeles de George en su ficha de Columbia, soy su pariente más próxima. Él está inconsciente y puede que tengan que operar. No conocen la extensión de sus heridas, pero si las cosas salen mal… –se interrumpió, incapaz de admitir en voz alta la posibilidad que le había contado el doctor.

–Sophy –la voz de Natalie contenía una advertencia gentil.

Sophy tragó saliva y enderezó los hombros.

–Tengo que hacerlo –dijo con firmeza–. Cuando estaba sola, antes de que naciera Lily, él estuvo ahí –era verdad. Se había casado con ella para darle un padre a Lily, para darle a su hija el apellido Savas–. Se lo debo. Voy a pagar mi deuda.

Natalie la miró dudosa, pero asintió.

–Supongo que sí –musitó. Agitó una mano en el aire con impaciencia–. ¿Pero qué hombre adulto se deja atropellar por un camión?

Un físico demasiado distraído pensando en átomos para mirar por dónde iba. Pero Sophy no dijo eso en voz alta.

–No sé –contestó–. Sólo sé que os agradezco que lo hayáis dejado todo para venir a quedaros con Lily. Os llamaré por la mañana. Podemos hacer una videoconferencia. Así me verá Lily y no será tan brusco. Odio marcharme sin decirle adiós.

En cuatro años, nunca se había separado de ella más de unas horas. Ahora sabía que, si la despertaba, acabaría llevándosela consigo. Y ésa era una caja de Pandora que no tenía intención de abrir.

–Estará bien –le aseguró Natalie–. Tú vete. Haz lo que tengas que hacer. Y cuídate.

–Sí, por supuesto, estaré bien –Sophy tomó su maletín y Christo la bolsa de viaje.

Sophy pasó un momento al cuarto de su hija y la vio dormir con el pelo revuelto y los labios entreabiertos. Se parecía a George.

Mejor dicho, se parecía a los Savas. Que era lo que era. George no tenía nada que ver con eso. Pero mientras se decía eso, miró la foto de la mesilla, una foto de Lily bebé en brazos de George.

Aunque Lily no se acordaba de él, sí sabía quién era. Había preguntado por él desde que había descubierto que existían los padres.

–¿Quién es mi papá? ¿Por qué no está aquí? ¿Cuándo volverá?

Muchas preguntas.

Preguntas para las cuales su madre tenía respuestas muy pobres.

¿Pero cómo explicarle a una niña lo que había pasado? Ya era bastante difícil explicárselo a sí misma.

Había hecho lo que había podido. Le había dicho a Lily que George la quería. Sabía que eso era cierto. Y le había prometido que algún día lo conocería.

–¿Cuándo? –había preguntado su hija.

–Más tarde. Cuando seas más mayor.

Todavía no. Y sin embargo, en la mente de Sophy se coló un pensamiento. ¿Y si él moría?

¡Imposible! George siempre había parecido fuerte, indestructible.

¿Pero qué sabía ella en realidad del hombre que había sido su esposo tan poco tiempo? Sólo había creído saber…

¿Y qué hombre, por fuerte que fuera, podía sobrevivir a un camión?

–¿Sophy? –susurró Natalie desde la puerta–. Christo espera en el coche.

–Voy –Sophy dio un beso leve a su hija, le pasó la mano por el pelo sedoso, respiró hondo y salió de la habitación.

Natalie la miraba con preocupación. Sophy sonrió.

–Volveré antes de que te des cuenta.

–Pues claro que sí –Natalie sonrió a su vez y la abrazó con fiereza–. No lo amas todavía, ¿verdad? Sophy se apartó y negó con la cabeza.

–No –no podía–. Claro que no.

No le daban analgésicos.

Lo cual estaría bien, a pesar del golpeteo feroz de la cabeza y de lo que le dolía mover la pierna y el codo, si al menos le dejaran dormir.

Pero tampoco hacían eso. Siempre que se quedaba dormido, se inclinaban sobre él, pinchando y hurgando, hablando con voz de profesores de preescolar, poniéndole luces en los ojos, preguntándole su nombre, cuántos años tenía o quién era el presidente.

Aquello era estúpido. Él apenas si recordaba su edad ni quién era el presidente cuando no lo había atropellado un camión.

Si le preguntaran cómo calcular la velocidad de la luz o cuáles eran las propiedades de los agujeros negros, podría contestar en un abrir y cerrar de ojos. Podría hablar de eso horas, o habría podido si hubiera sido capaz de mantener los ojos abiertos.

Pero nadie le preguntaba eso.

Se marcharon un rato, pero regresaron con más agujas. Le hacían ecografías, análisis, murmuraban, hacían muchas más preguntas interminables mirándolo expectantes y fruncían el ceño cuando no conseguía recordar si tenía treinta y cuatro años o treinta y cinco.

¿A quién narices le importaba eso?

Al parecer, a ellos.

–¿En qué mes estamos? –preguntó. Su cumpleaños era en noviembre.

Ellos parecieron sorprendidos.

–No sabe qué mes es –murmuró una; y tomó notas urgentes en su portátil.

–No importa –murmuró George con irritación–. ¿Jeremy está bien?

Aquello era lo único que importaba en ese momento. Era lo que veía siempre que cerraba los ojos… a su vecinito de cuatro años corriendo a la calle detrás de su pelota. Eso y, por el rabillo del ojo, al camión que se acercaba a él.

–¿Cómo está Jeremy? –volvió a preguntar.

–Está bien. Apenas tiene un arañazo –dijo un doctor, poniéndole una luz en los ojos–. Ya se ha ido a casa. Mucho mejor que tú. Estate quieto y abre los ojos, George, maldita sea.

George suponía que Sam Harlowe tendría normalmente más paciencia con sus pacientes. Pero los dos se conocían desde la escuela primaria. Ahora Sam le agarró la barbilla y volvió a ponerle una luz en los ojos. El dolor de cabeza de George se acentuó. Apretó los dientes.

–Mientras Jeremy esté bien… –dijo. En cuanto Sam le soltó la barbilla, apoyó la cabeza en la almohada y cerró intencionadamente los ojos.

–Muy bien. Haz el idiota –gruñó Sam–. Pero te vas a quedar aquí y vas a descansar. Entre a verlo de modo regular –ordenó a una enfermera–. E infórmeme de cualquier cambio. Las próximas veinticuatro horas son críticas.

George abrió los ojos.

–Creí que habías dicho que estaba bien.

–Él sí. Tú todavía no se sabe –gruñó Sam–. Volveré.

George lo miró alejarse enojado. Después fijó la vista en la enfermera.

–Usted también puede irse –ya estaba harto de preguntas. Además, la cabeza le dolía menos si cerraba los ojos, cosa que hizo.

Probablemente se quedó dormido, porque lo siguiente de lo que tuvo conciencia fue de que otra enfermera distinta le daba la lata.

–¿Cuántos años tiene, George?

Él la miró de mala gana.

–Demasiados para andar con estos juegos. ¿Cuándo puedo irme a casa?

–Cuando haya jugado a estos juegos –repuso ella con sequedad.

Él sonrió.

–Voy a cumplir treinta y cinco. Estamos en octubre. Esta mañana he desayunado copos de avena. A menos que ya sea mañana.

–Lo es.

–Entonces puedo irme a casa.

–Sólo cuando lo diga el doctor Harlowe –ella le tomaba la presión arterial y no alzó la vista. Cuando terminó, dijo–: Me han dicho que es usted un héroe.

–No creo.

–¿No le salvó la vida a un niño?

–Le di un empujón.

–Para que no lo matara un camión. Yo a eso lo llamo «salvar». Tengo entendido que él sólo tiene unos arañazos.

–Lo mismo que tengo yo –señaló George–. Así que también debería irme a casa.

–Y se irá. Pero las heridas en la cabeza pueden ser graves.

Por fin lo dejaron solo. A medida que avanzaban las horas, los ruidos del hospital se fueron acallando. Disminuyó el rodar de carritos en los pasillos, pero el golpeteo de su cabeza no. Era incesante.

Siempre que se quedaba dormido, se movía. Le dolía. Cambiaba de posición. Encontraba un punto que parecía mejor, se quedaba dormido y volvían a despertarlo. Cuando dormía era sin descansar. Imágenes y recuerdos de Jeremy atormentaban sus sueños. Veía también el camión. Y los rostros agradecidos de los padres de Jeremy.

–Podíamos haberlo perdido –Grace, la madre había llorado antes al lado de su cama.

Y el padre, Philip, le había apretado la mano y repetido una y otra vez:

–No tienes ni idea.

Pero George sí la tenía. Otros recuerdos e imágenes se mezclaban con los de Jeremy. Recuerdos de una niñita minúscula y morena. Su primera sonrisa. Una piel suave como pétalos. Ojos confiados.

Ahora tenía la edad de Jeremy. Era lo bastante mayor para salir corriendo a la calle como había hecho éste. Intentó no pensar en ella. Hacía que le doliera la garganta y le ardieran los ojos. Los cerró una vez más e intentó desesperadamente quedarse dormido.

No supo cuánto tiempo consiguió dormir por fin. La cabeza le dolía todavía cuando la primera luz del amanecer se filtró por la ventana.

Oyó pasos en la habitación. La voz de la enfermera hablando bajo, un murmullo de respuesta, el ruido de unos pies y el de una silla.

Pensó que quería que lo dejaran en paz y no lo tocaran. No quería que le hicieran más preguntas. No quería contestar.

Quería volver a dormir. Pero esa vez no quería tener recuerdos. La enfermera se marchó, pero intuía que no estaba solo.

¿Había vuelto Sam y estaba ahora allí de pie mirándolo en silencio?

Era una de las tonterías que hacían de niños para asustarse. Seguramente Sam ya no haría esas cosas.

George se movió… e hizo una mueca cuando intentó ponerse de lado. El hombro le dolía a rabiar. Todos los músculos de su cuerpo protestaron. Si Sam creía que aquello tenía gracia…

Abrió los ojos y todo su ser se sobresaltó.

En la habitación no estaba Sam, sino una mujer. George contuvo el aliento. Creía que no había hecho ruido, pero algo debió de alertarla, pues ella, que estaba sentada al lado de su cama mirando por la ventana, se volvió despacio y sus ojos se encontraron.

Por primera vez en casi cuatro años, estaba cara a cara con Sophy, con su esposa.

¿Esposa? Ja.

Habían ido juntos a un juzgado de Nueva York y tenían un documento legalmente vinculante, pero nunca había sido nada más que un trozo de papel.

Para ella no.

George se dijo con firmeza que para él tampoco, pero el dolor que sentía era de pronto distinto al anterior. Se resistió. No quería que le importara. Y, desde luego, no quería sentir.

Lo último que necesitaba en ese momento era tener que lidiar con Sophy. Apretó los dientes involuntariamente, lo que hizo que la cabeza le doliera aún más.

–¿Qué haces aquí? –preguntó. Su voz sonaba dura, ronca por los tubos y por el aire seco del hospital. La miró de hito en hito con aire acusador.

–Obviamente, irritarte –el tono de ella era suave, pero su mirada traslucía preocupación. Se encogió de hombros–. Me llamaron del hospital. Tú estabas inconsciente y necesitaban el permiso del pariente más próximo para lo que pensaran que necesitaban hacer.

–¿El tuyo? –George la miró con incredulidad.

–Eso mismo dije yo cuando me llamaron –admitió Sophy. Cruzó las piernas y se recostó en la silla.

Llevaba pantalones negros de punto y un suéter verde oliva. Una ropa muy profesional, muy de trabajo; muy alejada de los vaqueros, sudaderas y las blusas de maternidad que él recordaba. Sólo su pelo de color cobrizo seguía siendo el mismo, y sus mechones rojizos brillaban como monedas nuevas en el sol de la mañana. George se recordó pasando los dedos por él, enterrando el rostro en él. Recuerdos con los que no quería lidiar.

–Al parecer, nunca te divorciaste de mí –ella lo miró con aire interrogante.

George apretó la mandíbula.

–Pensaba que te habrías encargado tú de eso –replicó. Después de todo, había sido ella la empeñada en separarse.

Cerró los ojos, pero la cabeza le dolía con fuerza y, cuando volvió a abrirlos, descubrió que Sophy negaba con la cabeza.

–No lo necesitaba –repuso–. Desde luego, no pensaba volver a casarme.

Y él tampoco. Se había dejado engañar una vez por el matrimonio y no deseaba volver a pasar por eso. Pero no tenía intención de hablar de aquello con Sophy. Ni siquiera podía creer que ella estuviera allí. Quizá el golpe en la cabeza le producía alucinaciones.

Probó a cerrar los ojos de nuevo y desear que se fuera. No hubo suerte. Cuando volvió a abrirlos, ella seguía allí.

Ser atropellado por un camión era poca cosa comparado con tener que lidiar con Sophy. Necesitaba de todo su control y compostura. Se colocó de espaldas e hizo una mueca cuando intentó incorporarse sobre las almohadas.

–No creo que sea buena idea –comentó ella.

No lo era. Cuanto más se acercaba a la vertical, más sentía que la mitad superior de su cabeza se iba a desprender. Por otra parte, no quería lidiar con Sophy desde una posición de debilidad.

–Tienes que descansar –comentó ella.

–Llevo toda la noche descansando.

–Eso lo dudo mucho –repuso ella–. La enfermera ha dicho que estabas muy agitado.

–Prueba a dormir con gente haciéndote preguntas.

–Tienen que seguir observándote; tienes una conmoción y un hematoma subdural. Por no hablar –añadió ella, que lo miraba como si fuera un bicho desagradable clavado a un papel– de que parece que hayas pasado por una trituradora de carne.

–Gracias –murmuró George. Le dolía, pero siguió incorporándose. Quería agarrarse la cabeza con las manos, pero en su lugar agarró la ropa de la cama hasta que sus nudillos se pusieron blancos.

–¡Por el amor de Dios, para ya! Túmbate o llamo a la enfermera.

–Adelante –contestó él–. Puesto que ya es por la mañana y sé cómo me llamo y cuántos años tengo, quizá me dejen salir de aquí por fin e irme a casa. Tengo cosas que hacer. Clases. Trabajo.

Sophy alzó los ojos al cielo.

–Tú no vas a ninguna parte. Tienes suerte de no estar en el quirófano.

–¿Y por qué iba a estarlo? –él hizo una mueca–. No tengo huesos rotos –estaba ya medio sentado, así que dejó de incorporarse y alzó el brazo para mirar su reloj. El brazo estaba desnudo excepto por el tubo intravenoso que llevaba en el dorso de la mano–. ¡Maldita sea! ¿Qué hora es? Mañana tengo una clase que hace un experimento. Tengo que ir a trabajar –«necesito alejarme de esta mujer o abrazarla y retenerla con fuerza».

Sophy movió la cabeza.

–Eso no va a ocurrir.

Por un terrible momento, George creyó que ella respondía al pensamiento que se había formado en su cabeza. Luego comprendió que hablaba de que él no iba a ir a trabajar y respiró aliviado.

–El mundo no se para porque una persona tenga un accidente –dijo con irritación.

–El tuyo casi se paró.

La franqueza del comentario de ella fue como un puñetazo en el estómago. Y también el cambio súbito en la expresión de Sophy cuando lo dijo. Parecía atónita.

–¡Por poco te mueres, George! –casi hablaba como si le importara.

Él se encogió de hombros.

–Pero no fue así.

De todos modos, sabía que ella decía la verdad. El camión era lo bastante grande y se movía lo bastante deprisa. Si él hubiera ido medio paso más lento, probablemente habría muerto.

¿La habrían llamado si hubiera pasado eso? ¿Habría ido ella a organizar su entierro?

No se lo preguntó. Sabía que Sophy no lo quería, pero tampoco lo odiaba.

En otro tiempo incluso había creído que tenían una posibilidad de hacer que funcionara el matrimonio, que ella podía llegar a amarlo.

–¿Qué pasó? –preguntó ella–. La enfermera dice que te atropellaron por salvar a un niño.

A él le sorprendió que hubiera preguntado. Pero probablemente había querido saber por qué la habían buscado y hecho ir allí. No tenía nada que ver con que se interesara por él.

–Jeremy –confirmó George–. Tiene cuatro años. Vive en mi calle. Yo volvía a casa del trabajo y él salió corriendo por la acera para enseñarme su balón de fútbol nuevo. Lo dejó en el suelo para lanzármelo a mí, pero se salió a la calle.

Sophy contuvo el aliento.

–Venía un camión de reparto…

Ella se puso muy blanca.

–¡Dios querido! ¿Él no está…?

George negó con la cabeza, e inmediatamente se arrepintió de ello.

–Está bien. Tiene algunos arañazos, pero…

–Pero no está muerto –dijo ella en voz alta. Con firmeza, como para que resultara más creíble. El alivio era evidente en su rostro–. ¡Gracias a Dios!

–Sí.

Ella lo miró.

–Gracias, George.

Él apretó los dientes.

–¿Por qué? ¿Esperabas que dejara que corriera delante de un camión?

–¡Claro que no! –a ella le brillaron los ojos. Se sonrojó–. ¿Cómo puedes decir eso? Simplemente… reconocía lo que hiciste.

–Claro que sí –él la miró con dureza, esperando que dijera las palabras que flotaban entre ellos. Sophy se mordió los labios.

–Tú lo salvaste.

George casi esperaba que aquello fuera una acusación. Desde luego, había sonado así el día en que ella le había dicho que no quería seguir casada.

–Eso es lo que hacías cuando te casaste conmigo –había gritado ella con amargura–. Te casaste conmigo para salvarme.

Por supuesto, era cierto. Pero aquélla no era la única razón. Aunque ella no lo creería. Él no había contestado entonces y no contestó tampoco en ese momento en el hospital. Sophy creería lo que quisiera.

George la miró fijamente, como retándola a decir algo más.

–Eres un héroe –murmuró ella.

Él hizo una mueca.

–Difícilmente. Jeremy no habría salido corriendo si no me hubiera visto llegar.

–¿Qué? ¿Ahora dices que es culpa tuya? –ella lo miraba con incredulidad.

–Sólo digo que me estaba esperando –George se encogió de hombros–. A veces jugamos juntos al fútbol.

–¿Entonces lo conoces mucho? ¿Es un amigo? –ella parecía sorprendida, como si considerara aquello improbable.

–Somos amigos –Jeremy, con su pelo moreno y sus ojos brillantes, le recordaba a Lily. Pero eso no lo dijo.

Sophy alzó las cejas, como si le sorprendiera que él conociera a sus vecinos. Quizá porque él no había conocido a sus vecinos durante los pocos meses que habían estado juntos.

Pero tampoco había tenido tiempo. Había estado ocupado terminando un proyecto para el gobierno y a las pocas semanas de la boda era ya padre. El matrimonio y la paternidad habían sido territorio nuevo para él y le habían llevado mucho tiempo.

–Me sorprendió que hubieras vuelto a Nueva York –comentó ella.

–Llevo aquí dos años.

–¿No te gustó Uppsala?

Uppsala, claro. Ella creía que había ido allí, que había aceptado un trabajo en la Universidad de Uppsala, en Suecia.

Entonces él no había podido decirle otra cosa. No le estaba permitido. Y ahora no tenía sentido contárselo.

–Era un trabajo de dos años –comentó.

Esa parte era verdad. Y aunque habría podido seguir trabajando en proyectos gubernamentales, ya no lo deseaba. Hacía aceptado el anterior antes de saber que se iba a casar. Y si el matrimonio hubiera salido bien, lo habría rechazado después y no habría ido a Europa.

Al separarse, había ido, agradecido por no tener que seguir en la ciudad y poder poner un océano entre él y el motivo de su dolor.

Después de dos años, no obstante, había vuelto a Nueva York a pesar de que tenía buenas ofertas en otras partes.

–Ahora soy profesor en Columbia –dijo.

Era un trabajo interesante, con mucha investigación. Y no había tenido nada que ver con el hecho de que, al aceptarlo, creyera que Sophy y Lily vivían todavía en la ciudad. Nada.

–¡Ah! –dijo ella.

–¿Cuándo te fuiste tú? –preguntó él. Ella enarcó las cejas–. Pasé por la casa y ya no estabais.

–Me fui a California poco después de que te marcharas tú –repuso ella–. Monté un negocio con mi prima.

–Eso me lo dijeron. Mi madre dijo que había hablado contigo en la boda de Christo.

–Sí. Estuvo bien volver a ver a tus padres –comentó ella con cortesía.

George, que sabía lo que pensaba de su padre, repuso con sequedad:

–Seguro que sí.

A él también lo habían invitado a esa boda. No había ido porque no sabía con quién se casaba su primo Christo y no tenía interés en cruzar medio país para averiguarlo. Cuando se enteró más tarde de que la novia de Christo era prima segunda de Sophy, se preguntó qué habría pasado si hubiera ido y se hubieran encontrado allí.

Probablemente nada.

–¿Y tu negocio? –preguntó–. ¿Mi madre dijo que se llamaba Alquila una Novia?

–Alquila una Esposa –corrigió Sophy–. Ayudamos a personas que necesitan otra persona para algo. Cosas que suelen hacer las esposas tradicionales. Recoger la ropa de la tintorería, organizar cenas, llevar a los niños al dentista o a partidos de fútbol, llevar al perro al veterinario.

–¿Y la gente paga por eso?

–Sí. Y paga muy bien –ella lo miró desafiante–. Nos va bien.

–Me alegro por ti.

Sus ojos se encontraron. Ella apartó la vista e intentó ocultar un bostezo. George comprendió que debía de haber sido agotador volar toda la noche para llegar allí desde California.

–¿Has dormido? –preguntó.

–Un poco –repuso ella; pero bajó los ojos y él comprendió que era mentira.

–Oye, siento haberte molestado –dijo–. Siento que hayas pensado que tenías que dejarlo todo y cruzar el país para firmar unos papeles. No era necesario.

–El doctor dijo que sí.

–Es culpa mía. Tendría que haber cambiado la información de contactos.

–¿A quién?

George se encogió de hombros, sorprendido por la pregunta.

–Mis padres, mi hermana Tallie. Elías, los niños y ella viven en Brooklyn. Lo cambiaré en cuanto salga de aquí.

–No te preocupes –Sophy se encogió de hombros–. Tú hiciste algo por mí. Ahora me toca a mí.

Él frunció el ceño.

–¿Esto es una compensación?

Ella extendió las manos.

–Esto es algo que puedo hacer.

–No hace falta que hagas nada.

–Eso parece.

George apretó los dientes.

–De acuerdo. Puedes considerar tu deuda pagada –gruñó. Empezaba a estar harto–. Y ahora, si no te importa, me gustaría descansar y, como puedes ver, estoy consciente y puedo firmar papeles. Así que gracias por venir, pero no hace falta que te quedes a cuidarme. Puedes irte.

Antes de terminar de hablar, sabía que estaba diciendo casi las mismas palabras que le había dicho ella cuatro años atrás: «No te necesito. No soy un lío que tengas que arreglar. Puedo cuidar de mí misma. No necesito que lo hagas por mí, así que vete de aquí. Déjame en paz y márchate».

Y a juzgar por la expresión de su cara, Sophy también lo sabía. Lo miraba como si la hubiera abofeteado.

–Por supuesto –respondió con rigidez. Se levantó, tomó su chaqueta del respaldo de la silla y se la puso.

George observaba todos sus movimientos. No quería hacerlo, pero no podía evitarlo. Sophy había tenido el poder de atraer su mirada desde la primera vez que la viera del brazo de su primo Ari en una boda de familia.

Ella se abrochó la chaqueta y tomó su bolso grande, que estaba en el suelo al lado de la silla. Lo miró inexpresiva.

–Gracias por venir –dijo él–. Siento que te hayan molestado.

Ella inclinó la cabeza.

–Me alegro de que te vayas a poner bien.

Todo muy educado. Se miraron en silencio. Ella sonrió débilmente y se volvió.

–Sophy.

Ella volvió la cabeza y enarcó una ceja. Él pensó que debía dejar las cosas así, pero no pudo evitar preguntar:

–¿Cómo está Lily?

Por un momento pensó que ella no contestaría. Pero luego la sonrisa que no había visto todavía apareció en la cara de ella como si saliera el sol de detrás de un banco de nubes. Su expresión se suavizó.

–Lily está increíble. Es lista, divertida… Ayer fue su fiesta de cumpleaños. Tiene…

–Cuatro –terminó él.

Sophy parpadeó.

–¿Te acordabas?

–Por supuesto.

Ella tragó saliva.

–¿Quieres… ver una foto suya?

¿Si quería? George asintió.

Sophy abrió el bolso y sacó el billetero. Extrajo una foto y se la tendió.

George miró la niña de la foto y sintió una opresión en la garganta.

Era preciosa. Había visto fotos que le había enseñado su madre de la boda, así que tenía alguna idea de cómo era; pero aquella foto la definía muy bien.

Estaba sentada en un banco con un cubo de arena en el regazo y la cara hacia atrás y se reía. Era como ver a una Sophy en miniatura excepto por el pelo. El de Lily era oscuro y rizado; pero sus ojos eran los de su madre, la misma forma y el mismo color verde. Parpadeó rápidamente y tragó saliva con fuerza. Alzó la vista.

–Se parece mucho a ti.

Sophy asintió.

–Eso dice la gente. Excepto por el pelo. Tiene el pelo… de Ari.

«El pelo de Ari». Porque era hija de Ari, no suya. Por mucho que él hubiera confiando en que sí, Lily nunca había sido suya.

Las dos pertenecían a Ari, aunque su primo hubiera muerto antes de que naciera Lily. George descubrió que había cosas que dolían más que el golpeteo en su cabeza. Se pasó la lengua por los labios.

–Parece feliz.

–Lo es. Es una niña feliz y bien adaptada. En cuanto pasó el periodo de los tres meses, dejó de tener gases y de llorar.

–Me alegra oírlo –George echó un último vistazo a la foto y se la tendió.

–Puedes quedártela –repuso ella–. Si quieres… –añadió un segundo más tarde.

–Gracias. Sí, me gustaría.

Sophy se la quitó y la colocó en la mesilla, apoyada en la jarra de agua para que pudiera verla si se volvía.

–Así cuidará de ti –en cuanto lo hubo dicho, bajó la cabeza como si se arrepintiera–. Tienes que descansar más –se volvió hacia la puerta–. Adiós.

George casi estuvo a punto de llamarla otra vez, pero se recordó que no la necesitaba. Había vivido sin ella durante casi cuatro años y podía vivir sin ella el resto de su vida. Sólo tenía que acabar aquello como debería haber hecho cuatro años atrás.

–¡Sophy!

Esa vez ella estaba ya más allá de la puerta, y cuando se volvió, había algo parecido a la impaciencia en su mirada.

–¿Qué?

–No te preocupes, no volverá a ocurrir. En cuanto salga de aquí, pediré el divorcio.

Capítulo 2

POR SUPUESTO que George pediría el divorcio.

La única sorpresa por lo que a Sophy se refería era que no lo hubiera hecho antes; pero eso no impidió que le temblaran las rodillas cuando se alejaba de la habitación de George.

Caminaba automáticamente, recogió su bolsa de viaje, que una de las enfermeras le había permitido dejar en una zona habilitada para ese fin.

–Cree que se marchará hoy y que irá a trabajar –dijo a la enfermera–. El doctor no debería dejarle…

La enfermera sonrió.

–No creo que deba preocuparse por eso. Estará en observación hoy y probablemente mañana. Usted váyase a casa a descansar. Vuelva esta tarde. Es muy probable que ya esté mucho más animado –dedicó una sonrisa alentadora a Sophy y se alejó por el pasillo.

Sophy se quedó allí con la bolsa de viaje y el maletín y se dio cuenta de que no tenía adónde ir.

Su casa estaba a cinco mil kilómetros de allí.

Por otra parte, ¿por qué no se iba a ir a casa? ¿Qué la retenía allí? George la había despedido claramente. Por lo que él respectaba, ella no tenía que haberse molestado en ir.

Y desde luego, no volvería aquella tarde. Ya había cumplido con su deber. «Compensación», lo había llamado él.

Y la había rechazado. «Considéralo pagado», había dicho.

Pues muy bien. Caminó hasta el ascensor y esperó, intentando mantener los ojos abiertos y reprimir un bostezo.

Estaba así cuando se abrió el ascensor y salió una mujer muy embarazada, que se detuvo al verla.

–¿Sophy?

La interpelada parpadeó sobresaltada.

–¿Tallie?

–¡Oh, Dios mío, eres tú! –Tallie, la hermana de George, la abrazó con fiereza–. Has vuelto.

–Bueno, yo… –pero las palabras de Sophy se ahogaron en el calor entusiasta del abrazo de Tallie y no pudo hacer otra cosa que corresponderle. Además, no le resultó difícil. Siempre había adorado a la hermana de George. Una de las cosas más difíciles de terminar su matrimonio había sido perder el derecho a llamar cuñada a Tallie.

Antes de que pudiera decir nada, un golpe suave en el estómago le hizo dar un salto atrás. Miró a Tallie con ojos muy abiertos.

–¿Eso ha sido el bebé?

Tallie rió.

–Sí. A mi chica le gusta tener espacio –se frotó el vientre–. Ésta es una niña. Pero ya hablaremos de ella luego. Me alegro mucho de verte. A George debería atropellarle un camión más a menudo.

–No –Sophy no quería eso, ni siquiera por el placer de volver a ver a Tallie.

–Bueno, pues no –Tallie rió y movió la cabeza–. Pero si eso te trae a casa… –sonrió.

–No estoy en «casa» –repuso enseguida Sophy–. Sólo estoy… aquí. Por el momento. Anoche me llamó un doctor. George estaba inconsciente y necesitaban el permiso de su familiar más próximo para los procedimientos médicos y, como no estamos divorciados, era yo. Y por eso –se encogió de hombros–, estoy aquí.

–Pues claro que sí –repuso Tallie–. Además, ya era hora –la miró algo preocupada–. A mí no me dejó venir a verlo anoche.

–Parece que lo haya atropellado un camión –contestó Sophy. Si Tallie no lo había visto todavía, quería prepararla–. En serio, está muy magullado. Pero coherente.

–Se negó a dejarnos venir anoche. Bueno, sólo estamos Elías y yo aquí. Mamá y papá están en Santorini. Y ninguno de mis hermanos vive aquí, así que ha tenido suerte. Seguramente no se habría molestado en llamarme si no hubiera necesitado a alguien que cuidara de Gunnar.

–¿Gunnar?

–Su perro.

¿George tenía un perro? Aquello era una sorpresa.

–¿Lo rescató? –preguntó Sophy.

Tallie frunció el ceño.

–Creo que no. Creo que lo tiene desde cachorro. ¿Por qué?

Sophy movió la cabeza.

–Por nada –no podía decir: «Porque George rescata cosas», porque Tallie no lo entendería.

La hermana de George se apartó un mechón de pelo de la cara.

–Me dijo que fuera a su casa, sacara a Gunnar, le diera de comer y no se me ocurriera venir al hospital, que no me quería aquí –sonrió–. Voy a irritarlo unos momentos para que sepa que no puede decirme lo que tengo que hacer y porque el resto de mi familia se preocupará mucho si alguien no lo ha visto en carne y hueso. Pero ahora que has venido tú, toma las llaves –sacó un llavero del bolsillo de sus pantalones de premamá y se lo puso a Sophy en la mano.

–¿Yo? No, no. No puedes darme las llaves de George.

–¿Por qué no? ¿Porque estáis separados? ¡Vaya una cosa!

–No estamos separados; nos estamos divorciando. Yo creía que ya lo estábamos.

–¿Y no es así? Bien. Es más fácil arreglar las cosas –repuso Tallie con la confianza de alguien que había hecho justamente eso y vivía feliz–. Elías y yo…

–No estabais casados cuando seguisteis caminos separados –intervino Sophy con firmeza–. No es lo mismo. Y no puedo aceptar las llaves de George –intentó devolverlas, pero un bostezo la pilló por sorpresa y acabó cubriéndose la boca con ellas.

–Estás agotada –dijo Tallie–. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

–No mucho. Un par de horas. Llegué a LaGuardia antes de amanecer.

–¿Has viajado de noche? ¿Y has dormido algo?

–No mucho –admitió Sophy–. Pero espero dormir en el camino de vuelta.

Tallie la miró escandalizada.

–¿En el camino de vuelta? ¿Qué? ¿Ya te vuelves? Sophy se encogió de hombros.

–Él no me necesita ni me quiere aquí. Eso lo ha dejado bastante claro.

Tallie hizo una mueca despectiva.

–¿Qué sabe él? Además, no importa si él te necesita. Yo sí.

–¿Tú? ¿Qué quieres decir?

–Que tú, mi querida, Sophy, me vas a salvar la vida –Tallie la tomó por el brazo y la guió hasta un par de sillas, donde pudieran sentarse.

–¿No quieres ver a George? –preguntó Sophy.

–En un momento. Primero quiero hablar contigo. Yo necesito tu ayuda.

–¿Qué tipo de ayuda?

–George, pobrecito, cree que puedo dejar mi vida y dedicarme a dirigir la suya. Y supongo que en otro tiempo habría podido hacerlo –Tallie sonrió–. Pero ahora tengo tres hijos y espero otra en tres semanas, un negocio de repostería casera con muchos pedidos y un marido que, aunque tolerante, no considera que deba compartirme con un perro más de una noche. Además, tiene que ir a Mystic esta tarde. Ha llevado a los niños al colegio, pero yo tengo ir a recoger a Nick y Garrett del colegio y a Digger de la guardería. Pensaba hornear hoy antes de ir a por ellos. Y me llevaría a Gunnar a casa, pero no se lleva bien con el conejo, así que –respiró hondo y sonrió esperanzada–. ¿Qué me dices? ¿Me vas a salvar? ¿Por favor?

Sophy se sentía aún más cansada sólo de pensarlo. Reprimió otro bostezo.

–Y podrás dormir allí –anunció Tallie triunfante.

–A George no le gustará.

–¿Quién se lo va a decir?

Sophy pensó que ella no. Sabía que debía negarse; era lo más sensato. Cuanto menos tuviera que ver con George o su familia antes del divorcio, menos probable sería que volviera a sufrir.

Pero lo importante en la vida no era protegerse uno mismo, sino hacer lo que había que hacer. Las «compensaciones» no siempre eran lo que uno creía, pero eso no implicaba que tuviera derecho a no hacerlas.

–De acuerdo –dijo con resignación–. Lo haré. Pero me iré en cuanto George pueda venir a casa.

–Por supuesto –Tallie sonrió agradecida–. Desde luego.

Sophy no se había permitido pensar en dónde viviría George desde que saliera de su vida, pero de haberlo hecho, habría elegido un apartamento cómodo e impersonal donde tuviera que interaccionar lo menos posible con su entorno.

Y se habría equivocado.

George tenía una casa en el Upper West Side. No sólo un estudio o un apartamento, no; poseía todo el edificio de cinco plantas.

Y aunque mucha de las casas vecinas habían sido divididas en apartamentos, aquélla no.

–Cuando volvió, dijo que quería una casa –le había dicho Tallie–. Y se la compró.

Sophy se detuvo en la acera delante de la amplia entrada y miró con la boca abierta la elegante fachada. Tenía grandes ventanales en los dos pisos de encima de la entrada del jardín y dos pisos más encima de ésos con tres ventanas idénticas altas y estrechas en forma de arco que miraban al sur a través de la calle con árboles a ambos lados en la que había una fila de casas similares.

Tenía un aire cálido, de buen gusto, elegante y amistoso. Y a Sophy, cuyos primeros recuerdos de un hogar eran los días pasados en la casa de sus abuelos en Brooklyn, aquello le sonaba a hogar.

Era exactamente la clase de casa familiar con la que siempre había soñado. Le había hablado de ello a George en los primeros días de su matrimonio. Por supuesto, él entonces estaba muy ocupado con su trabajo y no escuchaba. O al menos ella creía que no escuchaba.

Pero no. Claro que no escuchaba. Aquello era una coincidencia.

Y cuando subió los escalones, el sonido del perro ladrando al otro lado de la puerta mató la impresión hogareña que había sentido.

Allí estaba Gunnar.

Y ladraba como si quisiera almorzársela a ella.

–Es encantador –le había dicho Tallie–. Adora a George.

Pero al parecer no le gustaban los conejos, como no fuera para almorzar, y era todavía una incógnita lo que pensaría de ella.

Menos mal que le gustaban los perros. Sophy metió la llave en la cerradura con confianza. No sabía si eso convencería a Gunnar, pero esperaba convencerse a sí misma lo suficiente para que establecieran contacto.

–Hola, Gunnar. Hola, amiguito –dijo cuando abrió la puerta con cautela.

El animal dejó de ladrar y la miró con curiosidad. Era un perro bastante grande, negro con pelo de medio tamaño.

–Un retriever –le había dicho Tallie–, pero con opiniones propias.

–Espero caerte bien –le dijo Sophy, que había tomado la precaución de parar en una tienda de camino a Broadway y comprar galletas para perros. Le ofreció una.

En su experiencia, casi todos los perros tomaban lo que les daban sin cuestionarlo. Gunnar hizo lo mismo, pero se lo quitó de los dedos con delicadeza y lo llevó a la alfombra delante de la chimenea, donde se tumbó y lo olfateó un momento antes de comérselo.

Sophy arrastró su bolsa de viaje al interior y cerró la puerta tras ella; se volvió a observar a Gunnar y los dominios de George.