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Finalista Premios Rita. Aunque había sido la niñera de los hijos de Mick Hanson toda la vida, y había estado enamorada de él durante todo ese tiempo, Kayla James siempre había conseguido mantener una relación estrictamente profesional con su jefe. Pero los niños se habían hecho mayores y ella se enfrentaba a una elección: quedarse y… delatarse, o quitarse de en medio. Desde que el bombero Mick Hanson había dejado de contemplar a Kayla simplemente como la niñera, estaba teniendo problemas para poder resistirse a una atracción demasiado ardiente para ser extinguida…
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Seitenzahl: 210
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2010 Christie Ridgway. Todos los derechos reservados.
AMOR Y FUEGO, N.º 1894 - junio 2011
Título original: Not Just the Nanny
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ es marca registrada por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-391-6
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Promoción
POR fin lo entiendo —la mujer sentada en el sofá junto a Kayla James se irguió y la miró con ojos muy abiertos—. Ya sé por qué has estado rechazando salir con otros hombres. Tú… ¡has violado el primer mandamiento de las niñeras!
—No sé de qué me hablas —Kayla intentó ignorar el calor que ascendía por sus mejillas y se centró en el cuenco de galletitas saladas sobre la mesita de café.
—Lo sabes muy bien —Betsy Sherbourne dio un brinco sobre el sofá color rubí. Con sus oscuros cabellos recogidos en una coleta, no aparentaba ser lo bastante mayor para ser la extremadamente competente niñera que era—. Sabes muy bien de qué te hablo.
—Te estás precipitando en tus conclusiones —Kayla se abotonó la blusa de franela, varias tallas más grande— porque no quise ser el cuarto miembro de la doble cita a ciegas que organizaste el fin de semana pasado.
—Lo cierto es que no has salido en meses —observó su amiga—. Tu vida social se limita a las veladas de chicas que celebramos con nuestras compañeras niñeras.
—¿Te he mencionado que las otras no podrán venir esta noche? —Kayla se aferró al nuevo tema de conversación—. Todas tenían algún compromiso, salvo Gwen que debería aparecer en cualquier momento.
Gwen era la dueña y directora del servicio de niñeras, Nuestra adorable niñera.
—Sí, ya me lo has dicho —contestó la otra mujer—. Y no cambies de tema.
—Escucha —contestó Kayla con cierto tono de desesperación—. Sabes que estoy ocupada con mi trabajo y los estudios.
—Una de las dos cosas ya no es excusa.
Kayla suspiró. Su amiga tenía razón. Hacía un par de meses que se había licenciado, a la avanzada edad de veintisiete años, y desde ese día sus amigas no habían dejado de sugerirle diversas opciones para llenar su tiempo libre.
—No debería haberos permitido ofrecerme esa fiesta de graduación —protestó.
—Claro, y aparte de esas horas de juerga, ¿cuándo fue la última vez que te dedicaste un tiempo a ti misma?
—Hoy. He ido de compras. Sujetadores —Kayla revolvió la cesta donde guardaba los guantes que estaba tejiendo—. ¿Qué te parece? —preguntó alegremente, decidida a distraer a su amiga—. ¿Le valdrán a Lee? Está muy grande para sus ocho años.
—¿Sujetadores? —con cierto escepticismo, Betsy ignoró la mención de Lee, uno de los dos niños que cuidaba Kayla—. ¿De qué color?
—¿Qué importancia tiene el color?
—Kayla, júrame que tienes algo más que algodón blanco en el cajón de tu ropa interior.
—En serio, ¿hace falta…? —de nuevo se sonrojó.
—De acuerdo —se apiadó Betsy—. Háblame de esos sujetadores.
—Los sujetadores. Son… —suspiró—. De acuerdo, tú ganas. Son para Jane.
—¡Jane! ¿Su primer sujetador?
Ella asintió con la esperanza de que la sorpresa distrajera la atención de su amiga de la conversación original, a pesar de que no dejaba de ser arriesgado volver a sacar el tema de los niños. El segundo mandamiento de las niñeras era no encariñarse en exceso con los niños.
—¿No te parece increíble? Todas sus amigas lo llevan ya. Cómo pasa el tiempo.
—Sí —Betsy tomó una galletita salada y observó detenidamente a su amiga—. Les has dado a Mick y a los niños casi seis años de dedicación exclusiva.
—No se los he dado —protestó Kayla a la defensiva—. He trabajado, contratada por Mick, cuidando de sus hijos.
Bombero de profesión, tras la muerte de su esposa en un accidente de coche, Mick había necesitado a alguien que viviera en su casa mientras él hacía turnos de veinticuatro horas. Y cuando libraba, Kayla podía dedicarse a sus estudios. Era el trabajo perfecto. Sin embargo, los niños ya eran mayores, once y ocho años, ella había terminado la carrera, y sus amigas empezaban a sugerirle algunos cambios.
—La-La —se oyó una voz que llamaba desde la planta superior. Mick había utilizado el apelativo que Lee había empleado desde bebé para llamar a Kayla.
La niñera se levantó del sofá de un salto y corrió al pie de las escaleras con expresión exageradamente neutra, consciente del escrutinio al que le sometía su amiga.
—¿Me has llamado, jefe? —preguntó mientras se concentraba en los zapatos que descendían por la escalera. Unos zapatos no podrían hacer que asomara a su rostro ninguna emoción inconveniente.
Los pies se pararon en el último peldaño y ella se tapó disimuladamente la nariz para no aspirar con excesivo entusiasmo su aroma de recién duchado. El jabón de afeitado y la loción había sido su regalo de Navidad. Debería habérselo pensado dos veces antes de adquirir una fragancia que le atrajera tanto.
—Hola, Betsy —saludó Mick—. En un segundo os dejo tranquilas —bajó el tono de voz—. ¿Puedo hablar contigo en la cocina?
Ella levantó la vista. Y de inmediato se dio cuenta de que no debería haberlo hecho.
¿Cuándo había sucedido? ¿Cuándo se había convertido el ojeroso viudo que había conocido en un hombre espléndido? Los cabellos, lisos y oscuros, no habían cambiado, pero la sonrisa era nueva. Y esa cálida sonrisa se reflejaba cada vez con más frecuencia en sus ojos marrones. Sabía que aún luchaba contra los demonios, pues en ocasiones lo sorprendía en el salón con la mirada perdida en el vacío. Pero había conseguido manejar su dolor y ser un buen padre para sus hijos.
Un buen hombre.
Un hombre que la miraba, la trataba, como si fuera la vecinita quinceañera que hacía ocasionalmente de canguro cuando tanto ella como Mick debían ausentarse.
Kayla lo siguió hasta la cocina intentando no babear ante la visión de los ajustados vaqueros o los anchos hombros que llenaban la camiseta. Unas prendas que ella misma había planchado, como parte de su trabajo, y que había ayudado a elegir como regalo de Navidad de Jane, consciente de lo bien que quedaría el color sobre la olivácea piel.
Mick se dio la vuelta y estuvo a punto de sorprenderla mirándolo. Sólo tenía treinta y cuatro años, pero le hubiera dado un infarto de saber adónde miraba la niñera. Con un aleteo de pestañas, redirigió la mirada hacia el calendario colgado de la nevera.
—Muy bien —empezó Mick—. Todo listo, ¿verdad? Tú recibes a tus amigas esta noche. Jane está haciendo un trabajo de poesía a dos casas de aquí. Volverá andando a casa después de llamarte para que puedas verla llegar desde el porche delantero.
—Sí —era una rutina que repasaban a diario. Kayla no sabía si se debía a la repentina pérdida de su esposa, o a que era un hombre entrenado para afrontar catástrofes, o simplemente porque adoraba a sus hijos. En cualquier caso, tenía sentido—. Y la mamá de Jared traerá a Lee a casa después de la reunión de los scouts.
—Pues todos los flancos están cubiertos —él sonrió adorablemente—. No tengo excusa para no reunirme con los muchachos y disfrutar de una pizza y unas cervezas frías.
—A mí no se me ocurre ninguna —ella sonrió sin poder evitar preguntarse si las cervezas frías incluirían a algunas mujeres no tan frías.
En algunas ocasiones, siempre que le habían organizado la cita, había salido con alguna mujer, pero últimamente parecía exudar una cierta tensión que su intuición femenina le hacía sospechar que tenía algo que ver con la creciente necesidad de compañía.
Algo para lo que ella ni siquiera entraba en la lista de posibles candidatas.
—¿A qué se debe esa mirada tan triste, La-La? —Mick le dio un cariñoso tironcito de sus cabellos rubios. Exactamente igual que hacía con su hija.
—Tengo un mal día —ella forzó una sonrisa.
—Dímelo a mí —Mick hundió las manos en los bolsillos—. Se están haciendo mayores, Kayla, y no te imaginas la impresión que me llevé cuando Jane me contó que os habíais ido de compras. Me sentí como si tuviera cien años.
—Tonterías. Sólo tienes unos cuantos años más que yo.
—Sí, pero hoy mi niñita fue al centro comercial a comprar… a comprar —hizo un gesto con una mano—. Bueno, ya sabes.
—Sujetadores, Mick —Kayla susurró divertida mientras se acercaba a él—. No es una palabrota.
Sus miradas se fundieron y ella creyó ver un destello en los ojos marrones. De repente, sintió una oleada de calor en la nuca y el oxígeno abandonó la estancia. Quiso apoyarse contra alguna superficie, pero temía que cualquier cosa que tocara le devolviera una descarga.
¿Sujetadores? ¿Palabrota? ¿Era una de esas dos palabras lo que hacía que estar tan cerca de él pareciera casi inapropiado?
Mick pestañeó mientras establecía la conexión antes de alejarse para tomar un vaso del armario y, con mano firme, llenarlo de agua y bebérselo con tal naturalidad que ella supuso que se lo había imaginado todo.
¿Acaso sus deseos la traicionaban?
Kayla se aclaró la garganta y cruzó los brazos sobre el pecho. A lo mejor si vistiera algo que no fueran vaqueros y camisas de franela, él se fijaría en ella. Por otro lado, había tenido años para fijarse. Veranos durante los que había llevado pantalones cortos y tops, o los trajes de baño que se ponía cuando iban a la piscina. No es que fueran dignos de la portada de una revista, pero tampoco la habían ocultado de pies a cabeza. Y, sin embargo, él jamás había dado muestras del menor interés. En una ocasión se había cortado más de treinta centímetros el pelo y él no lo notó hasta pasadas dos semanas, y porque una tercera persona lo mencionó.
Tras inspeccionar el nuevo peinado, había parecido impresionado y ella se había sentido ridícula, como en la ocasión en que casi la había sorprendido despidiéndose con un beso de una cita. El hecho de que se hubiera alegrado de la interrupción, y que pasara un buen rato en la cama soñando despierta que Mick la arrancaba de los brazos de ese hombre para tomarla en los suyos, no había sido una buena señal.
Aquello había sucedido seis meses atrás y no había vuelto a salir con nadie, ni siquiera mostrado el menor interés por salir con nadie, siendo el motivo de la conversación iniciada por Betsy.
—Bueno —Mick metió el vaso en el lavaplatos—. Será mejor que me vaya. Que te diviertas.
—Tú también.
—Kayla… —a punto de salir por la puerta que conducía al garaje, se detuvo.
—¿Sí? —el corazón le dio un brinco.
—No sé si te lo he dicho alguna vez…
Ella contuvo la respiración.
—Eres estupenda. Siempre lo has sido —Mick alargó una mano—. Una buena amiga —añadió mientras le daba unas palmaditas en el hombro.
El leve contacto le provocó a Kayla una descarga a través de la tela de su camisa.
Aunque en realidad no era su camisa, sino la de Mick. Se la había apropiado la última vez que la había lavado y no se había separado de ella desde que la sacara de la secadora.
—Sí —él volvió a darle una palmadita en el hombro—. Una buena amiga.
Tras la marcha de Mick, Kayla asimiló sus palabras como quien tragaba un jarabe de desilusión que aterrizaba como el plomo en el estómago. ¿Por qué la frase «una buena amiga», le provocaba tanta desdicha?
Porque…
No. No podía ser. Aunque no tenía sentido seguir negando la realidad.
Betsy tenía razón. Había violado el primer mandamiento de las niñeras. Un mandamiento muy sencillo.
Jamás te enamores del papá.
No fue hasta que la camarera le sirvió la cerveza fría que Mick empezó a fijarse en lo que tenía alrededor. Aquel lugar debería resultarle tan familiar como el dorso de su mano. Llevaba años yendo al bar O’Hurley con sus amigos, Will, Austin y Owen.
—¿Cuándo demonios han pintado esto? —hizo una mueca de desagrado ante el color crema de las paredes—. ¿Qué le pasaba al color gris sucio? —alargó el cuello para inspeccionar el resto del local—. ¿Una televisión nueva? ¿Se rompió la otra?
—Han inventado los televisores de pantalla plana —Austin lo miró perplejo—. Son más grandes que el viejo Buick de mi abuela. ¿O preferirías ver el partido en la otra pantalla más pequeña?
—Preferiría que todo siguiera igual —Mick levantó la jarra para beber un trago de cerveza.
—Cielo santo, Mick —Owen alzó las cejas—. Pareces un viejo. Dentro de poco empezarás a gritarles a los niños porque te pisan el césped.
Ése era el problema. Se sentía como un viejo. La tienda de ropa que siempre había procurado evitar era el lugar preferido de su hija preadolescente. Y su hijo ya había dejado atrás el juego de canasta infantil.
—Mis hijos ya son casi demasiado mayores para jugar sobre el césped —se quejó—. Lee, Jane y Kayla se están haciendo mayores ante mis ojos. Casi me da miedo pestañear.
—Mick… —Will, amigo y compañero de trabajo, no pestañeaba. Lo miraba estupefacto como había hecho Austin segundos antes—. Kayla no es uno de los críos. Supongo que te das cuenta, ¿verdad?
—Es una estudiante —espetó él—. Y eso la convierte en una cría. Más o menos —incluso a él le pareció una estupidez, pero sólo podía permitirse pensar en la niñera de ese modo.
—Creía que nos habías dicho que se había graduado. En la universidad. Y debe haber sobrepasado con creces los veinte años.
—Sigue siendo una niña —Mick agitó una mano en el aire.
—Pues a mí me parece una mujer —Austin rió—. Es más…
—Está fuera de tu alcance —le advirtió Mick.
Los tres amigos posaron su mirada en él, por lo que decidió concentrarse en la televisión.
—¿Qué pasa con ese partido?
—¿Y qué pasa con esas animadoras? —contestó Austin.
Ése era precisamente el motivo por el que le había advertido que se mantuviera alejado. Su amigo era muy superficial y se moría por las botas brillantes, las falditas cortas y los enormes… pompones.
—No podrás amarrarlos para siempre —le advirtió Will—. Sé lo que digo. Crié a mis cinco hermanos y hermanas pequeñas y una de las muchas cosas que aprendí, aparte de cómo estirar un dólar hasta hacerle suplicar clemencia, fue que acaban creciendo y queriendo vivir su vida.
—No quiero pensar en eso —Mick gruñó.
No hacía falta ser un genio para comprenderlo. Tras perder a su esposa, Ellen, junto con el futuro que habían imaginado juntos, ni siquiera soportaba la idea de perder el control sobre sus hijos.
—La naturaleza tiene su propia manera de facilitarnos las cosas —Will rió—. Se llama adolescencia.
—Supongo que sí —Mick bebió otro trago de cerveza—. Aunque ya le he dejado claro a Jane que nada de salir con chicos hasta que cumpla los treinta y uno.
—Pues buena suerte —Will volvió a reír—. Aunque quizás todo sería más sencillo si consideraras la posibilidad de encontrar a alguien para ti mismo.
—Eso nunca sucederá —ni siquiera podía imaginárselo. Aunque la vida con Ellen había sido buena, a pesar de lo jóvenes que se habían casado, no tenía intención de mantener una relación permanente con ninguna mujer. Apenas lograba controlar su vida de padre soltero y capitán de bomberos… ¿añadirle una relación amorosa? Eso jamás iba a suceder.
No soportaría más responsabilidades… no deseaba más responsabilidades, ni siquiera a cambio de la tentadora posibilidad de una compañía habitual en su cama.
Por no mencionar la dificultad de encontrar a alguien que fuera del agrado del resto de los habitantes de la casa.
—¿Qué clase de mujer les gustaría a Jane y a Lee? ¿Y a Kayla? ¿Cómo debería ser para recibir su aprobación?
—Mick, Kayla es la niñera, y no va a quedarse en la casa para siempre, ¿verdad?
Mentira.
No, mentira no. La marcha de Kayla era otra de las cosas que no era capaz de imaginarse.
Pero lo que sí se imaginaba era algo que le rondaba por la cabeza desde hacía seis meses. Kayla había salido y él acababa de dormir a Lee por tercera vez cuando oyó un sonido sordo en el porche. Sin pensárselo dos veces había abierto la puerta de golpe para encontrarse…
La escena se repetía una y otra vez en su cabeza. Un joven con aspecto de deportista sujetaba el rostro de Kayla con las manos ahuecadas y su boca se aproximaba a los labios de ella. El instante le había parecido eterno y le había dado tiempo suficiente para percibir el brillo de los rubios cabellos de Kayla bajo la luz del porche, la oscura sombra de las pestañas sobre las mejillas y los estupefactos ojos azules al saberse sorprendida en medio de la despedida.
Tras abrirlos desmesuradamente, la joven se había sonrojado y apartado bruscamente de su cita y del casi beso.
—Esto… yo… eh… —había balbuceado sin dejar de mirarlo.
En lugar de suavizar la situación con una elegante retirada, se había limitado a sujetar la puerta abierta hasta que ella hubo entrado. Seguramente con ceño fruncido, lo lógico en un hombre enfurecido.
Como un padre sobreprotector.
O un hombre celoso. ¡No!
Sin embargo, desde aquella noche no había podido seguir viéndola sólo como una niñera. Aunque nunca se había limitado a serlo, dada la relación que mantenía con los niños, hasta el incidente del porche jamás la había visto como una mujer, alguien a quien se pudiera besar, deseable, una mujer endemoniadamente hermosa.
Y desde ese día había sido incapaz de dejar de pensar en ese incidente, aunque estaba casi seguro de que Kayla no había vuelto a ver a ese joven en los seis meses transcurridos.
«No va a quedarse en la casa para siempre, ¿verdad?». La pregunta de Will se repetía incesantemente en su cabeza. La sentía como un miembro de su familia y sintió el repentino impulso de regresar a su casa para comprobar que ella seguía allí y que nada había cambiado.
—¿Adónde vas? —Austin miró a Mick que se había puesto en pie y sacaba unos billetes del bolsillo.
—Quiero estar en casa cuando vuelva Lee. Y tengo que vigilar a mi hija mientras regresa sola a casa.
«Y tengo que asegurarme de que Kayla no esté besando a ningún hombre».
Había olvidado por completo la reunión de las niñeras amigas y al ver los coches aparcados en la calle, entró por la puerta de la cocina y se sirvió algunas sobras para cenar. Los niños ya habían cenado y él se había marchado del bar antes de que llegara la pizza que habían encargado para acompañar a las cervezas.
—De acuerdo. Tú ganas. Con la cabeza metida en la nevera, Mick oyó la voz de Kayla alzarse sobre el resto.
Atraído por la hartura que reflejaba su voz, se acercó a la puerta del salón con la sensación de que a lo mejor necesitaba que distrajera a sus amigas que daban la impresión de estar hostigando a su preciosa Kayla.
No, no era su Kayla. No debía olvidarlo. No era. Su. Kayla.
—He dicho que lo haré —volvió a hablar la joven.
—¿Estás de acuerdo? —preguntó Betsy, su mejor amiga.
—Eso he dicho —contestó ella en tono irritable.
Pobrecilla. Mick avanzó otro paso hacia el salón. Se imaginaba a Kayla con las mejillas sonrojadas y los rubios cabellos retorcidos entre los nerviosos dedos. Y los ojos, rodeados de espesas pestañas marrones, destacando como dos joyas azules mientras miraba a sus amigas.
—¿Aceptarás la cita?
Mick se quedó helado.
—Tengo que hacer algo —murmuró su niñera—. De modo que sí.
El resto de la conversación, si es que la hubo, pasó desapercibido para Mick. No paraba de asimilar cómo la necesidad de «hacer algo», se había convertido en la necesidad de aceptar una cita. No paraba de preguntarse cuántos besos de despedida habría en el porche.
No paraba de considerar la posibilidad de interrumpir todos y cada uno de esos besos.
Resignado, volvió al frigorífico. Kayla. Iba a volver a salir. Maldita fuera. Mil veces.
A pesar de sus mejores intenciones, tenía la sensación de que iba a tener que empezar a repartir unos cuantos besos él mismo.
EL dormitorio y el cuarto de baño de Kayla estaban en la planta baja, cerca de la cocina, mientras que el resto de los habitantes de la casa dormían en la planta superior. A la mañana siguiente de la reunión de niñeras amigas, Kayla disfrutó de un momento de soledad mientras preparaba el café. Tanto a Mick como a ella les gustaba el café fuerte y muy caliente. Tras una búsqueda por internet, él había encontrado una cafetera nueva que había empaquetado y colocado bajo el árbol de Navidad.
Un hombre curioso.
Pero no era el hombre en el que debería estar pensando. Una niñera normal, respetuosa con las normas, debería estar pensando en la doble cita a la que había accedido a instancias de Betsy, que parecía tener toda una lista de posibles candidatos. Desgraciadamente, cierto viudo que no la veía como una mujer no estaba en esa lista.
Emitió un suspiro. Había vuelto a pensar en él cuando lo sensato sería olvidarse, o al menos buscar el modo de deshacerse de los inadecuados sentimientos que tenía hacia él.
Dispuesta a olvidarse de Mick, sacó una taza del armario y dirigió la mirada a la ventana que se abría al patio trasero dominado por un enorme roble junto a un rectángulo de césped. Dos secciones de la valla habían sido retiradas para facilitar la construcción de la piscina de los vecinos, y, como cada mañana desde hacía una semana, un atractivo joven se paseaba por la zona tomando notas.
El constructor de la piscina poseía el atractivo típico de los hombres que trabajaban al aire libre. Los cabellos eran más claros en las puntas, por culpa del sol, y tenía el rostro y los brazos bronceados. Parecía fuerte y en muy buena forma.
El joven se volvió y le hizo un gesto para que saliera al patio. Kayla sintió que el corazón se le aceleraba mientras abría la puerta trasera. Habían conversado alguna vez y le resultaba muy agradable. Betsy, sin duda, lo incluiría en la categoría de elegibles.
—Hola, Pete —lo saludó—. ¿Va todo bien?
—Sólo quería decirte que la valla estará colocada de nuevo el lunes —hizo una pausa y sonrió—. ¿Qué tal estás?
—Bien —ella le devolvió la sonrisa—. Muy bien.
—¿Y los críos?
—Estupendamente —de repente se le ocurrió que siendo una mujer sin ninguna relación con el bombero que le pagaba el sueldo, podría allanar el camino hacia Elegible Pete—. Esto… Jane y Lee no son mis hijos, ¿lo sabías?
—Eso había supuesto —él asintió—. Eres demasiado joven para ser su madre.
—Bueno… —ella frunció el ceño. Técnicamente, la afirmación no era cierta.
—A mí también me crió mi madrastra. Y adoro a esa mujer, sobre todo por haberse hecho cargo de los trastos pendencieros que éramos mis hermanos y yo.
—Yo también tengo padrastros.
—¿Una ruptura en la familia?
—Cuando tenía diez años. Nuestros padres se casaron con otras parejas y tuvieron más hijos —ella era la hija única de la breve unión de sus padres, pero éstos habían tenido una numerosa familia con sus nuevos cónyuges.
—Las Navidades y el día de Acción de Gracias deben ser una locura en tu casa.
—Desde luego —Kayla soltó una carcajada. Sin embargo, a menudo cada progenitor daba por hecho que el otro le había reservado un sitio a su mesa y terminaba sin ningún lugar al que ir.
—Sí —Pete habló de nuevo—. Con ese lío de familias, supongo que Mick y tú tendréis que hacer malabarismos —concluyó mientras miraba por encima del hombro de Kayla.
Ella se volvió y siguió la dirección de la mirada del constructor. Mick, café en mano, los miraba por la ventana. Incluso desde lejos, apreció los cabellos recién peinados y lavados.
Y de repente le pareció hasta poder oler el aroma que desprendía su húmeda piel. Sujetó la taza de café con fuerza mientras reprimía un escalofrío en la columna. No debería haberle regalado esa deliciosa loción de afeitar.
—¿Cuánto tiempo lleváis juntos?
—Seis años —contestó Kayla sin pensar.
Tenía la mente ocupada con otras cosas. Cada vez que Mick volvía del trabajo, solía hacer una parada en el cuarto de la lavadora y se quitaba las botas, los calcetines y la camisa. Y siempre que podía, ella lo observaba atravesar la cocina con el torso desnudo y los músculos de la espalda tensándose a cada paso. Tenía muchos músculos, sobre todo en la espalda y los hombros, aunque los que más le gustaban eran los que se contraían sutilmente en la parte baja de la columna, justo por encima de su…