La apuesta de la novia - Christie Ridgway - E-Book
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La apuesta de la novia E-Book

CHRISTIE RIDGWAY

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Beschreibung

Y el premio era… ¿una boda? Cansada de ser siempre la dama de honor, Francesca Milano se apostó con su familia que en la próxima boda sería ella la novia. Para ello empezó a tomar lecciones de seducción de Brett Swenson, su irresistible vecino, y pronto descubrió que quería entregarse a él, el único hombre al que siempre había amado. Pero Brett era un soltero empedernido, ¿querría aceptarla como esposa una vez que la hiciera su amante?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1999 Christie Ridgway

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La apuesta de la novia, n.º 1480 - septiembre 2014

Título original: The Bridesmaid’s Bet

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4645-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

FRANCESCA Milano se ajustó la gorra de béisbol y miró a su hermano mayor, Carlo.

—Ayer me pasé todo el día metida en un vestido de dama de honor imitando a Escarlata O’Hara ¿y ahora me dices que te debo dinero?

La fría expresión de Carlo no cambió. Seguía con la mano extendida hacia ella.

—Cincuenta pavos.

Sin haberse recuperado aún de las horas pasadas dentro de aquel vaporoso vestido rojizo de poliéster, Francesca abrió la puerta trasera del apartamento de su padre para que entrara un poco de aire. La brisa de la calle se llevó un poco el olor a la pizza de carne que estaban comiendo su padre, a quien cariñosamente todos llamaban Pop, y el resto de sus hermanos mientras veían el partido de béisbol en la tele de la salita.

Carlo levantó una ceja.

—Deja de remolonear, Franny.

Ella se estaba inspeccionando las cortas uñas que había dejado de morderse hacía poco tiempo.

—¿Quién iba a adivinar que Nicky atraparía la liga? —el mayor de sus cuatro hermanos parecía ser un soltero empedernido.

—Yo —dijo Carlo—. El virus del matrimonio se ha cebado con él.

Francesca frunció el ceño. Nicky casi había derribado al adolescente que tenía delante para asegurarse el trofeo.

—Apuesto que pensó que podría intentarlo con una de las damas de honor.

Carlo movió la cabeza.

—Hermanita, ya estás tratando de incumplir una apuesta... Paga.

Ella se mordió los labios. Con veintiocho años, Carlo era el que más cerca estaba de los veinticuatro de Francesca, y normalmente era el más amable.

—Carlo, por favor —suplicó ella, intentando tocar su fibra sensible de hermano mayor. Estaba claro que había aprendido mucho siendo la pequeña de la familia—, luego tengo que ir de compras con Elise...

Él no cambió su expresión. Después hizo un gesto y alargó aún más la mano:

—Los cincuenta. Probablemente los necesitaré para el regalo de boda de Nicky.

Francesca intentó cambiar de tema.

—¿Cómo que de Nicky? Si vamos a hablar de bodas, creo que ya me toca a mí.

Los ojos de Carlo se abrieron como platos y dejó caer la mano.

—¿Que te toca qué?

Francesca no había planeado ponerse a pensar en voz alta, pero al menos Carlo parecía haberse olvidado del asunto de los cincuenta dólares que desearía no deberle.

—El mes pasado me tocó ser dama de honor, ayer Corinne Costello me obligó a meterme en ese traje y se casó, y mi mejor amiga Elise dirá «sí, quiero» el mes que viene. ¡«Yo»tengo que ser la siguiente!

—¡«Tú»tienes que estar de broma!

Molesta, Francesca se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.

—¿Y por qué no puedo ser yo?

Carlo suspiró.

—Aparte de lo absurdo de desear verte metida en un infierno de idilio, está el pequeño detalle de que hace... ¿años? que no tienes una cita.

Tal vez ese pequeño detalle hacía perder validez a su reclamación de ser la siguiente.

—Voy a cambiar todo eso —dijo ella con tozudez.

Carlo cruzó los brazos y meneó la cabeza.

—¡De verdad! —insistió Francesca.

—Vale, entonces... —dijo él sonriendo— tengo otra apuesta para ti.

La sonrisa intrigante de Carlo produjo a Francesca un ligero escalofrío. Otra de las cosas que implicaba el crecer entre hermanos era que daba a una mujer un fuerte sentimiento competitivo.

—¿Doble o nada?

—Vale. Cien dólares a que no puedes hacerlo.

—¿Hacer qué? —preguntó extrañada. No podía adivinar lo que Carlo, que había estado de un humor muy extraño los dos últimos meses, escondía bajo la manga, pero le gustaba la idea de poder recuperar su dinero.

—Te apuesto a que no puedes conseguir un proyecto matrimonial firme para... —se detuvo y después chascó los dedos— para la próxima boda a la que asistas como dama de honor.

Francesca frunció el ceño.

—¿Qué tipo de apuesta es esa?

El rostro de Carlo se ensombreció.

—Tal vez tengas razón. Tal vez sea hora de que nos busquemos una vida propia.

Ella se quedó mirándolo.

—Puff —dijo él—. Olvídalo. Tú pásame mis cincuenta dólares.

—No, ¡espera! —mientras pensaba, Francesca repiqueteaba con las uñas sobre la encimera de la cocina—. ¿No tendría que pagarte ahora?

—No. Pero cuando no tengas acompañante en la boda de Elise a finales de mes, me deberás cien.

Aquello le dolió. El que asumiera de antemano que perdería la apuesta no le sentó nada bien a una mujer que había peleado mucho con sus cuatro hermanos durante los veinticuatro últimos años.

—Vamos a dejar las cosas claras. Si voy a la boda de Elise con una pareja seria, ¿se cancelaría mi deuda?

Carlo afirmó con la cabeza. Esa seguridad hizo que Francesca se sintiera aún más determinada en su propósito.

¿La pequeña Franny Milano a la caza de marido? Al otro lado de la puerta abierta, Brett Swenson quedó fulminado por la idea.

Por supuesto, ella ya debía haber dejado la infancia tras los doce años que habían pasado desde que él se fue, pero Brett no se podía resistir al hábito de años rescatándola de las trampas de sus hermanos, y aquello parecía otra de esas trampas.

Para evitar que sellaran la apuesta, Brett golpeó el marco de la puerta con los nudillos. Carlo, a quien podía ver perfectamente de perfil, se giró hacia él con una sonrisa en la cara.

—¡Brett, viejo amigo! ¡ya estás aquí!

Brett alargó su mano para agarrar la que Carlo le tendía.

—Y listo para instalarme. He pasado sólo a saludar y a recoger las llaves.

—¿Brett? ¿Qué haces aquí, y de qué llaves hablas?— dijo Franny, interrumpiendo la charla.

Brett la miró por primera vez. Ella no había crecido mucho, seguía siendo menuda aunque no podía apreciar bien sus rasgos, ensombrecidos por la visera de la gorra. Suspiró de satisfacción: con todas las vueltas que daba la vida, había una cosa que no había cambiado, la chicazo Franny. La hermanita pequeña traviesa que nunca tuvo.

—Franny —dijo él, agachándose ligeramente para mirar por debajo de la visera y ver con más claridad como había cambiado en aquellos años.

Ella dejó de mirarlo rápidamente y volvió la cabeza hacia su hermano.

—¿Qué pasa aquí?

Carlo sonrió.

—¿No te lo había dicho? Brett ha vuelto a San Diego. Me crucé con él en la Fiscalía del Distrito. Se va a quedar en el apartamento siete hasta que encuentre un lugar definitivo para vivir.

La coleta de Francesca bailó por detrás de la gorra cuando sacudió la cabeza.

—Pop no me había dicho nada.

Carlo se encogió de hombros.

—Has estado muy ocupada con el lío de la boda —se frotó las manos—. Lo que me recuerda, Franny...

—¿Eso que huelo es pizza? —interrumpió Brett, en un nuevo intento de detener el trato.

Recordaba otra apuesta entre los Milano muchos años antes. Los hermanos de Francesca habían apostado si su hermanita, que les seguía a todas partes, lloraría cuando no la permitieran ir a una excursión en bici sólo para chicos. Incapaz de soportar la idea de las lágrimas de la niña, Brett volvió para buscarla. Le enjugó las lágrimas de la cara y la montó en la barra de su bici, donde ella se acomodó muy digna, como una princesita chicazo.

Ella señalaba otra puerta.

—Están todos en la salita con Pop: Nicky, Joe y Tony.

Brett esbozó una sonrisa. Todo seguía en su sitio, donde lo había dejado. La decisión de volver a su ciudad había sido la correcta. Habían pasado dieciocho meses desde la muerte de Patricia, y era hora de rehacer su vida.

Los Milano eran la familia apropiada para ayudarlo a conseguirlo. Los cuatro chicos Milano habían sido casi los suyos mientras crecían juntos. Y Franny...

—¿Qué decías, Carlo? —dijo ella.

... era demasiado pequeña como para salir con ella.

— ¿Cuántos años tienes ahora? —preguntó, intentando desviar la conversación de nuevo.

Ella lo miró de reojo.

—Los suficientes para hacer lo que quiero, cuando quiero. Hecho, hermano.

—Carlo va a perder —dijo Elise, la mejor amiga de Francesca, deteniéndose en un pasillo de los grandes almacenes para señalar un pañuelo—. ¿Y a ti qué te pasa? ¿Por qué has aceptado esa apuesta?

Francesca se obligó también a tocar el pañuelo. No es que le interesara en absoluto, pero se había propuesto empezar a tomar ejemplo de Elise. A su amiga, que estaba comprometida y se casaría dentro de un mes, nunca le habían faltado novios.

—Acepté porque la apuesta me hará actuar para hacer algo.

—¿Hacer algo?

—Algo para tener la vida de la que Carlo habló.

Elise se dio la vuelta y miró a Francesca con los ojos entrecerrados.

—Llevo años diciéndote que necesitabas tener tu propia vida.

—Lo sé, lo sé... es sólo que...

—Que trabajas para tu padre. Que tu padre se encarga de gestionar apartamentos ocupados principalmente por gente mayor. Que no tienes muchas oportunidades de conocer hombres. Que no sabes qué hacer para atraerlos. Que no sabes vestirte —Elise había dicho todo aquello sin respirar, pero en ese punto se detuvo—. ¿Sigo?

Francesca sonrió a modo de disculpa.

—¿Te estás olvidando de la tía Elizabetta?

Elise afirmó con la cabeza, y el delicado aroma de su perfume llegó hasta Francesca.

—¿Cómo voy a olvidarla? Desde que tu madre murió cuando tenías dos años, la única mujer de tu familia ha sido la tía Elizabetta, también conocida como Hermana Josephine Mary del Convento del Buen Pastor.

Francesca golpeó un expositor de cristal.

—Ya está bien.

—Bueno —dijo Elise—, te diré que llevo desde que teníamos catorce años deseando poder hacer algo contigo.

Elise era rubia, y tenía el pelo corto y rizado. Incluso en vaqueros y camisa blanca, como en ese momento, siempre estaba guapa y arreglada. Aquel olor llegó de nuevo a Francesca... Y Elise siempre llevaba perfume.

Francesca suspiró y revisó su ropa. Levi’s, de Carlo con trece años. No podía recordar si su camiseta era heredada también, pero anunciaba piezas de coche. Su habitual gorra de béisbol se había quedado en el coche, pero se había recogido el pelo en una simple coleta.

Una de sus deportivas tenía un agujero en la puntera, y el cordón de la otra se había roto dos veces y tenía otros tantos nudos.

—Tal vez deba ahorrarme algunas preocupaciones y darle a Carlo esos cien dólares ya.

Elise tomó otro pañuelo del mostrador y lo puso bajo la barbilla de Francesca.

—¡Ni en broma! Tú saca la tarjeta de crédito y yo haré el resto —masculló ella—. ¿Te gusta el color rosado?

¿Rosado? ¿Qué color exactamente era el rosado y en qué se diferenciaba del rosa?, se preguntó Francesca.

—Elise...

—¿No querías buscarte una vida propia?

En efecto. Quería encontrar su vida. El día anterior, delante del altar y llevando un vestido, incluso siendo feo, por primera vez en su vida se había sentido femenina, y sola también.

—Quiero arreglarme para cenar a la luz de las velas, que un hombre abra la puerta para mí, y sentir mi corazón palpitar cuando tome mi mano —susurró ella—. Y hablando de corazones palpitantes... —Francesca contuvo el aliento— adivina quien ha vuelto a la ciudad...

Él se había colado en sus pensamientos de la misma manera que había entrado en casa de su padre; alto, delgado, el pelo rubio y esos evocadores y brillantes ojos azules.

Elise estaba examinando la etiqueta de un pañuelo de seda.

—Brett Swenson.

—¡Ya lo sabías!

—Alguien de la pandilla se lo dijo a David. Se ha incorporado a la Fiscalía del Distrito.

El prometido de Elise, David, solía salir con el mismo grupo de sus hermanos y Brett. Francesca tragó saliva y se miró las uñas como si nada.

—¿Por qué crees que ha vuelto?

—Por amor.

—¿Qué?

Elise levantó las cejas.

—¿No crees? Para recuperarse de él. Cuando aquel coche mató a Patricia, ella llevaba el anillo de compromiso que le había regalado Brett.

«Es verdad», se recordó Francesca a sí misma. Era consciente de que Brett ahora estaba aún más lejos de su alcance que años atrás, cuando ella era una niña de doce años y él un adolescente a punto de entrar en la universidad.

Con un suspiro tomó el pañuelo que le tendía Elise y se lo acercó a la cara. Buscó un espejo a su alrededor. Era rosado... ¿le gustaba? Realmente no lo sabía, pero había que empezar por algún sitio.

—¿Por qué hago esto? —murmuró, invadida por la duda en un instante.

—Porque quieres enamorarte —dijo Elise con firmeza.

No tenía ningún sentido el intentar negarlo.

Con determinación férrea, Francesca relegó a Brett Swenson al montón de hombres inapropiados en su vida denominado «Hermanos y otros».

—¿Enamorarme? —repitió ella, afirmando —. ¡Y con todos los accesorios!

Brett lanzó una cerveza casi fría a las manos de Carlo. En medio del partido de béisbol, Carlo, sus tres hermanos y su padre habían ayudado a Brett a descargar su Jeep y el remolque que había alquilado para llevar sus cosas desde San Francisco. El apartamento siete, el de Brett, estaba al lado del de Carlo, que a su vez estaba al lado del de Franny, y este al lado del de su padre. Los cuatro vivían en uno de los bloques de apartamentos que poseía y gestionaba la familia Milano. Aunque según Carlo, el negocio lo llevaban entre Franny y su padre.

El hermano mayor de los Milano, Nicky, era abogado y trabajaba en un bufete, Tony se dedicaba a la construcción, Joe era policía y Carlo detective de la policía. A sus treinta años, Brett estaba en medio de ellos en cuanto a edad, pero siempre se había sentido más cerca de Carlo, y ahora que había empezado a trabajar en la Fiscalía, también trataría asuntos de trabajo con él.

—Chicos, os debo una —dijo Brett abriendo su cerveza. Los otros cuatro hombres ya se habían marchado.

Carlo se llevó la botella a los labios e hizo una mueca.

—Lo que me debes es una fría —levantó la botella e inspeccionó la etiqueta—. Tendríamos que haber guardado esto en la nevera lo primero en lugar de hacerlo al final.

—Sí —Brett tomó un trago—. Os compensaré con una cena el fin de semana que viene. A Franny también.

Brett no sabía por qué había mencionado su nombre. Bueno, sí lo sabía. Seguía teniendo esa apuesta en la cabeza. Tal vez Carlo confesara toda la historia y le explicara su punto de vista.

En lugar de eso, Carlo sólo emitió un gruñido.

Brett volvió a intentarlo mientras tomaba una caja de zapatos. En un lado de la caja se podía leer «Cartas».

—Recibí una invitación antes de marcharme de San Francisco —agitó la caja—. ¿David Lee and Elise Cummings, eh?

Aparentemente aquella boda era el plazo final de la apuesta de Carlo y Franny.

Carlo cerró los ojos y tomó un trago largo de cerveza.

—Así es —su voz parecía lejana y ronca. Se dejó caer en el sofá y empezó a juguetear con el mando a distancia de la televisión.

Brett lo miró extrañado.

—¿Estás bien, amigo?

Carlo tenía la mirada fija en el televisor y gruñó una vez más.

Esa respuesta era suficiente para Brett. Por alguna razón, el buen humor habitual de Carlo había desaparecido y no parecía que él fuera a explicar el motivo. Brett se encogió de hombros. Él también tenía cambios de humor y no hablaba mucho de la razón por la que se había molestado.

Pero seguía sin saber nada de la apuesta.

Demonios, ¿por qué le molestaba? Ella tenía el doble de años que la última vez que la vio. Y aunque sólo había podido verle la cara durante un segundo, no había duda en que ya era toda una mujer.

No tenía ninguna excusa para meterse en sus asuntos más que del modo en que lo haría un hermano. Puesto que ella ya tenía cuatro de los de verdad, podía pasar perfectamente sin él. En cualquier caso, desde la muerte de Patricia, él había evitado mezclarse con mujeres. No tenía sentido comprometer la promesa que se había hecho a sí mismo. Y mucho menos con una persona a la que consideraba una hermana pequeña.

El aire del atardecer olía a asado cuando Brett se cruzó con Franny en el aparcamiento del edificio. Ella casi no podía con todas las bolsas que llevaba. La gorra volvía a ensombrecerla los ojos.

Un hermano hubiera dejado que su hermana se las apañara por sí misma, pero Brett la liberó de la carga todo lo que pudo.

Una tímida sonrisa brilló en su cara.

—Mi héroe —dijo ella suavemente, y después abrió el camino hacia su apartamento, abrió la puerta y dio la luz de la entrada. Después colgó su gorra en un perchero al lado de la puerta.

Brett se detuvo, abriendo y cerrando los ojos.

—¿Franny? —por un momento creyó haber seguido a otra mujer a su casa.

Ahora podía verla con claridad. El pelo oscuro que antes llevaba recogido en una coleta, acariciaba ahora sus hombros y brillaba de tal modo que él pensó que tal vez pudiera ver su reflejo en él. La cara que enmarcaba era muy parecida a la que recordaba, y a la vez muy distinta.

La sonrisa a medias de Francesca vaciló.

—Soy yo. Con un nuevo peinado, pero sigo siendo yo.

Pero no era ella. La Franny que Brett guardaba entre sus recuerdos era una niña pequeñaja con grandes ojos oscuros y naricita respingona. Aquella Franny, Francesca, aún tenía los ojos grandes y oscuros, y una naricita graciosa. Pero ahora tenía unos pómulos preciosos, la piel dorada y unos labios exuberantes como una fruta madura, listos para ser besados.

«Maldición». Seguía allí de pie, con los brazos cargados de paquetes y sin poder articular una frase coherente.

Ella le salvó girándose y conduciéndolo al salón. Brett prefería esta otra perspectiva, en vaqueros y camiseta, en la que reconocía a la chica de sus recuerdos.

Ella miró hacia atrás y carraspeó ligeramente.

—Todavía no te he dado la bienvenida, ¿verdad?

No, se había marchado al poco de entrar él.

—Dijiste que tenías que ir a algún sitio.

Ella le indicó con un gesto una silla y él dejó allí su carga.

—Tenía trabajo que hacer —dijo ella—. Ir de compras.

Él esbozó una sonrisa. Pocas mujeres pensarían en ir de compras como un «trabajo». Después se dio cuenta de que tal vez estuviera trabajando para ganar la apuesta.

No le gustaba el modo en que eso le molestaba, ¿no había decidido no involucrarse en ello?

—Bueno, me marcho —dijo él, bruscamente, encaminándose hacia la puerta.

El rápido movimiento hizo que la montaña de bolsas se tambalease sobre la silla. La bolsa que estaba encima se cayó y su contenido, algunas cosas envueltas en papel de seda y una cajita, se desparramó por el suelo.

Ambos se agacharon para recogerlo. Ella lo miró por encima de aquel desorden mientras una sonrisita se dibujaba en aquella nueva boca suya.

—¿Te acuerdas de la vez que me llevaste al centro comercial?

Y de repente, él se acordó. Ella quería comprarse algo para la fiesta de fin de sexto curso. Sus hermanos habían protestado y gruñido hasta que Brett se ofreció a llevarla. Y después, de algún modo, ella se las apañó para llevarle «de compras», haciéndole entrar en aquellas tiendas claustrofóbicas que olían a chicle y a laca.

Ahora ella lo miraba, frotándose las manos contra los pantalones en un gesto que denotaba nerviosismo.

—Esto... ¿tienes algo importante que hacer ahora?

Por precaución, él dio un paso atrás.

—Creo que tengo que irme. Tengo que... —mientras la miraba a los ojos no podía pensar en nada más que hacer excepto seguir mirándola.

Francesca levantó las cejas.

—¿De verdad? Vaya. Esperaba poder enseñarte mis compras de hoy para que me dieras tu opinión. Me he pasado un poco con la tarjeta de crédito y estoy un poco nerviosa.

Brett casi emitió un quejido. Se suponía que iba a mantener las distancias.

—¿Y por qué yo?

Ella sonrió.

—Porque tú eres perfecto. Una persona interesadamente desinteresada.

Él sacudió la cabeza intentando aclararse.

—¿Qué quiere decir eso exactamente?

—Que puedo convencerte para que te quedes, y cuando te pregunte si te gusta algo, independientemente de lo que te parezca, dirás que sí —su sonrisa creció aún más.

Brett sintió una oleada de calor que lo invadía.

—Tal vez sería mejor ir a buscar a Carlo —en beneficio de los dos—. O a Nicky. Creo que sigue en casa de tu padre. O mejor a los tres.

Franny frunció el ceño.

—Si uno sólo de los hombres de mi familia hubiera tenido una pizca de buen gusto, ¿crees que tendría este aspecto?

Separó los brazos del cuerpo y Brett la miró. Como ya había visto antes, llevaba vaqueros y una camiseta.

—¿Y qué? Estás bien —intentaba buscar una palabra apropiada—. Práctico

—Práctico —repitió ella. Se volvió y siguió amontonando sus compras—. ¿Lista para cambiar una rueda pinchada si tuviera que hacerlo?

—Para jugar a los bolos, tal vez.

—¿Tan mal estoy? —se quejó ella.

Brett se dio cuenta de que había dicho algo malo. A Franny ya no debían gustarle los bolos, aunque había ido miles de veces de pequeña.

—Una rueda, entonces —dijo él apresuradamente—. Perfecta para cambiar una rueda.

Franny suspiró.

—Me parece que no ha sido un gasto inútil.

Aunque él no quería involucrarse, tampoco había querido herir sus sentimientos.

—Me voy ya —dijo él, dando unos pasos hacia atrás.

Ella estaba desenvolviendo uno de los paquetes del montón, algo suave y sedoso. Antes de que él llegara a la puerta, ella se volvió hacia él y se lo enseñó:

—¿Qué te parece esto?

Se quedó paralizado. Franny había puesto contra su cuerpo un sweater de punto sin mangas de color rosa claro.

—Es cachemir —dijo ella—. ¿Te gusta el color?

Hacía juego con el color de sus mejillas y de sus labios. Cuando se ajustó la prenda con la mano, hizo más evidente aún la dulce curva de su pecho y su fina cintura.

Franny tenía un cuerpo muy tentador.

Brett inmediatamente sintió deseos de golpearse a sí mismo. Era Franny, a la que él consideraba su «hermana».

«Ya no», susurró un diablillo en su interior.

«Sí», insistió él. Después de la muerte de Patricia ya no buscaba a nadie más.