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En André de la Victoria Patricia Verdugo es la cronista que ordena los hechos, puros, simples, sin aditamentos ni adjetivos, un verdadero modelo de investigación periodística imparcial. No crea ni inventa, sólo escribe una historia que van contando otros en la población, en la casa parroquial, en los Tribunales de Justicia, en Investigaciones. Aquí no hay opinión, ni condena, ni prejuicio. Simplemente una verdad que se reconstituye dato a dato, testimonio tras testimonio y que permite formarse una opinión sobre la muerte del sacerdote André Jarlan el 4 de septiembre de 1984, tras el disparo de un carabinero en la población La Victoria. Con la maestría de la Premio Nacional de Periodismo, las páginas de este libro reflejan la realidad de los márgenes durante la dictadura de Pinochet. Un mundo de organizaciones, solidaridad y pobreza, donde "los curas de las poblaciones" son actores fundamentales. La idea cristiana del amor encuentra en ellos un testimonio conmovedor. Las palabras de los más variados personajes del mundo poblacional, cualquiera sea su fe o militancia política, no dejan de exaltar a estos hombres que no quieren nada para sí y sólo viven para los demás, compartiendo la pobreza de quienes son pobres entre los pobres. Tras 50 años del golpe militar en Chile, este libro es una obra de lectura imprescindible para aquellos que buscan entender la historia reciente del país. Una investigación rigurosa, conmovedora y necesaria que nos recuerda la importancia de la verdad, la memoria y la justicia en la construcción de una sociedad libre y democrática.
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Biblioteca Patricia Verdugo de Investigación Periodística y Derechos Humanos es una iniciativa de Editorial Catalonia para preservar la disponibilidad de la obra de la periodista y Premio Nacional 1997. Patricia Verdugo Aguirre dedicó buena parte de su ejercicio profesional a la investigación periodística durante la dictadura de Pinochet y la transición a la democracia. Publicó muchos libros de temas candentes, desafiando al poder y a las versiones oficiales que tergiversaban la verdad de los hechos. En ese cometido sufrió censura y persecución, pero nunca dejó de escribir y publicar sobre lo que consideraba un deber ético de verdad y justicia. Sus libros son el mejor testimonio de un legado señero, para las nuevas generaciones, de coraje, perseverancia y rigor en el ejercicio de la profesión de periodista.
Rodrigo y Carmen Gloria. Quemados vivos
Operación Siglo XX. El atentado a Pinochet
Allende, cómo la Casa Blanca provocó su muerte
Una herida abierta.Los detenidos desaparecidos
André de La Victoria. El asesinato del sacerdote Jarlan
Los zarpazos del Puma. La Caravana de la Muerte
Tiempo de días claros. Los desaparecidos
Interferencia secreta. 11 de septiembre de 1973
Pruebas a la vista. La Caravana de la Muerte
Bucarest 187. Mi historia
VERDUGO, PATRICIA
André de La VictoriaLa muerte del sacerdote Jarlan en dictadura
Santiago de Chile: Catalonia, 2023
128 p., 15 x 23 cm
ISBN: 978-956-415-021-5
ISBN Digital: 978-956-415-022-2
PERIODISMO DE INVESTIGACIÓNCH 070.40.72
HISTORIA DE CHILE 983
Diseño de portada: Amalia Ruiz Jeria
Imagen de portada: fotografía tomada al sacerdote André Jarlan en Chile.
Composición: Salgó Ltda.
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco
Editorial Catalonia apoya la protección del derecho de autor y el copyright, ya que estimulan la creación y la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, y son una manifestación de la libertad de expresión. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar el derecho de autor y copyright, al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo ayuda a los autores y permite que se continúen publicando los libros de su interés. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información. Si necesita hacerlo, tome contacto con Editorial Catalonia o con SADEL (Sociedad de Derechos de las Letras de Chile, http://www.sadel.cl).
BIBLIOTECA PATRICIA VERDUGO
ISBN: 978-956-8303-00-6
RPI: 63.281
© Sucesión Patricia Verdugo, 2015
© Catalonia Ltda., 2023
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl - @catalonialibros
Diagramación digital: ebooks [email protected]
A los pobladores de La Victoriay a todos los sacerdotes católicos que—como André Jarlan y Pierre Dubois—viven y predican el Evangelioentre los pobres de Chile,haciendo germinar semillasde solidaridad y libertad.
PATRICIA VERDUGO
Índice
Presentación
“¿Qué te han hecho, André?”
El proceso
Instrucciones “verbales”
“¿Lamentable accidente?”
Los helicópteros
Las UZI de 9 mm
La investigación de Carabineros
Hablan los carabineros
Peritaje balístico
Careos e investigación interna
Declaraciones extrajudiciales
¿Cuál UZI?
Una falsa denuncia
Encargatoria de reo
Arremetida epistolar
Informe de peritos
El perdón del Arzobispo
Imprudencia temeraria
Presentación
Este libro que es un testimonio doloroso de la época que vivimos. De Patricia Verdugo, periodista destacada por tantos talentos, no se puede decir que sea autora de este documento vivo de nuestro tiempo. Ella es más bien la cronista que ordena los hechos, puros, simples, sin aditamentos ni adjetivos. Patricia no crea ni inventa, solo escribe una historia que van contando otros en la población, en la casa parroquial, en los Tribunales de Justicia, en Investigaciones. Y ese es, por cierto, un notable trabajo que comprometerá el agradecimiento del lector. Aquí no hay opinión, ni condena, ni prejuicio. Simplemente una verdad que se reconstituye dato a dato, testimonio tras testimonio.
Al terminar este libro el lector, a través del apostolado y la muerte del padre Jarlan, reparará en dos grandes actores que son los protagonistas de los hechos que aquí se narran: los pobladores y “los curas de las poblaciones”.
Durante largos diez años, a lo menos, los medios de comunicación de masas y los “aparatos creadores de cultura”; que en el marco del régimen autoritario moldean —o intentan moldear— las opiniones de los chilenos semejaron vivir en la ignorancia de que existía un movimiento de pobladores, constituido por enormes barriadas de obreros, desempleados y, en general, por aquellos que ocupan los niveles más bajos de la pirámide de ingresos.
En 1983, con “las protestas”, Chile redescubrió esa parte de la realidad que en el delirio del “milagro económico” había olvidado. A partir de esos movimientos masivos, volvieron a recuperar ciudadanía y un espacio en las preocupaciones de los chilenos nombres como La Pincoya, La José María Caro, Lo Hermida, La Victoria.
Pero junto con darse cuenta de la presencia de este actor social, el país oficial descubrió otra forma de negarlo. Intentó una acción de propaganda tendiente a presentarlo como un instrumento, inconsciente; de una conspiración de violencia en contra del régimen que manejaban desde la distancia las “cúpulas políticas”.
De este modo, el mundo poblacional pasó de la triste condición de realidad no existente a la otra, también muy amarga, de ser considerado un recurso inerte, explotado y manipulado por poderosas fuerzas del mal. En ambos casos, el aparato de propaganda oficial apuntaba a imponer en la opinión pública una misma conclusión: ¡no había de qué preocuparse! Ayer, porque el movimiento poblacional no existía; hoy, porque era un epifenómeno de violencia creado desde fuera de las poblaciones por políticos sedientos de poder.
Pero ninguna propaganda puede ocultar indefinidamente la verdad. Centenares de miles de personas —hombres, mujeres, jóvenes— constituyen en las poblaciones un mundo rico en iniciativas y en la práctica de la solidaridad. Un universo social donde la vida es una diaria lucha para salvar la dignidad, para “engañar” al hambre que acecha a cada instante, para encontrar “pega” o conservar la que se tiene, para salir cada mañana a pie, ahorrando los cuarenta pesos de la micro, en busca del “pololito” y así, de mil maneras, continuar adelante con la familia que crece, con la hija que volvió con su marido a vivir de “allegada”, con la mujer que le ha dado por trabajar en el comedor infantil de la parroquia y con el hijo menor cesante que cada día se va alejando perdiéndose en las calles de la población, maleado por pandillas que van camino de la delincuencia.
Ciertamente ahí hay un mundo más vivo, humano y real que ese otro país, el Chile ceremonial, que ha ido perdiendo la percepción de la realidad, demasiado absorto en el goce del poder estatal, entretenido en actos rituales, sobrevivencias puramente formales de la vieja república cuyas instituciones fueron despojadas de su espíritu y de sus tradiciones.
La realidad más inmediata del mundo poblacional —y que es el gran trasfondo de la violencia a que aluden los hechos que aquí se narran— es la escasez y la pobreza. Una situación de miseria y desamparo que acumula una presión social enorme y a la que es necesario hacer referencia.
En los días siguientes a la muerte de André Jarlan, el diario La Segunda, en un esfuerzo periodístico encomiable por su honestidad, hizo una encuesta en la población La Victoria, más concretamente aún en la manzana formada por las calles 30 de Octubre, Ranquil, Ramona Parra y Estrella Blanca. Visitando casa por casa encontró que 41 adultos tenían trabajos (un 22%), 123 eran cesantes (un 67,2%), y 19 más (un 10,4%) estaban en los programas PEM (2) y POJH (17).
Al visitante de una población como La Victoria, lo primero que le sorprende es la visión física del desempleo. La cesantía es una tragedia social que golpea más fuertemente a los jóvenes, respecto de los cuales las tasas de desocupación duplican el promedio para todas las edades. Se les ve parados en las esquinas como si todos los días fueran domingo. Las estimaciones que hacen los pobladores, el párroco y nosotros mismos son escalofriantes. En La Victoria tres de cada cinco jóvenes entre 15 y 24 años son cesantes; uno más trabaja en el PEM o el POJH y solo uno tiene trabajo.
La mentira oficial es que eso poco importa debido a que la red social se ha hecho más rica y, por tanto, los cesantes y las familias populares reciben hoy más ayuda que antes. Los datos disponibles e innumerables trabajos académicos prueban, en cambio, exactamente lo contrario. René Cortázar, por ejemplo, demuestra que durante la década del 70 menos del 15% de los desocupados obtuvieron subsidios u otras prestaciones para enfrentar la cesantía. Por su parte, el gasto social por habitante disminuye, entre 1974 y 1982, en un 20% y las cifras de inversión pública en sectores sociales se reducen en 80%. Las pensiones y asignaciones familiares se deterioran con relación al nivel que tenían en 1970 en un 35% y 40% respectivamente, aunque en el caso de las asignaciones familiares la pérdida experimentada por los obreros es menos acentuada.
Al problema de la cesantía se agrega en las poblaciones el de “los sin casa” de “los allegados”. Ellos constituyen el peldaño más bajo en la pirámide habitacional chilena. Sergio Wilson, presidente de la Acción Vecinal y Comunitaria, una organización de la Iglesia dedicada a la causa de estos desamparados describe esta realidad diciendo que hay dos clases de situaciones. Los “hogares allegados”, que están constituidos por familias que, por no poder tener una vivienda, se instalan en el patio o en parte de otra vivienda, pero manteniendo cierta independencia al cocinar aparte. Caso distinto es el de las “familias allegadas”, que se ven forzadas a integrarse totalmente a otro hogar compartiendo con este toda la vida familiar, la cocina y los servicios.
Es difícil magnificar el dolor de esta situación. Dagmar Racznyski, una socióloga que se ha dedicado a investigar sobre la situación de las mujeres y la familia en los sectores populares urbanos dice que los recuerdos de la “mujer allegada” son de extraordinaria angustia e inseguridad, “son de conflictos recurrentes, particularmente al llegar los niños y de mucha inestabilidad residencial”. El mayor sueño de ellas es un sitio donde empezar a construir una casa propia.
¿Cuántas son esas familias?
Las investigaciones más conservadoras las calculan en 135 mil, en tanto otras hacen llegar la cifra a 200 mil familias.
Por supuesto, este problema es más antiguo que el gobierno de Pinochet. Sin embargo, bajo su período se ha agravado a un ritmo alarmante. Durante los doce años de gobierno dictatorial nunca el déficit habitacional ha dejado de aumentar y muy especialmente en dos períodos, 1974-78 y 1982-83 en que ese aumento ha sido explosivo debido al bajo número de construcciones.
El cuadro difícilmente puede ser magnificado en su dimensión de pobreza y desamparo, tampoco en su carácter explosivo: disminución violenta del empleo, reducción del poder adquisitivo de quienes conservan puestos de trabajo, grave deterioro de los servicios sociales básicos de vivienda, educación, salud y disminución real del valor de las pensiones y asignaciones familiares. Todo ello sin considerar los efectos de la pobreza sobre la familia y el entorno social pues, como señala Cortázar con razón, las investigaciones empíricas muestran una alta correlación entre, por una parte, la drogadicción, el alcoholismo y otros males sociales del mismo tipo y, por otra, la pobreza y desesperación asociadas a la falta de trabajo e ingreso.
En este mundo de organizaciones, solidaridad y pobreza, un actor fundamental son “los curas de las poblaciones”.
La ideología oficial y, en particular la de su experimento económico, ha estado marcada por un utilitarismo vulgar que ha procurado definir al hombre y sus motivaciones en términos de un puro egoísmo y la búsqueda del mayor beneficio.
Los “curas de poblaciones” representan, con seguridad, el más notable símbolo de lo opuesto. La idea cristiana del amor encuentra en ellos un testimonio conmovedor. Las palabras de los más variados personajes del mundo poblacional, cualquiera sea su fe o militancia política, no dejan de exaltar a estos hombres que no quieren nada para sí y solo viven para los demás, compartiendo la pobreza de quiénes son pobres entre los pobres. En una entrevista realizada por Radio Cooperativa en los días siguientes a la muerte de André Jarlan, uno de los jóvenes que trabajaba con él, como monitor en un programa para la rehabilitación de drogadictos, dio con sencillez palabras que quizás puedan ser el mayor homenaje a una acción misionera fundada en el amor: “era igual que nosotros, era parte nuestra…, claro que él estaba más cerca de Dios”.
En este libro-reportaje, Patricia Verdugo ha puesto a nuestro alcance una historia contradictoria como la vida. Desfilan aquí la miseria y la violencia —especialmente la violencia policial, que es más vituperable por ser hecha justamente por servicios del Estado— pero, en medio del relato, surge y resplandece como un insuperable testimonio de amor al prójimo, la vida de ese cura de población, al que los pobres a que servía llaman “André de La Victoria” y cuya muerte es la más elocuente prédica a abandonar el egoísmo, a ser solidarios con aquellos centenares de miles de compatriotas nuestros que, en las poblaciones, padecen hambre, frío y “sed de justicia”.
GENAROARRIAGADAHERRERA
Nota del Editor: Se ha estimado conveniente mantener el prólogo original tal como fue escrito para la primera edición de este libro dada su riqueza histórica que da cuenta de un contexto político, social y humano en que se desarrollaron los hechos y que lo convierte en parte indisoluble de la obra.
“¿Qué te han hecho, André?”
“Los ánimos están caldeados. Actualmente hay protestas en cada comuna. Fue el 14 de agosto (en la Población La Victoria). Resultado: 35 heridos. Para explicar el grado de rabia de los jóvenes, muchos continuaron el ‘combate’ pese a tener plomo en el cuerpo. Entre los heridos, uno tenía 54 perdigones en una sola pierna. Otro tenía más de 200 en todo el cuerpo (…) Lo que puede sufrir la gente es terrible. Y a causa de nuestro tipo de sacerdocio, estamos en primera fila como testigos o actores directos”1.
Así lo dijo el sacerdote André Jarlan Pourcel en la última carta que envió a su familia en Francia, fechada el 20 de agosto de 1984, y dos semanas más tarde, al morir, fue actor directo. Sacó del anonimato —con su muerte— a más de un centenar de víctimas fatales de las anteriores protestas, cuando ya la violencia imperante en Chile parecía haber anestesiado el asombro-horror de toda una nación ante la pérdida de vidas.
Habían asesinado a un sacerdote en La Victoria. La noticia, esa noche del 4 de septiembre, se esparció rápidamente por la capital y todo el país. Mientras, en la población, las velas —encendidas en un comienzo para contrarrestar la falta de energía eléctrica— transformaron las calles en un gigantesco e impresionante velatorio colectivo. En largas hileras —por pasajes y calles— las velas crearon un ambiente sobrecogedor por el que cruzó el arzobispo de Santiago Juan Francisco Fresno Larraín, hasta llegar a la modesta casa parroquial de calle Ranquil.
Una vez allí, el Arzobispo subió los peldaños hasta el pequeño dormitorio de paredes de madera. De espaldas a la puerta, sentado y con la cabeza apoyada sobre la mesa que le servía de escritorio, Jarlan parecía haberse quedado dormido sobre la Biblia abierta.
Así lo había encontrado también el párroco Pierre Dubois, cuando volvió a la casa y buscó a André para que lo ayudara. Vio colgado su jockey y su bolso de mezclilla azul y supo que estaba en casa. Subió las escaleras, entró al dormitorio y se acercó para despertarlo. Vio la pequeña herida tras la oreja, el hilillo de sangre que marcaba su cuello y la mancha rojioscura en la mesa.
—¿Qué te pasó, André? …, ¿qué te han hecho, André? —musitó Dubois.
Ya no podía escuchar, ya no podía responder. Había muerto instantáneamente cuando la bala —de nueve milímetros— atravesó su cuello, en momentos que leía la Biblia abierta en el libro de los salmos, en el número 129: Desde el abismo clamo a Ti, Señor: escucha mi clamor. Que tus oídos pongan atención a mi voz suplicante. Señor, si no te olvidas de las faltas, ¿quién podrá subsistir? Mas el perdón se encuentra junto a Ti: por eso te veneran. Al margen, manuscrito tenuemente a lápiz, decía: “Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”.
A los 44 años, el misionero francés —del clero diocesano— que llegó a Chile en febrero de 1983 con el expreso deseo de servir a los pobres, había sido asesinado por una de las dos balas que cruzaron su cuarto de madera. ¿Quién o quiénes habían disparado? El párroco Dubois, tras recibir informes de algunos testigos, no tenía dudas y lo dijo a la prensa esa misma noche: en la esquina sur, Ranquil con Treinta de Octubre, un grupo de Carabineros había disparado en contra de varios periodistas que, asustados, buscaron refugiarse en la casa parroquial. Dos de esas balas dieron en el dormitorio de André Jarlan y una de ellas lo mató.
No tenía dudas Dubois: fueron los carabineros. Así como no tenía dudas la madre del joven Hernán Barrales, quien fue muerto en La Victoria esa misma mañana: “Le dispararon los carabineros… le dispararon desde el hoyo del basural que hay en la avenida La Feria, desde detrás de la muralla que los Carabineros usan como trinchera. La bala le entró por la espalda”, dijo a la prensa María de Barrales.
Gravemente herido, el joven Barrales fue trasladado hasta la casa parroquial, donde fue recibido por Dubois, Jarlan y las integrantes del “comité de salud” que —en días de protesta— se turnaban para prestar los primeros auxilios a los heridos. Jarlan reconoció al herido Barrales: era un joven drogadicto al que se buscaba integrar al grupo que él, con la ayuda de jóvenes monitores de la población, intentaba rehabilitar.
—Le desinfectaron alrededor de la herida y el padre André estaba bastante nervioso. El herido estaba inconsciente. Entonces llamamos a la ambulancia y como no llegaba, el padre Pierre lo llevó al hospital en su renoleta. Apenas se fue, el padre André llamó inmediatamente a la Radio Cooperativapara dar la información. Mientras esperábamos noticias del hospital, seguían llegando heridos y el padre André ayudaba a entrarlos. También atendía el teléfono y abría la puerta cuando golpeaban. Después nos ofreció café. Debe haber sido como la una de la tarde —recordó luego una integrante del Consejo Parroquial2.
El día 4 de septiembre estaba resultando tan dramático, en La Victoria, como los sacerdotes lo habían previsto. A las ocho de la mañana habían hecho misa juntos. “Yo había elegido la tercera oración eucarística donde se dice: ‘Haz de nosotros una ofrenda permanente a tu Gloria’. Yo la había elegido pensando que a mí me podía llegar la muerte. Nunca pensé que le llegaría a él. Porque pensaba que yo estaba mucho más expuesto a este tipo de cosas que él”, dijo el párroco Dubois a Radio Cooperativa.
Y estaba más expuesto porque, entre fogatas y barricadas, salía a ver qué podía hacer para pacificar los ánimos, incluso el de los policías. Y más de una filmación de los corresponsales extranjeros había mostrado a este sacerdote —de alba para ser identificado— caminando hacia los amenazantes piquetes policiales para rogarles que cesaran de reprimir a los manifestantes. Pero ambos también estaban expuestos por el solo hecho de ser sacerdotes católicos en una población marcada como beligerante por la represión gubernamental. “Escuché muchas veces hablar de la necesidad de que trasladaran sus dormitorios al primer piso, que es de concreto sólido. Porque habían recibido innumerables amenazas, incluyendo un rayado de muro en la Iglesia: ‘fuera los curas rojos’. Firmaba ACHA3. Siempre tuvimos temor por ellos”, relató un dirigente de la población.
—Como a la una de la tarde, el padre André nos ofreció café y galletas. Se sentó a mi lado y tomó unas naranjas. Había una que se estaba echando a perder y, con su