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En una investigación inteligente y apasionante, el historiador y ex organizador de Occupy Wall Street, Mark Bray, proporciona un estudio detallado de la historia completa del antifascismo desde sus orígenes hasta nuestros días: la primera historia transnacional del antifascismo de posguerra. Basado en entrevistas con antifascistas de todo el mundo, 'Antifa' detalla las tácticas del movimiento y la filosofía detrás de él, ofreciendo una idea de la creciente pero poco comprendida resistencia que lucha contra el fascismo en todas sus formas. Simplemente, 'Antifa' tiene como objetivo negar a los fascistas la oportunidad de promover su política opresiva y proteger a las comunidades tolerantes de los actos de violencia promulgados por los fascistas.
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Querría que este libro no fuese necesario. Pero alguien prendió fuego al Centro Islámico local de Victoria (Texas) pocas horas después de que la administración de Trump anunciase su veto migratorio a los musulmanes. Y algunas semanas después de la presentación de una avalancha de más de 100 leyes contra el colectivo LGTBQ, a principios de 2017, un hombre echó abajo la puerta principal de Casa Ruby, un centro de defensa de los derechos de las personas transgénero en Washington D. C. y agredió a una transexual mientras gritaba: «¡Te voy a matar, maricón!». Un día después de la victoria electoral de Donald Trump, los estudiantes de ascendencia latinoamericana del Instituto de Secundaria Royal Oak, en Míchigan, acabaron por llorar cuando sus compañeros de clase empezaron a corear: «¡Construye el muro!». Más tarde, en marzo, un antiguo soldado y supremacista blanco se fue en autobús a Nueva York para «atacar a hombres negros». Apuñaló y mató a Timothy Caughman, un indigente de raza negra. Ese mismo mes, alguien derribó y pintarrajeó una docena de lápidas en el cementerio judío de Waad Hakolel, en Rochester (Nueva York). Entre quienes yacen allí se encuentra Ida Braiman, una prima de mi abuela. Ida fue asesinada de un disparo en 1913 por un patrón, apenas unos meses después de haber llegado a Estados Unidos desde Ucrania, mientras participaba en un piquete junto con otros trabajadores textiles, también inmigrantes judíos. La reciente oleada de profanaciones en cementerios hebreos en Brooklyn, Filadelfia y otros lugares, se ha producido bajo la administración de Trump. Este omitió toda mención a los judíos en sus declaraciones sobre el Holocausto, su secretario de prensa negó que Hitler hubiese gaseado a nadie y su consejero jefe fue una de las figuras más destacadas de la derecha alternativa, una corriente notoriamente antisemita. Como escribió Walter Benjamin, en el momento álgido del fascismo de entreguerras: «Ni siquiera los muertos estarán seguros, si el enemigo vence».[1]
A pesar del resurgir de la violencia de los fascistas y de los supremacistas blancos en Europa y Estados Unidos, la mayoría de las personas considera que vivos y muertos están seguros, ya que piensan que estas ideologías están superadas y no suponen peligro alguno. A su entender, el enemigo fascista perdió de forma definitiva en 1945. Pero los muertos no estuvieron seguros cuando el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, dijo en 2003 que el encierro en los campos de prisioneros de Mussolini era como unas «vacaciones». Ni cuando el líder del Frente Nacional francés, Jean-Marie Le Pen, declaró, en 2015, que las cámaras de gas de los nazis habían sido un simple «detalle» histórico. Los neonazis que en los últimos años han inundado de pintadas racistas las ubicaciones de los guetos de Varsovia, Bialistok y otras ciudades polacas, saben muy bien que sus cruces célticas atacan a los muertos tanto como a los vivos. El antropólogo haitiano Michel-Rolph Trouillot nos avisa: «El pasado no existe de forma independiente del presente […]. El pasado o, para ser más precisos, la condición de ser pasado, es una opinión. Así, de ninguna manera podemos identificar el pasado como pasado».[2]
Este libro se toma muy en serio el terror transhistórico del fascismo y el poder de convocar a los muertos cuando se trata de defenderse frente a él. Toma partido, sin avergonzarse por ello lo más mínimo. Es un toque a rebato, que intenta dotar a una nueva generación de antifascistas del bagaje histórico y teórico necesario para derrotar a una extrema derecha que resurge. Está basado en 61 entrevistas a militantes, en activo o retirados, de 17 países de América del Norte y Europa. Pretende expandir nuestra perspectiva geográfica e histórica para poner en contexto la oposición a Trump y a la derecha alternativa, en un ámbito mucho más amplio y profundo de resistencia. Antifa es la primera historia transnacional en inglés de este movimiento después de la Segunda Guerra Mundial y la más completa en cualquier idioma. Afirma que el antifascismo militante es una respuesta razonable e históricamente documentada ante la amenaza fascista, que persistió después de 1945 y que ha vuelto a ser especialmente grave en los últimos años. Puede que al terminar este libro no se sea un militante convencido, pero al menos se habrá comprendido que el antifascismo es una tradición política legítima, que surge de más de un siglo de luchas globales.
¿Qué es el antifascismo?
Antes de responder a esta pregunta, debemos examinar brevemente qué es el fascismo. Tal vez más que ninguna otra forma de ideario político, este es notablemente difícil de acotar. Definirlo es un reto, debido a que «surgió como una corriente basada en el carisma», unida a un «acto de fe», en oposición frontal a la racionalidad y a los límites habituales de la concreción ideológica.[3] Mussolini explicaba que su movimiento «no se sentía ligado a ninguna forma concreta de doctrina».[4] «Nuestro mito es la nación —afirmaba—, y a este mito, a esta grandeza, subordinamos todo lo demás».[5] Tal y como defiende el historiador Robert Paxton, los fascistas «rechazan cualquier valor universal, más allá del éxito de los pueblos elegidos en la lucha darwiniana por la dominación».[6] Incluso las alianzas de partidos que formaron en el periodo entre las dos guerras mundiales se vieron a menudo tensadas, o abandonadas por completo, cuando las exigencias de la lucha por el poder convirtieron a esos fascistas de entreguerras en incómodos compañeros de cama para los conservadores tradicionales. Su retórica «de izquierda», sobre la defensa de la clase trabajadora frente a la élite capitalista, era a menudo uno de los valores que primero abandonaban. Los fascistas de después de la guerra (posteriores a la Segunda Guerra Mundial) han ensayado conjuntos todavía más disparatados de planteamientos, tomando elementos de forma indiscriminada del maoísmo, el anarquismo, el trotskismo y otras ideologías de izquierdas y vistiéndose con ropajes electorales «respetables», conforme al modelo del Frente Nacional francés y de otros partidos.[7]
Estoy de acuerdo con el planteamiento de Angelo Tasca de que «para entender el fascismo debemos escribir su historia».[8] Sin embargo, dado que este no es el lugar para hacerlo, tendrá que bastar con una definición. Paxton define el fascismo de la siguiente manera:
Una forma de comportamiento político marcado por una preocupación obsesiva con el declive, la humillación o la victimización de la comunidad y por cultos compensatorios a la unidad, la energía y la pureza, en la cual un partido de masas de comprometidos militantes nacionalistas, que actúa en colaboración, incómoda pero eficaz, con las élites tradicionales, abandona las libertades democráticas y persigue, con una violencia redentora y sin limitaciones éticas ni legales, fines de limpieza interna y expansión externa.[9]
En comparación con la dificultad que tiene definir el fascismo, podría parecer a primera vista que entender el antifascismo es una tarea sencilla. Después de todo, no es sino la oposición al primero, literalmente. Algunos historiadores han empleado esta definición, literal y minimalista, para incluir en esta categoría a una gran variedad de actores históricos, como liberales, conservadores y otros, que combatieron contra regímenes fascistas antes de 1945. Sin embargo, reducir el término a una mera oposición impide entender el antifascismo como un método político, un ámbito de identificación individual y colectiva y un movimiento transnacional que ha adaptado las corrientes socialistas, anarquistas y comunistas anteriormente existentes a una necesidad repentina de reaccionar frente a la amenaza fascista. Esta interpretación política trasciende la dinámica simplificadora que reduce el antifascismo a una mera negación de su oponente, ya que pone de relieve los cimientos estratégicos, culturales e ideológicos desde los que han respondido los socialistas de todo tipo. Sin embargo, incluso en el seno de la izquierda se dan encendidos debates entre muchos partidos socialistas y comunistas, organizaciones antirracistas no gubernamentales y otras, que proponen emplear métodos legales para pedir una normativa antirracista o antifascista, y quienes defienden una estrategia de enfrentamiento y acción directa con la que dificultar los esfuerzos organizativos de los fascistas. Ambos puntos de vista no son siempre mutuamente excluyentes y algunos militantes han adoptado la última opción tras el fracaso de la primera. Pero, en general, este debate sobre estrategia marca una división en las interpretaciones izquierdistas del movimiento.
Este libro explora los orígenes y la evolución de una corriente antifascista amplia que surge en la intersección entre las propuestas políticas de las diferentes corrientes socialistas y la estrategia de la acción directa. A menudo, sus integrantes actuales denominan a esta tendencia como «antifascismo radical» en Francia, «antifascismo autónomo» en Alemania y «antifascismo militante» en Estados Unidos, el Reino Unido e Italia.[10] En el núcleo de esta perspectiva se halla un rechazo de la célebre frase liberal, erróneamente atribuida a Voltaire, según la cual «me opongo a lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo».[11] Después de Auschwitz y Treblinka, los antifascistas se han comprometido con la lucha a muerte contra la capacidad de las organizaciones nazis de decir nada.
De este modo, se trata de un movimiento con una propuesta política no liberal, social revolucionaria, que se usa para combatir a la extrema derecha, y no solo a los fascistas en sentido literal. Como se verá, los militantes que lo integran han logrado este objetivo de muchas formas diferentes, desde ahogar los discursos de los fascistas con cánticos, para que no se pudieran oír, hasta ocupar los lugares de sus actos antes de que pudiesen empezar, infiltrar sus grupos para sembrar cizaña, destruir cualquier pretensión de anonimato o impedir físicamente la venta de sus publicaciones, sus manifestaciones u otras convocatorias. Los antifascistas militantes no están de acuerdo con pedir al Estado que prohíba las formas «extremas» de política debido a sus propios planteamientos revolucionarios y antiestatistas y porque este tipo de prohibiciones se usan a menudo más contra la izquierda que contra la derecha.
Algunos grupos dentro del movimiento se identifican más con el marxismo, mientras que otros son de corte más anarquista o antiautoritario. En Estados Unidos, desde la aparición del antifascismo moderno bajo el nombre de Acción Antirracista (ARA) a finales de la década de 1980, la mayoría han sido anarquistas o antiautoritarios. Hasta cierto punto, el predominio de una corriente sobre otra dentro de un grupo puede constatarse en el emblema de las banderas que usa este: si la enseña roja está delante de la negra, o al revés (o si ambas son negras). En otros casos, se puede sustituir una de las dos banderas por la de un movimiento de liberación nacional, o se puede unir una enseña negra con una morada, para representar a los antifascistas feministas, o con una rosa, para el antifascismo queer, etc. A pesar de estas diferencias, los militantes a los que he entrevistado coinciden en que estas distinciones ideológicas se enmarcan a menudo en un consenso estratégico más general, acerca de cómo combatir al enemigo común.
Sin embargo, existe una serie de tendencias dentro de ese acuerdo estratégico más amplio. Algunos antifascistas se centran en impedir los intentos organizativos de sus oponentes, mientras que otros dan prioridad a la construcción de poder popular en la comunidad y a vacunar a la sociedad frente el fascismo, mediante la difusión de sus planteamientos políticos de izquierda. Muchos grupos se sitúan en el punto medio de este espectro. En la Alemania de la década de 1990 surgió en el seno del antifascismo autónomo un debate entre quienes entendían que el movimiento era más que nada una forma de autodefensa, impuesta por los ataques de la extrema derecha, y quienes lo veían como un planteamiento político integral, a menudo denominado «antifascismo revolucionario», que podía llegar a sentar los cimientos de una lucha revolucionaria más amplia.[12] Dependiendo del contexto político y local, el antifascismo se puede describir como un tipo de ideología, una identidad, una tendencia o entorno, o como una actividad de autodefensa.
A pesar de las diferencias de matiz en la forma de plantear el movimiento, no debería entenderse centrado en un único tema. Por el contrario, es sencillamente una más de las varias manifestaciones del socialismo revolucionario (entendido de forma amplia). La mayoría de los militantes a los que he entrevistado pasan también buena parte de su tiempo involucrados en otras formas de hacer política (por ejemplo, sindicalismo, okupación, activismo medioambiental, movilización contra la guerra o solidaridad con las personas migrantes). De hecho, la inmensa mayoría preferiría dedicarse a estas actividades productivas, antes que arriesgar su integridad física y su seguridad en enfrentamientos con violentos neonazis o supremacistas blancos. Los antifascistas actúan sobre la base de una autodefensa colectiva.
El éxito o el fracaso del antifascismo militante depende a menudo de conseguir movilizar a capas amplias de la sociedad para enfrentarse a los fascistas, como sucedió en la famosa batalla de Cable Street, en Londres en 1936, o de conectar con una oposición social más extendida a la extrema derecha, para excluir a sus grupos y líderes emergentes.
En el núcleo de este complejo proceso de creación de opinión, se halla la formación de tabús sociales contra el racismo, el sexismo, la homofobia y otras formas de opresión que constituyen las bases del fascismo. Estos tabús se mantienen a través de una dinámica que he denominado «antifascismo cotidiano» (capítulo 6).
Por último, es importante no perder de vista el hecho de que el antifascismo nunca ha sido sino un aspecto más de una lucha de mayor calado contra el supremacismo blanco y el autoritarismo. En su muy conocido ensayo de 1950, Discurso sobre el colonialismo, el escritor y teórico de Martinica Aimé Césaire defendió de forma convincente que el «hitlerismo» resultaba abominable para los europeos por su «humillación de los hombres blancos y por el hecho de que [Hitler] había aplicado en Europa los métodos coloniales que hasta entonces se habían reservado en exclusiva para los árabes en Argelia, los culis de la India o los negros de África».[13] Sin pretender pasar por alto en ningún momento los horrores del Holocausto, hasta cierto punto se puede entender el nazismo como un colonialismo en Europa y un imperialismo de aplicación doméstica. El exterminio de las poblaciones originarias de América y Australia, las decenas de millones de muertos por hambrunas en la India bajo el dominio británico, los diez millones de personas asesinadas en el Estado Libre del Congo del rey Leopoldo de Bélgica y los horrores del comercio transatlántico de esclavos no son sino una ínfima parte de las masacres y del exterminio social que infligieron las potencias europeas antes del ascenso de Hitler. Los primeros campos de concentración (llamados «reservas») fueron creados por el Gobierno de Estados Unidos para encerrar a las poblaciones originarias, por la monarquía española para contener a los revolucionarios cubanos en la década de 1890 y por los británicos durante la guerra de los Bóers, al inicio del siglo xx. Mucho antes del Holocausto, el Gobierno alemán ya había perpetrado un genocidio con los pueblos herero y nama del suroeste de África, mediante campos de concentración y otros métodos, entre 1904 y 1907.[14]
Por este motivo, es fundamental entender el antifascismo como un componente de un legado más amplio de resistencias al supremacismo blanco en todas sus vertientes. Mi enfoque en la versión militante del movimiento no pretende en modo alguno restar importancia a las otras formas de organización antirracista, que se identifican con el antimperialismo, el nacionalismo negro u otras tradiciones. En lugar de imponer el marco del antifascismo a grupos y movimientos que se reconocen a sí mismos de manera diferente, aun cuando se están enfrentando a los mismos enemigos con métodos parecidos, he preferido centrarme, principalmente, en organizaciones que se ubican conscientemente en la tradición antifascista.
* * *
Dado que la Segunda Guerra Mundial se ha convertido en la tragedia moral emblemática del mundo occidental, el antifascismo «histórico» ha conseguido suscitar un cierto grado de legitimidad, a pesar de que ha sido eclipsado por el papel definitivo que tuvieron los ejércitos aliados en la victoria sobre las potencias del Eje. En todo caso, se ha dicho a menudo que la razón de ser del antifascismo desapareció con la derrota de Hitler y Mussolini. Hasta cierto punto, esta forma de desdeñar esa resistencia surge de la tendencia occidental a entender el fascismo como una forma extrema de «maldad», de la que es susceptible cualquiera que baje la guardia, en términos morales. Por el contrario, la interpretación que se hacía de este fenómeno en el bloque soviético, igualmente distorsionada, lo veía como una «dictadura terrorista de los elementos […] más reaccionarios del capital financiero».[15] Después de consagrar 1945 como una ruptura definitiva con un periodo aberrante de «barbarie», la interpretación individualista y moral deja de lado la necesidad de que los movimientos políticos se mantengan en guardia para oponerse a los esfuerzos organizativos de la extrema derecha. En otras palabras, desde el momento en que el fascismo se interpreta de forma casi exclusiva en términos morales y apolíticos, se rechaza cualquier pretensión de continuidad entre la política de la extrema derecha y la oposición a la misma a lo largo del tiempo.
La historia es un tapiz complejo, cosido con hilos de continuidades y rupturas. Se suele poner el acento en las primeras cuando sirven a intereses establecidos: la nación es eterna, el género no cambia, la jerarquía es natural. Por el contrario, la memoria popular de las luchas sociales enfatiza las rupturas. Cuando algún movimiento y sus dirigentes ganan suficiente poder como para asentar su legitimidad, se depura su legado histórico de sus tendencias más radicales y se lo embalsama en un formaldehído ahistórico y descontextualizador. Por ejemplo, como militante de Occupy Wall Street en Nueva York, me resultaba muy difícil explicar a los periodistas que ese movimiento no era más que una continuación de los planteamientos y las prácticas de la antiglobalización, del feminismo y de la lucha antinuclear, entre otros. Uno de los logros más importantes de la campaña Black Lives Matter es que sus militantes han conseguido conectar, en gran medida, sus reivindicaciones actuales con las del movimiento de liberación negro de las décadas de 1960 y 1970. De todas las luchas sociales recientes, el antifascismo se enfrenta, probablemente, a la mayor dificultad para que se le reconozca como una continuación de más de un siglo de oposición al supremacismo blanco, al patriarcado y al autoritarismo.
El antifascismo puede ser muchas cosas, pero quizás, sobre todo, sea la idea de que hay una continuidad histórica entre las diferentes épocas de la violencia de la extrema derecha y de que han sido necesarias muchas formas de autodefensa colectiva en todo el planeta a lo largo de los últimos cien años.
No obstante, eso no es lo mismo que decir que el antifascismo es uniforme en todo este siglo. El que surgió en la etapa de entreguerras era diferente, en muchos aspectos importantes, de los grupos militantes que se desarrollaron décadas después. Tal y como se analiza en el capítulo 1, teniendo en cuenta la magnitud de la amenaza fascista, el movimiento era mucho más popular en los años de entreguerras. En parte, esto se debe a una conexión más estrecha entre el antifascismo militante y la izquierda institucional antes de 1945, en comparación con el antagonismo que surge entre su versión más contracultural de las décadas de 1980 y 1990 y la «oficial» de algunos Gobiernos. Como se verá, las estrategias y las tácticas del movimiento después de la guerra (que se analizan en el capítulo 2) se han desarrollado, en buena medida, teniendo en mente organizaciones fascistas que pudiesen llegar a resurgir, en vez de pujantes partidos de masas. Los cambios culturales y los avances en las tecnologías de la comunicación han modificado la forma en que se organizan los antifascistas y cómo se presentan ante el mundo. A un nivel material y cultural, el movimiento funcionaba y se veía de forma diferente en 1936 y en 1996. Sin embargo, el compromiso de los militantes con la erradicación del fascismo por todos los medios necesarios conecta a los Arditi del Popolo italianos de principios de la década de 1920 con los skinheads anarquistas, expertos en artes marciales, de hoy en día.
Este elemento de continuidad subyace al antifascismo moderno. A lo largo de estas últimas décadas, el movimiento ha adoptado de forma consciente los símbolos empleados en la etapa de entreguerras, como las dos banderas de Acción Antifascista, las tres flechas del Frente de Hierro y el saludo con el puño en alto. Georg, un joven integrante del RASH (Skinheads Rojos y Anarquistas) de Múnich, me explicaba que los recuerdos de figuras de la resistencia, como Hans Beimler, Sophie Scholl y Georg Elser, que abundan en las calles de la ciudad, le sirven de motivación de forma constante.[16] No se puede acudir a una manifestación antifascista en Madrid sin escuchar los míticos lemas de la década de 1930: «¡No pasarán!» o «¡Madrid será la tumba del fascismo!». La organización italiana de partisanos, ANPI, reafirmó esta continuidad cuando incluyó a Davide Dax Cesare entre sus mártires antifascistas, después de que fuera asesinado por neonazis en 2003. El lema «¡Nunca más!» obliga a aceptar que podría volver a ocurrir, si no se permanece en guardia. Para que no vuelva a suceder, los militantes en el movimiento defienden que hay que liberar este de su jaula histórica, de modo que pueda desplegar sus alas en el tiempo y en el espacio.
Los académicos han tenido su parte de culpa a la hora de consagrar la división entre el antifascismo «heroico» del periodo de entreguerras y los «irrelevantes» y «marginales» grupos militantes de la etapa más reciente. Aparte de unos pocos estudios sobre el movimiento en Gran Bretaña en las décadas de 1970 y 1980, los historiadores profesionales casi no han escrito nada en inglés sobre los acontecimientos posteriores a la guerra.[17] La inmensa mayoría de las aportaciones sobre el antifascismo después de 1945 se centran en temas de memoria histórica y conmemoraciones. Se refuerza así, de forma implícita, la tendencia a relegar al pasado las luchas contra el fascismo. En alemán sí que hay una literatura relativamente amplia sobre el movimiento en la Alemania posterior a la guerra y también hay unos cuantos estudios nacionales y tesis académicas sobre los acontecimientos en Francia, Suecia y Noruega, en sus respectivos idiomas. Pero por lo menos hasta donde yo sé, solo hay otro libro que trata del antifascismo transnacional después de la guerra, publicado en italiano.[18]
Por lo tanto, este libro es la primera obra en inglés que recorre, de modo amplio, el conjunto del antifascismo transnacional posterior a la guerra y el más completo en rango cronológico y en conjunto de ejemplos nacionales, en cualquier idioma. Dada la escasez de información que hay sobre el movimiento después de 1945, he tenido que recurrir sobre todo a artículos e informaciones tomados de los medios de comunicación convencionales y alternativos y a entrevistas realizadas a militantes en activo y a otros que ya no lo están. Un motivo por el que tales estudios no se han realizado en el pasado es la reticencia generalizada de los antifascistas a hacer pública su identidad, hablando con periodistas o académicos. La mayoría de los integrantes del movimiento mantienen diferentes niveles de secretismo, para protegerse de las represalias de los fascistas y de la policía. Yo pude entrevistar a militantes europeos y norteamericanos gracias a las relaciones personales que había establecido previamente a lo largo de más de quince años de activismo. Mis «credenciales» políticas me permitieron recurrir a redes antifascistas para poder hablar, a menudo bajo condición de anonimato, con 61 militantes: 26 de 16 estados diferentes en Estados Unidos y otros 35 activos en Canadá, España, el Reino Unido, Francia, Italia, Países Bajos, Alemania, Dinamarca, Noruega, Suecia, Suiza, Polonia, Rusia, Grecia, Serbia y el Kurdistán. También entrevisté a ocho historiadores, activistas, antiguos ultras del fútbol y otros, de Estados Unidos y Europa, para hablar del movimiento en sus países. Todas las traducciones son mías, excepto cuando se indica lo contrario.
Sin embargo, no se pretende en ningún caso que esta sea una historia completa o definitiva del antifascismo en general, ni del desarrollo de movimientos nacionales en particular. Hasta el punto de que este libro no se puede en absoluto considerar historia, es un tapiz impresionista que pretende delimitar con precisión temas y desarrollos muy amplios, urdiendo una serie de estampas tomadas de 17 países diferentes a lo largo de más de un siglo. Este objetivo más modesto se impuso no solo por la relativa falta de fuentes y análisis académicos, sino por una fecha de entrega muy ajustada. Este libro se investigó y escribió en un periodo de tiempo relativamente corto, para que sus aportaciones pudiesen estar disponibles lo antes posible, en medio del tempestuoso clima político de principios de la era Trump. Por lo tanto, esta obra es un ejemplo de historia, política y teoría a la carrera. Da prioridad a la necesidad inmediata de hacer accesibles los conocimientos y las experiencias de antifascistas presentes y pasados de dos continentes, en vez de esperar durante años para poder realizar estudios más extensos. Estos son, desde luego, de una necesidad vital y es de esperar que se escriban muchos en el futuro. Sin duda, eclipsarán con mucho lo que este libro puede ofrecer.
A menudo, los académicos intentan mantener al menos una pretensión de neutralidad cuando analizan sus sujetos históricos. No obstante, estoy de acuerdo con el historiador Dave Renton en que «no se puede ser objetivo cuando se escribe sobre el fascismo, no hay nada positivo que decir sobre él».[19] Se debería temer más a quienes son verdaderamente neutrales en este tema que a quienes reconocen con honestidad su oposición al racismo, al genocidio y a la tiranía.
Debido a las restricciones de tiempo, el libro se limita a Estados Unidos, Canadá y Europa. Es importante insistir en que el antifascismo ha tenido un papel crucial en luchas de todo el mundo a lo largo del siglo pasado. Militantes de muchos países fueron a España, a combatir en las Brigadas Internacionales. Hoy en día, hay grupos en muchas partes de América Latina, este de Asia, Australia y otros lugares. La decisión de no profundizar en ellos no debe entenderse como una omisión. Es más bien una lamentable imposición, en vista de la falta de tiempo y del hecho de que, como especialista en historia europea moderna, he recurrido a los conocimientos y contactos que ya había adquirido previamente. Es más, mis consideraciones se enfocan en buena medida en Europa central y occidental, a pesar de que algunas de las luchas antifascistas más intensas en los últimos años se han desarrollado en el este del continente. Una vez más, esto tiene que ver, sencillamente, con el hecho de que tengo más contactos en esa zona y con lo fragmentario de la información disponible en inglés sobre el movimiento en Europa del Este. Por último, el libro se centra en los casos en que no hay regímenes fascistas o similares en el poder (es decir, Italia antes de 1926, más o menos, Alemania antes de 1933, España antes de 1939, etc.). Obviamente, la resistencia de los partisanos durante la Segunda Guerra Mundial y la oposición guerrillera al régimen de Franco en las décadas posteriores fueron el punto álgido del antifascismo y, desde luego, son bien merecedoras de análisis. Pero dadas las limitaciones de tiempo y espacio, se ha dado prioridad al análisis del movimiento en su etapa de prevención. Es decir, cuando el fascismo no cuenta con el respaldo de todo el peso del Estado, ya que esta es la situación en la que se encuentran los militantes hoy en día. Lamento estas limitaciones y repito que espero que otras obras en el futuro puedan abordar marcos más amplios.
Europa y Estados Unidos han sido testigos de una preocupante deriva derechista en los últimos años, como respuesta a la crisis económica de 2008, a las medidas de austeridad, a las tensiones de una economía crecientemente postindustrial, a cambios demográficos y culturales, a la migración o a la llegada de refugiados que huyen de la guerra civil en Siria —a la que la derecha europea se refiere como «crisis de los refugiados»—. Estos factores han impulsado el ascenso de partidos de extrema derecha «respetables», tales como el Frente Nacional francés, el Partido por la Libertad holandés, el Partido de la Libertad de Austria o de formaciones xenófobas, como los Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente, de Alemania, más conocidos como PEGIDA. En el capítulo 3 se analiza este ascenso y los retos que presenta para las organizaciones antifascistas.
En ese mismo capítulo se analiza el desarrollo de la derecha alternativa y el impulso que ha recibido la extrema derecha después del triunfo de Donald Trump en su campaña de 2016 a la presidencia de Estados Unidos. En apenas los primeros 34 días después de esas elecciones, se denunciaron 1.094 «incidentes discriminatorios», según el Southern Poverty Law Center, la organización de defensa de los derechos civiles que vigila el desarrollo de la extrema derecha en Estados Unidos. Los delitos de odio aumentaron el 94 % en la ciudad de Nueva York durante los dos primeros meses de 2017 con respecto al mismo periodo de 2016. Más de la mitad de ellos se perpetraron contra personas judías. Se han incendiado mezquitas en Texas, en Florida y en otras partes. Estos ataques están relacionados con un incremento en el número de los denominados «grupos de odio», sobre todo organizaciones específicamente islamófobas, y con los «esfuerzos de propaganda sin precedentes» de los supremacistas blancos para conseguir nuevos miembros en las universidades.[20] Y la lista sigue. Erradicar este odio reaccionario va a requerir un esfuerzo organizativo que cubra todos los frentes, para proponer una visión alternativa y revolucionaria. Pero a corto plazo, los antifascistas se cuentan entre los más comprometidos en la contención de racistas, antisemitas e islamófobos. Tal y como dice Walter Tull, cofundador de ARA de Montreal, «la tarea del movimiento es hacer que [los fascistas] tengan demasiado miedo como para actuar en público y actuar como objetivos voluntarios de sus ataques y de su odio. Tal vez así se pueda lograr que no piensen en ir a quemar la mezquita de su barrio».[21]
El subtítulo del libro, Manual de antifascismo, se debe a que es una obra relativamente breve de referencia, que espero que resulte útil y cuyo objetivo es contribuir a la organización en contra del fascismo, del supremacismo blanco y de todas las formas de dominación. Corresponde a quien lea el libro decidir su utilidad práctica, pero por lo menos el 50 % de los ingresos por derechos de autor se destinarán al Fondo Internacional de Defensa Antifascista, gestionado por más de 300 militantes de 18 países. Después de elegir el subtítulo, me enteré de que la Alianza de Activistas Gais de Londres editó en 1979 un folleto titulado Un manual de antifascismo, en medio del terror desatado por el Frente Nacional británico. Antifa pretende recoger el legado de estos escritos militantes de intención práctica y proyectarlo hacia la publicación futura de más manuales antifascistas. Espero que Antifa sirva de ayuda e inspiración a quienes se sumen a la lucha contra el fascismo en los años venideros, de modo que, algún día, libros como este ya no sean necesarios.
[1] Jim Malewitz, «Investigators: fire that ravaged Victoria mosque was arson» [Según los investigadores, el incendio que destruyó la mezquita de Victoria fue provocado], Texas Tribune, 8 de febrero de 2017, en https://www.texastribune.org/2017/02/08/investigators-fire-ravaged-victoria-mosque-arson/; Mary Emily O’Hara, «Wave of vandalism, violence hits LGBTQ centers across nation» [Una oleada de vandalismo y violencia golpea los centros LGTBQ de todo el país], NBC News, 13 de marzo de 2017, en http://www.nbcnews.com/feature/nbc-out/wave-vandalism-violence-hits-lgbtqcenters-across-nation-n732761; «”Build that wall!” Latino school kids reduced to tears by classmates’ pro-Trump chant» [«¡Construye el muro!». Los cánticos de estudiantes pro-Trump hacen llorar a sus compañeros de clase latinos], RT, 11 de noviembre de 2016, en https://www.rt.com/viral/366540-build-thatwall-schoolchant/;Shawn Cohen et al., «White supremacist accused of murder says he came to NYC to kill blacks» [El supremacista blanco acusado de asesinato dice que vino a Nueva York a matar negros], The New York Post, 22 de marzo de 2017, en http://nypost.com/2017/03/22/white-supremacist-says-he-killedman-because-he-was-black/; Daniel J. Solomon, «Trump doesn’t mention jews in holocaust remembrance day message» [Trump no menciona a los judíos en su mensaje del día en recuerdo del Holocausto], Fast Forward, 27 de enero de 2017, en http://forward.com/fast-forward/361425/trump-doesnt-mention-jews-in-holocaust-remembrancedaymessage/; Walter Benjamin, «On the concept of history» [Sobre el concepto de historia], en https://www.sfu.ca/~andrewf/CONCEPT2.html.
[2] Michel-Rolph Trouillot, Silencing the past, Boston: Beacon, 2015, p. 15 [trad. cast.: Silenciando el pasado, Granada: Editorial Comares, 2017].
[3] Emilio Gentile, «Fascism as political religion» [El fascismo como religión política], Journal of Contemporary History 25, n.º 2/3 (mayo-junio de 1990), p. 234.
[4] Robert O. Paxton, The anatomy of fascism, Nueva York: Vintage, 2004, p. 17 [trad. cast.: Anatomía del fascismo, Barcelona: Ediciones Península, 2005].
[5] Walter Laqueur, Fascism: past, present, future [Fascismo: pasado, presente y futuro], Nueva York: Oxford University Press, 1996, p. 25.
[6] Paxton, The anatomy of fascism, p. 20.
[7] Alexander Reid Ross, Against the fascist creep [Contra el sigiloso avance fascista], Oakland: AK Press, 2017; Don Hamerquist et al., Confronting fascism: discussion documents for a militant movement [Enfrentarse al fascismo: documentos de debate para un movimiento militante], Chicago: ARA, 2002.
[8] Angelo Tasca, The rise of Italian fascism 1918–1922, Londres: Methuen, 1938 [trad. cast.: El nacimiento del fascismo, Barcelona: Editorial Crítica, 2000].
[9] Paxton, The anatomy of fascism, p. 218.
[10] Entrevista con Dominic, en http://scalp-reflex.over-blog.com/. Este libro no cubre organizaciones del movimiento «antirracista» institucional, como SOS Racismo, ni organizaciones antifascistas formales relacionadas con partidos políticos, como la británica Unite Against Fascism. Para el movimiento «antirracista» europeo, véase Stefano Fella y Carlo Ruzza (eds.), Anti-racist movements in the EU [Movimientos antirracistas en la UE], Nueva York: Palgrave Macmillan, 2013.
[11] Voltaire nunca escribió nada parecido. La frase apareció por primera vez en un libro de 1907 sobre Voltaire. Roger Pearson, Voltaire almighty: a life in pursuit of freedom [Todopoderoso Voltaire: una vida en busca de la libertad], Nueva York: Bloomsbury, 2005, pp. 409, 431.
[12] Entrevista con Dominic, marzo de 2017.
[13] Aimé Césaire, Discourse on colonialism, Nueva York: Monthly Review Press, 1972, p. 36 [trad. cast.: Discurso sobre el colonialismo, Madrid: Ediciones Akal, 2006].
[14] Isabel V. Hull, Absolute destruction: military culture and practices of war in imperial Germany [Destrucción total: cultura militar y práctica bélica en la Alemania imperial], Ithaca: Cornell University Press, 2013, pp. 8-85.
[15] Paxton, The anatomy of fascism, p. 8.
[16] Entrevista con Georg, mayo de 2017.
[17]Dave Renton, When we touched the sky: the Anti-nazi League 1977-1981 [Cuando alcanzamos el cielo: la Liga Antinazi, 1977-1981], Cheltenham: New Clarion, 2006; Nigel Copsey, Anti-fascism in Britain [Antifascismo en Gran Bretaña], Londres: Routledge, 2017. Entre las memorias de militantes se incluyen: Dave Hann, Physical resistance: or a hundred years of anti-fascism [Resistencia física, o cien años de antifascismo], Winchester: Zero Books, 2013; Sean Birchall, Beating the fascists: the untold story of Anti-fascist Action [Derrotar a los fascistas: la historia jamás contada de Acción Antifascista], Londres: Freedom, 2010; M. Testa, Militant anti-fascism: a hundred years of resistance [Antifascismo militante: cien años de resistencia], Oakland: AK Press, 2015.
[18] Gilles Vergnon, L’antifascisme en France: de Mussolini à Le Pen [El antifascismo en Francia: de Mussolini a Le Pen], Rennes: Presses universitaires de Rennes, 2009; Réseau No Pasaran, Scalp 1984-1992: comme un indien métropolitain [Scalp, 1984-1992, como un indio metropolitano], París: No Pasaran, 2005; Jan Jämte, Antirasismens många ansikten [Las muchas caras del antirracismo], tesis doctoral, Universidad de Umeå, 2013; Adrien Alexander Wilkins, Vold og motvold-antifascistisk voldbruk i norge 1990-2001 [Violencia y contraviolencia: el recurso a la violencia del antifascismo en Noruega 1990-2001], tesis de máster, de próxima publicación; Valerio Gentili, Antifa: storia contemporanea dell’antifascismo militante europeo [Antifa: historia contemporánea del antifascismo militante en Europa], Roma: Red Star, 2013.
[19] Dave Renton, Fascism: theory and practice [Fascismo: teoría y práctica], Londres: Pluto, 1999, p. 18.
[20]Mark Potok, «The year in hate and extremism» [El año en términos de odio y extremismo], SPLC, 15 de febrero de 2017, en https://www.splcenter.org/fighting-hate/intelligence-report/2017/year-hate-and-extremism; Adam Peck, «Hate crimes in New York city have skyrocketed this year» [Se disparan los delitos de odio este año en Nueva York], ThinkProgress, 2 de marzo de 2017, en https://thinkprogress.org/hate-crimes-in-new-york-city-have-skyrocketed-this-year-907ffb24cac8; Susan Svrluga, «”Unprecedented effort” by “white supremacists” to recruit and target college students, group claims» [Un grupo de estudiantes denuncia los esfuerzos «sin precedentes» de los «supremacistas blancos» dirigidos a reclutar universitarios], The Washington Post, 6 de marzo de 2017, en https://www.washingtonpost.com/news/grade-point/wp/2017/03/06/unprecedented-effort-by-white-supremacists-to-recruit-and-targetcollege-students-groupclaims/?utm_term=.568b82e1ce43.
[21] Entrevista con Walter Tull, mayo de 2017.
¡No pasarán!
El antifascismo hasta 1945
El 23 de abril de 1925, por la tarde, había un acto político convocado en la rue Damrémont, en el barrio parisino de Montmartre. Desde luego, un encuentro como este no era nada fuera de lo común en esta zona, revolucionaria y de clase obrera. Pero no se trataba de una reunión cualquiera. Porque esa tarde de jueves que, por lo demás, no tenía nada de especial, el orador principal era Pierre Taittinger, el líder de las recién creadas Juventudes Patrióticas. Taittinger, que más tarde fundaría la famosa bodega de champán que lleva su nombre, estaba entonces al final de la treintena y su vida incluía algunas de las características comunes a los miembros del pujante movimiento fascista. Criado en el seno de una familia católica y nacionalista, trabajó como administrativo antes de luchar y ser condecorado en la Primera Guerra Mundial. Más tarde, consiguió fortuna y poder político cuando se casó con la hija de un influyente banquero. En la década de 1920 se encontraba a la cabeza de las Juventudes Patrióticas, una organización de más de 100.000 miembros organizados en destacamentos militares, que desfilaban al ritmo de tambores y cornetas por las calles de París, ataviados con camisas azules y boinas rojas. [22]
Los comunistas parisinos decidieron tomarse ese acto, que se iba a celebrar en su feudo de Montmartre, como lo que era: una amenaza. Cierto número de ellos consiguieron entrar en el encuentro y amenazar e insultar al líder fascista mientras pronunciaba su discurso, pero eso no fue suficiente para interrumpir el encuentro. Más tarde, Taittinger dijo que cuando él y sus paramilitares salían del local, a eso de las 11.30, «se olían disturbios en el aire. Una multitud inquieta se agolpaba en las aceras, dando rienda suelta a su odio y a su ira, cantando la Internacional, frente a una delgada línea de policía, que no podía hacer mucho».[23] Pronto descubrieron que alguien había roto las farolas para que un grupo de comunistas pudiese esperarles en las sombras. En palabras de Taittinger:
Se oyeron disparos de revólver. Habíamos caído en una emboscada. Algunos camaradas heroicos se lanzaron frente a su líder para protegerle con sus propios cuerpos. Dos de ellos cayeron al suelo […] Estallaron violentos enfrentamientos en todas las esquinas. Los heridos caían, sangrando. [Nos] retiramos hacia la estación de metro de Mont-Cenis, cargando con nuestros heridos [y] nos fuimos en metro.[24]
Cuatro miembros de las Juventudes Patrióticas yacían muertos. Otros treinta estaban heridos.[25] Al día siguiente, el periódico comunista L’Humanité no se andaba con ambages: «Los fascistas han recogido lo que han sembrado. Los trabajadores no vamos a tolerar que nadie nos desafíe en nuestro territorio. Las experiencias de Italia y Alemania están demasiado dolorosamente grabadas en el corazón de todos los proletarios, como para permitir que algo similar ocurra de nuevo aquí».[26]
¿Comunistas que disparan a fascistas por organizar un acto? ¿Cómo se ha podido llegar a esto? Para encontrar la respuesta, tal vez sea necesario remontarse en el tiempo hasta 1898, al momento álgido del caso Dreyfus en Francia. Entonces las tensiones llegaron a un punto sin retorno a cuenta del caso del capitán judío Alfred Dreyfus. Varios años antes, se había condenado (erróneamente) a Dreyfus a la cárcel por, supuestamente, revelar secretos militares a Alemania. Sin embargo, las pruebas de su inocencia que salieron a la luz dividieron a la sociedad francesa entre los defensores de Dreyfus, anticlericales y de izquierdas, y sus opositores, antisemitas y militaristas. Algunos de los ejemplos más destacados de estos últimos incluían a tres grupos protofascistas: la Liga Antisemita de Francia, la Liga de los Patriotas, organización de la que surgieron luego las Juventudes Patrióticas, y la Liga de Acción Francesa. Estas tres se oponían a ultranza al marxismo y al parlamentarismo de la Tercera República francesa, eran rabiosamente nacionalistas y mostraban una capacidad cada vez mayor de organizar el tipo de movilización tumultuaria y callejera que había sido la prerrogativa exclusiva de la izquierda durante décadas. Conforme crecía el movimiento de defensores de Dreyfus, estas ligas convocaron manifestaciones exaltadas en defensa del Ejército, con multitudes de varios miles de personas que atacaron establecimientos judíos al grito de: «¡Muerte a los judíos!».[27]
No obstante, donde había protofascismo, había también precursores del antifascismo. Anarquistas e integrantes del Partido Obrero Socialista Revolucionario, antiparlamentario, formaron una Coalición Revolucionaria, para «enfrentarse a las bandas de reaccionarios en la gloriosa calle, la calle de las protestas encendidas, la calle de las barricadas».
Y enfrentarse es lo que hicieron. La Coalición protegía a los oradores que defendían a Dreyfus y a los testigos que iban a declarar en el juicio a favor del capitán. Cubrieron la ciudad de carteles, para recuperar el espacio público frente a los antisemitas, y pasaron a la ofensiva contra los opositores a Dreyfus, convocando contramanifestaciones e incluso colándose e interrumpiendo una serie de concentraciones importantes de estos últimos. No obstante, cada vez se volvía más difícil para los revolucionarios acceder a estos actos, así que el anarquista Sébastien Faure falsificó unas invitaciones a un encuentro de los opositores en un restaurante en Marsella. Lamentablemente para Faure, se negó la entrada a los que llegaron con las entradas falsificadas. Así que dieron la vuelta al edificio, rompieron una puerta de cristal, entraron en tromba e interrumpieron el acto.[28]
Al año siguiente, en 1899, Dreyfus obtuvo el indulto, aunque tuvo que esperar hasta 1906 para que se le exculpara por completo. En cualquier caso, las ligas opositoras a Dreyfus consiguieron unir el nacionalismo militarista con un populismo callejero, lo que presagiaba el fascismo del siglo siguiente y significaba una novedad importante en la actuación de la derecha. Este era el caso especialmente de Acción Francesa, a la que el historiador Ernst Nolte se refirió como «el primer grupo político con cierta influencia o nivel intelectual que muestra rasgos inconfundiblemente fascistas».[29]
A pesar de esta cita de Nolte, el historiador Robert Paxton defiende que «el fascismo (entendido de forma funcional) apareció a finales de la década de 1860 en el sur de Estados Unidos»,[30] con el nacimiento del Ku Klux Klan (KKK). Paxton señala que sus característicos uniformes con capucha, sus métodos de intimidación a través de la violencia y su formación de redes alternativas de autoridad eran precursores del fascismo del siglo Xx.[31] En respuesta a la violencia del Klan contra la participación de personas de raza negra en la Liga de la Unión y en el Partido Republicano (y en contra de la comunidad negra en general), en las décadas de 1860 y 1870 los miembros de la Liga boicotearon a los integrantes del Klan, organizaron grupos armados de autodefensa y, en algunos casos, incluso prendieron fuego a las plantaciones de antiguos esclavistas.[32] Llegados a la década de 1890, Ida B. Wells lanzó una importante campaña en contra de los linchamientos, a través de su publicación Free Speech (Libertad de expresión) y con su folleto pionero Southern Horrors (Los horrores del sur). Wells, que siempre llevaba revólver adondequiera que fuese, era una apasionada defensora del derecho de las personas de raza negra a la autodefensa. Cuando un grupo de afroamericanos prendió fuego a un pueblo en Kentucky, en venganza por un linchamiento reciente, escribió en su publicación que habían «mostrado auténticos atisbos de hombría en su resentimiento […] Hasta que los negros no se alcen con todo su poderío y tomen en sus manos la respuesta a estos asesinatos a sangre fría, incluso aunque haya que quemar ciudades enteras, no se pondrá fin a los linchamientos generalizados».[33]
Aunque los orígenes históricos del fascismo italiano y del nazismo alemán, junto con los del antifascismo revolucionario al que dieron lugar, no están totalmente desconectados del terror racial de Estados Unidos, también se pueden descubrir aquellos analizando un conjunto de precedentes históricos diferentes, tomados a partir de la restauración del orden monárquico en Europa en 1815, después de la Revolución francesa. Desde ese momento, la política revolucionaria europea osciló, en buena medida, entre la amenaza latente del republicanismo liberal por la izquierda y la defensa aristocrática de la monarquía tradicional por la derecha. Este conflicto estalló en 1848 en Francia, Hungría, la actual Alemania y en otros lugares, cuando los republicanos y sus simpatizantes de las clases bajas se lanzaron a las barricadas para derribar los regímenes monárquicos del continente y sustituirlos por naciones Estado en la forma de repúblicas. En ese momento, el recientemente inventado concepto de nacionalismo era en buena medida una prerrogativa exclusiva de la izquierda, que lo oponía a la soberanía hereditaria de las dinastías que tradicionalmente habían regido Europa.
En última instancia, la mayoría de las revoluciones nacionales de 1848 fracasaron. Sin embargo, con el desarrollo de sus trágicos acontecimientos, las brechas que se estaban abriendo entre los aspirantes republicanos a políticos y el movimiento obrero, cada vez más potente y revolucionario, tuvieron el efecto de alejar a muchos liberales de las propuestas revolucionarias y de arrojarlos en los brazos de las élites tradicionales. Tal y como escribió el historiador Eric Hobsbawm, «enfrentados a la revolución “roja”, los liberales moderados y los conservadores acercaron sus posturas». Las élites tradicionales estaban dispuestas a conceder muchas exigencias económicas a sus nuevos aliados, a lo largo de la década siguiente, a cambio de que abandonasen la revolución.[34]
Sea como sea, el espectro de los levantamientos populares iniciados desde abajo obligó a muchas élites conservadoras a tomarse en serio la política popular y el concepto, liberal y ajeno a ellas, de «opinión pública», probablemente por primera vez en la historia. En lo que es un preludio de algunos elementos del fascismo del siglo Xx, el emperador francés Napoleón III buscó acabar con el movimiento obrero, al mismo tiempo que intentaba atraer al pueblo mediante el culto a su imagen de masculinidad. Mientras, en Alemania, Otto von Bismarck recurrió al palo y a la zanahoria. Por un lado, desarrolló un Estado de bienestar embrionario, para privar al socialismo del apoyo de sus bases potenciales, y por el otro, se aprobaron las Leyes Antisocialistas de 1878. Al año siguiente el político liberal británico William Gladstone introdujo por primera vez en Europa las campañas electorales masivas, de ciudad en ciudad, lo que reflejaba una conciencia cada vez mayor del poder de la política popular. Con el paso del tiempo, la presión desde abajo y una comprensión creciente de la utilidad de las reformas desde arriba llevaron a la ampliación del sufragio y a unos limitados derechos de sindicación a través de Europa.
Aun así, a pesar de estas y de otras reformas pensadas para paliar el descontento popular, los conservadores tradicionales y sus miopes partidos no estaban dispuestos a plantearse, en general, un verdadero giro hacia políticas populistas. Conforme se aproximaba el fin del siglo Xix, el rápido avance de los sindicatos y partidos socialistas parecía presagiar la adhesión en cuerpo y alma de «las masas» a la izquierda revolucionaria. No obstante, al mismo tiempo había indicaciones obvias de que las cosas no se iban a quedar así. La década de 1880 asistió al nacimiento de una serie de organizaciones en Francia (tales como la anteriormente mencionada Liga de Patriotas), Alemania, Austria y otros países, que se dirigían sobre todo a un público pequeñoburgués y que a menudo estaban imbuidas del «socialismo de los tontos»: el antisemitismo.[35] Estos artesanos, administrativos y funcionarios, atrapados entre los dirigentes de la industria, por un lado, y lo que percibían como las terroríficas hordas rojas de la clase obrera organizada, por el otro, empezaron a formar sus propias ligas, asociaciones y partidos políticos. Es más, la expansión del imperialismo hacia finales de siglo, que se hizo evidente en el reparto de África y en la división de China, entre otros ejemplos, desplazó el nacionalismo hacia la derecha. Este sirvió para forjar un potente vínculo entre dirigentes y dirigidos, basado en el «prestigio» internacional de la conquista de territorios extranjeros. A la inversa, después de 1903 los nacionalistas italianos dirigieron sus ataques contra la élite de su país, por su fracaso a la hora de competir en el terreno del imperialismo. Una frustración que cristalizó en 1910 con la creación de la Asociación Nacionalista Italiana.[36]
El estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 exacerbó las fricciones que ya existían en el panorama político europeo, lo que abrió las puertas al futuro nacimiento del fascismo. Tras la declaración de guerra de Austria-Hungría contra Serbia, como respuesta al asesinato en Sarajevo del archiduque de Austria, Franz Ferdinand, Alemania y Turquía acudieron en su apoyo. Mientras, Rusia, Gran Bretaña y Francia eran las principales potencias al otro lado de las trincheras. Durante años, los partidos socialistas de Europa habían hecho planes para convocar una huelga general masiva en todo el continente en caso de guerra, para frenar en seco al militarismo. No obstante, cuando sonaron los clarines, la mayor parte de ellos marcaron el paso con sus Estados respectivos. Una excepción digna de mención fue el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (bolchevique) y su incendiario líder, Vladímir Lenin, para quien el conflicto no era más que «una guerra imperialista depredadora».[37] La postura belicista de la mayor parte de las organizaciones socialistas de Europa fue la gota que colmó el vaso para Lenin y el ala revolucionaria a la izquierda del socialismo internacional, la cual se había venido distanciando cada vez más del centro del movimiento. Cuando se formó la Segunda Internacional, en 1889, las disputas doctrinales no eran ni mucho menos tan enconadas entre ambos sectores. En aquel momento, el principal debate se centraba en la exclusión de los anarquistas, por su antiparlamentarismo y por su rechazo del papel del partido y del Estado en el proceso revolucionario (un tema que ya había escindido la Primera Internacional en la década anterior, entre los seguidores de Karl Marx y los del anarquista Mijaíl Bakunin). No obstante, la unidad inicial no iba a durar mucho. A finales de la década de 1890, el alemán Eduard Bernstein se desvió profundamente de la ortodoxia marxista al defender que, dado que las condiciones de vida mejoraban progresivamente para los trabajadores, el socialismo podría alcanzarse de forma gradual, mediante la participación en procesos electorales, sin necesidad de una revolución.
En los años posteriores surgieron facciones reformistas y revolucionarias en la mayoría de los partidos socialistas. Sus polémicas se hicieron más agrias durante la guerra y subieron todavía más de tono después de la toma del poder por los bolcheviques en 1917. El entusiasmo que generó la Revolución rusa fue el catalizador de la agitación económica y social que inundó Europa al acabar el conflicto bélico. Una oleada revolucionaria se extendió a través del continente e incluyó motines de soldados, revueltas, huelgas, ocupaciones y la formación de consejos obreros en Alemania, Austria, Hungría e Italia, desde los últimos días de la guerra hasta 1920. Este aumento significativo de la actividad insurreccional culminó en la formación de las repúblicas soviéticas de Hungría, en marzo de 1919, y de Baviera, en abril del mismo año. El líder bolchevique Grigori Zinóviev se mostraba tan optimista que dijo que «a nadie sorprenderá, no obstante, que para el momento en que estas líneas salgan de la imprenta, haya, no solo tres, sino seis o más repúblicas soviéticas. Europa se apresura hacia una revolución proletaria a una velocidad de vértigo».[38]
El optimismo de Zinóviev demostró ser infundado. Los regímenes revolucionarios de Hungría y Baviera duraron poco y a principios de la década de 1920 la marea insurreccional se retiraba. Hay muchas razones que explican el fracaso de los levantamientos posteriores a la guerra, pero una, que no escapaba a los contemporáneos, era el predominio general del ala reformista en el seno del movimiento socialista. Esto se vio claramente en Alemania en enero de 1919. Entonces, Friedrich Ebert, el líder socialdemócrata de la República de Weimar, envió a los paramilitares de los Freikorps a suprimir el levantamiento de los espartaquistas. Al hacerlo, los Freikorps, integrados en su mayoría por excombatientes de la Primera Guerra Mundial, curtidos en el frente de batalla, asesinaron a los destacados comunistas Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.
Los enconados y sanguinarios conflictos que dividieron al socialismo internacional después de la guerra acabarían por suponer enormes obstáculos a la hora de lograr una unidad antifascista en las décadas siguientes. Los comunistas no olvidaron nunca la «traición» socialdemócrata a la revolución, ni los asesinatos de Luxemburgo y Liebknecht. Por el otro lado, los socialistas acabaron por rechazar el modelo bolchevique de gobierno dictatorial y se sentían ofendidos por los intentos comunistas de derribar sus repúblicas parlamentarias. Estos problemas se exacerbaron aún más después de que el Segundo Congreso de la nueva internacional comunista (Komintern o Tercera Internacional) emitiera en 1920 un mandato a las facciones revolucionarias de los partidos socialistas para que se escindiesen de estos y formasen nuevas organizaciones comunistas. Mientras tanto, los anarquistas, que crearon su propia internacional anarcosindicalista en 1922, la Asociación Internacional de los Trabajadores, con una participación de más de dos millones de obreros a nivel mundial,[39] se oponían al reformismo socialdemócrata. También denunciaron los ataques bolcheviques de 1921 contra los marinos de Kronstadt y contra el ejército anarquista de Néstor Majnó en Ucrania, así como la represión en general de su movimiento en la recién fundada Unión Soviética.
En el momento de mayor división en el socialismo europeo, su misma supervivencia iba a depender poco después de que supiese responder a su reto más importante hasta la fecha.
* * *
A finales de marzo de 1921, Emilio Avon, un dirigente socialista de Castenaso, en las afueras de Bolonia, recibió una sorprendente carta: «Eres el secretario de la sección socialista. Queremos poner a prueba tu valor». A la noche siguiente, mientras la familia de Avon dormía, un grupo de hombres armados y enmascarados tiró a patadas la puerta de entrada de su casa, arrastró a Emilio a la calle y lo dejó inconsciente de una paliza, en medio de los gritos aterrados de su mujer y sus tres hijos. Recibió una «invitación para abandonar la ciudad antes de quince días, bajo pena de muerte», algo que se apresuró a hacer.[40]
¿Quiénes eran estos enmascarados y por qué estaban aterrorizando a los socialistas locales y a sus familias? Eran los squadristi Fascistas[41] de Benito Mussolini, sus camisas negras, que recorrían campos y ciudades destruyendo la «plaga» roja que amenazaba la «unidad nacional» desde el final del conflicto bélico. La guerra de clases estalló en Italia durante el Biennio Rosso de 1919-1920, cuando los obreros industriales ocuparon las fábricas, los campesinos se hicieron con las tierras y una oleada de huelgas paralizó la economía. El primer ministro, moderado, prefería negociar en vez de dar rienda suelta al ejército y esto colmó la paciencia de los dueños de la industria y de los terratenientes.[42] La amenaza de una revolución y la más inmediata realidad de una producción con interrupciones severas llevaron a las élites económicas a buscar soluciones a sus problemas más allá de la «impotencia» del Gobierno parlamentario. Pronto decidieron que Benito Mussolini era el hombre que necesitaban.
Como editor del periódico socialista Avanti!, Mussolini defendió la intervención italiana en la Primera Guerra Mundial, una postura que se alejaba de la ortodoxia marxista y que llevó a su expulsión del Partido Socialista Italiano (PSI). Una vez que el país entró en la guerra, Mussolini pasó dos años en el Ejército. Su carrera militar terminó cuando resultó herido por una granada, después de lo cual intentó lanzar un nuevo movimiento que reuniese elementos de su anterior socialismo con sus crecientes nacionalismo y autoritarismo. Pretendía formar un «sindicalismo nacionalista», un nuevo credo de colaboración corporativa de clase, en aras del interés de la nación italiana. Esto llevó a la creación en 1919 del Fascio di Combattimento (basado en el tradicional símbolo romano de unas ramas atadas en torno a un hacha, conocido como fasces). Este momento marca de forma oficial el nacimiento del Fascismo. Entre los integrantes de dicho grupo había antiguos socialistas, algunos futuristas de ultraderecha (el futurismo era una corriente cultural de vanguardia) y, sobre todo, excombatientes de la Primera Guerra Mundial que habían vuelto embrutecidos del frente.