Bajo la piel del Gecko - Raquel Lojendio - E-Book

Bajo la piel del Gecko E-Book

Raquel Lojendio

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Beschreibung

Un libro que hará temblar al mundo de la ópera. La soprano Raquel Lojendio se mete en la piel de varias mujeres para escribir esta novela que solo podría ser escrita por alguien desde dentro. "Bajo la piel del Gecko" cuenta la relación de tres mujeres que, una vez se baja el telón de la ópera, tienen que lidiar con los egos de sus compañeros de escena, el acoso sexual, el autoritarismo de los directores, las tensiones emocionales… En el mundo del arte el ego es un factor central y la idea de intervención divina asociada al ego ha convertido a muchos artistas en genios endiosados. Lo que ocurre entre bambalinas cuando cae el telón solo nos lo puede contar alguien desde dentro… Bajo la piel del Gecko es la primera novela de la soprano de sólida carrera internacional, Raquel Lojendio. En ella recrea los ensayos de la ópera Don Giovanni de Mozart para meterse bajo la piel de sus tres protagonistas femeninas: Donna Elvira (Sarah), Donna Anna (Adela) y Zerlina (Olympia). El lector tendrá acceso a los entresijos que ocurren detrás del escenario, sabrá cómo lidian estas mujeres el acoso sexual de sus compañeros, los tocamientos no consentidos y las dudas sobre cómo comportarse ante el temor de no volver a encontrar trabajo. Y también al autoritarismo de los directores de escena y a la tensión emocional que inevitablemente se crea en este ambiente tan turbio y amenazador. ¿Cuánto tiempo serán capaz de sobrevivir estas mujeres en esta jungla de dioses y diablos? Los ensayos de Don Giovanni han dado comienzo. No se pierda los secretos inconfesables que se esconden entre bastidores… Raquel Lojendio sorprende como escritora por su pasión y su arte, convirtiendo este libro en una incursión fascinante sobre el complejo mundo de la lírica, una incursión avalada por su trayectoria artística fundamentada en su versatilidad como cantante y artista que aborda el recital, el concierto sinfónico, la ópera y la zarzuela, experiencias que la convierten en una relatadora inigualable.

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BAJO LA PIEL

DEL GECKO

Raquel Lojendio

Bajo la piel del Gecko

© Raquel Lojendio, 2023

© Sobre la presente edición: Editorial Alt autores

Diseño y maquetación epub: © Sergio Verde (www.sergioverde.com)

Corrección de texto: Esther Carretero

ISBN: 978-84-19880-03-1

Para más información sobre la presente edición, contactar a:

Editorial Alt autores

Henao, 60. 48009 Bilbao (España)

CIF: B95888996

www.altautores.com

A mis padres y a mi hermana

«¡No te preocupes por conservar estas canciones!

Y si se rompe alguno de nuestros instrumentos, no importa.

Hemos ido a parar al lugar donde todo es música.

Aunque se quemara el arpa del mundo,

seguirán quedando instrumentos escondidos.

El arte de cantar es espuma de mar.

Los gráciles movimientos provienen de una perla

sita en alguna parte del fondo del océano»

Rumi poeta y sabio persa, 1207-1273

índice
1. Una nueva fauna. Canis lupus
2. Clasificando. Gallus domesticus
3. El equilibrio de la fragilidad. Lepidoptera
4. La Bella doliente. Morphinae azul
5. Menhires megalíticos. Sauropsida
6. De heridas y pieles. Gecko
7. Luces y sombras. Panthera leo
8. Punto muerto. Pavo Cristatus
9. Limonadas y columpios. Mollusca
10. Oscuridad lunática. Tinea pellionella
11. Intermedio
12. El ojo que todo lo ve. Cygnus
13. Briznas. Arachnida
14. Unidos por Dostoievsky. Felix catus
15. La entrevista. Aquila chrysaetos
16. La clave está en los libros. Formicidae
17. Falso espejo. Galliforme
18. La pequeña libreta roja. Pongo pigmaeus
19. El complejo de Brunilda. Acinonyx
20. Voz de Valquiria y físico de Grace Kelly. Bubo Scandiacus
21. Revelarse o morir. Mammuthus
22. Funambulistas. Ateles fusciceps
23. ¿Víctima o verdugo?. Cervus
24. La cristalización de Stendhal. Anisoptera
25. la segunda mutación. Ornithurae
26. La cultura os hará libres. Canis
27. Lo que hicimos bien. Felis leo
28. Estreno de Adela Vargas-Berger. Donna Anna
29. Estreno de Olympia Pombrol. Zerlina
30. Estreno de Sarah Duncan. Donna Elvira

Programa

DON GIOVANNI «Il dissoluto punito ossia il Don Giovanni», dramma giocoso en dos actos, KV 527, de Wolfang Amadeus Mozart (1756-1791) Libreto de Lorenzo da Ponte. Estrenada en el Teatro Nacional de Praga, el 29 de octubre de 1787.

Director de orquesta: Vincenzo Lucano

Director de escena: Ezequiel Guárenas

Personajes e intérpretes:

Don Giovanni: Marco Mazzoni

Leporello: Carlo Giordano

Don Ottavio: Antonio Hernández

Donna Anna: Adela Vargas-Berger

Donna Elvira: Sarah Duncan

Zerlina: Olympia Pombrol

Il Commendatore: Martti Wallen

Masetto: Hyun Jeong

1

Una nueva faunaCanis Lupus

Leporello le resultaba tremendamente fácil de clasificar, o esa era al menos la conjetura a la que llegaba después de haber escaneado a su compañero de reparto de arriba a abajo con la mirada. El primer día de presentación de una compañía de ópera se le antojaba una excursión a un zoo, pues era una situación perfecta en la que poder escudriñar con detenimiento a cada ejemplar. Era crucial detenerse en los pequeños detalles, aquellos que seguramente pasaban desapercibidos para el resto de los mortales, pero no para ella; un botón mal abrochado, la manera en la que se atusaban los cabellos, el color elegido para los calcetines, o el modo en el que el cuerpo descansaba cuando no se sentía observado. Pero sin duda, lo que le daba siempre la pista definitiva, era recrearse en el análisis del calzado.

Los zapatos de Leporello, al que daba vida Carlo Giordano, eran unos mocasines de punta redondeada de piel marrón que llevaban unos cordones verdes y zigzagueantes en el centro cuya única utilidad parecía decorativa. Recordaban a botitas de bebé, como aquellas que su marido se esmeraba en poner a sus hijos cuando aún no caminaban y que sus piececillos, desde la sillita de paseo, terminaban por escupir sin ningún tipo de miramientos. Y lo entendía perfectamente, pues el hecho de esmerarse en calzar aquellas pequeñas zarpas que aún estaban vírgenes de corteza terrestre, no tenía otro motivo que la estupidez adulta de querer mutilar, cuanto antes, cualquier atisbo que recordase el origen salvaje y animal del ser humano.

Allí, en Colombia, creció acostumbrada a ir a pie desnudo por su casa, y quizás por ese motivo sus dedos se desarrollaron fuertes y ágiles, y las plantas de sus pies se fueron conviritiendo en algo parecido a las almohadillas de los felinos que, aun cayendo desde mucha altura y en posiciones imposibles, siempre aterrizaban correctamente. Era consciente también de que su cuarenta de pie era un número algo excesivo para una mujer como ella, cuya altura no pasaba del metro sesenta y cinco. Sí, quizás de ahí le había venido aquella manía suya de husmear en el pie ajeno. Al principio era pura curiosidad por averiguar qué número calzaría el resto de los mortales, y para ello, en el colegio, solía acercar su zapato discretamente al de otros niños para así contrarrestar sus aproximados cálculos. Con el paso del tiempo y, a medida que iba creciendo, aquella fijación por la comparación de tamaños se vio suplantada por un mundo más rico y temático: Alpargatas, mocasines, zapatos de tacón, botas, zuecos, francesitas…

El calzado se le antojaba un paraíso, un gran expositor de radiografías que los adultos, sin saberlo, le mostraban al mundo. Allí, donde parecía que nadie ni el mismo propietario detenía la mirada, se almacenaba toda la información de un día en el que, basándose en predilecciones por el color, adornos, comodidad o funcionalidades, el objeto había sido adquirido con precisión y esmero.

Con la taxonomía lanzada a los mocasines de Carlo Giordano, Adela estaba casi segura de poder fiarse de aquel hombre de mirada de océano sin turbulencias y trato familiar que durante los casi dos meses que durarían los ensayos y representaciones de la ópera Don Giovanni, sería su compañero de reparto dando vida a Leporello.

—Hola Carlo, encantada de conocerte, soy Adela Vargas, Donna Anna, ya sabes —se animó a decirle sonriendo al bajo bufo de calzado inofensivo.

Él le devolvió una sonrisa franca y un cumplido elegante tal y como ella había pronosticado.

En la profesión casi todos se conocían de nombre o de vista. Sin embargo, para ella, lo de intimar al principio de las producciones, donde las exhibiciones de egos y protagonismos estaban a la orden del día, no se le daba demasiado bien. Y ni hablar de aquellas escenas que se ensayaban desde las primeras jornadas de trabajo en las que a veces las exigencias del guión le obligaban a besuquearse o dejarse manosear por alguien al que ni remotamente conocía. Los bailarines, al estar acostumbrados al contacto físico, lo tenían más fácil, como ese grupito que también se había acercado hoy a la presentación y que se saludaban palpándose y amasándose los cuerpos en una especie de coreografía que tenía algo de código morse. Era un lenguaje espontáneo y distintivo, algo particular de ellos y frente al que una se sentía completamente aislada y casi analfabeta en cuestiones de tacto y piel. No, no le parecía nada fácil habituarse a los comienzos de una producción de ópera, llena de caras nuevas donde cada una tenía un nombre y cada nombre un personaje que, por otro lado, le significaba una quema extra de combustible para echar a andar a su cada vez más atrofiada memoria. Cantantes, figurantes, actrices, técnicos en iluminación, regidores… suponían una dificultad añadida a la que tenía que enfrentarse y cuya única salida, como siempre, era la de utilizar juegos nemotécnicos con los que poder recordar a tanta gente desde el primer día. A veces, con las correlaciones pertinentes, utilizaba alguna similitud que hubiese entre los nombres propios y los roles u oficios que cada individuo desempeñaba. Otras, sin embargo, usaba el aspecto físico o algún detalle que, por pequeño que fuese, pudiera aportarle información esencial para montar aquel rompecabezas en su cableado cerebral.

La doctora Gertrud le había enseñado esos trucos en una de sus últimas consultas. Fue después de leer aquel libro, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y de quedarse preocupadísima y barruntándose si quizás ella también compartía el mismo proceso degenerativo que el paciente que Oliver Sacks tan bien describía.

Lo recordaba con claridad. Sin tener cita, ni haber llamado previamente a su secretaria, se presentó una mañana de lunes en su consulta. Solo se atrevía a hacerlo cuando se encontraba realmente preocupada por algo, pero entre la inquietud que le había generado la lectura del libro y el volver de aquella producción de Bolonia tan confundida, no vio alternativa. Desde el momento en el que la doctora le abrió la puerta clavándole sus dos pupilas gélidas por encima de sus gafas de miope y pronunciando un Guten morgen sin apenas separar los labios, supo que no había sido una buena idea. Pero realmente ¿qué otra opción tenía?, ¿y si resultaba que estaba ante un principio de Alzheimer u otra afección cerebral?, ¿y si un día al levantarse no recordaba ni siquiera el nombre de sus hijos? Fuera lo que fuese tenía que frenarlo a tiempo porque desde luego no iba a permitir que la enfermedad le ganara terreno.

«Confundo constantemente la identidad de mis colegas de trabajo», se animó a confesarle ansiosa una vez que la doctora Gertrud la invitó por fin a regañadientes a sentarse frente a su mesa. Y es que la mujer no había articulado palabra y ni tan siquiera mostraba algún esfuerzo por levantar la vista de su ordenador.

«¿Podría ser algo preocupante? Es que de un día para otro se me olvidan completamente sus caras y sus nombres», confesó.

Recordaba nítidamente la sensación de ridículo al sentir sus propias palabras zozobrando en el aire mientras aquella señora circunspecta no paraba de teclear. Y también la incómoda melodía zen en el hilo musical de la consulta, cuya finalidad era la de crear un ambiente relajante, que a ella, empero, la había puesto aún más de los nervios. No cabía duda de que se trataba de algo serio: su aturdimiento mental seguramente era grave y la doctora no tenía el coraje de decírselo. De repente, y dignándose a aparecer sobre su universo límbico, le dirigió una mirada escarchada no sin antes dejar escapar un leve resoplido: «Lo que usted padece, señora Vargas, nada tiene que ver con la enfermedad de ese personaje de ficción. Me temo que todo, para variar, es causa del estrés».

«¡Qué insoportable mujer!, si no fuera por lo mucho que sabe». Bajó entonces la mirada volviendo a dedicarle todo su interés al ordenador inmaculado del cual la doctora no había despegado los dedos en ningún momento. Luego paseó su nerviosismo por las lentes espesas que le ponían el broche a ese aspecto de odiosa señorita Rottenmeier, por su boca mustia y estresada, para finalmente entretenerse en el orden escrupuloso de su mesa de trabajo.

A su izquierda, un bloc de notas y un cubilete con dos bolígrafos dentro, aunque quizás fueran plumas estilográficas; a su derecha un calendario con el membrete Heel, el mismo que lucía en su cuadernillo de hojas, todo en la misma tonalidad que la habitación beatificada en la que se hallaba, y allí, levemente girado, se encontraba un objeto que no había llamado nunca antes su atención: un portarretratos. Con el rabillo del ojo aprovechó para espiar en la única partícula de privacidad que la Gertrud parecía querer mostrar en su consulta de maníaca pulcritud. Resultaba fácil distinguirla a ella junto a dos jóvenes adolescentes posando delante de un árbol navideño. Se le parecían bastante. Sus hijos, dedujo. El chico tendría unos dieciocho años; llevaba el pelo largo tintado de azul cobalto y de la nariz le pendía un aro grande que le recordó a los anillos que se colocaba en el tabique nasal de algunos bovinos. La muchacha era algo más joven y tenía el mismo halo anodino y reservado de su madre. No tenía claro si lo que llamaba la atención de la foto era el detalle de que solo la doctora apareciera sonriendo, o precisamente ver esa mueca forzada intentando disimular sin éxito su ausencia de gozo. Seguramente, Doña Perfecta no padecía de estrés, como ella, pero por el semblante de la foto, de seguro que sí lo hacía de depresión transitoria por hijos preadolescentes.

Sin embargo, en su caso, no entendía por qué todo era de nuevo causa del maldito estrés, aquel gran saco sin fondo utilizado por los médicos para arrojar toda clase de desperdicios ignotos para los que la ciencia médica no encontraba origen ni curación. Luego le recetaría las típicas grageas que atontaban la voluntad y la hacían hibernar como un oso, las acabaría abandonado en un cajón y volvería a tener con Bernard la sempiterna discusión sobre la efectividad de la medicina tradicional frente a la natural. Para su sorpresa, la doctora volvió a dirigirle la palabra, y esta vez se extendió algo más con la explicación de que lo de vincular rostros con nombres era un proceso complicado que ocurría en diferentes áreas del cerebro y que bastaría con utilizar algunos códigos nemotécnicos sencillos, explicó sin pausas. Su aclaración la había dejado algo más tranquila, pues al menos confirmaba la dificultad lógica y perfectamente habitual a la que su memoria se enfrentaba en cada producción. Sin embargo, dijera lo que dijese la doctora Gertrud, ella iba a seguir otorgando más veracidad a su propia conjetura de que llevar tantos años memorizando óperas de tres horas en diferentes idiomas era lo que realmente estaba dañando su disco duro.

Por un momento se preguntó si le estaría sucediendo algo similar al resto de sus compañeros. Echó una mirada a su alrededor. Allí estaban todos en su primer día en el teatro, saludándose como si fueran familia, besándose y abrazándose efusivos, llamándose por sus apellidos o por el nombre de los roles representados en las óperas en la que habían coincidido por última vez. «Queridísimo Mazzoni» por aquí… «Acabo de llegar del Metropolitan» por allá… «Señorita Duncan qué bien lo pasamos en Paris el año pasado» Se ponían al día con sus vidas y con sus proyectos formando un inaguantable jolgorio de risas y ademanes de camaradería que ayudaban, seguramente, a templarles los nervios del primer día de citación de la compañía. También estaban las otras miradas, algo más fiscalizadoras y turbias que iban acompañadas de saludos que eran como las huellas de orín que dejan los animales para marcar su territorio o reconocerse. Las percibía entre aquellos que se veían por primera vez, todos husmeándose como lobos e intentando identificar quién era quién. Y es que al principio siempre era igual, o al menos eso le parecía a ella, pues todos intentaban mostrar su mejor yo, exhibiendo la máscara perfecta, esa que les protegía seguramente de quien realmente eran. No obstante, frente a aquellos disfraces ostentosos que intentaban enmascarar vulgares idiosincrasias, ella era capaz de identificar los rasgos más pronunciados que, como en una caricatura de sí mismos, le daban una información tan veraz y fiable como si proviniese de una mismísima prueba de ADN.

«Ay, Adelita, bienvenida a otra nueva fauna operística», se dijo para sí recolocándose el escote y sin quitar ojo de aquel nuevo montaje de Don Giovanni.

2

ClasificandoGallus domesticus

La construcción de una ópera le traía a la memoria aquellas maquetas de dinosaurios que su suegro solía regalarles a los niños los domingos por la tarde. Como le venían por un euro más con el periódico aprovechaba y las compraba, aunque parecía no darse cuenta de que no eran nada fáciles para niños menores de diez años. Cientos de pequeñas piezas de madera cada cual más parecida a la anterior, con aquellos engranajes imposibles de montar y que siempre quedaban a medias sobre la mesa. Algo así era aquella producción, y eso que ella, aun siendo Donna Anna, era simplemente una parte más del complicadísimo rompecabezas donde todo debería encajar a la perfección. Imposible no sorprenderse ante tal despliegue de medios y habilidades.

En torno a la gran mesa central ya estaban dispuestos los asientos de cada artista para la presentación. Aparte de las carpetas informativas asignadas a los cantantes, se encontraban también diseminadas por la mesa fichas con la fotografía y el nombre de cada uno de ellos. Pero… ¡Dios santo! Por qué habían puesto aquella antigua foto suya que parecía haber sido tomada el día de su primera comunión; la blusa anticuada, el cabello como un mocho de fregona…No soportaba los malentendidos con las fotografías y biografías no actualizadas donde nunca se averiguaba además si era la agencia o el propio teatro el que había errado. Una se esmeraba en recordar al manager que enviara a los teatros el currículum donde aparecían sus últimas hazañas en escenarios de renombre, y de repente se encontraba con aquellos programas de mano del año catapún donde ella parecía no haber salido nunca de Colombia. Y es que el temita de las fotografías de los integrantes del cast traía cola. Porque aquel «quién es quién» debía facilitar la búsqueda de los artistas, como en las leyendas de los mapas, y no convertirse en los típicos jeroglíficos donde los amantes púberes jugaban a encontrarse entre las fotos amarillentas de grupos escolares. Sin embargo, no era la única víctima, pues la fotografía de la pelirroja de ojos verdes y aire de actriz de cine mudo que atendía al nombre de Olympia Pombrol (Zerlina), no se correspondía, ni por asomo, con nadie que pudiese ver en la sala.

«¡Mmmm, curioso espécimen los Edward Green de Don Giovanni!».

Miró de reojo: El calzado de Marco Mazzoni, el famoso barítono de meteórica carrera, la llevaba a cambiar de presa sintiéndose atraída por sus ridículos zapatos. Y es que eran exactos a aquellas zapatillas de tela de cuadros con la bandera de Colombia que su abuelo solía arrastrar lánguidamente por el pasillo de su casa en ritmo de tres por cuatro. La única diferencia es que las de Marco llevaban un escudo grande en el centro con las letras MM grabadas en dorado como si fueran sus propias iniciales.

Lo observaba ahora ocupando su puesto, muy ufano y obedeciendo a la voz de un advenedizo individuo que invitaba a todos a tomar asiento. Definitivamente había que estar muy seguro de sí mismo o ser muy sibarita y excéntrico para llevar aquellos zapatos de abuelo reconvertidos en calzado de gigoló de San Remo. Flanqueándolo se encontraban; a su izquierda, Donna Elvira, a la que daría vida Sarah Duncan, una mezzo americana que se le arrimaba mucho y que resultaba facilísima de clasificar nada más verla entrar por la puerta de la sala. A su derecha, Hyun Jeong, el joven coreano de pocas palabras y sonrisa de Sísifo que encarnaría a Masetto. Leporello seguía aún de pie y conversaba animosamente con su amigo Commendatore, el gran Martti Wallen, al que ella afortunadamente conocía ya de otras producciones.

—¡Che barbaro appetito! —canturreó Don Giovanni, haciendo alusión a la frase de Leporello de la cena final del segundo acto de la ópera, con la que pretendía hacer mofa en aquel momento. Con las palmas de ambas manos daba un golpe seco contra la mesa y el elenco entero estallaba en risas.

A pesar de que lo conocía de oídas, Mazzoni era nuevo para ella. Se había convertido vertiginosamente en el barítono más solicitado por todos los teatros europeos desde el Covent Garden de Londres hasta la mismísima Scala de Milán, pero la ocasión de trabajar juntos aún no se había dado. Pertenecía sin lugar a dudas a ese tipo de artistas que parecían estar tocados por alguna varita mágica, gracias a una espléndida voz, a un físico rotundo pero sobre todo a lo que ella llamaba «estar a la hora exacta en el sitio correcto». En menos de cuatro años había grabado con casi todos los grandes sellos discográficos y ya acaparaba todas las portadas de las grandes revistas musicales e incluso algunas del corazón, y es que Mazzoni hacía correr, no ríos, sino raudales de tinta con sus relaciones sentimentales, entre las que se encontraban modelos, actrices, e incluso influencers, qué básicamente eran unas niñas monas que se hacían famosas por salir en Instagram sin pegar un palo al agua. No obstante, la prensa de papel couché se empeñaba ahora en relacionarlo con Vera Meister, la heredera del famoso emporio suizo de las galletas que llevaban su apellido.

«Las gallinas dan ley y los gallos la espuela», solía decirle su abuela de pequeña, y prestando atención a Marco se preguntó cuál sería la espuela de aquel gallo tan particular. Se recreó en el torso atlético de gimnasio que llevaba embutido en una camiseta modernísima de una o dos tallas más pequeña de la que le correspondía. No pudo evitar fijarse en los dos enormes neumáticos que asomaban por debajo de las mangas cortas y parecían haber pasado el límite de presión del manómetro de su vanidad. Los ajustadísimos vaqueros marcaban más de lo que la imaginación se permitiera ensoñar. Realmente era un tío muy sexy, pero aquellos zapatos… «¡Qué grima!, ¡Si el gran Cesare Siepi levantara la cabeza!».

El director de escena, al entrar en la gran sala de ensayos, elogió su calzado nada más verlo. Él había contestado con falsa humildad que eran unos Edward Green al mismo tiempo que se recolocaba el cabello hacia atrás con aquel ademán de portada de casete de gasolinera. A ella le hizo gracia porque los citó como quien nombrara con orgullo a dos hermanos finolis pertenecientes a una respetada y antigua familia aristocrática de mucho postín que todos conocieran.

La verdad es que siempre le había resultado curioso cómo al ponerle marca y nombre a los objetos, éstos parecían cobrar vida y dejaban de ser simples cosas para convertirse en algo animado. Mientras decidía qué asiento ocupar de la gran mesa central no pudo evitar pensar en su hijo Martin que, a pesar de tener ya ocho años, continuaba yendo a todas partes con Leopold, aquel león de peluche descosido y andrajoso que había heredado de su hermano mayor. O Don Fotingo, el apodo con el que Don Lorenzo, el mecánico de su infancia, se refería a su Dodge Dart del 70, el destartalado coche que adquirió de segunda mano y al que cuidaba con más esmero que a su propia esposa. Pero sin duda, el mejor ejemplo de humanización que había visto de un objeto en su vida, era el de Krasiviy; el nombre con el que la Petrova se dirigía cariñosamente a su viejo piano de cola americano. Y es que era difícil no enternecerse con aquella mujer que le hablaba a su instrumento con el mismo cariño con el que alguien se dirigiera tal vez a un hijo o a un marido, aquellos que, sin embargo, ella nunca tuvo.

—Pues ya estamos todos, ya podemos comenzar —dijo el ayudante de Guárenas mientras le apartaba la silla como un perrito obediente para que su jefe tomara asiento.

—Yo soy James Torres —se presentó—. Ayudante de dirección del Maestro Guárenas, pero podéis llamarme Jimmy.

Qué lástima le daban los hombres como él, siempre tan melifluos y haciendo el trabajo sucio de sus superiores. Aquel parecía alimentarse de la sombra y los despojos del avispado Guárenas.

El café en vasito de cartón estaba ya algo templado y se acomodó en su silla junto al resto de cantantes que, sentados ya con parte del equipo directivo del teatro y en torno a la mesa, se mostraban igual de ansiosos que ella por descubrir cómo sería ese nuevo Don Giovanni del gran Ezequiel Guárenas.

Mientras Jimmy se esmeraba en desanudar las cintas de una gran carpeta verde, Adela se entretuvo en echarle un ojo a la sala de ensayos. Le parecía amplísima, tanto que en ella podría caber la escenografía del ciclo del Anillo del Nibelungo de Wagner al completo. Al fondo se encontraba emplazado un aparatoso montaje de armazón de gran altura que ocupaba la mitad superior del espacio. Observando el andamiaje con detenimiento intuyó que reemplazaba a la escenografía definitiva con la que en veinte días y, según tenía apuntado en la tablilla de trabajo, pasarían a cantar sobre el escenario. En realidad, aquello de ensayar durante semanas en un espacio distinto al definitivo era algo engorroso para ella. Siempre le sucedía igual, porque cuando llegaban el momento de montarlo todo sobre el escenario, era como si tuviese que recomponerse de nuevo y comenzar a habituarse a otra realidad, no obstante, sabía que era imposible realizar los ensayos desde el primer día sobre el mismo escenario, pues en la mayoría de los teatros, mientras en la sala de ensayos se comenzaba a montar una nueva producción de ópera, otra estaba siendo ya representada. Era como una rueda infinita y extenuante, tal y como lo definió una vez aquella maquilladora de Barcelona: meses y meses sin parar, solapándose un título con otro, y cuando ya cogían cariño a unos cantantes, estos desaparecían y llegaban los siguientes, le dijo resoplando mientras le daba unos toques de polvos en la nariz.

La parte inferior de la sala, donde todos se encontraban, había sido adaptada para hacer la presentación; la gran mesa y sobre ella las carpetas explicativas para cada cantante, vasos y botellas de agua, y a pocos metros una pizarra reversible con ruedas donde estaba dibujada la misma estructura monstruosa de hierro dispuesta en el fondo de la estancia. Las presentaciones formales que se hacían al inicio de las producciones siempre resultaban algo soporíferas. Básicamente se perdía mucho el tiempo, pues la mayoría de los artistas no paraban de charlar y tontear como si estuvieran de copas en un bar de moda. Sin embargo, esta parecía diferente, se percibía una inquietud y expectación añadida ante cómo iba a ser la puesta en escena de la producción del aclamado y controvertido Ezequiel Guárenas. Aquella no para de morderse las uñas, el otro no ve la hora de que enseñen las ilustraciones, los otros dos no le quitan el ojo a la pizarra…

Jimmy, terminó de sacar todo el material de la gran carpeta verde, luego hizo un ademán por repartirlo, pero Guárenas lo paró en seco con un gesto bastante displicente al tiempo que comenzaba a distribuirlo él mismo. A través de unas amplias y hermosísimas láminas pintadas a mano por él, comenzaba a explicar cómo sería la ópera y la escenografía. Lo hacía con parsimonia, dándole a sus movimientos un talante sacramental que contrastaba con el jocoso del cast. Y es que a medida que se iban pasando los bocetos y se descubría el voltaje sexual del contenido de los mismos, los compañeros dejaban escapar interjecciones burlonas de lo más variopintas. Todos sabían de su trabajo polémico y rebelde, pero con la exhibición visual que ahora tenían ante sus ojos, los comentarios y risitas iban polucionando poco a poco la exposición que Guárenas les estaba dando sobre la puesta en escena ideada para el estreno de su Don Giovanni.

En cuanto tuvo las láminas ante sí y fijándose en cómo sería su vestuario y su colocación en escena, experimentó una sensación pueril de miedo a hacer el ridículo. Al fin y al cabo, era para ella su primera vez con el enfant terrible de la dirección de escena y… aunque admitía que le encantaba adentrarse en los personajes operísticos, ser barro para los directores de escena y dejarse moldear, no le gustaba nada hacer la payasa ni enfrentarse a retos que no pudiera alcanzar. Era como una especie de vértigo a lo desconocido y a no saber qué querrían exactamente de ella, y a eso se le unía la inaguantable sensación de vergüenza, muy parecida a la que padecía en aquella repetitiva pesadilla que la perseguía desde hacía años y que la noche anterior la había hecho levantarse de nuevo sobresaltada y sudando pánico.

Menos mal que el café producía el milagro de devolver las almas a los cuerpos, aunque estaba segura de que aquel brebaje corrupto de máquina que tenía ente sus manos no le daría ni por asomo el mismo efecto. Al dejar el vaso sobre la mesa observó cómo todos seguían con la mirada a Guárenas que se alejaba del grupo para señalarles, desde la pizarra, el modo en el que iba a desarrollarse la disposición de personajes y el recorrido de movimientos. Dibujaba el croquis con un rotulador negro que deslizaba con tal agilidad sobre el encerado que a ella le parecía estar ante esas performances de arte conceptual donde el artista pintaba en directo. Sin embargo, y a pesar de las excelentes dotes cubistas de Guárenas, había algo que a ella le llamaba aún más la atención: sus zapatillas deportivas.

Ezequiel Guárenas estaba completamente vestido de negro de arriba abajo, que era un color completamente usual para quien trabajase en un teatro; como los tramoyistas y operarios, o los kurokos del teatro kabuki japonés que iban siempre de negro para no ser vistos en escena mientras movían escenografía o ayudaban en cambios de vestuario. Pero la manía del total black de los directores de escena desde el primer día de ensayo, era algo que no terminaba de entender. El resto de detalles le daba un aspecto turbio que reflejaba perfectamente el individuo en rebelión que era; El dibujo de la máscara de Anonymous en su camiseta, el corte de pelo militar, un par de pulseras con pinchos en sus muñecas, un tatuaje de tres números seis en su antebrazo…

Sin embargo, lo que a ella le rechinaba no era el atuendo en sí de Ezequiel Guárenas, sino el contraste entre aquel aspecto siniestro y los movimientos completamente azucarados y lánguidos de bailarín de lago de los cisnes con los que se desplazaba por su mundo de color carbón.

Cuando lo tuvo más cerca, pudo fijarse en las letras Golden Gosse en tono bronce que daban la marca a las zapatillas. Ningún detalle en él era baladí, de hecho, si alguien lo encontrase esperando en la parada del bus o del metro, no podría ni imaginarse que en aquella indumentaria de camiseta de mercadillo, jean negros y zapatillas deportivas desgastadas iban invertidos probablemente más de dos mil dólares.

«No puedes fiarte de cualquiera sin antes hacer una inspección del terreno», las palabras de su profesora de canto le vinieron de pronto. La verdad es que en su época de estudiante, las continuas paradas entre escalas y arpegios que la mujer solía hacer para charlar, le parecían una especie de tributo que debía pagar por el privilegio de poder estudiar canto con una de las mejores profesoras de toda Colombia. Ahora, en la distancia, todos aquellos consejos y estrategias sociales que la Petrova le había transmitido, se manifestaban cruciales para llegar a donde se encontraba.

«Debes hacer siempre un rastreo de compañeros cuando llegues a una nueva producción» continuaba con aquella voz maternal, «mi mamochka siempre lo hacía», y ella escuchaba pacientemente una y otra vez las batallitas, anécdotas e historietas que Eva Petrova le relataba sobre la vida de su madre siendo soprano de la Academia Nacional de Ópera y Ballet, que más tarde se llamaría Teatro Mariinski. Lo contaba todo con sumo detalle, recreando el relato con las fotografías de la gran Irina —su madre— que iba descolgando de la pared, al mismo tiempo que se afanaba entretenida en limpiar con las mangas de su blusa aquellas que tenían el cristal moteado de polvo.

La Petrova había nacido en Colombia, de padres rusos, y el orgullo que sentía por sus orígenes estaba presente en sus comentarios y en todo lo que hablaba, de tal modo que parecía que confundiese realidad y ficción y las anécdotas le hubiesen sucedido a ella misma. Adela recordaba aquella época con nitidez, cuando siendo su alumna, escuchaba una y otra vez la historia rocambolesca de cómo su padre Alexey Petrov había llegado hasta Colombia. Los primeros días llegó incluso a interrumpirla, creyendo quizá que la confundía con otra alumna que aún no conocía la historia del señor Alexey, sin embargo, a la tercera vez, pudo entender que la profesora estaba adentrándose en aquella enfermedad injusta de cajones de recuerdos revueltos que ahora ella misma tanto temía.

«Mi padre, formó parte en los años treinta de una expedición de investigación naturista de Estudios Botánicos de la URSS» relataba la Petrova despacio y con la cara completamente embellecida, «durante seis meses estudiaron la flora y la fauna de las cuencas del Magdalena y del Amazonas», subía los brazos como si estuviese también narrándolo en lenguaje de signos. «Alexey, mi querido padre, quedó tan magnéticamente impresionado por el país que consiguió traerse a Irina, mi mamá y nunca más regresaron a Rusia», entonces bajaba las manos entrelazándolas como dispuestas a la oración y elevaba su mirada doliente hacia el óleo donde se encontraba el retrato excesivamente pigmentado de sus padres.

Aquel modo en el que Eva veneraba a sus progenitores, y en especial a su mamochka, como a ella le gustaba llamarla, no le parecía para nada algo común, pues encontrar una mujer que pudiese presumir de tener una excelente relación con su progenitora era como encontrar una aguja en un pajar. Pero la Petrova no, ella hablaba de su madre con ese recuerdo santificado que solo se les otorga a los muertos; la maravillosa madre y cantante que era, su fascinación por Colombia, cuánto la quería todo el mundo y, sobre todo, su buen carácter. «Porque a pesar de la nostalgia perpetua que la envolvía recordando siempre los tiempos en los que había sido soprano en el Teatro Mariinski, allí en su San Petersburgo natal» continuaba la Petrova emocionada, «mi mamá no perdió nunca su risa de cascabel».

Igualita que yo, reflexionó Adela para sí. Llevaba viviendo en Alemania desde hacía quince años y parecía que una parte de su alma no hubiera hecho nunca la mudanza. A menudo se preguntaba si esa sensación de estar fragmentada se iba a quedar para siempre, como seguramente le había sucedido a la señora Irina. Pero, sobre todo, si le daría un tinte sombrío al recuerdo que sus hijos tendrían de ella al morir, el mismo que la Petrova incorporaba a la homogénea y generosa gama de tonos pastel de su madre.

Eva había aprendido a cantar y a tocar el piano con su madre desde muy pequeña, pero sobre todo a honrar a los grandes rusos como Tchaikovsky, Kórsakov, Rachmaninoff o Stravinsky, que, como antepasados ilustres, pendían con orgullo de las paredes de su salón. Le sorprendía ver el rejuvenecimiento facial de la Petrova cuando le contaba todo aquello. Giraba la cara hacia los cuadros, y al hacerlo, las cejas se le alzaban, los pómulos y la frente se le expandían e incluso el propio timbre de voz, como en un estado de trance, parecía cambiarle, volviéndose más aniñado y jovial. «¡Cómo cantaba mi mamochka, qué bella voz tenía!». Luego retomaban los ejercicios de calentamiento de la voz y el salón volvía a inundarse de escalas y notas agudas, pero al poco, a la Petrova, se le iba de nuevo la mirada y desaparecía muy lejos a través del ventanal que daba al frondoso jardín de guanábanas y guayabas, como si pudiera estar viendo en aquel preciso momento a su propia madre, quién sabe en qué risas y en qué juegos de niñez.

Con la prematura muerte de sus padres, continuaba luego sombría, y viéndose tan joven y sola, se vio abocada a dar muy pronto lecciones de canto para ganarse la vida. «Ojalá pudieran verme ahora, convertida en una de las profesoras más solicitadas de toda Colombia», suspiraba volviendo a hacer sonar su viejo piano. «Mi querido Krasiviy», le decía, y al cerrarlo lo acariciaba tiernamente y se dirigía a él hablándole y pidiéndole que se despidiera de su alumna: «Di adiós a nuestra guapa Adela». Entonces ella no podía evitar sonreír de soslayo con una mueca acartonada, observando como aquel piano ya cerrado y enmudecido solo le devolvía su reflejo encerrado en el chapado negro y elegante.

¡Vaya!, y más que elegante se había personado en ese primer día de presentación de la compañía de Don Giovanni su amigo y querido Antonio. Era un disfrute seguirlo con la mirada, viendo cómo se desenvolvía con soltura entre los conocidos y desconocidos con aquella destreza que tenía para culebrear armoniosamente entre leones y hienas, memorizando desde el primer momento caras y nombres. ¡Cómo le envidiaba aquella capacidad!, era una especie de don que le permitía conectar enseguida con directivos de teatros, de orquestas y compañeros en general, relacionándose inteligentemente en aquel medio tan complicado. Y eso, precisamente, había sido lo primero que le había cautivado de él la primera vez que coincidieron, cantando una Flauta Mágica en el teatro de la Maestranza de Sevilla. Su sentido del humor ocurrente y al mismo tiempo tan elegante y certero fue sin duda lo que le hizo conectar con él enseguida, como si se conocieran de toda la vida. Parecía que fuese ayer y sin embargo… ¿Cúanto tiempo hacía de aquello? ¿Diez años tal vez? ¡Diez años!, se repitió asombrada mientras fijaba su mirada en Antonio.

Compartía ahora con él unos gestos burlones de complicidad mientras observaban juntos las estrambóticas posiciones en escena que el director había diseñado para ellos. Aunque se habían sentados juntos, no les hacía falta ni hablar, pues solo con mirarse ya sabían positivamente lo que pensaba uno del otro.

«La verdad es que Antonio está hoy especialmente atractivo». Le favorecía aquel pelo peinado hacia detrás que había sujeto seguramente con la ayuda de algún fijador o gel. «Mi querido Antonio, siempre tan camaleónico», Adela mordió la punta del lápiz. Era capaz de modificar incluso el aspecto de su peinado con tal de darle más realismo al personaje que debía representar, hasta en eso era rápido y sagaz, ¡buf!, ¡cuánto debía aún aprender de él!

Se detenían ahora curiosos en la lámina que mostraba la escenografía de uno de sus dúos, descifrando cómo sería la colocación de ambos. Solo con mirar la parábola ascendente que crecía de la comisura de la boca de Antonio, ella había entendido todo lo que él quería decirle. Y es que la elección de puestas de escena modernas e innovadoras era un tema recurrente que salía a menudo en sus conversaciones y que no les dejaba para nada indiferentes. Era obvio que el totalitarismo de algunos directores de escena había cambiado por completo el panorama musical de la ópera. Por supuesto que era un espectáculo visual, solían comentar, pero por encima de todo existía una partitura, la mayoría de las veces, magistralmente escrita, que debía ser interpretada no por contorsionistas o atletas del Circo del Sol, sino por cantantes cuyo instrumento, como decía Antonio, era el único del mundo vivo y por ende delicadísimo.

A medida que iban pasándose los bocetos, el murmullo entre la compañía crecía por momentos, incluso a más de uno se le había escapado una risita socarrona mientras jugaba con alguna de las láminas entre sus manos cambiándoles el sentido e intentando averiguar cuál era la posición exacta de las mismas. Ni el contenido sexual ni la disposición de los cantantes sobre el escenario estaba dejando indiferente a nadie, y las burlas, que iban aumentando entre susurros y miradas cómplices, a Adela le recordaba a los chorritos de orín que los niños disparaban retándose en desafío para ver quién llegaba más lejos. Don Giovanni intentaba hacerse con el liderazgo subiendo el volumen de voz, Donna Elvira lo hacía con los comentarios más ocurrentes, y el resto coreaba en mayor o menor medida a uno u a otro en función de su simpatía.

Adela se percató de que la diversión que causaba entre ellos aquella competición de juego de tirar de la cuerda, estaba haciéndoles olvidar sus formalismos y sus buenos modales. Temía que finalmente les llamaran la atención como a colegiales alborotados. De repente, un puñetazo violento sobre la alargada mesa que todos compartían, acompañado de un grito seco y rugiente, los sacó a todos de su estado de concordia fraternal de risas y mofas. Ya estaba bien, más atención, había exigido mirándolos a todos con los ojos brillantes de furia.

Guárenas no solo era famoso por su arte excéntrico; también lo era por su mal carácter, y ahora comenzaba a mostrarlo.

3

El equilibrio de la fragilidadLepidoptera

Ver a Olympia vomitando en el baño le evocaba a jóvenes quinceañeras destronadas después de una noche de fiesta en las que solían beber y hacer más de lo que debían. Aunque su instinto le decía que aquella alma tenía más de penas que de glorias. El papel del dispensador para secado de manos, que colgaba en la pared, le pareció lo más rápido para intentar ayudarla. Así que allí estaba, humedeciéndole la nuca y la frente como buenamente podía.

—Muchísimas gracias, Adela —verbalizó con voz entrecortada—. Es que no tengo un buen día.

—Tranquila Olympia.

Y vaya que no tenía un buen día, ni uno ni dos ni tres, pues desde el primer momento en que le puso el ojo encima, pudo percatarse de aquel halo fatalista que la circundaba y que parecía ser un imán perfecto para atraer problemas.

Habían transcurrido ya casi dos semanas desde el primer día de presentación. Olympia se incorporó más tarde que el resto de la compañía. Según sus cálculos y para ser más exacta, al menos tres o cuatro días después. Recordaba perfectamente el momento, porque al entrar en la sala de ensayo todas las miradas se giraron sobre ella. Y es que no era para menos. La aparición de Olympia recordaba a esas ninfas que asomaban semimuertas, pero desafiantes, en los cuadros de pintores de época victoriana. Su piel hipnótica y renacentista contrastaba con un cabello espeso y rojizo que, como un mar enfurecido, caía indómito por los hombros y resbalaba hasta casi la cintura. La imagen de su cuerpo esbelto y bien proporcionado apoyado en el quicio de la puerta desempolvó sus clases de historia del arte en el instituto, y en especial, la de aquellas esculturas griegas de curva praxiteliana en las que todo el peso descansaba sobre una sola pierna y la cadera permanecía como balanceada en la frágil inmovilidad. Por ese motivo, quizás, y siguiendo los consejos de la doctora Gertrud, le resultó fácil hacer las conexiones mentales pertinentes para recordar su nombre; Olympia, como las Olimpiadas, como la escultura helénica de la Venus de Milo.

En medio de todo aquel despliegue de belleza hiriente y lánguida sensualidad, destacaban dos ojos enormes y verduzcos que parecían ser la única parte enérgica de su cuerpo, pues como dos pajarillos sujetos por las patas, aleteaban desesperadamente en todas direcciones y casi sin control. Nada más verla, reconoció en ella a la actriz de cine mudo que asomaba enigmática en la fotografía cuatro por tres del dossier del primer día.

A medida que avanzaban los días de ensayos, aquel nerviosismo en los ojos de Olympia parecía gotear como un grifo abierto y amenazaba con inundarla por completo. Sin embargo, ahora no encontraba en ellos el brío ni la agitación, pues el verde vívido y resplandeciente había mutado al color opaco y mustio de la hierba pisada.

Decir que era una mujer dispersa embrutecería la cualidad regia que sin embargo parecía ennoblecerla. Pero era cierto que se mostraba a menudo poco concentrada, ella lo sabía bien, que no le quitaba el ojo de encima, sobre todo cuando Guárenas elucubraba acerca de las directrices y movimientos a seguir. Verla delinear siempre la misma rutina le resultaba curioso e incluso entretenido: entraba silenciosa en la sala de ensayos y se deslizaba de puntillas por detrás del equipo, luego, a cámara lenta y evitando cualquier ruido fortuito, dejaba su bolsa en una silla para finalmente entrar directa a ensayar y dar vida a su Zerlina. Si al llegar encontraba que la escena anterior iba retrasada y que debía esperar, entonces se apartaba espectral a la zona más penumbrosa de la sala, recogía su cabellera roja en una coleta y estiraba su cuerpo sinuoso en unos movimientos yógicos que terminaban por captar la atención de los pantalones heterosexuales de la sala.

Desde luego lo de llegar siempre apenas cinco minutos antes de que comenzaran sus escenas era una buena estrategia si lo que pretendía era ahorrarse cualquier contacto físico innecesario con el resto de la compañía. No obstante, ella había descubierto su secreto. La pilló in fraganti aquella tarde después de que Martin resollase ansioso queriendo recitarle el poema con el que había conseguido la nota más alta de su clase en pronunciación en la asignatura de lengua extranjera. Adela, estoicamente y, aún a sabiendas de que no iba sobrada de tiempo, escuchó orgullosa, pero intranquila, el poema de Claude Roy que su hijo le farfullaba a través de la videoconferencia por Skype. Sus ojos resplandecían mientras sostenía la hoja de papel entre sus manitas inocentes y temblorosas.

Le printemps vient après l’hiver

Et aprés la pluie, le beau temps…

El francés en su vocecilla impúber sonaba endulzado y esponjoso y a ella le hacía aflorar esa ternura singular y ese nudo en la garganta que solo el amor por sus hijos le generaba. Entre verso y verso, sin embargo, ella no podía dejar de comprobar la hora en su reloj de pulsera, calculando cuánto tiempo disponía para no llegar tarde al ensayo. Podía afirmar que la puntualidad era una de las muchas virtudes con las que el pueblo germánico la había enriquecido, y desde luego era un atributo esencial en una profesión como la suya. Al despedirse de Martin simplificó, con gran dolor de su corazón, el racimo de besos y carantoñas a los que lo tenía acostumbrado. Luego se echó a la calle con su bolso en una mano y la partitura en la otra, corriendo como una loca y avergonzada de ese aspecto absurdo y apocalíptico que siempre le pareció que tenían las personas impuntuales al correr. Hacerlo con ropa de deporte era algo habitual porque no solo no levantaba sospechas, sino que incluso ennoblecía al individuo. Pero correr con ropa de diario era algo de dementes, de insensatos, de amantes despechados y de impuntuales sin remedio. Se topó con Olympia al doblar la calle, justo antes de llegar a la entrada de artistas del teatro. Estaba allí, como un ovillo rojizo y de brazos cruzados, mimetizada con la pared inerte en la que se había apoyado. Al sentirse desenmascarada entró rápidamente con ella en el teatro, mientras con cara de delito improvisaba la excusa de haber estado esperando por un amigo que no llegaba. ¡Ja!, mentía por supuesto, no había ningún amigo ni nadie con quien se hubiera citado, porque no era la primera vez que la veía escondida como un felino escuchando tras la puerta de ensayos y aguardando por el momento justo para hacer su entrada.

Con otra de sus arcadas aprovechaba ahora para sujetarle a Olympia el pelo hacia atrás y evitar que se le manchase. Era denso, pero a la vez tremendamente suave, como las madejas sedosas con las que su abuela Hortensia tejía a todas horas sus típicas colchas de cuadros afganos para dejarle en herencia a sus nietas.

Definitivamente aquella chica no estaba bien. Temía que se corriese la voz acerca de sus vómitos y desmayos, y que por ende apareciese cualquier día una sustituta para su Zerlina. Si aquello sucedía iba a ser una verdadera lástima, pues en ella ocurría una extraña y particular metamorfosis al cantar: la oruga gris y atormentada, al subir al escenario, se transformaba en un bello lepidóptero que no solo resplandecía, sino que parecía convertirse en otra mujer, una que dominaba la situación y a su personaje, segura en lo vocal y en lo escénico.

Aquella mutación de un ser ausente y solitario a una mujer ficticia de rompe y rasga era un extraño fenómeno que ella, como buena detective de almas, necesitaba husmear con curiosidad de sabueso. Sus movimientos felinos, aquel toque coqueto y zalamero que ponía con maestría al servicio de su bella voz para cantar sus dos arias de Zerlina intentando recuperar las atenciones de su prometido Masetto, los cambios de intención en la modulación de su voz, y, por encima de todo, la envidiable suficiencia de no parecer necesitar de las indicaciones de Guárenas que, percatándose quizás de cómo la artista le superaba en iniciativas, apenas la corregía mientras la miraba con aquella cara suya, como de reloj daliniano.

Realmente su transformación era digna de estudio, pensaba Adela mientras la observaba en su esfuerzo titánico de arrojar fuera la bilis. De todas maneras, no sería la primera vez que se topaba con cantantes y actores que gozaban de esa cierta bipolaridad artística en la que, pudiendo ser tremendamente tímidos y esquivos fuera del escenario, se convertían luego en auténticas fieras sobre las tablas.

Hoy la había encontrado especialmente apagada y con un tono de piel que parecía amarillearse por momentos. Esquivaba la mirada cuando alguien intentaba un contacto visual con ella e incluso notó algo de brusquedad cuando Marco se le había acercado a tontear un rato en una pausa. Y eso que en la escena donde Don Giovanni intenta seducir a la aldeana Zerlina, ella mostraba una picardía fuera de lo común. Pero luego, y fuera del escenario, Marco se había llevado unas cuantas calabazas, y es que el supuesto amante de la heredera de las galletas Meister flirteaba con todas, y al final era como un perrito ladrador que poco mordía y que terminaba yéndose solo a su apartamento. Se le veía venir a la legua cuando le daban aquellos impulsos de marcaje de posesión que generaban más ridiculez que otra cosa.

Estaba claro que aquella fama de ligón que aparecía en la prensa de papel cuché tenía más de satinado que de realidad. A ella le había quedado claro nada más verlo, seguramente por una especie de superpoder que le proporcionaba la edad, porque a pesar de las arrugas y las carnes que comenzaban a gravitar, afortunadamente, el cumplir años también le aportaba una visión de rayos X capaz de distinguir a los playboys inofensivos de los realmente peligrosos, y Marco pertenecía, sin lugar a dudas, a los del primer grupo. Y eso, lógicamente era de lo que carecía Olympia, de edad.

Aprovechando el descanso, se había animado a seguirla mientras ella se alejaba serpenteando por los pasillos, rápida y huidiza. Sus pronósticos daban en el clavo, pues al encontrarla finalmente en el lavabo de mujeres, descompuesta y del color de la pared, supo que aquellos cambios bruscos en la tez de su compañera tenían un porqué.

—No te encuentras bien ¿verdad? – le puso la mano en el hombro.

Olympia rompió a llorar desconsoladamente al mismo tiempo que le suplicaba que no le hiciera preguntas, esforzándose en decir que todo estaba bien y que solo necesitaba desahogarse.

Un hueso durísimo de roer era lo que le estaba resultando la joven Zerlina, a la que, por otro lado, aún no se sentía capaz de hacerle su particular estudio psicológico. No lo había logrado ni a través de su sentido común y ni tan siquiera con el análisis de su calzado, porque con aquella manía de llegar a diario a la sala ya preparada y uniformada con su ropa de escena y unas zapatillas negras de tela elástica como las que usaban los actores y bailarines, no había manera. Para colmo, al no haber asistido el primer día a la presentación de la compañía, en la que todos, de una u otra manera, mostraron sus cartas o al menos ella las había intuido, no tenía pruebas suficientes para poder dictaminar a qué especie pertenecía aquella intrigante mujer. Ni siquiera aquella vez en que la pilló fuera del teatro y que, por culpa de las prisas y del nerviosismo de llegar tarde, se le había escapado la oportunidad de mirarle los pies.

Mientras Olympia se recomponía, Adela se animó a abrir el ventanuco que daba a una céntrica plaza para así poder respirar con alivio la brisa de aire y llenarse de sonidos mundanos que le devolvieran a la realidad. Había días que entraba al teatro en la mañana y no salía hasta por la noche, y lo hacía con la cabeza empapada de su Donna Anna, de correcciones y movimientos, sintiéndose como sonámbula en mitad de la calle y con aquella pesante sensación de irrealidad y de submundo que la envolvía al regresar a su apartamento. Sin embargo, habían transcurrido ya dos semanas de ensayos y en ese tiempo se sentía cada vez más cerca de aquella nueva ciudad, de sus callejuelas y terrazas que, abarrotadas de gente en busca de los primeros y ansiados rayos de sol primaverales, tomaban sus cafés y conversaban despreocupadamente tiñéndolo todo de risas y charloteo. Poco a poco, nuevos colores alegraban los parques y jardines, enverdeciéndolos y mezclándose con los bellos reflejos de los opalinos atardeceres que ella tanto disfrutaba y que tan diferentes eran a los de los Alemania.

Era cierto que se había enamorado de Berlín desde aquel primer día en que llegó con su flamante maleta marca Totto, la beca de la Fundación Carolina, y todas las ganas e ilusiones que un corazón joven pudiese albergar. Y es que era una ciudad magnífica que le aportaba muchísimo; poder disfrutar de Rembrandt en la pinacoteca de la Gemäldegalerie, acudir de espectadora a la Berliner Philharmonie, tomar una copa de champán con sabor a cabaré de los años veinte en el Jeder Vernunft con el grupo de amistades que había hecho en todo aquel tiempo… Pero, aunque llevaba viviendo allí más de quince años, su cuerpo caribeño no terminaba de aclimatarse al frío seco que le inmovilizaba las manos y le enrojecía la cara. Necesitaba del calor que templaba sus huesos y le cosquilleaba el alma, como el de aquella ciudad mediterránea en la que ahora se encontraba. Tenía otros colores, otro bullicio y por descontado otra alegría, la que solo se hallaba en los lugares donde el sol calentaba lo suficientemente fuerte como para penetrar en la idiosincrasia de sus habitantes, y aquello, de alguna manera, la acercaba un poco más a su Colombia natal y le devolvía una conexión consigo misma que su corazón empezaba a pedir a gritos.

En medio de la ráfaga de perfume que Olympia se había echado por la nuca y el cabello, se sintió flotar. Era un olor agradable del que se adivinaban cítricos y florales luchando por hacerse notar entre las dosis de alcohol que completaban la fragancia. No pudo evitar sentir algo de lástima por ella, imaginándosela por un momento como una pequeña flor de jazmín, blanquecina y vulnerable, batallando por intentar subsistir entre ventiscas de hormonas y oleadas de etanol.

Ella, sin embargo, podía afirmar que se había hecho con la ciudad, se sentía bien ubicada espacial y anímicamente, y mucho más cómoda ya con su Donna Anna vertiginosa. Parecía mentira, pero apenas dos semanas de ensayos eran suficientes para hacerse una idea muy aproximada de quién era quién entre sus compañeros de reparto e incluso de intimar algo más con los ya conocidos. Afortunadamente ya estaban todos los que componían aquella producción del Don Giovanni de Mozart, de Guárenas y de Vincenzo Lucano, y ella tenía ya, a grandes rasgos, el análisis completo de todos. De todos menos… el de la huidiza Olympia a la que contemplaba ahora fragmentada como una mujer picassiana intentando también inhalar algo de oxígeno por la ventana. Se fijó en el planetario de puntos cobrizos que salpicaban sus brazos delgados, y en cómo disfrutaba el placer casi sexual que le daba la bocanada de aire en la cara, abriendo la boca y acariciándose el cabello coralino.

¿Tendría alguien cercano en la producción con quien compartir el día a día? Seguramente la respuesta era un rotundo no, pues obviamente todos los indicios demostraban que no solo parecía estar bastante sola, sino que ella misma alimentaba aquella situación con su comportamiento esquivo, dando la impresión de estar huyendo de algo o de alguien.

Tener una persona de confianza en las producciones le parecía algo vital para sentirse menos sola y desubicada y por eso no le extrañaba que Olympia estuviese desmoronándose cual pequeño castillo de arena. Sin embargo, ella no podía estar más feliz, se sentía segura y encantada de compartir aquel Don Giovanni con Antonio. Desde luego una fortuna, no solo por tratarse de uno de sus mejores amigos, sino por el disfrute artístico que le suponía cantar su Donna Anna junto a él. Todos los momentos que compartían no tenían precio. En verdad disfrutaban hablando como cotorras o poniéndose al día con sus vidas como dos adolescentes frente a una taza de café.

Como ayer mismo que habían estado diseccionando las voces del cast en el Coming out, el bar que tanto le gustaba frecuentar a Antonio y del que ella también se estaba encariñando.

El ambiente no era comparable desde luego al del Art Nouveau de su Jeder Vernunft, pero sin embargo tenía un algo especial. Quizás fuesen aquellas fotografías en blanco y negro de Rock Hudson, Cary Grant y Marlene Dietrich que colgaban de las paredes y adornaban servilleteros y cartas de menú, o tal vez los cócteles exóticos y sabrosísimos con nombres cinematográficos que servían allí. Por no hablar de la luz nebulosa de final de Casablanca que invitaba a hablar de intimidades crepusculares, aquellas que eran preferible degustar en secreto y alejados de testigos. Como las opiniones mordaces que Antonio le había revelado mientras le cogía la mano en aquel gesto fraternal, de hermandad de críticos musicales.

4

La Bella dolienteMorphinae azul

—¿Te has fijado en el vibrato feroz del barítono?— Antonio había dejado su cóctel Vesper a un lado para picotear en el cuenco de patatas fritas.

Según él, le oscilaba tanto la voz que incluso daba la impresión de estar siempre desafinado casi un tono por debajo. Y eso que no paraba de ponerse la mano en la oreja a modo de trompetilla.

Luego coincidieron en cómo el otro cantante alzaba al mismo tiempo la laringe y los talones cada vez que atacaba las notas más agudas. El otro oprimía siempre sus antrebrazos contra el pecho para poder enfrentarse a los graves, o cómo la mezzo utilizaba su recurrente excusa del reflujo para no cantar casi nunca a voz. No paraban de reír y Adela temía que la pareja de la mesa de al lado, que los miraba por encima del hombro, achacara su jolgorio al cóctel French 75 que ella ya casi se había fulminado. Posiblemente aquella mezcla de ginebra, zumo de limón, champán y vino espumoso estuviese desinhibiendo su lengua más de lo acostumbrado, pero sin duda los comentarios de Antonio le resultaban realmente chistosos.

—Adela, nosotros no criticamos —disimulaba Antonio envarándose en su silla con una fabricada compostura, mientras se prensaba el lateral derecho del cabello con un mano y la otra la apoyaba con familiaridad sobre la suya.