Barco de esclavos - Marcus Rediker - E-Book

Barco de esclavos E-Book

Marcus Rediker

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Beschreibung

El prestigioso historiador Marcus Rediker arroja luz sobre los rincones más oscuros de los barcos esclavistas británicos y estadounidenses del siglo XVIII, instrumento imprescindible de la mayor migración forzada de la historia y una de las claves de los orígenes y el crecimiento del capitalismo global. Basándose en treinta años de investigación en archivos marítimos, registros judiciales, diarios y relatos de primera mano, reconstruye con escalofriante detalle un mundo casi perdido en la historia: las «cárceles flotantes» al frente del nacimiento de la cultura afroamericana, el eslabón perdido en la cadena de la esclavitud estadounidense. Durante tres siglos, los barcos de esclavos transportaron a millones de personas desde las costas de África hasta las Américas a través del Atlántico. Se sabe mucho sobre el comercio de esclavos o el sistema de plantaciones estadounidense, pero poco sobre los barcos que lo hicieron posible. Rediker recrea el drama humano que se desarrollaba en estas embarcaciones, las vidas, muertes y terrores de capitanes, marineros y esclavos a bordo de una «prisión flotante» rodeada de tiburones. Desde un joven africano secuestrado de su aldea y vendido como esclavo por una tribu vecina hasta un aspirante a sacerdote que acepta un trabajo como marinero en un barco de esclavos, aquí se narra una historia de tragedia y terror, pero también de resiliencia y supervivencia. Un documento imprescindible que restaura el barco de esclavos a su lugar legítimo junto a la plantación como instituciones formadoras de la esclavitud, un retrato vívido e inolvidable del barco fantasma de nuestra conciencia moderna.

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Introducción

Acostada en el fondo de la canoa en tres o cuatro pulgadas de agua sucia, con una manta tejida tirada sobre el cuerpo, extenuada del viaje, la mujer sentía el rítmico golpeteo de los remos de los bonnis, pero no veía a dónde la llevaban. Había viajado durante tres lunas desde el interior, la mayor parte del tiempo en canoas río abajo y a través de pantanos. A lo largo del camino la habían vendido varias veces. En el barracón de la casa de las canoas, donde había permanecido con otra docena de personas durante varios días, se había enterado de que esta etapa del viaje estaba llegando a su fin. Ahora se alzó sobre el torso mojado de otro cautivo tendido, y después se apoyó en el costado de la canoa, para poder alzar la cabeza y mirar por encima de la proa. Allá adelante estaba el owba coocoo, el barco temido, hecho para cruzar el «agua grande». Lo había oído mencionar cuando se proferían las amenazas más terribles en su aldea, donde ser vendido a los blancos y llevado a bordo del owba coocoo era el peor castigo imaginable.[1]

La canoa cabeceaba sobre los rompientes espumeantes, y cada vez que la proa se hundía, la mujer lograba tener un atisbo del barco, que semejaba una isla de forma extraña en el horizonte. Cuando se aproximaron, le pareció similar a una enorme caja de madera con tres altas astas verticales. Se levantó un viento, y sintió un olor peculiar —aunque no desconocido— a sudor: era el olor acre del miedo con un agrio regusto a enfermedad. La estremeció un escalofrío.

Vio un banco de arena a la izquierda de la canoa y tomó una decisión. Los remos golpearon suavemente el agua, dos, tres, cuatro veces, y la mujer saltó por el costado de la canoa y nadó furiosamente para escapar de sus captores. Oyó a un par de remeros tirarse al agua en su persecución. De inmediato escuchó una nueva conmoción, miró por encima del hombro y los vio regresar a la canoa. Cuando vadeaba hacia la orilla del banco, vio a un tiburón gris grande y macizo, de unos dos metros y medio de largo, con un hocico redondeado y chato y unos ojitos pequeños, que se deslizaba junto a la canoa y se dirigía directamente hacia ella. Maldiciendo, los hombres golpearon al tiburón con los remos, vararon la canoa, saltaron y vadearon hasta llegar a la mujer. No tenía a dónde huir en el banco de arena, y el tiburón le imposibilitaba volver al agua. Se resistió, pero no le valió de nada. Los hombres le ataron las muñecas y las piernas con una liana áspera y la volvieron a lanzar al fondo de la canoa. Comenzaron a remar de nuevo y pronto empezaron a cantar. Al poco rato, la mujer oyó, primero tenuemente, después con creciente claridad, otros sonidos: las olas que rompían contra el casco del gran barco, sus maderas chirriantes. Y a continuación, gritos sofocados en un idioma extraño.

Con cada vigoroso golpe de los remos el barco se tornaba más grande y aterrador. Los olores se hacían más fuertes y los sonidos más altos: llantos y lamentos de un lado, y un canto bajo y melancólico del otro; el ruido anárquico de niños subrayado por el ritmo que llevaban unas manos sobre la madera; una o dos palabras comprensibles llevadas por el viento; alguien que pedía menney, agua; otro que lanzaba un maleficio apelando a myabecca, los espíritus. Mientras los canoeros maniobraban su embarcación para ponerla paralela al barco, vio rostros oscuros enmarcados por pequeñas aberturas en el costado de la nave, por encima de la línea de flotación, que miraban con fijeza. Por encima de su cabeza, docenas de mujeres y niños negros, y unos pocos hombres de caras rojas, contemplaban los acontecimientos por sobre la barandilla. Habían presenciado el intento de fuga en el banco de arena. Los hombres llevaban machetes y daban órdenes con voces duras y roncas. Había llegado al barco de esclavos.

Los canoeros zafaron sus ataduras y la empujaron hacia una escala de cuerdas que subió con las otras quince personas que venían en la canoa, todas desnudas. Varios de los hombres subieron con ellos, al igual que el comerciante negro con el sombrero de galones dorados que los había acompañado desde la casa de las canoas hasta el owba coocoo. La mayoría de los miembros de su grupo, ella incluida, se sintieron asombrados por lo que veían, pero un par de los cautivos varones parecían extrañamente tranquilos y hasta les hablaban a los blancos en su lengua. Este era un mundo diferente al que conocía: un mundo de árboles altos, despojados de su corteza, sin ramas; de extraños instrumentos; y de un sistema de cuerdas que se remontaba hacia lo alto. Cerdos, cabras y aves deambulaban por la cubierta principal. Uno de los blancos tenía una cotorra, otro un mono. El owba coocoo era tan grande que hasta tenía su propio ewba wanta (bote) a bordo. Otro blanco, muy sucio, le dirigió una mirada lasciva, hizo un gesto obsceno y trató de agarrarla. La mujer saltó sobre él, le clavó las uñas en la cara y le sacó sangre de varios lugares antes de que el hombre lograra librarse de ella y le propinara tres fuertes azotes con el pequeño látigo que llevaba. El comerciante negro intervino y se la llevó a empujones.

Mientras recobraba la calma, la mujer examinó los rostros de los demás prisioneros de la cubierta principal. Todos eran jóvenes, algunos niños. En su aldea la consideraban una mujer de mediana edad, pero aquí era una de las más viejas. La habían comprado solo porque el astuto comerciante negro había vendido un gran lote, lo que no le había dejado al capitán otra opción que tomar lo que se le ofrecía: todo o nada. En el barco sería una anciana.

Muchas de las personas que estaban en la cubierta parecían hablar su idioma, el igbo, aunque muchas lo hacían de manera distinta a ella. Reconoció a un par de grupos de personas de su región natal, los sencillos appas y los más oscuros y robustos ottams. Más tarde se enteraría de que muchos de los cautivos llevaban varios meses en el barco. Los marineros habían bautizado a los dos primeros que llegaron con los nombres de Adán y Eva. Tres o cuatro barrían la cubierta; muchos se lavaban. Los marineros repartían pequeños cuencos de madera para la comida de la tarde. El cocinero del barco les servía carne y pan a algunos, a otros, el más familiar ñame con aceite de palma.

La cubierta principal bullía de ruidosa actividad. Un blanco de piel negra, un marinero, gritó «Domona!» (silencio) para acallar el estruendo. Otros dos blancos parecían ser especialmente importantes en todo lo que ocurría. El hombre grande que estaba a bordo era el capitán, cuya palabra hacía ponerse en movimiento de inmediato a los otros blancos. Él y el médico se dedicaron afanosamente a revisar a los recién llegados: la cabeza, los ojos, los dientes, los miembros y el vientre. Inspeccionaron a una familia —una pareja con un hijo— llegados en la misma canoa que ella. Llevaron al hombre, con lágrimas en los ojos, a través de la puerta de la barricada, hacia la parte delantera del barco. Desde atrás de la barrera, la mujer oyó los gritos de otro hombre que recibía pem pem, una paliza. Reconoció su angustiada entonación: era un ibibio.

Poco después de que la examinaran, un blanco le gritó: «¡Abajo! ¡Ahora! ¡Rápido!», y la empujó hacia un gran hueco cuadrado en la cubierta. Una joven que se encontraba cerca temió que no hubiera entendido la orden y le susurró apresuradamente: «Gemalla! Geven gwango!». Cuando comenzó a descender por una escala hacia la cubierta inferior, un hedor terrible le llegó a las narices y la hizo sentir repentinamente mareada, débil, con náuseas. Sabía que era el olor de awawo, la muerte. Emanaba de dos mujeres enfermas que yacían solas en un rincón oscuro, sin que nadie las atendiera, cerca de la athasa o «tina para las necesidades», como la llamaban los blancos. Las mujeres murieron al día siguiente y sus cuerpos fueron lanzados por la borda. Casi al instante, las aguas circundantes se encresparon, se arremolinaron y enrojecieron. El tiburón que había seguido su canoa al fin comía.

La historia de esa mujer es uno de los actos de lo que el gran estudioso y activista afronorteamericano W. E. B. Du Bois llamó «el drama más tremendo de los últimos mil años de la historia humana» —«diez millones de seres humanos arrancados de la oscura belleza de su continente natal y trasladados al recién descubierto Eldorado de Occidente. Fue un descenso al infierno»—. Expropiada de su tierra natal, la mujer fue llevada a la fuerza a bordo de un barco de esclavos para ser transportada a un nuevo mundo de trabajo y explotación, donde probablemente produjo azúcar, tabaco o arroz para enriquecer a su propietario. Este libro sigue sus huellas, y las de otros como ella, hasta los grandes barcos, esas extrañas y poderosas máquinas europeas que lo hicieron todo posible.[2]

Ese drama épico se desarrolló en incontables escenarios durante un largo período de tiempo, y no tuvo como protagonista a un individuo, sino que contó con un reparto de millones de actores. A lo largo de los casi cuatrocientos años de la trata, desde fines del siglo XV hasta finales del siglo XIX, 12,4 millones de individuos fueron transportados en barcos de esclavos y desembarcados en cientos de puntos distribuidos a lo largo de miles de kilometros al otro lado del Atlántico. En esa terrible travesía murieron 1,8 millones de ellos y sus cuerpos fueron arrojados al mar, a los tiburones que seguían a las naves. La mayoría de los 10,6 millones que sobrevivieron fueron lanzados a las fauces ensangrentadas de un mortífero sistema de plantación, al que, a su vez, los cautivos opusieron resistencia de todas las formas imaginables.[3]

Pero ni siquiera esas cifras extraordinarias revelan la magnitud del drama. Muchos de los capturados en África murieron mientras marchaban hacia los barcos en partidas y cáfilas (como recuas humanas), aunque la ausencia de documentos imposibilita conocer exactamente cuántos fueron. Los estudiosos estiman en la actualidad que, dependiendo del momento y el lugar, entre una décima parte y la mitad de los cautivos morían entre el lugar en el que eran esclavizados y el barco. Una estimación conservadora del 15 % —que incluiría a los muertos en tránsito y en los barracones y factorías de la costa— apunta a otros 1,8 millones de muertes en África. Otros 750.000 habrían fallecido durante el primer año de trabajo en el Nuevo Mundo. De etapa en etapa —expropiación en África, cruce del Atlántico, explotación inicial en las Américas—, murieron aproximadamente 5 millones de hombres, mujeres y niños. Otra manera de considerar la pérdida de vidas sería decir que unos 14 millones de personas fueron esclavizadas para generar un «producto neto» de 9 millones de trabajadores atlánticos esclavizados que sobrevivieron durante más tiempo. El «drama más tremendo» de Du Bois fue una tragedia.[4]

El llamado período dorado de ese drama fue el que medió entre 1700 y 1808, en el que se trasladó a más cautivos que en ningún otro, aproximadamente a dos tercios del total. Más del 40 % de ellos, unos tres millones, fueron transportados en barcos británicos y norteamericanos. Ese período, esos barcos, sus tripulaciones y sus cautivos son el tema de este libro. Durante ese lapso, la tasa de mortalidad en los barcos descendió, pero el número absoluto de muertes sigue siendo pasmoso: casi un millón de personas murió en la trata, un poco menos de la mitad de ellas en el comercio organizado a partir de puertos británicos y norteamericanos. Las cifras resultan más escalofriantes porque quienes organizaban ese comercio de seres humanos conocían las tasas de mortalidad y aun así siguieron adelante. La «merma» humana simplemente formaba parte del negocio: era algo que se calculaba al planificarlo. El escritor africano Ottobah Cugoano, veterano él mismo del traslado forzado, lo denunciaría —junto a otros que fundaron un movimiento transatlántico en pro de la abolición de la trata en la década de 1780— como un simple y sencillo asesinato.[5]

¿De dónde venían y a dónde iban quienes se vieron atrapados en ese drama? Entre 1700 y 1808, comerciantes británicos y norteamericanos enviaron barcos de transporte de esclavos básicamente a seis regiones de África: Senegambia, Sierra Leona o Costa de Barlovento, Costa del Oro, Ensenada de Benín, Ensenada de Biafra y África Centro-Occidental (Congo, Angola). Los barcos trasladaban a los cautivos sobre todo a las islas azucareras británicas (donde se compraba a más del 70 % de los esclavos, casi la mitad de ellos en Jamaica), pero cantidades apreciables también llegaban a manos de compradores franceses y españoles como resultado de un tratado especial que recibía el nombre de Asiento. Alrededor de uno de cada diez era enviado a un destino en América del Norte. La mayor parte de esos iban a Carolina del Sur y Georgia, y un número sustancial también llegaba a Chesapeake. Un nuevo acto del drama comenzaba cuando los cautivos salían trastabillando de los barcos.[6]

En las cubiertas bamboleantes del barco de esclavos se representaron una y otra vez, en el curso del largo siglo XVIII, cuatro dramas humanos distintos, aunque relacionados. Cada uno de ellos fue significativo en su tiempo, y lo sigue siendo en el nuestro. Los actores de esos dramas eran el capitán del barco, la abigarrada tripulación, el grupo multiétnico de los esclavizados y, hacia el final del período, los abolicionistas provenientes de la clase media y el público lector metropolitano al que apelaron tanto en Gran Bretaña como en Norteamérica.

El primer drama se centraba en las relaciones entre el capitán del barco de esclavos y su tripulación, hombres que, en el lenguaje de la época, no debían tener «ni dedos ni narices delicados», dado que el de ellos era un oficio sucio en casi todos los sentidos posibles.[7] Los capitanes eran hombres rudos, exigentes, famosos por su concentración de poder, su fácil recurso al látigo y su capacidad para controlar a grandes cantidades de personas. El mando violento se aplicaba casi tanto a las rudas tripulaciones de los barcos de esclavos como a los cientos de cautivos que transportaban. La disciplina a menudo era brutal, y muchos fueron los marineros azotados hasta la muerte. Además, para los marineros de la trata, las raciones eran escasas, los salarios solían ser bajos y la tasa de mortalidad era alta, tanto como la de los esclavos, como han demostrado los estudios modernos. Los marineros resumían esta verdad fatídica en una sentencia:

Alerta y cuidado

con la Ensenada de Benín;

de cuarenta que entran,

uno podrá salir.[8]

Muchos morían, algunos perdían la vista y un gran número quedaba discapacitado de por vida. Por tanto, los capitanes y las tripulaciones chocaban a menudo, como indican incluso sus nombres: Samuel Pain era el violento capitán de un barco de esclavos; Arthur Fuse era un marinero y un amotinado.[9] ¿Cómo reclutaban los capitanes a los marineros para ese comercio mortífero, y cómo se desarrollaban a partir de ahí sus nexos? ¿Cómo cambiaban las relaciones entre el capitán y la tripulación una vez que los esclavos subían a bordo?[10]

La relación entre los marineros y los esclavos —basada en la alimentación forzada de forma inhumana, azotes, violencia ocasional de todo tipo y la violación de cautivas— constituía el segundo drama. El capitán presidía sobre esta interacción, pero los marineros cumplían sus órdenes de llevar a los cautivos a bordo, estibarlos bajo cubierta, alimentarlos, obligarlos a hacer ejercicios («bailar»), preservar su salud, disciplinarlos y castigarlos; en resumen, transformarlos gradualmente en mercancías para el mercado internacional de trabajo. Este drama también incluía una resistencia infinitamente creativa de los trasladados, que iba desde las huelgas de hambre hasta el suicidio y la insurrección, pero contenía también apropiaciones selectivas de la cultura de los captores, sobre todo el idioma y los conocimientos técnicos, como, por ejemplo, los relativos al funcionamiento del barco.

Un tercer drama simultáneo tenía que ver con el conflicto y la cooperación entre los esclavizados, dado que eran personas de clases, etnias y géneros diferentes amontonadas en la horrorosa cubierta inferior del barco de esclavos. ¿Cómo lograba comunicarse esta «multitud de negros de todo tipo encadenados juntos»? Encontraron maneras de intercambiar información valiosa sobre todos los aspectos de su situación, el lugar al que se dirigían y su suerte futura. En medio de la brutal prisión, del terror y la muerte prematura, se las ingeniaron para dar una respuesta creativa y afirmadora de la vida: idearon nuevas lenguas, nuevas prácticas culturales, nuevos vínculos y una comunidad naciente de quienes viajaban juntos. Se llamaban unos a otros «carabela»,[11] lo que equivalía a «hermano» o «hermana», y con ello dieron origen a una relación de parentesco «ficticia», pero muy real, para reemplazar la que había sido destruida por su secuestro y esclavización en África. Su creatividad y resistencia los hizo colectivamente indestructibles, y en eso residió lo tremendo del drama.[12]

El cuarto y último drama no se desarrolló en los barcos, sino en las sociedades civiles británica y norteamericana, a medida que los abolicionistas pintaron un cuadro tras otro de la travesía atlántica para consumo del público lector metropolitano. Ese drama se centró en la imagen del barco de esclavos. Thomas Clarkson se trasladó a los muelles de Bristol y Liverpool para recoger información sobre la trata. Pero una vez que sus sentimientos antiesclavistas se hicieron conocidos, los comerciantes de esclavos y los capitanes de barco comenzaron a evitarlo. El joven caballero educado en Cambridge empezó a entrevistar a marineros que tenían una experiencia de primera mano sobre la trata, quejas que presentar e historias que contar. Clarkson reunió esa información y la empleó para combatir a comerciantes, propietarios de plantaciones, banqueros y funcionarios gubernamentales; en resumen, a todos los que tenían intereses creados en la trata y en la más vasta institución de la esclavitud. El éxito del movimiento abolicionista radicaba en tornar real para el público británico y norteamericano el terror omnipresente y enteramente instrumental del barco de esclavos, que era su característica definitoria. El «drama más tremendo» tuvo un convincente acto final: el diagrama del Brooks, que mostraba a 482 esclavos «bien estibados», distribuidos en las cubiertas de la nave, y que contribuyó a que el movimiento lograra la abolición de la trata.

El año 1700 marcó el inicio simbólico del drama en Gran Bretaña y las Américas. Aunque comerciantes y marineros habían participado desde hacía largo tiempo en el comercio de esclavos, ese fue el año en que se produjo el primer viaje negrero del que se tenga registro desde Rhode Island, que se convertiría en el centro del comercio de esclavos norteamericano, y desde Liverpool, que sería el centro del británico y, hacia fines del siglo, de toda la trata atlántica. A fines de mayo de 1700, el Eliza, cuyo capitán era John Dunn, zarpó de Liverpool hacia un destino no especificado en África, y de allí a Barbados, donde desembarcó a ciento ochenta esclavos. En agosto, Nicholas Grove fue el capitán del Thomas and John en un viaje desde Newport (Rhode Island) hasta un destino no especificado en África y después a Barbados, donde, auxiliado por su tripulación, desembarcó a setenta y un cautivos de su pequeña nave. Cientos de barcos de esclavos zarparían de esos puertos y otros en el siglo venidero.[13]

A pesar de las variaciones en las cifras de los transportados en los barcos, así como de sus orígenes y destinos, el barco de esclavos cambió relativamente poco entre 1700 y 1808. Con el tiempo, los barcos aumentaron un poco de tamaño y se tornaron más eficientes, al emplear menos tripulantes en relación con el número de esclavos a bordo. Y sin duda crecieron en número, para hacerse cargo del mayor volumen de cuerpos que transportar. Su atmósfera se hizo menos malsana: la tasa de muertes, tanto de marineros como de esclavos, descendió, sobre todo a fines del siglo XVIII. Pero los detalles esenciales del manejo de un barco esclavista, desde la navegación hasta la estiba, pasando por la alimentación y la ejercitación del cargamento humano, se mantuvieron más o menos iguales a lo largo del período. Para decirlo de otra manera, a un capitán, un marinero o un cautivo africano que hubieran viajado en un barco esclavista en 1700 la escena les habría resultado familiar un siglo después.[14]

Lo que todos ellos encontraban en el barco de esclavos era una extraña y potente combinación de máquina de guerra, prisión móvil y fábrica. Artillado con cañones y provisto de un extraordinario poder de destrucción, el barco, con su capacidad bélica, podía emplearse contra otros navíos, fuertes y puertos europeos, en una guerra tradicional entre naciones, o, algunas veces, contra navíos y puertos no europeos, en misiones imperiales de comercio o conquista. En el barco de esclavos se desarrollaba una guerra interna, dado que los miembros de la tripulación (convertidos en guardianes de prisión) combatían contra los esclavos (los prisioneros) apuntándoles con sus armas cuando planeaban fugas e insurrecciones. Los marineros también «producían» esclavos en el barco en su condición de fábrica, al duplicar su valor a medida que se trasladaban de un mercado en el Atlántico oriental hacia otro en el Atlántico occidental, y contribuían a crear la fuerza de trabajo que alimentaba una economía mundial en crecimiento a partir del siglo XVIII. Al producir trabajadores para las plantaciones, el barco-fábrica también producía «raza». Al inicio de la travesía, los capitanes contrataban una tripulación heterogénea de marineros que, en la costa africana, se convertían en «blancos». Al inicio de la ruta, los capitanes llevaban a bordo del barco una suma multiétnica de africanos que, en el puerto de las Américas, se transformaban en «negros» o en «la raza negra». Por tanto, el viaje transformaba a quienes lo hacían. La capacidad bélica, el aprisionamiento y la producción fabril de fuerza de trabajo y raza dependían de la violencia.

Tras muchos viajes y un leal servicio a la economía atlántica, el barco de esclavos comenzó a navegar por aguas tempestuosas. Los oponentes de la trata lanzaron una intensa campaña de agitación transatlántica y lograron finalmente que los barcos de esclavos dejaran de navegar, o al menos, tras la aprobación de nuevas leyes por los Gobiernos británico y norteamericano en 1807 y 1808, respectivamente, que dejaran de hacerlo legalmente. El tráfico ilegal continuó durante muchos años, pero se había arribado a un momento decisivo en la historia de la humanidad. La abolición, unida a un trascendental acontecimiento coetáneo, la Revolución haitiana, marcó el inicio del fin de la esclavitud.

* * *

Curiosamente, muchas de las crudas historias del gran drama nunca se han contado, y el barco de esclavos ha sido un tópico poco abordado en la vasta literatura histórica sobre la trata atlántica. Se han realizado excelentes investigaciones sobre los orígenes, la duración, la escala, los flujos y las ganancias del comercio de esclavos, pero no existe ningún estudio amplio de la embarcación que hizo posible ese comercio que transformó el mundo. No existe ningún estudio del mecanismo empleado para la mayor migración forzada de la historia, que fue, en más de un sentido, la clave de toda una fase de la globalización. No existe ningún análisis del instrumento que facilitó la «revolución comercial» de Europa, su instauración de plantaciones e imperios globales, su desarrollo del capitalismo y, con el tiempo, su industrialización. En resumen, el barco de esclavos y sus relaciones sociales moldearon el mundo moderno, pero su historia sigue siendo desconocida en más de un sentido.[15]

Los estudios sobre el barco de esclavos son escasos, pero los que abordan la trata son tan vastos y profundos como el Atlántico. Sobresalen entre ellos el de Philip Curtin, The African Slave Trade: A Census (1969), que marcó un hito; el clásico de Joseph Miller, Way of Death: Merchant Capitalism and the Angolan Slave Trade, 1730–1830 (1988), que explora la trata portuguesa desde el siglo XVII hasta el XIX; la gran síntesis de Hugh Thomas, La trata de esclavos. Historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870 (1997); y la elegante microhistoria de Robert Harms The Diligent, sobre un viaje de dicha embarcación desde Francia a Ouidah, y de allí a Martinica, en 1734-1735. La publicación de The Trans-Atlantic Slave Trade: A Database, cuya compilación, edición e introducción estuvieron a cargo de David Eltis, Stephen D. Behrendt, David Richardson y Herbert S. Klein, constituye un extraordinario logro académico.[16] Otros estudios importantes de la trata pertenecen al mundo de la literatura, y son obra, entre otros, de Toni Morrison, Charles Johnson, Barry Unsworth, Fred D’Aguiar, Caryl Phillips y Manu Herbstein.[17]

Lo que sigue no es una nueva historia de la trata, sino algo más modesto. Se trata de una narrativa que utiliza tanto los abundantes estudios sobre el tema como materiales nuevos para examinar la cuestión desde otro punto de vista: el de las cubiertas de un barco de esclavos. Tampoco es un examen exhaustivo del asunto. Aún está por escribirse una historia más general que compare y relacione los barcos de esclavos de todas las potencias atlánticas, no solo de Gran Bretaña y las colonias norteamericanas, sino también de Portugal, Francia, Holanda, España, Dinamarca y Suecia. Debe prestársele más atención también a los vínculos entre las sociedades africanas y el barco de esclavos en la margen oriental del Atlántico, y entre el barco de esclavos y las sociedades de plantación de las Américas en la occidental. Todavía hay mucho que aprender del «drama más tremendo de los últimos mil años de historia humana».[18]

Centrar la atención en el barco de esclavos incrementa el número y la diversidad de los actores del drama y torna a este más complejo desde la introducción hasta el epílogo. Si hasta este momento los protagonistas han sido grupos relativamente reducidos, aunque poderosos, de comerciantes, plantadores, políticos y abolicionistas, el reparto incluye ahora a millares de capitanes, centenares de miles de marineros y millones de esclavos. De hecho, los esclavos aparecen ahora como los primeros y fundamentales abolicionistas al verlos batallar día a día contra las condiciones de su esclavización a bordo de los barcos y, con el tiempo, ganar aliados entre los activistas metropolitanos y los marineros disidentes, los santos de clase media y pecadores proletarios. Otros actores importantes fueron los gobernantes y comerciantes africanos, así como los trabajadores ingleses y norteamericanos que se sumaron a la causa de la abolición y la convirtieron en un exitoso movimiento de masas.[19]

¿Por qué una historia humana? Barry Unsworth señaló una de las razones en su novela épica Hambre sagrada. El comerciante de Liverpool William Kemp conversa con su hijo Erasmus acerca del barco de esclavos que, como se acaba de enterar por una carta, ha reunido a bordo su cargamento humano en África Occidental y puesto proa al Nuevo Mundo.

En esa habitación tranquila con su revestimiento de madera de roble, su alfombra turca y sus anaqueles llenos de libros de contabilidad y anuarios, a los dos personajes les habría resultado difícil hacerse una imagen veraz de las circunstancias imperantes en el barco o de la naturaleza del comercio en la costa de Guinea, incluso de haberse sentido inclinados a intentarlo. Difícil y, en cualquier caso, superfluo. Para funcionar con eficiencia —sencillamente para funcionar— hay que concentrarse en los efectos. Imaginarse cosas es malo para los negocios, no es dinámico. Si se insiste en ello, la mente puede sobrecogerse de horror. Contamos con gráficos y tablas y balances y declaraciones de filosofía corporativa que nos ayudan a mantenernos atareados y a salvo en el reino de la abstracción y a consolarnos con la idea de que nuestros esfuerzos y nuestras ganancias son legítimos. Y tenemos mapas.[20]

Unsworth describe una «violencia de la abstracción» que ha plagado desde un inicio el estudio de la trata. Es como si el uso de libros de contabilidad, anuarios, balances, gráficos y tablas —los reconfortantes métodos de los comerciantes— hubiera tornado abstracta y, por tanto, hubiera deshumanizado una realidad que, por razones morales y políticas, debe entenderse de manera concreta. Una etnografía del barco de esclavos contribuye a mostrar no solo la cruel realidad de lo que un grupo (o varios grupos) de personas estuvo dispuesto a hacerles a otros por dinero —o, mejor, por capital—, sino también cómo lograron ocultarse a sí mismos y ocultarle a la posteridad aspectos cruciales de la realidad y las consecuencias de sus acciones. Las cifras pueden ocultar la tortura y el terror omnipresentes, pero las sociedades europeas, africanas y americanas aún conviven con sus consecuencias: los múltiples legados de la raza, la clase y la esclavitud. El barco de esclavos es un navío fantasma que navega por los márgenes de la conciencia moderna.[21]

Quiero concluir con una nota personal: escribir este libro me ha resultado doloroso, y si le he hecho justicia a su tema, será doloroso de leer. No hay ni debe haber manera de evitarlo. Les ofrezco este estudio con la mayor reverencia a quienes sufrieron una violencia, un terror y una muerte casi impensables, firmemente convencido de que debemos recordar que esos horrores han sido, y siguen siendo, elementos centrales del capitalismo global.

[1]Esta reconstrucción de la experiencia de una mujer es una versión libre de la narración realizada por el marinero William Butterworth acerca de una esclava llevada en 1786 a bordo de su barco, el Hudibras, por Viejo Calabar, en la Ensenada de Biafra. Otros detalles están tomados de numerosas descripciones de fuentes primarias acerca de cautivos transportados en canoa hasta los barcos de esclavos. Las palabras en igbo han sido tomadas de una lista de vocablos confeccionada por el capitán Hugh Crow durante sus viajes a Bonny, otro puerto de la misma región. Ver Three Years Adventures, pp. 81-82, y Memoirs of Crow, pp. 229-230. Ver también Robert Smith, «The Canoe in West African History», Journal of African History 11, 1970, pp. 515-533. La «luna» era una manera muy común de computar el tiempo en África Occidental, que equivalía aproximadamente a un mes.

[2]W. E. B. Du Bois, Black Reconstruction in America: An Essay toward a History of the Part Which Black Folk Played in the Attempt to Reconstruct Democracy in America, 1860–1880, Nueva York: Harcourt, Brace and Company, 1935, p. 727. La significación de esa frase de Du Bois fue subrayada en Peter Linebaugh, «All the Atlantic Mountains Shook», Labour/Le Travailleur 19, 1982, pp. 63-121. Le debo a ese artículo, y al trabajo conjunto con su autor, muchas de las ideas fundamentales de este libro. Ver también Peter Linebaugh y Marcus Rediker, The Many-Headed Hydra: Sailors, Slaves, Commoners, and the Hidden History of the Revolutionary Atlantic, Boston: Beacon Press, 2000 [trad. cast.: La hidra de la revolución, Madrid: Crítica, 2005].

[3]Estas cifras y otras que aparecen en el libro tienen como base una edición actualizada, aunque no final y publicada, de la TSTD que me facilitara amablemente David Eltis. Sobre los orígenes y el crecimiento del sistema esclavista atlántico, ver David Eltis, The Rise of African Slavery in the Americas, Cambridge: Cambridge University Press, 2000; y Robin Blackburn, The Making of New World Slavery: From the Baroque to the Modern, 1492–1800, Londres: Verso, 1997. Jerome S. Handler ha subrayado cuán pocos testimonios personales de africanos han llegado a nuestros días. Ver su «Survivors of the Middle Passage: Life Histories of Enslaved Africans in British America», Slavery and Abolition 23, 2002, pp. 25-56.

[4]Las estimaciones de las muertes previas al abordaje de los barcos varían mucho. Para el caso de Angola, Joseph Miller ha sugerido que un 25 % de los esclavizados murieron en camino a la costa, y otro 15 % cuando se encontraban allí en cautiverio. Ver su Way of Death: Merchant Capitalism and the Angolan Slave Trade, 1730–1830, Madison: University of Wisconsin Press, 1988, pp. 384-385. Patrick Manning sugiere una cantidad menor, de entre el 5 % y el 25 % (Patrick Manning, The African Diaspora: A History Through Culture, Nueva York: Columbia University Press, 2009). Paul Lovejoy propone una escala más estrecha, de entre el 9 % y el 15 %; ver su Transformations in Slavery: A History of Slavery in Africa, 2.ª ed., Cambridge: Cambridge University Press, 2000, pp. 63-64. Herbert S. Klein plantea también que la mortalidad en la costa probablemente era tanto o más baja que en la travesía atlántica (esto es, alrededor de un 12 % o menos). Ver su The Atlantic Slave Trade, Cambridge: Cambridge University Press, 1999, p. 155.

[5]Ottobah Cugoano, Thoughts and Sentiments on the Evil of Slavery, Londres: Penguin, 1999 (1787), pp. 46, 85.

[6]África Oriental (incluida Madagascar) fue fuente de unos pocos millares de cautivos en la década de 1790, pero no es una zona importante del comercio de esclavos cuando se analiza el período en su totalidad.

[7]Dalby Thomas a Royal African Company, 15 de febrero de 1707, citado en Jay Coughtry, The Notorious Triangle: Rhode Island and the African Slave Trade, 1700–1807, Filadelfia: Temple University Press, 1981, p. 43.

[8]«Beware and take care / Of the Bight of Benin; / For the one that comes out, / There are forty go in». (N. de la T.).

[9]Pain significa «dolor»; fuse es «espoleta» o «mecha», y to have a short fuse quiere decir «tener poca paciencia, estallar a la menor provocación». (N. de la T.).

[10]Richard H. Steckel y Richard A. Jensen, «New Evidence on the Causes of Slave and Crew Mortality in the Atlantic Slave Trade», Journal of Economic History 46, 1986, pp. 57-77; Stephen D. Behrendt, «Crew Mortality in the Transatlantic Slave Trade in the Eighteenth Century», Slavery and Abolition 18, 1997, pp. 49-71. La rima sobre Benín se cita en Marcus Rediker, Between the Devil and the Deep Blue Sea: Merchant Seamen, Pirates, and the Anglo-American Maritime World, 1700–1750, Cambridge: Cambridge University Press, p. 47. La TSTD muestra que la tasa de mortalidad de las embarcaciones británicas entre 1700 y 1725 era del 12,1 %, y que en el período 1775-1800 había descendido al 7,95 %.

[11]Es el término que utilizaban los esclavos en Cuba para designar a quienes habían sido sus compañeros de barco. (N. de la T.).

[12]Sidney W. Mintz y Richard Price, The Birth of African-American Culture: An Anthropological Perspective, Boston: Beacon Press, 1992 (1976). Una pequeña muestra de los creativos y cada vez más numerosos estudios sobre las relaciones culturales entre África y las Américas tendría que incluir a John Thornton, Africa and Africans in the Making of the Atlantic World, 1400–1800, 2.ª ed., Cambridge: Cambridge University Press, 1998; Judith A. Carney, Black Rice: The African Origins of Rice Cultivation in the Americas, Cambridge (Massachusetts): Harvard University Press, 2001; Linda M. Heywood (ed.), Central Africans and Cultural Transformations in the American Diaspora, Cambridge: Cambridge University Press, 2002; James H. Sweet, Recreating Africa: Culture, Kinship, and Religion in the African-Portuguese World, 1441–1770, Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2003; Toyin Falola y Matt D. Childs (eds.), The Yoruba Diaspora in the AtlanticWorld, Bloomington: Indiana University Press, 2004; José C. Curto y Paul E. Lovejoy (eds.), Enslaving Connections: Changing Cultures of Africa and Brazil During the Era of Slavery, Trenton (Nueva Jersey): Africa World Press, 2005; James Lorand Matory, Black Atlantic Religion: Tradition, Transnationalism, and Matriarchy in the Afro-Brazilian Candomblé, Princeton (Nueva Jersey): Princeton University Press, 2005.

[13]TSTD, n.os 15123, 20211.

[14]Ralph Davis, The Rise of the English Shipping Industry in the Seventeenth and Eighteenth Centuries, Londres: Macmillan, 1962, pp. 71, 73; D. P. Lamb, «Volume and Tonnage of the Liverpool Slave Trade, 1772–1807», en Roger Anstey y P. E. H. Hair (eds.), Liverpool, the African Slave Trade, and Abolition, Chippenham (Inglaterra): Antony Rowe for the Historical Society of Lancashire and Cheshire, 1989 (1976), pp. 98-99. Las continuidades en el funcionamiento del barco esclavista permiten explorar su historia de maneras tópicas y temáticas en las páginas que siguen.

[15]Para excepciones a esta falta de atención al tema, ver George Francis Dow, Slave Ships and Slaving, Salem (Massachusetts): Marine Research Society, 1927, que es una combinación de narración y fuentes primarias; Patrick Villiers, Traite des noirs et navires négriers au XVIII siècle, Grenoble: Éditions des 4 Seigneurs, 1982, una exploración útil aunque limitada; y Jean Boudriot, Traite et Navire négrier (publicado por el autor, 1984), que es el estudio de un barco, L’Aurore. Una adición reciente es Gail Swanson, Slave Ship Guerrero, West Conshohocken (Pensilvania): Infinity Publishing, 2005.

[16]Philip D. Curtin, The African Slave Trade: A Census, Madison: University of Wisconsin Press, 1969; Miller, op. cit., Madison: University of Wisconsin Press, 1988; Hugh Thomas, The Slave Trade: The Story of the African Slave Trade, 1440–1870, Nueva York: Simon and Schuster, 1999 [trad. cast.: La trata de esclavos, Barcelona: Planeta, 1998]; Robert Harms, The Diligent: A Voyage Through the Worlds of the Slave Trade, Nueva York: Basic Books, 2002; Eltis et al., TSTD. Otras obras importantes son W. E. B. Du Bois, The Suppression of the African Slave-Trade in the United States of America, 1638–1870, Mineola (Nueva York): Dover Publications, Inc., 1970 (1896); Basil Davidson, The African Slave Trade, Boston: Little, Brown, 1961; Daniel P. Mannix y Malcolm Cowley, Black Cargoes: A History of the Atlantic Slave Trade, 1518–1865, Londres: Longmans, 1963; James A. Rawley, The Transatlantic Slave Trade: A History, Nueva York: W. W. Norton, 1981; y más recientemente Anne C. Bailey, African Voices of the Atlantic Slave Trade: Beyond the Silence and the Shame, Boston: Beacon Press, 2005.

[17]Toni Morrison, Beloved, Nueva York: Alfred A. Knopf, 1987 [trad. cast.: Beloved, Barcelona: Lumen, 2021]; Charles Johnson, Middle Passage, Nueva York: Plume, 1991 [trad. cast.: La trata (Middle Passage), Barcelona: Seix Barral, 1991]; Barry Unsworth, Sacred Hunger, Nueva York: W. W. Norton, 1993 [trad. cast.: Hambre sagrada, Barcelona: Salamandra, 1995]; Fred D’Aguiar, Feeding the Ghosts, Londres: Chatto & Windus, 1997 [trad. cast.: El mar de los fantasmas, Barcelona: Andrés Bello, 2001]; Caryl Phillips, The Atlantic Sound, Nueva York: Alfred A. Knopf, 2000 [trad. cast.: El sonido del Atlántico, Madrid: Alianza, 2001]; Manu Herbstein, Ama: A Novel of the Atlantic Slave Trade, Capetown: Picador Africa, 2005.

[18]La mayor parte de los nuevos elementos proviene de estudiosos jóvenes a cuya obra le debo mucho: Emma Christopher, Slave Ship Sailors and their Captive Cargoes, 1730–1807, Nueva York: Cambridge University Press, 2005; Stephanie E. Smallwood, Saltwater Slavery: A Middle Passage from Africa to American Diaspora, Cambridge (Massachusetts): Harvard University Press, 2006; Eric Robert Taylor, If We Must Die: Shipboard Insurrections in the Era of the Atlantic Slave Trade, Baton Rouge: Louisiana State University Press, 2006; Vincent Brown, The Reaper’s Garden: Death and Power in the World of Atlantic Slavery, Cambridge (Massachusetts): Harvard University Press, 2008; Alexander Xavier Byrd, «Captives and Voyagers: Black Migrants Across the Eighteenth-Century World of Olaudah Equiano», tesis para obtener el grado de doctor, Duke University, 2001; Maurice Jackson, «‘Ethiopia shall soon stretch her hands unto God’: Anthony Benezet and the Atlantic Antislavery Revolution», tesis para obtener el grado de doctor, Georgetown University, 2001.

[19]Seymour Drescher, «Whose Abolition? Popular Pressure and the Ending of the British Slave Trade», Past & Present 143, 1994, pp. 136-166.

[20]Unsworth, op. cit., Nueva York: W. W. Norton, 1993, p.353. Tengo una deuda de gratitud con Gesa Mackenthun, «Body Counts: Violence and Its Occlusion in Writing the Atlantic Slave Trade», ponencia presentada en la Francis Barker Memorial Conference, 2001.

[21]Derek Sayer, The Violence of Abstraction: The Analytic Foundations of Historical Materialism, Oxford: Basil Blackwell, 1987.

01

Vida, muerte

y terror en la trata

El viaje a este peculiar infierno comienza con el paisaje humano: las historias de las personas cuyas vidas se vieron transformadas por la trata. Algunos se tornaron prósperos y poderosos, otros pobres y débiles. Una abrumadora mayoría fue víctima de un terror extremo y muchos murieron en circunstancias horrendas. Personas de todas clases —hombres, mujeres y niños, negros, blancos y de todos los colores intermedios, de África, Europa y las Américas— se vieron arrastradas al insólito remolino de la trata. Entre ellas, al fondo, había un vasto proletariado bajo, cientos de miles de marineros que, con sus pantalones embreados, subían y bajaban por las escalerillas de cuerda del barco, y millones de esclavos que, desnudos, se encogían bajo cubierta. En la cúspide estaba, entre otros, una clase dirigente atlántica pequeña, encumbrada y poderosa integrada por comerciantes, plantadores y dirigentes políticos que, con sus volantas y finos ropajes, ocupaba los escaños del Congreso Continental Norteamericano o el Parlamento británico. Entre las dramatis personae del «drama más tremendo» que era el comercio de seres humanos también había piratas y guerreros, pequeños comerciantes y huelguistas de hambre, asesinos y visionarios. A menudo los rondaban los tiburones.

El capitán Tomba

En un grupo de abatidos prisioneros encerrados en un corral en espera de ser comprados por un barco de esclavos, destacaba un hombre. Era «alto, de constitución robusta y de aspecto temerario y grave». Vio a un grupo de blancos que observaba el barracón con «la intención de comprar», pensó. Mientras los demás cautivos se sometían al examen corporal de los posibles compradores, el hombre les hizo ver su desprecio. John Leadstine, «Old Cracker», el jefe de la factoría o punto de embarque de los esclavos ubicado en la isla de Bance, en Sierra Leona, le ordenó que se pusiera de pie y «extendiera sus Miembros». El hombre se negó. Su insolencia le ganó unos feroces latigazos con una «cortante Correa de Manatí». Soportó los azotes con entereza, casi sin encogerse por los golpes. Un observador apuntó que derramó «una o dos Lágrimas que intentó esconder como si se avergonzara de ellas».[22]

Ese hombre alto y desafiante era el capitán Tomba, les explicó Leadstine a los visitantes, que se sentían impresionados por su valor y se mostraban deseosos de conocer su historia y saber cómo había sido capturado. Había sido jefe de un grupo de aldeas, probablemente baga, cerca del río Núñez. Sus habitantes se oponían a la trata. El capitán Tomba había encabezado la quema de chozas y el ajusticiamiento de algunos de sus vecinos que cooperaban con Leadstine y otros comerciantes de esclavos. Decidido a acabar con su resistencia, Leadstine había organizado una expedición nocturna para capturar a ese peligroso líder, quien había matado a dos de los atacantes, pero había sido finalmente capturado.

El capitán Tomba fue comprado al final por el capitán Richard Harding y llevado a bordo del Robert, una nave de Bristol. Encadenado y confinado en la cubierta inferior, inmediatamente planeó su fuga. Se puso de acuerdo con «tres o cuatro de los más robustos de sus paisanos» y con una esclava que gozaba de más libertad de movimientos a bordo de la embarcación y que, por ende, tenía un mayor conocimiento acerca de cuál era el mejor momento para ejecutar el plan. Una noche, la mujer anónima vio a solo cinco blancos sobre cubierta, todos dormidos. A través del enjaretado, le pasó al capitán Tomba un martillo, para que rompiera a golpes su cadena, y «todas las Armas que encontró».

El capitán Tomba animó a los hombres que se encontraban bajo cubierta «con la Perspectiva de la Libertad», pero solo uno de ellos y la mujer de la cubierta superior se mostraron dispuestos a unírsele. Se aproximó a tres marineros dormidos, a dos de los cuales mató al instante «de un solo Golpe en la Sien». Al matar al tercero se produjo una conmoción que despertó a los otros dos que estaban de guardia, así como al resto de la tripulación, que dormía en otros lugares. El propio capitán Harding tomó un espeque con el que arremetió contra Tomba y lo dejó inconsciente y «tirado a todo lo largo sobre Cubierta». La tripulación les puso grilletes a los tres rebeldes.

Cuando llegó el momento de aplicarles un castigo, el capitán Harding sopesó «la Robustez y el Valor» de los dos rebeldes varones y decidió que el interés económico recomendaba «solamente azotarlos y escarificarlos». Después seleccionó a otros tres solo marginalmente involucrados en la conspiración —pero menos valiosos— y los utilizó para sembrar el terror entre el resto de los esclavos que iban a bordo de la embarcación. A esos los sentenció a «una Muerte cruel». Mató a uno de inmediato y obligó a los otros a comerse su corazón y su hígado. A la mujer «la izó por los Pulgares, la azotó y la acuchilló hasta la muerte delante de los demás Esclavos». Parece ser que el capitán Tomba desembarcó en Kingston (Jamaica) con otros 189 esclavos, y que alcanzó un alto precio de venta. Se desconoce su suerte posterior.[23]

«La contramaestre»

El liderazgo entre los esclavos nacía bajo cubierta durante la travesía. Un marinero del Nightingale contó la historia de una cautiva cuyo nombre no pasó a la posteridad, pero a quien conocían en el navío como «la contramaestre», porque mantenía el orden entre sus compañeras, probablemente a partir de una firme determinación de que todas sobrevivieran la difícil prueba del cruce del océano. «Solía mantenerlas tranquilas cuando estaban en sus compartimentos, y también cuando se encontraban sobre cubierta».

Un día de principios de 1769, su autoconstituida autoridad chocó con la de los oficiales del barco. «Molestó» al segundo oficial, quien le propinó «uno o dos latigazos» con un gato de nueve colas. Su rabia fue de tal magnitud al verse sometida a ese tratamiento que respondió atacando al oficial. Este, a su vez, la apartó de un empujón y le dio dos o tres latigazos adicionales. Viéndose superada por la fuerza, y frustrada por no poder «vengarse de él», al instante «dio un salto de dos o tres pies sobre cubierta y cayó muerta». Su cuerpo fue lanzado al mar una media hora después y despedazado por los tiburones.[24]

Nombre desconocido

El hombre abordó el barco esclavista Brooks a fines de 1783 o inicios de 1784 con toda su familia —su esposa, sus dos hijas y su madre—, todos condenados por brujería. Había sido comerciante, quizás de esclavos; era de una aldea llamada Saltpan en la Costa del Oro. Probablemente era fante. Sabía inglés, y aunque aparentemente se negaba a hablar con el capitán, sí lo hizo con algunos miembros de la tripulación, a quienes les explicó por qué había sido reducido a la esclavitud. Había tenido una pelea con el jefe o caboceer[25] de la aldea, quien se había vengado acusándolo de brujería, de la que tanto él como su familia habían sido hallados culpables y, por ende, vendidos al barco. Su destino ahora era Kingston (Jamaica).[26]

Cuando la familia subió a bordo, el médico del barco, Thomas Trotter, advirtió que el hombre «tenía todos los síntomas de una hosca melancolía». Estaba triste, deprimido, en shock. El resto de la familia exhibía «todas las señales de la aflicción». El abatimiento, la desesperación e incluso una «aletargada insensibilidad» eran comunes entre los esclavos cuando llegaban al barco. La tripulación debe haber confiado en que el ánimo del hombre y de su familia mejoraría con el paso del tiempo, a medida que ese nuevo y extraño mundo de madera se les tornara más familiar.

De inmediato, el hombre se negó a ingerir alimentos. Desde el inicio de su cautiverio en el barco no quiso comer. Esa reacción también era común, pero el hombre fue un paso más allá. Una mañana temprano, cuando los marineros fueron bajo cubierta para examinar a los cautivos, se encontraron al hombre bañado en sangre. Llamaron al médico con urgencia. Había intentado cortarse la garganta y había logrado «seccionarse la vena yugular externa». Había perdido más de medio litro de sangre. Trotter le cosió la herida y parece que consideró la posibilidad de alimentarlo contra su voluntad. Pero la herida del cuello «nos impidió adoptar medidas de fuerza» que, por supuesto, eran frecuentes en los barcos de esclavos. El médico hacía referencia al speculum oris, el largo y delgado artefacto mecánico que se empleaba para abrir las gargantas renuentes a fin de recibir gachas y, por tanto, alimentación.

La noche siguiente, el hombre intentó por segunda vez quitarse la vida. Se arrancó las suturas y se cortó la garganta por el lado opuesto. Llamado para hacerse cargo de una nueva emergencia, Trotter le limpiaba la cruenta herida cuando el hombre le dirigió la palabra. Le manifestó simple y llanamente que «nunca iría con los blancos». A continuación «miró pensativamente al cielo» y pronunció varias frases que Trotter no entendió. Había escogido la muerte antes que la esclavitud.

El joven médico lo atendió lo mejor que pudo y ordenó una «búsqueda diligente» en el recinto de los esclavos para hallar el instrumento que empleara para cortarse la garganta. Los marineros no encontraron nada. Tras examinar al hombre más atentamente, encontrarle sangre en las puntas de los dedos y apreciar que «los bordes de la herida eran irregulares», Trotter llegó a la conclusión de que se había abierto la garganta con las uñas.

A pesar de todo, el hombre sobrevivió. Le maniataron «para evitar nuevos intentos», pero todos los esfuerzos se estrellaron contra la voluntad del hombre anónimo. Trotter explicó posteriormente que «se mantuvo incólume en su decisión, se negó a comer, y murió una semana o diez días después, de falta de alimentación». El capitán del barco también había sido informado de la situación. El capitán Clement Noble dijo que el hombre «se agitaba y hacía un gran ruido, gesticulaba con sus manos y corría de un lado a otro de modo extraordinario, y daba todas las señales de haber enloquecido».

La historia del hombre, contada por Thomas Trotter en 1790 a una comisión del Parlamento británico que investigaba la trata, desató una andanada de preguntas y una especie de debate. Los miembros del Parlamento que estaban a favor de la esclavitud se pusieron de parte del capitán Noble y trataron de desacreditar a Trotter, negando que la moraleja de la historia fuera una voluntaria resistencia suicida, mientras que los parlamentarios antiesclavistas apoyaron a Trotter y atacaron a Noble. Un parlamentario le preguntó a Trotter: «¿Cree que el hombre que intentó abrirse la garganta con las uñas estaba loco?». Trotter no tenía ninguna duda. Su respuesta fue: «De ningún modo estaba loco; creo que antes de morir puede [haber] sufrido de cierto grado de delirio, pero estimo que cuando subió a bordo estaba en posesión de todas sus facultades mentales». La decisión del hombre de utilizar sus uñas para abrirse la garganta era una respuesta enteramente racional a su llegada a un barco de esclavos. Y ahora el pueblo más poderoso del mundo debatía el significado de su resistencia.

«Sarah»

Cuando la joven llegó a bordo del Hudibras, un barco esclavista de Liverpool, en Viejo Calabar, en el año de 1785, llamó la atención de todos al instante. Poseía belleza, gracia y carisma: «Sus gestos eran vivaces, y en sus ojos centelleaba su bondadosa naturaleza». Cuando los músicos y los instrumentos africanos subían a la cubierta principal dos veces al día para «el baile», esto es, la ejercitación de los esclavos, la joven «se veía muy bien cuando saltaba sobre el alcázar a los rudos acordes de una melodía africana», observó un marinero de nombre William Butterworth, fascinado por la muchacha. Era la mejor cantante y la mejor bailarina del barco. «¡Siempre vivaz! ¡Siempre alegre!»: esa parecía ser una buena descripción del aura que proyectaba, incluso sometida a la presión extrema de la esclavización y el exilio.[27]

Otros marineros compartían la admiración de Butterworth, y también lo hacía el capitán Jenkin Evans, quien seleccionó a esa joven y a otra como sus «favoritas», a quienes les mostró «mayor favor que al resto», probablemente como mínima recompensa por servicios sexuales brindados bajo coerción. Los marineros de los barcos de esclavos como Butterworth por lo general detestaban a las favoritas del capitán, porque se les exigía hacer de soplonas. Pero por la ágil cantante y bailarina los marineros sentían la mayor estima. Era «universalmente respetada por los tripulantes del barco».

El capitán Evans le dio el nombre de Sarah. Eligió un nombre bíblico que vinculaba a la esclava, probablemente una hablante de igbo, con una princesa, la agraciada esposa de Abraham. Quizás confiaba en que tuviera otras características en común con la Sara bíblica, que se mantuvo sometida y obediente a su esposo durante un largo viaje a Canaán.

Poco después, los esclavos del Hudibras se sublevaron. Su objetivo era «masacrar a la tripulación y hacerse con la nave». El levantamiento fue sofocado y se aplicaron cruentos castigos. El capitán Evans y otros oficiales sospechaban que Sarah y su madre (quien también viajaba en el barco) estaban involucradas en la intentona, aunque las mujeres no se habían sumado a la revuelta de los hombres. Cuando fueron sometidas a un intenso interrogatorio, bajo la amenaza de ejercer la violencia contra ellas, negaron haber tenido conocimiento de los hechos, pero «sus rostros delataban el miedo o la culpa». Más tarde esa noche, mientras los cautivos, tanto hombres como mujeres, gritaban sus airadas recriminaciones por todo el barco tras la derrota, se hizo evidente que Sarah y su madre no solo sabían del complot, sino que habían estado involucradas en él. Probablemente Sarah había utilizado su situación privilegiada de favorita, y la gran libertad de movimientos que ella conllevaba, para ayudar a trazar los planes y quizás incluso para pasarles a los hombres herramientas que les permitieran cortar sus esposas y grilletes. Sarah sobrevivió a la travesía y al castigo que pudo habérsele impuesto por su participación en la insurrección. Fue vendida en Granada, con otros casi trescientos esclavos, en 1787. Se le permitió permanecer en la embarcación mucho más tiempo que a la mayoría, probablemente con la autorización especial del capitán Evans. Cuando desembarcó, llevó con ella tradiciones africanas de danza, canto y resistencia.[28]

Samuel Robinson, mozo de camarote

Samuel Robinson tenía unos trece años cuando abordó en 1801 el LadyNeilson para hacerse a la mar en Liverpool, con rumbo a la Costa del Oro, y de allí a Demerara, con su tío, el capitán Alexander Cowan, y una abigarrada tripulación de treinta y cinco marinos. El robusto muchacho irlandés realizó un segundo viaje con su tío en 1802 en el Crescent, a la Costa del Oro y Jamaica. Llevó diarios de sus viajes y los utilizó en la década de 1860 para escribir sus memorias. Su propósito expreso era enfrentar la propaganda abolicionista de sus tiempos. Admitía que la trata era inicua, incluso indefendible, pero afirmaba haber oído «tantas mentiras gruesas sobre la esclavitud en las Antillas y los horrores del cruce del Atlántico» que quería «sacar de su error a las mentes de las personas bienintencionadas, que quizás solo conocían un lado de la cuestión». Cuando terminó de escribir la historia de su vida, bien podía jactarse de «ser el único hombre todavía vivo que sirvió como aprendiz en la trata».[29]

Robinson se crio en Garlieston, un poblado costero del sudoeste de Escocia, donde oyó a un muchacho de la localidad, mayor que él, fabular acerca de un viaje a las Antillas. Se sintió hechizado. Describió con las siguientes palabras la ruta que lo llevó al barco de esclavos: «[…] un deseo irresistible de una vida en el mar hizo presa de mí de manera tan total que me resultaba totalmente indiferente el destino del barco, siempre que no fuera el fondo del mar, si yo estaba a bordo, ni a qué comercio se dedicaba, siempre que no fuera a la piratería». Como cualquier barco le resultaba igual, la participación de su tío en la trata era la oportunidad esperada.

La experiencia de Robinson a bordo del barco esclavista parece haber sido la típica de un aprendiz. Enfermó de mareos, fue objeto de burlas y los veteranos la tomaron con él, se peleó con los otros aprendices. Un día, cuando lo mandaron subir a lo alto de la cofa, se vio «balanceándose sesenta o setenta pies a un lado con un bandazo del barco, y a la misma distancia en la dirección opuesta». En ese momento, rememoraba, «ciertamente me sentí lejos de mi hogar». Lo aterrorizaban los tiburones que rondaban la nave, y cuando el Lady Neilson llegó a Río Sestos, cerca de Sierra Leona, se quedó maravillado al ver una gran flota de canoas tripuladas por africanos desnudos: «Me quedé contemplando ese espectáculo maravilloso en un estado de perfecto asombro. Era una escena por la que valía la pena ir hasta allí». Parece no haber sentido gran interés en los esclavos, ni siquiera en los muchachos de su misma edad. Uno de sus encuentros más significativos fue el que tuvo con el borracho y tiránico capitán John Ward, del Expedition, en el que Robinson se vio obligado a regresar después de que clausuraran su barco en Demerara. Un día, Ward consideró que el muchacho no estaba trabajando lo suficiente, o moviéndose con la rapidez requerida, de modo que decidió «refrescarlo» dándole unos azotes con una cuerda de dos pulgadas. Para escapar a su ira, Robinson saltó de los obenques de mesana a la cubierta principal y se lastimó gravemente un tobillo, lo que a la larga dio al traste con su carrera de marinero.

Cuando reflexionaba sobre sus motivaciones originales para hacerse a la mar, Robinson manifestaba: «El paraíso oceánico que lucía tan brillante en mi imaginación ahora me parece considerablemente corto de manga». Mencionaba la «brutal tiranía» de los oficiales (incluido su tío), la «pobrísima» calidad de la comida y el agua, y la carencia de «educación o buenos ejemplos morales y religiosos». Se había embarcado por primera vez siendo un muchacho robusto y musculoso, y al final de su segundo viaje a bordo de un barco de esclavos se preguntaba: «¿Qué soy ahora? Un pobre esqueleto descolorido que necesita un bastón para arrastrarse por las calles; mis esperanzas de seguir la profesión que elegí marchitadas en flor, y mis futuras perspectivas sumamente lóbregas».

Bartholomew Roberts, marinero y pirata

Bartholomew Roberts era un joven galés que se enroló como segundo oficial en el Princess, un guineaman[30] de ciento cuarenta toneladas que zarpó de Londres con destino a Sierra Leona. Parece ser que Roberts se desempeñaba en la trata desde hacía algún tiempo. Sabía de navegación, dado que los oficiales de los barcos de esclavos tenían que estar listos para asumir el mando en el no infrecuente caso de muerte del capitán. El Princess fue capturado en junio de 1719 por Howell Davis y una levantisca banda de piratas que les preguntaron a Roberts y sus compañeros de la nave apresada si alguno quería sumarse a «la hermandad». Roberts vaciló al principio, ya que sabía que en años recientes el Gobierno británico dejaba los cuerpos de los piratas ejecutados colgando a la entrada de las ciudades portuarias del Atlántico. Pero pronto decidió que navegaría al amparo de la bandera negra.[31]

Fue una decisión crucial. Cuando unos comerciantes de esclavos portugueses mataron a Davis poco después, Black Bart, como comenzaron a llamarle, fue elegido capitán de su barco y pronto se convirtió en el salteador de los mares más exitoso de sus tiempos. Comandaba una flotilla de embarcaciones y a varios cientos de hombres que capturaron más de cuatrocientos barcos mercantes en poco más de tres años, en el momento cumbre de «la edad dorada de la piratería». Roberts era tan temido como famoso. Cuando los oficiales de la Marina en labores de patrullaje lo detectaban, huían en dirección opuesta. Los funcionarios de la corona fortificaban sus tramos de costa para protegerse del hombre a quien llamaban «el gran pirata Roberts». Black Bart representaba su papel: recorría las cubiertas de su barco ataviado como un dandi, con un lujoso chaleco de damasco, una pluma roja en el sombrero y un mondadientes de oro entre los labios. Su lema era: «Una vida divertida y breve».

Roberts aterrorizó a la costa de África y provocó «pánico» entre los comerciantes de la región. Despreciaba tanto los métodos brutales de los capitanes esclavistas que él y su tripulación representaban un ritual sangriento al que llamaban «dispensación de justicia»: consistía en propinarle terribles azotes a todo capitán