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La vida se ha hecho mercado. Como si fuese nuestra segunda naturaleza, nos movemos en Uber, viajamos con Airbnb, ligamos en Tinder, compramos en Glovo, nos entretenemos en Netflix, hablamos de nosotros mismos en el lenguaje del capital humano. Esta segunda naturaleza, que Amador Fernández-Savater llama capitalismo libidinal, nos promete la felicidad, pero lo que produce realmente es sufrimiento y malestar, en forma de precariedad, endeudamiento y dolor psíquico. Paradójicamente, la derecha parece hoy más eficaz que nadie para canalizar esa desesperación y su fuerza de rechazo (Trump, Bolsonaro, Milei), mientras que las estrategias de comunicación y las políticas de contención de la izquierda se muestran insuficientes. ¿Es posible reapropiarnos de nuestro malestar como energía de transformación social? Será necesario aprender a escuchar y hablar el lenguaje del cuerpo, imaginar y activar políticas del deseo.
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Primera edición: febrero 2024
© Ned ediciones, 2024
Imagen de cubierta: Georges Léonnec, 1924
Corrección: Marta Beltrán Vahón
Preimpresión: Fotocomposición gama, sl
ISBN: 978-84-19407-26-9
Ned Edicioneswww.nedediciones.com
ÍNDICE
Prólogo: En guerra con mis entrañas
Hablar con un escorpión
El colapso es psíquico, social y ecológico
Políticas del deseo, políticas del Eros
Capitalismo libidinal
Antropología neoliberal
1. La vida bajo el régimen del demasiado (o del no bastante)
«La acumulación ilimitada del capital se ha convertido en una modalidad subjetiva»: entrevista con Christian Laval y Pierre Dardot
Habitar el presente: una lectura de Ahora, del Comité Invisible
Cronopolíticas: ¿alguna vez te han regalado un siglo?
La sociedad desbordada y el «comunismo» de la atención
Una vida que se basta a sí misma: la revancha de los «valores del sur»
2. Políticas del deseo: del Gran Rechazo a la Gran Dimisión
Políticas del deseo: retomar la «intuición del 68»
Erótica, estética, revolución: las utopías concretas de Herbert Marcuse
Del Gran Rechazo a la Gran Dimisión
La felicidad de los desertores
3. La derechización del malestar
Una fuerza vulnerable: el malestar como energía de transformación social
«La nueva derecha no es rebelde, sino desinhibida: exalta las pulsiones más oscuras»: entrevista con Diego Sztulwark
La ola reaccionaria y la pulsión de muerte
Eliminar todo lo que vagabundea: del fascismo clásico al fascismo posmoderno
4. Resistencias viscerales (conversaciones)
«La clave del cambio social no es la ideología, sino los cuerpos, los afectos y los hábitos»: entrevista con Jon Beasley-Murray
«Cuando el poder brutaliza el cuerpo, la resistencia asume una forma visceral»: entrevista con Achille Mbembe
¿En qué puede consistir una política terrena? Conversación con Yayo Herrero en torno a Habitar y gobernar
«Volver a aburrirnos es la última aventura posible»: conversación con Franco Berardi, Bifo
«Política y psicoanálisis no se confunden, pero se necesitan»: conversación con Jorge Alemán
Epílogo (notas sobre la coyuntura libidinal española, julio de 2023)
La zona gris de la democracia: hacia una política de la impureza
Para Lula,ternura, herida, fuerza libidinal
PRÓLOGO: ENGUERRACONMISENTRAÑAS
Se ensayan en este libro distintos ejercicios de «economía libidinal» ¿qué significa esto?
En primer lugar, un tipo de escucha, de recepción, de acogida de los fenómenos que presta atención, no solo a los discursos o las identidades, los cálculos o los intereses, sino también a las posiciones de deseo y las fluctuaciones del ánimo, las ganas y las desganas, los estados anímicos.
Jean-François Lyotard, en su libro titulado precisamente Economía libidinal, nos enseña la distinción entre los signos y las intensidades: lo que se dice y lo que pasa, el nivel de la información y el nivel de las fuerzas. Nuestro oído, hipersemiotizado, registra (¡y se cree!) las retóricas, las declaraciones, las gesticulaciones, pero deja escapar los funcionamientos, las acciones y los movimientos que se deslizan «por debajo». Es un oído incauto, que fetichiza los signos, cree en lo que se dice y se muestra, toma las cosas al pie de la letra. Pero no basta con hablar de algo (revolución, comunidad, cuidados) para que exista. Y al revés: hay existencias imperceptibles, sin nombre, sin término de referencia, sin etiqueta.
En segundo lugar, cierta idea o imagen sobre el funcionamiento del capital. Si la economía política lo describe regido por leyes e intereses, a menudo contradictorios, en conflicto y crisis permanente, si la geopolítica lo analiza como un sistema de relaciones de poder, la economía libidinal lo muestra por su lado como un cuerpo asaltado por las pulsiones, una superficie recorrida por las intensidades, un sistema nervioso, emocional y afectivo, aquejado de patologías.
El capitalismo libidinal es un monstruo, un centauro en concreto, dividido entre una pulsión de conservación, de estabilización, de normalización, y una pulsión desquiciada de conquista, de pillaje y de saqueo. Un régimen dual, la promesa y el veneno, la productividad y la destrucción, el bienestar y la guerra, atravesando cada institución y cada dispositivo, cada objeto de consumo y a cada uno de nosotros.
Nuestra apuesta aquí es la siguiente: el mundo se mueve esencialmente tal y como cada uno es movido (con-movido) por los afectos. La «sordera libidinal» nos impide entender de dónde extrae sus energías el capital, o las nuevas derechas que le sirven hoy tan bien, cómo opera, en primer lugar dentro de nosotros mismos, y qué resiste o se le escapa.
Hablar con un escorpión
«Los límites del planeta imponen la necesidad de un cambio», «otro mundo no solo es posible, sino también necesario». Me pregunto qué idea se hacen de lo humano quienes hablan de ese modo, del cambio como una necesidad, un deber ser, un asunto de razones y argumentos.
¿Nunca escucharon la fábula del escorpión y la rana? La rana es la buena conciencia progresista, hinchada de razones convincentes, pero siempre perpleja cuando el escorpión le pica en medio del río. Cuando, por ejemplo, contra toda lógica, la extrema derecha gana unas elecciones apoyada por el voto de las clases populares.
El ser humano es el único animal que se autodestruye y goza haciéndolo, el único capaz de destruir su entorno, sus condiciones de vida, su propio ecosistema. Es un animal «loco», dice Castoriadis, en el sentido de que no está programado para obedecer o ajustarse a una finalidad de tipo biológico o funcional, sino que, muy por el contrario, es una torcedura, un desvío de los planes, un embrollo, un escollo. Para lo mejor y para lo peor, una falla en la lógica del universo.
¿Cómo se habla con un escorpión? No atiende a razones, a pedagogías, a morales, ni siquiera exactamente a intereses, incluido el suyo.
La creencia en algún tipo de «objetividad salvadora» (política, tecnológica, estatal), capaz de hacer el cambio necesario en nuestro nombre, pero sin nosotros, encontró ya su desmentido en el fracaso de las revoluciones comunistas del siglo XX. Pero las ilusiones tienen la piel dura. Los límites objetivos del marxismo ortodoxo dejan hoy paso a los límites físicos del planeta esgrimidos por los ecologistas, pero se sigue buscando algún tipo de automatismo revolucionario, de lógica aplastante, de necesidad objetiva en torno a la que hacer moral y pedagogía. Ayer la catástrofe económica, hoy el colapso.
Reencontramos en el viejo Marcuse, sepultado hoy por los clichés de época, una idea más fecunda: no hay diferencia entre naturaleza interna y naturaleza externa. Es decir, ninguna modificación en la relación con el mundo es posible sin modificar al mismo tiempo nuestra disposición sensible, nuestra estructura pulsional, nuestra receptividad. La necesidad de cambio es impotente sin un deseo de cambio. El decrecimiento es mera retórica o moralina sin un decrecimiento del deseo. Pero del deseo nada sabemos. Nada saben las izquierdas.
La revolución política o económica no alcanza, no hay cambio objetivo sin cambio subjetivo, pero a la vez la subjetividad es un «nido de víboras» (o de escorpiones). Ni naturaleza buena, ni pizarrón en blanco. El ser humano tiene un cuerpo, el cuerpo tiene pulsiones y las pulsiones son dos: Eros y Tánatos. ¿Cómo hablar a los cuerpos?
El colapso es psíquico, social y ecológico
El «malestar por desbordamiento» puede trazar algunas transversales (siempre conjeturales) entre las dimensiones psíquica, social y terrestre de la vida bajo el capital.
En el plano íntimo, el desbordamiento se expresa por ejemplo en la «falta de tiempo» como mal de época, la relación de ansiedad e impaciencia con todo, la percepción de una aceleración cada vez mayor. «No doy abasto», «no llego», «no me da la vida»: en el lenguaje coloquial aflora el síntoma si le prestamos un oído (libidinal).
En el plano social, el desbordamiento se expresa en el estallido de las instituciones más básicas del vínculo social: escuela, centro de salud, administración pública. Imposibilidad de la escucha, tiempo mínimo de atención, precariedad de los recursos, incapacidad de hacer frente a la proliferación de malestar que busca a tumbos un lugar de amparo.
En el plano terrestre, el desbordamiento se expresa como sensación generalizada de «atravesamiento de todos los límites»: emergencia climática, depredación general, destrucción de ecosistemas. El colapso es a la vez psíquico, social y ecológico. Cuerpos agotados, vínculos estresados, tierra quemada. El agotamiento es el síntoma, no se puede más. Pero ¿síntoma de qué?
La pulsión desquiciada del capital ha tomado preeminencia hoy sobre la pulsión conservadora. Las condiciones de mercado sustituyen a las condiciones estatales, la desregulación a la regulación. Tanto en las instituciones del vínculo social, como en la relación de uno consigo mismo y el mundo. Somos engranajes que aceleran cada vez más el mismo movimiento que tritura su vida. Esa voracidad que nunca encuentra paz o reposo, esa agitación o inquietud permanentes, ese no estar nunca como en casa, esa impaciencia ansiosa, esa relación de consumo con todo, la llevamos pegada al cuerpo.
El hámster está en la rueda. Pero ¿dónde está el freno de emergencia?
Políticas del deseo, políticas del Eros
La utopía neoliberal es el ensamblaje definitivo entre vida y capital, pero el malestar resiste e insiste. El síntoma es ineliminable.
Las nuevas derechas se pueden entender precisamente como «negación del síntoma». Negación del agotamiento, de la impotencia, de todo lo que no encaja y duele. Negación del cambio climático, de la violencia contras las mujeres, de las desigualdades sociales. Captan un dolor y un sufrimiento, un malestar y un rechazo, esa es su fuerza libidinal, pero lo reintroducen al mismo tiempo en una lógica de la victimización. «Alguien tendrá la culpa de lo que a mí me pasa»: los trans, los menas, los ecologistas. Apuntalan así el mismo sistema que fabrica el malestar en cantidades industriales.
¿Es posible romper la conexión endiablada entre el principio de rendimiento y nuestra energía física e inconsciente? ¿Aquietar los mandatos superyoicos mortificantes y mortíferos? ¿Dejar de ser el hámster en la rueda? Habitar una relación distinta con el malestar, no victimizada y negadora, sino afirmativa y creadora. Que se haga cargo del dolor como una energía de transformación y una palanca de cambio.
Freud suponía que el saber-hacer con el malestar (lo que llamaba «sublimación») solo estaba al alcance de algunos individuos geniales, como Miguel Ángel o Leonardo. Desconfiaba de las masas, en las que solo veía un fenómeno de regresión, de sometimiento a un nuevo padre, de autoabolición de la singularidad. No se le puede reprochar, con las masas fascistas acechándole. Pero un movimiento colectivo puede realizar la función de elaborar creadoramente el malestar. Está demostrado históricamente. No solo Leonardo o Miguel Ángel, sino también Juan o Pablo. Es decir, cualquiera. Pensamos sin ir más lejos en el punk: ¿no fue un trabajo alquímico con el malestar de la época capaz de convertir la desesperación en forma de vida, desafío a lo establecido, nueva belleza y nuevos encuentros?
Las políticas del deseo, que aquí pensamos de la mano de Herbert Marcuse, Jean-François Lyotard o Franco Berardi (Bifo), son precisamente formas de sublimacióncreadora, ni compensadora ni represiva, ni victimizada ni revanchista. Modos de saber-hacer con el malestar algo no simplemente autorreferencial y privado, cada cual aislado con su neurosis, sino común y compartido. Bajo la práctica política, una práctica terapéutica, estética, erótica. Una mutación antropológica desde la fuerza de Eros.
«Solo el amor nos libra de la repetición», dice Borges. «Solo Eros puede sujetar a la pulsión de muerte», explica Freud. «Solo el amor puede condescender al goce en deseo», sugiere Lacan. La destructividad de nuestra cultura occidental no solo está institucionalizada, sino también incorporada psíquicamente. En la adhesión y la fascinación por la fuerza bruta, en la indiferencia y la crueldad hacia las poblaciones superfluas y los semejantes en general, en la sensación de culpa y deuda permanentes con respecto a los mandatos superyoicos. Solo Eros puede hablar con el escorpión. Es el único freno de emergencia capaz de interrumpir la carrera enloquecida del hámster en su rueda.
Transformar la lucha por la existencia (struggle for life) que atraviesa tan decisivamente la vida en Occidente —como guerra de conquista de uno mismo, de los demás y del planeta Tierra a través del trabajo— en pacificación de la existencia, retirada del mandato de rendimiento, aquietamiento del goce de siempre-más, actividad creadora y con sentido que lleva la recompensa en sí misma. Dejar de «ganarse la vida» —la vida como trofeo en un mundo considerado campo de batalla—, empezar simplemente a vivir.
CAPITALISMOLIBIDINAL
Antropología neoliberal
En los andares, en los gestos, en los rostros, Pier Paolo Pasolini percibe una vasta transformación en curso en la Italia de los años 1970. La penetración del desarrollo y el consumo arrasa con las formas de vida populares y produce una homologación cultural sin precedentes. Es una «revolución antropológica» muy profunda que afecta a capas del ser que el dominio del fascismo o de la Iglesia ni siquiera habían arañado.
Pasolini afirma no saber muy bien dónde reside el nuevo poder, pero advierte que no es en los lugares clásicos: el Vaticano, los democratacristianos, las fuerzas armadas, los grandes industriales italianos. Lamenta que sus compañeros en la izquierda peleen contra molinos de viento, sin percibir a los nuevos gigantes. Como el personaje de Kevin McCarthy en Los ladrones de cuerpos, el cineasta siente que todo parece lo mismo que ayer, pero nada lo es. Y se autoriza a pensar desde lo que siente.
Por ejemplo, los fascistas de los años 1970 parecen los fascistas de la época mussoliniana, pero en sus formas de vida son ya indistinguibles del resto de los jóvenes y solo se diferencian por la retórica y la ideología. Su fascismo es un producto de la imposición del consumo, de la frustración y agresividad que genera la obediencia a un modelo de vida homogéneo que no todos pueden practicar.
El grito de Pasolini no resuena. Los marxistas le reprochan su «esteticismo», que se atreva a pensar «a partir de un rostro» en lugar de arrancarse los ojos para contemplar científicamente la verdad objetiva de las estructuras económicas. Le llaman «poeta», una manera como otra cualquiera de decirle loco, como le ocurre a Kevin McCarthy en el filme.
Hoy no se trata de repetir dogmáticamente el diagnóstico de Pasolini, pero podemos inspirarnos en su gesto para pensar otra revolución antropológica en curso.
El neoliberalismo se analiza simplemente como una política económica o una ideología, la política del ajuste y la fe en la «mano invisible». Menos mal que siempre hay locos capaces de sentir los movimientos telúricos. Antes incluso del ascenso al poder de Reagan y Thatcher, Michel Foucault se atrevió a pensar el neoliberalismo como la extensión de la lógica empresarial y el cálculo económico a todas las dimensiones de la vida, incluida la relación con uno mismo. El sujeto debe asumirse como «empresario de sí», gestor de un «capital humano» a valorizar constantemente.
La fuerza del neoliberalismo, a pesar de todas las crisis que atraviesa, radica en que fabrica un tipo de ser humano, un tipo de vínculo con los demás y con el mundo: el yo como empresa o marca que gestionar, los otros como competidores, el mundo como una serie de oportunidades para rentabilizar.
¿Dónde reside este poder? Desde luego no donde miramos obsesivamente (las disputas en el teatro parlamentario), sino en los mil dispositivos que pueblan nuestra vida cotidiana: ligando en Tinder, moviéndonos en Uber, interactuando en Instagram, podemos captar sensiblemente la mutación antropológica en marcha. El neoliberalismo es existencial y produce formas de vida deseables.
Todo parece lo mismo que ayer, pero nada lo es. Seguimos hablando tranquilamente de Estados, gobiernos, naciones y ciudadanos, pero solo hay marcas y empresas compitiendo ferozmente entre sí por flujos de inversión (los likes en el caso de las marcas personales).
Vemos también nuevamente «fascistas» a nuestro alrededor, pero ¿de qué se trata en realidad? El fascismo moderno fue el ideal guerrero y revolucionario de plegar el mundo entero al poder del Estado. ¿Y hoy? No hay por el contrario ninguna idea de sociedad por fuera del modelo antropológico neoliberal, encarnado perfectamente por Donald Trump. El fascismo posmoderno es la tentativa de plegar el mundo entero a la lógica de mercado. Y para ello hay que someter por la fuerza todo lo que se fuga: los «vagabundos» contra los que dirigió Bolsonaro la campaña electoral que le llevó al poder y que no son simplemente los sintecho, sino todos aquellos que no encajan en el modelo de productividad total.
La izquierda oficial propone diferencias a nivel retórico o ideológico. El problema es que, se tengan las ideas que se tengan, las vidas son igualmente neoliberales. No basta con confiar en que gobiernen «los buenos»,como si la disputa político-antropológica en torno a las formas de vida deseables se pudiese delegar.
¿Entonces? Podríamos empezar quizá por autorizarnos a partir de lo que sentimos. A pensar desde las «averías» que nos aquejan como «capital humano»: malestares como el agobio y la ansiedad, el cansancio y la depresión. A escuchar todo lo «vagabundo» que nos habita y aprender a darle valor.
Como escribe Pasolini en sus Escritos corsarios: «¿No es la felicidad lo que cuenta? ¿No es la felicidad por lo que se hace la revolución?»
1. LAVIDABAJOELRÉGIMENDELDEMASIADO (ODELNOBASTANTE)
¿Cómo caracterizar la forma de vida neoliberal, su cara subjetiva? Encontramos un término perfecto en los fragmentos amorosos de Roland Barthes: es el régimen del demasiado (o del no bastante). Una insatisfacción permanente con todo, por no ser nunca suficiente, que se «llena» (sin llenarse nunca) con un atracón de pseudocompensaciones.
El mandato de rendimiento interiorizado nos presiona al siempre-más y de pronto el mundo aparece como insuficiente. Así, descuidamos el presente, los vínculos, todas las materialidades que nos sostienen, en una carrera loca hacia… ninguna parte. El malestar se expresa en el cuerpo: agobiado, agotado, deprimido, medicado, roto.
El capitalismo libidinal se sostiene, por tanto, sobre una producción de escasez objetiva y subjetiva: precariedad y endeudamiento, voracidad e impaciencia. ¿Cómo escapar? Solo puede hacerse mediante la creación, a la vez personal y colectiva, de una abundancia también objetiva y subjetiva: de vínculos, de afectos, de tiempo, de cuidados, de disfrute.
El amor, lo común, las cronopolíticas, la atención o la «socialidad del sur» aparecen en los textos que siguen como distintas figuras de esa abundancia. Afirman aquí y ahora otra posibilidad de vida, una vida que se basta a sí misma, que no persigue todo el rato algo situado siempre «más allá», «más arriba» o «más tarde». Discuten la configuración neoliberal de lo humano.
«LAACUMULACIÓNILIMITADADELCAPITALSEHACONVERTIDOENUNAMODALIDADSUBJETIVA»: ENTREVISTACON CHRISTIAN LAVALY PIERRE DARDOT1
¿En qué consiste el neoliberalismo? ¿Se puede pensar aún como aquella ideología que hace del «menos Estado» su característica principal? ¿Cómo extiende e impone una determinada forma de organizar el mundo y la vida que hace de la competencia la norma universal de los comportamientos? ¿Cómo se puede resistir, subvertir, salir de sus coordenadas? Pierre Dardot y Christian Laval, sociólogo y filósofo respectivamente, retoman los planteamientos de Michel Foucault y emprenden una ambiciosa reconstrucción de la historia y el presente del neoliberalismo en su libro La nueva razón del mundo (Gedisa, 2013).
La nueva razón del mundo se presenta, en primer lugar, como una obra de clarificación política. La comprensión del neoliberalismo, decís, tiene un «alcance estratégico» fundamental para el cambio social. ¿En qué sentido?
Pierre Dardot: Tenéis toda la razón en insistir sobre la intención política de la obra, forma parte de nuestros propósitos. Hemos arrancado de la siguiente constatación, a la vez intelectual y política: creemos conocer el neoliberalismo cuando en realidad no sabemos exactamente lo que es ni de dónde viene. Resistir eficazmente, luchar contra una situación intolerable, no solo requiere una buena organización y una estrategia eficaz, sino también, y sobre todo, una inteligencia colectiva de la situación, que puede lograrse a través de la discusión de trabajos teóricos de profundidad en los movimientos sociales y por ellos. Ahora bien, el análisis y la denuncia del neoliberalismo sobre los que se apoyan los movimientos y las contestaciones políticas desde los años 1990 nos parecen incompletos o falsos; es por ello por lo que hemos emprendido esta investigación amplia sobre el neoliberalismo.
El primer error para vosotros sería confundir el liberalismo clásico y el neoliberalismo. ¿Cuál es, a grandes rasgos, la diferencia?
Christian Laval: El liberalismo clásico se constituyó en el siglo XVIII en torno a la cuestión de los límites de la intervención gubernamental. Tres principios se postularon, hablando muy esquemáticamente, como fundamento de esa limitación: el mercado abandonado a su «curso natural» (Adam Smith), el cálculo de utilidad (Jeremy Bentham) y los derechos naturales de los individuos (John Locke). El comienzo del siglo XX vio cómo el liberalismo, en particular el dogma del laissez faire, entraba en una crisis profunda. En el caso del neoliberalismo, una cuestión diferente sustituye a la de los límites: ya no se trata de limitar, sino de extender. Extender la lógica del mercado más allá de la estricta esfera del mercado, y con ese fin reformar el funcionamiento interno del Estado de manera que sea la palanca principal de esa extensión. Denunciar el neoliberalismo como si fuera una renovación de la doctrina de Adam Smith es equivocarse de época y de objetivo. El neoliberalismo no es una doctrina económica falsa o arcaica, sino un conjunto de prácticas y de normas construidas política, institucional y jurídicamente.
¿Qué significa que el neoliberalismo sea «la nueva razón del mundo»?
Pierre Dardot: Hablamos de «razón» precisamente en el sentido de una «racionalidad», es decir, de una lógica que dirige las prácticas desde su propio interior y no de una simple motivación ideológica o intelectual. El neoliberalismo no gobierna principalmente a través de la ideología, sino a través de la presión ejercida sobre los individuos por las situaciones de competencia que crea. Esa «razón» es mundial por su escala y «hace mundo» en el sentido de que atraviesa todas las esferas de la existencia humana sin reducirse a la propiamente económica. No es la esfera económica la que tiende a absorber las demás esferas, sino la lógica de mercado la que se extiende a todas las otras esferas de la vida social sin destruir sin embargo las diferencias entre ellas.
Una de las ideas más potentes del libro nos ha parecido que es la caracterización del neoliberalismo como «forma de vida» y no como algo puramente exterior a los sujetos. ¿Qué significa que el neoliberalismo sea una forma de vida? ¿Y qué forma de vida en concreto?
Pierre Dardot: Para nosotros, el neoliberalismo es mucho más que un tipo de capitalismo. Es una forma de sociedad e, incluso, una forma de existencia. Lo que pone en juego es nuestra manera de vivir, las relaciones con los otros y la manera en que nos representamos a nosotros mismos. No solo tenemos que vérnoslas con una doctrina ideológica y con una política económica, sino también con un verdadero proyecto de sociedad (en construcción) y cierta fabricación del ser humano. «La economía es el método, el objetivo es cambiar el alma», decía Margaret Thatcher.
Christian Laval: En el neoliberalismo, la competencia y el modelo empresarial se convierten en un modo general de gobierno de las conductas e incluso también en una especie de forma de vida, de forma de gobierno de sí. No solo son los salarios de los diferentes países los que entran en lucha económica, sino que todos los individuos establecen relaciones «naturales» de competición entre ellos. Este proceso se produce muy concretamente a través de mecanismos muy variados, como por ejemplo la destrucción de las protecciones sociales, el debilitamiento del derecho al trabajo, el desarrollo deliberado de la precariedad masiva o el endeudamiento generalizado de los estudiantes y las familias. Se trata de hundir al máximo de gente posible en un universo de competición y decirles: «¡que gane el mejor!».
Pero ¿qué novedad introduciría el «individuo competitivo» neoliberal con respecto al Homo economicus del liberalismo clásico?
Pierre Dardot: Ciertamente, se puede ver en el neoliberalismo una extensión de la figura del «Homo economicus». Pero la concepción clásica del Homo economicus en el siglo XVIII se basaba aún en virtudes personales reconvertidas por el utilitarismo en facultades de cálculo, prudencia y ponderación: equilibrio en los intercambios, balanza de los placeres y los esfuerzos, búsqueda de la felicidad sin excesos. Ya no estamos ahí. Ahora cada cual está llamado en adelante a concebirse y conducirse como una empresa, una empresa de sí mismo, como decía Foucault.
Ser «empresa de sí» significa vivir por completo en el riesgo, compartir un estilo de existencia económica hasta ahora reservado exclusivamente a los empresarios. Se trata de una conminación constante a ir más allá de uno mismo, lo que supone asumir en la propia vida un desequilibrio permanente, no descansar o pararse jamás, superarse siempre y encontrar el goce en esa misma superación de toda situación dada. Es como si la lógica de acumulación indefinida del capital se hubiese convertido en una modalidad subjetiva. Ese es el infierno social e íntimo al que el neoliberalismo nos conduce: la presión constante hacia el «siempre más».
Afirmáis que «no se sale de una racionalidad o de un dispositivo mediante un simple cambio de política, al igual que no se inventa otra forma de gobernar a los hombres cambiando de gobierno». ¿Qué significa eso?
Christian Laval: Hacemos una diferencia entre «gobierno como institución» y «gobierno como actividad». El gobierno como «institución» nos reenvía inmediatamente al Estado y sus dirigentes, mientras que el gobierno como «actividad» designa la manera en que las personas, sean o no gobernantes, es decir miembros de un gobierno, conducen a otras personas esforzándose en orientar y estimular sus conductas. En este segundo caso, el gobierno es la forma en que unas personas «conducen la conducta» (por retomar la expresión de Foucault) de otras. Un simple cambio de equipo gubernamental, como efecto de una alternancia electoral entre partidos, no basta ni mucho menos para cambiar el modo de gobierno de los seres humanos.
¿Imagináis posibilidades emancipadoras a la instancia del poder político? ¿Cómo valoráis por ejemplo las políticas antineoliberales de algunos gobiernos progresistas en América Latina?
Christian Laval: Lo esencial para nosotros es comprender que ningún gobierno, por muy progresista que sea, puede emancipar al pueblo. No puede más que ayudarle a su propia emancipación, lo cual ya es mucho. Para ello debe favorecer a todos los niveles (del local al nacional) la participación de los ciudadanos en la actividad del gobierno mismo. El único gobierno cuya actividad es un punto de apoyo para la emancipación es el que ayuda prácticamente a la constitución del autogobierno. Lo que importa son las prácticas de gobierno de los gobernantes: ¿van en el sentido de una «desestatización» o contribuyen por el contrario a reforzar el poder del Estado a costa del autogobierno?
Pierre Dardot: La experiencia de América Latina debe incitarnos a hacer la diferencia entre Chiapas, que constituye una auténtica experiencia de emancipación, y los gobiernos llamados «progresistas», que no han roto verdaderamente con la lógica neoliberal, aunque hayan recurrido en algunos casos a la nacionalización de sectores de la economía. El populismo que dice gobernar «en nombre de las masas» no es una alternativa a la racionalidad neoliberal; por el contrario, no hace sino reforzarla. Hay que comprender que el Estado no es un simple instrumento neutro, sino que impone a menudo su propia lógica a todos aquellos que pretenden servirse de él «por el bien del pueblo».
«La única vía práctica consiste en promover desde ahora formas de subjetivación alternativas al modo de empresa de sí», decís. Estas otras formas de subjetivación se encarnan para vosotros en contraconductas: ¿qué son esas contraconductas?
Pierre Dardot: Nuestro libro Común (Gedisa, 2015) está dedicado a analizar las prácticas de resistencia activa a la lógica normativa del neoliberalismo: formas cooperativas y colaborativas de producción, consumo, educación o hábitat que surgen en ámbitos diversos (agricultura, arte o nuevas tecnologías), nuevas prácticas democráticas que emergen de la lucha misma, comunidades activas en formación (muchas veces a través de Internet). El compromiso voluntario en una práctica colectiva democrática es el único medio para los individuos de vivir al abrigo de las enormes presiones mercantiles, de las presiones competitivas y de las obsesiones del «siempre más». Es también la manera de convertirse en auténticos «sujetos democráticos».
Christian Laval: Estos movimientos han permitido, según nuestra reflexión, superar el plano «resistencial», que era todavía mayormente el de Foucault cuando hablaba de contraconductas. Lo que hoy se reafirma de manera muy fuerte es que la forma de la actividad alternativa, ya sea económica, cultural o política, es inseparable del objetivo global que se persigue, a saber, la transformación de la sociedad. Esa lógica general, esa racionalidad alternativa, no es solo crítica o de oposición, sino sobre todo creadora porque plantea, en la práctica y en cada ocasión de modo específico, la cuestión de las instituciones democráticas que hay que construir para conducir juntos una actividad cualquiera. A esa lógica la llamamos «razón del común».
¿En qué consiste, cómo se produce la «razón del común»?
Pierre Dardot: Es una razón política, un modo de conducción de las conductas opuesto al de la competencia. El sentido profundo de lo «común» como principio político es el siguiente: no hay más obligación(cum-munus: co-obligación) que la que procede de la coparticipación en la deliberación y la decisión. La noción de «política» toma entonces un sentido distinto a una actividad del orden del monopolio de los gobernantes, aunque sean bien intencionados: la de una igualdad en el hecho de «tomar parte» en la deliberación y la decisión por la cual las personas se esfuerzan por determinar lo justo; la coproducción de normas o reglas que compromete a todos los que participan en una actividad. Así reconectamos con la idea aristotélica de la política.
¿Cómo pensáis, desde esta apuesta por la razón del común, los problemas recurrentes de la estrategia y la organización política?
Christian Laval: El combate por la emancipación excluye seguramente la figura del estratega que decide a partir de una posición de superioridad la elección de los medios a poner en práctica. Pero es preciso ponerse objetivos y elegir medios. Toda la cuestión es cómo se lleva a cabo una actividad así. Es preciso romper con la lógica del partido como «representante» del pueblo o de las masas, sea cual sea la retórica adoptada. La organización política del porvenir debe renunciar a «representar» a la mayoría, invocando una comprensión superior del sentido de la Historia. Por el contrario, debe más bien actuar favoreciendo la convergencia práctica de las resistencias en los sectores de actividad más diversos, es decir, la construcción de un «común» verdaderamente transversal que procede de una coactividad y de una coparticipación.
1. Entrevista pensada y realizada junto con las investigadoras, activistas y amigas Marta Malo y Débora Ávila.
HABITARELPRESENTE: UNALECTURADEAHORA, DEL COMITÉ INVISIBLE
«La asombrosa realidad de las cosas / es mi diario descubrimiento / Cada cosa es lo que es, / y es difícil explicarle a nadie cómo me alegra esto / y cuánto me basta. / Basta existir para sentirse completo» (Alberto Caeiro).
El pensamiento crítico reprocha a nuestra sociedad vivir aplastada en un «presente perpetuo»: un presente cerrado sobre sí mismo, sin apenas memoria del pasado ni proyecto de futuro. Nuestro problema, desde esta perspectiva, es que vivimos a corto plazo, en lo inmediato, con el presente como único horizonte posible. Sobre todo la gente más joven. Y lo que nos hace falta es recuperar el «sentido histórico» —porque solo el pasado esclarece el presente— y la facultad de la esperanza, la apertura a otros futuros posibles.
Pero ¿estamos seguros de esto? ¿Vivimos realmente instalados en el presente, es ese nuestro problema?
No se diría si consideramos la cantidad de gente que acude hoy a terapia para que le ayuden a recuperar la capacidad de vivir aquí y ahora porque su cabeza no para nunca de viajar entre lo pendiente y lo posible: mails por contestar, entregas que acabar, nuevos proyectos que abrir, etc.
No se diría si consideramos lo extendido que está el llamado síndrome FOMO (fear of missing out), esa sensación recurrente de «estar perdiéndote algo», de que «la vida de los demás es más interesante que la tuya», de que «algo va a pasar» y no es ahí donde tú estás; la compulsión bulímica a consumir «experiencias de vida», a pasar de una a otra sin estar nunca aquí y ahora.
No se diría si consideramos la multiplicación de «cronopatologías»: la percepción de que el tiempo se acelera, de que «no hay suficientes horas» y de estar permanentemente en una «fuga hacia adelante» que hace imposible la experiencia de un tiempo pleno y completo, el disfrute de una duración (estar con gusto, estar en algo).
No. No vivimos excesivamente instalados en el presente. Es un error del pensamiento crítico contemporáneo, un desfase entre la teoría y la experiencia cotidiana. Nuestro problema más bien es el contrario: la incapacidad generalizada para estar aquí y ahora, la erosión de la atención. No vivimos encerrados en ningún presente perpetuo, sino en un tiempo contraído entre los pendientes y los posibles.
Este me parece que es el corazón y uno de los hilos centrales del último libro del Comité Invisible, titulado significativamente Ahora. Un libro abarrotado de poderosas imágenes, reflexiones y sugerencias para captar el presente en clave de transformación social.
Ni la mejor terapia, ni el mejor cursillo de mindfulness pueden modificar las condiciones de vida que nos generan tanto malestar. En el mejor de los casos, la terapia nos ayuda a elaborar de un modo más positivo nuestra relación con ellas, minimizando los daños. En el peor, nos enseñan a «vivir bien en un mundo que está mal», fomentando la anestesia y la desconexión de lo común como vías de salida y curación. Es a lo que hoy se llama «gestionar las emociones».