Habitar y gobernar - Amador Fernández-Savater - E-Book

Habitar y gobernar E-Book

Amador Fernández-Savater

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Beschreibung

Esta es una época de revueltas, pero ya no de revoluciones. ¿Ya no o aún no? Depende también seguramente de nuestras imágenes de lo que es una revolución. Hay mil prácticas cotidianas de transformación social, movimientos y luchas muy importantes, otras maneras de pensar lo político. Pero suceden a veces sin lenguajes y formas propias, bajo el umbral de algunas imágenes congeladas del pasado: la vanguardia consciente, organizada en Partido, al asalto del Palacio de Invierno. Ese desacople entre imágenes y prácticas, entre lenguajes y experiencias, es una de las razones del actual "impasse" de la política de emancipación: el capital conquista día a día nuevas capas del ser, barriendo las medidas puramente reactivas y defensivas. ¿Cómo se para? Tomar la iniciativa, una nueva ofensiva, pasa por afirmar otras imágenes de cambio, por "reconcebir la revolución".

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© Amador Fernández-Savater, 2020

© De la imagen de cubierta: Acacio Puig

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Ned ediciones, 2020

eISBN: 978-84-18273-04-9

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Ned Ediciones

www.nedediciones.com

«Los amigos —sin partido, sin instituciones, sin referencias fuertes de identidad— sirven para pensar la vida.»

A lxs amigxs, pues

Y a Ema, meglio tardi que mai =)

Índice

Índice

Pórtico

Historias inspiradoras

Prólogo. ¿Cómo hacer? La revolución de los niños perdidos

¿Hay que guardarse la memoria en el bolsillo? Sobre herencias sin testamento

1. Reimaginar la revolución

¿Salir del siglo xx? El problema de las imágenes de cambio

Michel Foucault: Una nueva imaginación política

Reabrir la cuestión revolucionaria (Lectura del Comité Invisible)

Un tiempo de revueltas (Lectura de Alain Badiou)

Resistir es crear: Entrevista a Miguel Benasayag

2. Reimaginar el nosotros

Sobre ficciones políticas y emancipación

Potencias y problemas de una política del 99%: Entrevista a Jacques Rancière

Política de clase como política del encuentro

3. Reimaginar al enemigo

El enemigo y lo enemigo: Conversación con Juan Gutiérrez

La humanidad como arma: Entrevista a Ali Abu Awwad

Cooperar con el enemigo: Lecciones de Juego de Tronos (con Francisco Carrillo)

4. Reimaginar la organización

Del paradigma del gobierno al paradigma del habitar: Por un cambio de cultura política

Política partisana contra política de partido: Entrevista al historiador Valerio Romitelli

La red como inspiración: Conversación con Margarita Padilla

5. Reimaginar la estrategia

Olas y espuma: Otros modos de pensar estratégicamente

Las transformaciones silenciosas: Entrevista a François Jullien

6. Reimaginar el conflicto

No un ejército, sino un mundo en marcha: La guerrilla de Lawrence de Arabia

Lawrence de Arabia y la no batalla de sol

La muerte, la guerra y la revolución: Apuntes de León Rozitchner y André Glucksmann

7. Reimaginar las tácticas

Doce acciones inspiradoras para burlar las leyes mordaza (con Leónidas Martín)

Apuntes sobre la no violencia

La república del 99%

Johan Cruyff y la defensa de la casa invisible

8. De las plazas a los nuevos tumultos

Un mundo restringido. Comentario a un discurso de Pablo Iglesias

No hay fracaso si hay balance: Poder y potencia en el ciclo 15m-podemos

Elogio del tumulto

Epílogo. Habitar la incerteza: sobre la transformación social en tiempos de contagio

Procedencia de los textos

Hay que continuar, no puedo continuar, voy a continuar.

Samuel Beckett

Pórtico

Este libro recoge textos escritos al hilo de las politizaciones y los debates que han sacudido el panorama político español durante la última década: 15m, asalto institucional, desafío independentista. En ellos se pueden encontrar al menos tres problemas (cada lector encontrará y añadirá luego los suyos propios):

• el primero y más directo sería el de las imágenes de cambio. La importancia decisiva de que toda tentativa de transformación social produzca sus propias categorías e imágenes a partir de su propia experiencia, en lugar de tomarlas simplemente prestadas de un modelo previo, lo cual acarrea siempre una pérdida de fuerza y una cierta tristeza (nunca estamos a la altura de los modelos, sino siempre en déficit). En este libro se podrá encontrar una constelación concreta de imágenes —de transformación social, de nosotros, de enemigo, de organización, de estrategia, de conflicto y de tácticas— que fueron propuestas siempre en diálogo con movimientos y prácticas de emancipación.

• el segundo sería una reflexión, ya no sólo sobre las imágenes que necesitamos, sino sobre el lugar de elaboración de esas imágenes, una reflexión que podemos considerar como el «discurso inconsciente» que se va armando por detrás de todo lo que se dice. Crear otras imágenes nos exige seguramente activar otra sensibilidad, partir de otro sitio. Llamamos «paradigma del habitar» a ese otro punto de partida, atento y a la escucha de las potencias que atraviesan las situaciones, en contraste con el «paradigma del gobierno» que ha sido el molde en el que se pensaron clásicamente las revoluciones, ese esquema racionalista por el cual un sujeto —vanguardia o partido— conquista un objeto a través de una ciencia, un modelo ideal y la fuerza de hierro de la voluntad.

• el tercero sería una cierta lectura de las potencias del 15M como «movimiento de la sociedad» más que mero movimiento social. El 15M supuso, en sus prácticas mismas, el esbozo de una nueva concepción política: una definición distinta del cambio social, un tipo de nosotros abierto e inclusivo, una temporalidad procesual, una organización acéfala y sin centro, una conflictualidad planteada por fuera de la lógica de guerra, una serie de tácticas creativas, una transformación de las formas de vida. Todo esto configura un depósito de saberes y memoria siempre actualizable en los movimientos y luchas por venir. Así leído, por fuera de las instrumentalizaciones politicistas, el 15M deviene un clásico: energía siempre activa.

En cada texto vibran estos tres problemas, pero cada uno puede leerse aisladamente: no como la pieza de un todo, sino como fragmento que lo contiene. Cierra el libro una conversación con la filósofa y antropóloga Rita Segato donde nos preguntamos sobre la crisis del coronavirus como «nuevo principio de realidad», es decir no sólo un problema médico o sanitario, sino como desafío a reinventar las mismas ideas de emancipación.

Historias inspiradoras

Prólogo¿Cómo hacer? La revolución de los niños perdidos

Hay que empezar por la impotencia, seguramente una de las sensaciones más extendidas en relación con la experiencia política contemporánea. Impotencia para frenar la marcha de unos poderes desbocados y devastadores que nadie ha elegido en las urnas, impotencia para transformar las cosas de manera sustantiva, impotencia de las palabras y los gestos que hemos heredado para nombrar y morder la realidad.

¿Cómo podemos entender esta impotencia? La pregunta, tomada en serio, nos obliga a una revisión radical de nuestra concepción de la política. En la actualidad, esta ha devenido sencillamente en la gestión, en un territorio y entre una población concreta, de los imperativos económicos globales (finanzas, circulación de mercancías, etc.). El Estado no desaparece, sino que pierde toda autonomía con respecto a los poderes que definen la realidad y se pone a su servicio. Pero gestionar nunca ha sido pensar a fondo o transformar, sino sólo modular lo que se nos presenta como necesario e inevitable, contra lo que nada debe intentarse. Una etimología de la palabra «necesidad» nos la presenta asociada a los siguientes significados: argolla, estrechamiento, sofoco... Es la asfixia de la situación sin salida. Las distintas opciones partidistas, que compiten en las elecciones con el fin de alcanzar el poder estatal, son distintas variantes de gestión de la misma argolla.

Esa gestión se rige hoy por un código simple: gobierno-oposición. Un código que es un segundo clavo en el ataúd de la impotencia política. El gobierno principalmente pone en marcha una serie de iniciativas cuyo fin último es seguir siendo gobierno. La oposición maniobra a su vez para ocupar los puestos de gobierno. Todas las cuestiones vitales —la enseñanza, la salud, el trabajo, etc.— son constantemente instrumentalizadas en esas maniobras de poder: no importan nada en sí mismas y por sí mismas, sólo son pretextos para atacar al otro y reforzarse uno. Esto es una obviedad para cualquiera que vea simplemente un telediario y no sea un fanático de alguno de los bandos en competencia.

El código gobierno-oposición segrega un tercero excluido: la población, convertida en espectadora y consumidora, mantenida rigurosamente al margen de la decisión en los asuntos que le atañen, reducida a quejarse, votar u opinar en las redes sociales: comportamientos reactivos y manifestaciones, al fin, de una misma impotencia. La mayor catástrofe de la sociedad contemporánea, la base de todas las demás, no es algún tipo de acontecimiento por venir, sino este tipo de relación con el mundo: nuestra posición de espectadores de lo que pasa, de consumidores ilusos e indiferentes, de opinadores sabihondos pero sin el cuerpo implicado en una experiencia de cambio. Ninguna transformación social de calado es posible sin una activación de la sociedad, sin salir de la condición espectadora y victimista de la realidad, sin convertirnos en agentes del propio cambio.

«No nos representan», «lo llaman democracia y no lo es», «la lucha es el único camino»: los gritos de los movimientos de los últimos años revelan una inteligencia lúcida de toda esta situación. De cómo la política reducida a gestión, administrada según el código gobierno-oposición y con la población como espectadora, amenaza la vida digna (y la vida a secas) sobre el planeta y supone un verdadero escollo para la transformación social, escollo entendido como dificultad, como obstáculo, como problema, como peligro.

«La lucha es el único camino», sí. Pero ¿qué es luchar? Podemos pensarlo así: es un acto de interrupción colectiva de las maneras establecidas de ver y vivir, una forma de parar el mundo, como diría Carlos Castaneda. Y el planteamiento de un nuevo juego de preguntas y respuestas, preguntas sobre la vida en común y respuestas creadoras de nuevas posibilidades de existencia. No preguntas y respuestas abstractas o lanzadas al aire, sino muy concretas, vividas, situadas, efectuadas a través de espacios, experiencias, dispositivos, hechas con el cuerpo.

Una lucha es, como dice Isabelle Stengers, la reapropiación colectiva de la facultad de poner atención: esa inteligencia práctica y situada que se activa justamente cuando nos hacemos cargo de un trozo de mundo del que dependemos y en cuyo interior reside el mundo común entero.

Lo que hace falta por tanto no es más crítica, no son juicios morales o sabihondos lanzados sobre el mundo desde lejos, ni la opinión —por muy mordaz que sea— lanzada contra los temas que pasan ante nuestros ojos por las pantallas, sino activar lacapacidad deplantear problemas propios (pensamiento) y de ensayar respuestas encarnadas (creación). El desafío sin duda más delicado y difícil, pero también más fecundo. Las preguntas perforan el guion que nos propone a diario la sociedad del espectáculo, porque construir un problema propio es muy distinto a opinar sobre un tema enlatado y prefabricado. Y las respuestas suponen un nuevo aprendizaje del mundo a través de la producción colectiva de situaciones y experiencias.

Nuestra capacidad de atención se libera entonces de su captura cotidiana, nuestra potencia de pensamiento se desbloquea, nos volvemos capaces de pensar y actuar a partir de realidades que nos afectan. Salimos de la condición espectadora y victimista, de la queja y la espera permanente, del juicio moral y las generalidades. Y de ese modo desafiamos el bucle catastrófico de la gestión.

¿Por qué bucle catastrófico? Porque secuestrando la capacidad colectiva de pensar y actuar en favor del monopolio de los que saben y pueden, evitando la aparición de nuevos juegos de preguntas y respuestas, limitándose en el mejor de los casos a la contención, a ofrecer «un mínimo de protección» con respecto a los efectos más devastadores de las lógicas de poder y beneficio desatadas, la política devenida gestión oculta y a la vez reproduce las condiciones de las crisis y los males contemporáneos, preparando así de alguna forma nuevos episodios de los mismos desastres: crisis económicas, crisis de refugiados y migrantes, crisis ecológicas, feminicidios, etc.

Los movimientos de las plazas, los nuevos feminismos o ecologismos, las caravanas de migrantes, son algunas de las «situaciones de lucha» que se han ido (re)abriendo estos últimos años, irrumpiendo e interrumpiendo los saberes establecidos, creando nuevos planteamientos, nuevos enfoques y formas de vida, capaces de sacar a buena parte de la población de su condición espectadora, de poner a las sociedades en movimiento. Hay muchas otras, menos conocidas, menos visibles, sin nombre siquiera... Cada vez que se ha abierto una de estas situaciones de lucha, se han desplegado inmediatamente todo tipo de dispositivos de gobierno (represivos, mediáticos, etc.) con el fin de instarnos a «volver a la normalidad». Pero es justamente en esa normalidad donde se incuba la catástrofe, como el huevo de la serpiente. Sólo podemos rebelarnos contra ese destino desastroso averiando la máquina y abriendo bifurcaciones en la historia,nuevos caminos. Nos las tendremos que ver entonces con otros problemas —porque no hay final de la historia ni sociedad armónica o reconciliada de una vez por todas—, pero no ya con una congelación indefinida de los mismos.

Vamos a plantear aquí y ahora una distinción entre política y politización: la política es del orden de la gestión dentro de un marco-argolla dado como necesario e inevitable, mientras que politizarse implica hacerse preguntas radicales (de raíz) sobre lo existente. La política remite a una esfera exclusiva de especialistas de la cosa común en los que delegamos, mientras que la politización ocurre cada vez que abrimos y sostenemos colectivamente preguntas sobre cómo queremos vivir juntos. La política se reproduce como lucha por el poder y sucesión o recambio de dirigentes, mientras que la politización sucede cuando se inventa aquí o allá —sin lugar predeterminado o actores designados, sino por cualquiera— una interrupción de los poderes-saberes establecidos y la aparición de un nuevo juego de preguntas y respuestas.

La politización implica la transformación social —y de nosotros mismos— a través del cuestionamiento radical de objetos y relaciones completamente «naturalizados» hasta el momento: por ejemplo, la relación con el trabajo como explotación, por el movimiento obrero; la relación entre sexos como desigualdad, por el movimiento feminista; la relación con la naturaleza como depredación, por el movimiento ecologista; la desnaturalización de las fronteras y sus regímenes de muerte por parte de migrantes y refugiados...

Sin situaciones de lucha no hay pensamiento, sin pensamiento no hay creación, sin creación no hay nuevos posibles ni transformación social.

¿es la revolución aún deseable?

Durante dos siglos al menos, la transformación social se pensó bajo la imagen de la revolución, la toma del poder tras un acontecimiento mayor que corta la historia del mundo en dos. Pero ¿y hoy, después de la experiencia desastrosa del comunismo burocrático del siglo xx? ¿Sigue siendo deseable la revolución? Michel Foucault planteó esta pregunta en una entrevista de 1977, con los ecos aún frescos de Mayo del 68 y en medio de una nueva oleada de testimonios disidentes sobre la realidad de la URSS.

Foucault introduce la pregunta por la posibilidad misma de la revolución, ya no sólo su necesidad o su urgencia en abstracto, sino la deseabilidad de un cambio social radical, sin cuya sombra toda política corre el riesgo de desaparecer, convirtiéndose en politiquería y simple gestión.

El retorno de la revolución es nuestro problema... (Si la revolución ya no fuera deseable) habría que inventar otra política o algo que la sustituyera. Vivimos acaso el fin de la política. Porque si bien es verdad que la política es un campo abierto por la existencia de la revolución, y si la pregunta por la revolución no puede ya plantearse en semejantes términos, entonces la política corre el riesgo de desaparecer.

Desde aquel 1977, la revolución se ha vuelto ya definitivamente indeseable, en el sentido de que su referencia ha perdido toda vitalidad. Sin revolución deseable, dice Foucault, la política se vuelve gestión. Y eso es exactamente lo que ha ocurrido en Europa durante la restauración del orden en los años ochenta y noventa, tras las sacudidas de los años sesenta.

En esta situación de impasse lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. ¿Qué significa esto?

Las imágenes de cambio propias de la secuencia política del siglo xx siguen aquí, pero no se componen ya con las prácticas, los cuerpos y las experiencias en movimiento. Se vuelven vacías, estereotipadas. Judith Butler dice que el desajuste entre cuerpos y palabras es propio de situaciones de dolor y de duelo: las palabras que se dicen ya no nos alcanzan o suenan huecas, pero no tenemos otras a mano. Así estaríamos nosotros: huérfanos de la idea de revolución, atrapados en imágenes de cambio que ya «no nos dicen nada».

Las antiguas imágenes revolucionarias siguen funcionando, pero ya sólo como imágenes-zombi. No hacen pasar la potencia, no hacen vibrar el deseo, no acompañan positivamente las prácticas, devienen reactivas y nostálgicas.

Ese desajuste entre cuerpos e imágenes sería otra razón de nuestra impotencia. Es decir, la impotencia no sólo tiene que ver con el hecho de que la política ya no tenga apenas margen de maniobra con respecto a las fuerzas del capitalismo global, sino que afecta también desde dentro a las prácticas y las iniciativas que pretenden cambiar las cosas aquí y ahora. Hay miles de estas prácticas e iniciativas, dice Alain Badiou, pero nos hace falta un nuevo pensamiento de la política, otro vocabulario, otro repertorio de figuras. Las antiguas imágenes como «lucha de clases», «huelga», «nacionalización», «liberación nacional», «dictadura del proletariado», «partido» o «comunismo» han perdido su fuerza, pero ¿cuáles han venido a reemplazarlas? El impasse significa que las prácticas de emancipación no encuentran formas propias.

Hay tristeza o infelicidad política cuando no somos capaces de inventar nuestras propias palabras y herramientas, cuando actuamos y nos medimos según imágenes heredadas de otras luchas, con respecto a las cuales siempre estaremos en déficit, siempre por debajo, siempre en falta.

En medio de esta tristeza emergen actualmente en la izquierda posiciones puramente defensivas o reactivas: el soberanismo, la nostalgia de Estado del bienestar y la apelación a la patria y la Nación se presentan como los únicos horizontes posibles. A falta de una nueva imaginación política, la izquierda se aboca a disputar con la derecha la gestión del miedo, la impotencia y el victimismo de las poblaciones contemporáneas: «nosotros os protegeremos mejor». Es un estrechamiento suicida del ámbito de lo posible.

Si queremos salir de la posición reactiva y defensiva, si queremos pasar a algún tipo de ofensiva —en el sentido de tomar de nuevo la iniciativa con respecto al pensamiento y la acción—, si queremos en suma volver a hacer deseable el cambio social hay que reimaginar la revolución. Esto es, reconcebir la transformación del mundo por fuera del modelo revolucionario heredado. Repensar y dar a la luz nuevamente el cambio social y todo aquello que lleva asociado: las figuras del nosotros, el enemigo, la organización, la estrategia, el conflicto, las tácticas, el tiempo, el compromiso, el pensamiento, el objetivo, etc.

atravesar la impotencia

¿Qué hacemos con la impotencia? Hay que atravesarla: no rechazarla, sino salir de ella por el otro lado. Tomarla como antesala posible de la creación. A lo largo de las páginas de este libro, veremos aparecer algunos personajes que fueron capaces de hacer este gesto: inventar formas nuevas de pensar-hacer atravesando activamente la impotencia.

Como Antonio Gramsci que, en las cárceles de Mussolini, medita sobre el fracaso de las tentativas revolucionarias insurreccionales en Europa occidental (la intentona espartaquista, los consejos obreros italianos, etc.) y, en medio de esa desorientación, la caída del modelo leninista para Europa, inventa su noción de «guerra de posiciones» o hegemonía, tan fecunda aún.

Como Lawrence de Arabia que, perdido en el desierto, obsesionado por encontrar un modo de plantear la lucha que evite un enfrentamiento frontal donde tiene todas las de perder, alucina (literalmente) durante una noche de muchísimo calor y fiebre cómo hacer de la «desorganización» y el «caos» de las tribus árabes una fuerza guerrillera victoriosa.

Como Ali Abu Awwad que, en una cárcel israelí tras haber participado en la primera Intifada, sigue una huelga de hambre a base de agua y sal que dura diecisiete días, conoce gestos de humanidad de los policías israelíes que le custodian, y cambia desde ahí por completo sus visiones sobre la resistencia y el enemigo animando desde entonces iniciativas de desobediencia civil y humanización del conflicto.

Personajes que se hacen vulnerables, que consienten en sí mismos una fragilización radical de los sentidos que les sostenían hasta ese momento y se vuelven capaces gracias a eso mismo de crear algo nuevo, algo distinto, algo más adecuado a las fuerzas en presencia. De convertir la impotencia en nueva potencia y la derrota en un derrotero.

Hay un lado activo de la impotencia entonces, el desasimiento positivo de algo muerto a lo que nos agarrábamos. Todos estamos hoy en una misma encrucijada: el mundo ya no se deja revolucionar como antaño, ni tampoco hay alternativa a la vista, nuestra cabeza se golpea contra un muro, pero es justo en el corazón de esa impotencia asumida que podemos crear algo nuevo.

qué hacer y cómo hacer

Qué hacer es la pregunta por excelencia del esquema revolucionario clásico. Es la pregunta por un modelo: el modelo de revolución dominante en el siglo xx, a la vez triunfante (como toma del poder) y fracasada completamente (como experiencia de emancipación).

Hubo desde luego otras revoluciones en el siglo xx, como la mexicana o la española, pero quedaron de alguna manera opacadas por «la sombra de Octubre». Octubre se convirtió en el modelo de toda revolución, en la fisionomía de la revolución, exportado por todo el mundo. Las imágenes de cambio de Octubre devinieron las imágenes de cambio por excelencia: de lo que tocaba hacer, de lo que había que pensar, de cómo organizarse, etc.

La toma de poder como objetivo, el Estado como palanca fundamental, el saber como ciencia, la militancia como un tipo de heroísmo, el compromiso como incorporación disciplinada de la idea, el conflicto como lucha a muerte contra el otro, la organización como vanguardia consciente estructurada en Partido, la revolución como acontecimiento mayor que rompe en dos la historia del mundo...

Este modelo arraiga en lo que podríamos llamar el «paradigma de gobierno» propio del pensamiento o la metafísica occidental, según la cual un sujeto —armado de ciencia, organización y fuerza de voluntad— somete un mundo-objeto y lo modela, lo fuerza, elevando el ser al deber ser. En los textos de este libro no haremos un balance de este modelo y su «desastre oscuro», según lo llama Alain Badiou en su reflexión histórica sobre el comunismo autoritario, sino que interrogaremos la posibilidad de un desplazamiento: de la pregunta de qué hacer a la pregunta por cómo hacer.

Si qué hacer es la pregunta por un modelo, cómo hacer es la pregunta de los niños perdidos. La revolución que viene es la revolución de los niños perdidos, diríamos en la estela del colectivo Tiqqun.

Niños perdidos porque tienen más preguntas que otra cosa, una condición difícil de sostener, de mucho desamparo, en medio de la urgencias que parecen exigirnos medidas inmediatas.

Niños perdidos porque ya no encuentran guía segura en el poder del Texto o de la Ciencia, «omnipotente por verdadera».

Niños perdidos porque no tienen lengua sabia, sólo lengua común.

Niños perdidos porque no contestan el orden y el saber establecidos con otro orden y otro saber en la cabeza, sino que interrumpen, preguntan, desertan, ensayan y tientan, a través de la experiencia y el tacto.

Niños perdidos porque no miran el mundo desde un Estado, a derribar o conquistar, presente o futuro, desobedeciendo así la llamada «ley de la oscilación».

Niños perdidos porque no buscan adueñarse de un centro (centro de poder, centro de saber), pero tampoco instalarse en los márgenes o la periferia, sino emborronar la diferencia entre ambos.

Niños perdidos porque ya no buscan gobernar, ni ser gobernados, sino devenir y permanecer ingobernables.

Niños perdidos porque comen su propio trigo, sin esperar a mañana.

Niños perdidos cuyo no-saber no es ignorancia, sino potencia de pensamiento.

Niños perdidos que no esperan finalmente encontrarse, sino que asumen que la pregunta por cómo hacer es una pregunta interminable, inagotable.

Así, como niños perdidos, tanteamos las revoluciones del siglo xxi. Sin disociar ya nunca jamás lo que se quiere de cómo se quiere, tal y como ocurría en la vieja pregunta de qué hacer donde la finalidad justificaba los medios más aberrantes, sino aceptando que los medios prefiguran ya los fines o incluso que no hay más que medios, medios sin fines, «medios puros».

historias inspiradoras

¿Cómo hacer? es una pregunta que se plantea entonces cada vez, cada vez que hay práctica de emancipación, en circunstancias siempre concretas y determinadas, nunca en abstracto, nunca de una vez por todas.

¿Quiere decir esto que cada experiencia es intransmisible, por puntual, situada, circunscrita, efímera, local o localizada? De nada serviría entonces me parece la pregunta por otras imágenes de cambio.

Puede haber resonancias entre experiencias. Lo que hacen algunos aquí puede convertirse en recurso e inspiración para otros allí. Hay historias capaces de trasladar algo de una situación a otra, poniendo así las experiencias en circulación, haciéndolas volar. Es lo que animó a Gramsci a escribir sus cuadernos en la cárcel, a Lawrence a escribir (¡dos veces, después de perder el manuscrito!) su diario árabe, a Ali Abu Awwad a participar en mil y un encuentros. Transmitir la experiencia.

Quisiéramos que este fuera un libro compuesto por esas historias. Historias inspiradoras para el hacer, útiles pero no utilitarias. Historias que logren sugerir más que establecer. Historias cuyo «mensaje» esté más en quien las escucha que en el que las cuenta. Historias capaces de sacar a luz posibilidades silenciadas, como decía Walter Benjamin, que no se unifican en teoría o ciencia pero pueden engarzarse en constelaciones, ordenaciones móviles de imágenes y conceptos.

Jean-François Lyotard distingue entre «signos» e «intensidades»: para transmitirse, las intensidades —de una experiencia, de una invención, de una situación— requieren inevitablemente de signos, se registran en signos. Cada uno de esos signos tiene dos costados: uno, hecho de información, es la descripción de lo que pasó, la clasificación, los datos; otro, hecho de energías y afectos, es el costado que hace pasar emociones que nos desplazan y conmueven. La experiencia convertida en signos corre siempre el peligro de convertirse en algo inerte, datos y simple información. Esta subordinación de la intensidad a los signos es la manera de leer dominante en Occidente, donde entender significa repetir. Pero el signo es también otra cosa: signo-afecto o signo-tensor que nos pone en movimiento y da lugar a algo nuevo. Leer no es entonces descifrar una información y repetirla, sino dejar pasar esa energía en nosotros y recrearla.

Lectura por afectos o lectura por signos. Si la lectura es por signos, la historia se escucha intelectualmente, se transmite y se reproduce idéntica a sí misma. Corre el riesgo de convertirse en el ejemplo de un modelo: «así hay que hacer las cosas». Si la lectura es intensiva o por afectos, la historia nos toca y conmueve, pero como una historia singular que se presta a ser de nuevo singularizada. Nos solicita una reapropiación. Es la diferencia que establece Walter Benjamin entre símbolo y alegoría: el símbolo es idéntico a sí mismo, la alegoría es inestable; el símbolo remite a totalidad (a modelo, a serie), mientras que la alegoría es fragmento y ruina.

Entonces, a pesar de lo que puedan sugerir las expresiones que haya usado hasta aquí, no se trata de cambiar un imaginario por otro, un imaginario viejo por uno nuevo o algo por el estilo, sino de inventar otra relación con las imágenes, también con las del pasado, también con las de aquel imaginario que abandonamos.

En este sentido podemos afirmar lo siguiente: no hay buena imagen, en todo caso imágenes buenas. ¿Qué significa? La potencia que surge en un momento histórico determinado no se refiere a una imagen previa. La potencia no tiene imagen, como dice Jun Fujita. No hay «buena imagen» significa que no hay modelo. La «imagen buena» sería entonces esa que, aquí y ahora, deja pasar la potencia. La que nos permite ver y valorar las potencias que de otro modo pasarían desapercibidas o minusvaloradas. La que muestra e intensifica lo que hay. La que activa nuestra atención a la experiencia presente, a lo que está pasando.

un imaginario pagano

En definitiva, no hay buena imagen, sino buena relación con las imágenes. Podríamos llamar «pagana» a esa relación con las imágenes. ¿En qué sentido?

Maurizio Bettini, en su Elogio del politeísmo, explica muy bien el carácter plástico del imaginario pagano: siempre abierto, reapropiable, singularizable, lo que permite por ejemplo a los romanos hacer su propia «versión» del panteón griego y a cada romano componer una especie de «belén» personal. Es una religión de traductores, dice Bettini.

Un imaginario pagano de la transformación social sería una especie de humus o semillero de imágenes siempre abiertas a su actualización. Donde ninguna excluye a otras y cada una admite diferentes traducciones. Donde no hay signos que sean sagrados o intocables, sino siempre profanables por el uso.

Un «panteón» infinito, inclusivo e incluyente incluso con las viejas imágenes de la revolución, una vez destituidas convenientemente de su principio exclusivo y excluyente. Es una idea de Rita Segato.

Frente a la Imagen-Modelo, a la imagen sagrada, a la que tiene el repertorio entero de lo que puede o debe pasar, una proliferación de imágenes, todas en minúsculas, así como todos los dioses paganos son también menores.

El poder pasa del Texto al lector, del autor al receptor. El imaginario pagano de cambio es un tipo de tradición que vive de su traducción incesante, de la traición constante a los signos para hacer pasar las intensidades. La fidelidad es con las intensidades y no con los signos: con la energía contenida en la historia de la CNT, por ejemplo, no con la repetición de los signos de la CNT (la bandera, las siglas, los principios).

La pregunta es siempre cómo inventar nuevas formas para reactualizar y dejar pasar las energías que contuvo tal o cual experiencia del pasado.

los textos de este libro

Los textos que hemos reunido aquí reflexionan sobre la cuestión de las imágenes de cambio y proponen una cierta «constelación» de ellas. Están escritos en muchos casos en el clima del movimiento 15M. Esa era la potencia que se trataba de intensificar, revirtiendo en lo posible el peso devastador de las imágenes convencionales sobre el movimiento, según las cuales el 15M estaba siempre en déficit: mal organizado, poco eficaz, blando y sin estrategia, etc.

Nos propusimos entonces traer imágenes inspiradoras al 15M para hacer ver y valorar mejor sus potencias. La «ficción política» de Jacques Rancière, la distinción entre el enemigo y lo enemigo de Juan Gutiérrez, la «no batalla» de Lawrence de Arabia, la «guerra de posiciones» de Antonio Gramsci, la «red» según Margarita Padilla, las «bandas partisanas» según Valerio Romitelli, etc.

El 15M funciona como «extra-texto» (Silvia Duschatzky): lo que desborda el texto, lo ilumina, lo justifica. Leídos años más tarde, estos artículos corren el peligro de abstraer esa propuesta concreta de imágenes de la situación en que fueron propuestos, como si fueran imágenes que valiesen en sí mismas, en abstracto, siempre. Disuelto el contexto del 15M, el lector tiene que trabajar por su cuenta para evitar esa reificación, traduciendo y actualizando las imágenes a situaciones y experiencias presentes, paganizando.

En su día trajimos historias inspiradoras al 15M, y ahora contamos el propio 15M como historia inspiradora para otras luchas y experiencias presentes y futuras.

Así como antes hemos dicho que el modelo revolucionario arraigaba en cierto «paradigma del gobierno», dominante en el pensamiento occidental, la constelación de imágenes propuestas aquí remite en cierta manera a una matriz común: pensar el cambio o la transformación social como una potencia que crece. Una potencia compuesta de muchas potencias, potencias más rotundas o más tenues, a veces imperceptibles, que hay que aprender a sentir para impregnarse de ellas, para expandir e intensificar.

Acompañar la potencia que crece: es lo que define el paradigma del habitar,en contraposición al paradigma del gobierno, basado en la toma de poder.

Desde ese paradigma, hay que redefinirlo todo: la militancia como el compromiso concreto de cuidado de esa potencia; el conflicto como la defensa de la potencia o la apertura de nuevos pasajes para ella; la temporalidad del cambio como el tiempo de un proceso, un proceso de crecimiento que no es lineal ni por etapas, sino que tiene mareas altas y bajas, etc. Este cuidado atento a la potencia es un rasgo común a otras «constelaciones» de imágenes de cambio que se tejen y proponen hoy por otras partes.

Este libro refleja muy fielmente un «método» de trabajo, en el cual mi palabra se mezcla constantemente con la de otros: leyendo promiscuamente a algunos autores para conectar sus ideas con la realidad en curso, dando la palabra en entrevistas y conversaciones a personas que pueden hacer una aportación valiosa en un momento y una situación concreta, usando mi palabra para introducir la de otros. Todo ello en distintos formatos que se han respetado aquí: ensayos más densos, notas de coyuntura, relato de situaciones, etc. Y siempre en conversación con amigos cuyos nombres se citan al final de cada uno de los artículos.

En el impasse y el déficit de imaginación política, vuelve la pregunta de qué hacer. La respuesta es «ganar», sin mucha más especificación. Ganar significa tomar el poder, ya no por la vía de las armas, sino por la vía electoral. Hemos podido comprobar de cerca cómo esa «victoria» puede ser también e inmediatamente una derrota: la impotencia para realizar cambios sustanciales, la reproducción de las mismas formas de hacer que se decían combatir e incluso la autodestrucción a través de ellas. Si el qué se separa del cómo, ganamos (quizá) pero perdemos (seguro).

El retorno de la revolución es nuestro problema. Pero la pregunta por la revolución ya no se deja plantear en los mismos términos del siglo xx. ¿Cómo hacer?

referencias

Isabelle Stengers, Philippe Pignarre, La brujería capitalista (Hekht, 2018).

Michel Foucault, Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones (Alianza, 1981).

Christian Laval y Pierre Dardot, La sombra de octubre (Gedisa, 2017).

Comité Invisible, A nuestros amigos (Pepitas de Calabaza, 2014).

Tiqqun, Cómo hacer (localizable en la red).

André Glucksmann, Los maestros pensadores (Anagrama, 1978).

Walter Benjamin, Escritos políticos (Abada, 2012).

Esther Cohen editora, Glosario Walter Benjamin, conceptos y figuras (UNAM, 2012).

Jean-François Lyotard, Economía libidinal (FCE, 1990).

Jun Fujita, Cine-capital (Tinta Limón, 2014).

Maurizzio Bettini, Elogio del politeísmo (Alianza, 2016).

¿Hay que guardarse la memoria en el bolsillo? Sobre herencias sin testamento

Mi amigo J. L. bajó exultante a la Puerta del Sol el 17 de mayo de 2011. «Quería celebrar lo que había pasado», me explica, refiriéndose a la reocupación masiva de la plaza por la gente después del desalojo policial de la madrugada anterior. Llevaba una botella de whisky en un bolsillo —para compartir con los amigos desalojados— y una bandera republicana en el otro. Pero la fiesta no era tal y como la imaginaba. No llegó a sacar ninguna de las dos cosas. Según entró en la Puerta del Sol, se dio cuenta de que «esto no es un botellón», como pudo leer luego en los carteles, y que allí, por primera vez en su vida política, la enseña tricolor estaba fuera de lugar porque la cosa no iba de banderas. Cerró las cremalleras de ambos bolsillos. ¡Cualquiera entendía aquello a la primera!

Los símbolos que los habitantes de la plaza utilizaban para expresarse, comunicarse y reconocerse no remitían a tradiciones de largo recorrido histórico, sino que más bien eran invenciones sobre el terreno, situacionales. En lugar de la bandera republicana, la bandera egipcia o la islandesa. En lugar del rostro del Che Guevara, la máscara de Guy Fawkes popularizada por Anonymous. En lugar del puño alzado, las manitas al aire. Y lo mismo ocurría con las palabras y los términos que se usaron para nombrar el nosotros que surgía improvisadamente en cada plaza del país: «indignados», «personas» o la simple fecha 15M no designaban ninguna identidad previa, ninguna filiación política o ideológica reconocible, sino que se presentaban como referencias abiertas en las que cualquiera podía incluirse.

un corte liberador

El rechazo a inscribir el sentido de su acción en la historia nacional, en una identidad o una tradición política consolidada, le valió al 15M el calificativo peyorativo de «adanista», que condenaba al movimiento por la ingenuidad o el orgullo de creer que el mundo empezó el 15 de mayo de 2011 en la Puerta del Sol y, según la cita de Descartes, ni siquiera querer saber si existió alguien o algo antes.

¿Es así realmente? En mi opinión, la «amnesia» del 15M no tenía que ver con el orgullo o la ingenuidad, sino más bien con la aguda intuición de que cierta referencia al pasado podía impedir: 1) hablar del presente, 2) hablar del presente con mucha gente y muy distinta, 3) hablar del presente en formas y modos no determinados a priori. Es decir, sólo desordenando el tablero de ajedrez de «las dos Españas», que define en nuestro país el mapa de lo posible, era posible empezar a jugar a otro juego.

Ni PSOE ni PP, ni Cope ni Ser, ni El País ni El Mundo, las plazas se negaron a posicionarse en un tablero previo, a pensarse como una España contra otra, prefiriendo partir de problemas concretos que atraviesan transversalmente a toda la población: contratos-basura, hipotecas-basura, democracia-basura, vidas-basura. Redibujando, a partir de esos problemas compartidos, todas las posiciones: quién es amigo y quién es enemigo. Inventando, para elaborar políticamente las afectaciones comunes, formas propias de hacer y decir.

No digo tanto nuevas como propias porque hubo memorias que sí funcionaron a pleno pulmón en la plaza. Sobre todo la que se denomina «memoria inconsciente»: los recuerdos que incorporamos (que llevamos en el cuerpo) sin tematizarlos explícitamente, una herencia que no sabemos muy bien de dónde viene y por eso quizá fluye tan bien, una herencia sin nombre y sin acto de nombramiento. Pienso por ejemplo en los símbolos que se hacían con las manos en las asambleas para organizar las discusiones entre miles de personas. En el movimiento antiglobalización ya se usaban y seguramente vienen de antes. Esa memoria práctica, que se transmite sin asignar identidades ni encarrilar los planteamientos, circuló como un virus en las plazas. No se quedó en los bolsillos de nadie.

Si el 15M hizo palanca en la amnesia no fue por un rechazo de la memoria como tal, sino por un rechazo de ciertas configuraciones de la memoria que tienden a imponerse automáticamente, como por defecto:

• una memoria cerrada, excluyente de otras memorias: se excluyen las memorias que vienen «desde fuera» de un nosotros que se presupone (tal o cual identidad: de izquierdas, republicanos, etc.). Es la memoria-trinchera.

• una memoria obligatoria, que convierte al pasado en un modelo que exige traducciones literales, repeticiones. Es la memoria-fetiche.

la memoria como bien común

El 15M puso patas arriba el orden simbólico y político que rige este país desde la Transición, abriendo lo posible hasta el punto de que durante años se pudo soñar con los pies en la tierra en un «proceso constituyente» (que, visto lo visto después, hubiese sido tan saludable). Es lo primero que hay que saber ver y valorar, despegándonos de las etiquetas fáciles como «adanismo». Antes del corte liberador del 15M, sólo existía una oposición al estado de cosas dividida estérilmente entre la izquierda oficial y los diferentes guetos extraparlamentarios, con la gente común como espectadora.

Entonces, ¿hay que guardarse necesariamente la memoria en el bolsillo? ¿O se puede, a partir del corte liberador con las memorias que asfixian, reinventar una memoria activa, reproponer historias del pasado para el presente? Me parece importante pensarlo, por dos razones al menos.

En primer lugar, los movimientos sin memoria, pertrechados únicamente con lo que tienen al alcance de la mano, inconscientes de la memoria que ya está actuando en ellos, corren el peligro de generar nuevas «cruzadas de los niños»: demasiado flotantes, inconsistentes, sin mucho aliento.

En segundo lugar, los problemas de los que no nos hacemos cargo dejan abiertas de muy mala manera las heridas. Gerald Brennan tituló hace ochenta años El laberinto español a su libro sobre los antecedentes sociales y políticos de la guerra civil. España sigue siendo hoy un laberinto hecho en buena parte de mil heridas que aún sangran y no se pueden simplemente «olvidar». La Cultura de la Transición propuso la arquitectura del régimen político del 78 como marco de convivencia superador de los conflictos que marcaron la historia española en el siglo xx. Nos prometió que las heridas sanarían gracias a la incorporación plena y entusiasta de todos al carril de prosperidad infinita de la modernización capitalista. Y a esa promesa le llamó «consenso». Ese consenso ha estallado hoy en mil pedazos y todas los agravios de la historia nacional se activan de nuevo en un contexto global: democracia de baja intensidad, encaje territorial, desigualdad económica, autoritarismo del sistema político, etc.

El desafío planteado por el 15M se escapaba por la tangente de la alternativa infernal entre la división social («las dos Españas») y la calle vacía como imagen ideal de la democracia (el consenso despolitizador de la Cultura de la Transición). ¿Qué tipo de memoria podría «educarnos» en otras formas de democracia y convivencia? Habría que pensar en una memoria como bien común: no de «estos» o de «aquellos», de «estos» contra «aquellos», sino de todos y de nadie pero no plana, sino conflictiva.

Sólo un par de apuntes, en esta primera aproximación a un tema bien complejo y delicado, sobre cómo podría ser esa memoria común (o del 99%):

• una memoria abierta. Sin duda la memoria es selectiva. Ese sesgo no se puede eliminar, pero sí trascender en una memoria capaz de abrirse en todas direcciones, incluso a una contramemoria cerrada y desafiante que la desmiente, con espinas. Una memoria abierta no sería una sola memoria para todos, sino más bien el diálogo —difícil, nunca armonioso, siempre en tensión y chirriando— de diferentes memorias.

• una memoria inspiradora. Borges explicó en una sola frase lo que tengo aquí en la cabeza: «un autor inventa a sus predecesores». La memoria obligatoria nos aplasta bajo el peso de referencias en las que supuestamente nos tenemos que reconocer y a cuya altura nunca estamos. Por el contrario, la memoria inspiradora no consiste en una antorcha o un relevo que simplemente nos viene dado, sino en el trabajo de inventar nuestras propias conexiones con el pasado, cercanas o lejanas en el tiempo y en el espacio, más esperables o complemente inesperadas. Pienso por ejemplo en la inspiración que supuso para alguna gente del 15M la imagen de cambio social que propone la revolución de las mujeres en el siglo xx: anónima y colectiva, cotidiana y gota a gota, no centrada en la épica ni el acontecimiento, sin toma del Palacio de Invierno o de la Bastilla.

«Nuestra herencia no está precedida de ningún testamento», decía el poeta René Char. Cuanto más afectada esté por los desafíos del presente la mirada de quien busca y rebusca en el pasado, más capaz será de encontrar recuerdos vivos y resonantes. Rutas orientadoras para un futuro común. Iluminaciones.

Este texto se alimenta de mil conversaciones mantenidas los últimos años, con Germán Labrador, Pablo Sánchez León, Jorge Alemán, Isabel Vericat, Ángel Luis Lara, Emanuela Borzacchiello, Sabino Ormazábal, Antonio Lafuente, José Enrique Ema, José Miguel Fernández-Layos, Álvaro García-Ormaechea, Álvaro Rodríguez.

Y, muy especialmente, de la reflexión de Juan Gutiérrez y del trabajo del grupo Memoria y procomún en Medialab Prado sobre la memoria de las «hebras de paz de vida».

dos posdatas (2019)

1. «Cuanto más afectada esté...» Sobre amor y memoria.

En Meditación sobre el poder, Eugenio Trías dedica algunas páginas muy bellas y potentes a la relación entre amor e historia. Sólo el amor puede devolver la vida al pasado. Sólo el historiador o investigador enamorado puede revivir un momento o una época. «En virtud de ese conocimiento —tal es la magnitud de fuerza del amor— toda una época puede ser revivida y reconstruida.»

Nos enseñan que el conocimiento histórico debe ser crítico, distanciado, despegado. Pero no. Sólo el amor al pasado es capaz de vivificarlo. «Recordar no es una operación de simple nostalgia: consiste en dar de nuevo vida a lo que ha dejado de tenerla». Hay vida si sigue pasando electricidad entre el pasado y el presente, el amor es el modo de devolver energía al pasado. «Y de tal manera se roba al vampiro de la muerte una de sus almas encarceladas.»

2. «Un autor inventa a sus predecesores.» Sobre memoria y actividad.

Se recuerda por y para el presente, desde el presente. Es una chispa que nace en el presente (una pregunta, una búsqueda) lo que hace que miremos al pasado y lo encontremos fecundo: vivo, abierto, inspirador.

No se trata, dice Walter Benjamin, de conocer el pasado «tal y como ha sido», sino de «apoderarse de un recuerdo que relampaguea en un instante de peligro». ¿Cuál es ese peligro? El apagamiento de la energía en nombre del pasado entendido como cadena de datos, masa de hechos, tradición como identidad.

«Hay que arrancar de nuevo la tradición al conformismo que siempre se halla a punto de avasallarla (y esto en cada época).» ¿Cómo? Evocando historias inspiradoras que «hacen saltar el continuo de la historia» porque traen un recuerdo intempestivo al presente, arrancan un detalle a la prisión del contexto.

Un momento del pasado no se explica «por lo que vino luego»: la Revolución francesa por Napoleón, la Comuna de París por la masacre de los comuneros, el 15M por Podemos. Son dos presentes los que se hablan, dos aquí-ahora. Esa es la «cita secreta entre generaciones pasadas y la nuestra» de que habla Benjamin, «el salto de tigre al pasado».

1. Reimaginar la revolución

La imagen dominante de la revolución nos la presenta como un acontecimiento mayor que corta radicalmente la historia del mundo en dos: el viejo y el nuevo mundo. ¿Podemos reimaginarla como un proceso, con mareas altas y bajas, como una generalización masiva de efectos muy concretos y locales, como una potencia que crece a veces silenciosamente, como una resultante imprevisible de fuerzas? Habría que dotarse para ello de una racionalidad política más compleja, más rica y menos lineal.

Textos:

• ¿Salir del siglo xx? El problema de las imágenes de cambio

• Michel Foucault: una nueva imaginación política

• Reabrir la cuestión revolucionaria (lectura del Comité Invisible)

• Un tiempo de revueltas (lectura de Alain Badiou)

• Resistir es crear: entrevista con Miguel Benasayag

¿Salir del siglo xx? El problema de las imágenes de cambio

Dice el filósofo Gilles Deleuze: «Hay imágenes de pensamiento que nos impiden pensar». Es decir, tenemos imágenes de lo que supone pensar (un esfuerzo de la voluntad, un trabajo académico) que bloquean el pensamiento. ¿Podríamos decir igualmente que hay «imágenes de cambio» que nos impiden cambiar? Imágenes de lo que supone el cambio (en este caso, social o político) que bloquean en la práctica el cambio mismo.

Estas «imágenes» de que hablamos son modelos difusos, ideas preconcebidas. Organizan nuestra mirada: lo que vemos y lo que no, lo que valoramos y lo que no. Y tienen a la vez una función de orientación: nos ayudan a movernos en lo real, en lo que pasa (o nos desorientan, si no son adecuadas). Son al mismo tiempo lente y brújula.

Hay imágenes de pensamiento que nos impiden pensar. Hay imágenes de cambio que nos impiden cambiar. Entonces, para pensar o cambiar, necesitamos dotarnos en lo posible de otro imaginario: depósitos o semilleros de imágenes que organicen nuestra mirada de otro modo, que nos orienten en sentido diferente. Otras lentes, otras brújulas.

la imagen revolucionaria de cambio

La imagen de cambio por excelencia durante al menos dos siglos —pongamos, desde 1789 hasta finales de los años setenta— ha sido sin duda la imagen revolucionaria. Nunca consistió en una sola imagen, sino más bien en una constelación: imagen de cambio, pero también de militancia, de conflicto, de objetivo, de organización, etc. Es decir, una determinada concepción de la transformación social implica una red o un haz entero de imágenes: modalidades de compromiso, formas de antagonismo, figuras del enemigo, esquemas organizativos, etc. La imagen de cambio es siempre imagen de imágenes.

¿Cómo caracterizar la imagen revolucionaria de cambio? Podemos tomar un primer apoyo en Hannah Arendt. En los primeros capítulos de su libro On revolution, al preguntarse por el significado de la revolución, Arendt destaca dos detalles de la Revolución francesa: la ejecución del rey y el nuevo calendario —como se sabe, abolido el viejo mundo, la Revolución marca el año I de la nueva era y cada mes es rebautizado: Brumario, Pluvioso, Germinal, Termidor, etc.—. Esos dos símbolos (bien materiales) nos remiten muy directamente a una cierta imagen del cambio revolucionario: consiste en el derrocamiento del orden antiguo y en un nuevo comienzo, un comienzo absoluto.

La imagen revolucionaria de cambio está determinada por un corte, una discontinuidad radical entre lo viejo y lo nuevo. Todo ello atravesado por la idea de «necesidad histórica» que Arendt detecta en las metáforas de los discursos revolucionarios: «corriente irresistible», «tempestad irrevocable», «vendaval imparable», etc. La revolución es un cambio radical y al mismo tiempo necesario.

No por casualidad la filosofía hegeliana será el «lenguaje del cambio» durante dos siglos: su «sistema de imágenes» (dialéctica, negación, superación) permite sostener y resolver esa aparente paradoja de un cambio absoluto y a la vez absolutamente necesario. Mi amigo Juan Gutiérrez habla del «pasodoble del No» marxista y hegeliano: la negación de la negación (la negación de lo que niega la humanidad) nos conduce a la afirmación (un mundo y un hombre nuevos).

las utopías pedagógicas de la revolución francesa

En los trabajos del historiador Bronislaw Baczko sobre las utopías pedagógicas de la Revolución francesa, podemos encontrar algunos desarrollos empíricos concretos a los análisis de Arendt. Aunque la mayoría de proyectos educativos revolucionarios sólo se pusieron en práctica con posterioridad, y con las mil limitaciones y contradicciones que impone lo real a los sueños, las utopías pedagógicas nos dan a ver muy claramente cuáles y cómo eran las imágenes revolucionarias en acción entonces.

¿Cuál es el mayor desafío de la revolución? La revolución es ruptura y discontinuidad radical, pero para persistir, reproducir y durar tiene la necesidad de crear «un pueblo nuevo», un pueblo completamente emancipado del peso del pasado. El objetivo principal de la revolución es «formar al Hombre nuevo para la Ciudad regenerada». Hombres nuevos liberados al fin de los prejuicios, hechos a la medida del tiempo que se abre, modelados como arcilla por una potencia educativa considerada casi omnipotente.

El primer paso es eliminar los viejos errores, las viejas supersticiones, los viejos tabúes. Sólo así puede edificarse un mundo enteramente purificado, en todos sus detalles. «Hay que destruir el pasado hasta en sus últimos vestigios...» No se trata de unos cuantos cambios, de un puñado de reformas. Por cualquier mínima rendija puede colarse el viejo mundo de nuevo, con su lote de ignorancias y opresiones. De hecho, los revolucionarios nunca dejaron de achacar el «fracaso» de sus aspiraciones al complot siempre renovado de lo viejo, lo que justificaba el recurso terrorista a la guillotina como pedagoga suprema.

Es en la escuela donde se juega el porvenir de la República. Allí se corregirán los errores y se transmitirán nuevos saberes. Pero no sólo: la escuela debe apoderarse de la imaginación y las pasiones humanas, generar nuevos comportamientos: «maneras francas, lenguaje sin grosería, el temperamento y el porte de un hombre nuevo».

Un debate crucial se abre enseguida: el sueño de formar al hombre nuevo presupone al formador ideal, pero ¿dónde encontrarlo? ¿Quién instruirá a los instructores? Algunos van todavía más allá: ¿no es la misma idea de escuela otro «vestigio del pasado»? Es lo que argumentan los más radicales seguidores de Rousseau: la sociedad (revolucionaria) misma es la mejor escuela. El nuevo orden debe poder «respirarse» a cielo abierto, en las asambleas revolucionarias y las sociedades populares, en el nuevo calendario y la nueva toponimia, en las fiestas cívicas y el recién creado sistema de pesos y medidas. La educación del «hombre nuevo» no debe tener límites espaciales ni temporales, sino que debe «absorberse» directamente de las cosas, en lugares de formación permanente, ser ubicua.

En cualquier caso, la escuela como modelo de sociedad, sostenida en una fuerte organización estatal y una nueva élite de maestros-legisladores ilustrados, y la sociedad revolucionaria como escuela de costumbres, asumen el principal reto revolucionario: romper con la «vida orgánica» (la familia, las comunidades de nacimiento) y «elevar las almas al nivel de la Constitución»; colmar la brecha o el intervalo entre el hábito y la ley, entre la vida como es y la vida tal como debiera ser; «imaginar la perfección y realizarla enseguida».

Los niños, la infancia, serán el objeto principal de las utopías pedagógicas revolucionarias, como «página en blanco» sobre la que puede escribirse infinitamente. El niño como pueblo por venir. El pueblo como el niño que educar o reeducar. La Revolución francesa es, según Michelet, «la gran revolución de la infancia».

el ángel de la revolución cultural china

La idea-imagen de la revolución inaugurada en 1789 no se agota allí, sino que impregna como modelo de referencia e inspiración dos siglos de tentativas revolucionarias de transformación social en muy diferentes versiones, según los contextos.

Acerquémonos por un lateral a la Gran Revolución Cultural Proletaria de Mao Zedong. En 1975, dos intelectuales y militantes maoístas franceses, Guy Lardreau y Christian Jambet, publican El Ángel, un libro que se plantea hacer balance de la experiencia del maoísmo francés de los años sesenta y setenta. Una experiencia que se vuelve masiva curiosamente después de la revuelta profundamente libertaria de Mayo del 68. Cientos de jóvenes rompen entonces con su medio (familiar, geográfico, social) e ingresan en las fábricas francesas, donde tratan de mezclarse con el proletariado industrial y ayudarle a superar el marco organizativo clásico de la CGT, el corsé que había asfixiado la potencia subversiva del Mayo.

En 1974 se disuelve la gran experiencia organizativa maoísta de la Gauche Prolétarienne(Izquierda Proletaria) y una crisis de sentido se apodera de sus militantes. Por esos años, además, se divulgan profusamente los testimonios disidentes sobre la China que ellos idealizan, un país que en cierto modo funciona como mito inspirador al margen de su propia realidad histórico-social. El Ángel pretende ser al mismo tiempo una revisión autocrítica (pero no arrepentida) de la experiencia y una reactualización de su apuesta: «el Ángel que anunciamos ha sido siempre vencido, terminará triunfando en una revolución inaudita». Un libro extraño y original, violento e intenso, hermoso a su manera (fría, metálica...) que nos permite captar algunas imágenes de cambio del maoísmo. Ese Ángel mismo es imagen de cambio y rebelión...

Para elaborar el balance, los autores se apoyan en una relectura de los textos del cristianismo antiguo, planteando una analogía entre la experiencia maoísta y la de los primeros cristianos. ¿En qué sentido? En ambos casos estamos ante movimientos de masas: uno (ascético) en el mundo helenístico, otro (político) en el capitalismo moderno. Los dos consisten en una revolución cultural —más allá de la revolución política e ideológica— que pretende «alcanzar al hombre en lo que tiene de más profundo». Y en ambos hay una visión dualista/maniquea del mundo según la cual existen dos Vías y dos Espíritus (la Luz y las Tinieblas) y entre ellas se trata de zanjar, decidir.

No hay que esperar el comunismo como desenlace automático de la dinámica de los modos de producción, la revolución es el gesto colectivo que rompe en dos la historia del mundo: ese voluntarismo radical es la diferencia entre el maoísmo y otras corrientes marxistas-leninistas.

Entonces, por un lado, violencia y furor en la inversión deliberada de todos los valores, lucha sin cuartel contra los restos ideológicos del viejo mundo. Un esfuerzo titánico por extirpar aquello que se reproduce desde la noche de los tiempos; anti-cultura radical donde la posición del revolucionario se confunde en un primer momento con lo salvaje y lo asilvestrado. En el caso del cristianismo, la furia destructora pasa por el rechazo del trabajo, el odio al cuerpo y al sexo mismo; en el caso del maoísmo, por el odio al Pensamiento (el deseo de saber por saber, la curiosidad vana), el olvido de los padres y el desasimiento del Yo.

Teníamos el deseo de amnesia soberana [...] Hubiésemos deseado quemar la Biblioteca Nacional para sufrir como es debido [...] Convocábamos a todos aquello de los que se podía esperar la amnesia. Decíamos con Mao: «Dejad que se acerquen a mí los niños, que son como el sol a las ocho o nueve de la mañana.»

Por otro lado, voluntad de pureza absoluta. El combate se libra en el interior del ser humano, «cada alma se desgarra en dos, que combaten la una contra la otra». No hay instante indiferente en la lucha contra «las viejas cosas, las viejas ideas». Como nadie es rojo o santo de nacimiento, todo el mundo tiene necesidad de ser reeducado. El mundo, la carne, está en manos del demonio (capitalista), hay que marcharse al desierto o a las fábricas. La libertad es un ejercicio radical de desarraigo de los órganos y lo orgánico. Entre los cristianos, pasa por el rechazo del matrimonio y la procreación, por la práctica de la caridad; entre los maoístas, pasa por el rechazo de los valores burgueses del egoísmo, de la búsqueda de la distinción y la vanagloria, por la práctica de la crítica y la autocrítica, el autoexamen permanente.

¿Y cómo orientarse, cómo elegir entre «los dos mundos, las dos ciudades, los dos señores»? Cualquier militante maoísta puede llegar a ser un héroe de la revolución mediante el estudio del pensamiento Mao Zedong y emulando a otros héroes que a su vez emularon a otros, y así hasta llegar al héroe por excelencia: el propio Mao. El pensamiento de Mao se resume en el famoso Libro Rojo, prácticamente un manual para la vida diaria del militante escrito a base de sentencias semi-poéticas: los logia o logiones, «piedras preciosas de la concisión».

Simplicidad y pureza: en el pensamiento Mao Zedong «no queda ya nada del mundo antiguo». Hay que rumiarlo incesantemente: ante cualquier problema, ante cualquier dificultad, ante cualquier decisión. «Si no estudiáis al Presidente con asiduidad/ viviréis en la oscuridad/ Estudiad bien sus obras de verdad/y un sol rojo iluminará vuestros pensamientos.» Pero es un pensamiento que no puede entenderse si primero no se siente. «Lo que hace falta para comprender el pensamiento Mao no es saber, erudición, inteligencia, sino fe en la vía.» En verdad, el pensamiento de Mao no es el criterio para elegir el camino, sino el camino mismo.

desplazamiento

La Revolución Cultural china funciona como analizador-revelador por su extrema radicalidad. Las cosas no llegaron tan lejos en la URSS: el debate entre Lenin y el proletkult se resuelve, actualmente, a favor del primero (naturalmente). No es posible crear de la nada un orden nuevo, dice Lenin, hay que edificarlo a partir del tesoro del pasado: la cultura burguesa. Y el propio Stalin responde a la demanda de crear una nueva lengua que lanza Maiakovski. Si la infraestructura ha cambiado, argumenta el poeta llevando el marxismo al extremo, ¿cómo no va a hacerlo la superestructura? Stalin contesta: el lenguaje está más allá de la lucha de clases. Y fin de la discusión.

Haría falta más trabajo y espacio para asentar bien estas intuiciones. Por ahora sólo se trata de señalar algunas de las estrellas que conforman la constelación de la imagen revolucionaria de cambio: la revolución como guerra a muerte entre dos mundos; el militante como la fuerza de voluntad que empuja lo que es hacia lo que debe ser; el objetivo del Hombre Nuevo; la organización como vanguardia consciente organizada en Partido, embrión de Estado, con visión de conjunto y de finalidad; el tiempo de la revolución como discontinuidad radical, a la vez absolutamente necesaria, etc.

Ciertamente, no pueden confundirse las imágenes de cambio revolucionario y lo que efectivamente es la revolución misma, un proceso siempre impuro, contradictorio, imperfecto, imprevisible, incontrolable. Pero lo que nos interesa aquí y ahora son las lentes y las brújulas. El objetivo no es juzgarlas o analizarlas críticamente (por su responsabilidad en el terror de Estado, por ejemplo), sino entenderlas. El balance de las revoluciones del siglo pasado lo dejamos pendiente para otro momento y lugar. En todo caso, puede decirse con Alain Badiou que ese balance habrá de ser necesariamente «interno» para quienes nos colocamos subjetivamente del lado de las revoluciones y no aceptamos la conclusión de que la misma idea de transformación radical de la sociedad es indeseable y criminal. Lo que ha quedado definitivamente enterrado bajo los desastres del comunismo autoritario no es la idea de cambio social, sino la vieja constelación de imágenes: la vanguardia consciente, el cambio planificado desde arriba, la tabula rasa, el Hombre nuevo. Ahora no nos interesa tanto la crítica como proponer un desplazamiento.

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