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En Chicas Cerdas Machistas, Ariel Levy nos lleva a través de una investigación impulsada por su propia curiosidad ante la creciente cantidad de piel que se ve a nuestros alrededores. Con un lenguaje fresco, Levy diseca la cultura procaz actual, en la que ya no son los hombres sino las mujeres las que reducen a objetos sexuales a otras mujeres, y a ellas mismas. Los testimonios que la autora presenta en el reportaje demuestran que los ídolos femeninos de la actualidad están lejos del ideal de mujer inteligente y liberada por el que abogaban las primeras feministas, y se encuentra más cercano a los estereotipos híper sexualizados de siempre. Chicas cerdas machistas dará nuevos argumentos a un tema que está lejos de ser comprendido a cabalidad.
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Chicas cerdas machistas
Ariel Levy
CONTENIDO
Introducción
Cultura procaz
El futuro que nunca llegó
Chicas cerdas y machistas
De womyn a bois
Cerdas en entrenamiento
La compra de sexo
EPÍLOGO
Agradecimientos
Introducción
Me fijé en eso por primera vez hace algunos años. Prendía la televisión y encontraba strippers con los pezones cubiertos con adhesivos que explicaban la mejor manera de hacerle un baile privado al hombre para que tuviera un orgasmo. Cambiaba el canal y encontraba chicas en uniformes apretados, que rebotaban sobre trampolines. Britney Spears cada vez se volvía más popular, andaba más desvestida y su cuerpo ondulante terminó por convertirse en algo tan familiar para mí, que sentí como si alguna vez hubiéramos salido juntas.
La nueva versión de la película Charlie’s Angels, que es el típico espectáculo del zangoloteo, quedó de número 1 en 2000 al producir 125 millones de dólares en salas de cine de todo Estados Unidos, con lo cual reforzó el interés de hombres y mujeres, por igual, en la lucha de las piernas largas contra el crimen. Sus estrellas, que hablaban sobre “mujeres fuertes” y “empoderamiento”, vestían estilos que alternaban entre la pornografía suave, una geisha de una sala de masajes, dominatrices, Heidis tirolesas con corsés de los Alpes (la segunda parte de la película, que salió en el verano de 2003, en la cual la peligrosa misión de los Ángeles requería que hicieran striptease, se ganó otros 100 millones de dólares solo en Estados Unidos). En mi propia industria, en las revistas, un nuevo género medio pornográfico llamado Lad Mag, que incluía títulos como Maxim, FHM (For Him Magazine) y Stuff, llegaba al mercado y se convertía en un gran éxito por entregar lo mismo que Playboy había logrado solo ocasionalmente: celebridades engrasadas, cubiertas por retazos de tela que se restregaban contra el suelo.
Esto no terminaba ni siquiera cuando apagaba la radio o el televisor, o cuando cerraba las revistas. Caminaba por la calle y veía adolescentes, mujeres jóvenes y la ocasional cincuentona salvaje, que usaban jeans con el corte de la cadera tan bajo que exponían lo que llegó a conocerse como escote de trasero, con tops miniatura que mostraban implantes en los senos y piercings en el ombligo. Algunas veces, como si el mensaje de la pinta fuera demasiado sutil, las camisetas estaban adornadas con el conejo de Playboy o decían porn star sobre el pecho.
Las cosas extrañas también permeaban mi círculo social. A algunas chicas que yo conocía, les gustaba ir a clubes nocturnos (a ver bailarinas eróticas). Era sexy y divertido, explicaban; era liberador y era un acto de rebeldía. Mi mejor amiga de la universidad, quien solía asistir a marchas contra la violación y la violencia sexual en el campus, se había dejado cautivar por las estrellas del porno. Solía indicarme quiénes eran cuando las veía en videos musicales y veía las entrevistas (en las que salían con el pecho al descubierto) que les hacían en el programa Howard Stern. En lo que a mí respecta, no iba a clubes nocturnos, ni compraba camisetas de la revista Hustler, pero había comenzado a mostrar señales de impacto de todas formas. Me había graduado de Wesleyan University hacía pocos años, un lugar del que, fácilmente, podían expulsarte por decir “niña” en lugar de “mujer”, pero en algún momento del camino había comenzado a decir “nenas”. Y, como la mayoría de nenas que conocía, había comenzado a usar tanga.
¿Qué sucedía? Mi madre, una masajista de shiatsu que desde hacía veinticuatro años asistía a reuniones semanales de grupos de sensibilización sobre temas femeninos, no usaba maquillaje. Mi padre, a quien conoció durante los años sesenta, cuando era una estudiante radical en Wisconsin University, era un consultor para Planned Parenthood(organización que provee servicios de salud a niños y salud reproductiva y de maternidad), la National Abortion Rights Action League (Naral), organización defensora del derecho a abortar y la National Organization for Women (now)(Organización Nacional para la Mujer). Hacía apenas treinta años (lo que yo llevaba de vida), nuestras madres “quemaban sus sostenes” y protestaban frente a las instalaciones de Playboy y, repentinamente, nosotras nos poníamos implantes y usábamos el logo de Playboy como el supuesto símbolo de nuestra liberación. ¿Cómo había cambiado tanto nuestra cultura en tan corto tiempo?
Lo que era casi más sorprendente que el mismo cambio eran las respuestas que recibí cuando comencé a entrevistar a los hombres y, muy a menudo, a las mujeres que editaban revistas como Maxim y programas como The Man Show y Girls Gone Wild. Esta nueva cultura procaz no marcaba la muerte del feminismo, me decían; era evidencia de que el proyecto feminista ya había sido alcanzado. Nos habíamos ganado el derecho de ver la Playboy;estábamos suficientemente empoderadas para hacernos el depilado brasilero del bikini. La mujer había llegado tan lejos, aprendí, que ya no debía preocuparse por ser tratada como un objeto o por la misoginia. Si los cerdos machistas eran hombres que trataban a las mujeres como pedazos de carne, nosotras los superaríamos y seríamos las cerdas machistas: mujeres que convierten a otras mujeres, y a sí mismas, en objetos sexuales.
Cuando le pregunté al público femenino y a las lectoras qué provecho le sacaban a esta cultura procaz, oí cosas similares al empoderamiento de la minifalda, de las strippers feministas y cosas por el estilo. Pero también escuché algo diferente: las mujeres querían ser una más entre los tipos; esperaban ser tan experimentadas como un hombre. Ir a los clubes nocturnos y hablar sobre porno era una forma de mostrarse a sí mismas, y a los hombres que estaban a su alrededor, que no eran “mujercitas remilgadas” o “niñas súper femeninas”. Además, me dijeron, era por divertirse, no era nada que se tomaran en serio, y yo, al referirme a esta bacanal como algo problemático, parecía anticuada y nada sofisticada.
Traté de adecuarme al programa, pero no logré que tal esperpento tuviera sentido en mi cabeza. ¿Cómo podría ser bueno que todos los estereotipos de la sexualidad femenina, -que el feminismo se ha esforzado por borrar-, ahora sean buenos para la mujer? ¿Cómo podrían empoderar los esfuerzos por lucir como Pamela Anderson? Y ¿cómo es que imitar a una stripper o a una estrella porno —mujeres cuyo trabajo es, en primera instancia, imitar la excitación— nos volvería sexualmente liberadas?
A pesar del creciente poder del cristianismo evangélico y la política de derecha de los Estados Unidos, esta tendencia solo ha crecido de forma más extrema y penetrante durante los años que han pasado desde que me fijé en eso la primera vez. Esta versión chabacana, putesca y que parece un cómic de la sexualidad femenina se ha vuelto tan omnipresente que ya no parece algo particular. Lo que alguna vez entendimos como una forma de expresión sexual ahora lo vemos como sexualidad. Como se lo dijo la exestrella del porno, Tracy Lords, a un reportero pocos días antes de que sus memorias se volvieran parte de la lista de best sellers en 2003: “Cuando yo estaba en el porno, era algo que se hacía en un callejón oscuro. Ahora está en todas partes1”. Los espectáculos de mujeres desnudas se han movido de las sórdidas calles laterales al centro de la escena, donde todo el mundo, hombres y mujeres, puede verlos a plena luz del día. En las palabras de Hugh Hefner: “Playboy y revistas similares están siendo recibidas y admitidas de forma curiosa por jóvenes mujeres en un mundo postfeminista2”.
Pero solo porque seamos post, no significa, de manera automática, que seamos feministas. Existe una suposición generalizada según la cual, simplemente porque las mujeres de mi generación tuvieron la buena fortuna de vivir en un mundo tocado por el movimiento feminista, cada cosa que hacemos viene impregnada de intenciones feministas. Así no funciona. “Procaz” y “liberada” no son sinónimos. Vale la pena preguntarnos si este mundo impúdico de tetas y buenas piernas que hemos resucitado refleja lo lejos que hemos llegado, o cuánto nos falta por recorrer.
1 Frank Rich, “Finally, Porn Does Prime Time”, New York Times, 27 de julio de 2003.
2 Jennifer Harper, “Buy Playboy for the Articles—Really”, Washington Times, 3 de octubre de 2002.
Uno
Cultura procaz
Tarde en la noche de un cálido viernes de marzo de 2004, el equipo de rodaje de Girls Gone Wild se sentó en el porche del Hotel Chesterfield ubicado en la Avenida Collins de Miami, con la idea de prepararse para la noche de grabación que tenía por delante. Una camioneta suv pasó frente a ellos y dos cabezas rubias salieron por la ventana del techo del automóvil dando alaridos hacia el cielo estrellado, como perros de las praderas. Si ves televisión cuando tienes insomnio, entonces estás familiarizado con Girls Gone Wild: lo pasan tarde en la noche, los infomerciales muestran fragmentos censurados de los videos inmensamente populares y sin ningún argumento de la marca, compuestos en su totalidad por secuencias de mujeres jóvenes que exponen los senos, el trasero y, en algunos casos, los genitales a la cámara y casi siempre gritan al hacerlo. Los videos cambian muy poco en su temática, desde Girls Gone Wild on Campus hasta Girls Gone Wild: Doggy Style (en el que el anfitrión es el rapero Snoop Doggy Dog), pero la fórmula es firme y fuerte: llevar cámaras a lo largo del país a lugares donde haya gente energizada como el carnaval Mardi Gras, universidades famosas por sus fiestas, bares deportivos y destinos de las vacaciones de primavera, donde la gente joven bebe hasta chiflarse, donde les ofrecen camisetas y gorras a las jóvenes que muestren algo y a los jóvenes que las convenzan de hacerlo.
“Es un fenómeno cultural”, dice Bill Horn, el vicepresidente de comunicaciones y marketing de 32 años, de Girls Gone Wild, un hombre joven con melena, camiseta y zapatos Puma. “Es como un rito de iniciación”.
Un par de chicas con bronceados intensos que visten falditas cortas con bolados conversaban en la calle de enfrente del hotel. “¡Damas, levanten sus manos!”, les gritó un tipo que pasaba por ahí. Ellas se rieron y obedecieron.
“Es el siguiente paso”, dijo Horn.
Girls Gone Wild (ggw) es tan popular que se está expandiendo la distribución de los videos de porno suave para lanzar una línea de ropa, un cd de recopilación con la compañía discográfica Jive Records (de canciones aprobadas por ggw que han sido muy exitosas en discotecas) y hay un restaurante de cadena muy al estilo de Hooters. ggw tiene seguidores que son celebridades: Justin Timberlake ha sido fotografiado con un sombrero de ggw, Brad Pitt les regaló videos de ggw a sus compañeros de reparto cuando terminaron de filmar la película Troy. Y la frase “Girls Gone Wild” ha entrado al vernáculo americano... funciona para propagandas de automóviles (Cars Gone Wild!) y para titulares de revistas femeninas (Curls Gone Wild!).
Puck, un joven camarógrafo de 24 años sorprendentemente cortés, estaba cargando la camioneta con equipos. Llevaba puestas una gorra y una camiseta de ggw, lo cual parecía suficiente para atraer mujeres hacia él; parecían embrujadas. Dos jóvenes mujeres deslumbrantes que ya casi estaban desnudas le preguntaron si podían irse con él si le prometían quitarse la ropa y darse besos en la boca para la cámara más tarde, incluso en una ducha. No había lugar para ellas en el automóvil y Puck no parecía haberse preocupado por ello; habría más propuestas como esa. “Es asombroso”, dijo sonriente y sincera Mia Leist, de 24 años, la encargada de gira de ggw. “La gente se desnuda para la marca”. Señaló a una joven sentada al otro lado del porche. “Debbie se quitó toda la ropa por un sombrero”.
Además de su nuevo sombrero de ggw, Debbie Cope, de 19 años, llevaba puesto un anillo del conejito de Playboy en imitación de diamantes, zapatos blancos con tacón de aguja y tiras que subían en forma de “X” hasta las pantorrillas y shorts minúsculos que dejaban la parte más baja de su trasero expuesta al aire de la noche. Le brillaba escarcha en el cuerpo, sobre los hombros bronceados y desde el escote hasta las clavículas, en forma de arco centelleante. “El cuerpo es una cosa tan hermosa”, dijo. “Si una mujer tiene un cuerpo lindo y le gusta, ¡déjenla exhibirlo! La gente rebosa de confianza en sí misma cuando usa ropa pequeña”. Cope era una persona minúscula que podría haber convencido a cualquiera de que tenía 15 años. La noche anterior había hecho una “escena” para ggw, es decir, se bajó los pantalones y se masturbó para ellos frente a una cámara del cuarto de un hotel. Dijo que se sentía mal por “no haberlo hecho bien” porque, por alguna razón, no había podido tener un orgasmo.
“La gente ve estos videos y cree que las chicas que aparecen en ellos son muy perras, ¡pero yo soy virgen!”, dijo Cope muy orgullosa. “Y, sí, Girls Gone Wild es para que los tipos se masturben, pero las mujeres son hermosas y es... ¡divertido! La única forma en que puedo imaginarme que alguien no haga esto es porque planea una carrera política”. En el hotel sonó una canción que le gustaba a Cope y comenzó a hacer ese baile que a veces se ve en los videos de rap, en el que las mujeres sacuden tan rápido el trasero que este comienza a verse borroso.
“Ella le dice a eso vibrar”, explicó Sam, otro camarógrafo. “Me dijo: ‘puedo vibrar’”.
“Debbie, la loca”, dijo Mia Leist. “¡La amo! Nos consigue tantas chicas”.
Todos se subieron a la camioneta y siguieron a Debbie, la loca, hasta una discoteca cerca de Coconut Groove donde conocía a la gente de por allí. “Chicas divertidas”, prometió Cope.
Era un espacio inmenso con varios niveles. Cada canción tenía un ritmo punzante y empedernido. Bill Horn escaneó la escena y posó su atención en un grupo de rubias que vestían tops vagamente amarrados por muchas tiritas. “Ahora, esas son algunas chicas que deberían volverse salvajes”, dijo. “Jesús, ¿me oyes?... este trabajo me está volviendo heterosexual”. Horn, quien había estudiado algunos semestres antes de trabajar para ggw, constantemente hablaba sobre su novio y era el segundo en comando en ggw.
Puck y Sam, los camarógrafos, pasaron con tres jovencitas que se habían ofrecido para hacer un “privado” afuera en el balcón.
“Aquí vamos”, dijo Horn. Y dejó salir una risita. “Hay una parte de mí que siempre quiere chillar, ‘¡No lo hagan!’”.
Pero no lo hizo y ellas definitivamente sí... el trío comenzó a darse besos en la boca formando así un grupo voraz, que se agarraba las nalgas como en celo y trataba de mantenerse en pie. Finalmente, una de ellas se cayó y aterrizó en el suelo riéndose, un final característico de las escenas de ggw.
Después la chica, cuyo nombre era Meredith, dijo que era estudiante de postgrado. “Es triste”, dijo pronunciando con dificultad. “Tendremos doctorados en tres años. En Antropología”.
Algunas semanas más tarde, por teléfono, estaba disgustada: “Yo no soy bisexual, para nada... y no es que tenga algo contra eso. Pero cuando piensas en ello, yo nunca haría eso realmente. Es más por el programa. Para decirlo de manera cortés, es como un reflejo”, dijo. “Mi amiga con la que estaba se sintió muy mal, la que le dijo a la otra chica que me besara, la que comenzó todo. Porque al principio me sentí muy cochina sobre toda la cosa. Odio Miami”.
“Es un negocio”, dijo Mia Leist. “En un mundo perfecto quizá nos detendríamos y cambiaríamos las cosas. Pero conocemos la fórmula. Sabemos cómo funciona”.
“Si hace que los tipos se masturben...”, dijo Bill Horn.
“¡Si hace que las chicas se masturben!”, interrumpió Leist. “Nosotros no creamos esto. Esto pasa estemos aquí o no. Nuestro creador solo fue lo suficientemente inteligente como para capitalizarlo”.
Joe Francis, el fundador de ggw, ha comparado a las chicas desnudas de sus videos con las mujeres que quemaban sus sostenes en los años setenta. Su producto, dice, es sexy para los hombres, liberador para las mujeres, es bueno para ambos, no hace diferencia entre géneros. Francis estima que ggw vale cien millones de dólares. Es dueño de una mansión en Belair, un refugio en Puerto Vallarta y dos jets privados. Ese fin de semana en Miami, el canal abc terminó de filmar un segmento sobre Joe Francis para el programa Life of Luxury.
Pero ggw no le trajo exactamente respetabilidad a Francis: tenía cargos pendientes por estafa y un juez había desestimado cargos que lo acusaban de haberle ofrecido cincuenta dólares a una chica por tocarle el pene (“¡Sí, claro!”, chilló Horn cuando le pregunté al respecto. “Es como dijo mi novio: ¿cuándo le ha tocado pagar a Joe para que lo masturben?”). Pero ggw ha convertido a Francis en un hombre rico, más bien famoso y, definitivamente, en un tipo particular de celebridad de Los Ángeles. Entre sus exnovias se incluyen chicas trofeo salvajes como Paris Hilton y Tara Reid.
Joe Francis no los acompañó en estas vacaciones de primavera, pero su presencia y sus preferencias se hicieron sentir. Los camarógrafos recibían bonificaciones si capturaban una chica muy guapa que se desnudara para la cámara, en lugar de una chica normal. “Joe busca chicas con medidas perfectas”, dijo Leist. “Tú sabes, de 45 a 50 kilos, tetas grandes, rubias, ojos azules y preferiblemente sin piercings o tatuajes”. La misma Leist era bajita, de pelo marrón y quijada suave. Consiguió su trabajo por intermedio de uno de sus profesores en Emerson College, quien había sido el anterior encargado de gira de ggw. “He tenido discusiones con amigos que aseguran que ‘es degradante para las mujeres’”, dijo Leist. “Siento que si uno se le acerca a una persona y de manera astuta le dice: ‘Vamos, desnúdate, muéstrame la vagina’, eso es una cosa. Pero si tienes mujeres que se te acercan, te ruegan para estar frente a las cámaras, se divierten y se sienten sexys, entonces esa es otra historia”.
Le pregunté a Leist si se desnudaría para un video de ggw. Me dijo: “Definitivamente no”.
Casi siempre las chicas perfectas y las de otras medidas comenzaban jugando. Le rogaban a Puck y a Sam para que les dieran gorros de ggw y después fingían subirse la blusa y la falda. Pero, poco a poco, el chiste se volvía realidad y se quitaban toda la ropa, mientras las cámaras las grababan para el futuro disfrute de quién sabe quién.
Más tarde, esa misma noche, ggw llegó a un segundo bar que era parte de la cadena Señor Frog’s (quedaba a pocas cuadras del Hotel Delano, pero el minimalismo y el esnobismo se sentían muy lejos). Señor Frog’s presentaba un concurso de posiciones sexys. Sobre una plataforma, dos jóvenes gorditas con la combinación típica de una chica en vacaciones de primavera: pelo blanco radioactivo, decolorado y asoleadas hasta conseguir un rosado bravo. Allí se frotaban una contra la otra mientras simulaban que tenían sexo. Había un grupo, formado sobre todo por hombres, que estaba a su alrededor, y la muchedumbre comenzó a cantar rítmicamente: “¡quí-ten-se-lo! ¡quí-ten-se-lo!”. Cuando las mujeres se negaron a desvestirse comenzaron a abuchearlas, pero, como premio de consolación, una de ellas le regó cerveza sobre la cabeza y los senos a la otra.
“¡Chicas! ¡Esto no es un concurso de camisetas mojadas!”, gruñó el maestro de ceremonias haciéndose oír mediante el sistema de sonido. “¡Simulen que están follando! Permítanme hacer énfasis en algo, ¡simulen que realmente están follando! Quiero que simules que te la estás follando por detrás como un perro”. Las mujeres estaban demasiado ebrias para lograr algo verosímil y la multitud las silbó hasta que bajaron de la plataforma.
De repente, Mia Leist se excitó mucho. El barman le acababa de contar sobre un concurso de “chicas que se comían la vagina” que habría más adelante en la semana, en Fort Lauderdale, el cual proporcionaría las secuencias ideales para venderle a los suscriptores de ggw, la gente a la que se le da un video explícito al mes por 9,99 dólares, en contraposición a los compradores ocasionales que pagan 19,99 dólares por una cinta de contenido más ligero en un infomercial de ggw o en el Virgin Megastore.
“Solo son chicas con chicas, nunca grabamos a los tipos”, explicó Bill Horn. “Es lo que quiere Joe. Y nada de prostitutas. Tiene que ser real”.
La realidad siempre ha sido el pulso de Joe Francis, en particular, esos realities que apelan a los impulsos más oscuros de la gente: voyerismo, violencia y erotomanía. En el portal de ggw todavía se puede comprar el esfuerzo con el que debutó, Banned from Television3, una compilación inmunda que cuenta con una “ejecución pública, el ataque de una gran tiburón blanco, un accidente de tren horrífico y ¡un video explícito en un club de sexo que fue grabado clandestinamente!”; de esa manera describen el video en el portal. “Así fue como Joe hizo su primer millón”, dijo Horn.
Afuera, en el porche trasero, una masa de hombres jóvenes miraban, cautivados, a una joven muy bonita de 19 años, llamada Jennifer Cafferty, de Jupiter, Florida, mientras se subía un top rosado para la cámara. “Bueno, ahora muéstrame tu tanga”, dijo Puck. Ella se rio e hizo girar el pelo, color miel, alrededor del dedo índice. “Solo muéstrame tu tanga”, dijo él otra vez. “Rapidísimo. Solo muéstrame tu tanga. Muéstrame tu tanga ya”. Ella se volteó y levantó su falda.
“Sí”, chilló uno de los jóvenes que la estaban mirando. “¡Sí, sí!”.
Entonces ella puso ambas manos sobre la cadera y dijo: “¿Dónde está mi gorro?”.
Al día siguiente en la playa, solo la luz era diferente. “¡Queremos tomarnos una foto contigo!”, le gritó una rubia en bikini al equipo de grabación mientras sacudía su cámara digital en el aire.
“No queremos fotos”, le respondió Leist. “¡Queremos tetas!”.
“Yo creo que voy a bordar eso en un almohadón”, dijo Horn.
Unos chicos que tomaban cerveza de un embudo decidieron que querían gorras de ggw. Realmente las querían.
“Muéstrenle las tetas”, le gritó uno de ellos a dos chicas que estaban acostadas sobre unas toallas al lado de él. “¿Cuál es su problema? Solo muéstrenles las tetas”.
Puck cuadró la toma y esperó con su cámara lista para la respuesta femenina. “¡No existe posibilidad!”, dijo la chica del bikini negro con una mueca.
“Ustedes saben que quieren hacerlo”, dijo el que sostenía el embudo, provocándolas. La gente comenzó a reunirse en un círculo alrededor de ellos como cuando las gaviotas se dan cuenta de que una familia está por abandonar su almuerzo. “Háganlo”, dijo el tipo.
“¡Sí, háganlo!”, gritó un espectador.
“¡Muestren las tetas!”, gritó otro.
“¡Muestren el culo!”.
En ese momento había, aproximadamente, cuarenta personas reunidas en una rueda que, con cada segundo que pasaba, se apretaba más hacia el interior, al tiempo que crecía hacia afuera, en torno a Puck, las chicas y sus amigos. El ruido comenzó a crecer en tono y en volumen.
Noté que yo pensaba que ojalá el grupo no les tirara piedras si las chicas decidían continuar vestidas.
Nunca lo sabremos, porque después de algunos minutos otro par de docenas de tipos se unieron a la ameba masiva de personas que gritaban, parados sobre sillas de playa y trepándose unos sobre los otros para tener una buena vista de lo que podría pasar, que, en efecto, sucedió. La chica se bajó la parte inferior de su bikini y fue recompensada por una ronda de chillidos que hicieron eco y rebanaron el cielo.
“¡Más!”, gritó alguien.
Otras personas sacaron sus cámaras. Los que las tenían en sus celulares, los abrieron y saltaron, sobre la pared humana, para tratar de obtener tomas de la acción.
La segunda chica se levantó de la toalla, escuchó los gritos de entusiasmo durante un momento y luego comenzó a darle manotazos a las nalgas de su amiga al ritmo de los gritos.
“Ey”, dijo un tipo al teléfono. “Este es el mejor día de playa de mi vida”.
Suena como si fuera un mundo de fantasía soñado por adolescentes. Un mundo de sol y arena donde sale Daiquirí helado de los grifos y cualquier chica guapa se puede levantar la falda... todo lo que tienes que hacer es pedírselo. No es una sorpresa que haya audiencia masculina para esto, pero lo extraño es que las mujeres que pueblan esta realidad alterna no son strippers o ejecutantes pagas, son chicas de clase media que están en vacaciones de la universidad, son convencionales y, de verdad, sus realidades no son tan inusuales. La gente que toma el receso de primavera es, obviamente, joven. Horn tenía razón cuando llamó a esto un rito de iniciación. Pero no de algo que sucederá una única vez sino que continuará; es más como tomarse la primera cerveza que celebrar el bat mitzvah. La calentura en Miami está un poco alta, pero en nuestra cultura existe la expectativa —que es punto de referencia— de que las mujeres van a explotar en ráfagas de exhibicionismo de manera permanente. Girls Gone Wild no es extraordinario, es emblemático.
Si sales de tu casa o ves televisión probablemente sabes de qué hablo, pero revisemos algunos ejemplos:
• Jenna Jameson, la actriz de películas para adultos más famosa, es su propia industria. Ha estado en videos de Eminem y Korn y en publicidad para Pony y Abercrombie & Fitch (una marca cuyo target son adolescentes). Ha grabado voces para el videojuego Grand Theft Auto. Fue número cuatro en la lista de best sellers con su autobiografía How to Make Love Like a Porn Star, que fue recomendada en los diarios Philadelphia Inquirer, San Francisco Chronicle, New York Times, Los Angeles Times y en la revista Publishers Weekly. Había algo profundamente extraño sobre el hecho de que uno de los autores más leídos en el país vendiera, de manera simultánea, en su portal de Internet réplicas “ultrarrealistas, naturales” del “culo y la vagina de Jenna” con un lubricante de obsequio.
En 2003 hubo una valla publicitaria gigante de cuatro pisos de Jameson suspendida sobre Times Square. El grupo Women Against Pornography solía ofrecer tours en el área en 1970, cuando esta era una zona roja sórdida considerada un gueto, con la esperanza de que las “feministas radicales, con nuestro profundo entendimiento del porno y sofisticado conocimiento sobre la sexualidad, tendríamos éxito en transformar la opinión pública donde los moralistas de la vieja escuela no lo habían conseguido”, como lo escribió la feminista Susan Brownmiller en In Our Time: Memoir of a Revolution4. No funcionó. Pero décadas más tarde, promotores, almacenes de cadena y Disney tuvieron éxito en el lugar donde las feministas no y el barrio se convirtió en el centro comercial lustrado con babas estilo bufet que es hoy, un destino adecuado para los buses del tour rojo con guías mucho menos comprometidos con la idea de derrocar el patriarcado que Susan Brownmiller. Ahora que las estrellas del porno no son menos convencionales o rentables que Mickey Mouse, sin embargo, una valla de publicidad gigante de Jameson, la estrella de películas como Philmore Butts Taking Care of Business y Up and Cummers, está cómodamente ubicada en la intersección del mundo.
En 2005, Judith Regan, la editora de Jameson, le dijo a cbs: “Pienso que hay una pornificación de la cultura... lo que eso quiere decir es que si miras cada cosa que sucede en la cultura popular, verás mujeres levemente vestidas, con implantes, vestidas como prostitutas, estrellas del porno y así sucesivamente y esto es muy aceptable5”.
• Pocas semanas antes de los Juegos Olímpicos de Atenas en el verano de 2004, las atletas olímpicas se tomaron un tiempo libre, fuera de sus rigurosos horarios de entrenamiento, para posar desnudas en Playboy y casi desnudas en fhm. Estaba Amy Acuff, atleta de salto alto, acostada en el piso con el pelo rubio sobre los ojos cerrados y la cadera apuntando hacia arriba (a pocas páginas de un test que incluía la pregunta: “¿Ha participado usted en una orgía?”, y la respuesta: “¿Por qué otra razón crees que mis papás pagaron 100.000 dólares para mi universidad?”). Más adelante, Amanda Beard, poseedora del récord en los doscientos metros en nado de pecho, aparecía arrodillada, con las piernas abiertas y los labios separados, mientras usaba una mano para subir la parte superior de su bikini y revelar la parte inferior de sus pechos y con la otra mano jalaba la parte de abajo del vestido de baño para mostrar el hueso púbico, con lo cual le probaba al mundo que estaba completamente depilada. Haley Clark, exganadora del récord en cien metros en espalda y medalla de oro en el campeonato mundial, estaba retratada desnuda y doblada hacia adelante en Playboy, en una posición que, cuando se exhibe en el reino animal, se denomina “presentación”. El efecto colectivo de estas fotos de chicas calientes y, en casi todos los casos mojadas, con los muslos abiertos, mínimos parches pornográficos de vello púbico y una mueca coqueta de niña traviesa en los labios, hacían que fuera casi imposible mantener en mente sus increíbles dones físicos. Pero quizá ese era el objetivo: las mujeres atractivas y tontas gozan de una mejor posición en nuestra cultura que las atletas olímpicas. Quizá las atletas sintieron que actualizaban su valor.