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Cuando se publicó por primera vez a mediados de los años setenta, Ciego de nieve se erigió en una pieza esencial de la literatura delictiva. Calificado de "reportaje extraordinario" (The New Yorker), es una mirada febril, desenfrenada y ya clásica al negocio de la cocaína a través de los ojos del legendario traficante Zachary Swan. En su breve y fulgurante carrera desarrollada en la década de los sesenta, Swan proveyó a una clientela elegante. Para ello se movió entre Bogotá y los clubes nocturnos de Nueva York e ideó tretas ingeniosas para burlar a los federales. Mientras creaba maniobras de distracción genuinamente barrocas y sobrevivía gracias a su ingenio y fortuna, descubrió en el camino un mundo peligroso y desbocado que Robert Sabbag evoca con extraordinaria fuerza y humor. Este fascinante relato es una desaforada visión de primera mano de un submundo poblado por dementes y desgarrado por la paranoia. El resultado es un libro esclarecedor y salvaje que influyó a toda una generación de escritores y traficantes.
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Howard Marks
Ciego de nieve nos hizo sentirnos, a mí y a un millón de forajidos más, totalmente de acuerdo con nuestra profesión, y el que me pidiesen que escribiera una introducción para esta nueva edición de él me hizo sentirme muy honrado.
Quise releerlo, como es natural. Mi ejemplar había desaparecido hacía mucho en una de las numerosas redadas policiales, así que recurrí a toda una hueste de amigos, bibliotecas y librerías en lo que se convirtió en una búsqueda cada vez más difícil. Por último, Olaf Tyaransen, de Hot Press de Dublín, me facilitó temporalmente su propio ejemplar, y decidí descubrir hasta qué punto el libro de Robert Sabbag se había quedado anticuado, si es que lo había hecho, en casi dos décadas.
Iba en un tren hacia Londres después de un periodo loco en Manchester y saqué Ciego de nieve. No tardé en empezar a preguntarme por qué no me había propuesto releerlo años atrás. Eché la culpa a la falta de disponibilidad. Había olvidado tantas cosas (uno de los gajes del oficio): la penetrante exposición de cómo el tráfico no es más que una combinación de espera e improvisación, precedidas por los planes más laberínticos, vueltas atrás y medidas de seguridad, todo ello ejecutado por un personal bastante chiflado; la explicación de cómo el consumo de cocaína tal vez haya sido el factor más importante para que los Estados Unidos llegasen a asimilar el sistema métrico; y, por encima de todo, la definición de droga como «el modo de decir colócate de Naturaleza».
Iba en el único vagón en que se podía fumar. Los drogadictos confraternizaban con señoras de cabello amarillo, aristocráticos fumadores de pipa y ejecutivos estresados. Se compartían con gracia y con placer luces y pieles. Yo fumé un porro.
Hace un millón de siglos las plantas dijeron a los animales: «Colocaos». Raíces y semillas sedujeron a lenguas y estómagos. Enredaderas, hojas y resinas interactuaron con manos, corazones y mentes. Beber, oler y sorber eran la orden, pero no la norma, del día.
Y Naturaleza dijo: «Colocaos más».
Una pirámide aquí y otra allá.
Haciendo gárgaras, esnifando, fumando, vomitando y ayunando por Dios, Siva y el Sol. ¿Quién tendrá algo de beber? ¿Quién tendrá hierba? ¿Quién tendrá una línea? ¿Quien tiene la diversión?
Yo tengo la droga. Pero hay que atenerse a mi marca. Si utilizáis cualquier otra os mataré. No hagas esto. No hagas aquello. Ese material que sabe a fruta está verboten.
Naturaleza preguntó: «¿Por qué?».
¿A la mierda entonces y metamos sidra de contrabando en el Jardín de Edén? Las manzanas de Adán son basura. Eva sabe de qué va el asunto. Dice que es una ESTAFA. A pasar cocaína, alcohol y mariguana de contrabando. Pero ¿es la Serpiente una hierba?
Una herencia de sacerdotes asesinos, megalómanos psicópatas, violadores colonialistas sedientos de sangre, puritanos sádicos, no inhaladores y otras manifestaciones de maldad siniestra han garantizado que los cambios químicamente inducidos de los estados mentales tengan como retribución el encarcelamiento y otras formas de tortura socialmente aceptables. La Asociación de Aguafiestas Satánicos se siente confortada con nuestro sufrimiento. Nuestra felicidad les perturba. Felicitaciones al alcohol. Funciona bien en la carrera de ratas de la supervivencia del sicoactivamente más apto. Aunque no sin esfuerzos creadores de Dios en transfusión de sangre: el vino de Cristo: «Haced esto y olvidad vuestro problema de recuerdo a corto plazo».
Matones españoles asesinos que se presentaban como servidores de Dios descubrieron que los indios de los Andes estaban consiguiendo acabar con las resacas. ¿Estaban los sacerdotes católicos convencidos realmente de que los efectos de la hoja se debían a un pacto entre el demonio y los indios? La verdad es que no, pero nada aterra más a los misioneros fraudulentos que el que los paganos se coloquen. Los indios trabajaban más cuando estaban colocados, así que la coca no les molestaba a los proveedores de la ética del trabajo protestante pero Naturaleza dijo: «Es colocarse, pero de mentira».
Los aguafiestas satánicos veían que los trabajadores lo estaban pasando demasiado bien. No jadeaban, no se sentían cansados, no sentían hambre y se sentían muy sexy. Y lo peor de todo: compartían el material con negros. A tiros con ellos. A la cárcel. Llamadles asesinos, violadores, salvo a Tío Tom. Naturaleza dijo: «Inténtalo».
Y fue así como vino a pasar que el mundo se llenó de forajidos. Nunca se han quebrantado tantas leyes sin un solo remordimiento de conciencia. Nombres ficticios, pasaportes falsificados, permisos de conducir falsos, lavado de dinero, evasión de impuestos, contrabando, vehículos robados, aviones ilegales, documentos falsos, mentiras y mentiras y más mentiras. Da igual. Es todo por la causa. No es culpa nuestra que no le dejen a la gente colocarse. Además, el mundo del tráfico de drogas internacional es divertido. ¡Es una pasada!
Yo inicié mi carrera como traficante a finales de los años 60. Veinte años después, fui detenido por la DEA (Drug Enforcement Administration de los Estados Unidos) y me enfrenté a cadena perpetua. Si no me hubiesen enganchado hasta 1993, la misma cantidad de droga habría significado pena de muerte por inyección letal. Zachary Swan, el paradigma de los traficantes y el personaje central de Ciego de nieve, habría sido condenado también a muerte si hubiese realizado sus operaciones de tráfico hoy en vez de en los años 70.
Fue un traficante de Nueva York el que me proporcionó personalmente el 31 de diciembre de 1979 un primer ejemplar de Ciego de nieve. Podría haber sido Zachary Swan. No lo era. Se llamaba Billy Bronx. Y Billy Bronx y yo acabábamos de desembarcar quince toneladas de la mejor hierba de Colombia en una remota isla escocesa. Aparatos de radio de onda corta, radioteléfonos, escáneres, proyectores nocturnos, zódiacs, poleas, anoraks, ropa interior térmica, jeeps, cuerdas, establecieron una nueva marca de marea cuando se desembarcó una montaña de mariguana cerca de Holy Loch, el bastión de la defensa británico-americana. El monstruo de Lago Ness se había convertido en el mesías mariguanero de las tierras altas de Escocia. Los 90 serán buenos. La compasión de Carter se cuidará del descaro de Thatcher. «Sería mejor que iniciemos la operación siguiente antes de que legalicen la mierda», dijo Billy Bronx. «Lee esto cuando estés relajado, amigo. Va de coca, no de hierba, pero habla de gente que es de verdad como nosotros. Es el único libro que se ha escrito sobre el tráfico. Será siempre el mejor.»
A los pocos meses no podía encontrar un traficante de ningún material que no estuviese leyendo (o hubiese leído ya) Ciego de nieve. Se convirtió en la Biblia del contrabando. Hunter S. Thompson y los críticos han dicho todo lo demás.
Luego llegaron los Años Satánicos, el gobierno de Reagan, la comandante Thatcher y el impropiamente llamado Bush.[1] «No fuméis. No esniféis. No traguéis. Decid sólo “No”, seguido de: «Ni siquiera leáis sobre ello”. No digáis “Sé”. Si es sobre el tráfico ya no es literatura.»
En consecuencia, muchas bibliotecas del idioma inglés y muchas estanterías han sufrido omisiones escandalosas. A través principalmente de las obras del genio extraordinario de Irvine Welsh, el medio literario general admite ya de vez en cuando relatos veraces de la cultura de la droga. Queda un largo camino por recorrer: aún se anda deteniendo a la gente por escribir libros informativos sobre la horticultura de hierbas terapéuticas naturales y están escribiendo sus crónicas todo tipo de traficantes. Como predijo Billy Bronx, Ciego de nieve ha soportado la prueba del tiempo. Sigue siendo el mejor.
[1]Bush, mata, arbusto, maleza, significa también mariguana. (N. del T.)
Todos los acontecimientos relatados en este
libro se produjeron tal como se describen.
Los nombres de ciertas personas han tenido
forzosamente que cambiarse. Todos los precios
citados en el capítulo V son los de mercancía de
contrabando de primera calidad en la
primavera de 1975.
A Thomas J. Butler
Forsan et haec olim meminisse iuvabit...[2]
[2] Tal vez en el futuro nos resulte grato recordar estas cosas (Virgilio, Eneida, I).
Zachary Swan no es un hombre supersticioso, pero sí muy cuidadoso. Como todo jugador profesional, ha sobrevivido a base de correr sólo riesgos calculados. Así, en octubre de 1972, cuando decidió dar una fiesta para celebrar su recientísimo regreso a Nueva York, decidió que fuera una fiesta pequeña, e inspiraba menos su cautela el hecho de ser viernes y trece que la agobiante realidad de que en la repisa de la chimenea, encima de su maleta, había tres kilos y medio de coca de un ochenta y nueve por ciento de pureza.
La cocaína había entrado en los Estados Unidos aquella mañana en el interior de tres souvenirs colombianos hechos de madera de Madeira: un alargado rollo de amasar pintado de colores, símbolo de la felicidad conyugal en Colombia; una estatua toscamente tallada, de cincuenta centímetros de altura, de la Virgen María; y una efigie hecha a mano de una misteriosa cabeza tribal, del tamaño aproximado de un coco. El rellenado se había hecho en Bogotá una semana antes. La carga había pasado la aduana norteamericana en el Aeropuerto Kennedy, Nueva York. Pasó declarada como: «Souvenirs».
La llegada de estos artefactos a la casa que Zachary Swan tenía en la playa de East Hampton, Long Island, desencadenó una fiesta que no habría de acabar hasta la mañana siguiente. Empezó a las ocho, cuando se partió la cabeza de madera de un golpe en la cúspide que la abrió por el lóbulo parietal, dado con la punta de un cincel. Al cabo de unos minutos de tan exótica lobotomía (procedimiento que evocaba por igual la cirugía de guerra a la desesperada y una tentativa de robo con escalo de segunda fila), el cráneo suministró quinientos gramos de cocaína sin cortar de la mejor calidad, dentro de un envoltorio doble de plástico claro.
Cuando el cráneo, que parecía el de una víctima de la metralla, se había hecho cenizas en los morillos de la chimenea, la fiesta había asumido carácter ceremonial y la coca hacía ya fabulosos e ilegales milagros en las cabezas a las que estaba realmente destinada. Pertenecían dichas cabezas al propio Swan; a su novia Alice Haskell, veinticuatro años, diseñadora de moda infantil; a Charles Kendricks, treinta años, australiano y empleado esporádico de Swan; y a la novia de Kendricks, Lillian Giles, veintitrés años, australiana también. El alimento cerebral boliviano que habían ingerido no era más que un plato de un sublime festín internacional que incluía vino francés, ginebra inglesa, hachís libanés, yerba colombiana y un producto sintético norteamericano muy popular, conocido farmacológicamente como metacualona.
Resulta difícil determinar exactamente en qué punto del proceso (quizás hacia el postre) se convirtió en aventura arriesgada lo que había comenzado como un riesgo calculado de Swan. La fiesta se descontroló unas horas antes del amanecer, y las medidas que Swan había tomado al principio para minimizar los riesgos resultaron socavadas al fin por las leyes inmutables de la química: sus sesos estaban sencillamente hechos puré. Con la cabeza llena de coca, tenía en su contra la ley de los promedios. Los riesgos crecieron aceleradamente. Al amanecer, Swan estaba desbordado por los acontecimientos.
Amagansett, Nueva York, está situado a unos ciento noventa kilómetros al este de Manhattan, en el bajo vientre costero de Long Island. Es uno de los diversos centros residenciales costeros de los bordes del cinturón patatero de Long Island y debe su clima marítimo a las aguas templadas del reflujo de sotavento de la Corriente del Golfo de México. Los algonquinos abandonaron la región a raíz de la expansión colonial, gradual preludio del Destino Manifiesto que llevó a Nueva Inglaterra hasta los límites externos del Empire State, y Amagansett, que no tiene más huella de los indios que el nombre, es heredero y custodio de una tradición puritana. Aunque han desaparecido las ballenas, persisten las veletas. De vez en cuando aparece un widow’s walk (especie de pequeña duna que se aposenta en los techos inclinados), indicio de la deuda que existe con el mar. Abundan las anclas y las águilas. A George Washington le hubiese encantado dormir aquí.
Fuera de temporada, prevalece el orden. El tiempo pugna por mantenerse inmóvil. Pero cuando estalla la tormenta y empiezan a soplar los vientos mercantiles, los ancianos de Amagansett, como antes sus predecesores coloniales y antes los algonquinos, se convierten en un ejército de puritanos en lucha contra la plaga cultural, se convierten en guerrilleros hundidos hasta las rodillas en un combate furioso de souvenirs, platos rápidos y antigüedades falsas. Se impone entonces una especie de capitalismo fanático. Los turistas que bajan al pueblo y los tiburones locales de la venta al por menor que afloran a la superficie para alimentarse de ellos provocan un embarazoso despliegue de paranoia provinciana; durante todo el verano, los padres del pueblo ven, desquiciados e impotentes, cómo su comunidad avanza paso a paso, de modo irreversible, hacia las fauces oscuras del siglo xx, visiblemente agitados por lo que consideran una amenaza patente contra el alma puritana de Amagansett.
Su temor ha producido un efecto inevitable. Amagansett se ha convertido en un modelo práctico de la versión agresión/reacción de la administración local. Síntoma de este enfoque es una curiosa rama fronteriza de la aplicación de la ley, caracterizada por el sometimiento al principio de que «... ésta era una comunidad tranquila, hijo...», un diálogo en el que resuenan jueces ahorcadores, blandir de pistolas y aplicación de culatas de rifle a las dentaduras. Tienes hasta la puesta del sol, como si dijésemos. El espíritu de Wyatt Earp[3] impera en Amagansett sobre todo entre los meses de mayo a septiembre, pero persiste una tensión residual al final del otoño, que se desvanece oportunamente hacia el Día de Acción de Gracias, tras el cual sólo los nativos tienen posibilidades de quebrantar la ley.
Con esto chocaría la mañana del 14 de octubre Zachary Swan, cuarenta y seis años, un pionero que nunca había aceptado del todo la moral puritana. Sus amigos y él serían detenidos en la playa al amanecer y acusados de embriaguez pública. Y, como consecuencia de este enfrentamiento circunstancial entre los enérgicos voluntarios de Amagansett, cargados aún de la adrenalina generada en la cacería estival del turista, y un hombre que había gastado en seis meses más dinero sólo en cocaína del que había pagado en impuestos estatales y municipales en veinte años, de esta colisión frontal, repito, nacería una investigación federal que afectaría por lo menos a dos continentes, al doble de fronteras internacionales y a jurisdicciones penales tan diversas como las que corresponden al departamento federal del tesoro y a la sección de tráfico del departamento de policía de East Hampton, Long Island.
A las cinco de la madrugada, Zachary Swan, rodeado de cocaína por valor de cien mil dólares, sonreía. Sonreía a la Virgen de la repisa de su chimenea y soñaba con una isla próxima a las costas de Ceilán. Espatarrado allí en el suelo, frente a tres perros dormidos, luchando por seguir consciente, parecía un aristócrata rural embrutecido de las páginas de una novela inglesa del siglo xviii.
Amanecía. La habitación estaba silenciosa e inmóvil. La fiesta se había apagado espectacularmente. Toda actividad motriz que no fuese básica para seguir viviendo se había suspendido en favor de los músculos cardíacos. El cuerpo, atrapado en la bajada, tenía que trabajar duro.
Alguien tuvo una idea (notable, dadas las circunstancias).
—Vamos a la playa a ver amanecer.
Una respuesta, sólo identificable a partir del más profundo muermo metacualónico, pugnó por alcanzar solitaria vida al otro lado de la estancia. Contenía varias vocales. Era afirmativa. Llamémosle frase. Una frase. Había contestado alguien.
(Estamos aquí en el umbral de la comunicación humana, lenguaje, intercambio verbal por las desiertas avenidas de Ciudad Quaalude. La comunicación a este nivel, aunque refinada a su modo, ha de calificarse cuando menos de imprecisa. Es una especie de remodelación-era-espacial de técnicas tradicionales de contraespionaje (mensajes embrollados, transmisiones predistorsionadas, transmisorreceptores convenientemente programados) una especie de criptografía drogata que no contiene ninguna cifra universal y sólo es eficaz cuando dos individuos van cargados del mismo asunto.)[4]
Del matrimonio casual entre esta idea esforzadamente concebida y la criptorrespuesta que siguió, brotó allí, como una flor en cámara lenta, lo que habría de ser pronto conversación legítima. Floreció forzosamente siguiendo el principio que gobierna la primera ley de la dinámica sicogravitatoria: el método más rápido para eliminar un depresor es tomar un estimulante. Añade a las quaaludes dos o tres líneas de coca e imprimirás velocidad máxima hasta al diálogo más inconexo. Hay orden, sí, en el universo.
Los monosílabos se convirtieron en murmullos:
—El... sol.
Algo que es casi seguro que salga.
Los murmullos se convirtieron en frases:
—Ver... el... sol.
Pero nada se daba por supuesto.
Que el sol no saliese era una posibilidad remota, pero que merecía sin duda la debida atención. Se pospusieron riesgos innecesarios, como el de levantarse, mientras se hacía un análisis de los pros y de los contras de la tesis de que el sol saldría. Esta demora era característica de la conmoción sicoquímica grave, pero aportaba, sorprendentemente, la primera prueba clara de progreso. (Indicaba la aparición de palabras clave polisílabas —participios, ciertos adjetivos, un predicado nominal de cuando en cuando— y diptongos. Quedaba en el aire una oración subordinada.) Las quaaludes aún hacían notar su peso, pero se trataba de un despliegue inútil de poder; era inminente su derrota y se hizo patente a los pocos instantes.
—No nos queda mucho tiempo —dijo alguien.
Una afirmación clara y audible. La cocaína iba imponiéndose. Era ya inevitable una decisión, el factor último de la ecuación sicogravitatoria. Provocaría actividad y certificaría así la aplicación positiva de la primera ley de Newton sobre las posibilidades infinitas del abuso de drogas. De hecho, la decisión llegó casi inmediatamente, digno tributo a la cualidad de aquella partida concreta de coca:
—Vamos —decidió alguien.
Y se reanudó, así, la actividad en el cénit de la elíptica cocaínica. Status quo. Lo que sube ha de bajar; lo que baja ha de subir. Es evidente. Física, chaval. Y así pues, con cuatro personas detrás de una coca potente (una de ellas admirador declarado de Frank Sinatra), era posible cualquier cosa.
Fase II... Sobreexcitación. Movilización general. Se comprobaron los horarios de las mareas. Se recogió información meteorológica de todo el mundo. Se analizó. Se combinaron datos y se trazaron pautas. Se preparó una fuerza expedicionaria.
—Necesitaremos drogas en cantidad.
Sí, claro, por supuesto. Considera las posibilidades. Imagínate qué apropiado será. Allí de pie frente al Atlántico, dando la bienvenida al sol que vuelve a los Estados Unidos de Norteamérica. Nosotros, la gente, cargados, con droga suficiente para colocar a un escuadrón. Suficiente para cautivar la imaginación de... sí. ... hasta de los Delfines de Miami.[5] Qué oportuno. Qué justo. (Qué peligroso.)
Eligieron el Volkswagen porque estaba aparcado enfilando hacia la playa, no todos conscientes, desde luego, de que elegían también el único coche que había allí capaz de flotar. Las filas reforzadas, y el suministro de oxígeno notablemente reducido por la compañía de tres perdigueros hiperjadeantes, un total pues de veinte piernas, maniobrando todas para situarse, dos pies cualquiera de sus extremos operando el acelerador y el embrague (al parecer, el freno se utilizó muy pocas veces, puede que ninguna), Swan y sus amigos llegaron al océano gracias a la actuación combinada del cálculo conjetural y la gracia de Dios. (Según se rumorea en los guardarropas del underground drogata norteamericano, Él vela por el usuario habitual.)
El porro colombiano de ochenta dólares, que recorrió de izquierda a derecha la cabina, perfiló sus movimientos en una bruma púrpura surrealista, y, actuando a modo de giróscopo, dio una estabilización leve pero adecuada, sin duda. Hizo subir también el índice carboxihemoglobínico de todos hasta la línea roja, provocando esa vergonzosa y subversiva Locura Porrera (que se manifestó sólo en los perdigueros, sin embargo) a la que se alude en los arcanos manuscritos del Gobierno. Era yerba de calidad y los que la compartieron quedaron inundados de la magnificencia y del esplendor intergaláctico de que gozan los viajeros espaciales. Pero en su proporción energía/rendimiento, dada la gravedad concreta de su carga y la desdeñable potencia en caballaje de vapor del Volkswagen, parecían más algo así como antiguos emigrantes pobres que abandonaban su Oklahoma natal.
Escucha, escucha,
los perros ladran,
llegan al pueblo los pordioseros;
unos con harapos,
otros en andrajos,
y uno con un traje de terciopelo.
[«Escucha escucha», de Mother Goose]
Brotaron como payasos de circo del sobrecargado automóvil y saltaron a la playa, una tambaleante masa de extraños y variopintos zarrapastrosos. Por unos instantes resultó difícil diferenciar humanos de cuadrúpedos. Luego, los perros se echaron al agua. Se impuso la idea y, a los pocos minutos, estaban todos desnudos, dispuestos a celebrar los Ritos de Primavera... con cierto retraso.
El sol asomó en el horizonte y cabeceaban los siete entre las olas cuando apareció un intruso a lo lejos. Un corredor de paso ligero. Se aproximó, moviéndose a paso regular bordeando el agua, la cara roja, la respiración regular, el cuerpo empapado de sudor y de gloria, irradiando esa fe infinita, tan norteamericana, en los beneficios cardiovasculares de la incomodidad. Tenía unos cincuenta y cinco años y estaba bien alimentado. Swan le reconoció como el propietario de un parvulario de la localidad. Daba la sensación de que iba a pasar sin más, pero vio de pronto toda aquella extraña variedad de vestimenta que, como una invitación prohibida, conducía hasta el agua. Se detuvo. Y luego miró. Cuando sus ojos se encontraron con los de Swan, la caballerosidad había muerto. No devolvió la sonrisa. (Muy extraña, desde luego, vidriosa, como mínimo, pero Swan no pudo hacer más.) Se limitó a mirar fijamente, entrecerrando los ojos por el sol, sin decir nada. Se quedó quieto así, en mudo desafío.
Y entonces Swan, abandonando la sonrisa, le miró a su vez desafiante, devolviéndole la mirada... Sí, estamos bañándonos aquí... pirados... Impecables... desovando en el agua... todos nosotros... engendrando monstruos pequeños y rebeldes... el Enemigo... nosotros... vamos... encierra a tus hijas... chilla... tú, hombre triste y solitario... soñarás con nosotros esta noche... sé que vas a denunciarnos, hijo de puta...
El hombre se fue sin decir nada... Se alejó siguiendo la playa y se perdió de vista.
—Va a denunciarnos —dijo Swan.
Y tenía razón.
En algún punto del despilfarro acumulado de lo que algún día pasaría a llamarse la juventud de Zachary Swan, un hombre mucho más viejo que él se lo llevó aparte y le enfrentó con lo que se denominaba, por entonces, curiosamente, la fría verdad de la vida.
«Hijo», le dijeron, «no hay comida gratis». No lo creyó entonces, y ahora, por primera vez en cuarenta y seis años, Zachary Swan tenía la oportunidad de mostrar duras pruebas en apoyo de su opinión.
—La mía era poco hecha, y sin los pepinillos —dijo—. Y dame además unas patatas fritas...
El carro de la comida pasaba deprisa por la galería, y allí se quedó Swan con la solución que tenía el condado de Suffolk para ganarse los corazones y la simpatía de la gente.
—... y sin ketchup —murmuró.
Tres días en Riverhead y estaba más cerca que nunca en su vida de la sobredosis... otro presidiario, HAMBURGUESAS/INGRESA CADÁVER, al pobre cabrón ni siquiera le quitaron el torniquete... tápelo, enfermera... el alcalde debe de ser de Tejas, pensó Swan, país de vacas; aquí un hindú se moriría de hambre... Hare Krisna, socio.
Swan tragó la bola seca con una dosis medida de café carcelario, una solución de azúcar refinada al setenta por ciento, viscosa, con la consistencia del jarabe. Un diabético no duraría una hora en el talego... un latigazo de aquel café en el sitio adecuado y podías hacer chatarra para siempre un Chevrolet de ocho cilindros. Swan tragó aquella bazofia y sintió el émbolo suave de la hamburguesa patinar esófago abajo hasta la inmensa vastedad vacía que recordaba de otros tiempos como su estómago.
El sábado por la tarde, precisamente antes de la segunda ración de carne picada, ese mismo estómago había recibido el golpe que le haría aminorar la marcha los dos años siguientes. Se lo propinó un policía vestido de paisano. Se le quedó mirando fijo.
—Encontramos drogas en su casa —dijo.
Las arraigadas pautas digestivas de Swan cambiaron radical y definitivamente en aquel mismo instante. Fue el principio de una encuesta progresiva. Una encuesta que se haría tediosa. Le indignaría además el gancho con que remató el mismo detective.
—Se dice que lleva usted un arma.
¿Se dice? Este poli o ve mucha televisión o lee el Daily News. Por amor de Dios, soy un ejecutivo. Pertenezco al Westchester Country Club. Mi querido amigo, yo poseo acciones de algunas de las empresas más importantes del mundo. Mi esposa estuvo en el programa de Dick Cavett. ¿Qué dice este tío? El conducto de aire, Charlie, tíralo por el maldito conducto.
Mientras Zachary Swan se separaba de su estómago, Charles Kendricks, alias el Húngaro, se separaba de una cucharilla de coca de plata de ley de gran valor sentimental. La tiró por la rejilla del conducto de aire que ventilaba su celda de la segunda planta del juzgado del condado de Suffolk. Su nariz frunció un adiós de despedida. Qué había hecho ella, se preguntaba.
Les detuvieron en la playa. Dos coches patrulla. Cosa comprensible. Era una noche aburrida y la idea de dos mujeres jóvenes nadando desnudas debía de resultar muy atractiva para los chicos del turno de noche. Kendricks intentó imaginarlos derramando el café con las prisas por poner en marcha los carburadores. Llegaron deprisa, pero no antes de que el Volkswagen se pusiera en movimiento... el Volkswagen, la última reencarnación del furgón de Dachau, el símbolo intachable del esfuerzo infatigable de la madre patria por demostrar que hasta el propio demonio prefiere alimentos enlatados. Lilian, al volante, acababa de perderse el juego de lametadas musicales que empezó cuando los cuatro temblorosos fugitivos se detuvieron en su huida para dominar a los tres perros ardorosos, demora lamentable, dadas las circunstancias, pensó él, pero luego, además, les había llevado un rato vestirse. Por entonces, Kendricks le echó la culpa a la tierra, que giraba tan deprisa, y al mismo tiempo... qué cosa increíble, se mueve alrededor del sol. Recordaba a Swan intentando meter ambos pies a la vez en los pantalones... intentando abreviar, supuso... ¡pero no de pie, hombre! Recordaba que Swan balbucía mucho... sí, oficial, aquí los Kendricks, nuestros amigos de allá abajo... pertenecen al equipo olímpico australiano, sabe, y acaban de llegar nadando de Sydney... mi esposa y yo no les esperábamos hasta mañana... claro... pero en fin, la Corriente del Golfo y claro... mañana a Gibraltar, verdad, Charles... y luego, «Sígannos... embriaguez pública... esperen aquí...» y ahora el arma... y toda esa droga... todo volvió de golpe a la mente de Kendricks, cuya nariz había empezado a llorar. La cuchara desapareció con un desolador repiqueteo.
Huellas dactilares y fotos. Más hamburguesas. Luego, las esposas. A la una, los cuatro presos comparecieron ante un juez y fueron acusados. Luego, se llevaron a hombre y mujeres por separado a Rierhead, sede de la cárcel del condado de Suffolk. Los desinfectaron y les dieron la ropa correspondiente. Y luego los encerraron. Los Idus de Octubre. Domingo por la mañana, bajando.
La noche de la fiesta, Swan le había prestado a Kendricks ropa, un error evidente, pues cuando se descubrió que llevaban el mismo tipo de calzoncillos cortos, el funcionario ordenó al carcelero de guardia que pusiese «a esos tipos en plantas distintas». Sólo se vieron una vez en los cuatro días que Swan estuvo allí. En tal ocasión, Swan aprendió su primera lección de disciplina carcelaria. Kendricks estaba cuatro puestos delante de él en la fila del reconocimiento físico, y Swan, que llevaba fuera del campo de instrucción treinta años por lo menos, intentó acercarse para hablar con él. Se lo impidieron sus compañeros... adónde vas, hombre, que te zurran... que se vieron obligados a indicar la serie de piruetas casuales con las que podía hacerse correctamente el avance hacia atrás y hacia adelante en una fila supervisada... mira, hombre, tú estás simplemente hablando conmigo un minuto aquí, y estamos sólo arrastrando los pies. ¿Vale? Y luego, como por arte de magia, tú miras hacia ese lado y yo hacia éste y tú estás ahí y tu amigo viene por este lado, mira, así. Y los dos podréis conservar la dentadura. Tardaron unos tres minutos en poder estar juntos.
—¿Cómo aguantas, Charlie?
—A base de café.
—¿Qué te dijeron de llamadas telefónicas?
—Creo que me van a dejar hacer una después de la comida. Dios mío, como vuelvan a darnos hamburguesa me muero.
—Llama a Seymour —dijo Swan.
—¿Qué ha sido de tu barba? —le preguntó Charlie.
—Me hicieron afeitarla.
—Qué cabrones.
—Esta gente no anda bien, Charlie. Me sacaron las fotos con barba. Y luego me afeitaron. ¿Tú lo entiendes? Yo no puedo entenderlo.
—Tienes casi cincuenta años. Has elevado la edad media de los presos de aquí en unos veintidós. Dime por qué tienen que poner a Frank Sinatra y a Tony Bennett por la Frecuencia Modulada.
—Llama a Seymour. Dale el nombre de Sandy. Yo ya conseguiré un abogado.
Kendricks bostezó. Asintió y luego dio la vuelta.
—Charlie, cuidado con el tipo ese, me han dicho que le gustan los de tu edad. No le pierdas de vista. No te dejes engañar por el estetoscopio; si sonríe, estás listo. Escribiré pronto.
Charlie hizo la llamada. Sandy no colaboró.
Swan abrió los ojos. Otra mala noche. El hombre de la celda de al lado se había masturbado otra vez. Tarde. Sus camas eran ambas parte de la misma litera, un somier alargado empotrado en la pared y que salía por ambos lados de ella... el tipo lo había vuelto a hacer, y a cada movimiento suyo la cama de Swan se estremecía. La cárcel, decidió, era un asco.
Llegaron los chicos de la biblioteca móvil. Siempre llegaban una hora antes que la hamburguesa.
—Eh, los de los libros.
—¿Por qué estás tú aquí? —quisieron saber.
Se lo contó. Ellos se miraron.
—No te interesa que te juzguen aquí —fue todo lo que pudieron decir.
Un preso negro que ocupaba la celda de enfrente de la de Swan oyó la conversación con los bibliotecarios y se sintió obligado a decirle algo a Swan. Lo que le dijo fue:
—Eh, amigo, ¿no tendrás ahí, por casualidad, un poco de material de ése?
Llegó la hamburguesa.
Mientras Zachary Swan tragaba su hamburguesa en la cárcel de Riverhead, un joven canadiense de pelo rubio y bronceado de calma chicha tropical bajaba de un reactor en la pista del aeropuerto Kennedy. Viajaba solo y con poco equipaje. Y viajaba con pasaporte falso. Y además de su dinero para gastos, el joven llevaba cinco mil dólares en buen dinero norteamericano. Al cabo de una hora, Swan, en virtud de sus derechos constitucionales, tendría un abogado y se le reduciría la fianza. Al cabo de dos, en virtud de un noble gesto, Swan tendría mil dólares en la mano y el joven canadiense, que parecía haber surgido de la nada, emprendería vuelo hacia el sur.
—¿Quién era? —preguntó su abogado cuando los cuatro presos fueron puestos en libertad y comieron juntos por primera vez en cuatro días.
—Un amigo mío —dijo Swan.
—Pues debe de ser un amigo muy bueno.
—Lo es. Estamos en el mismo negocio. Hace unos dos años que nos conocemos,
—¿Cómo se llama?
—Jack el Canadiense.
—¿Cuál es su verdadero nombre?
—Tu suposición es tan buena como la mía. He llegado a conocerlo bastante bien durante unos dos años, y durante esos dos años sólo le he conocido como Jack el Canadiense. En mi negocio no se hacen demasiadas preguntas a los amigos. Y sobre todo no les preguntas «¿Cuál es tu verdadero nombre?».
El abogado de Swan sonrió.
A Ernie Peace, de Peace, Lehrman & Gullo, Mineola, Long Island, se lo había recomendado a Swan un amigo personal. Era pura coincidencia, según Swan, el que el amigo fuese, de profesión, inspector de la sección de narcóticos. Swan tuvo que suponer que no habría nadie más cualificado para valorar a un abogado que un policía y tenía razón. Ernie Peace era uno de los mejores. Y así lo pensaban muchos de los inspectores de la brigada de narcóticos, muchos de los cuales lo habían aprendido muy a su pesar. Peace estaba sentado frente a Swan y vestía un traje de tergal poco impresionante, camisa blanca y corbata azul. Era más bajo que Swan y aproximadamente de la misma edad. De corpulencia media, llevaba el pelo corto y resultaba en conjunto un tipo muy poco impresionante. Era una de esas personas que parecían estar pensando siempre en otra cosa y no en lo que tú les decías, mirando acá y allá, tomándoselo todo con mucha calma, preocupándose de todo menos de ti... y que luego, a los cinco minutos, podían citarte palabra por palabra todo lo que habías dicho. Sonreía ahora, un tipo de sonrisa que Swan había visto varias veces. Swan estaba contento. Era una sonrisa de jugador, agradable, tímida y bastante mortífera. Ernie Peace estaba midiendo a su hombre.
Lo que Ernie Peace tenía entre manos era un friki de capa y espada de mediana edad, un hombre que demostraba saber mucho de artilugios de espionaje, técnica policial, tráfico internacional de drogas y temas aduaneros, delincuencia organizada, manipulación informativa seudotribal FBI y cualquier otra contingencia relacionada con su trabajo. Zachary Swan era un hombre que poseía un conocimiento enciclopédico de toda transacción monetaria de alto nivel posible en el mundo. Y que sabía además cómo poder birlarle diez centavos a la compañía telefónica.
Zachary Swan era alto y delgado. Su forma de comportarse habría hecho sentirse incómodo a su padre. Daba la mano con fuerza y tenía una sonrisa simpática, una voz suave una octava por debajo del do mayor. Tenía ojos de tramposo. De un azul claro, fríos y muy difíciles de ignorar. Tenía una pequeña marca de nacimiento en el pómulo izquierdo. Su pelo era corto (largura prisión) y abundante, entre castaño y gris. Aparentaba la edad que tenía. Había sido por no actuar de acuerdo con su edad por lo que estaba allí. La ropa que llevaba valía unos seiscientos dólares; bebía un Martini y fumaba Kools en cadena. Se comportaba muy bien para ser un hombre que estaba entre la espada y la pared:
—Bueno —dijo Peace—. Vamos a enfocar las cosas así. Yo puedo resolver todo este asunto. El juez de instrucción no está realmente interesado en vosotros. Pero quiero toda la verdad. Todo. Y luego —añadió dirigiéndose a Swan— veremos lo que podemos hacer para sacarte a ti de este lío. Ahora van a tener la cooperación de las autoridades federales, así que quiero que me digas lo que saben los federales.
—No creo que puedan montar una acusación seria por contrabando. Me cubrí muy bien.
—¿Cómo?
—Bueno —dijo él—, pasar el material es fácil.
Encendió un cigarrillo y continuó:
—Puede hacerlo cualquiera y lo hace muchísima gente, créeme. Hay mil formas distintas. Unos son inteligentes, otros muy estúpidos... Por ejemplo, todavía detienen a gente con maletas de doble fondo, que es algo que te diré que yo nunca he utilizado. Es el peor modo de pasar algo de contrabando. El método del novato. Es lo primero que miran los aduaneros... antes de vaciar las maletas. El tipo pone un dedo por dentro y otro por fuera y si no se juntan, te la has cargado. Tiene una regla y mide. Si se ponen las matemáticas en contra tuya, olvídalo.
»Si tienes dos dedos de frente el tráfico es fácil. Todo consiste en cubrirte en todas las etapas difíciles de la ruta. Si uno de mis porteadores cae, sabe que sale. Está todo previsto. No hay forma de que puedan desmontar su historia. Ahí está el truco. Tienes que apoyar a tu gente, porque si uno de ellos habla, estáis liquidados los dos. La gente que trabaja para mí aguanta porque sabe que saldrá. ¿Te molesta el humo?
—No, sigue.
—La mayoría de los traficantes utilizan muías, normalmente una chica, y le pagan mil dólares por kilo por pasar la carga por aduana. Pero ahora dime, ¿cómo puedes decir que la cosa no es tuya si la llevas pegada a la espalda? Cuando cazan a la muía, nada de lo que diga le servirá. Está liquidada, porque su hombre desaparece. Es muy triste, pero así pasa siempre. Y así es como opera la mayoría de los traficantes. Pongamos que tú eres el que transporta. Te pagan mil pavos y te dan un billete de avión. Tú estás sin blanca, quieres volver a casa. Uno de sus lugartenientes sigue el cargamento por aduana... si te enganchan, allá te quedas tú con los leones. Él desaparece. Yo no opero así. Si tú haces un pase para mí, tienes la salida garantizada.
Peace se retrepó en su asiento y echó un vistazo alrededor de la mesa. Era evidente que los demás habían oído ya otras veces aquella especie de arenga para vendedores. No insistió más en el asunto de los federales. Se limitó a cabecear y a inclinarse hacia adelante.
—Bueno, encontraron mucha cocaína en tu casa. Y encontraron un arma. Me gustaría saber por qué les dijiste dónde estaba enterrada. Al parecer, en la casa sólo encontraron balas.
—Así es. El arma estaba enterrada bajo las piedras del patio.
—Y se lo dijiste tú.
—Sí.
—¿Te amenazaron?
—No.
—¿Qué pasó?
—Dijeron que si no confesaba dónde tenía el arma desmontarían toda la casa hasta dar con ella.
—¿Y?
Swan miró a sus amigos. Luego volvió a mirar a su abogado.
—Bueno, sabes, ellos no encontraron el cargamento.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Dijiste que habían encontrado mucha cocaína en !a casa.
—Así es.
—¿Cuánta?
—La policía dijo que varias onzas.
—Sí, eso es lo que dijo el juez cuando le vimos. Yo no estaba seguro.
—Ésa es la cantidad. Eso es lo que dice la acusación.
Swan posó el tenedor. Miró a su abogado:
—Sí, pero entonces es que no encontraron el cargamento. Mira, en la repisa de la chimenea, en la casa, en este momento, hay tres kilos de cocaína que ellos no encontraron. Y si los del laboratorio de la policía tienen razón, el material tiene una pureza del ochenta y nueve por ciento.
[3]Sherif del Oeste norteamericano famoso por su extrema dureza en la defensa de la ley y el orden. (N. del T.)
[4] Ver Apéndice: Quaaludes
[5] Equipo de fútbol americano cuyos jugadores protagonizaron escándalos relacionados con drogas. En 1977 dos de ellos fueron condenados en juicio por vender una libra de cocaína a un policía encubierto. (N. del T.)
Zachary Swan nació en el apogeo de la Era del Jazz, con una cuchara de plata en la boca. La posibilidad de que fuese a pasar sus años de madurez con esa misma cuchara en la nariz entró en el reino de lo posible cuando Zachary tenía unos dieciséis años. Hasta entonces se comportó como cualquier otro muchacho de su edad obligado a tratar con sirvientes por la casa y con un club de campo a la vuelta de la esquina.
—Mientras los demás chicos iban a bañarse al río, yo estaba en la piscina del club de campo, pidiendo emparedados y leche. Empecé a jugar al golf a los nueve años.
Una audiencia con su padre, a quien muchos conocían simplemente como El Coronel, era un raro acontecimiento en aquellos días, que exigía una visita al campo de golf, visita que Swan hacía muy pocas veces. El Coronel era, a todos los efectos, un hombre con el que Swan sólo tenía en común cromosomas. «Le quería... pero nunca me agradó», decía Swan.
Swan estaba más próximo a su madre, mujer cuya batalla con el alcoholismo concluyó en 1965 en un incendio que destruyó la casa en la que dormía y en la que había vivido sola desde que dos años antes se había separado del Coronel. «Coleccionaba estufas antiguas... las pintaba de rojo y plantaba geranios en ellas. El patio estaba lleno. Quedaban muy bien, pero era infernal si volvías a casa de noche borracho. Me llamaba siempre Bomboncito. Una vez lo hizo en la Gran Estación Central estando yo de permiso. “Madre —le dije—, no llames Bomboncito a un infante de Marina”.»
Swan comparte la herencia de su padre con una hermana mayor, que vive ahora en Florida y cuya intimidad está decidido a proteger. El Coronel murió dos meses después de que detuviesen a Swan, a los setenta y cinco años de edad.
Swan es poco partidario de entrometer a su familia en el análisis de los acontecimientos que presagiaron su decisión de hacer aquella primera excursión de reconocimiento en Aerolíneas Avianca en el otoño de 1970. La vida que le llevó a la cárcel de Riverhead poco después de su cuarenta y seis aniversario empezó, según él, cuando tenía dieciséis y era estudiante de segundo curso en la Escuela Preparatoria Iona de New Rochelle (condado de Westchester), Nueva York. Fue allí donde una síntesis inevitable de riqueza y ocio engendró, con la acción catalizadora de la Iglesia Católica, su primer subproducto explosivo.
En la Escuela Preparatoria de Iona, con la ayuda de un condiscípulo, Swan controlaba los juegos de dados en los patios (tenía una aptitud natural para las matemáticas) y logró consumir las ganancias antes de que se hiciese inminente su captura por los Hermanos de la Doctrina Cristiana. Su aptitud para la geografía halló oportuna aplicación en los viajes que de vez en cuando hacían él y sus amigos a la ciudad de Nueva York durante el día, en los que se colaban fraudulentamente en las revistas picantes de Times Square. Swan descubrió el striptease, gracias a Ann Corio, a los diecisiete años. Empezó a fumar cigarrillos haciendo honor a su recién adquirida virilidad y, con la guerra a mano, adoptó la mirada dura de un agente del OSS,[6] actitud que no hacía furor precisamente en la Escuela Preparatoria de Iona, orientada hacia la universidad. Su diploma de esa institución, entregado a regañadientes, lo fue tras una aplicación perfeccionada y diligente del soborno en la persona de su profesor de latín (hombre desdichado cuya carrera con los Hermanos fue breve) y un soborno bien dirigido a la facción de la administración responsable de proporcionar un orador que pronunciase el discurso de la ceremonia de graduación. El padre de Swan era amigo personal de Jim Crowley, el entrenador del equipo de fútbol americano de Fordham, que había sido uno de los Four Horsemen de Notre Dame. Una vez desechados los mejores planes de los Hermanos, se llamó en el último minuto a Crowley para que pronunciase el discurso de promoción de la Escuela Preparatoria de Iona en 1944.
Antes de pasar a los estudios superiores, Swan estuvo tres años en la Infantería de Marina, lo que le llevó hasta el Japón al final de la Segunda Guerra Mundial. (Su otra, y única, experiencia militar, a despecho del Coronel, fue una tentativa fallida que hizo a los quince años de unirse a la resistencia francesa. Él y tres condiscípulos salieron camino de Quebec en un coche robado, financiándose el viaje con la calderilla que cogieron de un cepillo de caridad no vigilado en el vestíbulo de un cine de Connecticut. Les detuvieron en la frontera canadiense y les retuvieron allí hasta que llegó la madre de uno de los chicos para llevárselos a casa. Como eran menores, estuvieron retenidos en una cárcel reservada para mujeres, queriendo el destino que hubiesen de enfriar sus talones tras una partición de cristal, no detrás de unas rejas. Fue para todos un golpe cruelísimo.) Si por algo puede resultar significativa su carrera militar es por la oportunidad que le proporcionó de medir su patriotismo: tras un honorable licenciamiento, pudo apreciar el hecho de que la oportunidad sólo llama una vez.
Su período de universidad no careció de acontecimientos notables. El que decidiese pasarlo en Coral Gables, Florida, fue un tributo a su respeto por la educación oficial. Con la ayuda a los licenciados del ejército y unos subsidios familiares más que suficientes, se convirtió en un diestro nadador. En Florida aprendió a derrochar su dinero con las mujeres (la Infantería de Marina le había fallado en este punto) y a beber martinis secos en su compañía. Y fue desde Coral Gables, como estudiante universitario, desde donde hizo su primer viaje en barco hasta Bimini. Aunque él no lo sabía entonces, lo que aprendería sobre el servicio aduanero de aquella isla, y lo que había aprendido en cuatro años por la costa de Florida, equivaldría algún día, en dólares norteamericanos, a tres licenciaturas universitarias por lo menos. Obtuvo la suya de la Universidad de Miami con la misma diligencia y refinamiento que había aplicado a la adquisición de su título de bachiller. La imprimió él mismo. Manifestó tal destreza en este arte (su padre trabajaba en el negocio del empaquetamiento, y Swan tenía sus conocimientos de las artes industriales) que se las arregló para vender el sobrante a otros condiscípulos.
Pero, tal como él sabía perfectamente que ocurriría, los días de su juventud llegaron a su fin, y Swan dedicó el saldo de la suya a preparar la vejez. Tras salir de la universidad, se incorporó a la empresa de empaquetado de su padre como ejecutivo de ventas, y cumplió durante los diecisiete años siguientes, con la mayor honradez y la mayor entrega que le fue posible, los rituales tradicionales de la comunidad mercantil neoyorquina. Manejó como vendedor los artículos de algunas de las empresas de cosméticos más prestigiosas del país. Ganaba un buen sueldo, pertenecía a un buen club neoyorquino y gozaba de la amistad de muchas personas distinguidas.
—Manejé Helena Rubinstein, Revlon, Coty, Arden, Pond’s... buenas firmas. Fui yo quien diseñó el estuche de Heaven Scent, el logotipo de Gino Paoli, estuches para Richard Hudnut, Eileen Ford. Algunos diseños míos siguen aún en el mercado. Me pagaban poco para el volumen de ventas que estaba haciendo... mi pago siempre era «algún día, hijo, tú serás el director de la empresa». Pero era lucrativo. Todo el mundo vivía magníficamente con el negocio, sobre todo mis tíos y mi padre. Andaban en Cadillacs y pertenecían a clubes de campo de Westchester. Yo vivía en Manhattan. Llevaba a los directores artísticos a la ópera, a los compradores a los partidos de fútbol, iba a pescar con los pescadores. Y pertenecía a todos los clubes que fuera necesario y que estuvieran de moda por entonces.
La boda de Swan en 1958 no era en absoluto necesaria, pero fue sin duda todo un acontecimiento social. Su mujer, Yvonne, era la primera modelo de Norman Norell. Fue el propio Norell quien diseñó el traje de novia y quien proporcionó las damas de honor. Fue una boda muy lujosa. El banquete se prolongó infinitamente. El matrimonio duró cuatro meses. En 1960 Swan se casó con una chica de Brooklyn, una modelo de Eilleen Ford que sería luego una de las fundadoras de las Feministas Radicales de Nueva York; unos años después de separarse de Swan, Holly fue invitada al programa de Dick Cavett, donde apareció vistiendo una camiseta de Superman, y discutió con el editor de Playboy, Hugh Hefner, sobre el tema de los derechos de las mujeres. Swan y Holly, que se divorciaron en 1966, siguen siendo íntimos amigos.
—Holly y yo salíamos seis noches por semana, íbamos de fiesta o de cena... el Morocco, Orsini... pertenecíamos a Le Club y andábamos con la jet set. Nos invitaban a las inauguraciones de las discotecas, a fiestas en Southampton... yo tenía mucha energía y mucho empuje y no dormía. No lo sabía entonces, pero estaba enganchado con el speed. En 1964, conseguí una receta de pastillas para adelgazar de un médico y seguí rellenándola... durante seis años. Eso y mucho alcohol. Holly ganaba cuarenta mil al año, así que entre los dos, con mis doce mil quinientos, reuníamos más de cincuenta y dos mil dólares al año, sin contar mi cuenta de gastos, menos doce o trece mil de impuestos. No teníamos nunca un céntimo y siempre andábamos con préstamos bancarios. Las facturas eran astronómicas. La cuenta de un año de Bloomingdale debía de andar por los siete mil dólares. Yo tenía veinte trajes. Gastaba zapatos de cincuenta dólares. Holly nunca llevaba dos veces la misma cosa. Gastábamos cincuenta semanales en propinas. Más diez dólares al maître, diez al camarero... puede que fuesen cien a la semana sólo en propinas. En eso se iban ya cinco mil al año. Y no te dabas cuenta. Ni lo sentías ni lo veías. Estabas borracho y pirado y no te enterabas de nada.
Cenaban relleno de pastel y rajas de membrillo,
que comían con cuchara serruda;
y, mano a mano, al borde de la arena,
bailaban a la luz de la luna.
[«The Owl and The Pussycat», Edward Lear]
El amigo más íntimo de Swan era por entonces, y lo había sido siempre, Mike Riordan, socio suyo en los juegos de dados de la Escuela Preparatoria. Riordan, heredero irlandés de unos grandes almacenes judíos (su padre, vicepresidente de Abraham & Strauss de Nueva York, se había hecho cargo de los grandes almacenes Stern en 1932, al caer éstos en la bancarrota, y poseía en 1940 acciones que le daban el control de la empresa), se había graduado en Cornell, y tras un período de experiencia como ejecutivo de un fondo de inversiones en Wall Street, fundó una empresa propia en Los Ángeles. Estaba forrado, y tenía la costumbre de llevar encima grandes sumas de dinero en metálico. Una noche puso ocho mil dólares sobre la barra del Stork Club por un desafío. (Se dice que lo hizo para impresionar a una mujer.) Cuando no andaba gastando dinero, se lo daba a cualquiera que lo necesitase. Los vagabundos le adoraban.
Swan y Riordan nunca habían dejado de jugar... de hecho, lo único que les satisfacía más que jugar era aprovecharse de la codicia de otro jugador. Siempre que estaban juntos y se presentaba una oportunidad, se montaban un número del tipo que fuese... para liar a un corredor de apuestas, o a un amigo rico, o a otro tramposo. Los corredores de apuestas eran sus favoritos.
Riordan tenía acceso a un télex de Minneapolis (estaba suscrito por treinta dólares al mes) que informaba de los resultados en las pistas locales por un sistema de transmisión simultánea... se hacía por señales y la precisión era de un noventa y cinco por ciento. Conocían el nombre de varios encargados de bar de Nueva York que atrasaban el reloj por una propina y él y Swan (uno al teléfono, otro pagándole bebida al corredor) funcionaban casi con la misma precisión que el télex de Minneapolis. Si Riordan, a la espera de un corredor de apuestas, mencionaba casualmente que el Profesor estaba a punto de llegar, significaba que aquel corredor trabajaba para él, y el timo se ponía en marcha fuesen cuales fuesen los compañeros de trago. Swan controlaba el teléfono y hacía confusas señales... mierda, fue culpa mía, perdona. El corredor de apuestas limpiaba a los conspiradores y se iba... Riordan, maldiciendo su suerte, cobraría a sus amigos una cuota de cinco dólares por el uso del télex y recaudaría más tarde del Profesor.
Cualquier cosa que mereciera la pena, merecía la pena tergiversarla, y todo lo que mereciese la pena jugarse, merecía una trampa. Se había convertido en hábito. Llevaban los dos haciendo trampas al póquer de dados desde los tiempos de la Escuela Preparatoria. Con las señas que se habían inventado, podían comunicarse los respectivos números de serie entre tirada y tirada. En cuanto aparecía un billete de banco, emparedaban a su propietario los dos, proponían una partida a los dados y colaboraban hasta que ganaban la consumición que se debiese. Al tiempo que se ampliaba el negocio de Riordan, se ampliaba también su cuenta bancaria (tenía por entonces cuarenta y dos años y unos treinta millones de dólares), pero aun así entraba dentro de lo posible que mientras por un lado firmaba un contrato de veinte millones de dólares con el presidente de una gran empresa, le robara veinte dólares a los dados. «Eso es dinero contante», decía.
En su fiesta de compromiso, cogió a Swan por el brazo:
—Hay un tipo al que tienes que conocer —dijo—. Podemos jugar un poco a los dados con él.
—¿Quién es? —preguntó Swan.
—Thomas Dewey. El gobernador.
Y arrastró a Swan hasta él:
—Gobernador, éste es mi amigo [Zachary Swan]. Probablemente conozca usted a su tío.
Riordan era capaz de decirle cualquier cosa a quien fuera.
Swan y Riordan podían liar a un corredor de apuestas en un bar, y podían liarle también camino de la pista en el asiento trasero de una limusina. Podían liar a los corredores de apuestas en partidos de fútbol, y utilizando tarjetas de empresas falsas en cualquier sitio al que fuesen, liarlos sin liarlos. Gracias a Swan y a una cuenta bancaria en las Bermudas, Riordan podía vender sus obligaciones y sus acciones no cotizadas en Bolsa, y gracias a Riordan y a una afección cardíaca falsa, Swan podía sacarle a cualquier médico de Park Avenue una receta para veinte o treinta poppers. (El jefe de camareros de El Morocco le contó a Swan que encontraba todas las noches después del cierre doscientas o trescientas cápsulas usadas de Vaporole en el suelo del comedor, la mayoría debajo de las mejores mesas.)
—Una noche, estábamos en Le Club tomando poppers, y entraron unos amigos nuestros con Mickey Mantle. Mike y yo estuvimos toda la noche invitándole a whisky escocés y le mandamos a casa con una mujer llamada Fay, un verdadero tigre que sabíamos que iba a tenerlo despierto toda la noche. Apostamos al día siguiente por los Red Sox. Mantle consiguió un doble en el octavo y nos hundió.
Pero aparte de la ley de las probabilidades, que presuponen la exactitud de un télex de Minneapolis y las escasas posibilidades que existen de derrotar a un tipo como Mantle, hay otros elementos imponderables a los que está sometido el proceso. En una ocasión, creyendo que él y Riordan habían perdido cinco mil dólares con un corredor de apuestas, Swan descubrió que había perdido él sólo dos mil quinientos dólares de Riordan. Se había llevado la trampa un paso más allá, simplemente. Ante el hecho consumado, Riordan pagó, pero los dos acordaron que a partir de entonces formaba también parte del juego el que se estafaran entre sí. El primer contraataque de Swan se orquestó en uno de los locales nocturnos favoritos de Riordan, P. J. Clarke, un salón del East Side con brillantes lámparas de Tiffany sobre la barra.
Una noche, cuando salían de Orsini de cenar (Swan con Holly, Riordan con una mujer fácilmente impresionable), Swan propuso que fuesen todos a Clark a tomar algo. Riordan llamó al taxi. Swan llevaba en el bolsillo del abrigo una caja de Tiffany que había cogido en su oficina. Dentro de la caja había un anillo que tenía en el despacho de su oficina. Entró el primero en el taxi y puso la caja en el suelo y un pie encima. Cuando el taxi se puso en marcha, Swan alzó el pie. Riordan se dio cuenta.
—A partes iguales —dijo.
—Calla —susurró Swan. Y señaló al taxista.
Swan cogió la caja, se la enseñó a Riordan y se la metió en el bolsillo. (Lo que hacía Swan, aunque él no lo supiese, era una estafa muy famosa y muy antigua, que en la jerga del oficio del Londres Victoriano se conocía afectuosamente como el fawney-drop.)[7] Bajo las luces de Clarke, Swan abrió la caja, sacó el anillo y dijo:
—Mike, esto es cristal de culo de vaso.
Riordan miraba la caja con el sello de Tiffany. Miró a su acompañante.
—Haremos una cosa —dijo Swan—. Dame dos mil. Te lo vendo por dos mil, pero si vale más de diez mil dólares, lo que pase de los diez mil lo repartimos.
Riordan echó el dinero en la barra.
Tres horas después, Swan recibió una llamada telefónica:
—Me la pegaste, ¿eh?
—Te la pegué.
—Muy buena, de veras.
—Gracias.
—Te debo una.
—Te la espero.
Pero Swan esperó en vano. En enero de 1969, Mike Riordan quedó enterrado por un alud de cieno que aplastó su casa de Mandeville Canyon en Brentwood, California, una casa que había pertenecido a Esther Williams («Con una piscina tan grande como la del Atletic Club de Nueva York»). Riordan murió a los cuarenta y un años.
Swan asistió al funeral.
—Fue un funeral tan espectacular que ni siquiera podías contar los coches. Debía de haber dos o tres mil. A Mike todo el mundo le quería. Los maîtres le adoraban. Los encargados de los bares le adoraban. Todo el mundo. No se podían contar las limusinas.
Riordan le había dicho a Jackie, su mujer, que vendiera todas las acciones de la empresa; por entonces, las acciones de la Equity Funding Corporation se cotizaban en bolsa, y estaba evaluada en unos doscientos millones de dólares. Jackie vendió inmediatamente las acciones, tras morir su marido, por cuarenta y seis millones de dólares. Y no descubrió hasta la muerte de su segundo esposo, George Getty, lo mismo que el resto del mundo, que la Equity Funding Corporation de América, de la que Mike Riordan era cofundador y presidente del consejo de administración, había perpetrado el mayor fraude bolsístico de la historia del país. Las cifras se publicaron en el portavoz de la Bolsa, The Wall Street Journal.
—Es dinero en metálico —dijo Swan.
La Securities and Exchange Commission no se ha recuperado todavía.
Hacia la época de la muerte de Mike Riordan, la vida de Swan empezó a cambiar. Hasta entonces, había estado relacionado con aristócratas y celebridades, y le conocían en todos los clubes nocturnos de la ciudad. Mientras uno de sus amigos (al que más tarde se llamaría Mickey el Malo) salía con una heredera ferroviaria, Swan estaba casi saliendo con la hija del capitoste de una famosa cadena de televisión.
—Íbamos a ir, por ejemplo, a The Latin Quarter a cenar, pero al cabo de una hora nos dábamos cuenta los dos de que iba a ser una noche animada. Yo decía: «¿Por qué no nos vamos al Hamburger Heaven y nos corremos una juerga?». Ella se entusiasmaba con la idea. «Una idea magnífica», decía.
A Swan le invitaban a todas las fiestas que la alta sociedad neoyorquina daba a famosos de visita como los Panteras Negras de Chicago o César Chávez. Él y Holly frecuentaban la fauna de Hollywood y daban también sus fiestas. Se reunían a su puerta muchos vagabundos de la buena sociedad a la deriva. Pero, por la época de la muerte de Mike (Swan y Holly llevaban divorciados tres años), Swan empezó a aminorar el ritmo. Llevaba cinco años viviendo con una chica joven, una alemana llamada Uta. Ella estaba más loca que él y Swan estaba casi en la ruina cuando ella se fue. Dejó de trabajar en la empresa de su padre e inició un negocio propio en el mismo ramo del empaquetado: «Mis parientes nunca tuvieron un gran sentido mercantil. Mi tío consideraba la impresión tipográfica la onda del futuro. Creía que la litografía era sólo una moda».
Cuando se fue Uta, llegó Alice. Pero antes de conocer a Alice, el espíritu libre de los años sesenta, de pelos largos y ojos castaños, Swan había conocido a un hombre llamado Ellery, pariente de uno de sus vecinos del piso de arriba. Y fue Ellery, sobre todo, el responsable de la metamorfosis de Swan. Ellery fue quien dio a probar a Swan por primera vez la cosa. Mejicana. Swan estaba preparado para cualquier cosa, por entonces, y entre el material de Ellery y la política de Alice, estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa salvo lo que había estado haciendo durante los últimos cuarenta y dos años. Y le iba a gustar. Muchísimo.