2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
¿Sería un enfrentamiento con final feliz? En un rincón del cuadrilátero, representando a los hombres, está Cutter Thompson, el ex piloto más sexy de Miami. Él cree que los hechos hablan más que las palabras. Participar como famoso en un concurso de coqueteo en el que cada mensaje es analizado con lupa supone la peor de las pesadillas para él. Agitando la bandera de las chicas está Jessica Wilson. Tras su divorcio ha logrado reconstruir su vida y ha creado una empresa de contactos con la premisa de que la comunicación es la clave de la felicidad. Tal vez Cutter piense que no necesite ayuda para coquetear con éxito, pero el radar profesional de Jessica indica otra cosa. Esta batalla de sexos se ve complicada por una intensa y profunda atracción.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 237
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Aimee Carson. Todos los derechos reservados.
CITA PERFECTA, Nº 1950 - agosto 2012
Título original: How to Win the Dating War
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0757-0
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
MANEJAR herramientas tumbado de espaldas no era fácil con aquel incesante dolor en el pecho, y cuando se le resbaló la llave inglesa, la mano de Cutter se estrelló contra la palanca de cambios. Sintió un gran dolor, y la parte inferior de su Barracuda del setenta y uno se iluminó por las estrellas que vio.
—Maldita sea —sus palabras se perdieron bajo la música rock que sonaba en el garaje.
La sangre de los nudillos le cayó sobre la camiseta. Se giró hacia la derecha y las costillas gritaron en protesta, provocando en él un gemido de dolor cuando se sacó un trapo del bolsillo de los vaqueros y lo lio alrededor de la muñeca. El pecho seguía enviándole angustiosas señales, pero el lado positivo era que el escozor de los dedos superaba ahora el dolor del brazo izquierdo que le acompañaba desde hacía dos meses.
Porque Cutter Thompson, antiguo campeón del circuito americano de automóviles de serie, nunca hacía nada a medias. Ni siquiera meter la pata. Había terminado su carrera con estilo, dándole una vuelta de campana al coche y entrando en la línea de meta cabeza abajo antes de estamparse contra un muro.
Estaba acostumbrado al dolor. Y aunque meterse bajo las tripas de su Barracuda iba contra las órdenes del médico, Cutter iba a terminar aquel proyecto aunque le costara la vida.
La música se detuvo. La voz de Bruce Springsteen se paró a media estrofa, y un par de sandalias de tacón avanzaron hacia el coche. Las uñas de los pies pintadas de color canela. Tobillos bonitos. Pantorrillas esbeltas y bien formadas. Lástima que el resto quedara bloqueado por la parte inferior del coche. Aquellas piernas bonitas estarían probablemente cubiertas por una falda. Desde su posición, si movía un poco la plataforma sobre la que estaba tumbado, podría tener una visión completa.
Se podía saber mucho de una mujer por la ropa interior que llevara puesta.
La dueña de las piernas se inclinó delicadamente con las rodillas juntas hasta que su rostro apareció debajo del coche. Tenía unos ojos oscuros y exóticos y el cabello brillante de color castaño.
—Hola, señor Thompson —la voz era suave y cálida como la miel caliente. Sonreía con entusiasmo auténtico—. Bienvenido a Miami.
Bienvenido a casa, Thompson. Como si una lesión que ponía fin a su carrera a los treinta años fuera una bendición.
Cutter se quedó mirando a la dama.
—Ha interrumpido usted a Springsteen.
Ella no dejó de sonreír.
—Soy Jessica Wilson —hizo una breve pausa—. ¿Ha oído mis mensajes?
Jessica Wilson. La loca que no aceptaba un «no» por respuesta.
—Los cinco —le confirmó Cutter con ironía. Volvió a centrarse en el trabajo para hacerle ver que no quería saber nada de ella—. No me interesan las maniobras publicitarias —afirmó.
No estaba interesado en la publicidad. Punto.
Antes le gustaba. Vivía para ella, qué diablos. Y sus seguidores eran absolutamente leales, le seguían por todo el circuito de carreras apoyándole incondicionalmente, en lo bueno y en lo malo. Lo que solían hacer los padres.
Excepto los suyos.
¿Y qué se suponía que tenía que decirle ahora a la prensa? ¿Menudo accidente tan espectacular? ¿Y qué había que decir sobre la suspensión con la que le habían castigado los técnicos? Aunque por supuesto, eso fue antes de que todos supieran que aquella decisión tomada en una décima de segundo le había costado algo más que fractura de costillas, de un brazo y una bonita conmoción. Le había costado la carrera.
Un dolor distinto le agujereó la base del cráneo y sintió una punzada de tristeza en el estómago. Agarró la herramienta y manejó con torpeza el tornillo. Para colmo se había destrozado la mano buena también.
Se dio cuenta entonces de que la dama seguía ahí, como si estuviera esperando a que cambiara de opinión. Había gente que insistía demasiado. Volvió a intentarlo.
—Estoy ocupado.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando en ese coche?
Cutter frunció el ceño, sorprendido por el cambio de tema.
—Catorce años.
—Entonces no creo que quince minutos más de retraso supongan ningún inconveniente, ¿verdad?
Cutter levantó la cabeza y la miró fijamente. Estaba tratando de ser antipático y librarse de aquella pequeña damita. ¿Por qué seguía ella empeñada en mostrarse tan amable? Tenía los ojos muy abiertos. Luminosos. Del color del chocolate fundido. Cutter bajó la herramienta.
—Sí supondrían un inconveniente.
—Como le decía en mis mensajes, la Fundación Brice quiere contar con usted para su gala benéfica anual —continuó la mujer haciendo caso omiso de su actitud—. Necesitamos a una quinta persona famosa para completar la lista.
—Les resultará difícil encontrar a cinco famosos tan ingenuos como para querer participar.
Ella ignoró el comentario y siguió hablando.
—Creo que su participación supondría una gran baza, ya que es un héroe nacional y además nacido en Miami.
Cutter sintió un nudo en el estómago.
—Han pensado en el tipo equivocado.
Allí no había ningún héroe. Ya no. Eso había terminado en aquella décima de segundo en la que tomó aquella decisión autodestructiva en la carrera.
—Mi respuesta sigue siendo no.
Ella se lo quedó mirando con aquellos grandes ojos de cervatillo inocente. Tenía que estar incómoda, apoyada en los talones con el pecho sobre los muslos y la cabeza colgando lo suficiente para poder mirar debajo del coche. Pero su voz mantuvo un tono paciente.
—¿Sería tan amable de escucharme, nada más?
Maldición. No iba a marcharse.
Cutter se pasó la mano con la cara y gimió frustrado. Necesitaba paz. Necesitaba escuchar a Springsteen a todo volumen para acallar el torbellino que tenía en la cabeza. Y necesitaba echar a andar el Barracuda. Pero no podía conseguir nada de todo eso si aquella mujer no se iba. Aunque, si seguía mucho tiempo en aquella posición, se desmayaría por falta de riego en el cerebro. Al menos así podría sacarla a rastras del garaje.
Por mucho que deseaba que se fuera, no podía permitir que una persona mantuviera una conversación mientras actuaba como contorsionista. Aunque todavía no se le hubiera recuperado el pecho del esfuerzo que había supuesto ponerse debajo del coche y moverse le causaría más dolor, tenía que convencerla para que se fuera desde una posición erecta.
Emitiendo un suspiro forzado y un gemido de agonía, se agarró del chasis del Barracuda y tiró de la plataforma con ruedas en la que estaba tumbado para salir de debajo del coche. Se incorporó y sus costillas protestaron. Cuando por fin logró ponerse de pie obtuvo una visión de su cimbreante cuerpo embutido en un vestido veraniego de color del cielo en primavera. La melena, que le caía por los hombros, enmarcaba un rostro delicado de bellos ojos marrones. Elegante. Femenina por los cuatro costados. Casi valía la pena el dolor que estaba sufriendo en las costillas por ver aquella imagen.
Casi.
La mujer volvió a sonreírle y señaló con la cabeza hacia el coche.
—Catorce años es mucho tiempo. Parece que todavía necesita mucho trabajo.
Cutter frunció el ceño. Por muy mona que fuera, nadie tenía permiso para criticar su Barracuda.
—El motor está casi terminado —en gran parte porque cuando el médico le dio la mala noticia, Cutter había sacado al coche de su encierro y se había entregado a él hasta finales de mes para terminarlo. Era mejor que darle vueltas al lío en que se había convertido su vida—. Estará listo para probarlo cualquier día de estos.
Ella miró por la ventanilla.
—Pero solo está el asiento de atrás.
—Ahí besé a mi primera novia. Resulta que es mi lugar favorito. Solo le faltan algunos detalles técnicos.
—Mm —murmuró ella dando un paso atrás y mirando los bloques de hormigón sobre los que se sostenía el coche—. ¿Las ruedas se consideran también un detalle técnico?
Cutter alzó una ceja, intrigado por su tono irónico.
—Ya me pondré a ello. He estado ocupado —compitiendo. Destruyendo su carrera.
Torció el gesto. ¿Acaso no podía un hombre retirarse a su garaje un rato con su coche sin que una mujer alegre e insistente le siguiera hasta allí? Tal vez, si se mostraba ocupado, se marcharía.
Rodeó el coche, se acercó al capó abierto y quitó la tapa del depósito de aceite. La mujer se colocó a su lado al instante. Ignorando su cercanía, sacó la varilla y utilizó el trapo que tenía en los nudillos heridos para comprobar el nivel.
Ella miró por detrás de su hombro derecho.
—Aceite de sobra —dijo con tono algo burlón—. Me extrañaría que hubiera perdido mucho, dado que el coche no anda.
Le habían pillado.
—Nunca se tiene demasiado cuidado.
—Es un buen lema, señor Thompson.
—Así es —aunque no había sido precisamente el suyo, al menos hasta hacía poco. Volvió a poner el medidor de aceite en su sitio con más fuerza de la necesaria—. No quiero saber nada de maniobras publicitarias.
—Es por una buena causa.
—Siempre lo es.
—Todavía no ha oído los detalles.
—No me hace falta —volvió a poner la tapa del depósito de aceite sin mirar hacia ella—. No voy a hacerlo.
Ella puso las manos en el marco del coche y se inclinó hacia delante. Su provocador aroma le envolvió.
—La Fundación Brice lleva a cabo la clase de trabajo que usted y sus patrocinadores siempre han apoyado en el pasado. Sé que, si oyera usted los detalles, accedería.
Aquella damita optimista parecía muy segura de sí misma. Cutter se incorporó y puso las manos en el marco del coche al lado de las suyas. Finalmente la tenía cara a cara. Su tono aceitunado sugería algún antepasado mediterráneo. También sus facciones. Pómulos altos. Boca carnosa pero no demasiado.
—Ya no tengo patrocinadores —alzó una ceja para remarcar el comentario—. Y usted no sabe nada de mí.
—Empezó en el circuito de camionetas de serie a los diecisiete años. Dos años más tarde, la revista Top Speed dijo que eras un piloto a seguir —sus grandes ojos marrones se clavaron en los suyos—. Entró de sopetón en el circuito de coches de serie y se abrió camino hasta la cima. Es conocido por sus cortantes palabras y por no tener miedo al volante, por eso se le conoce con el apodo del Comodín. Ha mantenido el título de campeón durante los últimos seis años.
La mujer guardó silencio un instante antes de continuar.
—Hasta que tuvo lugar su accidente dos meses atrás, cuando chocó intencionadamente contra su mayor rival, Chester Coon.
Cutter sintió una punzada ácida en el estómago e hizo un esfuerzo por no apartar la mirada. Pagaría el resto de su vida por aquel momento. Lo revivía cada noche en sueños. El rugir de los motores. El olor a neumático. Y entonces veía a Chester a la izquierda. Cutter apretaba con fuerza el volante. Y entonces se despertaba bañado en sudor y con el corazón acelerado.
Y sintiendo cada una de las heridas como si fueran recientes. Pero el momento exacto en que chocó contra Chester quedaba en blanco. Amnesia retrógrada, le había dicho el médico. Un regalo que le debía a la conmoción que había sufrido.
O tal vez fuera una maldición.
Apretó con más fuerza el marco del coche.
—Los técnicos tendrían que haber suspendido a Chester por el incidente de Charlotte del año anterior. Ese maldito novato ponía a todo el mundo en peligro cuando conducía. Y estuvo a punto de matar a otro piloto.
—Se conducía con mucha violencia el día de su accidente. Todo el mundo sabía que Chester se lo estaba buscando.
Cutter inclinó la cabeza sorprendido. Estaba claro que Jessica Wilson conocía las reglas no escritas de las carreras.
—No serás una de esas fanáticas a las que le gusta perseguir a su piloto favorito, ¿verdad? —tras los cinco mensajes que le había dejado, eso era lo que había pensado. Pero, viéndola en persona, no le parecía una loca—. En ese caso, la artimaña de tu fundación es muy imaginativa. Aunque es difícil superar a la fan que burló el control de seguridad del circuito, consiguió la llave de mi caravana y me esperó desnuda en la cama.
El brillo de los ojos de Jessica resultaba cautivador.
—Confío en que consiguiera echarla.
Cutter se inclinó hacia delante y aspiró su embriagador aroma.
—Así fue. Pero me lo habría pensado dos veces si se hubiera tratado de ti.
—Soy aficionada a las carreras, señor Thompson —afirmó ella con voz pausada—. No una fanática.
Él deslizó la mirada hacia su boca.
—Qué lástima. Me encantaría que me llegaras por mensajería envuelta únicamente en un lazo.
Jessica le miró con recelo.
—Eso se lo está inventando.
—No —Cutter inclinó la cabeza—. La historia lleva años circulando por el mundillo de las carreras. Aunque podría ser solo una leyenda urbana.
Jessica se inclinó más hacia él, entornó los ojos y bajó un octavo el tono de voz.
—Y usted es una leyenda por apoyar organizaciones que trabajan con niños desfavorecidos.
Ya estaba otra vez allí la benefactora.
—Y yo que pensé que te habías acercado más para coquetear conmigo.
Sus profundos ojos marrones no se inmutaron.
—Nunca he utilizado el coqueteo como un arma.
—Lástima —pero le gustaba tenerla cerca, así que siguió—. Y como te he dicho, no voy a…
—Esos niños necesitan el apoyo de un modelo de comportamiento como usted.
Un modelo de comportamiento.
La expresión le golpeó con toda la fuerza del accidente que puso fin a su carrera. Aparte de ser un espectacular ejemplo de cómo destruir la única cosa buena de su vida, ¿qué tenía que ofrecerle al público ahora? No era más que un piloto acabado que había llevado a cabo una maniobra arriesgada y se había cubierto de vergüenza.
Aparte del brillo burlón de sus ojos verdes como el mar, Jessica no había visto todavía sonreír a Cutter. Vio cómo todo asomo de buen humor se borraba y se le endurecían las facciones.
—Mira —Cutter se pasó una mano con impaciencia por el pelo castaño claro—. Me confundes con alguien a quien le importan los demás. Mis patrocinadores me pagaban millones. Me decían qué obras benéficas debía apoyar. La única persona a la que yo apoyo es a mí mismo.
A Jessica se le borró la sonrisa ante aquellas palabras tan egocéntricas.
Cutter se dio la vuelta y pasó por delante de estanterías llenas de piezas de coche y herramientas para dirigirse hacia un lavabo que había en la esquina.
—Y ahora mismo tengo un coche que arreglar — añadió con tono firme.
Jessica sintió una punzada de desilusión en el pecho. Así que no le importaba. Solo le interesaba su cuenta bancaria. Y tal vez las palabras de apoyo que había pronunciado en el pasado habían sido escritas por alguien a quien pagaban. No se trataba de su desilusión porque su ídolo no fuera el héroe que ella pensaba. Se trataba de la Fundación Brice que había fundado Steve. Y ella le había prometido que conseguiría a Cutter Thompson. Se lo debía a Steve.
¿Cuántos exmaridos ayudaban a su exmujer a poner en marcha su negocio?
Su servicio de citas por Internet le había dado un sentido a su vida cuando todo se derrumbaba. Y encontrar a la persona adecuada para otros le compensaba en cierta medida por su propio fracaso.
Y aunque había prometido tiempo atrás que no se dejaría llevar por la melancolía, el garaje olía a gasolina y a aceite de motor, despertando poderosos recuerdos. Durante los últimos meses de su matrimonio, Steve se había apartado de ella y pasaba más y más tiempo en su barco. Tal vez casarse a los veinte años había sido un error, pero Jessica estaba segura de que podrían superarlo todo. Se había equivocado. Y Steve había empezado a insistir en que no podía darle lo que ella necesitaba.
Al final, Jessica le había dado la razón.
Pero entre su padre y su ex, estaba acostumbrada a los hombres y sus masculinos feudos. Y Cutter Thompson era un hombre de verdad. Largas y poderosas piernas embutidas en vaqueros desgastados. Brazos bien musculazos. La amplitud de la espalda bajo la camiseta gris era una señal inequívoca de poderío masculino. Era el favorito de los medios de comunicación por su encanto algo brusco, así que la abrupta sinceridad no le había resultado nueva. Pero el leve encogimiento con el que caminaba sí lo era. ¿Por qué andaba cojeando?
La curiosidad pudo más que la prudencia.
—¿Por qué cojea si lo que se fracturó en el accidente fue el brazo?
—No cojeo, es que tengo un cartílago roto entre las costillas y me duele mucho —abrió el grifo del lavabo y sin torcer el gesto ni quejarse puso los nudillos destrozados de la mano derecha bajo el agua. Agarró el jabón con la izquierda y lo dejó caer dos veces.
Jessica sintió una punzada de simpatía. Fuera egoísta o no, nadie merecía tener una lesión permanente en los nervios debido a un brazo roto.
—Déjeme —dijo colocándose a su lado.
Los ojos de Cutter se iluminaron con un apagado tono de humor.
—¿Me prometes que serás delicada?
Jessica le ignoró, agarró el jabón y le tomó la mano ensangrentada. Era larga y callosa, y una extraña sensación se apoderó de su vientre y descendió algo más. Ninguno de los dos dijo nada, acrecentando la tensión. El sonido del agua corriendo cortaba el silencio mientras ella le limpiaba cuidadosamente la mano herida con los dedos.
Cuando terminó, a Cutter le brillaban todavía más los ojos.
—¿Seguro que no te has dejado nada?
—Seguro —Jessica le secó pausadamente la mano con una toalla de papel—. La debilidad de su mano izquierda es peor de lo que ha dicho su agente de prensa —cuando acabó alzó la mirada hacia la suya—. Ahora entiendo que haya decidido retirarse.
El brillo de los ojos de Cutter se apagó, pero mantuvo la mirada firme y el tono burlón.
—Un hombre no puede conducir a más de ciento treinta kilómetros por hora con baches con mano poco firme.
Jessica buscó alguna señal de tristeza, pero no la encontró.
—Lo siento.
—Son cosas que pasan —se encogió de hombros y adquirió una expresión indiferente—. No me puedo quejar. He ganado suficiente dinero como para no tener que volver a trabajar.
Se quedaron mirándose durante unos segundos. Jessica contuvo el impulso de salir huyendo de allí. Cutter había ganado sus millones. Competir le había servido para su propósito. Sabía que iba a volver a rechazar su proposición, pero Steve contaba con ella. A pesar del aire indiferente de Cutter, el instinto le decía que debía dejar el tema de las lesiones e intentarlo de nuevo con la persuasión.
Buscó algo que decir y deslizó la mirada hacia las manchas de su camiseta.
—Deberías quitarte la sangre antes de que se seque.
—¿Lo dices porque no pega con las manchas de aceite?
Cielos, tenía una respuesta para todo.
—No —contestó Jessica con sequedad—. Lo digo porque las manchas de sangre no están de moda.
A Cutter se le iluminaron los ojos con expresión vengativa.
—La sangre siempre está de moda —aseguró—. Y levantarme de una posición horizontal me ha ayudado. Ahora puedo respirar sin morirme de dolor. Si trato de sacarme la camiseta por la cabeza me desmayaré del dolor —Cutter compuso un amago de sonrisa—. ¿Qué te parece si me la quitas tú?
Jessica puso los ojos en blanco antes de mirarle.
—Señor Thompson, me pasé la mitad de la infancia siguiendo a mi padre por su fábrica llena de hombres. Estoy inmunizada contra ese tipo de testosterona.
Y tras su divorcio se consideraba también completamente inmune a cualquiera que no estuviera dispuesto a comprometerse completamente. Necesitaba a alguien dispuesto a trabajar duro para mantener viva la llama.
Los chicos malos y egocéntricos, por muy guapos que fueran, nunca habían estado en su lista de parejas aceptables. Mientras todas sus amigas suspiraban por el rebelde de turno, Jessica permanecía impávida. Incluso cuando era adolescente evitaba las relaciones peligrosas destinadas al fracaso. Suponía que debía agradecérselo al divorcio de sus padres.
Pero no quería dejarse llevar por la autocompasión. Hacer planes, tomar la iniciativa era la única manera de evitar los errores del pasado. Los de sus padres y los suyos propios.
—No sé, mi testosterona es bastante potente — aseguró Cutter—. Y la seducción podría ayudar mucho a convencerme para participar.
—Créame —Jessica sonrió con tirantez—. No tengo ninguna intención de seducirle.
Cutter sonrió a su vez.
—Tras seis dolorosos accidentes de coche, esta es la primera vez que tengo ganas de llorar.
—No malgaste ninguna lágrima por mí, señor Thompson —reuniendo todo su valor, Jessica se dirigió hacia su enorme bolso, que estaba al lado del equipo de música, sacó una carpeta y volvió al lado de Cutter—. Solo he venido aquí para reclutarle.
Jessica sacó la foto de un niño de ocho años y sonrisa dulce y continuó sin preámbulos.
—El padre de Terrell murió de cáncer. Él asiste al programa de Hermano Mayor que financia la Fundación Brice.
A Cutter se le borró la media sonrisa del rostro y se hizo una pausa mientras la miraba con recelo.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
—Es más fácil decirle que no a un niño sin nombre ni cara. Y quiero que sepa a quién está fallándole si se niega a participar —sacó una segunda foto, esta vez de un niño con pecas—. Mark tiene once años y es un niño de acogida que asiste a un programa que ayuda a los pequeños a encontrar su sitio en un nuevo hogar —se detuvo para hacer una pausa dramática—. A los mayores es más difícil colocarlos.
—¿Huérfanos? —Cutter frunció el ceño—. ¿Estás sacando fotos de huérfanos?
Su respuesta le dio algo de esperanza, así que Jessica sacó una tercera foto, la de un adolescente malencarado. Llevaba el pelo por los hombros y los pantalones caídos hasta las caderas, enseñando los calzoncillos rojos. Tenía una mirada beligerante. Si no bastaba con las sonrisas dulces y las caras pecosas, un adolescente con actitud defensiva sería más difícil de rechazar. Jessica había investigado en la historia de Cutter para conseguir que accediera.
—Emmanuel dejó el instituto —le contó—. La Fundación Brice le asignó un mentor que le llevó a verle a usted competir —abrió mucho los ojos.
Cutter frunció todavía más el ceño.
—¿Estás tratando de llorar adrede?
Jessica parpadeó y deseó saber cómo hacerlo.
—Estaba metiéndose en carreras callejeras ilegales —al ver que las lágrimas no brotaban, optó por poner un tono de voz más grave—. Igual que usted.
Cutter torció el gesto.
—Vaya, eres muy buena. Has hecho tus investigaciones. Pero la voz ronca es un poco excesiva. Respondo mucho mejor a la seducción.
Jessica ignoró el comentario y siguió.
—Ahora está yendo a clases nocturnas para sacarse el graduado escolar —al ver que el rostro de Cutter no se inmutaba, lanzó toda la artillería—. Ha decidido que quiere ser piloto de carreras. Igual que tú.
Cutter dejó escapar un suspiro burlón, y al hacerlo torció el gesto por el dolor. Se puso una mano en la cadera, como si buscara una posición más cómoda.
—Si con eso consigo que te vayas y puedo poner mis costillas en hielo, inscríbeme en esa lista de los cinco ingenuos.
Misión cumplida. Jessica sonrió aliviada y feliz.
—Gracias —dijo—. Sacaré la información para que podamos…
—Cariño —Cutter volvió a torcer el gesto y subió más la mano sobre la cadera. Le estaba doliendo—. Tendremos que posponer esta conversación hasta mañana. Pero no te preocupes —un brillo burlón volvió a asomar a sus ojos—. Dejaré sobre la mesa la proposición de que me quites la camiseta.
DIABLOS, no —afirmó Cutter.
—Pero la prensa ya lo ha anunciado —dijo Jessica.
La creciente sensación de pánico aumentó cuando vio a Cutter cruzar el moderno salón. La estancia estaba decorada con muebles de cuero y toques de acero y cristal, pero, era el inmenso ventanal que daba a Bahía Biscayne, flanqueada por palmeras, lo que la convertía en lujosa.
Si ahora se echaba atrás, sería una pesadilla.
—Se anunció anoche en las noticias de las seis — continuó Jessica.
Estaba llena de esperanza cuando llegó a su casa aquella noche para hablar de la gala benéfica. Cutter se sentía claramente mejor que el día anterior, ya no andaba tan encorvado. Lo único que tenía que hacer era explicarle los planes de la gala, conseguir que su nombre apareciera en la página de la red social que patrocinaba el evento y habría cumplido con Steve. Lo que significaba que ya no tendría que hablar más con Cutter Thompson.
Eso habría estado muy bien.
Cutter se giró para mirarla. Tras la ventana se veía el muelle con sus filas de yates de lujo amarrados.
—Tendrías que haber esperado a explicarme cómo iba esta treta publicitaria antes de anunciar mi participación.
—No tenemos mucho tiempo. Empezamos la semana que viene. Y no entiendo cuál es el problema.
Cutter estaba muy serio.
—Creí que sería como la subasta que hacen todos los años. Los hombres se exhiben. Las mujeres pujan. La Fundación Brice consigue dinero para los niños sin hogar y yo me siento en la cena de recogida de fondos con la afortunada mujer que ni sabe ni le importa a qué niño está ayudando con su vergonzosa puja.
Se cruzó de brazos y estiró la camisa contra los fuertes músculos.
—No sabía que tendría que interactuar con las mujeres que compiten para conseguir una cita conmigo.
—Pero ese es el chiste de la historia —Jessica se levantó del asiento de cuero, incapaz de disimular una sonrisa entusiasta a pesar del rechazo de Cutter. Había trabajado mucho para crear algo que no fuera el típico concurso superficial de belleza masculina—. No se trata de subastar a un famoso como si fuera un trozo de carne cara.
Él la miró fijamente.
—No encuentro nada degradante en que un grupo de mujeres trate de sobrepujarse para conseguir una cena conmigo.
A Jessica se le borró la sonrisa.
—Tal vez tú no, pero yo quería hacer algo más significativo. Ver a hombres inteligentes pavoneándose por el escenario para aumentar la puja es una manera indigna de conseguir dinero.
—Te olvidas de mi parte favorita: cuando las mujeres gritan—. Cutter sonrió por primera vez en toda la noche—. Hay que saber cómo manejar al público. Llevarlo al límite. La clave está en saber esperar al momento adecuado para quitarse la camisa.
Tenía un pecho impresionante aunque estuviera cubierto, sin duda habría conseguido millones para varias obras benéficas a lo largo de los años.
Jessica se centró en la tarea que tenía delante.
—La junta quería algo fresco y nuevo, no lo mismo de todos los años —cruzó la gruesa alfombra para ponerse a su lado—. A excepción de la cena benéfica, toda la interacción se lleva a cabo por Internet. Inicias un pequeño debate amoroso con las damas que compiten por ti. Se supone que tiene que ser una entretenida batalla de sexos sobre cómo debe ser la cita perfecta.
Jessica sonrió. Aquella era su parte favorita. A raíz del fracaso de su matrimonio, el estudio de las relaciones se había convertido para ella en una pasión.
—Por una cantidad simbólica, la gente puede votar por la pareja más compatible. Así que son los votantes los que deciden quién será tu compañera en la cena benéfica, no la dama con más dinero para apostar.
Habían hecho falta varias semanas para llegar finalmente a un plan del que se sentía orgullosa. Esperó a ver alguna señal de aprobación por parte de Cutter.