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La pasión de Matt y Charlotte llega a la Casa Blanca Nos enamoramos en la campaña electoral. Y eso solo fue el principio. Ahora él es el presidente de Estados Unidos. Y me desea. Desea mi cuerpo. Mi corazón. Mi alma. Y me quiere a su lado. En la Casa Blanca. "En Comandante, Katy Evans mezcla realidad, erotismo y romance. El resultado es pura magia." Audrey Carlan, autora de Calendar Girl "Katy Evans siempre crea personajes que te dejan sin aliento, y con Matthew Hamilton se ha superado." C. D. Reiss, autora best seller "Si eres fan de las historias de amor, llenas de emociones honestas, deseo y personajes que te hacen desearles lo mejor, este libro es para ti." Harlequin Junkie Blog "¡La política nunca había sido tan sexy!" Kim Karr, autora best seller del New York Times y el USA Today "Katy Evans tiene un talento mágico para las historias emocionantes, románticas y que no puedes dejar de leer." Book Lovers For Life Blog "Me encantó el intenso y honesto romanticismo de esta historia." Top Ten Romance Book
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Portada
Página de créditos
Sobre este libro
1. Juramento
2. Evento de inauguración
3. El despacho oval
4. La Casa Blanca
5. Rueda de prensa
6. Televisión
7. Guantes
8. El Air Force One
9. El palacio del Elíseo
10. De vuelta
11. Proceso de adaptación
12. Él
13. Primera dama
14. FBI
15. Trabajo
16. Gala
17. Avisa, por favor
18. Despertad al presidente
19. Hogar, dulce hogar
20. América
21. Titulares
22. Jardín de las rosas
23. Planes
24. Boda presidencial
25. Buena suerte
26. Camp David
27. Vida
28. Lo inesperado
29. Cena de estado
30. Multitud
31. Cambio de planes
32. Invitaciones
33. Me amas
34. Tragedia
35. Estoy aquí
36. Júnior
37. Medalla de honor
38. Bailando en el balcón
39. ¡Cómo crece!
40. Novedades del FBI
41. Infinitamente
42. Que empiece el juego
43. Campaña presidencial
44. Gracias por la campaña presidencial
45. El final
Playlist
Queridos lectores
Agradecimientos
Sobre la autora
V.1: marzo, 2018
Título original: Commander in Chief
© Katy Evans, 2017
© de la traducción, Andrea Quesada, 2018
© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2018
Todos los derechos reservados.
Diseño de cubierta: Bookfly Design
Corrección: Sandra Soriano y Virginia Buedo
Publicado por Principal de los Libros
C/ Mallorca, 303, 2º 1ª
08037 Barcelona
www.principaldeloslibros.com
ISBN: 978-84-17333-13-3
IBIC: FR
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Nos enamoramos en la campaña electoral.
Y eso fue solo el principio. Ahora él es el presidente de Estados Unidos.
Y me desea. Desea mi cuerpo.
Mi corazón. Mi alma.
Y me quiere a su lado. En la Casa Blanca.
«En Comandante, Katy Evans mezcla realidad, erotismo y romance. El resultado es pura magia.»
Audrey Carlan, autora de Calendar Girl
«Katy Evans siempre crea personajes que te dejan sin aliento, y con Matthew Hamilton se ha superado.»
C. D. Reiss, autora best seller
«Juro solemnemente que desempeñaré fielmente el cargo de presidente de los Estados Unidos y que pondré todo mi empeño en preservar, proteger y defender la Constitución de los Estados Unidos».
Me visto de negro. Me ato la corbata y abrocho los gemelos. Me dirijo al comedor de la Casa Blair para recibir al funcionario superior de la Oficina Militar de la Casa Blanca, que ha venido a entregarme los códigos secretos que debo utilizar en caso de ataque nuclear. Junto a él hay un ayudante con toda la información nuclear que pasa a ser responsabilidad mía. A partir de hoy al mediodía, ese hombre será mi sombra durante los próximos cuatro años.
—Todo un placer, señor presidente electo —dice la sombra.
—Lo mismo digo. —Le estrecho la mano, después la del funcionario de rango superior cuando me entregan los códigos nucleares y se marchan.
Normalmente, el presidente que abandona el cargo organiza un brunch para el siguiente durante su investidura. No es el caso con Jacobs y yo. Agarro el abrigo negro y meto los brazos por las mangas mientras le asiento a Wilson, que está en la puerta.
Me parecía una buena idea visitar a mi padre hoy. El día en que me convierto en el cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos.
***
Mi padre está enterrado en el Cementerio Nacional de Arlington. Es uno de los tres presidentes que descansan allí.
Hace mucho frío y el viento ondea mi gabardina, que me llega a la altura de los gemelos. Camino hacia la tumba de mi padre y sé que los veintiún disparos de los rifles del cambio de guardia en la tumba del soldado desconocido pronto perturbarán el silencio.
Me arrodillo frente a su lápida y leo el nombre grabado en ella: «Lawrence “Law” Hamilton: presidente, marido, padre, hijo».
Murió hace mucho tiempo y de un modo lo bastante trágico como para que te persiga el resto de la vida. Que deja huella.
—Hoy hago el juramento. —Se me encoge el corazón cuando pienso en lo mucho que le hubiera gustado presenciarlo—. Papá, te prometo que lucharé por la verdad y la justicia, por la libertad y por las oportunidades para todos nosotros. Eso incluye encontrar a la persona que te hizo esto.
Lo recuerdo como si fuera ayer: los ojos sin vida de mi padre; Wilson sujetándome, mientras que yo solo quería correr hacia él. Lo último que me dijo fue que era demasiado cabezota. Quería que me metiera en política; yo insistía en que quería labrarme mi propio camino.
Tardé una década en sentir la necesidad de hacer lo que mi padre siempre había querido que hiciera.
Hoy, me siento orgulloso de venir a visitarlo con la clase de noticias que lo convertirían en el padre más feliz del mundo.
A veces parece que hablo más con mi padre aquí que durante los últimos años que estuvimos en la Casa Blanca.
—Mamá está bien. Te echa de menos. Nunca ha vuelto a ser la misma. Lo que pasó la atormenta cada día. Y también el hecho de que la persona que te hizo esto ande suelta. Creo que se lamenta de los años en que intentaba reconstruir vuestro matrimonio. Ella siempre tuvo la esperanza de que, cuando abandonáramos la Casa Blanca, recuperaría a su marido. Sí, ambos sabemos lo que pasó después.
Niego con la cabeza en un gesto de pesadumbre y veo las flores congeladas a los pies de la lápida.
—Parece que ha venido a verte.
Vuelvo a sentir el instinto protector de un hijo que no quiere ver a su madre sufrir.
Pienso en lo que me diría mi padre: «Estás destinado a hacer algo grande. No dejes que el resto del mundo se lo pierda». Y hoy, de entre todos los días que han pasado desde que se fue, es cuando más lo echo de menos.
—Conocí a una chica maravillosa. ¿Recuerdas que te hablé de ella la última vez que te visité? La dejé escapar. Dejé escapar a la mujer que amo porque no quería que pasara por lo que pasó mamá. Y me he dado cuenta de que no puedo hacer esto sin ella. La necesito. Me hace ser más fuerte. No quiero hacerla sufrir si me toca acabar bajo tierra; no quiero que llore cada noche, como mamá, porque ya no estoy ahí con ella. O que llore porque estoy al otro lado del país, me necesita y se ha dado cuenta de que no estoy en casa. Pero no puedo renunciar a ella. Soy un puto egoísta, pero no puedo hacerlo.
Siento que la frustración me invade y finalmente admito:
—Iré a hacer el juramento y consagraré mi vida a este país. Haré lo que tú no pudiste hacer y mil cosas más. Y la recuperaré. Te haré sentir orgulloso.
Me apoyo en la lápida para levantarme; mi mirada se cruza con la de Wilson y él asiente en mi dirección.
Regresamos a los coches y me paro para mirar de nuevo a Wilson antes de subirme en uno de los vehículos.
—Oye, le he ido echando un ojo, como me pediste —dice.
Respiro el aire frío, niego con la cabeza y meto las manos en los bolsillos de mi gabardina negra.
Ella es el único pensamiento constante e incesante en mi mente; es el dolor que me atenaza el pecho. La única mujer que he amado de verdad.
Se marchó a Europa el día después de las elecciones. Lo sé porque fui a verla cuando el resultado de los votos se hizo oficial. La besé. Ella me besó. Le dije que la quería en la Casa Blanca. Me dijo que se iba a Europa durante unos meses con su mejor amiga, Kayla.
—Es mejor así —dijo—. Me cambiaré el número de teléfono. Creo… creo que lo necesitamos.
Me costó tanto no ir tras ella, mantenerme alejado… Se cambió de número. Encontré el nuevo. Intenté no llamarla. Lo conseguí a duras penas. No pude evitar pedirle a mi equipo que averiguara cuándo iba a regresar a Estados Unidos.
«No quiere saber nada de ti, Hamilton. Haz lo correcto».
Ya lo sé, pero no puedo renunciar a ella. Han pasado dos meses y me estoy volviendo loco.
Ya estoy harto.
—¿Qué has descubierto?
—Ha vuelto del viaje y ha respondido a la invitación para uno de los eventos de esta noche, señor presidente electo.
Ha vuelto de Europa justo a tiempo para mi investidura.
Se me encoge el corazón. Me he mantenido alejado y no hay parte de mi ser que no quiera verla. Tendré las llaves del mundo, pero le he dado la espalda a la que abre el corazón de la mujer que amo. ¿Cómo puedo estar orgulloso de eso? Derramó una lágrima aquel día. Solo una. Y fue por mí.
—Bien. Esta noche asistiremos a ese evento.
Me subo al coche con el Servicio Secreto pisándome los talones y me doy golpecitos en el muslo con los dedos, impaciente. Me hierve la sangre solo con pensar que la veré esta noche; solo con imaginarme la melena pelirroja y los ojos azules de la mujer que amo mientras saluda a su nuevo presidente.
Hoy es un día histórico.
Matthew Hamilton será investido presidente; el más joven en la historia de los Estados Unidos de América.
Me encuentro entre una multitud de cientos de miles de personas que se han reunido en el Capitolio de los Estados Unidos. Me hicieron llegar una invitación para que asistiera con un acompañante, así que he venido con Kayla. Me acomodo en mi asiento, más cerca del que ocupará Matt que de la multitud que estará a sus pies.
Han abierto el National Mall a los ciudadanos, algo que no se había hecho hasta que ganó su padre. Y, ahora, otra vez. El país entero está comprometido con el resultado; demasiado ansioso por celebrarlo con él; demasiado expectante como para mantenerse al margen.
Un coro de niños canta America the Beautiful y estoy hecha un manojo de nervios, emociones y sentimientos. La canción finaliza y la banda de los soldados de la Marina empieza a interpretar un tema patriótico más alegre.
Las trompetas suenan a todo volumen.
A través de los altavoces, el presentador anuncia al presidente que abandona el cargo, su mujer y otros miembros de su partido político. El público aplaude mientras todo el mundo se sienta. Y entonces el entusiasmo de la multitud aumenta y, después de anunciar a varias personas de renombre, el presentador finalmente proclama:
—¡Señoras y señores, el presidente electo de los Estados Unidos, Matthew Hamilton!
«Vale, respira».
«¡Respira, Charlotte!».
Pero siento como si tuviera una cuerda invisible alrededor del cuello cuando Matt camina por la alfombra azul hasta la plataforma y el público grita a todo pulmón:
—¡Hamilton! ¡Hamilton! ¡Hamilton!
Saluda a todos los miembros del gabinete y a su madre; estrecha la mano de todos y cada uno de ellos. Su madre está sentada a la izquierda del micrófono y, después de saludar a la multitud con una amplia sonrisa y un gesto con la mano, Matt se sitúa a su lado.
Retuerzo los dedos fríos. Mis ojos, que con tantas fuerzas habían ansiado verlo, ahora duelen.
Tiene un aire imponente mientras el vicepresidente electo, Louis Frederickson, de Nueva York, hace su juramento.
Está tal y como lo recuerdo. Le ha crecido un poco el pelo. Muestra una expresión calmada y sobria. Lo veo agachar la cabeza para oír lo que le susurra su madre; frunce el ceño y después sonríe y asiente.
Mariposas.
Malvadas y perversas mariposas vuelan como locas por mi estómago.
Respiro hondo y miro hacia abajo, a mis dedos helados y rojos.
Hace muchísimo frío, pero cuando presentan a Matt y su voz de barítono me llega a través del micrófono, siento calidez en mi interior. Como si estuviera comiendo un plato de mi sopa preferida. Como si fuego líquido fluyera por mis venas. Como si una manta envolviera mi corazón.
Levanto la cabeza. Él está en la plataforma, calmado y solemne. Lleva una gabardina negra, un traje perfecto y una corbata roja; el viento alborota su pelo de color negro azabache. Tiene una expresión sombría cuando coloca una mano sobre la Biblia y levanta la otra.
—Yo, Matthew Hamilton, juro solemnemente que desempeñaré fielmente el cargo de presidente de los Estados Unidos y que pondré todo mi empeño en preservar, proteger y defender la Constitución.
—Felicidades, señor presidente —dice el presentador.
La cabeza empieza a darme vueltas.
«¡Hostia puta!».
Matt es el presidente de los Estados Unidos de América.
Una enorme oleada de vítores estalla. La gente se levanta. Todos aplauden y disfrutan de la euforia colectiva; el país recibe a su nuevo comandante en jefe.
Me sobresalto cuando oigo las veintiuna salvas que atraviesan el aire, una detrás de otra.
Las trompetas suenan de nuevo.
Los espectadores ondean banderitas de los Estados Unidos.
Hay gente que llora.
La música de la orquesta suena cada vez más alta en todo el National Mall del Capitolio de los Estados Unidos.
Matt saluda a su público. Su sonrisa es lo más encantador que he visto nunca. Su mirada recorre los cientos de miles de personas que se han reunido hoy aquí; personas que lo han querido durante décadas, desde que era el hijo del presidente. Ahora él es el presidente.
El más joven y atractivo del mundo.
La multitud sigue ondeando sus banderitas.
Cuando las salvas finalizan, el presentador dice:
—Es todo un honor para mí presentar el cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos, Matthew Hamilton.
Matt da un paso hacia delante. Apoya las manos en el estrado, se acerca al micrófono y su poderosa y profunda voz resuena en el recinto. Me conmueve escuchar ese sonido, lo que hace que sienta una punzada de nostalgia y una oleada de emoción.
—Gracias. Estimados ciudadanos… Vicepresidente Frederickson —saluda—. Me presento ante vosotros agradecido y asombrado por el verdadero cambio que podemos lograr en este país cuando nos pongamos en marcha como colectivo.
—Los aplausos lo interrumpen y hace una pausa—. Ciudadanos, gracias por darme esta oportunidad.
Matt asiente con la cabeza, serio, y mira de un lado a otro. Sus poderosos músculos tensan la tela de la gabardina.
—En nuestro país, luchamos por la verdad y la justicia.
—Hace una pausa—. Por la libertad y por el bien. —Se detiene de nuevo—. Luchamos y vivimos por ello y, si tenemos suerte, morimos por esos ideales… —De nuevo, pausa—. Ahora no es el momento de quedarse en segundo plano y esperar que todo salga bien. Es el momento de hacer que vaya bien. Recompensar a nuestro país, ofrecerle lo mejor de nosotros mismos. América se constituyó sobre el principio de libertad; ha adoptado la promesa de unidad, paz, justicia y verdad. Solo si preservamos y respetamos quienes somos haremos justicia a la esencia de lo que representamos… y lo que seguiremos representando. Un modelo a seguir para los demás países del mundo. La tierra de los libres. El hogar de los valientes. Alcancemos todo nuestro potencial y garanticemos el disfrute de todo por lo que nuestros antepasados lucharon con tanta valentía, no solo por nosotros mismos, sino también por todas las generaciones que están por venir. Queríais un líder que os llevara a esta nueva era con valor, convicción y buen ojo. Ciudadanos —hace una pequeña pausa—, no os defraudaré.
El público estalla en un rugido conjunto y empieza a corear «Hamilton». Hamilton: el hombre del momento. Del año. De sus vidas. Sonríe a modo de calurosa bienvenida y acaba el discurso con un intenso y ronco: «Que Dios os bendiga y que Dios bendiga a los Estados Unidos de América».
Un brillo cálido me recorre el cuerpo y se me hace un nudo en la garganta.
Suena el himno nacional. Mientras el coro de ciudadanos que cantan reverbera por todo el Capitolio de los Estados Unidos y los hogares del mundo, me coloco la mano sobre el corazón e intento cantar la letra del himno, pero eso no me ayuda a aliviar el intenso y desconocido dolor que siento en el pecho. Este día es importante para mí… no solo como ciudadana, sino como la mujer cuyos sentimientos sobre este día son directamente proporcionales a lo que siente por el nuevo presidente. Y lo que siento por él no tiene fin.
Es inconcebible.
Eterno.
Esto es lo que él quería. Lo que nosotros queríamos. Lo que el país entero quería. Es el primer día de la era de cambios que están por venir y me muero de ganas de hablar con Matt, aunque solo sea durante unos minutos. Quiero decirle lo orgullosa que estoy de él. Cuánto me duele no tenerlo, pero lo segura que me siento al saber que luchará por nuestros intereses.
Estoy sentada entre la multitud y tengo los ojos vidriosos a causa de la emoción que siento en el pecho. Después, el himno acaba.
—Vamos, tenemos que ponernos guapas para el evento de inauguración —dice Kayla mientras me agarra del brazo y me arrastra tras ella.
Me levanto, pero me resisto un poco. Las piernas me pesan, como si supieran que no quiero ir en esa dirección. Como si, en vez de eso, quisieran avanzar hacia donde está Matt, que se despide de las personas de su alrededor antes de marcharse.
Observo que se detiene en la parte superior de las escaleras tapizadas con moqueta azul.
Matt se gira hacia la multitud con una mirada poderosa.
Aguanto la respiración y después niego con la cabeza.
«No está buscándote, Charlotte; puedes volver a respirar con normalidad».
Suspiro y me froto la sien. Niego otra vez con la cabeza mientras esperamos al desfile de la avenida Pennsylvania.
—No creo que deba asistir.
—Venga ya —replica Kayla con una expresión inquisidora en el rostro—. Hemos vuelto justo a tiempo para la investidura porque querías venir. No puedes rechazar la invitación a un evento como ese.
Continúo mirando a Matthew.
Matthew Hamilton.
Mi amor.
Recuerdo sus ruiditos al hacer el amor; la forma en que se le entrecortaba la respiración; el brillo de sus ojos. Recuerdo el sabor de su sudor cuando estaba dentro de mí; la manera en que lo besaba, lo lamía y quería más y más de él, todo lo que pudiera ofrecerme.
Momentos íntimos.
Momentos entre un hombre y una mujer.
Momentos que parecen haber sucedido hace mucho tiempo y que nunca podré olvidar. Me aferro a ellos porque no quiero olvidarlos. Cuando miro al presidente, quiero recordar el tacto de su pecho bajo el traje con corbata y sus fuertes músculos. Quiero recordar su cuerpo cuando nos uníamos, tan grande como el título que posee ahora, y quiero recordar lo que sentía al tenerlo dentro de mí. No quiero olvidar nunca del sonido de su voz en la oscuridad, cuando nadie nos miraba, y lo dulce que era.
No quiero olvidar que, durante un tiempo, Matthew Hamilton, el cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos, fue mío.
***
Vuelvo a mi apartamento, me ducho, me seco el pelo y me preparo para el evento de esta noche.
He estado en Europa durante los últimos dos meses. Hacía mucho frío; pasamos más tiempo en el hotel que haciendo turismo, pero no nos importó. El único motivo por el que no estaba en Estados Unidos, el país que amo, cerca del hombre que amo, es porque necesitaba recuperarme.
No quería caer en la tentación de llamarlo. Tenía miedo de quedarme y verlo en todos los titulares; de que el mismísimo aire de Washington D. C. oliese a él. De encontrármelo en la calle o, simplemente, de que los recuerdos me asaltasen allá donde fuera y no pudiese respirar con normalidad. Europa me gustó. Me centró. Sin embargo, ansiaba volver a casa. No podía estar ausente durante la investidura de Matt.
Le conté a Kayla que me enamoré de él durante la campaña. No le di más detalles. Insistió, pero no le dije nada más. Ahora entiendo que, cuando eres una persona relevante como Matt, no puedes confiar ni en aquellos en los que se supone que deberías. Me dio miedo que en una noche de borrachera Kayla se fuera de la lengua, así que mantuve nuestra aventura en secreto y me lo guardé en el corazón, incluso cuando Kayla insistía en que no era amor de verdad y que lo superaría mientras estábamos en París, la ciudad del amor.
No lo superé.
Por mucho que le diga a mi corazón que sea fuerte, aún duele.
¡Dios!
¿Cómo voy a ser capaz de mirarlo a los ojos esta noche?
Con una mirada sabrá todo lo que siento por él.
Espero que, de entre todos los eventos que hay hoy, su visita al mío sea breve. Que solo nos dé tiempo a decir un «hola» rápido y después tenga que irse a saludar a los demás, que estarán ansiosos por hablar con su nuevo presidente.
Aun así, me visto con la misma atención al detalle que una novia el día de su boda.
Veré al hombre que amo; quizá sea la última vez que lo haga, y la niña que hay en mí quiere estar lo más guapa posible.
Y tan deseable como él me veía entonces.
Me peino la melena pelirroja y la dejo suelta. Escojo un vestido palabra de honor de color azul que conjunta con mis ojos. Me pinto los labios de rojo oscuro y le pregunto a mi madre si puedo coger prestado el abrigo de piel de la abuela. Nunca he comprado nada de piel porque no estoy a favor del maltrato animal, pero este abrigo tiene un valor sentimental para mí, y hoy hace muchísimo frío.
Mis padres van a un evento diferente al mío.
—Deberías considerar seriamente venir con nosotros —me ha dicho mi madre esta mañana.
—Voy con Alison; es la nueva fotógrafa de la Casa Blanca y tiene que estar en este evento para capturar el momento.
—De acuerdo. ¿Charlotte?
—Dime.
—¿Seguro que estás preparada?
Sabía a qué se refería. Es consciente de que entre Matthew y yo hubo algo más, aunque nunca le conté los detalles. Sabe que me enamoré, y tener una hija enamorada del sexy y joven presidente es suficiente para que cualquier madre sufridora se preocupe.
Me ha costado contestarle a causa del nudo que se me ha formado en la garganta, pero he asentido con la cabeza y luego me he dado cuenta de que no podía verme.
—Sí.
Sé que no será fácil. Pero tengo que verlo.
Quiero felicitarlo. Quiero que sepa que estoy bien, que estoy orgullosa de él, que saldré adelante y que quiero que él haga lo mismo.
—Presidente Hamilton. Señor presidente.
Levanto la cabeza y fijo la vista en el hombre que acaba de hablarme. Estoy almorzando y no puedo pensar en otra cosa que no sea esta noche.
—Lo siento. Demasiadas emociones en un solo día.
Sonrío, me paso la mano por el pelo y me inclino para hablar con el líder de la mayoría del Senado.
Es increíble, nunca descansamos. Incluso en eventos sociales hablamos de política.
Intento averiguar qué piensan algunos de los hombres que se encuentran hoy aquí. Tanto a mí como a mi país nos interesa que las propuestas de cambio coincidan con las del Congreso y el Senado. Ya veremos si será tan fácil conseguirlo.
—Le he preguntado si la primera reforma de su programa tendrá que ver con la energía renovable.
—Es una de mis prioridades, pero no encabeza la lista.
—Es todo lo que puedo decirle por el momento.
«Todo a su debido tiempo. Todo a su debido tiempo».
Me siento aliviado cuando por fin nos preparamos para el desfile de la avenida Pennsylvania. Caminamos rodeados de vehículos presidenciales de color negro. Mi abuelo y mi madre caminan a mi lado y nos dirigimos juntos a la avenida más famosa del país. Cientos de miles de personas llenan las calles para ver el desfile. En el aire ondean banderas de los Estados Unidos.
Es todo un honor participar en él.
Mi abuelo avanza como un rey orgulloso y sonríe de oreja a oreja.
—Estoy orgulloso de ti, hijo. Tendrás que ponerte de acuerdo con los demás partidos o no conseguirás ni una mierda.
Mi abuelo no es precisamente mi héroe, pero sé cuándo tengo que escucharlo. Y cuándo no.
—Los demás partidos se pondrán de acuerdo conmigo —confirmo mientras saludo a la multitud.
A mi derecha, mi madre permanece callada.
—Tienes una habitación en la Casa Blanca —digo mientras le aprieto la mano con firmeza.
—Oh, no. —Ríe, y durante un momento fugaz de felicidad parece una jovencita—. Siete años fueron más que suficientes.
Le suelto la mano para continuar saludando a la multitud. Sé que recuerda aquel día igual a este de hace una década. Y no solo recuerda el día en que desfiló por primera vez con mi padre, sino el día que lo mataron… y la comitiva que desfiló con su ataúd.
—Y, además, tengo la sensación de que alguien la ocupará pronto —añade.
Tardo unos segundos en darme cuenta de que se refiere a su habitación en la Casa Blanca.
—¿Por qué lo dices?
—Porque te conozco. No renunciarás a aquella chica. No lo has hecho. Nunca te he visto tan… triste, Matt. Aunque hayas ganado las elecciones.
Me quedo tan sorprendido de lo bien que me conoce mi madre que no se me ocurre nada que contestar. Sabe lo mucho que me ha costado no llamar a Charlotte. Que durante meses me he dicho a mí mismo que es lo mejor para los dos, que no puedo hacerlo todo, que fracasaré si lo intento. Pero no me lo trago. Quiero recuperar a mi chica y eso es lo que haré.
—Ella lo es todo para mí —admito.
Llegamos al número 1600 de la avenida Pennsylvania.
Las puertas se abren. Desenrollan la alfombra roja. Desde dentro de la casa, mi perro, Jack, al que transportaron desde la Casa Blair esta mañana, baja por las escaleras para darnos la bienvenida.
Mi madre está deslumbrante. Podría parecer que está encantada de regresar a la Casa Blanca. Quizás una parte de ella lo esté. Sé que otra parte tiene miedo de que acabe como mi padre.
Subimos por la alfombra roja de las escaleras desde la entrada norte.
—Señor presidente —saluda mi escolta. Le estrecho la mano—. Bienvenido a su nuevo hogar —añade.
—Gracias, Tom. Me gustaría conocer al resto del personal mañana. ¿Puedes encargarte de ello?
—Sí, señor presidente.
—¡Tom! —dice mi madre, y lo abraza.
Jack camina por delante de nosotros cuando pasamos por la puerta principal, que está abierta de par en par.
—Señor presidente —dice uno de los escoltas—, hay un bufé para usted y sus invitados en el comedor antiguo mientras se prepara para los eventos de esta noche.
—Gracias. Encantado de conocerte…
—Charles.
—Es un placer, Charles. —Le estrecho la mano y luego me dirijo hacia el ala oeste.
Me encuentro con Portia, mi asistente, que ya está organizando su mesa a las puertas del Despacho Oval.
—¿Qué tal, Portia?
—¡Uf! —dice, y resopla—. Hago lo que puedo. Esta casa es inmensa. Tu jefe de personal, Dale Coin, me dijo que podía llamar a los guardaespaldas si necesitaba cualquier cosa.
—Perfecto. Hazlo.
Entro en el Despacho Oval y Jack pasa detrás de mí.
Pedí que volvieran a instalar el escritorio de mi padre, que estaba en el almacén. Me dirijo hacia la mesa y observo el sello presidencial de la alfombra que tengo bajo los pies. Paso los dedos por la madera. La bandera de los Estados Unidos está detrás de mí y justo al lado descansa la bandera con el sello presidencial. Rodeo mi escritorio, me siento y echo un vistazo a los documentos que me han dejado preparados. Jack olfatea cada rincón del despacho mientras yo reviso cada página.
Hoy me han revelado información confidencial: negocios con otros países; altos riesgos de seguridad; asuntos en los que la CIA y el FBI están involucrados y que continuarán igual, a menos que yo diga lo contrario; información sobre nuestra relación con China; Rusia está jugando con fuego; el ciberterrorismo está en aumento…
Hay muchísimas cosas por hacer, joder, y estoy listo para empezar.
Una hora después dejo el papeleo, pero, en vez de volver al bufé, me dirijo a la zona residencial; quiero prepararme para los eventos de esta noche.
La Casa Blanca nunca descansa por completo, pero esta noche los pisos de arriba están más silenciosos de lo que recuerdo. No oigo ni a mi padre ni a mi madre. Estoy solo en el mismo sitio en el que han estado otros cuarenta y cinco hombres antes que yo.
Jack lo olfatea todo como si no hubiera un mañana mientras me dirijo a la habitación Lincoln, el lugar que he escogido para instalarme.
—Bienvenido a la Casa Blanca, colega. O, como dijo Truman, bienvenido a «la gran celda blanca» —digo en voz alta.
Atravieso la estancia y miro por la ventana; observo las hectáreas que rodean la Casa Blanca. Percibo la niebla que hay fuera y siento el frío.
Estoy listo para verla; me ducho y me cambio de traje. Me abrocho los gemelos con habilidad mientras pienso en que por fin veré sus preciosos ojos azules de nuevo.
—¿La echas de menos?
A los pies de la cama, desde donde me observa, Jack levanta la cabeza. Como si ella fuera la única mujer en el mundo.
Sonrío, me inclino hacia él, le acaricio la cabeza y descuelgo la chaqueta del esmoquin de la percha.
—Yo también la echo de menos. —Meto los brazos por las mangas y vuelvo a mirar a Jack—. Pero no tendremos que echarla de menos durante mucho más tiempo.
—¡Señoras y señores, el presidente de los Estados Unidos!
Casi se me cae la copa cuando el anuncio resuena por todo el salón.
Me levanto al mismo tiempo que Alison, que está emocionadísima por ser una de las fotógrafas de la Casa Blanca. Mientras ella tomaba fotos de los invitados, yo socializaba a su lado, copa en mano; y entonces resonaron esas palabras.
Me quedo sin aliento, como si alguien me hubiese dado un puñetazo en el estómago.
Este es el evento más pequeño de los cinco que se celebran esta noche. Todos esperaban que el presidente asistiera a los otros primero. No estoy preparada para verlo. ¡Solo me ha dado tiempo a beber una copa de vino! Y ahora está aquí.
Dios mío.
Estoy diez veces más nerviosa que cualquier otra mujer de la sala. Hay cientos de ellas, todas más importantes, más inteligentes o más bellas que yo; todas ríen nerviosas, emocionadas, mientras Matt Hamilton, mi Matt Hamilton, entra en el salón.
«Mmm. No. Él no es tuyo, Charlotte, así que más te vale dejar de ser tan posesiva».
Pero no puedo evitarlo.
Verlo hace que anhele caminar a su lado, agarrada de su brazo, por muy ridículo que suene. Una cosa es observarlo en el estrado, lejos de mí.
Y otra cosa muy diferente, estar en la misma sala que él.
Lleva un esmoquin negro.
Es tan atractivo…
Está mucho más cerca de mí ahora que en los últimos dos meses.
Casi puedo olerlo. Desprende un aroma caro, limpio y masculino.
Alison sigue haciendo fotos a mi lado.
¡Clic, clic, clic!
Matt se apodera del salón con su presencia, camina con decisión y saluda rápidamente a los que se aproximan a él. ¿Está más alto? Da la sensación de que destaca sobre los demás. ¿Puede ser que esté más musculoso? Se le ve enorme. Su postura y sus zancadas son las de un hombre que sabe que el mundo entero gira a su alrededor, lo cual no es del todo falso.
—¿Sabes lo que me gusta de Matt? Que además de ser guapo es listo —dice Alison, esboza una «O» con los labios y suspira. Después se relame los labios con un destello de malicia en los ojos—. ¡Ñam, ñam, ñam!
Cuando me doy cuenta, yo también estoy relamiéndome.
«No puedo volver a hacer eso».
Alison cambia de posición para hacer una docena de fotos más, no solo de Matt, sino de las caras exultantes y asombradas de la gente que está a su alrededor.
Le brillan los ojos mientras saluda a una persona tras otra. Le salen arrugas cuando sonríe, lo recuerdo muy bien. Recuerdo el tacto de su barba incipiente por las mañanas, aunque ahora está perfectamente afeitado.
Tiene el pelo peinado hacia atrás y las facciones marcadas. Está guapísimo. Siento espasmos por todo el cuerpo y no consigo controlarlos. Es como si cada poro, cada parte de mí, todavía se acordase de él. Como si aún lo deseara.
Alzo la mano para tocar la zona donde antes llevaba la insignia conmemorativa de su padre, pero lo único que siento bajo los dedos es la piel que mi vestido palabra de honor deja al descubierto.
Se me acelera el corazón mientras Matt continúa saludando a todo el mundo y se acerca al área donde estoy yo, con mi copa helada en la mano. Se le ve tan feliz… Una mezcla de emociones se instala en mi estómago. Felicidad, sí; pero su presencia también es un recordatorio de lo que he perdido.
¿Lo he perdido?
Nunca fue realmente mío.
Pero yo era suya. Toda suya. En cuerpo y alma. Y habría hecho lo que me hubiese pedido. Sin embargo, intenté aprender a valorarme de nuevo. Mientras viajaba por Europa, traté de ver los motivos por los que lo nuestro nunca habría funcionado. Entre ellos, el hecho de que soy joven e inexperta, justo lo contrario de la clase de mujer que necesita un presidente. No estoy tan preparada como él. No importa lo mucho que yo desearía ser mayor, más experimentada y más adecuada para estar a su lado.
«Tampoco es que él me quisiera ahí», me recuerdo.
No sé qué hacer cuando la multitud se aparta y Matt sigue avanzando.
—Voy al baño —anuncio, y me marcho al tiempo que me pregunto por qué he venido, por qué dije que sí. Era un día importante para él, no quería perdérmelo. Pero sigue doliéndome tanto como el día que ganó las elecciones, el día que lo dejé y compré un billete de avión a Europa, donde estuve dos meses con Kayla, congelándome de frío y bebiendo chocolate caliente. Volví justo a tiempo para su investidura. No podía perdérmela.
Aterrizar en los Estados Unidos fue una sensación agridulce: es mi hogar y amo mi país. Es donde nací y donde quiero morir y enamorarme, pero también es el país liderado por el hombre al que amo y al que intento olvidar con desesperación.
Me meto en el baño de mujeres, que está vacío. Me miro en el espejo y susurro:
—Respira. —Cierro los ojos, me inclino hacia delante y tomo aire. Después abro los ojos—. Ahora sal de aquí, dile hola y sonríe.
Es lo más difícil que me he obligado a hacer en toda mi vida.
Vuelvo al salón y lo observo a cada paso que doy. Todo el mundo espera para saludarlo. Para que él les devuelva el saludo y les haga caso.
Alison me ve y me hace una foto.
—Estás enamorada hasta las trancas. No te culpo —comenta.
—Tampoco quiero que lo hagas —susurro.
Sonríe y sigue haciéndome fotos.
Lo miro como si estuviera sedienta y él fuese un manantial. Un metro ochenta de pura fantasía, un hombre de verdad, guapísimo. Es tan atractivo que me cuesta creer que exista tal belleza.
Y, de repente, está a tres pasos de mí y dice:
—Gracias por venir.
Dos pasos.
—Me alegro de verte.
Un paso.
Intento sonreír cuando se detiene delante de mí, alto, moreno y guapísimo. Todo el mundo contiene la respiración. El salón se queda en silencio. Parpadeo, incrédula.
Matt Hamilton.
Dios. Es tan sexy. Levanta las cejas y me mira fijamente a los ojos al tiempo que esboza una tímida sonrisa. Labios gruesos, exuberantes y muy, muy traviesos.
Me cuesta respirar; bajo la cabeza y asiento ligeramente.
—Señor presidente.
Estira el brazo para cogerme la mano y entrelaza sus dedos con los míos.
—Me alegro de verte —dice con la voz particularmente grave.
Recuerdo aquella vez que me contó que se excitaría mucho si algún día lo llamaba «presidente» y no puedo dejar de sonrojarme. Sin embargo, no voy a mencionar ese detalle ahora.
Tiene los dedos cálidos y fuertes. Me sujeta la mano con firmeza.
Es una sensación increíble.
Ni siquiera me ha estrechado la mano. Me ha agarrado la mano, prácticamente. Y cada centímetro de mí se acuerda de su mano. De su tacto.
Antes de soltarme, noto que me desliza algo en la palma. Se inclina y me susurra al oído:
—Sé discreta.
Guardo lo que parece ser un papelito en mi puño mientras él se aleja para saludar a los demás invitados.
Con el corazón desbocado, lo observo retirarse; después, con discreción, abro la nota.
«En 10 minutos. Acceso sur. Sube en ascensor y entra en la habitación que hay al final del pasillo».
Me estaba esperando.
Cuento los minutos mientras empieza la actuación en directo de Alicia Keys y Matt inaugura la pista de baile con su madre.
El presidente más atractivo que jamás he visto.
«¿Dónde ha aprendido a bailar así?», pienso.
Sujeto la copa de vino mientras lo observo bailar con su madre. Ella ríe y parece más joven de lo que es, aunque el dolor de sus ojos nunca desaparece del todo. Matt le sonríe e intenta con todas sus fuerzas aliviar su dolor.
Amo tanto a este estúpido hombre que me dan ganas de pegarle a algo.
Cuando finaliza el baile, otras parejas salen a la pista y veo a Matt, que sigue provocando risitas nerviosas por el salón, excusarse e irse por un acceso diferente al que me ha indicado.
Se ajusta los gemelos mientras cruza la habitación. Sus agentes lo siguen por la misma salida. Dejo la copa de vino en una mesa y me digo a mí misma que no es una buena idea, que si voy el corazón se me volverá a romper en mil pedazos. Pero a una parte de mí le da igual.
Es Matt.
Crucé el océano Atlántico para olvidarlo, pero nadaría a través de mil océanos por él.
Mi corazón siempre será suyo.
El mismo corazón que tuvo que poner un océano de distancia entre nosotros por miedo a tenerlo cerca.
El que late desbocado mientras me dirijo al punto de encuentro que me ha indicado.
Sigo las instrucciones al pie de la letra. Wilson está a las puertas de la habitación junto a un ejército de agentes del Servicio Secreto. Susurra algo en el micrófono de su pinganillo mientras asiente en mi dirección y sujeta el pomo de la puerta.
—Hola, Wilson.
—Señorita Wells. —Asiente de nuevo y abre la puerta—. El presidente la está esperando.
—Gracias.
Supongo que el corazón me va a cien por hora porque voy a volver a verlo, pero también porque no sé qué esperar.
Entro en la habitación y la puerta se cierra con delicadeza.
Me quedo sin aire, como si una aspiradora hubiera absorbido todo el de mis pulmones.
Una aspiradora llamada Hamilton.
La habitación tras él me parece un escenario. Impone mucho. Es electrizante. Solo tengo ojos para el hombre alto, moreno y musculoso que tengo delante de mí. Su postura es firme pero informal a la vez y tiene una mano en el bolsillo de los pantalones. La pajarita que lleva es perfecta. Incluso su peinado es perfecto; no tiene ni un pelo fuera de sitio, y me muero de ganas de acariciárselo con los dedos.
Pero en sus ojos hay un universo entero, oscuro e infinito. Su mirada es intensa mientras me observa lentamente y desliza los ojos por mi cuerpo enfundado en este vestido, desde mis ojos hasta mi nariz, mis labios, garganta, hombros, pecho, abdomen y, finalmente, mis piernas.
Me resulta muy difícil hablar. Su manera de mirarme boicotea mi decisión de ser fuerte. Tengo que hacer que deje de desnudarme con la mirada.
—Te sienta bien ser presidente —digo sin poder evitarlo, porque mientras él sigue mirándome yo aprovecho para hacer lo mismo. Observo su cuerpo atlético y musculoso, la forma en que el esmoquin le enmarca los hombros.
Cuando Matthew oye mis palabras, alza los ojos de nuevo hacia mi rostro y me mira fijamente. Responde con sencillez y su voz es tan grave como la recodaba; el tono es firme y no muestra ningún tipo de remordimiento:
—Estás preciosa.
Respiro profundamente. Sus palabras son como una patada en el estómago. La sangre se me acumula en las mejillas. Es como si este hombre encendiera una hoguera dentro de mí y yo no pudiera hacer nada para apagarla.
—No he venido hasta aquí porque espere un «felices para siempre» —susurro.
—Pero te mereces un felices para siempre.
Matt se pone serio. Sus ojos oscuros y sombríos continúan observándome con intensidad.
—Me he mantenido alejado de ti —dice. Da un paso hacia mí y saca la mano del bolsillo.
—Ya lo he notado. —Mi voz suena áspera y me siento tan abrumada por su presencia mientras se pasea por la habitación que aparto los ojos. Tengo las emociones a flor de piel. Levanto la vista un segundo después y me encuentro su mirada inquebrantable, que no ha desviado de mí ni un segundo—. ¿Te resulta más fácil? —pregunto.
—¡Joder, no! Y no sabes cuánto me está costando no tocarte ahora.
Se pasa una mano por la cara y percibo un deje de arrepentimiento en su voz, cuando se detiene a unos pasos de mí y dice:
—Estar conmigo podría resultarte doloroso. Por eso
querías que me alejara de ti. Eres consciente de que, si estuviésemos juntos, te haría daño, aunque esa no fuera mi intención. Sé que no era la intención de mi padre hacer sufrir a mi madre durante años.
—Ahora mismo, verte me hace daño.
Se toca la mandíbula y después me agarra la barbilla.