Cómo ganar el premio Nobel - Peter Doherty - E-Book

Cómo ganar el premio Nobel E-Book

Peter Doherty

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Beschreibung

Conque quieres ganar el premio Nobel… En estas páginas, cargadas de anécdotas y agudas reflexiones, Peter Doherty —que en 1996 mereció el de Medicina— te dice cómo hacerlo, al menos si te interesa alguna de las ciencias premiadas cada año en Estocolmo. Aquí encontrarás una lúcida exposición sobre el funcionamiento de la ciencia experimental, desde la actividad en el laboratorio hasta la redacción de artículos y la búsqueda de recursos; valiosos consejos sobre qué, dónde y con quién estudiar, o sobre cómo sacar provecho de tu pasión y tus intereses. También conocerás de primera mano la vida de los científicos, que dista de ser tan excéntrica y anómala como se suele presentar en las películas, y además sabrás cuál es la importancia de que los especialistas aporten a la sociedad sus conocimientos y sus métodos, basados siempre en la duda y la evidencia. Veterinario de origen, Doherty narra su paso de un barrio marginal en la Australia de posguerra hasta desarrollar investigaciones de vanguardia sobre el sistema inmunológico, así como su compromiso con la búsqueda de remedios al cáncer o a enfermedades infecciosas, como el sida y la influenza. Usando como eje la estirpe de los ganadores del Nobel en Medicina, el autor hace una apretada historia de cómo hemos logrado entender las defensas de nuestro cuerpo. Esta guía para principiantes es por ello una invitación a sumergirte, quizá de por vida, en el apasionante universo de la ciencia.

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Cómo ganar el premio Nobel

BIBLIOTECA CIENTÍFICA DEL CIUDADANO

Una serie de Grano de Sal dirigida por Omar López Cruz (Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica) y Lamán Carranza Ramírez (Unidad de Planeación y Prospectiva, Gobierno del Estado de Hidalgo)

Energía para futuros presidentes.La ciencia detrás de lo que dicen las noticiasRichard A. Muller

Conciencia del tiempo. Por qué pensar como geólogospuede ayudarnos a salvar el planetaMarcia Bjornerud

Predecir lo impredecible.¿Puede la ciencia pronosticar los sismos?Susan E. Hough

En pie. Las claves ocultas de la ingeniería Roma Agrawal

Vaquita marina. Ciencia, políticay crimen organizado en el golfo de California Brooke Bessesen

El arte de la lógica (en un mundo ilógico)Eugenia Cheng

La máquina genética. La carrera por descifrarlos secretos del ribosomaVenki Ramakrishnan

Travesía por los mares del cosmos. Nuestro hogaren el universo: LaniakeaHélène Courtois

Más allá del cuerpo. Ensayos en torno a la corporalidad Francisco González Crussí

Combatir la pobreza. Herramientas experimentalespara enfrentarlaEsther Duflo

Cómo ganar el premio Nobel. Una guía para principiantes Peter Doherty

Cómo ganar el premio Nobel

Una guía para principiantes

PETER DOHERTY

Traducción de Rafael Vargas Escalante,Alejandra Ortiz Hernández y Víctor Altamirano

Primera edición, 2022

Título original: The Beginner’s Guide to Winning the Nobel Prize:

A Life in Science by Peter Doherty

© 2006 Peter Doherty | All rights reserved

Traducción: Rafael Vargas Escalante, Alejandra Ortiz Hernández y Víctor Altamirano

Revisión técnica: Leopoldo Santos ArgumedoRevisión técnica del capítulo 4: Carlos Eliud Angulo ValadezDiseño de portada: León Muñoz Santini y Andrea García FloresFotografía de solapa: © Doherty Institute

D. R. © 2022, Libros Grano de Sal, SA deCVAv. Río San Joaquín, edif. 12-B, int. 104, Lomas de Sotelo, 11200,Miguel Hidalgo, Ciudad de México, Mé[email protected] | www.granodesal.comGranodeSalLibrosGranodeSalgrano.de.sal

Todos los derechos reservados. Se prohíben la reproducción y la transmisión total o parcial de esta obra, de cualquier manera y por cualquier medio, electrónico o mecánico —entre ellos la fotocopia, la grabación o cualquier otro sistema de almacenamiento y recuperación—, sin la autorización por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-99747-3-2 (Grano de Sal)

Índice

Presentación, por OMAR FAYAD

Prefacio

Prefacio a la edición en español

Prefacio a la edición estadounidense

Agradecimientos

Términos científicos

Introducción

1. El efecto sueco

2. La cultura científica

3. Esta vida en la ciencia

4. Inmunidad: una historia científica

5. Descubrimientos personales y nuevos compromisos

6. ¿Un nuevo siglo de Estados Unidos?

7. A través de prismas diferentes: la ciencia y la religión

8. Descubrir el futuro

9. Cómo ganar el premio Nobel

Lecturas recomendadas

Presentación

Las grandes ideas pueden alcanzarnos mientras atravesamos la profunda oscuridad de la noche de los tiempos. La idea de una sociedad democrática es ya antigua, pero su valor y efectividad no han cambiado, si bien hoy los retos son mayores: ahora los desafíos trascienden fronteras y nos llevan a considerar que nuestro entorno es el planeta entero, ya no aquel pequeño ámbito de la polis.

Por otra parte, el libro sigue siendo el mejor vehículo para continuar el diálogo con los principales pensadores y líderes de la humanidad. Como dijo Sergio Pitol al referirse a su Biblioteca del Universitario, “El libro afirma la libertad, muestra opciones y caminos distintos, establece la individualidad, al mismo tiempo fortalece a la sociedad, y exalta la imaginación”; por todo ello, nuestra fe en el libro se renueva cada vez que rompemos la venda de la ignorancia.

En Hidalgo hemos abanderado el combate a la pobreza mediante el impulso a la ciencia y la tecnología, bajo un esfuerzo integral y decidido por procurar la seguridad de los ciudadanos, la generación de empleos y una mayor atracción de inversiones. Tenemos un compromiso con el combate a la desigualdad atacando sus fuentes desde la raíz. Como reconocemos que una de sus principales causas es la ignorancia, hemos procurado el acceso a una educación moderna y de máxima cobertura geográfica, en todos los niveles, que abarque a todas las niñas y todos los niños del estado. Creemos firmemente que las personas educadas pueden acceder a mejores oportunidades de movilidad social. En consecuencia, nos hemos hecho el firme propósito de ser la cuna de los científicos y los tecnólogos que abrirán nuevas formas de producción, siempre con un fuerte compromiso con el cuidado del medio ambiente. Queremos formar ciudadanos libres, que hagan suyos los valores de la democracia.

Dentro de la planeación para el desarrollo, Hidalgo está comprometido con la generación de proyectos que serán hitos transformadores de la economía y las capacidades de nuestro estado. Ejemplos de la visón que estamos impulsando son la Aceleradora de Negocios Biotecnológicos Hidalgo-UNAM, el Sincrotrón Mexicano en Hidalgo, el Laboratorio Nacional de Acceso Espacial (Lanae), el Laboratorio de Políticas Públicas y Gobierno Digital del Estado de Hidalgo, el Observatorio Radioastronómico Datsó, el Programa Transforma Hidalgo para el desarrollo de capacidades en tecnologías transformadoras con la Universidad de Harvard, el Laboratorio Subterráneo de Mineral del Chico (LABChico), el Centro de Excelencia en el Desarrollo de Tecnologías de Blockchain de las Américas, la Litoteca Nacional de Hidrocarburos en Hidalgo y la consolidación de la Ciudad del Conocimiento y la Cultura.

Para sostener un ambiente democrático, los ciudadanos deben estar bien informados. Por ello hemos prestado particular atención a brindar a la ciudadanía elementos que ayuden a formar opiniones basadas en el conocimiento. Las decisiones que tomemos en los próximos años serán nuestra respuesta como sociedad local a los grandes problemas que aquejan a la humanidad. El camino no es simple: corremos el peligro de perder el rumbo hacia el futuro de bienestar y equidad que buscamos en Hidalgo. Debemos estar preparados. Por ello, me enorgullece presentar la Biblioteca Científica del Ciudadano (BCC) como un esfuerzo para cubrir diversos temas de actualidad que son de importancia para los ciudadanos en un mundo globalizado. La BCC presenta el pensamiento y la opinión de grandes científicos y divulgadores sobre temas que van desde la generación de energía hasta el uso cotidiano de la lógica matemática, y en 2021 traerá temas como la cosmología, la medicina, la pobreza y su combate desde el ámbito de la economía. Con esta serie, ya en su segundo año, ofrecemos el acceso a ideas poderosas y a modos rigurosos de pensar. Además hemos buscado a las mejores autoras para que su ejemplo sirva también de invitación para acabar con la desigualdad de género que aflige al quehacer científico y tecnológico.

Como asesor científico de la BCC está el doctor Omar López Cruz, astrónomo que a su destacada trayectoria en la investigación de agujeros negros suma una decidida vocación por divulgar el conocimiento. Le he solicitado a Lamán Carranza Ramírez, titular de la Unidad de Planeación y Prospectiva, que codirija la BCC. Es poco común en nuestro país encontrar la colaboración entre políticos y científicos; por ello, celebro con gran beneplácito que la dirección de la BCC esté en sus manos.

No es frecuente encontrar juntos, en una sola frase, vocablos como libros, ciencia y ciudadanía. La BCC expresa la convicción de que estos tres campos de acción pueden potenciarse unos a otros. Quien se asome a los títulos de esta serie hará suyo lo mejor de la palabra escrita, del pensamiento crítico y de la vida responsable en comunidad. Si queremos alcanzar grandes resultados, debemos pensar en grande. Estoy seguro de que las siguientes páginas nos ayudarán a hacerlo y, por qué no, también a soñar en grande.

LIC. OMAR FAYAD MENESES

Gobernador Constitucional

del Estado de Hidalgo

Prefacio

El objetivo de este libro es dar una idea del mundo de la ciencia tanto desde adentro como desde afuera de ella. Aunque no se propone ser una autobiografía, he utilizado episodios de mi propia vida para sondear la extraordinaria historia de la ciencia que llega al nivel de merecer un premio Nobel y entender qué la nutre y la moldea. Es un libro que trata de un cierto tipo de vida en el que se trata de formular preguntas y recabar respuestas que resistan la prueba y el escrutinio posteriores. ¿Podemos acercarnos a la verdad, aun si sólo se trata de una verdad muy pequeña? Desde luego, los científicos no son las únicas personas que se interesan por la verdad y quieren comprenderla. Mucha gente extraordinaria y distinta se dedica a esclarecer las verdades básicas y a promover algunas causas que nos unen, en cuanto seres humanos, en vez de separarnos. Pocos ganan un Nobel, pero estos premios —y todo lo que simbolizan— ofrecen un valioso medio para concentrar la atención en ese tipo de logro.

Las culturas científicas difieren en muchos detalles, pero su mira primordial está siempre puesta en el descubrimiento y la innovación. El fundamento mismo de la ciencia consiste en explorar la realidad. Alfred Nobel era un industrial, pero le interesaban profundamente los descubrimientos y la innovación. Su gran experimento fue ofrecer recompensas y reconocimientos a los principales logros científicos y humanitarios, celebrar el conocimiento, la compasión y la perspicacia. Su objetivo era, por así decirlo, que el mundo se contagiara de una necesidad de comprensión, de una pasión por soluciones reales y creativas.

El extraordinario experimento de los premios Nobel ha estado en marcha durante más de un siglo. Casi diez años después de recibir yo el premio, me dispuse a repasar con atención las lecciones que nos brinda el experimento de Nobel. ¿Qué factores hacen que algunos de los mejores y más brillantes miembros de una sociedad se comprometan a llevar vidas orientadas por los mismos objetivos que Nobel tenía: vincular las culturas de la creatividad, el conocimiento y la actividad humanitaria? ¿Qué está en juego en las sociedades humanas en la forma en que actualmente se practica la investigación científica y en la forma en que se asignan y distribuyen los recursos y las oportunidades? ¿Qué hay de los campos más novedosos y apasionantes, como la nanotecnología y la genómica? ¿A dónde nos han traído la ciencia y la tecnología, cómo se han desarrollado y a dónde la ciencia llevará a la humanidad a lo largo del siglo XXI? ¿En qué punto encaja la ciencia en nuestra historia y cómo se relaciona con otros grandes asuntos humanos, como la religión?

¿Quiénes son los científicos y qué tienen en común? ¿Cómo se forman estas personas, cómo trabajan, que tipo de vida llevan? ¿Es la ciencia una opción a largo plazo para alguien que quiere tener un trabajo, ganar algo de dinero y formar una familia? La realidad es que la mayoría de los científicos se casa, tiene hijos, vive en alguna ciudad y trabaja cada día al igual que el resto de la comunidad. Aun así, la ciencia es uno de esos trabajos que exige un gran compromiso y no siempre ofrece una forma de vida “cómoda y relajada”.

Desde luego, nadie puede simplemente decidir que va a ganar un premio Nobel y la posibilidad de que comprar este libro te lleve a ganarlo es tan remota como la posibilidad de que leer Golf My Way [El golf a mi manera], de Jack Nicklaus, haga que una persona gane el Abierto de Estados Unidos. Cosas así podrían suceder, pero, tal como todo golfista disfruta el juego, al practicarlo hay otras recompensas. La decisión de trabajar duro y consagrarse a una vida profesional basada en la investigación racional es algo que a mucha gente puede producirle genuino entusiasmo y una auténtica sensación de éxito, amén de reconocimiento internacional. En su mejor expresión, la vida es una aventura, un viaje de descubrimiento. ¿Qué podría ser más gratificante que descubrir, describir y explicar un principio básico que nadie había desentrañado antes? Eso es lo que anima a la verdadera ciencia. Las sociedades que fomenten y aprovechen esa pasión serán las prósperas economías del futuro, centradas en el conocimiento. La mayoría de nosotros no puede, o no quiere, dedicarse a la ciencia. Sin embargo, ¿podemos permitirnos ignorar cómo funciona la ciencia y lo que ésta puede alcanzar?

Prefacio a la edición en español

Este libro relata una parte de la historia del premio Nobel de Fisiología o Medicina que compartí con mi colega suizo Rolf Zinkernagel. Trata un poco acerca de nuestro descubrimiento fortuito y la teoría que desarrollamos a partir de él. También, en un tono más ligero, es un recuento del “gran festejo”, de una semana de duración, que acompaña a la espectacular ceremonia de premiación en Estocolmo. Las medallas y los certificados siempre se entregan, de manos del rey de Suecia, el 10 de diciembre, aniversario de la muerte de Alfred Nobel en 1886. Un siglo después, estuvimos entre los nueve galardonados de física, química, medicina y literatura, premios designados en su testamento y que administra la Fundación Nobel. La mayoría de los miembros de ese grupo regresó en 2001, junto a otros ganadores que pudieron viajar para celebrar los primeros 100 años de los premios. Desde entonces, hemos asistido a otras dos ceremonias del Nobel y a las sofisticadas cenas que les siguen, porque se me pidió hablar en eventos públicos que precedían a las entregas para resaltar el papel de la ciencia en la sociedad.

El hecho de que yo, tras una intensa carrera como científico de laboratorio, fuera invitado a participar en actos tan públicos fue una consecuencia de que, inmediatamente después del premio Nobel de 1996, fui nombrado “australiano del año” en 1997. Ese reconocimiento, que en aquella época parecía extraño pues residíamos en Memphis, Tennessee, nos tuvo viajando de ida y vuelta a través del Pacífico para reunirnos con líderes locales, figuras políticas y empresarios, así como para dar conferencias públicas en la capital nacional —Canberra— y en cada una de las seis capitales estatales de la Federación Australiana. Aquel año representó para mí una curva de aprendizaje muy pronunciada, pero, no sin algunos pasos en falso en el camino, aprendí pronto a ser un comunicador efectivo. Los mensajes eran sencillos: la ciencia es importante para la sociedad; es esencial que entendamos y respetemos las realidades de la naturaleza que sustentan nuestra existencia; también que la búsqueda de la ciencia (aunque a veces pueda parecer un tanto abstracta) simplemente es una expresión organizada de la curiosidad y el deseo por resolver problemas, rasgos sin duda esenciales para la historia humana.

Siempre he sido un escritor, aunque mis contribuciones en ese rubro se han limitado casi en exclusiva al formato estereotípico de los artículos de investigación científica o a las restricciones un poco menos rígidas de los artículos de revisión y las reseñas en revistas de ciencia. Ahora, tenía que aprender a escribir para un público más amplio. De nuevo, me tomó tiempo, pero después de unos cinco años de elaborar artículos de “opinión” para periódicos, revistas y similares, fui contactado por una ex editora de libros, quien me hizo ver que artículos como ésos, que requieren de mucho esfuerzo si se hacen bien, son efímeros, leídos relativamente por muy pocas personas, y desaparecen rápidamente del panorama. Esto es, por supuesto, lo contrario de lo que sucede con las publicaciones arbitradas en formatos científicos de renombre: ¡éstas siempre están disponibles y son referenciadas a perpetuidad! Hoy podemos buscar en internet y leer artículos de investigación publicados en el siglo xvii en la primerísima revista científica en lengua inglesa: The Philosophical Transactions of the Royal Society of London.

Esta amiga editora me dijo de manera muy directa que, si mi intención era que alguno de los textos sobre asuntos más amplios sobreviviera, tenía que hacer el esfuerzo de publicar un libro. Me tardé más o menos otros cinco años en seguir su consejo: éste es el resultado. Como fue mi primer intento de escritura de largo aliento, necesité de mucho auxilio editorial. Pero aprendí de esas lecciones y desde entonces he publicado otros seis libros. Todos se derivan de éste, ya que tratan de la ciencia, la vida de los investigadores y la relación entre ciencia y sociedad, temas que surgieron por primera vez en Cómo ganar el premio Nobel.

Los dos últimos años, 2020 y 2021, nos recordaron a todos el papel central que la ciencia y la experiencia profesional tienen para garantizar nuestro bienestar general. Una porción minúscula de material genético (ARN) envuelto en una capa protectora de proteínas y lípidos (grasa), con unos cuantos carbohidratos (azúcar) adheridos, el virus SARS-CoV-2, se apoderó de una parte significativa de nuestras vidas y causó daños económicos, sociales y sanitarios a gran escala. Si pensamos que nosotros somos los “amos del universo”, mejor deberíamos considerar el hecho de que este emisario de la muerte y la fragilidad es una partícula inerte ¡que ni siquiera puede moverse por sí misma! Aun así recorrió el planeta por medio de las personas, en aviones, y ha matado a millones. ¡Y no sabemos cuántos se verán afectados por el síndrome de covid-19 prolongado!

Los países a los que les ha ido mejor en lo que respecta a la protección de la población en general son aquellos en donde políticos y funcionarios de alto nivel trabajaron junto a científicos, médicos y profesionales de la salud pública para implementar políticas basadas en evidencias. En palabras de Winston Churchill, los científicos y otros profesionistas especializados deberían estar “siempre a la mano, pero sin meter mano”. Elegimos a los políticos, no a los científicos, para que nos gobiernen. No obstante, para que los primeros actúen de maneras efectivas para contrarrestar una amenaza como la del covid-19, necesitan el consejo de las personas que pueden interpretar las realidades subyacentes, al tiempo que proponen y ayudan a implementar posibles soluciones. Una lección ilustrativa de la pandemia podría ser el papel de los epidemiólogos como líderes políticos, aconsejados por los secretarios o ministros de salud de más alto nivel, en el desarrollo de posibles soluciones estratégicas.

Esa clase de pericia no “surge de la nada” y el hecho de que esté disponible cuando es necesaria depende del respaldo de una cultura científica sólida y diversa como seña distintiva de cualquier sociedad eficiente y moderna. También ayuda mucho si el público general piensa en términos de probabilidad, de riesgo relativo y de una realidad basada en evidencias. Nuestras escuelas primarias y secundarias, nuestros profesores de ciencias y matemáticas, nuestras instituciones de instrucción técnica y nuestras universidades son de enorme importancia.

Ya que vivo en Australia, nación que se ha visto protegida de lo peor del covid-19 por el hecho de que es un país insular y porque nuestras autoridades han seguido los consejos de los profesionales, mi experiencia personal con la pandemia ha sido benigna en comparación con las de otros. Con 80% —rumbo a 90%— de la población mayor de 12 años ya vacunada y con medicamentos efectivos que pronto estarán disponibles, estamos saliendo de nuestro aislamiento autoimpuesto con relativamente pocas vidas perdidas. El hecho de que las pruebas diagnósticas de amplia aplicación, y luego las vacunas y las medicinas, estuvieran disponibles de manera tan rápida es, por supuesto, un homenaje inmenso al poder de la medicina molecular moderna.

En todo este tiempo, he participado en muchas conversaciones por Zoom —tales son las maravillas de las comunicaciones contemporáneas— con periodistas de publicaciones impresas y medios audiovisuales, y he hablado a públicos más amplios de todo el mundo, incluidos muchos países de América Latina. A veces nos cuesta admitir que somos miembros de la gran familia humana, con necesidades y ambiciones similares y destinos compartidos. Con suerte, aunque ha hecho daño a muchos, el covid-19 será una llamada de alerta que dé pie a que nos enfoquemos más en las necesidades del mundo natural que nos sostiene, y quizás al mismo tiempo esto despierte la conciencia de que debemos lograr una mayor equidad global y una mejor cooperación internacional para enfrentar los problemas descomunales que se avecinan. La ciencia forma parte de esto, pero no iremos a ningún lado sin políticas basadas en evidencias y sin la colaboración de todo el planeta. Debemos trabajar con inteligencia y efectividad, todos juntos.

NOVIEMBRE DE 2021

Prefacio a la edición estadounidense

Puesto que los avances que la ciencia y la tecnología producen son tan profundos y tienen efectos tan formidables en la forma en que trabajamos y vivimos, es importante que cada uno de nosotros pueda hacerse una idea de lo que es esa vasta y dinámica actividad humana. ¿Por qué habría una muchacha de elegir ser una científica, y por qué deberías sentirte feliz si tu hijo o tu hija decidieran serlo? Es útil saber algo sobre el origen de los científicos, cómo se preparan, qué es lo que en realidad hacen y qué tipo de personas son. ¿Trabajar en la ciencia es un modo de vida bueno y significativo, o los científicos son esos sabios chiflados, perversos, distraídos o ingenuos que con tanta frecuencia nos presentan las películas de Hollywood? ¿Los jóvenes científicos deben hacer un voto de pobreza? ¿Adónde va la ciencia y qué estará haciendo dentro de 20 o 30 años alguien que hoy ingresa a esta profesión?

La ciencia se ocupa del mundo natural y, aunque es algo infinitamente fascinante para el profesional comprometido del todo, moverse en un ámbito en el que sólo se manejan hechos ciertos y fríos tomados como evidencia de la realidad a veces puede ser intimidante, e incluso aterrador, para quienes no están habituados a pensar en términos de ideas, experimentos, datos y escrutinio crítico. Sin embargo, referirse a los premios Nobel es también hablar de personas, así que confío en que contar un poco de mi propia experiencia y de la vida de otros que han recibido el mismo reconocimiento le dará un rostro humano a lo que es, después de todo, una las más grandes aventuras humanas.

Cuando se mira el siglo XX en retrospectiva, todo estadounidense debería sentir un gran orgullo por los enormes avances en bienestar humano que ha producido la gigantesca labor de investigación patrocinada por los National Institutes of Health [Institutos Nacionales de Salud] (NIH) de Estados Unidos. Esta organización financiada con recursos federales opera de dos formas: una, dentro del vasto complejo de laboratorios de investigación en el campus principal, en Bethesda, Maryland, y otra, con el programa de financiamiento extramuros que concede becas a científicos para realizar investigaciones en salud, evaluadas por sus pares, en universidades, hospitales e institutos en todo el país. Si se busca una sola razón por la cual la mayoría de los premios Nobel de Fisiología o Medicina de la segunda mitad del siglo XX se concedió a científicos que trabajan en Estados Unidos, hay que pensar en los NIH.

El generoso apoyo brindado a los NIH por los contribuyentes estadounidenses fue lo que nos atrajo —a mí y a muchos otros premios Nobel— y nos hizo dejar los países donde nacimos y crecimos para venir a dirigir laboratorios de investigación aquí. En 1975 dejé la Universidad Nacional Australiana, en Canberra, para unirme al The Wistar Institute [Instituto Wistar] de Filadelfia, enclavado en el campus y en el ambiente intelectual de la Universidad de Pensilvania. En una de las aceras de Spruce Street está el instituto de investigación biomédica privado más antiguo de Estados Unidos; en la otra, la facultad de medicina que fundó Benjamin Franklin. Ambas son grandes instituciones.

Después de siete años volví a Australia por un tiempo, pero regresé en 1988 para convertirme en jefe del Departamento de Inmunología en el St. Jude Children’s Research Hospital [Hospital Pediátrico de Investigación San Judas Tadeo], en Memphis, Tennessee. Al momento de escribir esto todavía ocupaba la Cátedra de Investigación Biomédica Michael F. Tamer en ese hospital, aunque dividía mi tiempo entre Memphis y la Universidad de Melbourne, en Australia. Hasta 2005, año en el que se otorgó el premio Nobel de Medicina a Barry Marshall y Robin Warren, investigadores de Perth, yo era el único ganador de un Nobel de ciencias que pasaba siquiera una parte del año en el hemisferio sur. Tal es la zanja que se abre entre norte y sur, tanto en riqueza como en logros académicos.

Mi esposa Penny y yo vivíamos felices en Memphis cuando una mañana de octubre de 1996, muy temprano, recibí la llamada en la que se me informó que compartiría el premio Nobel de Medicina de ese año con mi colega suizo Rolf Zinkernagel. Esto me empujó a un mundo nuevo y diferente de fomento y difusión de la ciencia. St. Jude es un centro de investigación biomédica de tiempo completo, dedicado a buscar la cura a enfermedades catastróficas en niños. Por supuesto, muchos estadounidenses saben de esta maravillosa institución porque han donado dinero o se han involucrado en actividades para la recaudación de recursos, como sus célebres trike-a-thons, o maratones en triciclo, y sus competencias de matemáticas. La mayoría de ellos estará familiarizada con los programas de televisión sobre pacientes de St. Jude que organiza Marlo Thomas, la hija mayor del fundador del hospital, el actor, productor y filántropo Danny Thomas.

Después de ganar el Nobel, inmediatamente pasé a formar parte de la máquina publicitaria de St. Jude y pronto me vi encabezando una cartelera doble con la glamorosa Marlo en diversos lugares a lo largo del país. Marlo es, por supuesto, una actriz muy conocida, que habla con aplomo, soltura y emotiva sinceridad. Yo soy incapaz de recordar lo que digo de un momento a otro, así que tenía que inventar un nuevo relato cada vez que hablaba. Creo que los dos estábamos mutuamente impresionados por los atributos tan diferentes que invertimos en la búsqueda de mejores resultados para niños terriblemente enfermos. Tony, el hermano de Marlo, produjo dos películas de Robin Williams: La Sociedad de los Poetas Muertos e Insomnio. Conocimos a Robin cuando hizo un monólogo humorístico sobre mi Nobel en un acto para recaudar recursos en Hollywood organizado por Marlo y hablamos acerca de su película Papá por siempre. Muchos años atrás, en otra vida, Penny y yo habíamos comprado una cama en una tienda de segunda mano en Edimburgo, propiedad de la señora Doubtfire, quien, como confirmó Robin, fue la inspiración para esa película.

Fuimos a Mónaco y departimos con algunas celebridades en su propio medio. (Pese a la expresa prohibición de tomar fotografías, el esposo de Marlo, Phil Donohue, se valió de la excusa de estar probando el funcionamiento de una nueva cámara digital para sacar una foto de Penny con el despreocupado y encantador príncipe Alberto.)

Memphis también alberga la reunión anual de Country Cares, una asociación de artistas y locutores de radio de todo Estados Unidos que recauda millones de dólares cada año para St. Jude. Como australiano más bien rústico, de ascendencia anglo-irlandesa, no tuve problema para convencer a esa gente infinitamente bondadosa, abierta y generosa de que yo era sólo otro “buen muchacho”. Jamás había vivido un año como aquél.

La mayoría de los estadounidenses galardonados con el premio Nobel también vive un año que los aleja de sus investigaciones y los coloca en el escenario público. Cuando se anuncia quiénes son los siguientes premiados, la presión sobre los anteriores disminuye y, si no son demasiado mayores, por lo general vuelven a su trabajo al cabo de dos años. Para mí ese proceso resultó más complicado. Además de ser el primer científico del St. Jude que ganaba un Nobel, también era el único australiano reconocido en cualquiera de las disciplinas del Nobel desde 1975. Para mi gran sorpresa, me vi distinguido como el australiano del año en 1997, lo que dio lugar a numerosos viajes transoceánicos para hablar en muchos lugares diferentes. Así descubrí que tenía algo de talento para transmitir a un público amplio la emoción y el valor de la ciencia, un talento que era lastimosamente escaso en el panorama australiano.

El problema de los científicos comprometidos con alguna causa pública es que, a diferencia de la respuesta que reciben al publicar una investigación o un artículo, casi no tienen idea del destino del mensaje que han dirigido, si ha sido útil o si alguien siquiera lo escuchó. Los científicos están habituados a tratar con datos duros, pero la dinámica de la comunicación le deja a uno la sensación de estar participando en una actividad efímera e intrascendente. Lo que me indujo a escribir esta guía para ganar el premio Nobel fue un deseo muy personal de reunir en un formato accesible y duradero lo que había expuesto en los escenarios públicos. Éste es mi primer libro sobre ciencia y espero que no será el último.

Ser orador de tiempo parcial puede ser tan gratificante como agotador. Escribir el libro me hizo pensar con mayor profundidad en las cosas que había expuesto de viva voz ante el público y en lo que en realidad trataba de lograr con mis intervenciones orales. Para redactarlo empleé deliberadamente un pincel bastante grueso y —además de hablar sobre los principios básicos y la historia de la ciencia contemporánea— me permití abordar diversos temas, desde mi propio campo específico de investigación en inmunidad e influenza hasta temas como la ingeniería genética vegetal, el calentamiento global, las energías renovables, el cáncer, la genómica, las neurociencias del comportamiento y la ética médica. Dada la atención que el tema ha recibido durante los últimos años, también incluí un capítulo sobre ciencia y religión.

Escribir este pequeño libro fue divertido. Espero que disfrutes su lectura.

Agradecimientos

Este libro está dirigido a un público general que no necesariamente sepa mucho sobre el mundo de la ciencia, o que ni siquiera sienta interés por él. No existiría si Mary Cunnane no me hubiera ofrecido sus servicios como agente literaria y si no hubiera subrayado, como auténtica profesional que es, que, si bien hablar y escribir en espacios poco duraderos es apropiado, nada cabal o perdurable puede resultar si se opta por seguir sólo esa vía. Aun con el paciente apoyo de Mary, fue necesario que interviniera Louise Adler, directora de la editorial de la Universidad de Melbourne, para hacer que por fin me comprometiera y me pusiera a redactarlo. Louise también sugirió el título y me ha brindado su decidido y amable apoyo, así como sus consejos en todo momento.

Aunque he escrito cientos de miles de palabras que se han publicado en diversos medios científicos durante los últimos 40 años, y también he redactado, luego de ganar el premio Nobel en 1996, artículos y comentarios para periódicos y revistas, pronto descubrí que era un completo novato en lo que toca a la tarea de producir un libro legible e interesante.

Dos experimentadas profesionistas —la consultora editorial Kristine Olsson y Sybil Nolan, de la editorial de la Universidad de Melbourne— tomaron las 70 mil palabras que integraban mi primer borrador, las reordenaron y pulieron, tiraron trozos enteros al bote de la basura, después me hicieron abandonar algunos temas y me obligaron a extraer recuerdos e historias más personales de lo más profundo de mi memoria y del archivo que mi esposa Penny ha organizado y mantenido desde 1996. Muchas de las reminiscencias más personales son de Penny tanto como mías: vivimos la misma experiencia, pero conservamos diferentes fragmentos. También ella ha repasado y comentado todo lo que aquí se encuentra escrito. El doctor Michael Doherty, del Instituto Sueco de Neurociencias, revisó los párrafos sobre la enfermedad de Parkinson y la esquizofrenia. Aunque la mayor parte de las ideas y del análisis, así como 99 por ciento de las palabras en este libro, son míos, conté con un mucha orientación y estímulo de la más alta calidad.

La mayor parte del material refleja mis apreciaciones, formadas tanto por mis años en la comunidad científica como por mi pasión por la lectura —me gusta leer abundantemente, en especial biografías e historia—. Verifiqué muchos recuerdos imprecisos y un tanto difusos en una diversidad de sitios en internet a los que se accede a través de Google, así como en volúmenes de nuestros propios libreros —como la excelente biografía de Patrick White, escrita por David Marr—. Mis ideas sobre el futuro de la ciencia se han visto muy influidas por años y años de leer resúmenes de “noticias y opiniones” tanto en Nature como en Science, que es a lo más que puede aspirar un científico para mantenerse al día con lo que sucede más allá de su campo de especialidad. Hablar con colegas también ha sido de gran ayuda. Pienso, en especial, en todo lo que me contaron acerca de los nuevos Institutos Pasteur en Asia durante la conversación en una cena informal con su director, el eminente inmunólogo Philippe Kourilsky. Sherwood Rowland me ayudó a aclarar parte de la confusión en el complejo tema del calentamiento global. John Burns y Tony Klein me proporcionaron información muy útil sobre los estilos de vida de los matemáticos y de los físicos.

Gran parte de la información sobre los premios Nobel y demás galardonados proviene directamente de la página electrónica de ese premio: nobelprize.org. Esto incluye las citas, los discursos de presentación, las breves biografías y las Conferencias Nobel de todos los galardonados desde 1901, junto con muchos otros materiales de apoyo. Ofrecer acceso a ese sitio electrónico es una de las funciones del museo electrónico Nobel, creado por Nils Ringertz, secretario del comité de Medicina, quien nos llamó aquella mañana de principios de octubre de 1996. Inmediatamente se convirtió en un buen amigo y fue un deleite verlo nuevamente en las celebraciones del centenario del premio Nobel en diciembre de 2001. Nos enteramos con una enorme sensación de pérdida de que murió repentinamente en 2002, a los 70 años.

Por último, pido disculpas anticipadas a otros científicos profesionales y a los reseñistas “serios” de obras de ciencia que tal vez lean este libro. La ciencia es vasta y este relato está escrito en gran medida desde el punto de vista de un experimentalista en el campo de las ciencias médicas. Aun dentro de esos límites, algunas de las personas que trabajan sobre los temas que he mencionado sin duda leerán este libro y se dirán: “bueno, el autor acertó a medias”. Está escrito a un nivel que busca despertar la curiosidad del lector común. Quienquiera que desee obtener más información sobre un tema científico en concreto tendrá que hacer una investigación mucho más a fondo. Asimismo, hablo poco sobre los desafíos en física, economía o química, disciplinas muy apartadas de mi campo de interés y de mi práctica.

Términos científicos

ADN

ácido desoxirribonucleico, la sustancia de la que están hechos los genes

anticuerpos

proteínas secretadas que ofrecen protección inmunológica específica

antígenos

estructuras reconocidas tanto por los linfocitos T y B como por los anticuerpos

ARN

ácido ribonucleico

ARN

m

ARN

mensajero; transporta la información de los genes

CD

sistema de clasificación de moléculas de interés para los inmunólogos

CFC

clorofluorocarbonos que causan afectaciones a la capa de ozono

CMLV

virus de la coriomeningitis linfocítica

EEB

encefalopatía espongiforme bovina o “enfermedad de las vacas locas”

H2

sistema de trasplante de ratones

HLA

sistema de trasplante humano

IRM

imágenes por resonancia magnética

LCR

líquido cefalorraquídeo que baña el sistema nervioso central

leucocitos

también llamados glóbulos blancos; entre estas células se encuentran los linfocitos

linfocinas

proteínas secretadas por leucocitos y por otros tipos celulares cuyas funciones incluyen ayudar o regular funciones de otras células

linfocitos B

también llamados células B; células precursoras de las células plasmáticas productoras de anticuerpos

linfocitos T

también llamados células T; células que se originan en el timo donde se especializan como linfocitos T

CD

4

+

o linfocitos T

CD

8

+

linfocitos T

CD

4

+

linfocito T que ayudan a otras células y regulan las funciones del sistema inmunológico por medio de la producción de linfocinas

linfocitos T

CD

8

+

linfocitos T cuya función principal es destruir células infectadas con virus y células tumorales; también se les denomina linfocitos T citotóxicos

LTC

linfocito T citotóxico

mAb

anticuerpo monoclonal

NA

neuraminidasa, proteína del virus de la influenza

OGM

organismo genéticamente modificado

RBC

del inglés

red blood cells;

recuento de glóbulos rojos, también llamados eritrocitos

Sida

síndrome de inmunodeficiencia adquirida causado por el

VIH

TCR

receptor de linfocitos T

Th1 y Th2

linfocitos T

CD

4

+

con diferentes funciones especializadas en la respuesta inmunológica

VIH

virus de la inmunodeficiencia humana, causante del sida

VPH

virus del papiloma humano; causa cáncer cervical

Introducción

Vivíamos en Memphis, Tennessee, cuando el teléfono sonó, una fresca mañana de octubre, a las 4:20. Mi esposa Penny respondió, creyendo que tal vez habría un problema con alguno de nuestros parientes de edad avanzada en Australia. Pero la voz no tenía acento australiano. “Habla Nils Ringertz —escuchó decir—, de la Fundación Nobel.” Penny me pasó el teléfono. “Ha de ser para ti”, dijo.

En el otro extremo de la línea, en Suecia, Nils me dijo que en ese 1996 yo iba a compartir el premio Nobel de Medicina con mi amigo y colega suizo Rolf Zinkernagel, por un descubrimiento que habíamos hecho más de 20 años atrás. También nos advirtió que teníamos diez minutos para llamar a nuestra familia antes de que él lo informara a la prensa. A partir de ese momento, dijo con sutileza, el teléfono estaría ocupado constantemente. Nos quedamos un poco aturdidos, según recuerdo.

Desde hacía algún tiempo sabía que era posible que se me considerase para el Nobel, pero ese tipo de rumores habían circulado durante años y yo no les había prestado mayor atención hasta hacía muy poco. El año anterior, Rolf y yo habíamos compartido el premio Lasker en la categoría de ciencias básicas, un prestigioso galardón estadounidense que suele tomarse como anticipo de futuros Nobel. Algunos de mis colegas más aventurados me daban un 30 por ciento de probabilidades de hacer un viaje a Estocolmo, pero a mí la idea no me emocionaba mucho. Tanto por una cuestión de sensatez y supervivencia psicológica como por varios otros motivos, yo mismo me había convencido de que los chicos de los confines de Australia no ganan premios Nobel. Esa mañana, sin embargo, no cabía duda. A los 15 minutos estábamos recibiendo llamadas de la agencia Reuters, de Bélgica, de una estación de radio en Bogotá, de The Sydney Morning Herald y otras por el estilo. Nuestros recibos telefónicos muestran que logramos hacer una llamada a las 4.27 am y que no pudimos hacer otra sino hasta las 5.32. Era obvio que no iba a ser un lunes normal. De hecho, desde entonces nuestra vida no ha vuelto a ser del todo normal.

Por supuesto, la idea de “normal” que cada uno tiene es diferente. Como niño que creció en la ciudad subtropical de Brisbane, probablemente no habría creído que una vida de científico —transcurrida principalmente en laboratorios de tres continentes— era normal. La infancia en Queensland a mediados del siglo XX era un asunto bastante tranquilo y poco intelectual. Yo tenía poca idea de cómo era el mundo en general y no mucha información para abrirme paso. Vista en retrospectiva, mi infancia difícilmente parece el tipo de trampolín que catapultaría a alguien a los más altos peldaños del descubrimiento.

Crecí en Oxley, suburbio de clase trabajadora al que pertenecía la mitad de los alumnos que abandonó la secundaria al final del segundo año para trabajar en la “fábrica local de tocino” —un rastro especializado en cerdos—, en la fábrica de cemento, en las ladrilleras, o para iniciar el aprendizaje de un oficio. Aunque yo era un niño brillante, mis días escolares transcurrían lentamente; con frecuencia me aburría y no me esforzaba por estudiar. No ayudaba el que yo fuera flacucho, tuviera mala coordinación y fuera un año menor que el resto de la clase. Me esforcé, desde luego, en cuestión de deportes, pero siempre fui un lastre para el equipo al que pertenecía.

Las cosas mejoraron mucho cuando, pocos años después, entré a la preparatoria. Tenía instalaciones nuevecitas que se inauguraron el año en que ingresé, por lo que no había estudiantes mayores que pusieran el ejemplo, ni biblioteca propiamente hablando, ni clubes estudiantiles. Lo que me salvó fue que tenía profesores con educación universitaria, totalmente convencidos de la bondad de la educación pública. Asignado a un grupo del área de ciencias, obtuve una buena base en física, química y matemáticas, y el gusto por la historia y los grandes libros y las grandes obras de teatro de la lengua inglesa. Mi primer acercamiento a una cultura extranjera fue el francés de la escuela secundaria. Aunque mi francés hablado es terrible y ya no lo leo con la facilidad que llegué a tener, conocer la historia y la cultura francesas fue algo revelador. Me enorgullece el hecho de que, tras obtener el Nobel, fui elegido como asociado extranjero de la Academia Francesa de Medicina.

En aquel entonces, Brisbane era una ciudad más bien aislada y provinciana en un país que el resto del mundo apenas advertía. Mis ideas de joven se formaron gracias a la lectura y al cine. No tenía otra referencia sobre Estados Unidos que el breve capítulo de mi libro de historia titulado “Jorge III y la pérdida de la colonias americanas”. Por eso llegué a tener una idea de la historia de ese país pasada por un filtro británico y por la influencia de John Wayne. Eso apenas cambió cuando, en 1956, el año antes de comenzar la universidad, empezaron las primeras transmisiones de televisión en Australia: más películas de vaqueros, con unos cuantos programas australianos de concursos entremedio. La televisión tampoco aportaba mayores luces sobre nuestros vecinos más cercanos. Lo poco que aprendimos sobre los países asiáticos del norte se refería a la segunda Guerra Mundial y a la experiencia colonial europea.

Tampoco mi historia familiar me dio muchas pistas acerca de lo que me esperaba o sobre el camino que podría seguir. Mis padres habían dejado la escuela a los 15 años aunque, como tantos otros de su generación que contaban con una educación formal limitada, hablaban un inglés gramaticalmente correcto y podían escribir una carta con claridad. Mi madre había tomado después lecciones para convertirse en maestra de piano y en la casa resonaban ecos de Debussy, Chopin y Mozart. Mi padre tomó una especie de cursos “durante el servicio” que se ofrecían en su trabajo, primero como técnico telefónico y, más tarde, en el área administrativa de los servicios de telefonía. Era un ávido lector de todo tipo de cosas. Sin embargo, no tenían idea de lo que era la educación superior. De hecho, muy pocas personas en nuestra región tenían un título universitario, salvo el médico y el dentista locales; no había muchas personas a las que fuese obvio que se debía acudir en busca de consejo para elegir una carrera. Oxley, con su casas de madera sobre pilotes y su aire semirrural, era una de las “ciudades de lucha” en la periferia de Brisbane.

Yo tenía un par de amigos en un suburbio vecino, más próspero, cuyos padres llevaban una vida profesional, pero nunca se me ocurrió que podría hablar sobre educación y carreras con ellos. Luego estaba mi primo, Ralph Doherty, 13 años mayor que yo. Vivía al otro lado de la siempre creciente ciudad, era muy brillante y descollaba en el plano académico. Fue el primero de mi familia extensa en ir a la universidad: se graduó con honores en la Facultad de Medicina de la Universidad de Queensland y, andando el tiempo, se dedicó a la salud pública como investigador de enfermedades tropicales e infecciosas, y más tarde fue a Harvard para hacer estudios de posgrado. Yo era vagamente consciente de todo eso, pero no recuerdo haber tenido una conversación seria con él sobre ciencia. Además se daba por sentado que Ralph era tan inteligente que nadie podría emular su ejemplo.

Al concluir la preparatoria, no tenía una idea clara de lo que podría hacer, aunque una posibilidad que consideré seriamente fue convertirme en aprendiz de periodista en el diario local, el Courier-Mail, de Brisbane. Para entonces leía con avidez. Leer al filósofo existencialista Jean-Paul Sartre me introdujo a la edad de la razón. Al mismo tiempo, las novelas de Aldous Huxley, como Ciego en Gaza y Contrapunto, que entreveran al gunos de los temas científicos de su época (las décadas de 1920 y 1930) con las vidas de sus personajes ingleses de clase alta, también me pusieron en contacto con una cultura atenta a la Ilustración y al mundo fundado en la evidencia de la investigación científica. Huxley utilizó, por ejemplo, las ideas en boga de la biología del desarrollo para imaginar tramas que exploran la tensión entre la pasión y la vida de la mente. ¿A qué muchacho normal de 16 años no le interesa la pasión? Yo no había estudiado biología en la escuela, pues era una materia que no se enseñaba a los alumnos —sospecho que por la misma razón por la que hoy algunos conservadores religiosos se oponen a la educación sexual—, pero la idea de hacer investigación en algún campo de la biología parecía interesante. ¿Qué podía hacer al respecto? No quería estudiar para ser médico porque, hasta donde yo sabía, la mayoría de los doctores se pasaba la vida lidiando con gente enferma o neurótica. No me sonaba como algo muy divertido.

Lo que cambió mi vida fue asistir a una “jornada de puertas abiertas” en la Facultad de Ciencias Veterinarias de la Universidad de Queensland. En aquel momento, la “U de Q” era uno de los dos únicos lugares de Australia y Nueva Zelanda donde podía estudiarse veterinaria. Las demostraciones de embriología, anatomía y patología despertaron de inmediato mi interés, así como la joven, sexy y más bien flaca laboratorista que encendía cigarrillo tras cigarrillo mientras vigilaba el curso de las demostraciones. En el caluroso verano de Brisbane, ella traía puesta una bata blanca de laboratorio y no mucho más. Esta “mujer mayor” —habrá tenido cuando mucho 22 años— ciertamente no era como el engreído Dr. Frankenstein de las películas, con la blanca bata cuidadosamente abotonada. Incluso los órganos enfermos que se exhibían contra los muros en derredor y el penetrante olor a lacre caliente y a formol resultaba intrigante. Todo esto era tan diferente a lo que hasta entonces había visto en mis 16 años. Parecía importante y, sobre todo, interesante y factible. Desde ese momento quedé prendado de la patología.

Es evidente que la patología le resulta atractiva a los adolescentes. Muchos jóvenes eligen estudiar medicina forense después de ver esos horripilantes programas de televisión con ahogados que flotan, seguetas eléctricas para cortar huesos y tipos duros que pasan buena parte de sus vidas en overoles de plástico blanco, recortando muestras y poniéndolas en frascos. Aun hoy mantengo mi fascinación por la enfermedad y la muerte. Sí, es verdad que muchos innovadores investigadores científicos están atrapados en un estado de perpetua adolescencia. El jugar al “detective de enfermedades” depara constantes sorpresas y ciertamente nunca es aburrido.

Medicina, odontología y veterinaria son cursos de posgrado en Estados Unidos, pero, al menos en aquellos lejanos días, en Australia, al igual que en el Reino Unido, los jóvenes iniciaban su formación profesional en cuanto salían de la preparatoria. Si yo hubiese estudiado antes cuatro años en una universidad estadounidense, probablemente hoy estaría mejor educado y sería historiador. Incluso como científico, tiendo siempre a desarrollar explicaciones a partir de una perspectiva histórica y estoy fascinado por la historia y la política.

Comencé a estudiar veterinaria a los 17 años y me titulé cinco años después, en el brillante y caluroso verano de diciembre de 1962. Exactamente 34 años después, en diciembre de 1996, me descubrí en un Estocolmo desolado e invernal recibiendo el premio Nobel de Medicina de manos del rey Carlos XVI Gustavo de Suecia. ¿Qué fue lo que me hizo pasar de ser un joven e ingenuo estudiante de veterinaria a convertirme en un investigador en inmunología y trabajar en el tipo de ciencia que ocasionalmente hace descubrimientos que merecen premios? No había tantas diferencias entre mis compañeros de estudios y yo en ese entonces, pero una de ellas era que yo siempre quise, desde el principio, ser un investigador científico. Yo era lo suficientemente altruista como para creer que mejorar la salud de los animales domésticos, tan importantes en el mundo en desarrollo, sería una actividad que valdría la pena. Pero después de obtener el título, en vez de dedicarme a la práctica veterinaria me aboqué a estudiar problemas de enfermedades infecciosas en bovinos, cerdos, pollos y ovejas, primero en Queensland y luego en Escocia, donde concluí mi doctorado sobre encefalomielitis ovina, una enfermedad viral transmitida por garrapatas, que produce inflamación cerebral en ovejas.

Mi objetivo a largo plazo después de Edimburgo era ser investigador veterinario en la gran organización nacional de investigación aplicada, la Commonwealth Scientific and Industrial Research Organisation [Organización de Investigación Científica e Industrial de la Mancomunidad de Naciones], en Melbourne. Sin embargo, primero me desvié —pensé que temporalmente— a la John Curtin School of Medical Research [Escuela de Investigación Médica John Curtin], de la Universidad Nacional de Australia, para aprender sobre inmunidad celular, para así comprender mejor la reacción del portador ante los virus. Comencé mis experimentos con infecciones de virus en ratones de laboratorio en Canberra, en 1972, y así ingresé, por primera vez, a un ámbito de investigación médica sólido, dinámico, lleno de motivación intelectual. La historia de lo que sucedió a continuación en mi odisea científica se cuenta más adelante en este libro. No hace falta decir que nunca volví a trabajar en el mundo de la veterinaria.

Desde entonces he trabajado tanto en Australia como en Estados Unidos, pero gané el premio Nobel por un descubrimiento realizado en Canberra y por el andamiaje intelectual que Rolf Zinkernagel y yo creamos allí entre 1973 y 1975 para explicar nuestros descubrimientos. En apenas un par de años, ambos empezamos a ser vistos como figuras significativas en el mundo de la inmunología, estatus que hemos mantenido. El Nobel, desde luego, hace que todo ese asunto de la fama y la reputación pase a un liga diferente. La intensa atención inicial de los medios globales no perdura mucho más allá de la semana en que se entregan los premios en Suecia, pero el reconocimiento, ahora lo sé, dura mucho más e impregna el resto de tu vida. “Ganador del premio Nobel” se vuelve una permanente descripción de lo que uno es. Esa sostenida reputación se funda, por supuesto, tanto en el estatus del premio como en los logros del individuo reconocido con el Nobel.

¿Qué habría dicho el ingenuo y poco refinado estudiante de Oxley si hubiera podido asomarse a una bola de cristal y verse a sí mismo en Estocolmo años después, contemplando el Palacio Real desde el Grand Hotel? ¿Y qué habría pensado si alguien le hubiera dicho que poco más adelante le esperaban una carrera internacional y uno de los premios más prestigiosos del mundo? No estoy seguro de haber estado entonces plenamente consciente del estatus del Nobel, ni creo haber sabido los nombres de mis compatriotas que lo habían recibido. Ganar un Nobel no era algo que me hubiera propuesto como objetivo en la vida y, en lo que a mí toca, se trata de un fruto totalmente inesperado. ¿Por qué lo merecí yo?