Contar España - Jordi Canal - E-Book

Contar España E-Book

Jordi Canal

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Beschreibung

Sin traicionar el rigor del historiador profesional, pero con la sensibilidad del ensayista literario, Jordi Canal le da la vuelta a la famosa frase de Balzac, quien dijo que la novela cuenta la historia íntima de los pueblos. Aquí demuestra que también puede servir para entender la vida pública de los países. Contar España (Premio Premio Estandarte 2024 al Mejor Libro de Ensayo) propone un fascinante viaje a la España contemporánea a través de doce novelas. La Guerra de Independencia, con los Episodios nacionales, de Benito Pérez Galdós; el enfrentamiento entre liberales y carlistas, con Paz en la guerra, de Miguel de Unamuno; el caciquismo en el mundo rural, con Los Pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán; las persistencias del Antiguo Régimen, con Pequeñeces, del padre Coloma; las luchas del movimiento obrero y el anarquismo, con Aurora roja, de Pío Baroja; la cuestión africana, con Imán, de Ramón J. Sender; la Segunda República y la Guerra Civil, con Los cipreses creen en Dios, de José María Gironella; el exilio, con Campo francés, de Max Aub; el franquismo y el antifranquismo, con Veinte años y un día, de Jorge Semprún; la Transición democrática, con Anatomía de un instante, de Javier Cercas; las múltiples caras de la modernización, con Crematorio, de Rafael Chirbes y, finalmente, la violencia terrorista de ETA, con Patria, de Fernando Aramburu. Con todo ello queda patente que el historiador lector de novelas tiene en sus manos mejores herramientas para mostrarnos un pasado cuya naturaleza íntima con frecuencia se nos escapa; para hacer, en el fondo, una historia más humanizada y real. Las novelas forman ellas mismas parte de la historia, y su mirada aporta esa vida que a veces está oculta entre los datos.

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Seitenzahl: 275

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Contar España

Una historia contemporáneaen doce novelas

Colección

La espuma de los días7

 

 

 

 

Título:Contar España. Una historia contemporánea en doce novelas

© Jordi Canal, 2024

© De esta edición, Ladera Norte, 2024

Primera edición: noviembre de 2024

Diseño de cubierta y colección: ZAC diseño gráfico

© Detalle fotográfico de cubierta Vecteezy | romyrwood

Publicado por Ladera Norte, sello editorial de Estudio Zac, S.L.

Calle Zenit, 13 · 28023, Madrid

Forma parte de la comunidad Ladera Norte:

www.laderanorte.es

Correspondencia por correo electrónico a: [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones que marca la ley. Para fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra, diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos), en el siguiente enlace: www.conlicencia.com

ISBN: 978-84-1290-215-0

Índice

Prefacio

Introducción. El historiador como lector de novelas

UNA

La Guerra de la Independencia:

El 19 de marzo y el 2 de mayo, de Benito Pérez Galdós

DOS

Carlistas y liberales:

Paz en la guerra, de Miguel de Unamuno

TRES

Vida rural y caciquismo:

Los Pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán

CUATRO

La persistencia del Antiguo Régimen:

Pequeñeces, del P. Luis Coloma

CINCO

Mundo obrero y anarquismo:

Aurora roja, de Pío Baroja

SEIS

La cuestión africana:

Imán, de Ramón J. Sender

SIETE

Los años republicanos:

Los cipreses creen en Dios, de José María Gironella

OCHO

Guerra y exilios:

Campo francés, de Max Aub

NUEVE

Franquismo y antifranquismo:

Veinte años y un día, de Jorge Semprún

DIEZ

La Transición democrática:

Anatomía de un instante, de Javier Cercas

ONCE

Las caras de la modernización:

Crematorio, de Rafael Chirbes

DOCE

Nacionalismo y terrorismo:

Patria, de Fernando Aramburu

Bibliografía

Prefacio

Los historiadores y los apasionados de la historia deberían leer más novelas. Éstas permiten un interesante y singular acercamiento al pasado. Contar España. Una historia contemporánea en doce novelas presenta una mirada a los siglos del XIX al XXI a partir de la literatura. La historia española ha sido objeto de reconstrucción y reinterpretación por parte de los escritores. No es, evidentemente, la historia en el sentido en el que los historiadores usamos este término, pero también es una historia. De ella podemos sacar enseñanzas, pistas e inspiración, siempre desde el rigor —y el análisis crítico— que implica nuestro oficio y teniendo en cuenta, sobre todo, que las novelas están exclusivamente pensadas para ser leídas, de forma tan simple como grandiosa, como novelas. Tienen la capacidad de hacernos vivir otras vidas y otros tiempos. La imaginación literaria constituye un elemento indispensable para una historia más completa y compleja.

La selección de novelas que aquí propongo es, como no podía ser de otra manera, personal. En la lista se combinan las que tratan de su tiempo —de Los Pazos de Ulloa (1886) y Aurora roja (1904) a Patria (2016)— con otras que lo hacen de épocas recientemente pasadas, como las de Galdós; aquellas que forman parte del canon, de Unamuno a Cercas y Chirbes, con las que tuvieron un gran impacto en su momento, pero que han sido parcialmente olvidadas, como Pequeñeces (1891) o Los cipreses creen en Dios (1953), y, asimismo, las que responden a planteamientos realistas con las más experimentales. Obras y autores de primer nivel están ausentes: José Mª de Pereda, Clarín, Carmen Laforet, Camilo José Cela, Miguel Delibes, Carmen Martín Gaite, Ignacio Martínez de Pisón. Soy plenamente consciente de ello, pero solamente una docena tenían cabida en esta propuesta. No me he impuesto cuotas de ningún tipo. Cada novela está vinculada a un tema o a un momento, a la manera de un puzle posible de la historia contemporánea de España. En conjunto, cuentan España.

Una versión reducida de los capítulos de esta obra se ha publicado, a lo largo del año 2024, en la excelente revista de divulgación histórica La Aventura de la Historia. Agradezco muchísimo el gran trabajo de ilustración y edición que han hecho Óscar Medel y Víctor Úcar en sus páginas. El proyecto de la serie de artículos y de este libro es antiguo. Viene de lejos y ha ido madurando poco a poco. Sobre ello he mantenido un diálogo constante y constructivo con mi amigo y colega Pedro Rújula, que en todo momento me ha animado a llevarlo adelante. No quiero olvidarme de una persona que me impulsó a reflexionar sobre las relaciones entre historia y literatura: José-Carlos Mainer. Expuse y discutí algunos de los capítulos en mis seminarios del curso 2023-2024 de la EHESS de París. Mònica Ferrer, como siempre, ha leído y comentado todas las páginas de este libro, mejorándolo sensiblemente. Es una suerte tenerla a mi lado. Finalmente, Ricardo Cayuela, con el que había colaborado hace años en su etapa de responsable de la revista Letras Libres en España, acogió con entusiasmo el proyecto de esta obra y la ha cuidado hasta el más mínimo detalle para su presentación en público en la editorial Ladera Norte. A todos les doy aquí las gracias. Trabajar de esta manera es un lujo.

Introducción

El historiador como lector de novelas

Existen infinitas razones, desde lo más anecdótico a lo más íntimo, para leer novelas. En su discurso ante la Academia Sueca al recibir el Premio Nobel de Literatura, en 2010, Mario Vargas Llosa afirmaba: «Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. […] Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una». La literatura y, en particular, las ficciones, proseguía el autor de obras magistrales como La guerra del fin del mundo o La fiesta del Chivo, «además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad», ayudan a tender puentes entre las personas y nos convierten en más conscientes de la importancia de la libertad. Leer novelas, había escrito un par de décadas antes Luis Landero, «nos produce un placer bien extraño: un placer que está hecho de conocimiento, de sentimiento, de sensualidad: un placer donde de un modo acaso único se juntan en un pañuelo las facultades del alma y los cinco sentidos. Todo lo que somos es convocado en este acto solitario». A este primer nivel, esencial, el del individuo lector de novelas, quisiera añadir aquí un segundo nivel, el del individuo historiador como lector de novelas. Estamos ante dos campos complementarios y acumulativos y, a menudo, inseparables. En mi caso particular, me encanta leer novelas. Es una de mis principales pasiones confesables. Al mismo tiempo, como historiador, la lectura de algunas novelas me ilumina en mis empeños de reconstruir y comprender, además de contar, el pasado.

***

Las novelas ofrecen —al historiador, aunque no solamente— la posibilidad de acercarse al otro y de multiplicar las vidas. La filósofa estadounidense Marta C. Nussbaum, en Justicia poética (1995), lo ha denominado «imaginación literaria». A partir de una interesante lectura de Tiempos difíciles (1854), de Charles Dickens, Nussbaum se planteaba «la capacidad de imaginar en qué consiste vivir la vida de personas que podrían ser, dados algunos cambios circunstanciales, nosotros mismos o nuestros seres queridos». La autora lo aplicaba, específicamente, al campo del derecho, a jueces, fiscales y abogados: la imaginación literaria como imaginación pública. Imaginar al otro, comprenderlo mejor, vivir la vida de otras personas, en fin de cuentas, asegura una justicia más humana —la justicia poética, como recoge el título del libro— y, por ende, más justa. Sostenía Nussbaum que «la narrativa y la imaginación literaria no se oponen a la argumentación racional, sino que pueden aportarle ingredientes esenciales».

En una entrevista publicada en 1982 en la revista italiana Lotta Continua, Adriano Sofri formulaba la pregunta siguiente a Carlo Ginzburg: «¿Qué aconsejarías a los muchachos que quieren dedicarse a la historia?». La contestación era muy interesante: «Leer novelas, muchas novelas», afirmaba, sin demasiadas dudas, el historiador italiano. Las explicaciones que daba Ginzburg a fin de justificar esta respuesta eran las siguientes: «Porque la cosa fundamental en la historia es la imaginación moral, y en las novelas está la posibilidad de multiplicar las vidas, de ser el príncipe Andrei, de Guerra y paz, o el asesino de la vieja usurera de Crimen y castigo. Incluso los periódicos la incluyen más bien implícitamente, mucho más que suscitarla, y ello en la mejor de las hipótesis. Existe entonces el riesgo de un debilitamiento recíproco entre las propias noticias, o por el contrario, el hecho de dar por descontada una predisposición a esta imaginación moral. Muchos historiadores, por su parte, tienden a imaginar a los otros como si fueran iguales a ellos, es decir, personas aburridísimas».

Y, acto seguido, añadía: «La imaginación moral no tiene nada que ver con la fantasía, que prescinde del objeto y es narcisista —aunque puede ser, obviamente, óptima—. Esa imaginación quiere decir, por el contrario, sentir mucho más de cerca a ese asesino de la usurera, o a Natacha, o a un ladrón, un sentimiento que es, justamente, lo contrario del narcisismo».

Recuerdo que en una ocasión planteé en público esta cuestión, en un congreso celebrado en Costa Rica, y Roger Chartier me hizo observar que, para un historiador modernista como él, el teatro o la poesía podían resultar frecuentemente más interesantes que la novela. Tenía, sin duda, razón. Donde tecleo novela podría leerse también literatura. En otro orden de cosas, aunque Nussbaum y Ginzburg reflexionen sobre la imaginación a partir de los grandes novelistas del siglo XIX, sus conclusiones son aplicables a toda la novelística contemporánea, realista o no.

Una novela puede iluminar más adecuadamente, en ocasiones, un aspecto del pasado que cien documentos. Ello resulta especialmente evidente a la hora de acercarnos a los individuos, a los auténticos actores de la historia, que quizá han sido excesivamente olvidados en algunos momentos a favor de las estructuras, ya sean sociales o económicas, culturales o políticas. Sostenía Milan Kundera, en El arte de la novela (1986), que la historiografía «escribe la historia de la sociedad, no la del hombre». Las actitudes, reacciones, emociones o sentimientos, por ejemplo, frecuentemente inalcanzables para el historiador a partir del trabajo con sus fuentes más habituales, pueden ser a veces reconstruidas o, si se quiere, imaginadas a partir de la literatura. Los ejercicios de imaginación resultan, en este sentido, fundamentales.

En el prólogo de 1923 a la segunda edición de la novela Paz en la guerra (1897), ambientada en la Segunda Guerra Carlista (1872-1876) en la región de Bilbao, apuntaba Miguel de Unamuno: «En lo que se pensaba, se sentía, se soñaba, se sufría y se vivía en 1874, cuando brizaban mis ensueños infantiles los estallidos de las bombas carlistas, podrán aprender no poco los mozos, y aun los maduros de hoy». Seguir las aventuras de Pedro Antonio, Josefa Ignacia y su hijo Ignacio, Gambelu, el tío Pascual y la familia Arana permite imaginar un mundo y sentir muy de cerca a los carlistas y a los liberales vizcaínos. Algo tiene que ver todo eso con la intrahistoria, esto es, en palabras unamunianas, con la vida silenciosa de los hombres.

No otra cosa podría decirse, por ejemplo, de la fraternidad de Jean Macquart y Maurice Levasseur en el marco de la Guerra franco-prusiana (1870-1871), Sedán y la Comuna de París en la gran novela La debacle de Émile Zola, publicada en 1892. Madame Bovary (1857), de Gustave Flaubert, pongamos por caso, ha podido ser leída por Maurice Agulhon como una guía para penetrar, en Francia, en la emergencia de la política moderna en provincias. Las novelas cristeras mexicanas han resultado ser, asimismo, en la obra de Agustín Vaca, una extraordinaria vía de entrada a la recuperación de la presencia de las mujeres en la Cristiada, cuya historiografía se había caracterizado, en la mayoría de los casos, por presentarnos un conflicto casi eminentemente masculino. Los ejemplos podrían multiplicarse aquí, pero resulta difícil no citar a un escritor como Pío Baroja, tan preocupado precisamente por las intrincadas relaciones entre la narrativa y la verdad histórica.

En las novelas se encuentra, según Mario Vargas Llosa, un claro reflejo de la subjetividad de una época. Evidentemente, lo que en ellas resulta verdadero —verdad en las mentiras— se convierte, a lo sumo, tras un riguroso proceso de crítica y análisis histórico, en hipotéticamente verosímil. De esta manera avanza, la mayor parte de las veces, la disciplina histórica.

***

Otras dos razones se imponen a la hora de aconsejar, como Ginzburg, la lectura de novelas a los estudiantes, profesionales y apasionados de la Historia contemporánea. Las novelas tienen, en primer lugar, un papel importante en la historia. Forman parte de ella, como la existencia de una disciplina denominada Historia de la Literatura nos recuerda. No siempre las relaciones de ésta con la historia, también como disciplina, han resultado plácidas. Las divisiones e intereses académicos no siempre coinciden con los intereses y caminos del conocimiento. Las novelas no son ni una fuente ni un motivo ornamental, sino productos literarios a los que resulta imposible aproximarse sin la debida sensibilidad: «Leer una novela es un arte difícil y complejo. No sólo requiere gran sutileza perceptiva, sino también extraordinaria audacia imaginativa si queremos aprovechar todo lo que el novelista —el gran artista— nos ofrece», aseveraba Virginia Woolf. La literatura debe interesarnos como parte integrante de la propia reflexión histórica, lo que se produce, en palabras de Isabel Burdiel, «cuando se considera a los escritores, a sus creaciones y a sus personajes —y las posibles lecturas que suscitaron— como actores históricos por derecho propio, aunque con características expresivas peculiares».

En nuestro análisis nos interesan los textos, los contextos y los paratextos, así como los autores y los movimientos literarios y de las ideas, las recepciones y las lecturas. Todas estas cosas son objeto de historia. Una novela puede sugerir o fijar en la mente de muchos lectores una interpretación del pasado, como nos muestra el hecho de que los Episodios nacionales, de Benito Pérez Galdós, hayan permitido a varias generaciones de españoles aprender y disfrutar la historia del nacimiento y desarrollo de la España contemporánea, o que la historia gauchesca del estado brasileño de Rio Grande do Sul sea con harta frecuencia conocida a partir de la obra de Érico Veríssimo. O puede propiciar efectos de emulación fuera del estricto campo literario, impulsando modas o provocando cambios en formas de comportamiento —sexual o de otro tipo— o de percepción cultural. Algunos best sellers de los últimos tiempos podrían servir perfectamente de ejemplo. Por otra parte, no se debe confundir el género novela histórica con las novelas llenas de historia, que son prácticamente todas. La novela está también hecha de tiempo. Las denominadas novelas históricas resultan, casi siempre, las menos interesantes para el historiador lector de novelas. Comoquiera que sea, una novela puede ser un mundo.

Sostenía el escritor nicaragüense Sergio Ramírez que historia y literatura son hermanas siamesas. La novela en América Latina, apuntaba, «ha dado cabida siempre a lo inverosímil, porque lo inverosímil está en la realidad y en los hechos de la historia que por eso mismo nos llenan de perplejidad. Siempre nos hemos movido entre la sorpresa y el asombro, la exageración de lo real y la incredulidad ante lo verdadero, acostumbrados a ver la historia como novela y la novela como sustituto de la historia, porque ambas parecen vivir en el mismo territorio tan dual de la imaginación, como hermanas siamesas que son». Y, acto seguido, agregaba: «Es lo que deberíamos llamar la anormalidad constante. Y eso de que tantas veces no podamos distinguir entre hechos reales y hechos de la imaginación, hace que entre historia y novela se cree un tráfico de intercambios, y así, ambos se llegan a prestar sus instrumentos y sus procedimientos a la hora de narrar. Se supone que la literatura miente, y que la historia dice la verdad. ¿Pero quién miente a quién?».

Literatura e historia comparten una frontera. La disciplina o el oficio de historiador tiene unas reglas que nos reconocen como tal, entre las cuales la crítica y la cuestión de la verdad resultan centrales. Esta frontera deviene, en muchas ocasiones, altamente permeable. En ella, incluso, algunas obras excelentes se instalan conscientemente. Dos libros exitosos y publicados en los últimos lustros nos sirven de muestra: HHhH (2009), de Laurent Binet, o El impostor (2014), de Javier Cercas. El atentado contra Heydrich —HHhH, iniciales alemanas de las palabras de la frase «el cerebro de Himmler se llama Heydrich»— y la impostura de Enric Marco —ni deportado, ni, entre otras cosas más, prisionero en un campo nazi— conforman, respectivamente, los asuntos de dichos libros. «¿Qué puede ser más vulgar, en realidad, que un personaje inventado?», se pregunta, en un pasaje de la obra, el narrador de HHhH. De Cercas resulta necesario citar también Anatomía de un instante (2009). Trátase de novelas de no ficción. O, expresado de otra forma, de encuestas literarias de la historia. No deseo olvidarme aquí de una obra magnífica de esta misma naturaleza, pero con forma biográfica: Limónov (2011), de Emmanuel Carrère.

La novela constituye también una forma de conocimiento del pasado y del presente. Como escribiera Henning Mankell, a manera de colofón de El hombre inquieto (Den Orolige Mannen, 2009), la novela que termina con Kurt Wallander sumido progresivamente en la oscuridad, acompañado por su hija Linda, policía como él, y su nieta Klara: «Como la mayoría de los escritores, escribo para que el mundo resulte más comprensible, al menos en cierta medida, pues la ficción puede superar en ocasiones al realismo documental». Historia y literatura no se presentan ya como opuestas, sino como complementarias en tanto que formas, tan distintas como cercanas, de conocer e interpretar el pasado y el presente.

***

Las novelas pueden ayudar a los historiadores, en segundo lugar, a escribir mejor. La escritura es y debe ser una parte fundamental de su trabajo. Los historiadores españoles y latinoamericanos escriben normalmente bastante mal, aunque ya no vivamos por fortuna, a principios del siglo XXI, en épocas de feísmo extremo y total dejadez estilística. Existen, evidentemente, honrosas y meritorias excepciones. El problema no es exclusivo, sin embargo, ni de los historiadores ni tampoco de los que utilizan la lengua española. El sociólogo norteamericano Howard S. Becker, en su clásico libro Manual de escritura para científicos sociales (1986), reeditado y traducido en muchas ocasiones, aseguraba que «todo el mundo sabe que los sociólogos escriben muy mal» y, asimismo, que «algunos sociólogos muy reputados son notoriamente incomprensibles». En Raccontare la storia. Generi, narrazioni, discorsi (2004), Silvio Lanaro afirma que los historiadores italianos escriben muy mal. Comoquiera que sea, no se trata de una cuestión nueva, pero tampoco demasiado vieja. Ya a mediados del siglo XX, en Del conocimiento histórico (1954), Henri-Irénée Marrou se refería a algunos historiadores —británicos, por más señas— que se esforzaban en escribir mal, sacrificando la elegancia y la corrección, para asegurarse así ser tomados en serio.

En la inacabada Apología para la historia o el oficio del historiador, elaborada en la primera mitad de los años 1940, Marc Bloch recordaba que no existía ninguna contradicción en satisfacer al mismo tiempo la inteligencia y la sensibilidad del lector, e invitaba a no negar «a nuestra ciencia su parte de poesía». No obstante, entre la década de 1950 y la de 1980, la extendida confusión entre el rigor y la seriedad, de una parte, y el aburrimiento y la dejadez literaria, de otra, resultó altamente perniciosa. A lo largo de casi todo el siglo XX historia y literatura han mantenido unas relaciones que pueden ser calificadas, como mínimo, de distantes. La voluntad de los historiadores de construir una disciplina propia, avanzar en la profesionalización y presentarse como científicos o científicos sociales conllevó el rechazo, más o menos explícito, de todos aquellos elementos que pudieran asimilar su trabajo al de los narradores literarios. En este sentido, historia y literatura no podían compartir nada o casi nada.

Esta posición ha tenido efectos muy destacables en el campo historiográfico. En primer lugar, el abandono de la literatura como objeto de estudio y reflexión. La historia de la literatura constituye una materia que pertenece al terreno académico de la filología. En segundo lugar, el descuido por parte de los historiadores, de forma inconsciente o plenamente intencionada, de los aspectos formales y conceptuales de la escritura. Una cuidada escritura constituía, en este sentido, uno de los principales peligros que podía acechar a la supuesta cientificidad de la historia.

En mis años de formación universitaria escuché en muchas ocasiones sentencias del tipo «esto es literatura…» para referirse a textos de historia que, a juicio del emisor, presentaban problemas. Literatura era lo contrario de historia en todos los sentidos. Sin embargo, contraponer narración y argumentación es, como mínimo, tan equívoco como identificar narración y ficción, pues ni los dos primeros términos resultan excluyentes, ni los dos siguientes coinciden exclusiva y necesariamente. La obra de historia ideal —inalcanzable, por lo tanto, pero a la que debemos seguir aspirando siempre—, ha sostenido Krzysztof Pomian en Sobre la historia (1999), es aquella que consigue satisfacer de forma equilibrada las tres exigencias siguientes: hacer saber, hacer comprender y hacer sentir.

La relación entre historia y literatura afortunadamente está cambiando, sin embargo, desde hace unas pocas décadas. Estos lazos han sufrido algunas transformaciones que merecen ser destacadas y analizadas: desde la irrupción de las tesis discursivas de Hayden White —y la supuesta reducción de la historia a un relato como tantos otros— hasta el enorme éxito de la novela histórica y la biografía, pasando por la aparición de propuestas nuevas de escribir historia o por la aproximación cada vez más decidida de los literatos a los libros de historia y de los historiadores a las novelas y otros productos literarios, más allá de la simple y simplista consideración de estos como fuente auxiliar o de segundo orden. En los últimos tiempos, las obras de Ivan Jablonka han contribuido decisivamente al debate sobre todas las cuestiones anteriores. No debiéramos olvidar, sin embargo, algunos textos más antiguos o incluso clásicos, tan útiles por su excelencia ayer como hoy, como El deslinde (1944), de Alfonso Reyes, o De Historia y Literatura como elementos de ficción (2002), de Carmen Iglesias.

La escritura forma parte, al igual que la investigación en los archivos o las consultas bibliográficas, de la tarea básica del historiador. Y a ello necesita dedicar, en consecuencia, notorios esfuerzos. Los historiadores producen relatos —aunque no todos los relatos sean iguales ni tengan el mismo valor—; narran, en fin de cuentas. Como apuntara Roger Chartier en Au bord de la falaise. L’histoire entre certitudes et inquiétude (1998), el retorno al archivo y al relato ha reforzado la convicción entre los historiadores de que ellos también escriben textos, de que su discurso, al fin y al cabo, al margen de la forma, es siempre una narración. Escribir bien no significa esencialmente, aunque también, respetar las normas ortográficas y sintácticas.

La escritura resulta inseparable de la reflexión e investigación históricas. Cuando el ya citado Silvio Lanaro explica por qué los historiadores italianos escriben muy mal, destaca como principal razón el hecho de no plantearse, ni en términos teóricos ni tampoco prácticos, la cuestión de la escritura como elemento constitutivo de la investigación y de su misma articulación conceptual. Cada historia necesita una escritura particular. Pueblo en vilo (1968), del mexicano Luis González, constituye un precioso ejemplo de esta simbiosis entre el contenido y la forma escritural. Deberíamos añadir otra cuestión, frecuentemente obviada: cada público de historia necesita también una escritura particular. De hecho, no se elabora de la misma manera una tesis doctoral que un artículo de divulgación, o un artículo en una revista especializada que una obra de síntesis. Ni el tono, ni el aparato de notas y de bibliografía, ni la estructura, ni los niveles de detalle pueden ser los mismos. Pensar en el lector no es un capricho.

Una cuidada escritura, adecuada siempre al público al que los textos están dirigidos, no afecta ni a la rigurosidad ni a la cientificidad, pretendida o no, del producto, sino todo lo contrario. Los historiadores no solamente deberían escribir para los historiadores. Las reflexiones de Odo Marquard resultan perfectamente aplicables a nuestro campo: «Los filósofos que solo escriben para filósofos profesionales actúan de un modo casi tan absurdo como actuaría un fabricante de calcetines que solo fabricase calcetines para fabricantes de calcetines». Aunque no constituye el único problema que explique el fenómeno, resulta evidente que la suma de redactar pensando sólo en los colegas y, además, hacerlo mal ha provocado que los historiadores, con alguna notable exclusión, se hayan quedado sin lectores. Y, evidentemente, el hambre de historia de la sociedad, para decirlo en las palabras de John Lukacs en El futuro de la historia (2011), ha pasado a ser saciado por otros colectivos, sobre todo por literatos y por periodistas.

Leer novelas, muchas novelas, constituye, en definitiva, un excelente consejo para los historiadores, los estudiantes y los apasionados de la historia.

UNA

La Guerra dela Independencia

El 19 de marzo y el 2 de mayo, de Benito Pérez Galdós

En febrero de 1897 tuvo lugar el acto de recepción de Benito Pérez Galdós en la Real Academia Española. Pronunció el discurso de contestación Marcelino Menéndez Pelayo. El hecho de disentir en algunas ideas no constituía ni un impedimento para la amistad ni tampoco para elogiosas alusiones literarias. Recalcaba el sabio santanderino el mucho trabajo del escritor canario. Se refería, en particular, a los veinte volúmenes de los Episodios nacionales, dados a la imprenta entre 1873 y 1879. En los dedicados a la Guerra de la Independencia, abundantes en cuadros épicos, «el entusiasmo nacional se sobrepone a cualquier otro impulso o tendencia; la magnífica corriente histórica, con el tumulto de sus sagradas aguas, acalla todo rumor menos noble; y entre tanto martirio y tanta victoria sólo se levanta el simulacro augusto de la patria, mutilada y sangrienta, pero invencible, doblemente digna del amor de sus hijos por grande y por infeliz».

Destacaba Menéndez Pelayo el amor patrio y el entusiasmo y conciencia nacionales de estas novelas, así como su sentido educador: «Son los Episodios nacionales una de las más afortunadas creaciones de la literatura española en nuestro siglo; un éxito sinceramente popular los ha coronado: el lápiz y el buril los han ilustrado a porfía; han penetrado en los hogares más aristocráticos y en los más humildes, en las escuelas y en los talleres; han enseñado verdadera historia a muchos que no la sabían; no han hecho daño a nadie, y han dado honesto recreo a todos, y han educado a la juventud en el culto de la patria». La elaboración de unos Episodios nacionales extractados para el uso de los niños iba a abundar en esta última afirmación. En aquellas narraciones de historia, Pérez Galdós era, en opinión de Menéndez Pelayo, un auténtico novelista español, por encima de querellas ideológicas y partidistas.

Los Episodios podían ser leídos por unos y otros, por esos Fulanos y Menganos que habitaban España y que, en el pasado, habían sido, como reflejaba don Benito, los verdaderos hacedores de su historia. Por esa razón, escribía en el exilio Álvaro de Albornoz, en 1943, podemos considerarnos al disfrutarlos «los hijos de nuestro tiempo, los hijos de la España del siglo XIX». Con perspicacia y desde su óptica liberal, Pérez Galdós identificaba en la Guerra de Independencia de 1808 a 1814 el surgimiento de la nación y del Estado nación españoles. A su sufrido desarrollo y consolidación están dedicados, precisamente, los Episodios nacionales, que eran, como afirmara ya en 1880 Clarín, «la novela mejor pensada, más inspirada y de forma más bella de cuantas se han publicado en España en todo el siglo».

Contar la historia de la nación, contar España, en fin de cuentas, era asimismo un poderoso elemento nacionalizador —como lo suponían, paralelamente, la historia académica de Modesto Lafuente o de Antonio Pirala, las excavaciones arqueológicas de Numancia, los museos o la pintura de historia—. Los Episodios nacionales eran, por encima de todo, nacionales. Durante mucho tiempo la bandera rojigualda figuró en el fondo de las cubiertas de cada uno de los libros que los conformaban, solamente sustituida por la tricolor republicana en 1931, cuando, según la nueva Constitución, ésta se convirtió en la nueva enseña oficial de España. No se equivocaba Azorín al decir que estas obras galdosianas habían contribuido decisivamente a «crear una conciencia nacional».

Gabriel Araceli

En 1873 se publicó El 19 de marzo y el 2 de mayo. Aquel año su autor cumplía los 30. Había nacido Benito Pérez Galdós el 10 de mayo de 1843 en Las Palmas de Gran Canaria, en una familia que podemos clasificar como de clase media. Vivió en Madrid desde septiembre de 1862. Se matriculó en la Universidad Central, pero aprovechó poco los estudios de Derecho. La escritura iba a convertirse poco a poco en su entretenimiento, en su oficio y en su pasión.

En Madrid fue testigo de la crisis del reinado isabelino, así como de las agitaciones y esperanzas —convertidas, al final, en decepciones— del Sexenio Democrático (1868-1874). Ambos momentos marcaron profundamente su trayectoria vital y aportaron preciados materiales para su futuro quehacer literario. Colaboró abundantemente en la prensa: La Nación, Revista del Movimiento Intelectual de Europa, Las Cortes, La Ilustración de Madrid, El Correo de España o La Guirnalda. Dirigió el diario El Debate, fundado en enero de 1871 por su amigo José Luis Albareda.

Algunos de sus textos más conocidos vieron la luz en la prestigiosa Revista de España, entre 1870 y 1873. Publicó artículos sobre política y literatura, además de adelantar fragmentos, más o menos extensos, de futuras novelas. A principios de los setenta, Galdós dio a la estampa La Fontana de Oro (1870), La sombra (1870) y El audaz (1871).

En 1873, pocos meses antes de El 19 de marzo y el 2 de mayo, aparecieron Trafalgar y La corte de Carlos IV, las dos primeras entregas de lo que se presentaba como los Episodios nacionales. Cuatro volúmenes, en total, salieron a la calle en 1873 y cinco en 1874, que, junto con otro añadido en 1875 formaron la decena de la llamada primera serie, que reconstruía literariamente la historia de España durante la Guerra de la Independencia (1808-1814) y sus precedentes. El ritmo era endiablado. Y lo siguió siendo con posterioridad, en otros episodios, novelas, obras de teatro o artículos. La escritura era, en Galdós, una forma de vida.

El protagonista, Gabriel Araceli, se convierte en su vejez en el narrador de los diez volúmenes, excepto en uno, el episodio Gerona, en el que únicamente introduce y despide el relato. Trafalgar y La corte de Carlos IV constituyen una suerte de largo prefacio: narran la niñez y la adolescencia gaditanas y madrileña de Gabriel y la prehistoria de la Guerra de la Independencia. Presentan al lector, en fin de cuentas, al hombre y a su patria, a la que el primero irá descubriendo y amando. Los destinos del joven Gabriel y la joven España, que estaba entrando en la contemporaneidad, acaban convirtiéndose en inseparables. Como en las otras novelas de la primera serie, en El 19 de marzo y el 2 de mayo los planos de la historia y de la ficción resultan interdependientes y se entrecruzan permanentemente en su tejido literario. Desde el mismo título se sugería la especificidad de este volumen, consistente en un par de episodios incluidos en un único tomo. Dos fechas y dos escenarios —Aranjuez, Madrid— daban lugar, lógicamente, a un par de secciones, unidas por los capítulos que transcurren en la capitalina tienda de los Requejo, que constituyen la parte más folletinesca de la novela.

El motín de Aranjuez y sus precedentes inmediatos enmarcan las visitas semanales de Gabriel a su amada Inés, que vive allí con el tío párroco Celestino Santos del Malvar, que se enorgullece de ser «paisano» de Godoy. Aunque supuestamente hija de una costurera madrileña, la certeza de que la madre de Inés era una gran señora de la Corte, Amaranta, va a desatar codicia y enredos. Gabriel e Inés —17 y 16 años, respectivamente— contemplan juntos, en Madrid, el amanecer del día 2 de mayo, con un cielo anunciador de rojos presagios, teñido de «un vivo color de sangre».

De 1873 a 1808

El análisis de El 19 de marzo y el 2 de mayo obliga a una reflexión sobre la distancia temporal entre los hechos narrados y la escritura de la novela: de 1808 a 1873. Fue elaborada en pleno Sexenio Democrático y, más concretamente, durante el reinado de Amadeo I (1871-1873). Esta corta etapa iba a resultar agitadísima y la renuncia del monarca abocó a España a la Primera República. En aquellos años, las insurrecciones, las crisis de gobierno, la guerra en Cuba, los ecos de la Comuna de París de 1871, el internacionalismo, la Segunda Guerra Carlista (1872-1876) y el cantonalismo convirtieron el país en un polvorín.

El liberal Galdós —estuvo al frente del diario El Debate, creado en 1871, liberal-moderado y amadeísta— vivió con inquietud aquellos momentos y los ecos de su preocupación se reflejaron naturalmente en su obra. Era, por aquel entonces, un autor optimista, liberal y adepto en literatura del realismo. En la novela El 19 de marzo y el 2 de mayo, los desórdenes de su época se proyectan sobre marzo de 1808, mientras que las esperanzas están puestas en el pueblo mitificado del 2 de mayo.