Cleopatra, según dicen los arqueólogos, era
fea. Pericles era deforme, Sócrates sucio, Homero ciego, Napoleón
pequeño. Nadie recuerda la cara ni el cuerpo de ningún actor del
teatro The Globe de Shakespeare; Shakespeare mismo era un hombre
común, casi tan común como Mahoma o Cristo. Nadie se dio el trabajo
de alabar su físico en vida. Yo, en cambio, viví de niño y
adolescente rodeado de héroes bellos. Actrices y modelos, por
cierto, pero también políticos como el Che Guevara, cantantes como
Jim Morrison, poetas como Rimbaud, actores como James Dean,
presentes en afiches y rayados en los muros, referentes obligados
de todo debate. Imágenes que reemplazaban mil palabras. La belleza
fue para mi generación un argumento político más, una forma de
convicción que se nos impuso sin preguntarnos, un atributo
inevitable del poder ejercido por hombres y mujeres de mediana de
edad, aparentemente sanos, sonrientes, ejecutivos de sí mismos que
bajan y suben de helicópteros y limusinas con la agilidad y el
bronceado del gimnasio.
La foto de Yalta en
febrero de 1945 fue una especie de despedida: Churchill como último
líder mundial con derecho a la gordura; Roosevelt, el último
presidente norteamericano que pudo guardar como un secreto su
invalidez; Stalin, el último revolucionario con cuerpo y cara de
funcionario que convirtió en motivo de culto sus bigotes sobre una
cara regordeta y un ceño fruncido de eterna desconfianza que al
comunista fanático le recordaba el papá que no tuvieron. Eran más
jóvenes de lo que les gustaba mostrarse, no buscaban ser sanos o
atléticos. Los unía, más allá de cualquier otra cosa, eso. Mientras
Mussolini y Hitler se exhibían como campeones que no tienen frío ni
calor, como acróbatas que se lanzan
por encima de sus cuerpos a galvanizar las masas, los líderes de
Yalta hacían válidos sus resfríos, sus caras de poco contento, sus
inevitables figuras de jubilados en esta ciudad para tuberculosos
en que Chéjov escribió los mejores cuentos sobre la debilidad
inexpugnable del hombre común.
Los héroes de nuestros
tiempos no tienen invalidez que mostrar, no engordan, aunque tengan
hijos no son el padre de nadie, una tribu de guardaespaldas los
sigue mientras hacen
footing alrededor de la Casa Blanca. Se enferman en
secreto, se estiran la cara para no envejecer, se casan con
modelos, son ellos mismos modelos, karatecas, profesores de
bluyines y coletas. El rostro de los héroes musculosos, decididos,
cuadrados, que al principio ilustraba la portada de los
manifiestos, se convirtió en el manifiesto mismo. El cuerpo, el
rostro, heredado y tribal, gobernaban por sobre la razón,
desprestigiada por no ser capaz de concebir una imagen de ella
medianamente atractiva.
La belleza, en especial ese tipo directo y
fatal de belleza de los afiches y los comerciales, la belleza
evidente que se convirtió en mi adolescencia y juventud en la
principal moneda de intercambio del mundo. Un mundo que concibió
como una fatalidad inevitable la desigualdad del ingreso, la
especulación financiera sin fin ni control. Un mundo que pensaba
que su orden era justamente el crecimiento sin fin del producto, la
lucha desatada de los apetitos, el brillo, la ligereza, todo lo que
se puede comprender de un solo vistazo, todo eso que sabemos cuando
vemos un rostro o un cuerpo bello, la idea de que la injusticia, la
excepción, la desigualdad no son solo una realidad que debemos
asimilar, sino también un sueño en que nos gusta de vez en cuando
acurrucarnos.
Fue una fiesta de la que
decidí no participar. Me despeiné lo que pude. Evité cualquier
señal visible de poder. No fui feo siquiera, sino esa cosa más
imperdonable en estos tiempos, que es ser descuidado. No pude, sin
embargo, encerrado en mi pieza bailar la música de los vecinos. No
quise ser bello porque no quería morir joven. La belleza
era inmortal porque sabía morir antes de que sus proporciones, su
exactitud y su frescor se marchitaran. El sistema productivo entero
aprendió la lección, la durabilidad de un producto se convirtió en
un atributo inútil. Los sistemas operativos, los iPod se hicieron
iPad, el MacBook renovaba cada año su versión. De lo antiguo se
admiraba justamente su inutilidad. Sabía pocas cosas de niño,
aunque sabía una muy bien: no tenía permiso (de mi mamá, de mi
país) para morir. No quería que me mataran, no quería ser uno de
esos a los que mataban. Todo eso me prometía la belleza. El resto
de mi vida he visto cumplir una y otra vez esa promesa: la muerte,
siempre la muerte, tan bella y terrible, tan impasible y decisiva.
Porque solo en la muerte la belleza cumple su sentido.
Me apuro, confundo, quiero demasiado luego
llegar al final. Quizás es necesario, antes de continuar, que les
presente mis cartas credenciales.
Shirley Temple reencarnada
Sé de lo que hablo. Aunque parezca imposible a
la luz de mis fotos actuales, yo fui alguna vez parte del clan de
los bellos. Durante mis primeros doce años de vida, me acostumbré a
posar para toda suerte de fotógrafos y estudiantes de cine.
Reencarnación apenas masculina de Shirley Temple, jugaba con mi
pálida cara redonda y mis largos rizos de cabellera negra. Mis
pésimas notas en el colegio eran perdonadas por la profesora, que
veía en mí una versión idealizada de un hijo que nunca tuvo.
Atravesaba entonces la calle sin mirar el semáforo, protegido por
un aura que desconocía y que obligaba a los motoristas a frenar y
destrozarse la cabeza sin rozarme siquiera. Me acostumbré a caminar
solo en el patio sin sentir la más mínima sensación de soledad.
Siempre rodeado de niñas que querían jugar conmigo sin que lo
pidiera. Nunca sentí ganas de conquistar a ninguna de ellas.
Era un niño bonito: poseía algo que no había
ganado, que no había luchado por tener, que era mío por azar. Sin
necesidad de cometer ninguna injusticia, era siempre injusto.
Privilegiado de nacimiento, era cruel jugando solo o con alguien.
Era yo –supe de pronto–, y los niños lindos como yo, quienes
impedíamos que se hiciera realidad el famoso socialismo del que
hablaban siempre en casa. Porque incluso ganando todos el mismo
sueldo, viviendo en el mismo barrio, teniendo la misma educación,
seguirían naciendo niños más bellos que otros.
¿Eran Dios en su bondad o los genes que
heredé de algún modo «capitalistas»? Eliminado el dinero y la
especulación, ¿no seguirían nuestros apetitos sexuales las mismas
leyes de oferta y demanda que supuestamente regían nuestro consumo?
Podían abolirse todos los mercados, pero seguirá el mercado del
sexo o del amor con sus niños de anteojos y frenillos, con sus
niñas gordas salpicadas de huellas de peste cristal mal cuidada,
caminando solas en el gimnasio. No tuve tiempo de responder esa
pregunta. Pronto, demasiado pronto pienso, mis dientes se quebraron
jugando
handball. Mi cuerpo suspendido en el aire ¿cuántos
segundos? Menos de uno, tiempo suficiente para ver mis dientes
contra el suelo de asfalto, la sangre saliendo de mi boca de manera
exagerada, creando un charco, un profesor llevándome de urgencia a
la enfermería, los otros niños presenciando la escena,
horrorizados, aterrados.
Suspendido en el aire,
vi mi rostro ya desvirgado, liberado, espantado, extasiado de no
tener que ser blanco, pulcro y simétrico, obligado por defecto a
ser gracioso. Entonces mi cara comenzó a ser de alguien que ya no
era un niño. Contemplé en la nada del asfalto la imagen de un
rostro incompleto, como si fuera un borrador que adelantaba lo que
vendría. Una nariz larga, cejas demasiado negras y densas, el
rostro famélico, muy hinchado después, un cuello tragado por el
imperativo de una cabeza exageradamente grande para un cuerpo que
se quedó en la infancia, que no quiso crecer ni existir del todo,
temeroso de las malas noticias que
siempre terminan por traer consigo el colon, el páncreas, los
brazos, los pulmones, la espalda y todo el resto de malestares que
se padecen en la medianía de la vida.
No pude ser bello, pero pude ser yo.
Esos dientes rotos de descalcificación que
una dentista me ofreció el otro día reconstruir, blancos y largos
como habrían sido sin el accidente. Lo hizo, lo vi.
«¿Qué pasa? ¿No te gusta?», me preguntó. La
inocencia y la blancura, pensé. La cara que nadie golpeó todavía.
La impunidad, la asquerosa impunidad. Eso no soy yo. Al centro de
mi sonrisa esa falla geológica, esa huella malherida sobre la que
me paro. ¿Puedes dejarlos como antes, doctora? ¿Puedes volver a
limarlos, a golpearlos, a ensuciarlos lo suficiente para que sean
míos? Le pedí que los dejara rotos y amarillos para poder así
reconocerme en el espejo cada mañana.
Salté demasiado alto ese día. Confié en mi
cuerpo justo cuando no tenía que confiar. Perdí la inmunidad
diplomática. Entré herido a la edad en que todo te hiere. No hice
más que confirmar el mal. Ya no podría ser bello. Mis ídolos ya no
serían los James Dean: comenzarían a ser los filósofos, escritores
desaliñados, a quienes admiré, mucho antes que por las ideas
presentes en sus libros, por su desprecio a la novedad de la moda,
el peinado y el cuidado de la salud. Entré al arte justo cuando
había renunciado a cualquier especie de belleza. Supe que eso era
el arte: una lucha contra la belleza con sus propias armas.
Bomberos que admiran y conocen mejor que nadie el fuego que apagan.
Me hice parte de la tribu de los despeinados, los descuidados que
tienen cuerpo a contracorriente, que seducen sin mostrarse, que
dedican un ansia infinita en seducir una belleza que siempre
encuentran amarga, como dijo Arthur Rimbaud, ese pobre niño
demasiado lindo para su edad que hizo lo posible y lo imposible
para aplastar esa ventaja y morir sin piernas en el
desierto.
Ayudé como pude a la obesidad, a la torpeza,
a la vejez para convertirme en un fugitivo. Perdí la virginidad a
los veintiséis años. Multipliqué los amores platónicos, bailé a
escondidas con todo el esplendor de mi cuerpo perdido. Descuidé mi
apariencia como si eso me pudiera permitir aparecer y desaparecer
cuantas veces quisiera. No controlé nunca del todo esa posibilidad.
Convertí mi timidez en una temeridad, en una costumbre. Algunas
mujeres descubren ahora que no soy tan feo como se supone que soy.
Les explico que por parte, ojos, boca, nariz, soy todavía el niño
casi perfecto que fui; solo el total, solo la unión de las partes
esconde justamente ese secreto. Eso quiero, les miento, eso quiero,
es lo único que quiero, ser bello solo para ti. Eso quiero, que la
belleza sea como una mancha de nacimiento o un pie plano, un
secreto que tú y yo debemos esconder hasta el final. Un enemigo que
nos permitimos a escondidas admirar.
Zeus y Apolo
De alguna forma, la fealdad de mi cuerpo sin
cuello fue una conquista, mi única conquista. Escogí entonces entre
el panteón de los héroes como único ídolo posible a Charles
Chaplin. Charlot, el vagabundo, era como yo: un inmigrante
empujado, humillado, burlado pero siempre victorioso en las
películas gracias a su agilidad, su ingenio e ingenuidad. Todo en
él, como en mí por ese entonces, era puro instinto, es decir, pura
estrategia. Su afiche reemplazó en mi pieza al del Che
encendiéndole un habano a Fidel Castro, ahí donde se encarnaba del
modo más perfecto el poder de los bellos o la belleza misma del
poder, que era finalmente mi peor enemigo.
Los dos líderes de la revolución –cubana primero y mundial
después– jugaban sobre mi cama de niño a ser dioses griegos. Era el
sentido mismo de sus barbas. Fidel, el Zeus cubano encargado del
rayo, y el Che, el Apolo internacional, dueño del sol. Rabioso
y todopoderoso el mayor,
elusivo y distante el otro, se levantaban ambos sobre la tumba de
Dionisio, alias Camilo Cienfuegos, otro barbudo mítico ya muerto a
la hora de la foto en extrañas circunstancias nunca del todo
aclaradas, o aclarada de forma cubana, es decir de una forma que
solo aumenta las dudas.
Mitología arcaica, la de la Revolución
cubana, donde todo era castigo, fuerza, guerra. Barba, juventud,
metralleta, gritos, palabras altisonantes, lemas y discursos que
duraban horas. Todo en la Revolución cubana estaba orientado hacia
el récord, el músculo, la voluntad. Y, sin embargo –ahí empezaba la
trampa–, ese discurso atraía ante todo y sobre todo a las mujeres.
Las mismas mujeres que eran vistosamente alejadas de la primera
línea del poder. Muchas habían peleado en las filas de la
revolución, muchas habían dado su vida por ella, otras trabajaban
de manera ciega, pero, a la hora de los héroes, estos eran machos
totales que escondían a sus esposas, que vivían libre de afeite,
con el mismo uniforme todos los días, riendo de chistes de
colegiales, administrando el país y la guerra como si fuesen parte
de su cuerpo mismo.
No sabía, aunque creo que lo sospechaba
recónditamente, que esta era una revolución dentro de la
revolución. Yo no tenía la menor idea de los horrores pasados ni
del porvenir de la Revolución cubana, pero olía en su iconografía
su principal defecto, que es al mismo tiempo su principal
atractivo: el Che y Fidel nos enseñaban a ser machos justo cuando,
en enero de 1959, ser macho había dejado de ser completamente
posible. Nos volvían a permitir que fuéramos grandes, fuertes,
enarbolando una fálica metralleta sin convertirnos necesariamente
en los malos de la película, en fascistas desalmados, en invasores
imperialistas o, simplemente, en un gorila violento. Sus sombras
hacían nuevamente posible, después de Auschwitz e Hiroshima,
después de Wagner y Nietzsche, la epopeya.
Me alarmaba además otra
incoherencia. Los militares nos habían expulsado de Chile. Los
había visto entrar en mi casa entre ruidos y gritos, ostentando esa
masculinidad exacerbada, esas risotadas de macho
que animaban también a los dos señores de uniforme y barba de la
foto. ¿Por qué entonces mis padres, que habían sido víctimas de las
risas en uniforme, admiraban justamente a esos dos uniformados
encendiéndose mutuamente sus cigarros? ¿Los militares desordenados
y despeinados eran buenos, mientras que los afeitados y de pelo
corto eran malos? ¿La bondad y la maldad eran entonces un asunto
puramente capilar?