Contra la inocencia - Rafael Gumucio - E-Book

Contra la inocencia E-Book

Rafael Gumucio

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Beschreibung

Estar contra todo y todos parece la actitud más adolescente posible. Pero estar contra cualquier atisbo de totalitarismo, ya sea estético, subjetivo o político, resulta una tarea compleja. Y Contra la inocencia cumple a cabalidad ese objetivo. Pues en estos ensayos iconoclastas se hilvana una escritura fluida y aguda, a ratos íntima, que inspecciona con profundidad en las paradojas del individuo moderno. Gumucio exhibe así la perversión que encubre cualquier cuerpo que posea una belleza extrema, la profunda violencia del animalismo radical, la esencia malvada de la política o la imposibilidad de apropiarse de la muerte y sus relatos. En Contra la inocencia encontramos altas dosis del mejor género ensayístico: las ideas se van hilvanando con humor y ferocidad, dando pie a las contradicciones que demanda cualquier acto reflexivo. Gumucio aniquila la moralista división entre alta y baja cultura que suele ejercer la academia y con erudición reflexiona prescindiendo de cualquier cita autorizada, tachando todo totalitarismo.

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Rafael Gumucio

Contra la inocencia

ISBN: 978-956-9131-91-2
Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com).

Contra la Inocencia

Rafael Gumucio

Contra la inocencia

Rafael Gumucio

ISBN: 978-956-9131-61-5
RPI: 267.660
De esta edición
© Alquimia Ediciones, 2016
Colección: Estados de Excepción
Edición: Aldo Perán
Dirección colección: Guido Arroyo
Diseño editorial: Nicolás Sagredo

Contra la belleza

Cleopatra, según dicen los arqueólogos, era fea. Pericles era deforme, Sócrates sucio, Homero ciego, Napoleón pequeño. Nadie recuerda la cara ni el cuerpo de ningún actor del teatro The Globe de Shakespeare; Shakespeare mismo era un hombre común, casi tan común como Mahoma o Cristo. Nadie se dio el trabajo de alabar su físico en vida. Yo, en cambio, viví de niño y adolescente rodeado de héroes bellos. Actrices y modelos, por cierto, pero también políticos como el Che Guevara, cantantes como Jim Morrison, poetas como Rimbaud, actores como James Dean, presentes en afiches y rayados en los muros, referentes obligados de todo debate. Imágenes que reemplazaban mil palabras. La belleza fue para mi generación un argumento político más, una forma de convicción que se nos impuso sin preguntarnos, un atributo inevitable del poder ejercido por hombres y mujeres de mediana de edad, aparentemente sanos, sonrientes, ejecutivos de sí mismos que bajan y suben de helicópteros y limusinas con la agilidad y el bronceado del gimnasio.

La foto de Yalta en febrero de 1945 fue una especie de despedida: Churchill como último líder mundial con derecho a la gordura; Roosevelt, el último presidente norteamericano que pudo guardar como un secreto su invalidez; Stalin, el último revolucionario con cuerpo y cara de funcionario que convirtió en motivo de culto sus bigotes sobre una cara regordeta y un ceño fruncido de eterna desconfianza que al comunista fanático le recordaba el papá que no tuvieron. Eran más jóvenes de lo que les gustaba mostrarse, no buscaban ser sanos o atléticos. Los unía, más allá de cualquier otra cosa, eso. Mientras Mussolini y Hitler se exhibían como campeones que no tienen frío ni calor, como acróbatas que se lanzan por encima de sus cuerpos a galvanizar las masas, los líderes de Yalta hacían válidos sus resfríos, sus caras de poco contento, sus inevitables figuras de jubilados en esta ciudad para tuberculosos en que Chéjov escribió los mejores cuentos sobre la debilidad inexpugnable del hombre común.

Los héroes de nuestros tiempos no tienen invalidez que mostrar, no engordan, aunque tengan hijos no son el padre de nadie, una tribu de guardaespaldas los sigue mientras hacen footing alrededor de la Casa Blanca. Se enferman en secreto, se estiran la cara para no envejecer, se casan con modelos, son ellos mismos modelos, karatecas, profesores de bluyines y coletas. El rostro de los héroes musculosos, decididos, cuadrados, que al principio ilustraba la portada de los manifiestos, se convirtió en el manifiesto mismo. El cuerpo, el rostro, heredado y tribal, gobernaban por sobre la razón, desprestigiada por no ser capaz de concebir una imagen de ella medianamente atractiva.

La belleza, en especial ese tipo directo y fatal de belleza de los afiches y los comerciales, la belleza evidente que se convirtió en mi adolescencia y juventud en la principal moneda de intercambio del mundo. Un mundo que concibió como una fatalidad inevitable la desigualdad del ingreso, la especulación financiera sin fin ni control. Un mundo que pensaba que su orden era justamente el crecimiento sin fin del producto, la lucha desatada de los apetitos, el brillo, la ligereza, todo lo que se puede comprender de un solo vistazo, todo eso que sabemos cuando vemos un rostro o un cuerpo bello, la idea de que la injusticia, la excepción, la desigualdad no son solo una realidad que debemos asimilar, sino también un sueño en que nos gusta de vez en cuando acurrucarnos.

Fue una fiesta de la que decidí no participar. Me despeiné lo que pude. Evité cualquier señal visible de poder. No fui feo siquiera, sino esa cosa más imperdonable en estos tiempos, que es ser descuidado. No pude, sin embargo, encerrado en mi pieza bailar la música de los vecinos. No quise ser bello porque no quería morir joven. La belleza era inmortal porque sabía morir antes de que sus proporciones, su exactitud y su frescor se marchitaran. El sistema productivo entero aprendió la lección, la durabilidad de un producto se convirtió en un atributo inútil. Los sistemas operativos, los iPod se hicieron iPad, el MacBook renovaba cada año su versión. De lo antiguo se admiraba justamente su inutilidad. Sabía pocas cosas de niño, aunque sabía una muy bien: no tenía permiso (de mi mamá, de mi país) para morir. No quería que me mataran, no quería ser uno de esos a los que mataban. Todo eso me prometía la belleza. El resto de mi vida he visto cumplir una y otra vez esa promesa: la muerte, siempre la muerte, tan bella y terrible, tan impasible y decisiva. Porque solo en la muerte la belleza cumple su sentido.

Me apuro, confundo, quiero demasiado luego llegar al final. Quizás es necesario, antes de continuar, que les presente mis cartas credenciales.

Shirley Temple reencarnada

Sé de lo que hablo. Aunque parezca imposible a la luz de mis fotos actuales, yo fui alguna vez parte del clan de los bellos. Durante mis primeros doce años de vida, me acostumbré a posar para toda suerte de fotógrafos y estudiantes de cine. Reencarnación apenas masculina de Shirley Temple, jugaba con mi pálida cara redonda y mis largos rizos de cabellera negra. Mis pésimas notas en el colegio eran perdonadas por la profesora, que veía en mí una versión idealizada de un hijo que nunca tuvo. Atravesaba entonces la calle sin mirar el semáforo, protegido por un aura que desconocía y que obligaba a los motoristas a frenar y destrozarse la cabeza sin rozarme siquiera. Me acostumbré a caminar solo en el patio sin sentir la más mínima sensación de soledad. Siempre rodeado de niñas que querían jugar conmigo sin que lo pidiera. Nunca sentí ganas de conquistar a ninguna de ellas.
Era un niño bonito: poseía algo que no había ganado, que no había luchado por tener, que era mío por azar. Sin necesidad de cometer ninguna injusticia, era siempre injusto. Privilegiado de nacimiento, era cruel jugando solo o con alguien. Era yo –supe de pronto–, y los niños lindos como yo, quienes impedíamos que se hiciera realidad el famoso socialismo del que hablaban siempre en casa. Porque incluso ganando todos el mismo sueldo, viviendo en el mismo barrio, teniendo la misma educación, seguirían naciendo niños más bellos que otros.
¿Eran Dios en su bondad o los genes que heredé de algún modo «capitalistas»? Eliminado el dinero y la especulación, ¿no seguirían nuestros apetitos sexuales las mismas leyes de oferta y demanda que supuestamente regían nuestro consumo? Podían abolirse todos los mercados, pero seguirá el mercado del sexo o del amor con sus niños de anteojos y frenillos, con sus niñas gordas salpicadas de huellas de peste cristal mal cuidada, caminando solas en el gimnasio. No tuve tiempo de responder esa pregunta. Pronto, demasiado pronto pienso, mis dientes se quebraron jugando handball. Mi cuerpo suspendido en el aire ¿cuántos segundos? Menos de uno, tiempo suficiente para ver mis dientes contra el suelo de asfalto, la sangre saliendo de mi boca de manera exagerada, creando un charco, un profesor llevándome de urgencia a la enfermería, los otros niños presenciando la escena, horrorizados, aterrados.
Suspendido en el aire, vi mi rostro ya desvirgado, liberado, espantado, extasiado de no tener que ser blanco, pulcro y simétrico, obligado por defecto a ser gracioso. Entonces mi cara comenzó a ser de alguien que ya no era un niño. Contemplé en la nada del asfalto la imagen de un rostro incompleto, como si fuera un borrador que adelantaba lo que vendría. Una nariz larga, cejas demasiado negras y densas, el rostro famélico, muy hinchado después, un cuello tragado por el imperativo de una cabeza exageradamente grande para un cuerpo que se quedó en la infancia, que no quiso crecer ni existir del todo, temeroso de las malas noticias que siempre terminan por traer consigo el colon, el páncreas, los brazos, los pulmones, la espalda y todo el resto de malestares que se padecen en la medianía de la vida.
No pude ser bello, pero pude ser yo.
Esos dientes rotos de descalcificación que una dentista me ofreció el otro día reconstruir, blancos y largos como habrían sido sin el accidente. Lo hizo, lo vi.
«¿Qué pasa? ¿No te gusta?», me preguntó. La inocencia y la blancura, pensé. La cara que nadie golpeó todavía. La impunidad, la asquerosa impunidad. Eso no soy yo. Al centro de mi sonrisa esa falla geológica, esa huella malherida sobre la que me paro. ¿Puedes dejarlos como antes, doctora? ¿Puedes volver a limarlos, a golpearlos, a ensuciarlos lo suficiente para que sean míos? Le pedí que los dejara rotos y amarillos para poder así reconocerme en el espejo cada mañana.
Salté demasiado alto ese día. Confié en mi cuerpo justo cuando no tenía que confiar. Perdí la inmunidad diplomática. Entré herido a la edad en que todo te hiere. No hice más que confirmar el mal. Ya no podría ser bello. Mis ídolos ya no serían los James Dean: comenzarían a ser los filósofos, escritores desaliñados, a quienes admiré, mucho antes que por las ideas presentes en sus libros, por su desprecio a la novedad de la moda, el peinado y el cuidado de la salud. Entré al arte justo cuando había renunciado a cualquier especie de belleza. Supe que eso era el arte: una lucha contra la belleza con sus propias armas. Bomberos que admiran y conocen mejor que nadie el fuego que apagan. Me hice parte de la tribu de los despeinados, los descuidados que tienen cuerpo a contracorriente, que seducen sin mostrarse, que dedican un ansia infinita en seducir una belleza que siempre encuentran amarga, como dijo Arthur Rimbaud, ese pobre niño demasiado lindo para su edad que hizo lo posible y lo imposible para aplastar esa ventaja y morir sin piernas en el desierto.
Ayudé como pude a la obesidad, a la torpeza, a la vejez para convertirme en un fugitivo. Perdí la virginidad a los veintiséis años. Multipliqué los amores platónicos, bailé a escondidas con todo el esplendor de mi cuerpo perdido. Descuidé mi apariencia como si eso me pudiera permitir aparecer y desaparecer cuantas veces quisiera. No controlé nunca del todo esa posibilidad. Convertí mi timidez en una temeridad, en una costumbre. Algunas mujeres descubren ahora que no soy tan feo como se supone que soy. Les explico que por parte, ojos, boca, nariz, soy todavía el niño casi perfecto que fui; solo el total, solo la unión de las partes esconde justamente ese secreto. Eso quiero, les miento, eso quiero, es lo único que quiero, ser bello solo para ti. Eso quiero, que la belleza sea como una mancha de nacimiento o un pie plano, un secreto que tú y yo debemos esconder hasta el final. Un enemigo que nos permitimos a escondidas admirar.
Zeus y Apolo
De alguna forma, la fealdad de mi cuerpo sin cuello fue una conquista, mi única conquista. Escogí entonces entre el panteón de los héroes como único ídolo posible a Charles Chaplin. Charlot, el vagabundo, era como yo: un inmigrante empujado, humillado, burlado pero siempre victorioso en las películas gracias a su agilidad, su ingenio e ingenuidad. Todo en él, como en mí por ese entonces, era puro instinto, es decir, pura estrategia. Su afiche reemplazó en mi pieza al del Che encendiéndole un habano a Fidel Castro, ahí donde se encarnaba del modo más perfecto el poder de los bellos o la belleza misma del poder, que era finalmente mi peor enemigo.
Los dos líderes de la revolución –cubana primero y mundial después– jugaban sobre mi cama de niño a ser dioses griegos. Era el sentido mismo de sus barbas. Fidel, el Zeus cubano encargado del rayo, y el Che, el Apolo internacional, dueño del sol. Rabioso y todopoderoso el mayor, elusivo y distante el otro, se levantaban ambos sobre la tumba de Dionisio, alias Camilo Cienfuegos, otro barbudo mítico ya muerto a la hora de la foto en extrañas circunstancias nunca del todo aclaradas, o aclarada de forma cubana, es decir de una forma que solo aumenta las dudas.
Mitología arcaica, la de la Revolución cubana, donde todo era castigo, fuerza, guerra. Barba, juventud, metralleta, gritos, palabras altisonantes, lemas y discursos que duraban horas. Todo en la Revolución cubana estaba orientado hacia el récord, el músculo, la voluntad. Y, sin embargo –ahí empezaba la trampa–, ese discurso atraía ante todo y sobre todo a las mujeres. Las mismas mujeres que eran vistosamente alejadas de la primera línea del poder. Muchas habían peleado en las filas de la revolución, muchas habían dado su vida por ella, otras trabajaban de manera ciega, pero, a la hora de los héroes, estos eran machos totales que escondían a sus esposas, que vivían libre de afeite, con el mismo uniforme todos los días, riendo de chistes de colegiales, administrando el país y la guerra como si fuesen parte de su cuerpo mismo.
No sabía, aunque creo que lo sospechaba recónditamente, que esta era una revolución dentro de la revolución. Yo no tenía la menor idea de los horrores pasados ni del porvenir de la Revolución cubana, pero olía en su iconografía su principal defecto, que es al mismo tiempo su principal atractivo: el Che y Fidel nos enseñaban a ser machos justo cuando, en enero de 1959, ser macho había dejado de ser completamente posible. Nos volvían a permitir que fuéramos grandes, fuertes, enarbolando una fálica metralleta sin convertirnos necesariamente en los malos de la película, en fascistas desalmados, en invasores imperialistas o, simplemente, en un gorila violento. Sus sombras hacían nuevamente posible, después de Auschwitz e Hiroshima, después de Wagner y Nietzsche, la epopeya.
Me alarmaba además otra incoherencia. Los militares nos habían expulsado de Chile. Los había visto entrar en mi casa entre ruidos y gritos, ostentando esa masculinidad exacerbada, esas risotadas de macho que animaban también a los dos señores de uniforme y barba de la foto. ¿Por qué entonces mis padres, que habían sido víctimas de las risas en uniforme, admiraban justamente a esos dos uniformados encendiéndose mutuamente sus cigarros? ¿Los militares desordenados y despeinados eran buenos, mientras que los afeitados y de pelo corto eran malos? ¿La bondad y la maldad eran entonces un asunto puramente capilar?