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¿Conveniencia o amor? Casarse con Miguel Santanas le había dado a Hannah un enorme privilegio, llevar una vida de lujo y glamour. De día, dirigía su propio negocio, y de noche compartía cama con su sexy y apasionado marido. Miguel era todo lo que una mujer podía desear... y mucho más. Pero aquel matrimonio tan perfecto era solo un contrato que unía a dos poderosas familias. El amor no era parte del trato. Lo malo era que Hannah estaba empezando a sentir celos de las insinuaciones de la bella Camille. ¿Acaso sentía algo más de lo que habían acordado? ¿Y él sentiría lo mismo?
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Seitenzahl: 150
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Helen Bianchin
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
¿Conveniencia o amor?, n.º 1274 - noviembre 2014
Título original: The Marriage Arrangement
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2001
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4843-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
EL CIELO gris, pesado, amenazaba con descargar furioso todo su potencial eléctrico de un momento a otro. Hannah encendió las luces del coche y se estremeció al ver un rayo cruzar el horizonte seguido, segundos más tarde, por el trueno.
Casi podía oler la humedad de la lluvia inminente. Segundos después comenzó a diluviar. Grandes gotas cayeron sobre el parabrisas haciendo más difícil la circulación. Perfecto, justo a la hora punta. Como si no llegara ya lo suficientemente tarde. Miguel estaría encantado. Como por un conjuro, sonó el móvil.
–¿Dónde demonios estás? –exigió saber una voz masculina, de suave acento español.
–Tu preocupación resulta de lo más enternecedora –respondió ella irónica.
–Contesta a mi pregunta.
–En medio de un atasco.
La lluvia seguía cayendo, reduciendo la visibilidad hasta el punto de hacerla creer que estaba sola. Hubo unos segundos de silencio. Hannah se figuró que Miguel estaría mirando el reloj.
–¿Pero dónde, exactamente?
–¿Qué importa? Ni tú podrías sacarme de aquí –añadió ella burlona.
Miguel Santanas era un potentado con el suficiente dinero y poder como para manejar a quien quisiera a su antojo. Andaluz de nacimiento, había sido educado en París, pero había vivido varios años en Nueva York al mando de la sección norteamericana del imperio financiero de su padre.
–Podrías haber cerrado hoy la boutique un poco antes. Habrías evitado las aglomeraciones y estarías ya en casa –respondió Miguel secamente, comenzando a enfadarla.
La boutique era el negocio de Hannah. Había estudiado arte y diseño y trabajado en casas de moda de París y Roma. Hacía sólo tres años que había escapado de un desafortunado romance para volver a casa, y en cuestión de meses había fundado la tienda, la había llenado de ropa de diseño exclusiva y, a sus veintisiete años, se había hecho con una clientela importante.
–Dudo que a ninguna de mis clientas le hubiera gustado que la echara –replicó ella con cinismo.
–¿Por qué pensaría yo que ibas a ser una esposa dócil? –preguntó Miguel de broma.
–Jamás te prometí obediencia –aseguró ella respirando hondo y soltando lentamente el aire.
–Sí, recuerdo perfectamente tu insistencia en borrar esa palabra de nuestros votos y promesas.
–Hicimos un trato –le recordó ella, refiriéndose a las condiciones de su matrimonio.
Dos fortunas familiares igualmente prominentes se habían unido para formar una corporación internacional. ¿Qué mejor modo de cimentarla y asegurarse de que habría un heredero que casando a los hijos de ambas familias? Aquella maniobra había requerido manipulaciones estratégicas por parte de la familia, gracias a las cuales Miguel había trasladado su residencia de Nueva York a Melbourne. Ambas familias se habían asegurado de que tanto él como ella asistieran con frecuencia a los mismos actos sociales. El plan familiar había implicado además ciertas notas de prensa, cuyas especulaciones, involuntariamente, habían contribuido a la unión haciendo finalmente innecesaria su labor.
Hannah, cansada de lidiar con solteros de oro deseosos de incrementar su fortuna, o con solteros menos deslumbrantes, no mostró oposición alguna a la idea siempre y cuando pudiera mantener su independencia. El amor no era lo principal, era más sensato elegir un marido con la cabeza que con el corazón.
A pesar de las relaciones de ambos imperios financieros, entre Miguel y Hannah había una diferencia de diez años de edad. Eso, unido a sus educaciones en internados distintos, tanto en Australia como en ultramar, había hecho imposible un contacto regular entre ellos. Hannah tenía sólo once años cuando Miguel se trasladó a Nueva York a vivir.
–Así es –confirmó Miguel–. ¿Tienes alguna queja, querida mía?
–No.
Miguel era un hombre atractivo, un hombre de rasgos duros y masculinos. Alto y de hombros anchos, su fortaleza se veía enfatizada por una sensualidad latente, por un sentido salvaje de poder. A sus treinta y siete años, su éxito indiscutible en las finanzas se repetía como un eco en el terreno íntimo. Hannah jamás había conocido un amante mejor. Ni deseaba conocerlo. Él sabía satisfacer necesidades que ella ni siquiera sabía que existieran. Sólo de pensar en su forma de hacer el amor le hervía la sangre en las venas.
Un bocinazo llamó la atención de Hannah. El coche de delante avanzó unos pocos metros, volviendo a detenerse. Se oía la sirena de una ambulancia en la distancia.
–Creo que ha habido un accidente –afirmó Hannah–. Puede que tarde en llegar.
–¿Dónde estás? –volvió a preguntar Miguel.
–En Toorak Road, a kilómetro y medio de casa más o menos.
–Conduce con cuidado. Llamaré a Graziella para decirle que llegaremos tarde.
–Sí, llámala.
Tampoco era para tanto si llegaban un cuarto de hora tarde. Sus anfitriones tenían la costumbre de invitar a todo el mundo una hora antes de la cena para así poder presentarlos y conversar antes de sentarse a la mesa.
El semáforo se puso verde por fin, y Hannah dio gracias a Dios por poder avanzar unos cuantos metros. Eran casi las seis cuando giró en la avenida en la que se encontraban las enormes puertas de la casa de Miguel, de dos plantas, que abrió por control remoto.
La residencia de estilo español, retirada de la calle por un extenso y cuidado jardín, se levantaba majestuosa con sus muros pintados de color crema, sus ventanas altas, en forma de arco, y su tejado de tejas rojas.
Hannah aceleró el Porsche y giró, deteniendo el vehículo bajo el enorme soportal. Nada más salir de él se abrieron las enormes puertas de entrada. El ama de llaves de Miguel la esperaba.
–Gracias, Sofía. ¿Está Miguel arriba? ¿Quieres, por favor, pedirle a Antonio que se encargue de mi coche?
Antonio, el marido de Sofía, se ocupaba de los jardines y de los coches mientras ella se encargaba de las comidas y de la casa, bien guardada con un complejo sistema de seguridad. Sofía sacudió la cabeza afirmativamente, y Hannah subió las imponentes escaleras que daban al piso de arriba. La galería superior, semicircular, estaba adornada por balaustradas. A ella daban cinco puertas: cinco dormitorios con sus correspondientes baños, y un enorme salón amueblado con un estilo informal. Sobre las paredes, estratégicamente colgados, había cuadros originales, consolas con jarrones de cerámica y adornos majestuosos.
El dormitorio principal daba a la fachada de la casa. Hannah se dirigió hacia él mientras se desabrochaba los botones de la chaqueta y se quitaba los zapatos de tacón. Segundos más tarde entraba en la espaciosa habitación elegantemente amueblada, provista de dos vestidores individuales.
Miguel estaba abrochándose los puños de la camisa y colocándose los gemelos. Hannah observó su porte, sus pantalones sastre y sus rasgos duros, sus cabellos engominados, morenos y bien peinados. Bajo aquella máscara de sofisticación se escondía el corazón de un luchador. Resultaba imponente. Peligroso, incluso.
Entonces él la miró, captó su expresión y arqueó una ceja inquisitivamente. Sus ojos, tan oscuros que parecían casi negros, buscaron los de ella. Hannah se estremeció. ¿Se daba cuenta Miguel de hasta qué punto le afectaba su presencia? Él tenía el poder, con la destreza de sus manos, de convertirla en un puro deseo insensato e insaciable. En sus brazos Hannah se sentía incapaz de pensar.
–¿Me concedes veinte minutos? –preguntó Hannah dirigiéndose a su vestidor y sacando un vestido negro hasta las rodillas, con bordados, zapatos de tacón y medias de seda.
–Procura que sean quince.
Hannah salió del baño duchada, maquillada y medio vestida, en veinte minutos justos. En cuestión de segundos se puso el vestido y se subió la cremallera, añadiendo un mínimo de joyería.
–Lista –comentó tomando un bolso de noche y sonriendo radiante hacia Miguel–. ¿Nos vamos?
Hannah y Miguel atravesaron la galería superior y bajaron juntos las escaleras. Ella llevaba tacones pero, a pesar de todo, apenas le llegaba al hombro.
–¿Te has puesto un perfume nuevo?
–Es el arma de la mujer –aseguró ella solemne, reprimiendo un escalofrío al sentir el dedo de él acariciar su cuello lentamente.
–A ti no te hace falta.
–¿Estás tratando de seducirme? –preguntó ella sonriente.
Miguel arqueó una ceja inquisitivo y sonrió enseñando una dentadura perfectamente blanca.
–¿Tengo éxito? –preguntó él a su vez.
Sí, desde luego que sí. Pero Hannah no estaba dispuesta a confesarlo.
–Tenemos que asistir a una cena, ¿recuerdas?
–Solo preparo la estrategia, querida –contestó Miguel sonriendo–. Es el juego del amor.
–¿Así es como ves tú nuestro matrimonio, como un juego?
–Sabes muy bien que no –respondió Miguel mientras alcanzaban la puerta que daba al garaje.
–¿Lo sé?
Aquellas palabras habían escapado de sus labios antes de que pudiera evitarlo.
–¿Es que quieres que te lo demuestre? –contraatacó Miguel con indolencia, deteniéndose unos segundos frente a ella.
–Supongo que lo harás más tarde.
Algo en el tono de voz de Hannah indujo a Miguel a observarla con el ceño ligeramente fruncido, tratando de penetrar aquella perfecta fachada de sofisticación. Bajo aquel barniz se escondía una persona vulnerable, una persona sensible y genuinamente amable, sin artificios. Miguel era capaz de descifrar cada uno de sus gestos, cada una de las modulaciones de su voz, por muy breves o efímeras que fueran. Aquella noche, por alguna razón, ella estaba tensa, y él no deseaba más que contribuir en lo posible a tranquilizarla.
Miguel alzó una mano y la tomó de la barbilla, inclinando la cabeza y cubriendo su boca con los labios hasta oír un suspiro. Hannah se apoyó en él y le devolvió el beso. ¿Cuánto duró? Hannah había perdido la noción del tiempo, pero lamentó que aquello se interrumpiera.
Los ojos de Miguel eran oscuros, indescifrables. Hannah no era consciente de su respiración acelerada, de los latidos de su corazón que alzaban y bajaban incansablemente su pecho.
–Hay una gran diferencia entre practicar el sexo y hacer el amor, cariño mío –afirmó Miguel–. Harías bien en recordarlo. Se te ha borrado el lápiz de labios –añadió deslizando el pulgar por su boca, dibujándola, y sonriendo.
–Pues tú, querido, tienes marcas de carmín. No es muy elegante.
–¡Picaruela! –rio él con voz ronca, haciéndola estremecerse–. Y supongo que no llevarás un pañuelo de papel en ese bolso minúsculo, ¿no?
–Claro que sí –respondió ella sacándolo y tendiéndoselo–. Estoy preparada para cualquier eventualidad.
Miguel se limpió la mancha de carmín, desactivó la alarma del coche y abrió la puerta. Hannah se subió al asiento del pasajero y se retocó los labios. Segundos después él conducía el Jaguar hacia las puertas accionadas por control remoto, ganando velocidad al salir a la calle.
La luz del verano, con sus largos atardeceres, lo bañaba todo de oro a su alrededor. La tormenta había pasado, pero el asfalto estaba mojado.
–¿Quiénes van a ser hoy nuestros compañeros de cena?, ¿lo sabes? –preguntó Hannah.
–¿Quieres prepararte de antemano? –inquirió a su vez Miguel deteniéndose en un semáforo.
–Algo así.
A sus amigos les gustaba introducir nuevas amistades en el grupo y ver qué ocurría. Era una estrategia cuidadosamente elaborada que proporcionaba diversión al que la preparaba. Hannah mismo había sido objeto de esos juegos, años atrás, en los que resultaba imposible evitar las murmuraciones.
–Creo que Graziella mencionó a Angelina y Roberto Moro, a Suzanne y a Peter Trenton –explicó Miguel dirigiéndole un rápido vistazo antes de que el semáforo se pusiera verde–. También Esteban está invitado.
Dos socios de un importante gabinete de abogados con sus mujeres, concluyó Hannah en silencio. Y el padre de Miguel, viudo. Los del Santo invitaban invariablemente a diez o doce personas a sus cenas, y raramente desvelaban sus nombres antes del acontecimiento. Graziella siempre comentaba que aquello le añadía cierto suspense. Pero, ¿a quién habrían invitado como pareja para su suegro?, ¿a una viuda, tal vez? ¿A una divorciada?
–¿Hay alguna novedad? –volvió a preguntar Hannah.
–¿Lo dices por tener algo sobre lo que conversar?
–Bueno, así evito sorpresas desagradables.
–¿Como por ejemplo?
–La caída de algún que otro hombre de negocios, cuya mujer ha ido de compras por las mejores boutiques pagando con una tarjeta de crédito sin fondos.
–¿Y la tuya ha sido una de ellas?
–Exacto –respondió Hannah.
No es que hubiera perdido una fortuna, podía reponerse, pero le dejaba mal sabor de boca saber que alguien en quien había confiado la había estafado.
–Déjame eso a mí.
–Puedo ocuparme yo sola –afirmó Hannah resuelta.
–No es necesario.
–Es asunto mío –repitió ella con firmeza–. Es mi problema.
Aquel asunto podía esperar, decidió Miguel consciente de que insistir sólo serviría para empeorar la situación.
Kew era un barrio residencial de impresionantes mansiones. Miguel giró en una frondosa avenida y se detuvo frente a la puerta de la casa de Enrico y Graziella del Santo.
–Ya discutiremos sobre ese tema –comentó bajando la ventanilla para apretar el botón del intercomunicador, dar su nombre y esperar a que le abrieran las puertas.
–Es responsabilidad mía, seré yo quien decida –insistió Hannah mientras él aparcaba el coche en una explanada junto a la casa.
–La independencia es una cualidad admirable en una mujer, pero a veces la llevas demasiado lejos.
–Pues yo no soporto que los hombres traten de imponerme su voluntad sin apelativos –respondió ella mientras ambos salían del coche.
–Paz –pidió Miguel con una sonrisa.
–Por supuesto, querido –respondió Hannah–. Jamás se me ocurriría manchar nuestra imagen pública.
–Compórtate –aconsejó él mientras subían las escaleras que daban a la puerta principal.
Al llegar, estas se abrieron y un hombre corpulento, de unos cincuenta años, los saludó cortés.
–Hannah –dijo Enrico con una reverencia, besándole la mejilla, y estrechándole la mano a Miguel–. Pasad al salón.
Al acercarse se oyeron las voces de los invitados. Enrico los condujo a un espacioso salón amueblado con antigüedades y sofás agrupados entorno a distintas mesas, formando varios centros de conversación.
Los hombres se pusieron en pie, resplandecientes con sus trajes de etiqueta, y las mujeres permanecieron sentadas con su modelito del Vogue, perfectamente maquilladas, como maniquíes.
Hannah observó unos cuantos rostros conocidos con un sonrisa sincera. Se sentía parte integrante de esa sociedad, había nacido en el seno de una familia rica, y había sido educada para formar parte de esos selectos círculos. Incluso se había casado con uno de sus miembros. Graziella se acercó a darles una calurosa bienvenida, colocó un brazo sobre sus hombros y los guió hasta el centro del salón.
–Creo que los conocéis casi a todos, excepto a unos pocos amigos míos a los que estoy deseando presentaros. Viven en Europa, pero están de vacaciones aquí este verano. Aimee Dalfour y su sobrina, Camille –señaló Graziella–. Os presento a Hannah y a Miguel Santanas.
Camille era una joven alta y esbelta, de increíble belleza, de cabellos largos y sueltos cayendo en lustrosa cascada por los hombros. Iba exquisitamente maquillada, y su piel, perfecta, era digna de alabanza. Añádase a esto un vestido y unos zapatos de diseño y valiosas joyas. El resultado era imponente.
–Miguel –saludó Camille con un ligero acento francés–. ¡Qué casualidad! –exclamó extendiendo una mano, obligando a Miguel a besársela.
Hannah pensó enseguida que aquella mujer era un peligro. La fascinación que Camille sentía por Miguel era patente. Resultaba demasiado evidente su afán por agradarle. Hannah contuvo el aliento, con la carne de gallina, al observar a su marido besar la mano de la joven.
–Hannah –añadió Camille con falsa cortesía, volviendo la atención de inmediato hacia Miguel.
–Enrico os traerá una copa –informó Graziella en su papel de anfitriona–. ¿Qué queréis tomar?
Hannah se sintió tentada de pedir algo exótico, pero no había comido nada desde el mediodía. El alcohol no podía caerle bien en el estómago vacío, y necesitaba tener la mente despejada.
–Gracias, yo un zumo de naranja –respondió observando el gesto de desagrado de Camille ante su insípida elección.
–¿Es que no bebes? –preguntó Camille.
–Esta noche prefiero esperar al vino que se servirá durante la cena –respondió ella.
Hannah prefirió no picar el anzuelo. Simplemente sonrió. Segundos más tarde daba pequeños sorbos de su copa consciente de la exagerada interpretación de Camille, que jugaba a ser una mujer fatal. Si seguía así, le sacaría los ojos.
En ese momento, Miguel la rodeó por la cintura. Aquel gesto, sin embargo, no pareció causar efecto alguno sobre Camille, que se agarraba al puño de Miguel con sus perfectas uñas pintadas de rojo y sonreía seductora. Sus ojos, de largas pestañas, parecían estar haciéndole una promesa. ¡Lo estaba devorando con la mirada!
Hannah decidió que ya bastaba. No tenía por qué quedarse ahí, de pie, contemplando cómo Camille seducía a su marido.
–Si me excusáis –se disculpó con una sonrisa, para ir a reunirse con su suegro.
–¿Me permites que te diga que esta noche estás espléndida? –la alabó Esteban inclinándose para besar su mejilla.
–Gracias. Hace tiempo que no vienes por casa, tienes que cenar con nosotros. Apenas te vemos.
–Gracias –sonrió Esteban calurosamente, encogiéndose de hombros–, ya sabes cómo son estas cosas.
–Sí, tienes una agenda muy apretada, varias mujeres te persiguen.
–Me halagas.
–No –aseguró Hannah–, eres todo un caballero, un hombre maravilloso, y yo te quiero mucho.
Un conocido se acercó, y Hannah aprovechó la oportunidad para alejarse.
–Creo que deberías afilarte las uñas –oyó decir Hannah.
Hannah se volvió. Se trataba de Suzanne Trenton.
–¿En serio? ¿Y a quién debo clavárselas?, ¿a Miguel?
–A Camille, querida. Hay otras maneras de domar a un marido.
Aquella conversación frívola, llena de cinismo, resultaba divertida.
–¿Como por ejemplo? –se aventuró a preguntar Hannah.
–Una joya cara.
–Explicadme eso –intervino entonces Miguel acercándose y enlazando los dedos con los de su mujer.
–Diamantes rosas y blancos. Collar y pendientes a juego –contestó Hannah sonriendo–. Me encantan.
–¿Tratas de decirme algo? –preguntó Miguel. En ese momento, Graziella anunció que la cena estaba servida y condujo a los invitados hacia el comedor–. No hacía ninguna falta que me dejaras solo con Camille –continuó él en voz baja.
–Pues según parecía te las arreglabas muy bien.
–Cuidado, querida, no enseñes las uñas.