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Romy haría cualquier cosa por impedir que su anciano padre fuera a la cárcel, pero el único hombre que puede ayudarla es un magnate español que le robó el corazón tres años atrás. Javier Vázquez podría retirar los cargos con sólo mover un dedo, pero ahí está la oportunidad de tener a la joven en su cama una vez más. Sin embargo, esta vez se asegurará muy bien de que ella cumpla con los términos del acuerdo…
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Seitenzahl: 176
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
www.harlequinibericaebooks.com
© 2009 Helen Bianchin. Todos los derechos reservados.
EL PRECIO DE UNA PASIÓN, N.º 1967 - 23.12.09
Título original: Bride, Bought and Paid for
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-6961-4
Depósito legal: B-39300-2009
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Un chaparrón azotó el tranvía que iba rumbo al corazón de la ciudad de Melbourne. En el hemisferio sur el mes de octubre oscilaba entre el verano y la primavera, y el sol radiante no tardaba en ocultarse tras cargados nubarrones que descargaban abundante lluvia, haciendo caer la temperatura de forma drástica.
Romy, poco habituada a hacer uso de la ironía, pensó que la lluvia y el ambiente fresco eran más que apropiados en ese momento. El tranvía se detuvo y varios pasajeros bajaron. Todavía tenían que cruzar el puente del río Yarra.
Modernos edificios de distintos estilos aparecieron ante ella; gigantes de cemento y cristal.
Ya le tocaba bajarse...
Al cruzar la intersección más próxima se le hizo un nudo en la garganta. Estaba a punto de entrar en el recibidor de mármol de un imponente edificio de oficinas. Si hubiera podido elegir, habría preferido lidiar con una clase repleta de adolescentes efervescentes cargados de hormonas, antes que enfrentarse al hombre del que dependía la vida de su padre.
De origen español, Javier Vázquez era un chico malo nacido en Nueva York; un as de la electrónica cuyas habilidades lo habían convertido en uno de los hombres más ricos del mundo. Vázquez era un tipo sin escrúpulos que no solía jugar limpio en los negocios; un auténtico peligro en la sala de juntas, y también en la cama...
Ella lo sabía muy bien. Un escalofrío recorrió las entrañas de Romy. Aquellos tres años habían pasado volando, pero ella recordaba muy bien aquel baile benéfico al que habían asistido varios ejecutivos de la corporación Vázquez, incluido su padre. Andre Picard era el director del departamento financiero, y tanto su madre como ella misma lo habían acompañado al evento.
Aquella noche había sido ella quien había atraído todas las miradas de Javier Vázquez, pero los medios no habían sido capaces de plasmar el magnetismo sexual de un hombre como él.
Al mirar atrás, Romy se dio cuenta de que jamás habría tenido la más mínima oportunidad. Había pasado demasiados años encerrada en casa estudiando Magisterio, y su vida social se había visto reducida a un puñado de amigas a las que veía cuando tenía algo de tiempo libre.
Sin embargo, haber despertado el interés de alguien como Javier Vázquez había sido de lo más emocionante. Él había querido verla de nuevo; algo totalmente increíble. Las mujeres se arrojaban a sus pies, pero él había preferido pasar el tiempo con ella.
Sorprendida, Romy le había preguntado por qué, y él le había dicho que estaba cansado de tanta sofisticación.
Doce semanas y tres días... Romy aún recordaba el número de horas, los minutos...
Se había enamorado de él. Muy rápido, demasiado rápido. Una voz interior le decía que aquello no era real, que no podía serlo, pero ella había hecho oídos sordos. Con él había vivido una fantasía de sonrisas, cenas, visitas al teatro... Una película de ensueño que no había querido perderse. Un tierno beso al final de la velada que nunca era suficiente... Una noche había vuelto a su apartamento y se había metido en su cama; una pobre inocente dispuesta a entregarle su cuerpo y su corazón... Y desde ese momento habían vivido juntos.
Pero aquella aventura no podía durar mucho más. Tres meses después ella había cometido un error decisivo. Al despuntar el alba, tras una noche de pasión y desenfreno, le había dicho que lo amaba, y entonces su mundo se había hecho añicos al ver la expresión de Javier.
Besándola en la frente, le había dicho que él no amaba a nadie.
Romy había tenido que hacer un esfuerzo titánico para marcharse sin más. Nunca más había contestado a sus llamadas y había aceptado un puesto como profesora en otro país.
Había tratado de olvidarle, pero sus intentos habían sido en vano. El recuerdo de Javier Vázquez la mantenía en vela durante largas noches solitarias y su nombre no hacía más que ocupar los titulares de la prensa, siempre relacionado con alguna iniciativa empresarial, o si no aparecía fotografiado junto a alguna belleza despampanante en las páginas de sociedad.
Dos años después de todo aquello, Romy se había visto obligada a volver a casa debido a la grave enfermedad que padecía su madre. Aquéllos habían sido días muy tristes, y después su padre había insistido en que volviera al extranjero para cumplir con el año de contrato que le quedaba.
Al principio no había querido dejarle solo, pero él había insistido tanto que había logrado convencerla.
Desesperado y decidido a darle los mejores cuidados a su madre, su padre había asumido el coste de los tratamientos más caros e innovadores, y gracias a su tesón y su valor, ella se había ido a la tumba sin saber el alto precio que su esposo había pagado por ello.
Pero la fortuna no parecía estar de su lado por aquel entonces. Poco después del fallecimiento de su madre, la Bolsa se desplomó, dejando a su padre sin un centavo. Andre Picard, que siempre había sido un hombre honorable, sucumbió a la tentación del fraude empresarial y, para colmo de males, se involucró en el mundo del juego y las apuestas en un intento por recuperar la seguridad económica.
Cualquiera le habría dicho que aquélla era la receta del desastre, pero él no se lo había dicho a nadie, ni siquiera a su hija.
Y así, al volver a casa tras terminar su contrato, Romy se había encontrado con aquella desagradable sorpresa.
Todo había sido vendido: el coche, los muebles, los objetos de valor... incluso el pequeño apartamento que había sustituido a la casa familiar tras la muerte de su madre.
Horrorizada, Romy se había enterado del arresto de su padre. Le habían imputado varios delitos y parecía que nada ni nadie lo iba a librar de una pena de cárcel. Sin embargo, él lo había mantenido todo en riguroso secreto durante su ausencia. Ni las cartas, ni los correos electrónicos que le enviaba, ni tampoco las llamadas de teléfono la habían hecho sospechar. Y él había decidido ocultárselo hasta una semana después de su llegada. Durante esa semana ella había alquilado un apartamento amueblado, se había comprado un coche y había empezado a trabajar nuevamente.
«¿Cómo fuiste tan irresponsable?...», le había preguntado entonces. «¿En qué estabas pensando?»
Pero el hombre que tenía ante sus ojos parecía exhausto, agotado, derrotado, mucho más viejo de lo que era en realidad; no era ni la sombra del hombre que había sido.
Romy había decidido ponerse manos a la obra. Había comprobado los hechos y había intentado negociar, pero no había servido de nada. La deuda de su padre ascendía a millones y sólo quedaba la última alternativa...
Llamadas de teléfono, mensajes en el contestador, cada vez más urgentes... La asistente personal de Javier Vázquez repelía y retrasaba con maestría todos sus intentos de ponerse en contacto.
Sólo le quedaban dos opciones... y rendirse no era una de ellas.
Los tres años que había pasado enseñando inglés en las zonas más desfavorecidas la habían convertido en una mujer valiente. A sus veintisiete años, ya estaba muy lejos de aquella jovencita romántica que había sucumbido a los encantos de un hombre y a los cuentos de hadas.
Tenía que ver a Javier Vázquez ese mismo día, de una forma u otra, aunque tuviera que recurrir a métodos poco ortodoxos.
No le quedaba otra alternativa.
Ninguna.
Comprobó el panel directorio y se dirigió a los ascensores.
Uno de ellos llegó enseguida. Romy entró, apretó el botón y respiró hondo mientras subía hacia su destino.
Lo primero que advirtió al salir del ascensor fue el lujo discreto de aquellas oficinas. Caminando sobre una mullida alfombra se dirigió hacia la recepción, atendida por una joven muy arreglada.
Romy esbozó una sonrisa.
–Javier me está esperando.
–¿Me dice su nombre, por favor? –le preguntó, con los dedos sobre el teclado, lista para comprobar la agenda de su jefe.
–Es una visita personal –dijo Romy. Era importante demostrar confianza, y un toque de familiaridad desenfadada tampoco le venía mal.
–Necesito su nombre para avisar a la asistente personal del señor Vázquez.
Romy arqueó una ceja.
–¿Y arruinarle la sorpresa?
La recepcionista esbozó una sonrisa forzada.
–La Corporación Vázquez tiene normas muy estrictas.
–Romy Picard –dijo Romy, al ver que no tenía más remedio que identificarse.
La empleada tecleó su nombre y Romy advirtió el momento en el que el mensaje apareció en la pantalla. La recepcionista abrió los ojos y su expresión se volvió fría.
–El señor Vázquez no está disponible –le dijo en un frío tono de cortesía protocolaria.
Romy se tragó las palabras que hubiera querido decirle.
–En ese caso tomaré asiento.
–El señor Vázquez no estará disponible en todo el día.
–No importa. Esperaré.
En ese momento sonó el teléfono y Romy se sentó en una silla bien acolchada y fingió leer una revista.
«Afróntalo... Esperar es inútil. Si quieres ver a Javier Vázquez, tienes que hacer algo al respecto...», se dijo a sí misma unos minutos después.
Su tesón incansable le dio nuevas fuerzas. Un tranquilo torrente de rabia se deslizaba bajo la superficie de su piel.
Se puso en pie y fue hacia el pasillo que debía de llevar a los despachos, uno de los cuales debía de ser el de Javier.
–No puede entrar ahí –le dijo la recepcionista en un tono de alarma.
Romy levantó la cabeza y siguió andando. Al llegar a la mitad del corredor se encontró con una zona de espera muy lujosa donde una mujer impecablemente vestida le cortaba el paso.
–Por favor, vuelva a la recepción.
–¿Es usted la asistente de Javier Vázquez?
Romy le lanzó una de sus miradas de profesora; una de ésas que aterrorizaban a sus antiguos alumnos.
–No voy a esperar eternamente.
–El señor Vázquez está en una reunión.
–¿En serio? Entonces debería tomarse un descanso –intentó rodear a la mujer, pero ella le cortó el paso.
–Llamaré a seguridad para que la saquen de aquí.
Romy sabía que lo haría sin dudar, pero eso le daría algo de tiempo.
Había dos puertas cerradas a cada lado de la sala de espera. Romy eligió la izquierda y entró sin llamar a la puerta. Al otro lado había una sala de ejecutivos, vacía. Dio media vuelta, consciente de que la asistente había descolgado el teléfono. La mujer la miraba con gesto de preocupación.
No le llevó más de dos segundos alcanzar la otra estancia y abrir la puerta, que cedió sin más bajo sus dedos. Romy sintió un gran alivio.
Había cinco hombres sentados frente a una mesa rectangular, pero Romy no se dejó intimidar por sus miradas, llenas de sorpresa, interés y especulación.
Pero uno de ellos la miraba de forma distinta. El hombre que presidía la mesa la atravesaba con su mirada oscura y peligrosa...
En ese momento sonó su teléfono, pero Javier Vázquez colgó sin responder, sin apartar la vista de ella.
Romy reparó en sus vigorosos rasgos faciales y en aquellos ojos casi negros. Su cabello, oscuro y algo más largo de lo normal, le daba un aspecto salvaje, y aquellos labios, tan sensuales y carnosos, la habían hecho perder la razón en otros tiempos.
–No creo que tengas una cita.
Los ojos de Romy relampaguearon.
–Es difícil de conseguir, sobre todo porque tu asistente ha rechazado todos mis intentos por concertar una.
–Bajo mis órdenes.
–Por supuesto.
–No tenemos nada de qué hablar.
–Claro que sí –le dijo Romy, clavándole la mirada–. Aquí, ahora... o en privado –esperó unos instantes–. Tú eliges.
El equipo de seguridad estaba al otro lado de la puerta, esperando sus órdenes. Lo único que tenía que hacer era descolgar el teléfono y decir las palabras, pero no hizo ninguna de las dos cosas.
En cambio, le devolvió la mirada con firmeza, desafiándola a bajar la vista. Pero su escrutinio inexorable no surtió el efecto deseado. Ella le sostuvo la mirada sin pestañear.
Javier la miró de arriba abajo. Llevaba un polo negro por debajo de un vestido gris que acentuaba su esbelta figura. Unos leggins negros realzaban sus estilizadas piernas y unas botas de cuero con unos tacones de infarto añadían algunos centímetros a su pequeña estatura.
La joven que tenía ante sus ojos era la antítesis de la inocente chica que recordaba. Sus ojos desprendían una fuerza arrolladora, desafiante y decidida.
Javier se preguntó qué estaría dispuesta a ofrecerle a cambio de salvar a su padre...
Algo se estremeció en su interior; dulces recuerdos de inocencia y sorpresa; su generosidad, el fervor de sus labios sin mácula...
Ya estaba cansado de las mujeres que ocupaban su cama por esos días. No eran más que devora-hombres que utilizaban todos los artificios a su alcance para llamar su atención y hacerle jugar al juego más viejo del mundo.
Romy Picard podía convertirse en un juguete interesante. Él había bloqueado todas sus líneas de contacto... excepto una. Se lo había puesto todo lo difícil que podía, casi imposible, pero ella no le había defraudado, y una parte de él no podía sino aplaudir su insistencia.
Sin dejar de mirarla a los ojos, Javier tomó una decisión rápida, descolgó el teléfono y le dio instrucciones a su asistente.
Romy inclinó la cabeza, dio media vuelta y salió de la habitación, manteniendo la compostura en todo momento. Fue hacia una silla y se dejó caer en su mullido relleno forrado en cuero. Escogió una revista al azar, examinó el índice y fingió interesarse por un gráfico del mercado de valores.
Debería haber experimentado el dulce sabor de la victoria tras haber conseguido su propósito, pero en ese momento no sentía más que ansiedad y temor.
«Ridículo», se dijo a sí misma. Ella había conseguido doblegar a una clase llena de gamberros cuyo dominio de la lengua inglesa se reducía a un puñado de comentarios provocadores, y había logrado lo imposible: les había hecho tener ganas de aprender. Sólo era cuestión de encajar los golpes con tal de conseguir el objetivo final.
No estaba segura de conseguir algo, pero tenía que intentarlo.
Romy dejó la revista y agarró otra.
¿Cuánto tiempo tendría que esperar?
Una risotada vacía se extinguió en su garganta. Cinco minutos, una hora...
A la media hora cuatro hombres abandonaron la sala y la asistente del director general entró en el pasillo rumbo a la recepción.
Uno de los teléfonos que estaba sobre el escritorio de la asistente personal comenzó a sonar.
Romy trató de sofocar la avalancha de tensión que le agarrotaba el estómago al tiempo que escuchaba las palabras de la secretaria.
–El señor Vázquez la recibirá ahora.
Mientras caminaba hacia la sala de juntas, Romy tuvo la sensación de dirigirse hacia su destino de forma irremediable. Cada paso la acercaba más y más...
«Tonterías», se dijo a sí misma al tiempo que la secretaria tocaba a la puerta y la abría para anunciar su presencia.
Javier Vázquez estaba en el extremo opuesto de la habitación, de cara a la ventana. Parecía contemplar las vistas que se extendían ante él.
De perfil, sus rasgos parecían esculpidos en piedra; la implacable línea de su mandíbula, sus perfectos pómulos...
Se volvió y unos ojos tan oscuros como el pecado se clavaron en ella.
–Tienes cinco minutos.
Romy ignoró el tono cortante y sacó un sobre de su bolso.
–Ahí tienes un cheque certificado junto con un detallado informe de los plazos de pago de la deuda de mi padre.
Aquel cheque se había llevado de un plumazo sus ahorros de toda una vida y los pagos restantes se prolongarían durante muchos años.
Sin inmutarse siquiera Javier examinó los documentos durante unos minutos interminables y cuando por fin terminó los arrojó sobre el escritorio.
–Los plazos de pago incluyen una proporción sobre una estimación de ganancias futuras de tu padre –le dijo en un tono sosegado y peligroso.
A Romy se le puso la piel de gallina.
–Nadie volverá a contratarle para un puesto similar con sus antecedentes de fraude.
–Lo harán, si aceptas los términos del pago y retiras los cargos.
–Tu lealtad es admirable, pero la estás malgastando –le dijo con crueldad y dureza.
Romy levantó la barbilla.
–Hubo atenuantes.
Él ladeó la cabeza.
–Atenuantes que fueron detallados por los abogados del equipo legal de tu padre.
Ella lo miró fijamente.
–¿Es que no tienes compasión? ¿No cuentan para nada los quince años de servicio leal que mi padre te dio?
–Si tu padre me hubiera confiado sus problemas económicos, podría haberle permitido algunas licencias. Pero en lugar de eso, eligió la estafa, y como si eso fuera poco, se dedicó a acumular deudas de juego –su expresión se endureció–. La corporación Vázquez ofrece unos términos de contrato estrictos, pero justos. Las consecuencias de saltarse esos términos están claramente descritas.
Durante una décima de segundo Romy quiso agarrar cualquier objeto que tuviera a mano y lanzárselo a la cara.
Él pareció darse cuenta. Levantó una ceja y la miró con gesto alerta.
–Tu imparable subida en los ámbitos financieros es más que conocida por todos. Y tus métodos son más que crueles y despiadados –esperó un momento y le ofreció una sonrisa dulce, pero irónica–. ¿Quién se fijaría en tu ética profesional?
Un silencio sepulcral los envolvió.
–¿Has venido a insultarme? –le preguntó en un tono engañosamente suave.
Romy experimentó un extraño sentimiento y el suelo tembló bajo sus pies.
Javier se sacó un móvil del bolsillo, marcó el número y, antes de activar la llamada, la atravesó con la mirada.
–¿De verdad quieres que te acompañen a la calle?
El corazón de Romy empezó a palpitar sin control.
–Las amenazas no te van a funcionar conmigo.
Una vez más se hizo el silencio.
Él la observó durante unos segundos que se hicieron eternos.
–¿No?
Él era muy poderoso, pero ella no estaba dispuesta a dejarse avasallar. Si se trataba de una batalla, entonces estaba decidida a luchar hasta el final.
–Hace tres años elegiste cortar por lo sano y marcharte –le recordó él–. Y no volviste a contestar a mis llamadas.
Los ojos de Romy relampaguearon.
–Me sorprende que lo recuerdes.
Javier guardó silencio.
–¿Y qué pasa con las deudas de juego de tu padre? –le preguntó de repente–. ¿Vas a proponerle un trato parecido al usurero? –le preguntó, aunque ya conociera todos los hechos. Quería oírlo directamente de su boca.
–Sí.
–Debes saber que no aceptarán.
Aquellas palabras no hicieron sino aumentar la preocupación de Romy. Ya había pagado una suma más que razonable, pero también le habían dejado bien claro lo que ocurriría si no saldaba la deuda dentro del plazo.
–Quizá sí, si logro negociar contigo.
Él arrugó la expresión de los ojos.
–No tienes medios para negociar.
¿Acaso no sabía a lo que se enfrentaba?, pensó Javier. Las consecuencias podían ser terribles. Los matones de las apuestas no dudarían en darle una lección brutal a su padre, y seguramente también se la darían a ella.
–¿Ésa es tu respuesta final? –le preguntó. Cada palabra que pronunciaba le provocaba un intenso dolor.
Javier masculló un juramento.
–Tus expectativas respecto a mi generosidad son demasiado altas.
–¿Cómo de altas?
Ella tenía coraje, pero la ayuda de Javier Vázquez tenía un precio. Cuando asumía un riesgo financiero, siempre controlaba hasta el último detalle. Y ésa era la razón de su éxito; un estricto código profesional con el que velaba por sus intereses en los negocios.
Él conocía todos los ángulos y perspectivas posibles; los resquicios más oscuros de la naturaleza humana... En las calles de Nueva York había aprendido a hacer un buen uso de ellos.
Y ésa era también la razón por la que ninguna mujer había logrado robarle el corazón.
Sin embargo, algo había cambiado recientemente. Si bien sus intereses comerciales seguían siendo estimulantes, su vida personal se había vuelto aburrida y predecible. A sus treinta y pocos años, tenía todo lo que un hombre podía desear: una lujosa mansión frente al mar en Melbourne, casa y apartamentos en varias ciudades del mundo, su propio jet privado, coches caros, una colección de arte valorada en millones... Sólo tenía que levantar un dedo si quería una mujer en su cama y muchas hacían cola para estar con él.
No obstante, ninguna de ella veía más allá de su suculenta cuenta bancaria. Era dueño de una multinacional y había logrado todo lo que se había propuesto en la vida, pero... ¿Quién iba a recoger el fruto de su esfuerzo?