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Su deseo de impartir justicia era inflexible… hasta que la conoció a ella. Vincenzo de Santi había dedicado toda su vida a redimir los delitos que había cometido su familia. Por ello, cuando Lucy Armstrong le ofreció pruebas sobre las operaciones del padre de ella a cambio de su libertad, Vincenzo no mostró piedad alguna. Por muy inocente que ella pareciera… Lucy tenía que escapar de su padre, aunque ello significara tener que negociar con otro hombre muy poderoso. Sin embargo, aunque Vincenzo afirmaba tener un corazón de hielo, sus caricias eran de fuego. Por una vez en su vida, Lucy no sintió miedo. Pero, antes de que Vincenzo pudiera dejarla libre, ella debía liberarlo a él…
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Seitenzahl: 222
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Jackie Ashenden
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Corazón de hielo, caricias de fuego, n.º 2849 - mayo 2021
Título original: The Italian’s Final Redemption
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-349-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
LUCY Armstrong había planeado cuidadosamente su propio secuestro.
Algo sencillo, que no causara mucho revuelo y que le permitiera escapar de su controlador padre de una vez por todas.
No sería fácil. Tenía mucho valor para Michael Armstrong y no precisamente por ser su hija. No. En realidad, eso era lo que menos importaba. Un profesor al que su padre había contratado para que le diera clase a Lucy había descubierto que ella era un genio con los números y se lo había contado a su padre. Muy pronto, Michael Armstrong había descubierto un uso para ella y se había asegurado que Lucy blanqueara todo el dinero que él obtenía por medios ilícitos. Por eso, no permitiría que ella se marchara de su lado sin presentar batalla. La protegía insistente y celosamente, del mismo modo en el que lo había hecho con su madre.
Sin embargo, Lucy solo necesitaba una hora de libertad física, lo suficiente para poder implementar la etapa dos de su plan, que constaba de tres partes.
La etapa dos consistía en ponerse a merced del enemigo de su padre.
La etapa tres suponía pedirle que la secuestrara y que la escondiera durante el breve espacio de tiempo que haría falta para poder desaparecer sin dejar rastro. Así, Michael no podría encontrarla nunca más.
No era el mejor plan que se le podría haber ocurrido, dado que no le gustaba tener que depender de otras personas, pero la muerte de su madre no podía ser en vano. Lucy le había prometido antes de que muriera que no permitiría que Michael Armstrong la convirtiera en una prisionera tal y como él había hecho con ella. Escaparía de Michael, costara lo que costara. Y, de las posibles salidas que había considerado, aquella era la que, con más probabilidad, la mantendría alejada de las garras de su padre para siempre.
Al menos, eso esperaba. Había tenido en cuenta toda clase de variables y, podría predecir la mayoría de las posibles situaciones con certeza, pero no podía preverlo todo.
La principal variable era él. Vincenzo de Santi. El enemigo número uno de su padre.
Había investigado sobre él. Los De Santi eran una antigua y famosa familia de delincuentes italianos para los que su padre había trabajado en el pasado, al menos hasta que la matriarca fue enviada a la cárcel y Vincenzo, su hijo, se hizo cargo de todo. Entonces, empezó su cruzada contra las grandes familias del crimen de toda Europa.
Una a una, Vincenzo fue acabando con ellas y entregándolas a la justicia, como hizo con su propia madre. El emporio empresarial de los De Santi, que en el pasado había sido semillero del crimen organizado de guante blanco, había sido limpiado de arriba abajo y toda actividad ilegal había desaparecido. En aquellos momentos, era el ejemplo perfecto de un negocio que destacaba por encima de todos los demás. Legalmente.
Vincenzo de Santi había sido implacable a la hora de volver a colocar a su familia en el lado correcto de la ley y, al hacer blanco también de sus objetivos a otras familias, había hecho muchos enemigos, entre los que estaba el padre de Lucy. Michael Armstrong le odiaba y había jurado que le haría caer. Ese hecho, lo convertía tanto en el objetivo como en el refugio perfectos.
Lucy observó el antiguo y elegante edificio cubierto de hiedra que había frente a la parada de autobús en la que ella se encontraba.
Había conseguido hacerse con la agenda de De Santi y el hecho de que él estuviera en Londres para ver cómo iban varios de los negocios de su familia no podía ser más oportuno y útil. Para que el plan de Lucy funcionara, tenía que hablar con él directamente y no permitir que la interceptaran sus esbirros. En aquel momento, él estaba en una de las casas de subastas de su familia. Lucy había decidido que aquel era el lugar perfecto para arrojarse a su merced, dado que contaría con mucha menos seguridad que el rascacielos cerca del río y estaba en una zona de la ciudad mucho menos bulliciosa.
Desgraciadamente, no tenía mucho tiempo. El guardaespaldas que la seguía a todas partes sin duda ya se habría dado cuenta de que no había ido a empolvarse la nariz y estaría destrozando el café en el que ella había insistido en detenerse para tratar de encontrarla.
Y sin duda la encontrarían. Lucy no podía hacerse ilusión alguna al respecto. Por ello, tenía que poner en funcionamiento la etapa dos de su plan. Rápidamente.
Bajó la cabeza y cruzó la calle para dirigirse a la casa de subastas De Santi. Atravesó rápidamente la vistosa puerta principal.
Hacía fresco en el interior. Sus pasos resonaron sobre el suelo de mármol mientras se dirigía al mostrador de recepción. Había una sala de espera que estaba lujosamente decorada con elegantes sofás, pero en aquellos momentos no había nadie esperando. De las paredes colgaban cuadros y había esculturas sobre las mesas, junto con otros objetos de valor protegidos por vitrinas. El silencio reinaba en aquel vestíbulo, un silencio que solo los muy ricos e importantes podían permitirse.
Lucy se dirigió sin dilación al mostrador de recepción, que, evidentemente, era también una valiosa antigüedad. Un joven elegantemente vestido observaba atentamente la pantalla del ordenador. Levantó la mirada al sentir que Lucy se acercaba y se dirigió a ella con expresión agradable y profesional.
–¿En qué puedo ayudarla, señorita?
Lucy agarró con fuerza el asa del bolso. El corazón le latía a toda velocidad.
–Necesito hablar con el señor De Santi inmediatamente, por favor.
–¿Tiene cita?
Aquella parte del plan iba a ser difícil. Lo único que tenía era su nombre. Aunque la mayoría de la gente no la conocía, ciertamente sabían de su existencia. Al menos, Vincenzo de Santi sí lo sabía.
–No –respondió Lucy–. Pero él querrá verme. Soy Lucy Armstrong.
Evidentemente, aquellas palabras no significaban nada para el recepcionista. Su sonrisa se transformó en un gesto de cortés rechazo.
–Lo siento, señorita Armstrong, pero si no tiene cita, me temo que no podrá ver al señor De Santi. Es un hombre muy ocupado.
Ya solo le quedarían unos veinte minutos. Veinte minutos antes de que la encontraran. La localizarían y se la llevarían de vuelta a Cornualles. No le permitirían volver a Londres y su madre habría muerto para nada.
Experimentó una gélida sensación en su interior, como si las venas se le estuvieran congelando. Se había acostumbrado a ignorar sus sentimientos, a no ver nada más que la tarea que tenía ante ella, que, normalmente, tenía que ver con números en una pantalla, los mercados financieros que vivía y respiraba. Durante años, eso le había bastado.
Sin embargo, al sentir la libertad tan cerca y notar que esta estaba a punto de escapársele de entre los dedos, el miedo había empezado a apoderarse de ella. Habían hecho falta años para reunir el coraje de poner en práctica aquel plan. Tenía que salirle bien. No iba a tener otra oportunidad.
–Le he dicho que me apellido Armstrong –dijo esperando que su voz resonara con la suficiente firmeza–. Soy Lucy Armstrong, la hija de Michael Armstrong.
La expresión del recepcionista no cambió. El nombre de su padre no significaba nada para él. Lucy tragó saliva. El frío iba congelándola cada vez más. Había esperado que al menos conociera a su padre, pero era evidente que no era así.
El miedo amenazaba con atenazarla por completo. Su madre tumbada en el suelo, mientras la sangre manchaba la moqueta donde había caído, agarrándole a Lucy la mano.
«Prométemelo. Prométeme que sobrevivirás lo suficiente para escapar de él. Para tener una vida, para ser libre. Quiero que seas feliz, cielo. No quiero que termines como yo».
Se lo había prometido y su madre había muerto allí mismo, ante sus ojos.
Tenía que pensar. No podía permitir que el miedo le ganara la partida. Debía concentrarse en el problema inmediato y encontrar una solución.
Aunque no parecía haber seguridad a su alrededor, sabía muy bien que no era así. El equipo de seguridad de De Santi era famoso por su eficacia. Por eso lo había elegido a él para empezar. Si se convertía en una amenaza, se la llevarían inmediatamente a algún lugar seguro.
Tal vez eso precisamente sería lo que tenía que hacer.
Estaba considerando aquella opción cuando se abrió una puerta detrás del mostrador de recepción. Salió un hombre más maduro, elegantemente vestido.
–Te veré en el infierno, De Santi –rugió por encima del hombro antes de dirigirse con cajas destempladas hacia la salida.
El recepcionista se levantó inmediatamente, sin duda para tratar de aplacar la ira del hombre. En aquel momento, Lucy vio su oportunidad.
Se le daba bien evitar que la gente se fijara en ella y, dado que la puerta del despacho de De Santi estaba abierta, se dirigió rápidamente hacia ella.
Nadie la detuvo.
Cuando entró, el corazón le latía tan rápidamente que le resultaba incómodo. Cerró la puerta a sus espaldas y echó el pestillo. Entonces, se dio la vuelta.
El ambiente de lujo y opulencia reinaba también en aquel despacho. Los suelos no eran de mármol, sino de gruesa moqueta de color azul marino. Recubrían las paredes paneles de madera oscura, sobre los que había cuadros iluminados discreta y sutilmente. Librerías y vitrinas, un sofá, una mesita de café y un enorme escritorio de roble.
Y, tras el escritorio, había un hombre, un hombre que la estaba observando sin decir palabra.
El corazón de Lucy resonaba en sus oídos. Los minutos pasaban y, de algún modo, ella parecía haber perdido la voz, como si el hombre que estaba allí sentado la hubiera dejado sin palabras.
Llevaba puesto un traje oscuro, que, evidentemente, estaba hecho a medida. Sin embargo, no fue el traje en lo que Lucy se fijó en primer lugar, sino en su altura y en la anchura de sus hombros y la firmeza de un torso muy musculado. Era la viva encarnación de la fuerza, ejemplo vivo de poder. Aunque estaba sentado con las piernas cruzadas, como si estuviera esperando que terminara una aburrida reunión, irradiaba el mismo poder que un rey, con propósito, determinación y una cierta arrogancia.
Sí, había hecho bien en acudir allí. Si había alguien en la Tierra que pudiera protegerla de su padre, era aquel hombre.
Seguía en silencio, observándola con unos ojos tan oscuros que parecían negros.
No era guapo, pero poseía un carisma poderoso e innegable. Se veía en sus profundos ojos oscuros, en la firmeza de su mandíbula, en los altos pómulos y en la recta nariz. Un aristócrata convertido en cruzado. El aire implacable que lo envolvía le daba un aire totalmente irresistible.
«¿Estás segura de que has hecho bien en venir aquí?».
Lucy apartó inmediatamente aquel pensamiento. No podía empezar a dudar. Aquel era Vincenzo de Santi en persona y había llegado la hora de poner en práctica la tercera parte de su plan.
Se obligó a dar un paso al frente y se detuvo justo en el instante en el que alguien empezó a tirar frenéticamente del pomo de la puerta.
–¡Señor De Santi! –exclamó el recepcionista desde el exterior.
Lucy tragó saliva y habló rápidamente, antes de que los de seguridad echaran la puerta abajo.
–Señor De Santi, me llamo Lucy Armstrong y estoy aquí porque necesito su protección.
De Santi hizo caso omiso a los gritos y se limitó a observarla con cierta curiosidad. Seguía sin articular palabra.
–¡Señor De Santi! –gritó de nuevo el hombre al otro lado de la puerta–. ¡Voy a llamar a seguridad ahora mismo!
De Santi se movió ligeramente, como si aquella situación tan solo le produjera una ligera molestia.
–No hay necesidad, Raoul –respondió. Hablaba inglés con un ligero acento y tenía la voz profunda y fría–. Los de seguridad ya lo saben –añadió. Parecía aburrido.
Sin embargo, la negra mirada que la penetraba a ella distaba mucho de serlo.
«Es peligroso». El miedo volvió a apoderarse de ella y tuvo que esforzarse para contenerlo. Aquel era el problema con los hombres fuertes. La fuerza significaba seguridad, pero también podía significar peligro, tal y como ella sabía demasiado bien. En especial para ella.
Los rumores decían que era un fanático, al que no se podía comprar ni hacer cambiar de opinión. Era incorruptible y cruel con sus enemigos.
«Tú eres su enemiga».
Lo era, pero no le quedaba opción. No podía acudir a las autoridades, porque ella misma era una delincuente y aquello limitaba un poco sus opciones. Vincenzo de Santi era el único que podía mantenerla a salvo, de eso no le cabía a Lucy ninguna duda. De todos modos, aunque él era peligroso, ciertamente no podía serlo más que su padre.
–Señor De Santi –dijo ella, preparándose de nuevo para su discurso por si él no la había oído la primera vez–, me llamo…
–Sé quién es usted –la interrumpió él de la misma manera tranquila y aburrida.
–Oh…
Lucy se quedó atónita. Si él sabía quién era ella, ¿no debería mostrarse más… interesado? ¿No debería agradarle que la hija de su enemigo se hubiera presentado en su despacho? Ciertamente, debería haberle hecho alguna pregunta, pero no era sí. Simplemente seguía sentado tranquilamente en su cómodo sillón de cuero negro observándola.
Resultaba bastante turbador.
Lucy se cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro. No estaba acostumbrada a que la miraran del modo en el que él la estaba mirando, como si aquellos ojos oscuros pudieran ver a través de su ropa y de su piel e incluso más profundamente, a través de su carne hasta llegar a los huesos.
«Te estás quedando de nuevo petrificada. No te distraigas. Mantén la atención puesta en el objetivo».
Eso era lo que tenía que hacer, concentrarse. Los minutos iban pasando y no sabía lo que ocurriría cuando los hombres de su padre entraran allí. Podría ser que la sacaran a rastras en contra de su voluntad y que no le diera tiempo a hacerle su propuesta.
Se armó de valor, se subió las gafas por la nariz y lo miró fijamente a los ojos.
–Si sabe quién soy, entonces sabrá quién es mi padre. Necesito su protección, señor De Santi y estoy dispuesta a pagar generosamente por ello.
–Entiendo –replicó él. No parecía ni sorprendido ni aburrido al respecto–. Le ruego que me explique entonces por qué debería hacerlo.
Sin embargo, Lucy no tenía tiempo para responder preguntas. Sabía que, nada más y nada menos, le estaba llevando la guerra a las puertas de su despacho y él tenía que saberlo inmediatamente.
–Se lo explicaré cuando haya accedido. Seguramente, nos quedan diez minutos antes de que los hombres de mi padre me localicen y entren por esa puerta dispuestos a llevarme a casa.
Vincenzo de Santi no se inmutó. Permaneció sentado en su butaca, con las manos sobre el regazo. Al padre de Lucy le gustaban los anillos de oro muy grandes, pero aquel hombre no llevaba joya alguna. Era tan austero como un monje, aunque los monjes no solían tener unos ojos oscuros que relucían como el ónix bruñido. De Santi la recordaba a una enorme pantera negra que estaba a punto de saltar sobre su presa.
El tiempo iba pasando cada vez más deprisa y cada vez le resultaba más difícil contener el miedo. Agarró el asa del bolso como si le fuera la vida en ello.
Evidentemente, aquel silencio era deliberado. Con ello, De Santi esperaba ponerla cada vez más nerviosa. Lucy decidió que no se dejaría llevar por el pánico. Había llegado hasta allí y no podía fallar.
El fracaso era el hecho de que su madre hubiera muerto en un charco de sangre después de tratar de protegerla de la ira de su padre. No podía permitir que aquella muerte fuera en vano. No lo haría.
–Se lo ruego –dijo–. Me estoy poniendo a su merced.
Resultaba difícil calcular la edad de aquella mujer, dado que el cabello oscuro le cubría la mayor parte del rostro, pero a Vincenzo le parecía que era una mujer y no una muchacha. Sin embargo, era evidente que estaba totalmente aterrorizada, aunque se esforzaba mucho por ocultarlo. Los nudillos de la mano derecha, con la que agarraba el asa de un raído bolso de cuero marrón, estaban totalmente blancos y tenía la piel muy pálida. Los ojos que se ocultaban tras las gafas eran muy grandes y de un color que estaba entre marrón y verde. Llevaba un vestido sin forma de un color muy similar.
Vincenzo la miró. El silencio era una técnica de interrogatorio muy útil y él la utilizaba con frecuencia. A la gente no le gustaba porque les hacía sentirse incómodos. Trataban de llenar aquel incómodo vacío de cualquier manera, lo que en ocasiones les llevaba a revelar toda clase de interesante información.
Pero la señorita Armstrong no era alguien a quien él estuviera interrogando, al menos no por el momento.
–Merced –dijo él saboreando la palabra–. Me temo que, si es eso lo que busca, señorita Armstrong, ha venido al lugar equivocado.
Ella lo miraba de forma muy directa a través de los gruesos cristales de las gafas. De hecho, Vincenzo no recordaba a ninguna mujer, en realidad a nadie, que lo hubiera mirado del modo en el que ella lo miraba a él. Normalmente, la gente tenía miedo de mirarlo a los ojos y no sin motivo.
Lucy Armstrong también debería tener miedo, en especial por ser la hija de Michael Armstrong.
Llevaba años tratando de derribarlo, pero Armstrong había logrado eludir todos los intentos de Vincenzo por llevarlo ante la justicia. Había tratado de cerrar en muchas ocasiones el lucrativo negocio de blanqueo de dinero que Armstrong tenía, dado que el dinero y todas las maneras de ocultarlo era una manera relativamente fácil de derribar el imperio ilegal de una persona. Sin embargo, cada vez que pensaba que tenía a Armstrong en sus manos, él lograba escaparse. Resultaba asombroso.
Armstrong no era un hombre muy cuidadoso y Vincenzo estaba totalmente seguro de que no tenía la clase de capacidad necesaria para evadir al equipo de especialistas financieros del equipo de Vincenzo, pero así era. Cualquiera sospecharía que Armstrong era más listo de lo que parecía, pero a Vincenzo no se lo parecía. Lo que Armstrong tenía era una buena ayuda y Vincenzo pensaba que sabía quién podría ser el que lo ayudaba.
La mujer que tenía ante él en aquellos momentos.
Había rumores por el mundo del hampa de toda Europa sobre la hija de Armstrong. Se decía que él la guardaba celosamente porque ella era el secreto del éxito de su imperio. Se decía de ella que manejaba bien los números y el dinero y que era un genio con los ordenadores porque podía ocultar la huella digital de cualquiera con facilidad.
Una mujer peligrosa… aunque en aquellos momentos no lo parecía. Parecía menuda, con el cuerpo oculto bajo aquel horrible vestido y aquel cabello oscuro y desaliñado que le ocultaba prácticamente el rostro. Sus rasgos quedaban casi totalmente ocultos detrás de aquellas gruesas gafas, pero a Vincenzo le pareció que podía ver unas delicadas pecas sobre la nariz. Tal vez no era peligrosa, pero sí bastante mediocre.
No obstante, resultaba muy interesante que ella hubiera acudido a él. Su equipo de seguridad le había informado de su presencia en el momento en el que había puesto el pie en el edificio. Vincenzo, en vez de detenerla, había querido ver a qué había ido hasta allí.
Lucy Armstrong dio otro paso al frente sin apartar los ojos de los de él. Había cierta ferocidad en su mirada y una determinación que, en otro momento, él podría haber admirado. No lo haría, pero, al ser una Armstrong, sí la utilizaría. Conseguiría que ella le revelara todos los secretos de su padre y, cuando Armstrong estuviera en la cárcel, que era donde tenía que estar, ella se reuniría allí con él.
–Señor De Santi… –dijo ella de nuevo.
–No se preocupe, señorita Armstrong –la interrumpió él–. Los hombres de su padre ni siquiera podrán pasar por la puerta principal. Mi equipo de seguridad es excelente.
Tenía que serlo. Cuando se estaba conduciendo una cruzada contra las familias del crimen más poderosas de Europa, estar bajo constante amenaza de muerte era un hecho diario. No le importaba. Si la gente trataba de asesinarlo, era porque estaba haciendo las cosas bien.
–No lo comprende. Él…
–No. No lo hará –afirmó él–. Y ahora, siéntese.
Lucy frunció el ceño, como si estuviera dispuesta a enfrentarse a él. Sin embargo, evidentemente se lo pensó e hizo lo que él le había pedido. Se colocó el raído bolso sobre el regazo, con gesto protector.
Vincenzo inclinó la cabeza para estudiarla. Ella parecía estar aún muy asustada, tanto que él casi podía oler su miedo. Conocía muy bien cómo funcionaba ese sentimiento y lo que les hacía a las personas, de manera que se podía utilizar para manipular a la gente. Sin embargo, él no lo usaba así, dado que odiaba aquella manera de actuar por encima de las demás, pero no se mostraba contrario a que las personas se dejaran manipular por sus propios sentimientos. Constantemente se sorprendía por el modo en el que esto ocurría.
Otra razón, si la necesitaba, era que, si una pistola no podía matar a una persona, lo conseguiría el miedo. O el odio. O la ira. O el amor. Los sentimientos eran mucho más poderosos que cualquier arma.
–Explíquese –dijo, rompiendo por fin el silencio–. ¿Por qué está aquí, señorita Armstrong? Aparte de para ponerse a mi merced.
Ella estaba sentada completamente rígida sobre la silla, casi vibrando de la tensión.
–Los hombres de mi padre estarán aquí en cualquier momento.
Vincenzo miró la pantalla de su ordenador y vio que ella no se equivocaba. Algunos de los matones de Armstrong ya estaban en la puerta de la casa de subastas.
Tocó un botón de su teclado y giró la pantalla para que ella pudiera verlo.
–Como puede ver, los hombres de su padre ya están aquí. Sin embargo, no tardarán en ocuparse de ellos.
Resultaba evidente que no sacaría nada de ella hasta que no se convenciera que estaba a salvo de los hombres de su padre, por lo que Vincenzo decidió permitirle ver lo que ocurría. También serviría para recordarle que él no era menos peligroso que su padre.
Lucy observó ávidamente lo que ocurría, casi sin parpadear. No se movió mientras observaba la escena.
–¿Ha visto lo suficiente? –le preguntó, observándola.
Ella lo miró, frunciendo el ceño.
–¿Cómo sabe que los de su equipo de seguridad ya los han reducido? No ha mirado ni siquiera una vez.
–No tengo que hacerlo. Mi equipo es el mejor –replicó mientras volvía a colocar la pantalla en su posición original–. Ahora, la explicación, por favor.
Ella respiró profundamente.
–Está bien. Como he dicho, estoy aquí porque necesito su protección contra mi padre. He conseguido escapar de él, pero mi padre nunca me dejará libre. Vendrá a por mí tanto si quiero volver como si no. El único modo de permanecer a salvo de él es que alguien me proteja. Y ahí es donde entra usted.
–Qué suerte tengo –replicó él secamente–. Supongo que usted sabe quién soy, ¿verdad, señorita Armstrong? Es decir, usted no ha entrado en mi despacho por casualidad mientras buscaba un lugar en el que esconderse.
–Por supuesto que sé quién es usted –repuso ella, como ofendida–. Planeé mi huida meticulosamente. Usted es el enemigo número uno de mi padre. Es poderoso y fuerte y tiene muchos recursos. No le debe nada a mi padre y, aparentemente, no se le puede comprar. Es usted incorruptible, lo que es perfecto para mis propósitos.
–No soy tan perfecto como a usted le gustaría que fuera. ¿Qué me impide, por ejemplo, entregarla ahora mismo a las autoridades? Usted es cómplice de muchos delitos, señorita Armstrong, y, como sin duda sabrá, tengo intención de asegurarme de que la gente como su padre y como usted terminen en los tribunales muy pronto.
–Yo no soy como mi padre –replicó ella frunciendo de nuevo el ceño.
–Y, sin embargo, es cómplice de muchas actividades ilícitas si mis fuentes son correctas. Y normalmente lo son.
Ella palideció aún más, haciendo que sus pecas y las profundas ojeras que tenía en el rostro destacaran todavía más.
En aquellos momentos, no solo parecía asustada, sino totalmente aterrorizada.
Vincenzo tenía reputación de ser una persona cruel. Él suponía que dicha reputación podía ser merecida. Su mundo era muy blanco y negro y así tenía que serlo, dado que su misión personal en la vida no le permitía debates morales para resolver las zonas grises. Entregaba a todo el mundo a las autoridades y dejaba que fueran ellos los que decidieran quién era inocente y quién culpable, algo que algunas personas podrían interpretar como crueldad.
No le importaba nada la manera en la que otras personas pudieran interpretar sus actos.
No estaba seguro de qué era la extraña tensión que recorría su cuerpo cuando miraba a la aterrorizada joven que estaba sentada frente a él. Sin embargo, allí estaba de todos modos. Era casi como si fuera… pena.
Entonces, ella levantó la barbilla.
–Sí, tiene razón –dijo–. Soy cómplice, pero los prisioneros no tienen elección, en especial cuando están siendo amenazados. Yo no tuve el lujo de poder negarme. Puede creerme o no. Depende de usted. Solo tiene que prometerme que me mantendrá a salvo de mi padre.
Ella se equivocaba. Todo el mundo tenía elección, aunque no le gustara la opción que se le daba.
–¿Por qué tendría yo que prometerle nada? –preguntó él.
La mirada de Lucy Armstrong se hizo aún más decidida.
–Porque puedo darle todo lo que necesita para hacer caer a mi padre.