Corazón oculto - Ryanne Corey - E-Book

Corazón oculto E-Book

Ryanne Corey

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Beschreibung

¿Quién era Jenny Kyle? En Bridal Veil Falls todo el mundo se preguntaba quién era la atrevida pelirroja que había causado impresión al llegar a la pequeña ciudad de Montana a lomos de su moto... incluso antes de tener aquel accidente que la dejó sin memoria. El sheriff Tyler Cook, un campeón de rodeo que había abandonado su fulgurante carrera para defender la ley, quería averiguar cuál era la historia de aquella misteriosa mujer. Pero la gente de la ciudad estaba a empezando a pensar que su interés no era solo profesional... Las chispas que saltaban entre la guapísima desconocida y el sheriff hicieron que toda la ciudad se preguntara si Jenny acabaría quedándose incluso después de recordar quién era...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Tonya Wood

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazón oculto, n.º 1202 - marzo 2016

Título original: The Sheriff & the Amnesiac

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8055-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Jenny Kyle comenzaba a sentir dolor de cabeza. Dolor de cabeza y angustia, cierta claustrofobia. Sencillamente, no podía soportar la sensación de verse atrapada. Sobre todo cuando no era culpa suya. Pero al menos era una claustrofóbica optimista. En cuanto arreglara las cosas con el brazo armado de la ley, abandonaría aquel poco hospitalario pueblo de Bridal Veil Falls, es decir: «Velo Nupcial». Mejor hubiera sido que el pueblo se llamara «Velo Nupcial sobre Su Cabeza». En cuanto se marchara, el dolor de cabeza sería solo un recuerdo. Una simple llamada de socorro a su buen amigo el abogado Dearbourne, y todo quedaría resuelto. Él sabía que ella no era una criminal o, al menos, no deliberadamente. Había sido una simple coincidencia que perdiera la cartera con el dinero y las tarjetas de crédito. Aunque Dearbourne le cantaría las cuarenta cuando se enterara de que se había marchado precipitada y alocadamente de viaje, para cruzar Estados Unidos en moto.

–Ya está aquí –afirmó la camarera señalándola con un dedo acusador–. Ahí viene el sheriff. Vas lista.

Jenny volvió la cabeza y abrió inmensamente los ojos, observando el brillante coche negro de policía aparcando. Y sintió que el dolor de cabeza cobraba fuerza. Las palmas de las manos comenzaron a sudarle. La puerta del restaurante se abrió y se oyó el taconear de un par de botas de cowboy. Ella esperaba a un tipo amable, un tipo que supiera echarse a reír ante aquel malentendido. Pero en lugar de ello, tenía frente a sí al Gladiador de Bridal Veil Falls.

El sheriff, un tipo enorme que medía más de un metro noventa, vestido con un uniforme ajustado color beis, entró amenazador. Sus anchos hombros parecían no acabar nunca, sus caderas eran estrechas, y su estómago plano tenía aspecto de duro. Jenny no podía ver su rostro, porque llevaba un sombrero de cowboy y gafas de sol. Jamás había visto una mandíbula tan cuadrada e imponente, los labios parecían esculpidos en mármol. Jenny dejó caer la cabeza sobre las manos, con los codos sobre la mesa, y se lamentó:

–¡Hoy no es mi día!

La puerta se cerró. Jenny escuchó pausados pasos acercándose… hasta detenerse ante ella. Era incapaz de levantar la cabeza.

–¿Es esta? –preguntó el sheriff.

Ni siquiera tenía un simpático acento de cowboy. La camarera comenzó a contarle al sheriffla historia por el principio, terminando con una frase llena de desdén:

–Es gracioso que no se diera cuenta de que había perdido la cartera hasta después de atiborrarse de comida.

–En eso no estoy de acuerdo –se defendió Jenny alzando la cabeza y mirando a la camarera–. He comido razonablemente. Ya me gustaría verte a ti comer después de pasar ocho horas montada en una moto.

–¿Así que esa Harley de ahí fuera es tuya? –preguntó el sheriff.

–Quizá –respondió Jenny respirando hondo y mirándolo al fin–. A estas alturas, prefiero negarlo todo.

–¿Negar qué? Eres tú –acusó el Gladiador tras un silencio incómodo.

–No, no soy yo –respondió ella frunciendo el ceño, preguntándose en qué trampa quería hacerla caer para conseguir que admitiera la culpa de todo–. No sé ni de qué ni de quién estás hablando, pero yo no he hecho nada malo. Soy una víctima inocente, una viajera que ha perdido la cartera. Créeme, habría dado un rodeo de haber sabido que la gente de «Bridal Veil Falls sobre Mi Cabeza» era tan paranoica y tan poco hospitalaria.

–¿«Bridal Veil Falls sobre Tu Cabeza»? –sonrió él irónico–. ¿Sabes?, en cuanto vi tu cabello pelirrojo supe que buscabas problemas.

Jenny lo miró a la cara mientras se levantaba del banco en el que estaba sentada y se sacudía los vaqueros de migas. Era el momento de adoptar una actitud defensiva. Sentada se sentía en desventaja. Aun así, con la altura de aquel hombre, no ganaba mucho poniéndose en pie.

–Eso, hablemos de problemas –comentó Jenny–. Tenía hambre, así que decidí parar a comer. Y antes de que me dé cuenta, me acusan de algo que no he hecho. Al menos, no intencionadamente. No soy una granuja que vaya por ahí comiendo de balde en restaurantes mejicanos… a pesar de lo que ella pueda creer –añadió mirando a la camarera con desprecio–. Y te diré otra cosa…

–¡Vaya, aún no ha acabado! –exclamó el sheriff.

–Este pueblo es muy problemático. Todo el mundo aquí es hostil –continuó Jenny haciendo una pausa–. Bueno, todos no. Esa viejecita de ahí, la que hace punto, es muy amable. No hace más que sonreír. Me gusta. Pero aparte de eso, estoy deseando largarme de aquí.

–Hola –saludó la viejecita, que obviamente había estado escuchando–. Estás muy guapo con tu sombrero nuevo.

–Siempre tan amable, Ella –contestó el sheriff, intercambiando luego unas palabras en voz baja con la camarera–: No me habías dicho que mi abuela estuviera aquí, Sunny. Eso lo aclara todo, ya sabes a qué me refiero.

–¿Sunny? –preguntó Jenny, incrédula–. ¿La camarera se llama Sunny? Jamás había visto una camarera más antipática. ¿Y esa viejecita tan encantadora es tu abuela?, ¿cómo es posible?

El sheriff se quitó lentamente las gafas de sol, sin dejar de mirar a Jenny con ojos azules penetrantes. Tenía una mirada luminosa que contrastaba fuertemente con su piel morena. Sus ojos eran mucho más bonitos de lo que Jenny había imaginado. Y más humanos.

–Sí, se llama Sunny, y esa viejecita encantadora es mi abuela. Yo soy el sheriff Cook, pero puedes llamarme Tyler. ¿Lo ves? Sí somos simpáticos, tranquila. Hazme un favor, y cállate un ratito. Si es que puedes. Sunny, ¿cuánto tiempo lleva Ella ahí sentada?

–Casi toda la tarde, pero no se me ocurrió pensar que… –respondió Sunny–… bueno, el doctor Wetzel dijo que estaba mucho mejor. Dijo que ahora se dedicaba a hacer punto, en lugar de a…

–Pues algo me dice que ha sufrido una recaída. Parece muy contenta –comentó el sheriff.

–¿Pero qué pasa aquí?, ¿es que me he vuelto loca, o es que todos aquí están locos? ¿Por qué no me dejas salir a buscar mi cartera? ¿Y qué tiene que ver esa viejecita con todo esto? –preguntó Jenny.

–¿Nunca haces lo que se te manda? –preguntó el sheriff–. Te he dicho que te calles.

–No tengo por qué callarme –respondió Jenny–. ¿Qué vas a hacer, arrestarme por utilizar demasiado oxígeno?

–No me gusta tu actitud, es realmente mala –comentó Tyler con el sombrero ladeado, enseñando parte de sus cabellos, de color miel–. Seguro que tu segundo nombre es Problemas. ¿Te importaría decirme el de pila y el apellido?

–Jenny Kyle –respondió ella sosteniendo desafiante su mirada–. Jenny Maria Kyle.

–Tienes derecho a permanecer en silencio, Jenny Problemas Kyle –continuó Tyler guardándose las gafas de sol en el bolsillo–. Aprovéchate de él mientras voy a hablar con Ella.

–Esa buena mujer no ha hecho nada para… ¡mmm!

–Derecho a permanecer en silencio –repitió el sheriff tapándole la boca con firmeza. Jenny entrecerró los ojos, airada. Todo su cuerpo se tensó con aquel contacto. Sunny se echó a reír–. Buena chica –continuó Tyler apartando la mano lentamente, listo para volver a taparle la boca si era necesario–. Y ahora, siéntate.

–Prefiero estar de pie –se apresuró Jenny a contestar, antes de que él pudiera reaccionar.

Aquello hubiera debido irritar al sheriff. Era precisamente lo que Jenny pretendía. Pero en lugar de ello, Tyler esbozó una sonrisa infantil y traviesa mientras repetía:

–Problemas.

Tyler se alejó en dirección a la anciana. Jenny no tenía ni idea de qué iba a hacer. No pudo escuchar la conversación por mucho que se esforzó. Ni siquiera pudo ver la expresión de la anciana, ya que él la tapaba. Jenny esperó nerviosa, mordiéndose el labio. Cuando Tyler volvió, alzó el mentón y se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros. No le daría la satisfacción de saber que estaba nerviosa. No había hecho nada malo, y no iba a comportarse como si se sintiera culpable. Pero para el caso que Tyler le hizo, podía haber sido invisible. El sheriff se llevó a Sunny aparte y le susurró algo, asintiendo y girando la cabeza en dirección a Ella. Sunny corrió al teléfono.

–¿Podrías contarme de qué va todo esto? –preguntó Jenny–. ¡Espera, ya lo sé! Vas a arrestar a esa viejecita por ser amable. Estoy convencida de que eso aquí está mal visto.

–¿Sabes? –respondió Tyler tras una pausa, ladeando la cabeza–, tienes un verdadero problema con la figura de la autoridad. No te irían nada mal unos cuantos años en la Gran Casa.

–¿Unos cuantos años en la Gran Casa? ¿Qué es esto, una película de James Cagney? –preguntó Jenny.

–Ni das muestras de arrepentimiento –continuó Tyler, pensativo–. Eso no está bien, Problemas.

–¡Basta! –exclamó Jenny–. ¡He perdido la cartera, por el amor de Dios!

–Sí, muy mala actitud –repitió Tyler suspirando y sacudiendo la cabeza–. Al Juez Curry no le gusta la gente que adopta esa actitud. Y la gente en moto, tampoco. El último Cuatro de Julio, un motorista cruzó el pueblo metiéndose justo en medio del desfile del Día de la Independencia. Tiró dos vallas y se estrelló contra el perro del Juez, vestido a propósito para la fiesta. No le gustó nada, te lo aseguro.

–Maravilloso –comentó Jenny gruñendo y dejándose caer en el largo sillón–. Dispárame, ¿quieres? Dispara y acaba con mi sufrimiento.

–Claro que, por otro lado, el Juez tiene debilidad por las mujeres –continuó Tyler–. Podrías salir en un año por buena conducta. ¿Sabes karate?

–¿Qué?

–Karate, puñetazos, esas cosas. Lo creas o no, el penal de las mujeres es mucho peor que el de hombres. ¿Algún amigo o pariente al que quieras llamar antes de que te encierre?

–¿Qué?

–Tienes derecho a hacer una llamada telefónica. ¿Quieres llamar a tu pobre marido, Dios lo ampare?

–Tienes un gran sentido del humor –musitó Jenny–. Si tuviera marido, que no tengo, no malgastaría mi única llamada telefónica con él. Prefiero llamar a mi abogado.

–Como quieras –respondió Tyler–. ¡Ah!, tengo algo para ti. Con los nervios, lo había olvidado –añadió sacándose algo del bolsillo y dejándolo sobre la mesa–. ¿Te resulta familiar?

–¿De dónde la has sacado? –preguntó Jenny, atónita, observando incrédula su cartera verde.

–Me la ha dado Ella. Quiere que te diga que tienes un precioso cabello rojizo, y que espera que la perdones. Tiene un pequeño problema, le gusta llevarse cosas que no son suyas. Aparte de eso, es un ángel.

Jenny observó a Ella, profundamente concentrada de pronto en su tarea, y después al hombre que representaba la ley. Estaba muy enfadada. Golpeó la mesa con el puño con tanta fuerza, que la cartera salió volando.

–¡No puedo creerlo! Lo sabías desde el principio, ¿verdad? ¡Me has engañado! ¡Sabías que Ella me había robado la cartera, y me has dejado creer deliberadamente que…!

–Alto ahí –objetó el sheriff de buenos modos–. Era una broma, y tú no te la has creído. Además, Ella no es una ladrona. Antes o después, lo devuelve todo. Creíamos que se había curado cuando descubrió que le gustaba tejer. Le encanta, no deja de hacer punto ni para robar. Supongo que tendré que seguir vigilándola.

–Has estado asustándome a propósito, hablando de cárceles y del perro ese, muerto. No tenías intención de arrestarme. ¡Soy yo quien debería arrestarte!

–El perro no murió –respondió Tyler con ojos brillantes–, solo salió rodando. De todos modos, soy el único sheriff de este pueblo, así que no puedo arrestarme a mí mismo, ¿verdad? Imagínate lo complicado que sería ponerme las esposas.

–Yo te ayudo.

–Venga, déjalo. Solo trataba de darte una lección. Tienes que cambiar de actitud.

–¿Cambiar de actitud? –repitió Jenny poniéndose en pie a la velocidad del rayo, sin dejar de mirarlo con ojos airados–. ¡Yo soy la víctima! Lo único de lo que soy culpable es de tener un mal día. Llevo horas montada en la maldita moto, estoy agotada. Solo quería comer y descansar un poco, ¡y me tratan como al enemigo público número uno!

–¿Así que reconoces que tienes problemas para manejar ese monstruo de ahí fuera?

–¿Problemas? –repitió Jenny, demasiado enfadada como para mostrarse prudente–, esa máquina parece poseída por el diablo. Tengo suerte de seguir viva.

–Te creo –afirmó Tyler–. Esa Harley es mucho trasto para ti, Problemas.

–Eso es problema mío, ¿no crees? –contestó Jenny agarrando su cartera y arrojando un billete sobre la mesa–. Ya está. Mi carrera como criminal ha terminado.

–Una carrera brillante –comentó el sheriff.

–Y ahora, por alucinante que haya sido la experiencia, me voy volando. Discúlpeme, sheriff. Ha sido un placer.

Tyler le bloqueó el paso apoyando una mano sobre el largo sillón. En sus profundos ojos había una inconfundible expresión de simpatía y diversión. Se rascaba el mentón, pensativo, sin dejar de mirarla.

–Sopesemos cuidadosamente esas palabras, ¿quieres? «Salir volando». ¿Te das cuenta de que si vuelves a subirte a esa moto, tienes muchas probabilidades de salir volando, literalmente hablando?

–Agradezco tu preocupación, pero sé cuidar de mí misma –replicó Jenny con dulce sarcasmo–. Y ahora, si no tienes nada más de qué acusarme, ¿puedo marcharme?

–Olvidaste levantar la mano cuando se repartió el sentido común, ¿verdad? –señaló Tyler sacando un chicle y desenvolviéndolo lentamente para metérselo en la boca, como si tuviera todo el tiempo del mundo–. Me temo que, en conciencia, no puedo dejarte partir tras la puesta de sol. Sería mucho mejor que esperaras a mañana por la mañana para salir volando. Así el resto de viajeros tendrían alguna posibilidad de sobrevivir.

–Aún no ha oscurecido –respondió Jenny, nerviosa por tener al sheriff tan cerca.

–Por eso, aún peor. La puesta de sol es el momento del día en el que ocurren más accidentes. Te aseguro que es un hecho comprobado.

–Bueno, pues toma nota también de esto: tengo sitios a los que ir, y tú me estás reteniendo contra mi voluntad.

–¿Sabes? Pareces una chica aventurera –comentó Tyler abriendo inmensamente los ojos, como si acabara de ocurrírsele una idea muy ingeniosa–. ¿Por qué no tratas de hacer algo nuevo, como por ejemplo ser razonable?

–No soy yo quien se muestra poco razonable –soltó Jenny–. ¿Vas a dejarme salir de aquí o no?

–¡Demonios, no!

–Lo siento, sheriff, pero este es un país libre, y no puedes impedírmelo.

Tyler sonrió, balanceándose sobre los tacones de sus botas de cowboy y diciendo:

–¿Le importaría enseñarme su permiso para conducir la moto, señorita? Es solo para asegurarme de que todo está en orden.

–¿Mi qué? –preguntó Jenny tras una pausa en silencio.

–Tu permiso.

–Tengo permiso de conducir…

–Permiso de la moto, señorita.

–Aún no lo he sacado –contestó Jenny tras cerrar los ojos y contar hasta diez–. La he comprado hace solo dos días. Me ocuparé del papeleo cuando llegue a casa.

–Eso no me sirve –respondió Tyler casi con lástima–. Me temo que voy a tener que arrestarla, señorita.

–¿Vas a arrestarme? ¿Por qué?, ¿por olvidar el permiso de la moto?, ¿es que eso es un crimen aquí?

–Lo es, y de los peores –aseguró Tyler, serio–. Mal asunto.

–¡Ha! –rio Jenny echando atrás la cabeza–. ¡Otra vez! ¿Vas a meterme en la cárcel por un descuido? Me gustaría verlo.

Las cosas ocurrieron tan deprisa, sin embargo, que Jenny no pudo ver nada. Tyler le puso las esposas con tal celeridad, que solo vio el brillo del metal y oyó el «clic» de la cerradura.

–Tienes derecho a permanecer en silencio –comenzó a enumerar Tyler–. Tienes derecho a…

–¿Qué? –preguntó Jenny, perpleja–. ¿Estás loco? ¡No puedes detenerme, y tú lo sabes! Podría acusarte de arresto infundado. ¡Podría empapelarte! ¡Podría…!

–Ya me has hecho olvidarme de lo que estaba diciendo –se quejó Tyler–. Ahora tendré que volver a empezar por el principio. Tienes derecho a…

–¡Si te has creído que te va a dar resultado esa actitud de macho bravo, vas listo! Te equivocas conmigo –lo interrumpió Jenny.

De pronto, sin previo aviso, Jenny sintió que la levantaba y se la cargaba a la espalda como si fuera un saco. Solo podía ver el suelo, que era de color rojo.

–Las mujeres jamás hacen uso de su derecho a permanecer calladas –comentó Tyler Cook echando a caminar–. No sé ni para qué me molesto en enumerarles sus derechos.

Capítulo Dos

 

Ya en la época del instituto, Tyler Cook había observado que las mujeres tenían debilidad por los vaqueros altos, de ojos azules y sonrisa abierta. Les gustaba su forma de caminar, perezosa y lenta, como si no fuera realmente a ningún lugar ni tuviera nada que hacer. Y cuando se ponía el sombrero de vaquero, el encanto se duplicaba. Las heridas y los ojos morados eran ya la puntilla cuando competía en un rodeo el fin de semana. Montar potros salvajes no era exactamente una afición segura, pero Tyler era joven, y le encantaba que le prestaran atención. Además, tenía verdadero talento para aguantar en la silla de montar. Inevitablemente, muchas veces acababa mordiendo el polvo, pero las simpáticas rubias lo resarcían ampliamente de las heridas. Tyler era joven, curioso e incansable, y en muchas ocasiones el pueblo en el que había transcurrido toda su vida se le quedaba pequeño. En realidad, eso le ocurría constantemente.

A decir verdad, Tyler sabía que no era Bridal Veil Falls lo que lo irritaba, sino la actitud de su padre hacia él. Gerald Cook creía que los hombres debían moldearse a base de mano dura, y la suya era de acero. Mientras a Rosie, su hermana pequeña, la trataba con dulzura y la malcriaba, a él lo hacía objeto de críticas y castigos físicos constantes, ante cualquier insignificancia. Según su padre, era la única forma de hacer de él un hombre. Y podía ser cierto, pero también era cierto que, por eso mismo, Tyler estaba ansioso de escapar a la primera oportunidad.

Tras graduarse en el instituto, Tyler no perdió el tiempo: hizo la maleta y se marchó a la Universidad de Montana. Tenía una beca del gobierno y un empleo a media jornada, podía educarse lejos de la constante desaprobación paterna. Por desgracia, esa ventajosa educación terminó bruscamente, diez meses antes de graduarse. Su padre tuvo un ataque que le impidió seguir trabajando en el rancho familiar. Tyler se dio cuenta entonces de que tenía un deber para con los suyos: debía contribuir a la economía familiar. Pero en lugar de volver a casa para tratar de sacar unos cuantos dólares de los quince acres de terreno, optó por hacer el circuito de los rodeos. Dedicarse profesionalmente al rodeo resultaba muy ventajoso si de verdad se tenía talento. Y no había potro que Tyler no pudiera montar: con silla, o a pelo. Además le gustaban los animales salvajes, seguramente porque en su interior albergaba también un ansia de libertad largamente reprimido. Mandaba casi todas sus ganancias a casa, pero su padre jamás reconoció su éxito. Ni siquiera mencionó una sola vez el hecho de que saliera en la portada del American Cowboy…

Gerald Cook murió de un segundo ataque justo el día en el que Tyler recibía la medalla de oro como Campeón Mundial de Rodeos. Era demasiado tarde para hacer las paces con él, pero Tyler volvió a casa. No quedaba nadie para cuidar de su hermana pequeña y de su abuela.

Una vez allí se hizo cargo de la ley y el orden, despertando de nuevo los más íntimos deseos de las rubias casaderas de Bridal Veil Falls. Durante ocho años, Tyler declinó y evitó la avalancha de atenciones femeninas mientras esperaba a su mujer ideal. Sabía exactamente qué buscaba: una mujer a la que perseguir hasta que ella le diera caza. ¿Tan difícil era? Sería alta y esbelta, de cabellos brillantes y oscuros, y tendría un montón de adorables pecas en la nariz. La reconocería en cuanto la viera, de eso estaba seguro.

Por eso, precisamente, estuvo a punto de desmayarse cuando entró en el restaurante mejicano con la intención de arrestar a una criminal, y se encontró con su media naranja. Ahí estaba. Era ella.

Era el destino, a primera vista. Tyler no esperaba que llegara en una Harley, con esos cabellos castaño rojizos, como diciendo: «cómeme». Pero ahí estaba. Y no era exactamente lo que había estado esperando durante años, sino mucho más. No era demasiado alta, pero tenía unos inmensos ojos marrones brillantes, y pómulos muy destacados. Llevaba un top estrecho, un chaleco de cuero, y tres pendientes en cada oreja. Continuamente apretaba los puños, enfadada. No era exactamente la mujer que había estado esperando durante años, pero Dios sabía que era la mujer que había esperado durante toda la vida. Mejor aún, ni siquiera tenía mirada de vampiresa, sino que sus ojos esbozaban una expresión agitada, confusa, que le recordaba a sí mismo. Pero no, lo mejor de todo era que llevaba anillos en todos los dedos, excepto en el anular, el más importante. Eso era genial.

Por desgracia, al descubrir que la criminal había sido Ella, Tyler se había quedado sin excusas para retenerla. No obstante, había tenido una idea genial al pedirle el permiso de la moto. El hombre que salió de Enchilada Ernie’s con una mujer a la espalda, como un saco de patatas, era un hombre feliz.

Ella no llevaba perfume. De hecho olía a aceite de moto y a comida picante, pero no importaba. De haber podido ella ver su expresión mientras la llevaba al coche policial, se habría quedado atónita. Tyler esbozaba la misma sonrisa que había vuelto locas a tantas rubias. Pero por supuesto ella no veía nada, solo asfalto. La pobre no dejaba de gritar y de darle puñetazos en la espalda.

–Tranquila –trató Tyler de calmarla–. Te vas a hacer daño.

–No soy yo quien… quien se va a hacer daño. Esto lo vas a lamentar…