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Joshua está convencido de que hay una maldición familiar. Le ha arrebatado a sus seres queridos, le ha robado la vista y es la razón por la que su padre es asesinado mientras investigaba el homicidio de una joven. Joshua recibe una oportunidad que no puede rechazar: una operación que le permitirá ver el mundo a través de los ojos de su padre. A medida que Joshua descubre el mundo, empieza a ver lo que estos ojos podrían haber presenciado en su vida anterior. ¿Qué estaba haciendo exactamente su padre en su papel de detective de policía? Pero los actos que llevó a cabo su padre en una parte oculta de su vida acarrean consecuencias, y una de ellas es la ira de un hombre empeñado en matar, un hombre que se acerca cada vez más a Joshua. Joshua pronto descubre un mundo más oscuro que aquel del que ha salido… El autor nominado al premio Edgar, Paul Cleave, regresa con otra fascinante historia de secretos ocultos y horrores indescriptibles que te mantendrá en suspense hasta la última página. «Paul Cleave es una lectura obligada para mí». - Lee Child «Comenzando con una ambientación macabra, Cleave sigue subiendo las apuestas hasta que cualquier pizca de verosimilitud queda muy atrás y solo queda una serie cada vez más efectiva de emociones espeluznantes». - Kirkus Reviews «Cleave, finalista del Edgar, hace un trabajo de premisa inverosímil, pero muy espeluznante, en esta novela poderosa y que invita a la reflexión… Impresionante thriller criminal». - Publishers Weekly (reseña destacada) «Cleave, un maestro de los thrillers oscuros y convincentes, le da un giro moral a esta historia retorcida y escalofriante con su inquietante final». - Booklist «[Cleave] usa palabras como armas letales». - New York Times «… absolutamente apasionante hasta la última página. Este tipo puede crear tramas que sean originales y destacarlas con una escritura que simplemente gire y gire todo el camino». - Reseña de Amazon
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Cosecha letal
Cosecha letal
Título original: A Killer Harvest
© 2017 Paul Cleave. Reservados todos los derechos.
© 2023 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción, Carmen Bordeu
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1295-2
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
TAMBIÉN POR PAUL CLEAVE
Limpieza mortal
La víctima
El lago del cementerio
El coleccionista de muerte
La casa de la risa
Hombres de sangre
Cueste lo que cueste
No te fíes de nadie
Para Tim Müller y Craig Sisterson. A los próximos gin-tonics os invito yo.
Capítulo 1
La oficina solía ser un viejo contenedor de carga de paredes oxidadas llenas de raspones, ahora pintadas de gris. En la actualidad, el único viaje que realiza es sobre la parte trasera de un camión que recorre el país de arriba abajo una o dos veces al año. Una de sus dos largas paredes ha sido sustituida por una puerta y una ventana que, a lo largo de los años, han presenciado cómo terrenos baldíos se iban convirtiendo en torres de apartamentos y bloques de oficinas. Su vista actual es de un edificio de siete plantas en construcción. Algunas de las plantas no son más que meras vigas de acero y losas de hormigón, y toda la estructura está rodeada de andamios manchados de suciedad, pintura y sudor.
El interior de la oficina se las ha ingeniado para atraer telarañas y, al mismo tiempo, repeler el calor, lo que hace tiritar al detective Mitchell Logan en lo que ha sido hasta ahora una mañana de verano perfecta en Christchurch. Las paredes han sido enlucidas y están cubiertas de mapas topográficos, bocetos, planos y fotografías. Junto a la puerta, hay un estante con media docena de cascos de obra, con una pegatina debajo que reza: «Use casco. Evite las conmociones cerebrales». El polvo en la ventana es lo bastante espeso como para duplicar el grosor del cristal. Al otro lado de un escritorio lleno de papeles se encuentra el capataz, Simon Bower, con aspecto fastidiado. Bower tiene el pelo castaño peinado hacia atrás y una barba que, hasta hace poco, Mitchell habría descripto como una barba tupida, pero que, según su esposa, ahora se llama una barba hípster. Bower es un tipo apuesto de unos treinta años, bronceado, atlético y, por la forma en que no deja de mirar el reloj, también impaciente.
Mitchell se vuelve hacia su compañero, el detective Ben Kirk, para ver si su amigo tiene frío, pero Ben no lo demuestra.
—¿Qué tipo de preguntas? —inquiere Bower, y consulta de nuevo su reloj como para asegurarse de que no le ha estado mintiendo.
—Preguntas de rutina —responde Mitchell, pero no es así. Nada de esto lo es. Mitchell tiene cuarenta años y se acerca con rapidez a la fecha en la que habrá pasado exactamente la mitad de su vida en el departamento de policía y en ese tiempo ha aprendido que, cuanto más grande es la mentira, más grande es el secreto. Hoy, la mentira va a ser enorme. El hombre al que han venido a ver les dirá que estaba al otro lado del planeta visitando a su madre enferma en el hospital. Que estaba en un barco en medio del océano Pacífico rescatando delfines. Que estaba orbitando alrededor de la Luna. Que estaba en cualquier parte, excepto en el único lugar en el que saben que ha estado: el coche de Andrea Walsh. ¿Y dónde está Andrea Walsh? No lo saben. Pero la motosierra ensangrentada hallada cerca de su coche sugiere que la podrían encontrar en varios lugares… al mismo tiempo. No solo había sangre en la sierra, sino también restos de cabello, huesos y carne, algunos no más grandes que una astilla, otros del tamaño de un nudillo, incluido lo que el forense dijo que era un nudillo de verdad. El coche apareció abandonado dos noches atrás, a la salida de la autopista, sin gasolina. Un conductor que estuvo a punto de chocar contra él lo denunció. La policía no pudo localizar al propietario y, al día siguiente, empezó a registrar la zona. La motosierra ensangrentada fue encontrada en una zanja a cincuenta metros a un lado de la autopista, con el nudillo atascado debajo de la protección retráctil.
Fue un error deshacerse de la sierra tan cerca del coche, pero Mitchell está seguro de que quien lo hizo decidió que era mejor alternativa que caminar con ella por la autopista. La motosierra tenía un número de serie. El número de serie reveló que pertenecía a una compañía de construcción. Eso es lo que los ha traído hasta este contenedor-oficina para hablar con este capataz.
—¿Por qué necesitáis saber de quién es la motosierra? —pregunta Bower—. ¿Alguien la robó?
—Algo así —contesta Ben.
—¿No… eh… no necesitáis una orden o algo parecido?
—La necesitaríamos si estuviéramos aquí para registrar el lugar —replica Ben.
—Y la conseguiremos si hace falta —agrega Mitchell.
—Pero sabemos que no hace falta —continúa Ben—, porque no estamos aquí para registrar el lugar, sino para hablar con la persona que usa la motosierra que coincide con ese número de serie, y vas a decirnos quién es.
—¿Todo esto por una motosierra robada? —aventura Bower.
—Solo danos un nombre —presiona Mitchell.
—Vale, no os molestéis en contestarme. —Bower empieza a respirar con agitación y se esfuerza por parecer tranquilo mientras hace a un lado su taza de café y quita unos papeles que hay sobre el teclado de su ordenador para poder escribir. Tras unos segundos de teclear y varios clics, empieza a asentir—. Oh…
—¿Oh? —repite Mitchell.
—La motosierra pertenece a Boris McKenzie.
—¿Y? —pregunta Mitchell.
—Y Boris es… vale… un poco impulsivo. Es un buen tipo, un gran trabajador, pero… solo una sugerencia: si habéis venido aquí para incordiarlo por algo, tal vez tengáis que pedir refuerzos. Puede cabrearse muy rápido.
Bien. No es la mayor mentira que Mitchell haya oído. No está a la altura de alegar que estaba ocupado salvando niños de un orfanato en llamas, pero sin duda es una mentira. Mitchell se gira hacia Ben y Ben hace un leve gesto con la cabeza. Es lo que se esperaban.
—¿Y dónde podemos encontrar a este…? —empieza Mitchell.
—Boris McKenzie —dice Bower—. Está en el cuarto piso.
—¿Cómo va la obra? —inquiere Ben.
—Es fácil de encontrar.
—Eso no es lo que te he preguntado.
Bower se encoge de hombros.
—Un desastre, supongo. Algunas oficinas a medio terminar, algún espacio abierto.
—¿Una especie de laberinto entonces? —pregunta Ben.
—No sé si lo describiría así, pero sí, tal vez.
—¿Qué tal si nos acompañas? —sugiere Mitchell.
—Tengo muchas cosas que hacer —contesta Bower. Mira de nuevo su reloj para demostrarlo y hace una mueca mientras lo hace, como si cada segundo que pasara le doliera—. Ya vamos con retraso y, para seros sincero, no quiero que Boris sepa que he sido yo quien os ha enviado.
—En un lugar como este, con todos estos materiales y herramientas, sin paredes y con estas alturas, es mejor saber bien a quién buscamos y a dónde vamos —comenta Mitchell.
—Además, es una zona peligrosa —añade Ben—. Ninguno de los dos querría acabar electrocutado o que le caiga una viga encima.
—Lo que significa que nos acompañarás —afirma Mitchell.
—¿De verdad tengo que…?
—¿Qué? —pregunta Ben—. ¿Vas a obstaculizar una investigación? ¿O vas a ser un buen ciudadano y harás lo mejor para tu comunidad?
Bower resopla; da la vuelta al escritorio y coge un casco. Le entrega uno a Mitchell y otro a Ben.
—Me seguiréis —explica— y haréis lo que yo os diga. Es peligroso estar allí arriba si no sabéis lo que estáis haciendo.
—Y por eso nos acompañarás —le recuerda Ben.
Lo siguen afuera. El calor de la mañana, enmascarado por la oficina, se vuelve a hacer sentir. Recorren los veinte metros que los separan del edificio en construcción y, en el trayecto, se cruzan con furgonetas de electricidad, fontanería y cristalería. Se oye el bip-bip de un camión hormigonera entrando marcha atrás en la obra. Hay actividad en todas direcciones mientras se miden, cortan, vierten y conectan las cosas. Llegan a los ascensores, que, según Bower, se instalaron hace cuatro semanas.
—De no haber sido así, estaríamos subiendo un montón de escaleras —señala.
Mitchell cree que el sonido constante de las herramientas eléctricas que se encienden y se apagan lo volvería loco. Los obreros gritan, discuten y ríen, y Mitchell sigue esperando que alguien grite «¡Cuidado!»cuando algo pesado esté a punto de caerle encima. Es un alivio entrar en el ascensor, donde no hay música ni charla durante el viaje. Las puertas se abren. El edificio es un cascarón tanto por dentro como por fuera. Hay cables colgando de las paredes. Y también del techo. Está todo sin pintar. No se han colocado los suelos: frente a ellos solo se extiende el hormigón, cubierto de serrín, virutas de metal y algún que otro clavo. Hay algunas ventanas, pero en algunas zonas todavía no las han colocado, de modo que solo hay huecos cubiertos por polietileno, que se agita con la brisa ligera.
—Tened cuidado donde pisáis —les advierte Bower.
—¿Cuántas personas hay en este piso? —pregunta Ben.
—Solo Boris. Y ahora nosotros. La mayoría del equipo está trabajando en la planta baja, pero Boris está cambiando unos paneles de pladur que se estropearon.
—Se oyen voces —comenta Ben.
—Cuando se instalen las ventanas y el aislamiento, no se oirá nada desde este piso —explica Bower.
Ben mete la mano en la chaqueta y saca una pistola. Apunta al suelo.
—Joder, ¿es necesario? —salta Bower.
—Lo es si Boris es tan impulsivo como dices.
—Esto tiene que ver con algo más que una simple motosierra robada, ¿verdad? —insinúa Bower.
—Creo que es mejor que nos separemos —sugiere Ben.
—De acuerdo —conviene Mitchell, y saca su propia pistola.
—Quizá debería irme —comenta Bower.
—Quédate detrás de nosotros —le indica Mitchell—. ¿Izquierda o derecha? —le pregunta a Ben.
—Izquierda.
—Vienes conmigo —ordena Mitchell, mirando a Bower.
Ben va hacia la izquierda. Mitchell y el capataz, hacia la derecha. Un gorrión vuela por el pasillo hacia ellos buscando una salida y, un momento después, le sigue otro. Mitchell percibe el olor intenso del yeso. Mantiene su arma apuntando al suelo. Bower nunca se aleja más de unos pocos pasos. Llegan al final del pasillo, donde se ha instalado una ventana de dos metros cuadrados que da a la oficina de abajo. El cristal amortigua el sonido del exterior. Mitchell puede ver un camión que descarga más materiales y el camión hormigonera que sigue retrocediendo.
El siguiente pasillo no es muy diferente del que ya han recorrido. Las paredes de pladur están enlucidas, pero sin pintar. Hay cables por todas partes. Herramientas, caballetes, cubos de pintura de diez y doce litros apilados a lo largo de las paredes, molduras junto a cajas de clavos y tornillos, interruptores de luz que pronto se instalarán, una pistola de clavos, un cortador de baldosas y bolsas de lechada. Mitchell examina las habitaciones por las que pasan y ve más de lo mismo, algunas con ventanas, otras con polietileno. Al final hay una ventana de dos metros idéntica a la del pasillo anterior, solo que esta vez, en lugar de tener cristal, está tapada por un grueso trozo de polietileno. Se ve lo suficiente para poder distinguir los montículos de tierra y algunos vehículos debajo, pero no en detalle. En resumen, no es una gran vista.
Se vuelve para comprobar dónde está Bower.
—Deberíamos…
Se interrumpe. Bower ha cogido la pistola de clavos que vieron antes y le está apuntando con ella.
—Espera.
Bower no espera. Aprieta el gatillo. El detective Mitchell no siente dolor, solo un tirón en el cuerpo, una presión en el brazo y luego en el pecho, como si le estuvieran apretando los músculos. Intenta levantar el arma, pero su brazo no se mueve. La pistola de clavos emite un chasquido, otro y otro. Mitchell tiene cuatro, cinco, ahora seis clavos en el pecho. La pistola se le cae de la mano. Levanta la otra mano para quitarse los clavos, pero, antes de conseguirlo, uno le perfora la palma y la atraviesa, por lo que su mano quedaba clavada en el hombro. No siente dolor, solo puntos de presión sorda en el cuerpo, acupuntura a gran escala. Se oye un golpe seco cuando un clavo roza el lateral de su casco.
—Lo has estropeado todo —le recrimina Bower.
—No lo hagas —pide Mitchell, pero sabe que eso no va a detener a Bower. Este es el momento en que sus pesadillas se hacen realidad. Se imagina a la policía visitando a su mujer. La imagina desmayándose al escuchar la noticia. Imagina a la policía indagando en su pasado y descubriendo todo lo que ha hecho mal durante los últimos cinco años, cosas de mierda que quería llevarse a la tumba, que supone que es lo que está a punto de ocurrir. Cae de rodillas. El olor a yeso es más débil. La hormigonera ya no hace tanto ruido. Ya no oye el camión retrocediendo. Siente el sabor de la sangre. Hay más chasquidos. Presión en el cuello. En un lado de la cara. Bower se acerca. Apoya el pie contra el pecho de Mitchell y este no puede hacer nada para mantener el equilibrio cuando el capataz lo empuja hacia atrás.
El polietileno que separa el mundo interior del exterior aguanta su peso un segundo, y luego otro. Después se estira. Se hunde en el centro y se estira un poco más.
Luego se rompe.
Mitchell alza la vista hacia el edificio mientras cae. Se estrella contra la barandilla exterior del andamio y, en vez de rebotar hacia dentro, rebota hacia fuera, y piensa «Qué típico mientras pasa por el tercer piso, el segundo y el primero, ganando velocidad a medida que cae.
No oye el ruido de sus huesos al hacerse añicos contra el suelo.
No se da cuenta cuando se rompe la columna ni el cuello.
No siente nada.
Capítulo 2
Cuando Ben Kirk entra en el pasillo, ve los pies de su compañero según están desapareciendo de la vista. De pie junto al polietileno roto, Simon Bower mira hacia fuera. La rabia es inmediata. Ben apunta con su pistola al capataz, le tiembla la mano y la urgencia por apretar el gatillo es inmensa.
—No te muevas. —Bower no se mueve. Sigue mirando afuera—. Baja la pistola de clavos —le ordena Ben—, y luego gírate despacio hacia mí.
Bower no baja la pistola de clavos. Se da la vuelta, sosteniéndola.
—No sé qué crees que ha pasado, pero no es lo que parece. Boris se le ha tirado encima. Los dos han atravesado el plástico. Los dos están ahí abajo. Tenemos que ayudarlos.
—Tienes dos segundos para bajar la pistola de clavos antes de que abra fuego. —Bower baja la pistola de clavos—. Contra la pared —grita Ben.
—Tu compañero está ahí abajo —insiste Bower—. Estás perdiendo el tiempo.
—Lo has tirado.
Bower sacude la cabeza.
—Os previne sobre Boris. Traté de evitar que sucediera. Tenemos que darnos prisa. Tu compañero se va a morir si no hacemos algo.
Ben sabe que, a menos que Mitchell esté colgando del andamio, ya está muerto. La idea de eso… duele, le rompe el corazón, y romperá muchos otros corazones también. Tiene que haber alguna forma de volver atrás, un gran botón de reinicio, pero no lo hay: solo hay muerte y dolor. Lo único que lo sostiene ahora es la ira y tiene que aferrarse a ella. Si no lo hace, colapsará.
—Ponte de cara a la pared y levanta las manos.
Bower obedece. Ben se acerca al agujero abierto en el polietileno y mira hacia el andamio; su compañero no está ahí. La gente grita desde el suelo y se dirige hacia algo que él no puede ver desde este ángulo, pero sabe qué es. Siente que algo le desgarra el pecho. Puede sentir que algo en su interior está a punto de estallar, un cierto tipo de ira que necesita un cierto tipo de liberación.
Está tentado de arrojar a Bower por la ventana.
Respira hondo. Tiene que controlarse. Se recuerda a sí mismo por qué ha venido aquí.
—¿Cuánto pesas?
—¿Qué?
—Parece que te cuidas. ¿Corres?
Bower comienza a girarse.
—Mantén la cara contra la pared y responde la pregunta.
—¿Qué pregunta?
—Que parece que corres. Y también parece que vas al gimnasio. ¿Fumas? ¿Eres fumador?
—¿Qué? No, no, no fumo. Pero ¿qué…?
—¿Bebes?
—¿A dónde hostias quieres llegar? —pregunta Bower.
—Responde la pregunta. ¿Bebes?
Bower intenta girarse de nuevo, pero se detiene cuando Ben le pone la pistola en la nuca.
—Eeeh… Bueno, de vez en cuando, sí, bebo. Pero no mucho. Corro un poco, pero no mucho.
—¿Tienes cáncer? ¿Estás enfermo?
—Quiero a mi abogado.
Ben empuja la pistola con más fuerza.
—Te he preguntado si estás enfermo.
—No. No estoy enfermo.
Ben aprieta el gatillo.
La bala atraviesa la nuca de Bower y sale por la parte delantera de su garganta, haciendo un agujero en la pared delante de él, pero nada que no se pueda arreglar con un poco de yeso y pintura. Bower se lleva las manos a la herida mientras cae de rodillas. Se vuelve hacia Ben. La expresión de confusión en su rostro desaparece a medida que su cuerpo se relaja. Su boca se abre y se cierra mientras intenta decir algo, pero el único sonido que emite es un ruido sordo al caer hacia delante y golpear el suelo. Sus manos se alejan de la garganta. Un charco de sangre se esparce debajo de él.
Ben utiliza un pañuelo para recoger la pistola de clavos. Dispara en la dirección por la que vino antes, descerrajando media docena de disparos en las paredes y a lo largo del pasillo. El séptimo disparo se lo hace en el brazo. No le duele tanto como pensaba y, de momento, apenas hay sangre. Deja caer la pistola de clavos al suelo. Ninguno de sus compañeros se esforzará por desmentir su versión de los hechos: que Bower le disparó primero y él devolvió el fuego en defensa propia.
Se agacha frente a Bower. El hombre sigue vivo y observa todo lo que Ben está haciendo, y es muy probable que esté deduciendo lo que significa.
—Sabíamos que fuiste tú incluso antes de venir aquí —dice Ben. Bower no responde—. Esta mañana temprano pasamos por tu casa. Encontramos tu ropa ensangrentada y el collar de ella, y te aconsejo que no recortes artículos periodísticos sobre la gente que has matado y los dejes en la mesita de café. Sabíamos que nos estabas mintiendo con lo de Boris, pero aun así nos engañaste, hijo de puta.
Alarga la mano y aprieta los orificios nasales de Bower, que se retuerce un poco, pero no tiene energía para hacer nada más que eso. Abre mucho los ojos y empieza a babear sangre por un lado de la boca. Ben lo suelta.
—Supongo que tendrás curiosidad por saber por qué te trajimos aquí y no te arrestamos abajo. Si me dices dónde está el cuerpo de Andrea Walsh, no te dejaré morir con la duda.
Bower consigue alzar una mano. Gira la palma hacia arriba y levanta el dedo medio. Luego sonríe.
—O me dices dónde está el cuerpo, o voy a dar una rueda de prensa y a decir que hemos encontrado un directorio oculto en tu ordenador lleno de pornografía infantil. Ese será tu legado.
Bower levanta la otra mano y la utiliza para señalar la mano con la que está haciendo el gesto del dedo medio levantado. Su sonrisa se ensancha, tose y le sale sangre por la boca y la nariz.
—Allá tú —concluye Ben, y se inclina hacia delante para cerrar de nuevo las fosas nasales de Bower. Pero se da cuenta de que no tiene sentido: el hombre ya está muerto.
Saca el móvil y hace una llamada.
—Dame dos minutos —dice, y cuelga.
Envuelve el cuello de Bower con polietileno para contener la sangre y no mancharse. Se quita el clavo del brazo y la sangre empieza a fluir. Mete a Bower en un montacargas y bajan. Cuando llega a la planta baja, llama a la comisaría y les cuenta lo que ha pasado. Les avisa de que tanto Mitchell como su asesino están siendo trasladados al hospital. Luego quita el plástico del cuello de Bower.
Cuando llega la ambulancia, los sanitarios miran a los dos hombres muertos y no intentan salvarlos. No tiene sentido. No intercambian ni una palabra mientras cargan los cuerpos en la parte trasera. Ben coge la mano de Mitchell y le asegura que cumplirá la promesa que le hizo en caso de que alguna vez ocurriera algo así, luego la ambulancia se retira a toda velocidad del aparcamiento. Unos minutos después, llegan los coches de policía. Aparece una segunda ambulancia. Los policías hacen retroceder a los obreros y comienzan a establecer un cordón de seguridad. Un sanitario que huele y suena como si pasara mucho tiempo fumando conduce a Ben a la parte trasera de la ambulancia. Parece enfadarse cuando Ben le dice que no quiere ir al hospital a que le revisen el brazo, que lo único que quiere ahora es que se lo curen lo mejor posible. Comienzan a colocar la cinta policial. La cantidad de gente que se desplaza por el lugar levanta tierra y polvo en el aire.
Empiezan a llegar los detectives. Tienen unas cuantas preguntas para él. Les promete que luego les explicará todo, pero que ahora tiene que marcharse. El tiempo corre y hay mucho que hacer. Se inclina para pasar debajo de la cinta; el brazo le palpita. El sanitario le ha advertido de que va a empeorar, pero por ahora prefiere que le duela. Quiere sufrir. Llega a su coche. Hace una hora, estaban los dos en él; ahora, solo está él. Se sienta y se queda mirando el asiento del copiloto y recuerda la conversación que tuvieron de camino hacia aquí; recuerda otras conversaciones, otros momentos, otras situaciones peligrosas y salvadas de milagro, y las descargas de adrenalina y el sufrimiento.
El sufrimiento es el motivo por el que él y Mitchell intentaban mejorar el mundo.
—Lo siento —le dice al compañero que ya no está.
Aprieta la mandíbula y se traga la rabia y la pena, porque ya habrá tiempo para eso más adelante. Ahora necesita mantener la calma y la compostura. El viaje para ver a Michelle Logan es el más duro que ha tenido que hacer en su vida. «Mitchell y Michelle, nombres bonitos para una pareja bonita», piensa. El tipo de nombres predestinados. Pues ellos estaban predestinados el uno para el otro. Todos los que los conocían lo sabían. Eran novios desde el instituto y llevaban juntos desde hacía veinticinco años. Ben los conocía desde siempre; en el instituto eran cuatro mejores amigos: Mitchell, Michelle, Ben y Jesse, el hermano de Ben. Estaban juntos en las mismas clases, tenían el mismo grupo de amigos, iban a los mismos conciertos, bebían la misma cerveza en las mismas fiestas, fumaban hierba, nadaban en la playa, hacían cola fuera de las discotecas y hacían un millón de cosas más juntos mientras crecían.
La diversión se acabó cuando Mitchell entró en la academia de policía: pasó de fumar un poco de hierba a detener a quienes hacían lo mismo. Michelle fue a la universidad y estudió cinco años para ser veterinaria, mientras que Jesse estudió Magisterio durante tres años y luego empezó a dar clases. Ben rompió con su novia para ir a recorrer el mundo; trabajó en bares e hizo lo mínimo para sobrevivir. Al cabo de cinco años, regresó cuando Jesse enfermó, más o menos en la misma época en que murió la hermana de Mitchell, hace ahora dieciséis, casi diecisiete años. Ben volvió sin trabajo y sin rumbo. Mitchell lo convenció para que entrara en el cuerpo de policía y ahora… ahora está convirtiendo un trayecto de diez minutos en uno de veinte porque eso le dará a Michelle un poco más de tiempo sin enterarse.
La clínica veterinaria de la que es copropietaria queda en el norte de la ciudad. Comparte aparcamiento con una peluquería, una farmacia y una tienda de ropa. Ben aparca junto a un BMW rojo en el que una mujer mantiene una conversación con algo en una jaula que él no alcanza a identificar. Se baja del coche, se apoya en él y piensa en cómo va a dar la noticia. Lo ha hecho antes, pero nunca a nadie conocido. Un tipo con camisa y corbata sale de la entrada principal de la clínica; con el brazo extendido, sostiene en la mano una jaula con un gato. Lleva la camisa arremangada y tiene marcas de arañazos en los brazos. El hombre repara en el brazo vendado de Ben y le hace un gesto con la cabeza con expresión de «vaya con estos gatos, ¿eh?», y Ben le responde con un gesto similar.
No puede seguir retrasando esto más tiempo.
Está casi en la puerta cuando esta se abre de nuevo. Michelle sale. Con su metro ochenta y su cabello rojo ondulado hasta por debajo de los hombros, Michelle solía llamar mucho la atención en la época escolar, y es más guapa ahora a los cuarenta que a los veinte. Esto va a destrozarla. Ya lo está haciendo. Ya está llorando, y él sabe que debe haberlo visto por la ventana con la sangre en la camisa y el vendaje en el brazo, y que eso es todo lo que necesita la mujer de un policía para saber que su miedo más profundo se ha materializado.
—¿Cómo está? —pregunta.
—Lo siento mucho —contesta Ben, y eso le dice todo lo que ella necesita saber. La rodea con los brazos y trata de sujetarla con fuerza, pero no es suficiente. Las piernas de Michelle ceden y se sienta en el escalón, y él se sienta a su lado. La gente los observa desde las ventanas, algunos con las manos en la boca. Michelle solloza contra su pecho. Él percibe sus lágrimas inminentes, pero aguanta. Tiene que hacerlo.
—¿Cómo…? —susurra, y las palabras se atascan y ya no sale ninguna más.
Ben le relata lo que pasó con los ojos clavados en el asfalto negro y caliente. Se limpia los ojos con un dedo.
—Hay algo más.
—¿Qué más? —pregunta ella.
Le cuenta sobre la promesa que Mitchell le pidió que cumpliera, con la esperanza de que ella acceda.
Capítulo 3
Joshua no sabe por qué es víctima de una maldición, solo sabe que lo es. No sabe a cuántas generaciones se remonta, pero sabe que la ha heredado. Herencia de unos padres que nunca conoció. Su padre saltó delante de un autobús unos meses antes de que Joshua naciera. Lo hizo para salvar a una niña que no conocía y que se había soltado de la mano de su madre y había cruzado la calle. Este acto altruista convirtió a su padre en un héroe, pero en un héroe ausente. Su madre, en cambio, formó parte de su vida durante cinco meses antes de toparse con su propio autobús en forma de una embolia cerebral. Joshua estaba en un arnés saltador colgado del marco de una puerta cuando ocurrió, con los pies que apenas tocaban el suelo. No es que lo recuerde. Su madre lo ató y, en algún punto entre Joshua y el pasillo, su cerebro se apagó. Murió antes de llegar el suelo. Era una de esas cosas que la maldición había puesto en su hoja de ruta. Joshua saltó, lloró, ensució el pañal y pasó hambre mientras la tarde se convertía en noche y la noche en mañana, y fue entonces cuando un vecino se acercó para ver por qué el bebé no paraba de gritar.
«Predestinación». Hacía mucho tiempo que su mente no incursionaba en esas viejas historias, pero en este preciso momento su mente está realizando una asociación automática de palabras debido a lo que el señor Fox, su profesor de ciencias, les está enseñando. Está hablando del color de los ojos. Les está enseñando genética, una palabra que a Joshua siempre le remite a la maldición, porque las maldiciones familiares también están en el ADN; puede que el señor Fox no esté de acuerdo, pero Joshua sabe que es cierto. El señor Fox está explicando cómo se transmite el color de los ojos de padres a hijos y cuáles son las combinaciones, pero, en realidad, es difícil interesarse demasiado en el tema cuando ni siquiera sabes lo que significa azul, verde o marrón. Joshua tiene los ojos azules. Eso le han dicho. Sabe que el océano es azul. Ha estado en el océano, pero nunca lo ha visto. Ha jugado bajo el sol y en la arena, y a veces el agua está caliente y a veces fría, a veces pisa un palo o una concha y le duele muchísimo. A veces se tumba en la arena y siente el sol en la cara, pero nada de eso le dice qué es el azul. El cielo es azul. Los pitufos son azules. Cuando la gente se enfada, se pone «roja». Pero el mundo de Joshua es negro. Lo ha sido durante la totalidad de sus dieciséis años. La maldición se aseguró de eso.
Mueve las piernas y se endereza detrás del pupitre. Le duele la espalda, se le están durmiendo las piernas y esta clase ha dejado de ser aburrida para convertirse en inútil. Otros alumnos también cambian de posición. No es raro que los alumnos se queden dormidos en las clases del señor Fox. Se rumorea que hace unos años un chico se mojó los pantalones mientras se echaba una siesta. Joshua ahoga un bostezo. Se quedó despierto hasta tarde escuchando una novela de terror sobre un tipo que metía los dedos en las cuencas de los ojos de sus víctimas y podía ver todo lo que ellas habían visto. Le hizo preguntarse qué vería él si pudiera hacer lo mismo, solo que no sabría lo que estaba viendo. Sería como aprender un idioma nuevo.
Llaman a la puerta del aula y Joshua lo agradece porque el sonido le impide dormirse. Con suerte, será alguien que viene a avisar de que el día de hoy terminará más temprano de lo habitual.
—Disculpad la interrupción —anuncia una mujer, la secretaria del instituto, la señora Templeton—. Necesito que me prestéis un momento al señor Fox.
Se oye el ruido de sillas que se mueven y cuerpos que giran mientras los quince alumnos siguen el ruido de pasos por el aula. La mujer dice algo más, algo demasiado bajo para que Joshua pueda captarlo, pero luego la puerta se cierra y, cuando ya no se oyen pasos, Joshua deduce que el señor Fox y la señora Templeton están en el pasillo discutiendo algo. Siempre se ha preguntado cómo será ella. Y también el señor Fox.
De repente, todos en el aula empiezan a hablar. Su amigo de al lado, William, comenta que es probable que despidan al señor Fox porque está demasiado gordo. Pete apuesta a que están toqueteándose en el pasillo. Otros se ríen y coinciden, pero después todos se callan cuando la puerta se abre otra vez.
—¿Joshua? —dice el señor Fox—. Necesito que cojas tu mochila y vayas con la señora Templeton.
Al principio, no se da cuenta de que le están hablando a él. ¿Por qué querrá hablar con él la señora Templeton?
—¿Joshua?
Los demás alumnos emiten un «ooh»colectivo. El señor Fox les ordena que se callen. Joshua coge su mochila y utiliza su bastón para dirigirse a la parte delantera de la clase.
—¿He hecho algo malo?
—Ya te lo explicarán todo —le asegura el profesor—. Por favor, ve con Jenny… Quiero decir, con la señora Templeton.
Joshua abandona el aula.
—Por aquí —le indica la señora Templeton.
—¿Puedo saber qué he hecho?
—No has hecho nada —lo tranquiliza ella—. El director Anderson tiene que hablar contigo.
—¿De qué?
La secretaria no contesta. Empieza a andar. Él la sigue. El sonido del bastón al golpear el suelo resuena en el pasillo vacío. Sea lo que sea lo que piensen que ha hecho, es un gran malentendido. Un instituto de chicos ciegos también significa un instituto lleno de identidades equivocadas. A veces, no sabes quién te ha empujado o quién te ha robado la comida. Ayer alguien activó la alarma de incendios, lo que siempre causa risas en retrospectiva, pero no es nada divertido cuando no puedes ver las llamas que pueden o no estar acercándose a ti, llamas que podrías no oír por encima del ruido de la alarma y los pisotones, humo que podrías no oler hasta que es demasiado tarde. ¿Será por eso? ¿Creerán que fue él quien activó la alarma?
Tiene que utilizar más el bastón cuando suben un tramo de escaleras. Es un territorio nuevo para él. Es el territorio de los chicos malos. Nunca ha estado antes en la oficina del director. Huele a libros y a cigarros viejos, y la puerta cruje cuando se cierra a su espalda. Le recuerda al estudio de su padre, aunque técnicamente no es su padre. Técnicamente, sus padres son sus tíos: lo acogieron cuando murieron sus padres y le cambiaron su apellido por el de ellos. Su madre biológica era la hermana de su padre.
—Por favor, siéntate, Joshua —lo invita el director Anderson. Su voz es grave y pausada y, por su dirección, Joshua deduce que el hombre está de pie. Es la primera vez que el director habla personalmente con él.
—¿Es por lo de la alarma? —pregunta, y enseguida se arrepiente de haberlo hecho. Preguntar sobre el tema lo hace parecer culpable.
—Si te sientas, te lo explicaré todo.
—Todo irá bien —interviene la señora Templeton, y eso no suena para nada bien. Es la frase típica que uno dice cuando es todo lo contrario.
Joshua encuentra la silla. Se sienta. Sujeta el bastón con fuerza. Algo está mal. Todo esto… tiene un mal presentimiento.
—No estoy seguro de cómo… Esto… Esto va a ser duro —empieza el director—, pero me temo… Me temo que tengo malas noticias para ti, Joshua.
Joshua no dice nada. Qué ironía, piensa, que hace cinco minutos estuviera pensando en la maldición familiar. ¿Esto es lo que ha pasado? ¿Acaso el recuerdo la ha despertado?
—Se trata de tu padre —prosigue el director Anderson, y claro, no podía ser otra cosa. El director apoya una mano sobre el hombro de Joshua y se inclina para mirarlo a la cara—. Ha habido un incidente.
—No —exclama Joshua—. Por favor, no me cuente. No…
Pero el director Anderson se le cuenta. Lo único que Joshua puede hacer es permanecer sentado en silencio y escuchar con las manos temblorosas mientras llora.
—Todo irá bien —repite la señora Templeton.
Solo que nada va a estar bien. ¿Cómo podría estarlo?
Capítulo 4
Joshua no puede procesar las palabras. Las oye bastante bien, pero hay algo en ellas que no cuadra. A pesar de haber aceptado que la maldición es real, a pesar de saber que el trabajo de su padre es peligroso, no puede creer que lo que está oyendo sea cierto.
—Lo siento mucho —concluye el director Anderson. Algunos de los alumnos le pusieron el mote de Banananderson. Es imposible que alguien con un apodo tan estúpido pueda estar diciéndole que su padre, su segundo padre, ha muerto. Algo dentro del cuerpo de Joshua se hace un ovillo, una parte de él se está encogiendo y muriendo.
—Todo irá bien —repite la señora Templeton.
Joshua la mira con fijeza. Está tratando de entender el sentido de esas palabras tan contrarias a todo lo que el director Anderson acaba de decirle. ¿Todo irá bien? ¿Cómo? ¿De qué manera?
—Puedes contar con nosotros, Joshua —asegura el director—. Para lo que necesites.
—No sé… no sé —empieza Joshua, y no sabe. No sabe qué hacer. No sabe qué decir. No entiende cómo esto puede ser real. Se da cuenta de que está a medio camino de quedarse huérfano otra vez y, si se guía por el pasado, su madre tiene ahora un reloj sobre su cabeza—. No puede estar muerto. He estado con él esta mañana. ¿Cómo puede estar muerto cuando me ha traído hoy al instituto? ¿Cómo puede…?
—Joshua…
Mueve el hombro para librarse de la mano del director.
—No puede ser, no puede ser —insiste, lo cual es tan cierto como todo lo demás que está pasando y, de hecho, en el fondo, una maldición no es más que una combinación de paranoia, ignorancia y superstición.
—Todo irá bien —reitera, una vez más, la señora Templeton.
—Deje de decir eso —exclama Joshua. Se pone de pie. Tiene que salir de aquí. Tiene que tomar aire. Avanza hacia la puerta y choca contra el costado de la silla, se le cae el bastón y sigue caminando sin él. Extiende las manos hacia delante para guiarse, hacia dónde, no está seguro, y tropieza con algo, cae al suelo y enseguida vuelve a levantarse. Esa es la clave: avanzar lo bastante rápido como para que las malas noticias no te alcancen.
—Joshua —lo llama el director Anderson.
—Tengo que irme.
—Joshua…
Apoya las manos contra la pared. La puerta debería estar a su derecha… pero no está, y luego está, y la está abriendo y una mano cae sobre su hombro, pero se deshace de ella. Tiene que bajar las escaleras. Tiene que salir afuera. Una vez que encuentre a su padre, podrá demostrar que esta gente se equivoca. La mano de la que se ha librado lo sujeta del brazo. Con fuerza. Le clava los dedos y lo obliga a girarse, no se puede liberar.
—Joshua, por favor, por favor, sé que esto es difícil, pero tienes que intentar calmarte —le aconseja el director Anderson.
—Estoy tranquilo.
—Te ayudaremos con esto.
—No necesito vuestra ayuda. Solo quiero a mi padre.
—Tu padre… tu padre ha muerto —interviene la señora Templeton—. Lo siento mucho, Joshua, pero eso es lo que estamos tratando de decirte.
No. Su padre no ha muerto. Si fuera verdad, no se lo estaría diciendo Banananderson. Y la secretaria del instituto no estaría intentando consolarlo.
—No quiero hablar más con vosotros —declara—. Con ninguno de los dos.
—Vamos a bajar las escaleras —indica el director Anderson. Y un momento después eso es lo que hacen, con Joshua cogido del brazo.
El director no le suelta el brazo y ahora empieza a dolerle. Sabe que le va a salir un moratón; no sabe cómo es un moratón, pero sí sabe cómo se siente. Todos los ciegos lo saben. Joshua empieza a asimilar la verdad de lo que está ocurriendo. Podría correr tan rápido como pudiera, pero eso no cambiaría lo que ha sucedido.
—Sé que ahora no lo parece, pero lo superarás —añade el director.
Joshua no dice nada.
—No puedes comprender del todo lo que está pasando, pero lo harás, y pronto, y te va a doler. Te va a doler mucho.
Joshua sigue sin decir nada. Ya le duele. ¿Cómo puede empeorar? Llegan al pie de la escalera.
El director Anderson sigue hablando.
—Va a ser difícil, y no tendrá sentido, y te vas a sentir aturdido y perdido, pero aún tienes a tu madre. Ella estará a tu lado, yo estaré aquí también, y todos los profesores y alumnos estarán aquí para apoyarte.
—No si la maldición se los lleva a todos.
—¿Qué maldición?
De repente, necesita saber qué aspecto tiene este hombre. Hasta ahora nunca le había importado, pero en este momento es importante, sobre todo si el hombre va a darle tan malas noticias. ¿Pelo negro? ¿Castaño? Joshua conoce el negro, porque todo lo que ve es negro. El marrón es un tono más claro, más cálido. ¿De qué color será el cabello del director Anderson? ¿Será calvo? ¿Tendrá aspecto de esos tíos que entienden todo mal?
Continúan caminando, con la mano del director ahora sobre su hombro. Joshua se da cuenta de que no ha hecho las preguntas importantes, cómo y por qué, pero tampoco las hace ahora. Las respuestassolo pueden provocar más dolor.
Salen afuera. Puede oír a la señora Templeton que los alcanza. Puede oír los pájaros en los árboles y la cálida brisa que susurra entre las hojas. Se detienen, y la señora Templeton le devuelve el bastón y la mochila. Joshua gira el rostro hacia el sol. Recordará estos momentos. La semana que viene, el mes que viene, dentro de diez años, recordará cada uno de los momentos que siguieron a la muerte de su padre.
—Han venido a buscarte —dice el director Anderson.
Oye el coche que recorre el largo sendero de entrada que lleva al Instituto para Ciegos Canterbury. Se detiene frente a él. La puerta se abre. Siente los pasos de alguien que se acerca.
—Hola, Joshua —lo saluda una mujer—. Me llamo Audrey Vega. Soy una detective que trabaja con tu padre y quiero decirte… Quiero que sepas que siento mucho lo de tu padre. Era un buen hombre. Un gran hombre. Me caía muy bien. Nos caía muy bien a todos. Todos lo querían y lo respetaban muchísimo… y esto… vale, es una pérdida enorme para todos nosotros.
Joshua no sabe qué decir.
—Te llevaré al hospital a ver a tu mamá —añade.
—No lo entiendo. Pensé… —La sensación de esperanza que lo asalta es tan fuerte que sus piernas amenazan con derrumbarse bajo su peso—. Todavía está vivo. Los médicos están…
—Ojalá fuera así —dice la detective Vega, y le pone una mano en el hombro, como ha hecho antes el director Anderson—. Ojalá fuera así, Joshua. Pero ha fallecido. Lo siento mucho. Estoy aquí para llevarte con tu madre.
Su madre. ¿En qué estará pensando ahora mismo? ¿Qué estará haciendo? Deja que la detective Vega lo guíe hasta el coche. Se sienta en el asiento del copiloto y, antes de que se cierre la puerta, la señora Templeton le recuerda una vez más que todo irá bien y el director Anderson le recuerda que todos están aquí para ayudarlo. Alguien coloca su mochila en el asiento trasero y la detective Vega se pone al volante. El coche huele a comida para llevar y parece un horno. Joshua tantea el panel a su lado y encuentra el botón para bajar la ventanilla.
—Ponte el cinturón —ordena Vega.
Se abrocha el cinturón de seguridad. Se ponen en marcha. Puede oír un helicóptero en lo alto que se está trasladando de una parte de la ciudad a otra y se imagina que tal vez sea un equipo de noticias que se dirige al lugar donde ha muerto su padre. Si encendiera el televisor en este momento, habría una docena de voces parloteando sobre la muerte de su padre. Su padre dijo una vez que las malas noticias para los demás son grandes noticias para los medios. Solía comentar: «Se alimentan de la tragedia humana». Se preguntarán cómo y por qué. Mientras avanzan, la necesidad de comprender lo ocurrido se intensifica cuanto más se acercan al hospital. Pronto no podrá no saberlo.
Comienza con qué.
—¿Qué pasó?
—Tu padre y el detective Kirk estaban siguiendo una pista.
—¿Qué tipo de pista?
—Fueron a interrogar a un sospechoso. Hubo un enfrentamiento y terminó mal.
—Entonces… ¿a mi padre… lo han matado?
—Sí.
—¿Y la persona que lo ha matado?
—También ha muerto.
Joshua se alegra de que el tío también esté muerto, pero luego cambia de opinión. Preferiría enfrentar al hombre que le ha hecho esto a su padre. Ser ciego significa que no puede mirarlo a los ojos, pero ser ciego no le impediría darle un mazazo.
—¿Cómo ha muerto mi padre?
—Se… se cayó —explica la detective—. Ocurrió en un edificio en construcción. No conozco todos los detalles, pero tu padre cayó desde una gran altura. Debió morir al instante. Seguro que no sintió nada.
—No estoy tan convencido —rebate Joshua—. Pudo haber sentido miedo durante la caída y, a mayor altura, más tiempo para sentirlo.
La detective Vega permanece callada. Baja la velocidad, pone el intermitente y, unos segundos después, coge una curva.
—¿Y el tío Ben? ¿Está bien?
—Sí, está bien. Está con tu madre.
De improviso, tiene un pensamiento horrible. Desea, y no puede negarlo, que hubiera sido el tío Ben quien hubiera caído, y no su padre. Sabe que tendrá muchos pensamientos como este en los próximos días, en las próximas semanas, tal vez para siempre. Ya se siente obsesionado con los y si…, deseando con desesperación que su padre hubiera girado a la izquierda en vez de a la derecha, o que se hubiera puesto enfermo y no hubiera ido a trabajar ese día, o que un semáforo se hubiera puesto rojo y no verde y lo hubiera retrasado. Un anhelo intenso por hacer desaparecer todas las reacciones en cadena que los han traído hasta este momento.
Se limpia los ojos. ¿Se secarán alguna vez las lágrimas?
—Sé que esto puede no significar mucho ahora, pero tu padre murió como un héroe —afirma la detective Vega—. Todo policía que muere cumpliendo su deber es un héroe.
—Mi primer padre también murió como un héroe.
—Eeeh… Sé… —titubea ella, y él agradece que no añada «Todo irá bien». Siguen circulando. Joshua no hace más preguntas. Oye otros coches, motos, autobuses y camiones. De vez en cuando, alguien le grita algo a otro conductor. Las bocinas suenan, las señales de tráfico emiten pitidos y los frenos chirrían—. Ya llegamos —anuncia la detective Vega poco después, y el coche aminora la marcha y se detiene.
Se bajan, y la detective le entrega el bastón y le lleva la mochila.
—Por aquí —le indica, y él la coge del brazo. Puede oír el tránsito a sus espaldas y la gente a su alrededor; el ajetreo del hospital le resulta casi abrumador—. Las puertas están más adelante.
Las puertas se abren y entran en el vestíbulo. Joshua no puede saber el tamaño del lugar, pero parece grande. Se oyen muchas voces, sobre todo murmullos suaves, una conversación desesperada quizá entre un paciente en la recepción y una enfermera.
—¡Joshua!
Joshua se vuelve hacia el tío Ben. El Capitán Kirk, como siempre lo llamaba su padre, no solo por su nombre, sino porque además se parece al auténtico Capitán Kirk, según su madre. Una mano se posa en su hombro. Es cálida y firme, y Joshua huele el familiar perfume de la loción para después del afeitado.
—Lo siento mucho, chaval —agrega el tío Ben, que siempre ha sido el tío Ben, aunque no sea su tío de verdad. Se abrazan fuerte y, de pronto, Joshua recuerda la última vez que se abrazaron. Fue hace un año. Su padre había encendido la barbacoa y el tío Ben había ido a compartir unos filetes y unas cervezas, y había llevado a su novia. Todos se habían saludado con un abrazo. En aquel entonces, Joshua le llegaba al pecho al tío Ben; hoy, apenas los separan un puñado de centímetros. Joshua siempre ha sido delgado, pero desde hace un año va camino de ser alto y flaco. Su padre lo notó un par de días antes y actuó como si se tratara de una especie de fenómeno asombroso, un motivo de orgullo, como si el propio Joshua hubiera hecho algo para que ocurriera.
¿Cómo es posible que su padre ya no vaya a verlo convertido en un adulto? ¿Que no vaya a seguir disfrutando con cada centímetro?
Se da cuenta de que el tío Ben está diciendo algo.
—Lo siento… ¿qué?
—Te decía que todo… todo pasó muy rápido, ¿sabes? Y tu padre, él… Ah, joder. —Se interrumpe y Joshua sabe que el tío Ben está a punto de llorar también. Se apartan y el tío Ben le apoya las dos manos sobre los hombros—. Solo deseo que… —Pero no dice qué es lo que desea. En lugar de eso, añade—: Gracias por traerlo, Audrey.
—Adiós, Joshua —se despide Vega, y le da un abrazo antes de desaparecer.
—¿De verdad está muerto? —pregunta Joshua.
—Sí, chaval, sí. Lo siento mucho. No ha sido culpa suya. Quiero que sepas que el cabrón que hizo esto… Recibió lo que se merecía, ¿vale? Y me he ocupado de que sirva para algo. Quiero decir… Quiero decir… vale, no repitas eso —le pide. El tío Ben suena como solía sonar su padre a veces cuando estaba acelerado por el café y Joshua supone que su tío debe seguir bajo los efectos de la adrenalina—. No debería haber dicho eso. De hecho, no lo he dicho, ¿de acuerdo? ¿Entiendes lo que digo?
—Sí —conviene Joshua, pero en realidad no lo entiende. Lo que dice su tío no tiene sentido.
—Vale. Vale. El cabrón que mató a tu padre era un mal tipo y tu padre murió asegurándose de que ese tío no pudiera herir a nadie más.
Joshua no está tan seguro. Cree que su padre no necesitaba morir. Cree que eso que hizo el tío Ben de lo que no puede hablar podría haberse hecho antes. De ese modo, su padre volvería a casa del trabajo esta noche igual que siempre y Joshua estaría durmiendo la siesta en la clase del señor Fox.
—¿Dónde está mamá?
Antes de que el tío Ben pueda responder, se les une otra persona.
—Hola, Joshua. —Se trata de una mujer de voz cálida y madura, de unos cuarenta años—. Es un verdadero placer conocerte, aunque desearía que fuera en otras circunstancias.
—Joshua, esta es la doctora Toni Coleman —los presenta el tío Ben.
Joshua conoce el nombre, pero no sabe de qué.
—La gente prefiere llamarme doctora Toni. —La mujer pone la mano en el codo de Joshua y, unos segundos después, le estrecha la mano. Joshua la percibe sonriente y comprensiva al mismo tiempo.
—¿Intentaste salvar a mi padre? —pregunta.
—La doctora Toni es otro tipo de médico —aclara Ben.
—¿Otro tipo?
—Soy oftalmóloga —explica ella.
Ahora sabe de qué conoce su nombre. Ha salido en las noticias.
—No lo entiendo. ¿Qué está pasando?
—Tu padre ha muerto, Joshua, y lo siento mucho, pero su deseo era que, si alguna vez le ocurría algo, quería hacerte un regalo. Confiamos en que podamos ayudarte a ver el mundo como lo veía tu padre. Esperamos darte sus ojos.
Capítulo 5
«La tecnología aún está en sus fases iniciales». Eso es lo que la doctora Coleman le estará diciendo a la familia en este instante, piensa el doctor Tahana, de pie junto al cadáver del detective Mitchell Logan. Imagina que la doctora Coleman les informará de que el procedimiento se ha realizado menos de cincuenta veces en todo el mundo y todas en los últimos dos años. Conceder la vista a quien no la tiene: es difícil limitarse a dar las gracias a la ciencia médica cuando parece un milagro. Esta cirugía solo se ha hecho en dos ocasiones en Nueva Zelanda, ambas en el hospital de Christchurch y siempre a cargo de la doctora Coleman y su equipo. Coleman es una doctora brillante que, en su opinión, todavía no ha alcanzado la cima de su carrera, y uno de los pocos profesionales médicos en el mundo que llevan a cabo estos procedimientos. Ella acepta los elogios y el respeto que conlleva esa posición, pero él sabe que en realidad no le importan. Si así fuera, no estaría involucrada en lo que él estaba haciendo en este momento.
Tahana observa el cuerpo del detective Logan. Tiene la mano clavada en un hombro, más clavos en el pecho, uno en el cuello y otro incrustado en la encía a través de la mejilla. No murió por los clavos y, de no haber sido por la caída, habría sobrevivido con unas pocas cicatrices.
Mitchell no es el único cuerpo en la sala y Tahana se acerca al segundo cadáver. Causa de muerte: disparo en la garganta. A diferencia de Mitchell, cuyos órganos internos se aplastaron en la caída y fueron seccionados por los huesos rotos, los órganos de este hombre están en perfecto estado.
—Al menos, por fin sirves para algo —le dice al muerto, algo que les ha dicho a otros muertos en circunstancias similares. Lleva veintiocho años extrayendo órganos y huesos de los muertos para salvar a los vivos y, en los últimos cinco años, los ha extraído de personas como Simon Bower. Los nombres de las personas muertas en la comisión de un delito han sido añadidos retroactivamente a la base de datos de donantes de órganos, tanto si deseaban donar como si no. Esta mañana temprano, se ha incorporado el nombre de Simon Bower. La historia ha sido reescrita de modo tal que, a todos los efectos, cuando Bower solicitó el permiso de conducir a los dieciséis años, marcó la casilla que decía «sí» para la donación de órganos. Hay catorce personas caminando por las calles de Christchurch que ya estarían bajo tierra si Tahana y los demás no hubieran estado dispuestos a jugarse su carrera y su libertad extrayendo órganos ilegalmente de estas personas que nunca quisieron ser donantes. En realidad, a Tahana le tiene sin cuidado que lo desearan o no. A su modo de ver, es una buena oportunidad para que aquellos individuos que le arrebataron algo a la comunidad puedan devolverle un poco a la hora de su muerte.
Regresa junto a Mitchell. Extraer los globos oculares de un muerto requiere un trabajo concienzudo y sin prisa. Un corte equivocado, el más pequeño desliz, y el ojo se vuelve inútil. Cada globo ocular le tomará unos cuarenta y cinco minutos, quizá una hora. En un paciente vivo, llevaría más tiempo: extraer los globos oculares de Joshua será una operación mucho más delicada para la doctora Coleman, pero incluso eso palidecerá en comparación con el trabajo necesario para reemplazarlos.
Mientras hace las incisiones para aflojar la piel y el músculo alrededor del ojo, se pregunta cómo describirá la doctora Coleman el procedimiento a Joshua y a su madre. Supone que lo hará en términos sencillos. Una vez que el globo ocular nuevo ha sido colocado con cuidado y ha sido vendado para facilitar la curación, se inyecta un cóctel de células madre entre el nervio óptico y el globo ocular nuevo para fijar todo en su sitio. Lo más importante es que la información del ojo al cerebro se transmita sin interrupciones. Por supuesto, es más complicado que eso, por algo la tecnología sigue siendo innovadora, pero dentro de diez años, o incluso dentro de cinco, será tan común como un trasplante de corazón.
Un par de cirujanos entran en la sala. Lo saludan con una inclinación de cabeza antes de empezar a trabajar en el segundo cuerpo. Tahana escucha cómo cortan costillas y sierran huesos mientras abren a Bower para extraer lo que puede salvarse. Ninguno de los cirujanos sabe que Bower no era en realidad un donante. Nadie jamás lo cuestionará, y menos aún la familia de Bower. La familia nunca lo hace: están demasiado ocupados preguntándose qué fue lo que convirtió a su hijo en un monstruo.
Al igual que Mitchell, a Simon Bower también le extraen los ojos, y el cirujano a cargo trabaja al mismo ritmo que Tahana. Una hora más tarde, a cada cuerpo se le ha extraído un globo ocular. Cada globo ocular se guarda en una bolsa estéril llena de solución salina y, a continuación, las bolsas se depositan en dos contenedores de transporte de órganos separados llenos de hielo, cada contenedor con su etiqueta correspondiente. El resto de los órganos de Bower se colocan en otros contenedores, que son retirados por internos que han venido a recogerlos: un corazón va directo a un quirófano, un riñón será transportado a otro hospital en helicóptero. Bien conservados, los ojos duran hasta veinticuatro horas, lo que les da más tiempo del que necesitan.
Va a ser un día largo para la doctora Coleman y su equipo.
Tahana se dispone a extraer el segundo ojo.
Capítulo 6
Hace calor en la consulta de la doctora Toni. Un ventilador en un rincón de la habitación refresca la cara de Joshua cuando gira hacia un lado y, diez segundos después, refresca su rostro cuando gira hacia el otro. Puede oír ruidos procedentes de la sala de espera y del pasillo más allá. Oye que alguien acelera un coche en el aparcamiento ubicado varios pisos más abajo. La silla en la que está sentado es cómoda. Su madre está sentada junto a él y le sostiene la mano con fuerza mientras escuchan a la doctora Toni explicar el procedimiento. De vez en cuando, oye llorar a su madre, que intenta disimularlo. Cada vez que la oye llorar, le dan ganas de llorar a él.
Tiene la sensación de que le han quitado algo vital de dentro del cuerpo. Si alguien lo abriera, su estómago estaría vacío, su pecho sería solo una cavidad y todo lo que quedaría sería algo de sangre, huesos y sus pensamientos vacíos. Escucha las palabras de la doctora Toni. Le gustaría saber qué aspecto tiene. Claro que, después de todo esto, tal vez se le conceda ese deseo. Aunque, si los deseos se hicieran realidad, pediría que le devolvieran a su padre. Renunciaría en un segundo a la posibilidad de ver con tal de que él estuviera aquí. Sigue esperando que aparezca y se disculpe por llegar tarde a esta cita, antes de lanzar una serie de preguntas sobre la cirugía.
Lo primero que le dice la doctora Toni es que ya se conocían, de hace mucho tiempo, cuando Joshua era mucho más pequeño. Conocía un poco a su madre y a su padre, y también al tío Ben, así que conoció a Joshua como amiga de la familia, no como doctora. Le cuenta que es la única persona en Nueva Zelanda que ha realizado estas operaciones.
—Seguro que has oído hablar de ellas —comenta, y tiene razón. Joshua se imagina que todos los ciegos del mundo han seguido el desarrollo de las operaciones. La primera tuvo lugar hace dos años y medio en Japón y ocupó las portadas de los periódicos de todo el mundo. Él habló mucho de ello con sus padres y luego, en clase, el señor Fox también se explayó sobre el tema.
—Son tiempos apasionantes —señaló el señor Fox—, pero eso no significa que podáis relajaros en vuestros estudios. Tenéis que estar preparados para el mundo tal como es ahora y no para cómo podría ser. Y, por supuesto, podéis tener esperanza. Todos podemos tener esperanza.
Que era lo que Joshua y todos los demás en el colegio hacían… tener esperanza. La segunda intervención se realizó cuatro meses después en Estados Unidos y la tercera no mucho después, también en Estados Unidos. Ya han dejado de ser noticia, pero por supuesto, sigue habiendo historias en internet. Cada una o dos semanas, alguien se somete a la intervención en algún lugar y, salvo por unos pocos casos, todas las cirugías han sido un éxito. Cuando por fin se realizó aquí, en Nueva Zelanda, hace dos años, volvió a ser noticia. Claro que tienen un lado negativo, como suele ocurrir con los trasplantes. Requieren que a alguien sano le haya ocurrido algo fatal. Es el precio de admisión.