Crossroads - Devney Perry - E-Book

Crossroads E-Book

Devney Perry

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Beschreibung

A VECES EL PRIMER AMOR TIENE UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD  Conocí a West Haven cuando tenía ocho años. Me enseñó a jugar a póker con nueve e hicimos aviones de papel juntos con once. Me besó cuando tenía dieciséis y se convirtió en lo mejor de mis vacaciones de verano en Montana. Fue el chico que me robó el corazón, y también el hombre que me lo destrozó a los veintitrés.  Años después, rompo mi promesa: vuelvo al rancho, aunque esta vez no como invitada, sino como la dueña. Puede que West quiera perderme de vista, pero incluso él tiene que admitir que la única manera de salvar su legado familiar es con mi ayuda. Soy yo o la quiebra.  No será fácil trabajar junto a él y enfrentarnos a todos esos recuerdos, pero esta situación es temporal. Quizá esta encrucijada nos permita enterrar el pasado… Quizá por fin ha llegado el momento de decir adiós. Solo tengo que evitar cometer el error de enamorarme de West Haven otra vez. 

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Seitenzahl: 435

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Título original inglés: Crossroads..

Esta edición ha sido posible gracias a un acuerdo con Amazon Publishing (www.apub.com) a través de Sandra Bruna Agencia Literaria.

© del texto: Devney Perry, 2024.

© de la traducción: Laura Rins Calahorra, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: febrero de 2025.

REF.: OBDO442

ISBN: 978-84-1098-149-2

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución,comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometidaa las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).Todos los derechos reservados.

Índice

1. Indya

2. Indya

3. West

4. Indya

5. Indya

6. Indya

7. West

8. Indya

9. West

10. Indya

11. Indya

12. West

13. Indya

14. Indya

15. Indya

16. West

17. Indya

18. Indya

19. West

20. Indya

21. Indya

22. Indya

23. West

24. Indya

25. West

26. Indya

27. Indya

28. Indya

Epílogo. West

Agradecimientos

1

Indya

«Este es el contestador automático de Grant Keller. Por favor, deja un mensaje y te devolveré la llamada lo antes posible. Gracias».

El pitido que siguió a la voz de mi padre resonó a través de los altavoces del coche.

—Hola, papá. Solo quería que supieras que he llegado.

Bueno…, casi.

El rumor de los neumáticos sobre el asfalto había sido mi estoico compañero durante los últimos cuatro días. Desde Texas hasta Montana, el espejo retrovisor me había mostrado infinitos kilómetros, y ya solo me quedaban treinta por delante.

Pero aún no me sentía preparada.

Necesitaba más kilómetros.

—Te quiero —añadí antes de colgar.

La ruta del GPS del salpicadero emitió un sonido para señalar que la salida de la autopista estaba cerca. Las indicaciones resultaban innecesarias, había introducido la dirección por pura rutina.

Llevaba años sin circular por esa carretera, pero conocía el camino. En cuanto enfilara el sendero de grava, la conexión iría y vendría, en el mejor de los casos.

Por eso a mi padre le encantaba Montana: en un momento estabas conectado al mundo y al cabo de un instante esa tierra decidía por ti que era hora de dejar de lado los dispositivos. Como si supiera que no le prestabas atención a su belleza porque estabas absorto en la pantalla.

Y menuda belleza. Tanta que te dejaba sin palabras.

Frente a las ventanillas discurrían verdes praderas que se extendían hasta unas colinas cubiertas de árboles imponentes, y más allá había montañas de color índigo coronadas de nieve. El estómago me dio un vuelco cuando alcancé la cima de una colina y apareció un cartel:

COMPLEJO TURÍSTICO

LA VAQUERIZA DE LAS CRAZY MOUNTAINS

Tanto las letras como la flecha que las subrayaba estaban desdibujadas y resultaban casi imposibles de leer desde lejos. La pintura blanca se había cuarteado y desconchado a causa de un exceso de veranos calurosos e inviernos fríos.

¿Y si daba media vuelta? Big Timber estaba a cuarenta y cinco minutos del rancho. El pueblecito contaba con más bares que semáforos, pero tenía un hotel agradable. Podía reservar una habitación allí y mantenerme alejada de la propiedad de los Haven.

O podía continuar mi camino. ¿Y si seguía conduciendo kilómetros y kilómetros sin parar?

Resultaría muy fácil saltarse el desvío. Podía quedarme en esa autopista y descubrir cuál era la siguiente población. Durante todos los años que estuve yendo de visita a Montana, jamás pasé de largo ese cartel; siempre marcó mi destino.

Y no sería distinto esa vez.

Me obligué a levantar el pie del acelerador y a pisar el freno.

Noté los nervios a flor de piel cuando reduje para tomar el desvío. En cuanto los neumáticos rozaron la grava, sentí un vacío en el estómago.

Durante los miles de kilómetros recorridos esa semana, había pensado mucho en lo que iba a hacer, en lo que iba a decir. Cada idea, cada discurso planeado con antelación, salió de mi cerebro y se fue volando igual que el polvo que iba levantando a mi paso y que desaparecía con el viento.

¿Estaría cometiendo una locura? ¿Acaso había permitido que el amor de mi padre por ese rancho nublara mi buen juicio? Las probabilidades de que los Haven me aceptaran en su vida eran entre escasas y nulas.

Sobre todo West.

El mero hecho de pensar en su nombre hizo que se me encogiera el corazón. ¿Él me odiaba por esto? Probablemente.

De pronto, todas las vacaciones pasadas en Montana volvieron a mí y empezaron a reproducirse en bucle. Fogatas y sándwiches de galleta con chocolate y malvavisco tostado a los ocho años. Paseos para coger flores silvestres a los nueve. Aviones de papel a los diez. Un corazón roto a los veintitrés.

¿Qué narices estaba haciendo allí?

Ese asunto le correspondía a mi padre, no a mí. Por cada vez que a mí se me disparaba la ansiedad, él habría sentido el doble de entusiasmo. Estábamos en junio, y mi padre adoraba Montana en esa época; siempre decía que no tenía parangón. Aseguraba que, en verano, la cordillera de las Crazy Mountains, con sus picos recortados y altivos, le tiraba del alma.

Era él quien debería estar ahí, la persona adecuada para esa tarea. Pero, en vez de eso, me había tocado a mí sortear los socavones de esa carretera horrorosa.

—Dios santo —mascullé mientras oía cómo me castañeaban los dientes al recorrer un trecho con unos baches tremendos.

¿Cuándo fue la última vez que la nivelaron? Reduje la velocidad de mi Land Rover Defender hasta un ritmo de tortuga y conduje de lado a lado buscando los tramos llanos. No di con ninguno, así que aferré el volante y me dispuse a avanzar.

Hacia las montañas.

Hacia el rancho.

La carretera serpenteaba entre arboledas. Siguiendo la pendiente del terreno, ascendía y descendía por colinas y despeñaderos hasta llegar al río Haven.

Desde allí, el camino seguía el trayecto del agua fría y cristalina. El río no era lo bastante profundo para navegar por él excepto en un neumático, pero resultaba perfecto para la pesca con mosca.

Tomé nota mental de revisar la página web del rancho para comprobar la lista de actividades. No recordaba haber leído en ella nada sobre pesca; quizá habían dejado de ofrecer esa posibilidad a los visitantes.

Por encima de la carretera había un arco que señalaba el punto a partir del cual entrabas en el terreno de los Haven, y los troncos que lo formaban parecían tan deteriorados como el cartel de la autopista. En algún momento de los últimos cuatro años, la corteza había saltado y se veía el interior grisáceo.

Los maderos parecían igual de desgastados que yo. Iban a necesitar una capa de barniz. Incluí eso en mi lista de tareas pendientes junto con una llamada a los servicios del condado para que allanaran la grava.

A ambos lados de la carretera, el ganado pastaba en los prados. Las vallas que le servían de compañía estaban hechas de alambre de espinos recto y firme con postes de acero de color verde.

El vallado se veía impecable, lo cual no me sorprendió, ya que West siempre había dejado muy claras sus prioridades en lo que respectaba al complejo turístico. Incluso habría sido capaz de echar a patadas a un huésped si alguna de sus vacas hubiera necesitado una habitación.

El Defender traqueteó al pasar por encima de una rejilla para el ganado que indicaba la separación entre el rancho como tal y el complejo turístico.

La primera cabaña de madera junto a la que pasé parecía desierta. No había nadie. El césped que rodeaba el porche crecía salvaje, y, al igual que el arco de la carretera, necesitaba una nueva capa de pintura. La segunda cabaña presentaba un aspecto similar.

Incluí ambas cosas en mi lista, esa que daba la impresión de hacerse más y más larga cada vez que recorría medio metro en coche. Quizá se trataba solo de esas dos cabañas; quizá el resto de la propiedad estaba mejor conservada.

Perdí todas las esperanzas cuando llegué a la tercera y vi que su estado era, sin duda, peor que el de las dos anteriores. Uno de los canalones se había descolgado y pendía del tejado como un tallarín hervido. Los parterres de flores estaban plagados de cardos muy crecidos.

Esas tres cabañas eran las más viejas y pequeñas del rancho. Siempre habían estado algo anticuadas. Sin embargo, servían de tarjeta de presentación, y si yo fuese una huésped que pagara por alojarme allí, me plantearía cancelar la reserva de inmediato.

No siempre habían estado así, ¿verdad? ¿O me fallaba la memoria? Por lo general, a esas alturas de las vacaciones, mi padre daba saltos de alegría cuando llegábamos al rancho, y tanto mi madre como yo estábamos igual de emocionadas.

¿Acaso ese entusiasmo nos había nublado la razón y habíamos proyectado una imagen mejor, más positiva?

Ese día no tenía ganas de estar allí. El miedo me pesaba en las entrañas como cien mil ladrillos.

Mi suspiro de alivio resonó en el interior del vehículo cuando pasé junto a la siguiente cabaña. Estaba separada de las tres anteriores y no presentaba desperfectos aparentes. Incluso había una cesta con petunias de color rosa y púrpura en el porche.

La siguiente cabaña unifamiliar era la más grande. Solo le dirigí una mirada rápida, sin permitirme examinar su aspecto. Aún no.

Todavía no estaba preparada para enfrentarme a ella.

Por eso mantuve los ojos pegados al edificio principal y su tejado rojo de chapa. Cuando entré en el aparcamiento de grava, los nervios se arremolinaron en mi vientre como un enjambre de avispas que zumba y aguijonea.

Parecía desierto. Solo había otros dos vehículos aparcados fuera. Cuando abrí la puerta del coche, no recibí más saludo que el canto de los pájaros y el crujido de las hojas. Nada de risas. Nada de conversaciones.

¿Dónde estaban los huéspedes?

Me di la vuelta, fijándome en todo. Puede que el lugar estuviera descuidado, que hubiese demasiado silencio, pero la esencia seguía siendo la misma, y con ella afluyeron un montón de recuerdos. Recuerdos tristes que me arrebataban la energía. Recuerdos afilados que se clavaban en mí y me hacían trizas.

Me presioné el pecho con la palma de la mano y me lo froté para eliminar el dolor.

No podía hacerlo. No podía quedarme allí, vivir allí. ¿En qué estaría pensando?

«Es temporal». Era solo una situación temporal. Había tomado una decisión y había cerrado un trato.

No cabía la posibilidad de retractarse.

De modo que me encaminé al edificio principal, con los talones marcando la tierra mientras cruzaba el aparcamiento. La brisa me tiraba de la blusa y de los pantalones anchos, y levantó en el aire uno de mis rizos rubios que no quiso quedarse atrapado en el moño que me había hecho esa mañana.

El porche del edificio tenía cinco escalones. La pesadez de mis piernas iba en aumento a medida que avanzaba. ¿Cuántas veces había subido corriendo esa escalera? ¿Cuántas veces me había apresurado a entrar en el vestíbulo entre sonrisas y carcajadas, eufórica por el simple hecho de… estar allí?

Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para avanzar más allá del último escalón.

En cuanto entrara, todo cambiaría. No habría forma de volver atrás.

Pero no podía dar media vuelta ni tampoco volver a casa.

Mi casa no existía.

Así que erguí la espalda y me dirigí a la puerta mientras iba añadiendo más tareas a mi lista.

Había que barrer el porche y limpiarlo con agua a presión. Allí fuera debería haber sillas, un espacio donde poder sentarse y admirar las vistas. Lo ideal serían unas mecedoras, rojas, como el tejado. La puerta doble también quedaría muy bien pintada de ese color.

Quizá lo convirtiera en el tono distintivo.

Un rojo intenso, como la sangre.

Porque aquel rancho y su complejo turístico me costarían sangre; sangre y sudor.

Ya me había costado demasiadas lágrimas.

Encima de la puerta había un rótulo con el nombre del establecimiento tallado en madera:

COMPLEJO TURÍSTICO

LA VAQUERIZA DE LAS CRAZY MOUNTAINS

Ay, Dios. Ese nombre era horrible. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Sonaba como si estuviera destinado al ganado: un lugar adonde uno podía llevar a su vaca para ofrecerle un fin de semana de lujo y confort.

Tenía en mente otro mejor, pero cambiarlo me supondría una batalla encarnizada. La primera de muchas, sin duda. Seguramente, en menos de una hora ya habría cabreado a alguien.

La puerta, cuyas bisagras necesitaban una dosis urgente de aceite, crujió en cuanto giré el pomo. Un penetrante olor a vainilla me recibió nada más poner los pies en el vestíbulo.

En el mostrador de recepción no había nadie, por lo que hice sonar el timbre plateado. Mientras tanto, me incliné sobre la vela que había encendida junto a un estante con folletos informativos y la apagué.

A partir de ese instante, no más velas baratas.

El vestíbulo parecía más pequeño de lo que recordaba. ¿Siempre había sido así de viejo? ¿No tenía más… brillo? ¿No tenía más luz?

A lo mejor no era tan sombrío. Igual solo se trataba de mi actitud.

Mi actitud positiva y alegre se había llevado un buen revés en los últimos cuatro años.

Bueno, por lo menos el vestíbulo tenía cierto encanto rústico. Pero le hacía falta más luz. Los paneles de madera eran oscuros, y la única iluminación procedía de una lámpara de asta de ciervo que colgaba del techo. Las bombillas eran demasiado pequeñas y amarillentas para ese espacio.

¿Dónde estaba el recepcionista? De nuevo, hice sonar el timbre.

—¡Ya va!

El grito procedía de un pasillo lejano, y pasó un minuto antes de que apareciera una joven cuyo rostro quedaba enmarcado por una media melena de color negro y corte actual.

—Hola. ¿En qué puedo ayudarla?

Le devolví la sonrisa y leí la plaquita con su nombre prendida en el polo azul marino.

—Hola, Deb. Soy Indya Keller.

—Bienvenida a La Vaqueriza de las Crazy Mountains.

La Vaqueriza… de las Crazy Mountains.

Me estremecí. Sin duda, ese nombre tenía que desaparecer.

Deb removió los papeles de detrás del mostrador, seguramente buscando alguno en el que constara mi nombre. ¿No tenía un ordenador o un iPad? ¿Todo lo anotaban a mano? Cuando levantó la cabeza sin haber encontrado nada, el desconcierto empañaba sus ojos azules.

—Hummm… ¿Ha reservado una habitación?

—No, no he reservado nada. He venido a ver a Curtis.

—Ah. —Su expresión se relajó—. Acabo de topármelo en la cocina. Iré a buscarlo y le diré que está usted aquí, señorita…

—Keller. Indya Keller.

—Claro. Lo siento. —Me miró con el ceño fruncido de un modo exagerado—. Se me da muy mal recordar nombres. Enseguida vuelvo.

Me apoyé en el mostrador y me pellizqué el puente de la nariz mientras ella se alejaba a toda prisa. Entonces miré el reloj. Las cuatro y media. Aún era temprano. Y el auténtico drama ni siquiera había empezado.

Eran las 16.39 cuando Deb regresó, sin aliento y con las mejillas encendidas.

—Curtis ya viene. Lo siento. No me había dado cuenta de que había salido y he tenido que ir a buscarlo al establo.

—No pasa nada. Mientras esperamos, ¿podrías darme una habitación?

—Ah. Eh… —Pestañeó, y luego abrió un cajón y sacó un portátil. Ahí estaba—. Sí, por supuesto. ¿Aquí, en el edificio principal? ¿O prefiere una cabaña unifamiliar?

—Aquí, por favor.

Más tarde me apropiaría de una cabaña, pero antes había cosas de las que hablar.

Deb acababa de terminar de anotar mis datos cuando oí que alguien se aclaraba la garganta.

Curtis entró en el vestíbulo con las botas sucias, los vaqueros manchados y una camisa informal de color verde desvaído con botones de cierre perlados. Tenía más canas que cabellos de color, y las pequeñas arrugas de su rostro se habían convertido en surcos profundos. Se le veía delgado. Cansado. Y cojeaba. ¿Por qué cojeaba?

A Curtis, los últimos cuatro años le habían pasado factura. Se le notaba. Y tal vez mi cara no lo demostrara igual que la suya, pero él no era la única persona desgastada por el paso del tiempo.

—Hola, Curtis.

—Indya. —Su mirada se suavizó durante una fracción de segundo, como si tuviera delante a una vieja amiga. Entonces debió de recordar por qué estaba allí, y la amabilidad desapareció. Frunció los labios y señaló el pasillo con el mentón—. Nos reuniremos en un despacho. Deb, dale una habitación a la señora Keller. Paga la casa.

—Ahora mismo.

La chica imitó un saludo militar y, a continuación, se puso manos a la obra y sus uñas repiquetearon al escribir en el teclado.

«No debería ofrecer habitaciones gratis, ni siquiera a mí». Sin embargo, mantuve la boca cerrada y lo seguí cuando se encaminó hacia el pasillo. Cojeando.

Hacía siglos de la última vez que estuve en esa parte del edificio. Cada vez que pasábamos frente a una puerta abierta, echaba un vistazo al interior: un cuarto de baño al que le hacía falta una buena limpieza; un despacho diminuto cubierto de polvo; un almacén totalmente desordenado.

Mi lista de tareas pendientes iba en aumento, y a la par empezó a dolerme la cabeza.

Curtis entró en el despacho del final del pasillo, el de la esquina, y encendió una lámpara. El ambiente estaba cargado. Las motas de polvo atrapaban la luz que se colaba a través del cristal. La oficina no era grande, pero las ventanas la hacían parecer espaciosa, y las vidrieras enmarcaban las verdes y exuberantes praderas y los bosques que se extendían más allá.

—Siéntate. —Señaló con la mano el escritorio de nogal—. Los chicos están de camino. Voy a por más sillas. ¿Puedo ofrecerte algo de beber?

—No, gracias.

Le dirigí una sonrisa de cortesía, pero él salió del despacho sin devolvérmela.

El corazón me dio un vuelco al dirigirme al sillón que estaba bien encajado en el escritorio. Noté la tapicería de piel fría y rígida en cuanto me senté. La curva lumbar era demasiado pronunciada y los reposabrazos estaban hechos de plástico duro. O bien habían comprado el sillón expresamente para ese despacho y estaba sin estrenar o hacía mucho tiempo que nadie lo había utilizado.

Dado el motivo de mi visita, era probable que se debiera a lo segundo.

Resultaba raro estar sentada detrás de aquel escritorio; de hecho, resultaba raro ocupar ese despacho.

Resultaba raro estar en Montana.

Curtis regresó con tres sillas plegables bajo los brazos. Las abrió y casi las estampó en el suelo una a una, provocando un ruido que me hizo estremecer.

Tres sillas. Para los tres Haven.

En el lado equivocado del escritorio.

—Yo…, eh…

Se pasó una mano por el pelo y le quedó de punta. A continuación, salió del despacho sin terminar la frase.

Era normal que nos sintiéramos incómodos, y la cosa iría a peor.

Se me formó un nudo en las entrañas mientras esperaba sin despegar la mirada del escritorio cubierto de polvo. Si echaba un vistazo alrededor, seguramente daría con más tareas para mi lista, y ya me parecía demasiado larga.

«Es mi padre quien debería estar aquí, no yo». Él sabría qué decir para rebajar la tensión. Sabría cómo suavizar el golpe.

Curtis regresó con cuatro botellines de agua. Los dejó sobre el escritorio, cogió uno y ocupó la silla plegable más alejada de la puerta.

—Gracias.

Yo también cogí un botellín, lo destapé y di un sorbo. Él no tenía intención de mirarme. Fijó los ojos en el agua. Examinó sus botas desgastadas por el uso. Se volvió hacia la ventana, con la expresión perdida en la distancia.

El silencio que nos separaba era tan incómodo como el sillón en el que estaba sentada.

—Los chicos no saben nada del tema.

Curtis anunció aquello con un hilo de voz, pero me produjo el mismo efecto que si acabara de chillármelo al oído.

—¿Có… Cómo dices?

—No sabía cómo explicárselo.

Me quedé con la boca abierta.

—O sea, que… ¿no les has dicho nada?

Él negó con la cabeza.

Ay, joder. ¿En serio? ¿Cómo era posible que hubiera mantenido en secreto algo así? ¿Acaso era mi castigo por intentar hacer lo correcto? ¿Tendría que presenciar el momento en que les daba la mala noticia? ¿O es que quizá esperaba que fuera yo la que los pusiera al corriente?

Cada pregunta me provocó un martilleo en las sienes. Aquel dolor de cabeza acabaría transformándose en una migraña antes de que acabara el día.

—Se lo dirás tú.

Erguí la espalda y extendí las manos encima del escritorio.

Mi escritorio.

Ese era mi escritorio.

No estaba allí en calidad de huésped, ni de espectadora. Había ido por negocios.

Había ido a hacer lo que mi padre me había enseñado.

Desde ese momento, allí mandaba yo. Y pensaba obligar a Curtis a comunicarles a sus hijos que el complejo turístico La Vaqueriza de las Crazy Mountains me pertenecía.

—Sí, se lo diré —asintió Curtis.

Vi que palidecía y se me encogió el corazón.

Había tenido más de un mes para decírselo. En cualquier otra situación, no habría sentido ni un ápice de lástima; se había cavado su propia tumba.

Pero se trataba de Curtis, el hombre que me ayudó a montar a caballo por primera vez, el hombre que trabó amistad con mi padre, el hombre que siempre le procuró una vía de escape a mi familia.

Si él no podía hacerlo, si no encontraba el modo de decírselo a West y Jax, me ocuparía yo.

Oí movimiento en el pasillo.

Me erguí en el asiento al tiempo que se me aceleraba el pulso. «Respira. Inhala y exhala».

Tras cuatro días de ruta, preparándome para ese momento, todavía no me sentía con fuerzas para afrontarlo. No estaba lista para enfrentarme a él.

—¿Papá? —lo llamó Jax.

«Uf». Solté de golpe el aire retenido en los pulmones. El alivio no duraría mucho, pero pensaba aprovechar cada milisegundo.

—Estoy aquí.

Curtis mantuvo la mirada fija en la ventana.

Jax entró en el despacho con paso ligero, pero se detuvo en seco al verme sentada detrás del escritorio.

—Hola. Lo siento. Creía que mi padre estaba solo.

—Hola. —Me levanté y le tendí la mano—. Soy Indya Keller.

—Un placer, señora. —Examinó mi rostro mientras me la estrechaba—. ¿Nos conocemos?

—Sí —asentí—. Pero fue hace mucho tiempo.

La última vez que vi a Jax, era un adolescente y estaba terminando el último curso de instituto. ¿Habría ido a la universidad? ¿O habría dedicado los últimos cuatro años al rancho?

Su constitución era más robusta que antes y había perdido las formas suaves de la juventud. Una barba de color castaño claro le cubría el mentón. Tenía la sonrisa fácil, encantadora; un rasgo que no compartía con su hermano.

Las sonrisas de West siempre eran encantadoras, pero nunca surgían con facilidad.

Jax tomó asiento junto a su padre y se cruzó de piernas apoyando un tobillo sobre la rodilla. Mostraba una postura relajada, pero tenía los ojos entornados, sin duda porque se preguntaba qué estaba haciendo yo en el lado equivocado del escritorio.

—¿De qué va esto?

—Estamos esperando a West —respondió Curtis.

Jax musitó algo, cogió un botellín de agua y se bebió la mitad en el tiempo en que tardaron en resonar por el pasillo otras pisadas.

Noté que los hombros me subían hasta las orejas, pero me obligué a bajarlos. Adopté la expresión impasible que últimamente se me daba tan bien. La que Blaine detestaba. Qué ironía, porque nuestro matrimonio fue el motivo por el que empecé a poner esa cara.

Sin embargo, a pesar de mi expresión neutral, el corazón me latía cada vez más rápido. Hasta que se detuvo. En cuanto apareció West, todo se detuvo.

El mundo se desdibujó ante mis ojos y me olvidé incluso de respirar.

Dios, qué guapo. Sus facciones eran tan masculinas y atractivas como el día en que me prometí que jamás volvería a visitar ese rancho. Tenía el pelo moreno alborotado, con una ligera marca circular alrededor, como si hubiera llevado puesto un sombrero durante horas y se hubiera peinado con los dedos para borrarla. Su mentón cincelado estaba cubierto por una incipiente barba oscura y espesa.

Su figura corpulenta llenaba el vano de la puerta. Llevaba desabrochados los dos botones superiores de la camisa de cambray, y debajo se le veía la piel bronceada y perlada de sudor. Del bolsillo trasero de sus Wrangler descoloridos asomaban unos guantes de piel.

—¿Qué…? —En cuanto me vio detrás del escritorio, se detuvo en seco frente a la puerta—. ¿Indya?

Hubo una época en que yo vivía para oír esa voz grave y profunda.

—Hola, West.

Paseó los ojos color avellana por mi rostro, fijándose en cada detalle. Luego los posó en mis manos sobre el escritorio. En el dedo donde solía lucir un anillo con un diamante.

—Siéntate —dijo Curtis.

West dirigió la mirada hacia su padre, y lo que quiera que vio hizo que se pusiera rígido y se le tensara la mandíbula.

—Creo que me quedaré de pie.

Por supuesto; cómo no.

No existía en el planeta un hombre más cabezota que West Haven.

Curtis suspiró, como si no le sorprendiera la reacción de su primogénito. Asintió y, a continuación, tragó saliva, pero no pronunció palabra.

¿En algún momento se lo contaría? ¿O pensaba quedarse allí sentado, mirándome sin más?

El corazón me aporreaba el pecho con tal fuerza que estaba segura de que los hombres también podían oírlo.

Curtis mantuvo la atención fija en mí, como si se tratara de un juego. ¿Quién se rendiría primero? No pensaba contárselo, ¿verdad? Cobarde. Iba a obligarme a hacerlo.

—Papá… —dijo Jax—. ¿Qué…?

—He vendido el rancho.

Solté de golpe el aire que había estado conteniendo en los pulmones y la temperatura del despacho cayó en picado cuando la declaración de Curtis caló hondo.

—¿Qué coño dices? —Jax se levantó de la silla de golpe y, con el impulso de las rodillas, la lanzó hacia atrás—. ¿Has vendido el rancho?

El cuerpo de West desprendía oleadas de una furia gélida, pero no se movió. Clavó la mirada en mí y me inmovilizó en ese sillón tan horroroso.

Curtis bajó la cabeza y logró asentir. La vergüenza le pesaba sobre los hombros de tal modo que, por un momento, temí que la endeble silla que ocupaba se derrumbara.

—¿A ti? —Jax apuntó a mi nariz—. ¿Te lo ha vendido a ti?

—Sí —contesté sin apartar la mirada de West.

—¿Y eso qué significa? —quiso saber Jax—. ¿Tenemos que mudarnos? ¿Nos hemos quedado sin trabajo? ¿Y qué hay de nuestras casas? ¡¿Qué coño está pasando?!

Sus preguntas llenaron el despacho mientras yo seguía sosteniéndole la mirada a su hermano.

De joven, la mirada de West me ponía nerviosa y me incomodaba, pero aprendí que era su forma de comunicarse.

Miraba fijamente cuando no sabía qué decir.

Yo me limité a hacer lo propio mientras tomaba buena nota de su cara.

Incluso enfadado y confuso resultaba guapo. Y, ay, cuánto lo había amado en otra época.

Amé tanto a West Haven que estuve ciega, lo amé hasta el punto de que hubiera renunciado a todo por estar con él.

Qué tonta fui de joven.

—West. —Jax le dio una palmada en el brazo—. Di algo.

Pero no dijo nada. Se marchó sin pronunciar palabra. Guardó silencio para asegurarse de no soltar algo inoportuno. Algo de mal gusto.

Y, como era de esperar, en un instante pasé de contemplar sus llameantes ojos avellana a observarlo de espaldas cuando se dio la vuelta y se marchó.

—Mierda —espetó Jax, y salió del despacho pisándole los talones a su hermano.

Esperé a que el pasillo se quedara en silencio.

—Tendrías que habérselo contado.

—Pensaba que sería mejor así. Y has estado presente para asegurarte de que no me fuera de la lengua.

¿Era una amenaza?

—Tenemos un trato, Curtis.

Un trato que exigía que mantuviera la puta boca cerrada.

—Lo sé muy bien, Indya —gruñó, y acto seguido se puso de pie y salió del despacho.

Poco a poco volvió a reinar el silencio, como una pluma que flota en el aire hasta tocar el suelo. Esperé a que terminase de caer, a que el corazón dejara de aporrearme el pecho, y por fin me dediqué a examinar la oficina.

No había estanterías, ni fotos. Ningún documento, ni siquiera un portátil. Nada personal, excepto un cuadro en la pared opuesta al escritorio.

La acuarela mostraba la cara de un caballo. La crin enmarañada le cubría parcialmente un ojo. Los tonos cobrizos, marrones y dorados estaban mezclados a la perfección.

Me quedé mirando el caballo mientras sacaba el teléfono para llamar a mi padre.

«Este es el contestador automático de Grant Keller. Por favor, deja un mensaje y te devolveré la llamada lo antes posible. Gracias».

—Bueno, papá. La cosa está… Ya está. Te lo contaré más tarde.

Colgué y dejé el móvil sobre el escritorio.

Las cosas iban mal. Muy mal.

Nunca debería haber regresado a Montana.

—¿Qué narices estoy haciendo aquí? —susurré.

El caballo no tenía la respuesta.

2

Indya

Ocho años

—«La Vaqueriza de las Crazy Mountains» —leí en el folleto de encima de la mesa del comedor de la cabaña—. Qué nombre tan chulo, ¿eh, papá?

Él musitó algo desde el sofá, donde estaba tumbado. Tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en dos cojines decorativos de color marrón.

—Indya, tu padre va a descansar hasta la hora de cenar. —Mi madre me quitó el folleto de las manos y me colocó un mechón de pelo rizado detrás de la oreja—. ¿Por qué no sales a inspeccionar el terreno? Cerca del edificio principal, he visto unos columpios.

—No quiero estar fuera —suspiré—. ¿Tengo que ir?

—No. Puedes salir o puedes ir a tu habitación y leer.

—Jope, mamá, los libros que he traído son aburridos.

—Pues entonces ve fuera.

Estuve a punto de poner los ojos en blanco, pero no llegué a hacerlo. Porque mi madre se ponía histérica cuando me veía hacer eso.

—¿Hay más niños aquí?

—A lo mejor sí. —Se encogió de hombros—. Solo hay una forma de averiguarlo.

Salir a comprobarlo.

—Bueno —dije, y me encaminé a la puerta.

—Indya —me llamó mi padre, y, cuando me volví a mirarlo, se estaba señalando la mejilla con el dedo.

Corrí hasta el sofá y le di un beso.

—Gracias, calabacita. —Abrió un poco los ojos—. Déjame que haga una siesta corta y luego iremos a la cena de la fogata. Los mayores comen filete, pero a los niños les dan perritos calientes. A lo mejor me puedes conseguir uno.

—Vale.

Sonreí y examiné su rostro unos instantes. Se le veía igual que siempre. Seguía siendo el papá más alto de mi escuela. Seguía siendo la persona más fuerte que yo conocía. Pero últimamente se cansaba a menudo y hacía muchas siestas.

Mi madre siempre me enviaba a mi dormitorio para que él pudiera descansar, y, cuando creían que no estaba escuchando, los oí decir «cáncer».

Yo sabía lo que era el cáncer.

Cuando estaba en primer curso, se suponía que mi maestra era la señorita Davy, pero faltó todo el año por culpa del cáncer. A veces la directora venía a nuestra clase y nos enseñaba fotos. Ahora la señorita Davy no tenía pelo.

¿Mi padre iba a quedarse sin pelo?

Según mi madre, yo era ella en miniatura salvo por el pelo. Lo tenía igual que mi padre: rizado, rubio y enmarañado. Bueno, yo lo tenía enmarañado, porque tenía mucho.

Ojalá mi padre no se quedara sin pelo.

—Sal, cielo —me ordenó mi madre.

Refunfuñé y salté del sofá para encaminarme a la puerta con desgana.

—Te quiero —dijo mi padre.

—Yo también te quiero.

Me despedí de mi madre con la mano, salí de la cabaña y bajé la escalera del porche dando saltitos.

Estábamos en el bungalow Colmillo de Oso, la cabaña más grande del complejo turístico, según había dicho la señora cuando ese día nos registramos en el alojamiento. Tenía cuatro dormitorios y un altillo. Yo elegí dormir en el altillo, aunque la cama era la más pequeña.

Había una cocina que según mi madre no usaríamos porque no pensaba cocinar en vacaciones. A veces no había quien la entendiera, porque en casa tampoco cocinaba ella sino el cocinero. ¿Mi madre sabría cocinar?

Avancé dando brincos por el camino de piedra que llevaba de la cabaña al edificio principal y giré sobre mí misma cuando una mariposa amarilla pasó volando por mi lado. Me encantaban las mariposas. En el jardín de casa las había, y mi madre le había pedido al jardinero que plantara flores para las mariposas y las mariquitas.

¿Las mariposas de Montana eran las mismas que las de Texas? ¿Tan lejos podían volar? ¿Y cuánto tardaban?

Yo andaba dando vueltas, encandilada con la mariposa, cuando tropecé con la punta del zapato en una piedra, di un grito y me caí de bruces sobre las manos y las rodillas.

—¡Ay!

Me puse de pie rápidamente y lo primero que me miré fueron las manos. Tenía rozaduras en las palmas, pero nada de sangre. Entonces me fijé en la rodilla, donde había un rasguño con un reguero rojo y una pielecita que colgaba.

«Pupa, pupa, pupa». Inspiré con fuerza y esperé a que dejara de escocerme. Si entraba en casa, mi madre me aplicaría aquello que hacía burbujitas —agua nosequé— y que me picaba diez veces más que la propia herida.

—Pupa.

Cerré los ojos con fuerza.

—¿Estás bien? —me preguntó un chico que había salido corriendo del edificio principal.

—Sí —asentí.

—Te has hecho sangre.

—No me duele.

No era para tanto.

—¿Necesitas una tirita? —preguntó.

Sacudí la cabeza.

—Mi madre tiene muchas, siempre dice que soy muy patosa.

—Ah. —Me miró de arriba abajo y entornó los ojos—. ¿Vas a llorar?

No pensaba hacerlo mientras él me estuviera mirando, de modo que levanté mucho la barbilla.

—No.

—Todas las niñas lloran, sobre todo cuando se hacen una herida.

—Pues yo no.

A veces sí que lloraba, pero ya no me escocía tanto, y me parecía que ese chico no jugaría conmigo si creía que era una llorica.

—Eres guay. —Asintió—. ¿Cómo te llamas?

—Indya.

—¿India? —Me miró con cara divertida—. ¿Como el país?

—Más o menos. I-n-d-y-a. Se escribe con «y». ¿Y tú, cómo te llamas?

—West.

Me pareció un nombre chulo. El mío me gustaba más, pero no estaba mal.

—No lo había oído nunca.

—Yo tampoco había oído «Indya». ¿De dónde eres?

—De Texas. ¿Y tú?

—Vivo aquí.

—¿En este rancho?

—Sí, con mi padre, mi madre, mi hermano pequeño y mis abuelos.

Debía de ser divertido vivir allí.

—¿Cuántos años tienes?

—Diez.

—Yo ocho. ¿Quieres venir conmigo a los columpios?

—No me apetece.

—Ah.

Dejé caer los hombros.

—¿Quieres que te enseñe mi caballo?

—Vale.

Asentí con entusiasmo y seguí a West hasta el establo sin acordarme para nada de la herida de la rodilla.

Su caballo se llamaba Chief. West saltó una valla y caminó por el prado hasta el animal. Llevaba en el bolsillo un puñado de grano, y Chief comió de su palma.

Mi madre se puso histérica al no encontrarme en los columpios, y me obligó a prometerle que, la siguiente vez que quisiera ir a donde fuera con West, la avisaría a ella primero. Antes de cenar me curó la rodilla con aquel líquido que picaba a pesar de que ya no me salía sangre, y eso hizo que me doliera mucho más que cuando me caí.

Mi padre me ayudó a asar el perrito caliente en la gran fogata que habían hecho esa noche. Y también durmió muchas siestas.

Yo siempre tenía que salir de la cabaña por orden de mi madre, y no es que me pareciera mal. A veces me tocaba jugar sola en los columpios, pero otras West estaba allí y me dejaba ir con él a acariciar a su caballo.

Era bastante divertido pasar las vacaciones en Montana.

3

West

No podía ser verdad.

Salí del despacho con paso decidido, dando grandes zancadas hasta que acabé casi corriendo. Necesitaba alejarme de aquel puto edificio para poder pensar, para poder respirar, para no notar el perfume de rosas de Indya.

—Hola, West. ¿Puedo…?

—Luego.

Levanté la mano e interrumpí la pregunta de Deb mientras pasaba por delante del mostrador como una exhalación.

Seguramente, la recepcionista quería saber si iba a concederle dos semanas libres en julio para que pudiera asistir con su novio a varios rodeos que se celebraban en el estado, pero como yo estaba cabreado con él, no estaba muy por la labor por el momento.

Casey había aceptado trabajar para nosotros durante el verano llevando a los huéspedes de pesca. Hacía dos veranos que estábamos sin guía, y yo no podía tomarme tiempo libre para salir a pescar. Sin embargo, los últimos tres fines de semana, en vez de presentarse en su puesto de trabajo, había llamado para avisar de que estaba enfermo y se había dedicado a participar en las pruebas del lazo por parejas de los rodeos. Eso me obligó a suprimir la pesca de las actividades que ofrecía a los huéspedes. Otra vez.

Dejando de lado mi enfado con su novio, a Deb no le quedaban días de vacaciones. De hecho, se había tomado una semana más de las que le correspondían. Y no podíamos permitirnos estar dos semanas sin personal durante la temporada alta.

¿Quién si no iba a colocarse detrás de aquel mostrador? ¿Jax? ¿Mi padre? ¿Yo? Los tres andábamos muy al límite.

La abuela ya se ocupaba del turno de primera hora de la mañana, pero estar todo el día de pie no le haría ningún bien a su cadera. Además, eso me generaba aún más trabajo: no le gustaba el sistema informático, de manera que, antes del amanecer, me acercaba hasta el edificio principal para prepararle una cafetera. A continuación, imprimía todas las reservas en papel para que las tuviera a punto cuando llegaran los huéspedes.

Ella prefería que todo se hiciera tal como lo había hecho durante años, en la época en que el abuelo y ella construyeron el edificio principal, cuando fundaron el complejo turístico La Vaqueriza de las Crazy Mountains.

¿Sabían mis abuelos que mi padre había vendido el rancho? ¿Sabían que había cogido aquello que le habían dejado en herencia y lo había desechado?

«Menuda mierda». Lo que estaba pasando era una pesadilla, no podía ser verdad.

¿Había vendido el rancho?

Noté el estómago revuelto al empujar la puerta principal del edificio con tanta fuerza que se estampó contra la pared, rebotó y crujieron las bisagras.

No podía ser verdad.

—West —me llamó Jax, y se dio prisa para alcanzarme mientras yo bajaba corriendo la escalera del porche.

—Ahora no.

Seguí adelante y me pasé la mano por el pelo mientras me dirigía a mi camioneta.

—¿Piensas marcharte? ¿Vas a dejar que pase y ya está?

Di media vuelta para mirarlo de frente.

—¿Qué narices quieres que haga yo? Ni siquiera… Ni siquiera sé qué es lo que está pasando.

—Yo tampoco. —Levantó las manos en el aire—. Pero tienes que quedarte y arreglarlo.

¿Arreglarlo? Llevaba años intentando arreglar las cosas.

—Por favor —me suplicó Jax.

«Joder».

—Luego me ocuparé. Te lo prometo.

Mi padre salió del edificio principal y echó un vistazo al aparcamiento. Cuando nos vio, bajó la escalera del porche estremeciéndose de dolor con cada paso. Su cojera no mejoraba, pero el muy cabezota se negaba a que lo viera un médico. Se había lesionado la cadera, y quizá también la rodilla, cuando, dos semanas atrás, el caballo lo tiró al suelo.

Aquel ejemplar era un joven castrado negro que requería tiempo y paciencia. Necesitaba que lo montaran a diario y le enseñaran cómo convertirse en un gran caballo. No en un buen caballo; en un gran caballo.

Mi caballo.

El último que había sido verdaderamente mío fue Chief. Cuando murió, me dejó una sensación de vacío, y no me sentí preparado para que ningún otro ocupara su lugar. De manera que, durante los últimos diez años, me había dedicado a montar el primer animal disponible. Sin embargo, a medida que los caballos que usábamos para los huéspedes envejecían y se volvían más lentos, había que empezar a entrenar a caballos nuevos.

Y había llegado el momento de que volviera a tener uno propio.

Compré cinco y me quedé con el más alto. Entre Jax y yo entrenamos a los otros cuatro: los montamos durante horas, los llevamos por senderos de montaña con los huéspedes y les inculcamos las pautas diarias.

Pero había decidido que el castrado negro no sería un caballo de senderismo como los demás, y los días no tenían horas suficientes, de manera que no le di prioridad a su entrenamiento.

Al parecer, mi padre no estaba del todo de acuerdo con eso, porque un día, dos semanas atrás, llegué a casa después de pasarme el día de un lado a otro con el ganado y lo encontré cojeando. Había salido a montar en mi caballo y había tenido una mala caída.

Si se hubiera esperado… Si me lo hubiera dicho…

Debería haberme dicho lo del caballo.

Lo del rancho.

Lo de Indya.

«Indya».

¿Por qué? ¿Qué estaba haciendo ella aquí? No había dado señales de vida en cuatro años. ¿Y ahora esto? A la mierda. No podía respirar, tenía la cabeza embotada y el corazón me dolía como si acabaran de rompérmelo en mil pedazos.

Sentía la necesidad de marcharme por piernas, pero mi padre levantó la mano frente a mí antes de que pudiera escapar.

—Quédate donde estás, hijo.

A mis treinta y un años, aún no era capaz de rebelarme ante ese tono.

—No estoy de humor para hablar, papá.

—Lástima. —Se detuvo junto a Jax y puso los brazos en jarras—. Lo siento, sé que os ha pillado desprevenidos. Tengo más cosas que contaros. Os lo debería haber explicado antes, pero… he hecho lo que creía que era lo mejor.

—¿Vender el rancho? —No podía ser verdad. Pero lo era, ¿no?—. ¿Cómo has podido?

—Tenemos problemas, West.

—Ya sé que tenemos problemas, joder —ladré—. Pero esa no es la solución.

—Sí que lo es. Es la única solución. En esto tienes que confiar en mí.

—¿Confiar en ti? —¿Acaso él sabía lo que significaba esa palabra?—. Vete a la mierda.

Puso mala cara, y Jax también.

—No es que nos estemos hundiendo; nos estamos ahogando.

—¿Todos?

Mi padre nunca hablaba en plural. Las cosas siempre iban solo de él.

Era su decisión. Era su elección.

Era su rancho.

—Yo… —Se le quebró la voz—. Estamos… Estoy… acabado.

Lo que estaba era destrozado.

Todos estábamos destrozados.

Debería haberme dolido más. Debería haberme pillado más por sorpresa. Pero en el fondo llevábamos años haciendo verdaderos esfuerzos por salir a flote.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jax.

—Que estamos arruinados. —Mi padre tenía los ojos llorosos—. Le debemos al banco más dinero del que podemos llegar a pagar.

—O sea, ¿que lo has vendido todo? —quiso saber Jax—. Ni siquiera nos lo habías dicho.

—Mira, si hubiera tenido opciones, habría tomado otra decisión.

—Tú solo —tercié—. Habrías tomado la decisión tú solo, como siempre.

Había vendido el rancho.

Era verdad; vaya si lo era.

Increíble.

No solo había despojado a la familia de la propiedad, sino que lo había decidido por su cuenta. Había hablado con ella por su cuenta. Acababa de echar sal en la profunda herida abierta de mi corazón.

—¿Cuánto tiempo hace? —pregunté—. ¿Cuánto tiempo has estado planeándolo en secreto?

Mi padre bajó la mirada al suelo.

—Un mes.

—¡¿Qué?! —estalló Jax, y levantó las dos manos en el aire—. ¿Hace un mes que vendiste el rancho?

—No. El contrato lo firmamos la semana pasada. Pero hemos estado… negociando.

Negociando. Con Indya Keller.

No, Keller no; Hamilton. Su nombre de casada era Indya Hamilton. Aunque no le había visto en el dedo aquel enorme diamante tan llamativo. ¿Por qué? ¿Dónde estaba Blaine?

¿También él había tramado el plan? La idea de que aquel hijo de puta se apropiara de la tierra que tenía bajo mis pies me hizo hervir la sangre. Era terreno de los Haven. Incluso antes de que mis abuelos fundaran el complejo turístico, el rancho llevaba varias generaciones en nuestra familia.

—Es nuestra herencia.

Bueno, lo era. Pero ahora le pertenecía a ella.

¿Cómo habíamos llegado hasta ese punto? ¿Cómo había llegado a pasar semejante locura? No conseguía recobrar el aliento. Era como si me hubieran arrancado el aire de los pulmones de un puñetazo y fuese incapaz de volver a llenarlos.

—¿De verdad le has vendido el rancho a Indya? —preguntó Jax.

—Sí —asintió mi padre.

—Pero… no nos has dicho nada.

La constatación de Jax incluía un amago de pregunta.

Hubo una época en que también a mí me pilló por sorpresa la tendencia autocrática de mi padre. Solía desconcertarme que no consultara con sus hijos las decisiones que tenían un impacto directo en sus vidas. Sin embargo, con los años había aprendido que no nos preguntaba nada porque no le interesaba lo que pudiéramos aportar.

Jax carecía de experiencia suficiente al respecto, sobre todo porque aún era joven.

Mi hermano había pasado los últimos cuatro años en una universidad de Bozeman y, en consecuencia, se había apartado del rancho y del complejo turístico.

Pero hacía un mes que había vuelto a casa, exhibiendo su título universitario con orgullo y dispuesto a ayudar en el negocio.

Mi padre no había tenido agallas para explicarle la verdad, y yo tampoco.

Yo sabía desde hacía años que teníamos problemas, y cada vez era más y más difícil satisfacer los pagos bancarios. Mi propuesta para resolverlo fue poner a la venta algunas tierras.

Pero no todas.

¿De verdad había vendido todas las tierras?

—No es lo ideal —dijo mi padre—, pero por lo menos conocemos a Indya. Se ha alojado aquí. Su familia ha pasado aquí mucho tiempo. Conoce el complejo turístico. Y los Keller son buena gente.

Solo que ella no era una Keller; ya no.

—Es mejor que vendérselo a un promotor inmobiliario y destruir el negocio —prosiguió mi padre.

—¿Cómo sabes que ella no lo hará? —pregunté.

—Me ha dado su palabra y creo que la cumplirá.

Quizá sí, o quizá no.

—¿Lo pone en el contrato?

Mi padre negó con la cabeza.

—Mierda. —Jax se frotó la cara con ambas manos—. Nos han jodido. Nos han jodido bien.

Tuve ganas de contradecir a mi hermano y asegurarle que nos las apañaríamos, que todo iría bien. Pero no pensaba prometerle nada que no pudiera cumplir.

—Confía en mí. —Mi padre intentó captar mi mirada—. Por favor.

—No puedo.

Él abrió la boca, pero volvió a cerrarla con un chasquido perceptible. Quizá tuviera más cosas que decir, pero yo no estaba dispuesto a escucharlo. Ya había oído bastante. Así que simplemente dio media vuelta y, muy tieso, se dirigió al establo. Si pensaba montar a caballo, con un poco de suerte no elegiría el mío.

—¿Qué hacemos? —preguntó Jax.

—No lo sé.

Él se volvió y se quedó mirando el todoterreno negro y reluciente con matrícula de Texas. Sin duda, era el coche de Indya.

—Ahora resulta que tenemos que confiar en él. ¿Y trabajar para ella? —Se burló Jax—. Y una mierda. Por mí, que le den.

—No…

—¿No qué?

«No hables de ella en ese tono».

—No te precipites. Espera a que nos enteremos de más cosas.

Jax no sabía lo de mi relación con Indya. Ni mi padre tampoco; por lo menos, no todo.

Nadie lo sabía, porque así era más fácil.

Era más fácil sobrellevarlo cuando venía a pasar un mes en Montana durante el verano y luego se marchaba para seguir con su vida de rica en Texas.

Ahora había vuelto. ¿Por cuánto tiempo?

No me gustó nada sentir que aún deseaba que fuese más de una semana.

Sin pronunciar palabra, me dirigí a mi camioneta y abrí la puerta de par en par para entrar. El motor se puso en marcha con un rugido cuando accioné la llave en el contacto. A continuación, estampé el pie en el acelerador y salí a toda pastilla del aparcamiento entre una nube de polvo.

Lo que necesitaba era una buena carrera a galope, pero mi padre se me había adelantado, de manera que tendría que contentarme con la camioneta.

El vehículo botaba y daba tumbos de un lado a otro de la carretera. Uno de los quehaceres de mi lista consistía en llamar a los servicios del condado para que vinieran a allanar el terreno plagado de ondulaciones y baches, pero siempre me acordaba mucho más tarde de las cinco, cuando las oficinas ya estaban cerradas.

Antes de llegar al arco de la carretera que señalaba el inicio del rancho, di un frenazo para disminuir la velocidad y entré derrapando en un sendero apenas transitado que serpenteaba a lo largo de un prado. Seguí los giros de las ruedas sobre la hierba y crucé una arboleda para seguir adelante, rumbo a las montañas de la lejanía.

Casi un kilómetro después habría perdido la cobertura, y, con suerte, se me pincharía una rueda. Llegados a ese punto, prefería quedarme aislado allí solo con mi camioneta que estar remotamente cerca del edificio principal.

¿Indya pensaba quedarse? ¿Qué creía que iba a ocurrir ahora que era la propietaria? ¿Nos habíamos quedado sin empleo? ¿Y sin hogar?

Aún me daba vueltas la cabeza y sentía una opresión invalidante en el pecho. El pulso me retumbaba en los oídos con tanta fuerza que no podía pensar.

Estampé el puño en el volante al mismo tiempo que levantaba el pie del acelerador para permitir que la camioneta frenara sola en la cuesta. En cuanto estuvo parada, salí al instante en busca de aire fresco.

Di cinco pasos entre los altos tallos de hierba del prado y me dejé caer de rodillas. A continuación, inhalé con un suspiro entrecortado y retuve el aire en los pulmones hasta que empezaron a arderme.

Esa era mi tierra. Era mi hogar.

¿Por qué Indya actuaba de esa forma? ¿Por venganza?

¿De verdad me odiaba tanto?

Ella sabía lo que el rancho significaba para mí, lo que significaba para mi familia. Formaba parte de mi ser en la misma medida que mi ADN.

Un águila pasó planeando sobre los árboles con un chillido.

Chillar; qué gran idea, joder.

Enterré la cara en las manos.

Y solté un rugido.

—¡Mierda!

Cerré los ojos y respiré hasta que el sonido se desvaneció.

Era culpa mía. Todo esto era culpa mía.

Por mucho que deseara cargarle los problemas financieros a mi padre, para ser sincero conmigo mismo, todo empezó con Courtney. Y el responsable fui yo, porque la había traído al rancho.

Coloqué la mano sobre la tierra, enterré los dedos, extraje un puñado y lo sostuve en la palma.

Era tierra de los Haven. Mi tierra.

Tenía que haber alguna forma de deshacer la venta. Tenía que haber una forma de arreglarlo.

Me tomé unos minutos para respirar, para que mi enfado y mi estupefacción se desvanecieran. A continuación, me puse de pie, me limpié los restos de tierra en los vaqueros y volví a la camioneta. Recorrí el camino de regreso al rancho con más lentitud para darme tiempo a pensar.

¿Cuánto dinero necesitaba para solucionarlo? ¿Qué precio de venta habría pactado mi padre con Indya?

A las afueras de Big Timber, había una casa de tamaño similar que dos años atrás se había vendido por diez millones de dólares.

Demasiados ceros.

«Estamos arruinados».

Yo no disponía de millones de dólares. ¿Podría pedir un préstamo?

Era en la temporada de verano cuando solíamos ganar dinero. Luego, en otoño, vendíamos los terneros de ese año. Estábamos recortando gastos. Yo ya había prescindido de personal en el complejo turístico y hacía todo lo que estaba en mis manos.

Pero no bastaba.

¿Para qué quería Indya esa propiedad? ¿Qué estaba haciendo aquí?

Solo había una forma de averiguarlo.

Cuando llegué al edificio principal, vi que todavía tenía el todoterreno en el aparcamiento. Estacioné al lado y me encaminé al interior.

En el vestíbulo no había nadie. ¿Dónde narices estaba Deb? ¿Por qué le costaba tanto permanecer detrás del mostrador? No me molesté en tocar el timbre, rebusqué entre los papeles hasta que di con el nombre de Indya.