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Hay momentos en la vida en que sientes una tristeza y un vacío inexplicables. Pasas de la risa al llanto, no puedes dormir, te falta el aire. Eres consciente de que algo dentro de ti no va bien pese a que aparentemente lo tienes todo. Sin embargo, sientes un vacío difícil de explicar. En su diario más íntimo, personal y desconocido, Tamara Gorro abre la mochila de su pasado para mostrarnos a la niña que con cinco años tuvo que vivir experiencias que no debería haber tenido o a la adolescente que sufrió un terrible episodio que creía olvidado. Armándose de valentía y con la ayuda de una psicóloga y de una psiquiatra iniciará una terapia que no siempre será fácil. Cuando el corazón llora es un relato lleno de sinceridad y de verdad donde la autora revisa algunos de los acontecimientos más duros de su vida con el fin de curar heridas para mejorar su presente y sentirse bien y en paz consigo misma. ¿Quieres decir que lo que me está sucediendo tiene que ver con el pasado? Porque yo he tenido una vida muy bonita, Luz.―Lo que quiero decirte es que muchas veces no estamos mal por el ahora, por el presente, que también suma, por supuesto; son pequeñas piedras. Estamos mal porque arrastramos el pasado y lo que sucedió entonces sale con los años. Nadie niega que hayas tenido una vida preciosa, pero pueden existir hechos del ayer que estén marcando el hoy. En terapia lo iremos viendo. ―¿Terapia? Estoy sudando, Luz. ―Vamos a cambiarle entonces el nombre, será esa mochila llena de piedras a las que vamos a poner nombre una a una conforme las vayamos sacando o vaciando.
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Seitenzahl: 282
Índice
Portada
Créditos
Introducción
Los hechos que me fueron dando pistas
El momento más esperado y angustioso
¿Nueva etapa?
Día 1. No me fío de nadie
Día 2. Escondido en mi memoria
Día 3. El cajón de los temas intocables
Día 4. Prefiero sufrir yo antes que él
Día 5. El dolor del pasado
Día 6. Soledad
Día 7. No puedo más
Día 8. Alejarme del mundo
Día 9. El diagnóstico
Día 10. Los antidepresivos
Día 11. Efectos secundarios
Día 12. Necesito contarlo
Día 13. Quiero sentirme libre
Día 14. Vuelta a casa
Día 15. Saldré de esta
Pide ayuda, date una oportunidad
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra: www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S. A. Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Cuando el corazón llora. Hacer las paces con el pasado para mejorar tu presente y disfrutar del futuro
© 2022, Tamara Gorro
© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte
Diseño de interiores: Teresa Sanchéz-Ocaña
Dibujos de interiores: Teresa Sánchez-Ocaña y Freepik Maquetación: MT Color & Diseño, S. L.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Dibujo de cubierta: Freepik
Foto de la autora: Daniel Pico Casado - @danphto
ISBN: 978-84-9139-735-9
Depósito legal: M-2832-2022
Impreso en España por: Impresos Izquierdo
Ellos han sido el principal motor para no tirar la toalla.
Shaila y Antonio, hijos míos, gracias por darme vida.
A mí misma, porque he tocado fondo, pero estoy
haciendo lo más difícil, luchar para salir de ahí.
Luz, te debo mucho, eres un pilar
fundamental en mi vida.
A todos mis familiares y amigos, que habéis
estado a mi lado atemorizados por mi estado
y no me habéis soltado. Por supuesto, a esas personas que, sin conocerlas, me
han cuidado, querido y no se han alejado durante todo
mi duro proceso; mi familia virtual.
Y a ti, que estás pasando por un momento
igual o parecido al mío. No pasa nada por caer, pero es
obligatorio levantarse.
Puedes, hazlo, cuídate y siente mi abrazo.
HarperCollins, gracias por dejarme ser yo
y sentirme libre.
Son las tres de la madrugada. Salgo muy despacio de la cama para que él no se dé cuenta.
Entro en la ducha, cojo la alcachofa, la pongo sobre mi cabeza y abro el grifo. Solo cuando el agua cae en los ojos rompo a llorar, mi boca no es capaz de cerrarse por el llanto. Luego, el nudo en el pecho sube a la garganta y empieza a desaparecer.
Ya puedo volver al dormitorio.
Siete menos cuarto de la mañana. Suena el despertador. Noto el cuerpo muy flojo, me siento incapaz de poner las piernas en el suelo y de levantarme con seguridad. Tres noches seguidas metiéndome en la ducha de madrugada y otras dos con pesadillas, además de atender a los niños, me están pasando factura.
Me tomo un café mientras leo la prensa y miro mis redes sociales.
Es hora de cambiar de cara. Ezequiel se acerca.
Entro en el cuarto de mis hijos, aquí no tengo que disimular. Mi estado de ánimo cambia rápidamente en el momento en que Antonio me besa o Shaila me abraza.
Les dejo en el colegio y me voy al gimnasio, donde creo que hago algo bueno para mí. Allí me evado, suelto endorfinas y me cargo de energía.
Pero hoy no estoy bien y en el trayecto de quince minutos hasta el gimnasio siento agobio. No quiero ir, pero lo necesito y peleo conmigo misma. Y cuanto más lucho entre lo que quiero y lo que debo, más me agobio. Al final, acabo fumándome tres cigarros seguidos.
Empieza a dolerme la tripa, se me revuelve el estómago y noto que me angustio aún más. Pero gana mi sentido de la responsabilidad y de la disciplina. Y cuando comienzo a correr en la cinta, a levantar pesas y a sudar, me siento bien, y de nuevo rozo la felicidad.
De camino al trabajo escucho las noticias en la radio, me observo en el espejo retrovisor y confirmo que mi rostro vuelve a estar serio. Me repugna mi cara.
Fumo sin parar y comienzo a temblar. Paro el coche, empiezo a chillar, golpeo el volante, me arden los ojos, pero no consigo llorar.
El nudo en la garganta desaparece. Siento alivio.
Continúo.
Minutos antes de entrar en el garaje pongo canciones que me provoquen de nuevo esa felicidad que hora y media antes había sentido. Hago todo lo posible por alcanzar ese estado. Canto en alto, pienso en cosas que me motivan, imagino situaciones que me encantaría vivir. Lo consigo, siento alegría.
Abro la puerta de la oficina y un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Me miro en el espejo de la entrada y me fascina mi cara.
Saludo a mis compañeros y arrancamos a trabajar. Les animo para que bailemos juntos y grabemos algún vídeo.
Termino la jornada y voy corriendo a recoger a mis hijos al colegio. En el trayecto llamo a mi marido, a mi yaya y a mi mamá. Comparto con todos ellos el día tan maravilloso que he tenido, aunque les oculto lo sucedido durante la noche y lo que me ha pasado en el coche antes de llegar al trabajo. Si alguien me pregunta detalles porque nota algo raro, le comento mi cansancio por una mala noche por los niños.
La tarde la pasamos los cuatro juntos, jugando. Resulta divertida y amena. Le siguen los baños, la cena y la hora de ir a la cama entre juegos, bailes y la lectura de un cuento.
Una vez que mis niños están dormidos, Eze y yo nos tumbamos en el sofá, yo me giro hacia el lado derecho, arropada siempre con una suave y ligera manta.
Me hago pequeña mientras arqueo el cuerpo hacia dentro, como una bola, y escondo la cabeza entre las rodillas. El nudo en la garganta vuelve a aparecer, tengo ganas de llorar.
Ezequiel se acerca por detrás, y con tono suave me pregunta lo de casi todas las noches:
—¿Estás bien?
—Sí, mi amor, solo estoy KO —le respondo con una ligera sonrisa y dándole un beso.
—De acuerdo, cariño —dice.
Luego, como cada noche también, me quedo dormida en el sofá. De esa manera evito estar en la cama dando vueltas, porque me cuesta mucho dormirme. Y como siempre, mi marido se encarga de despertarme suavemente, y medio adormilada me voy a la habitación.
Me tumbo en la cama y de nuevo empieza mi terrible rutina nocturna.
Así es a diario durante las veinticuatro horas: pesadillas, sueños tristes, sudores, duchas a altas horas de la madrugada, carreras al cuarto de los niños. Y despertarme con sueño, cansada, enfadada, con rabia, con sensación de ahogo, con presión en la cabeza, con falta de aire,
desamparada, incomprendida, insegura,
con angustia, desganada, triste, con ira, con miedo, feliz, motivada, alegre, positiva, creativa, orgullosa, serena, eufórica,
ilusionada, satisfecha, alegre, divertida, realizada, decidida,
esperanzada,
amada, querida, entregada.
Empecé a ser consciente de cómo me cambiaba el humor en décimas de segundos. Si el cuerpo me pedía descansar, sabía que podía faltar al trabajo, aunque solo fuera un día. Sin embargo, no me lo permitía, me obligaba a ir, me castigaba. Cuando trabajaba, me notaba llena de energía.
Hablar con mi familia virtual —así llamo a las personas que forman mis redes sociales— también me hacía sentir bien, cómoda. Y hacer contenido para ella me provocaba felicidad. Si me las cruzaba por la calle, podía quedarme varios minutos hablando con ellas porque me encantaba. Le daba vueltas a cómo era capaz de relajarme tanto con esas personas, a quienes de alguna manera no conozco tanto, y sin embargo era incapaz de contarles mis problemas a los míos. Me los guardaba para mí e incluso me alejaba física o mentalmente unos días sin dar señales de vida. También notaba que en reuniones de amigos, de repente, me apartaba y bailaba sola, o cuando estaba sentada a su lado me evadía, no tenía ganas de hablar.
No me fiaba de nadie y pensaba que todos se acercaban a mí por mi dinero o mi fama, excluyendo, claro, a mis amigos de siempre.
No quería hacer nuevas amistades, me volví antisocial, cuando siempre había sido todo lo contrario.
En algún momento fui consciente de que lo que me decían los míos era verdad. Que mi vida se había convertido en un bucle de niños, marido, trabajo y casa. Y que solo de «manera obligada» y esporádica salía a cenar con mi pareja y con amigos o me iba de viaje. No era capaz de delegar en nadie, ni aun teniendo mucha ayuda para poder descansar o desconectar unas horas.
Solo estaba bien con mis hijos y parte de mi familia. Me sentía sola, vacía. Y mi necesidad de querer ayudar a todos cada vez iba a más. Solo me notaba correspondida por personas que no conocía y por algunos familiares y pocos amigos.
Plenitud y bienestar eran mis sensaciones cuando pensaba en lo buena persona que era. Sin embargo, no entendía por qué teniendo esos pensamientos luego era incapaz de ser más positiva y de levantarme el ánimo.
Comencé a asustarme mucho por los episodios que os he contado, esas noches en la ducha, esos llantos desconsolados, las pesadillas, mi sensación frecuente de asfixia, de ahogo…
Durante meses le di vueltas y vueltas a eso que me estaba pasando, pero lo hice a solas, sin hablarlo con nadie. Hasta que un día, y después de que insistiera mucho para saber qué me pasaba, se lo conté todo a mi madre.
—Mamá, no me reconozco, no soy yo. Estoy sufriendo.
Después de abrirme con ella, quise hacer lo mismo con mi marido. Fue en ese instante cuando me di cuenta de lo importante que era y del gran paso que había dado al reconocer que algo me sucedía. Que estaba mal. Perdí la vergüenza al verbalizar que tenía un problema. No sabía cuál era, pero lo tenía.
—Necesito ayuda, papá, no estoy bien. ¿Recuerdas que hace unos dos años te dije que me notaba rara? Sentía que iba a caer mala, pero no me imaginaba en qué sentido. Comenzaba a notarme extraña.
Esto se lo dije a Eze mientras lo abrazaba con fuerza. Y continué contándole entre lágrimas todo lo que llevaba viviendo y sintiendo durante meses.
—No sabía que estabas tan mal, cariño. Creía que eran bajones normales, pero no hasta este punto. Incluso pensaba que tu semblante tan serio o llorar tanto era producido por el trabajo —me susurró al oído mientras me apretaba contra él.
No sé qué sucedió en mi cabeza, pero de repente tuve la valentía de contar abiertamente que no estaba bien. Así lo hice con mi familia, con mis amigos y con mis compañeros de trabajo. Incluso empecé a abrirme en mis redes sociales; si tenía un día malo, lo comentaba y me sinceraba sobre el motivo de no publicar nada.
No entré al detalle de contar todo lo que me ocurría porque seguía y sigo sintiendo temor a no ser comprendida porque ni siquiera yo misma había sido capaz de comprenderme.
Desde ese día empecé a darle vueltas a diario a un pensamiento recurrente:
El único problema o el gran inconveniente es que no me fiaba de nadie. Todavía hoy me veo incapaz de sentarme con alguien que no conozco de nada y de contarle mi vida y todo lo que me sucede. No me siento cómoda y pienso que el día de mañana me podría vender por dinero. Pero la vida o el universo me iban a lanzar algunas señales para que cambiara de opinión.
Siempre he creído en el destino, porque una y otra vez he comprobado que existe, y ese día lo volví a corroborar.
Sucedió después de una fiesta en mi casa, con mi grupo de amigos de toda la vida, los caniqueros. Tomábamos café en el porche, no recuerdo qué tema de conversación estábamos tratando, pero sí recuerdo a la perfección el diálogo con Culi, mi amiga, delante de todos.
—Sé que no estoy bien y que necesito ayuda. Pero nunca me pondré en tratamiento porque no me fío ni de mi sombra —les dije.
—¿Y si yo te digo que tengo la persona ideal para ti? Y que pongo la mano en el fuego por ella —me respondió Culi.
—No me fío. Esa persona puede ser muy amiga tuya, pero tratarme a mí es diferente. Va a saber toda mi vida y nunca te puedes fiar de nadie —le rebatí.
—De un profesional sí, y ella es una gran profesional —me contestó.
—Yo ya estuve en una psicóloga cuando pasé el proceso de Shaila y tuve que dejarlo por esa desconfianza —le dije.
—Con ella no te vas a ir, te lo aseguro, ¿tú confías en mí?
—En ti sí, en ella no.
—Habla con ella un día y si ves que no te sientes cómoda, entonces lo dejas. No estás bien y necesitas ayuda, hazme caso.
—Bueno, lo hago por dejarte tranquila, pero ya te digo que no creo que me convenza —sentencié.
El día siguiente era domingo, y, mientras estaba en mi oficina en casa, recibí una llamada de ella. De Luz.
De los primeros veinte minutos de conversación solo recuerdo diez. Los otros solo pensaba que me quería ganar como paciente y con más motivos por ser quien era. Nadie importante, pero sí una persona fácil a la que vender y con la que ganar dinero. De repente, presté atención por algo que dijo.
—Yo no tengo televisión en mi casa, evidentemente sé quién eres, pero no sigo tu trayectoria. Sí me sorprende algo. Mi madre es seguidora de los programas del corazón, y un día, estando en su casa, vi una entrevista tuya en la tele en la que relatabas la muerte de una persona muy importante para ti, Antonio. Nombraste a Leire. Ahí contabas que esa mujer os había ayudado con el traslado del cadáver a España. Subí el volumen y me dio un escalofrío porque yo también conozco a Leire, es mi amiga y también me ayudó mucho a mí en esa época.
—¿Cómo? —le respondí casi sin aliento.
En ese momento colgué el teléfono. Llamé a mi compañero y amigo Iker, que había salido de la oficina donde estábamos los dos para dejarme hablar a solas.
—Iker, no te lo vas a creer. Esta mujer es amiga de la cónsul que ayudó a que mi Antonio pudiera regresar a España. No doy crédito, esto es una señal, me la ha enviado él.
Iker, con una mano en la boca, solo repetía «ay, ama», muy sorprendido. Marqué el número de Luz y le dije que la llamada se había cortado. Seguidamente le expresé lo que sentía.
—Luz, no me fio de ti, no te conozco de nada, pero solo por esta señal quiero hablar contigo un día.
—Tamara, los psicólogos no miramos quiénes son pacientes, sino qué necesitan. Tú solo vas a contar aquello que quieras y cuando quieras. Tú vas a marcar los ritmos —me respondió.
Nos despedimos.
Esa noche no dormí, no tuve pesadillas, tampoco duchas, aunque sí demasiados pensamientos. Estaba insegura, con miedo y bloqueada. Pero notaba algo dentro que me hacía sentir extraña, tenía ganas de que llegase la hora de verla, y sobre todo deseaba acabar con el problema que ya tenía asumido y que no sabía de dónde venía. Había visto un rayo de esperanza.
No quise que nos viéramos en persona, decidí que la conversación fuera online, me sentía más preparada y segura.
Me llamó.
Notaba que me temblaban las piernas, y todo por mi lucha entre querer y no querer, por esa barrera que me pongo, una careta de ser fuerte e indestructible. Aunque por dentro no me sienta así.
—Ay, Tamara, me estoy riendo sola —me dijo.
—¿Por qué? —le respondí con sonrisa falsa, como si estuviera cómoda, aunque no lo estaba.
—Mira cómo te tengo apuntada en el móvil para que nadie pueda saber quién eres. Has hecho que me obsesione con tu inquietud sobre tu privacidad —me contó riéndose y sorprendida.
Cuando me lo mostró a través de la pantalla, leí el nombre que me había puesto como contacto: Valeria.
Mi cuerpo se paralizó, empecé a sentir las piernas pesadas y la tensión baja. Esta vez no la colgué:
—Luz, eres tú —le dije con semblante serio.
—¿No te entiendo? —me respondió seria también.
—Ayer confié en las señales, pero hoy lo confirmo.
—¿Por qué?, ¿qué pasa? —me preguntó sorprendida.
—Existen millones de nombres de chicas y has tenido que poner el de Valeria. Valeria es la nieta de Antonio. Me has puesto su nombre. Y no me lo has puesto tú, ha sido él, esto es una señal para que sepa que tú eres la persona que tiene que estar a mi lado y ayudarme —le aseguré visiblemente emocionada, pero sin llegar a llorar.
—Me dejas de piedra, Tamara. No puedo articular palabra.
—Hoy no quiero continuar, necesito asimilar todo esto. Sigo sin fiarme al cien por cien, pero tengo ganas de hablar contigo. ¿Tienes hueco para hacerlo mañana?
—Sí, por supuesto. ¿A las tres te viene bien?
—Hecho, hasta mañana.
Y así comenzó todo.
Suena el despertador. Al apagarlo, me caigo al suelo, el móvil no está a la derecha donde lo dejo siempre, claro que tampoco estoy yo en el mismo lugar.
Desorientada, fijo la mirada en el techo, ordeno mis pensamientos, me ubico. Estoy en el salón.
De un salto busco corriendo la cámara de mis hijos. Cuando la encuentro, me siento en el sofá, apoyo los codos en las rodillas y dejo caer la cabeza sobre las manos.
Presiono las sienes con fuerza para intentar aliviar el fuerte dolor de cabeza que tengo. Y por dentro intento saber el motivo que me ha llevado a estar ahí: en el salón en vez de en mi cama. Pero no lo sé, no lo recuerdo.
Me pongo una taza de café y solo dedico diez minutos a leer la prensa y dar los buenos días a mi familia virtual. El resto del tiempo lo paso en Google buscando todo lo relacionado con los episodios que llevo sufriendo desde hace meses.
¿Por qué tengo tantas pesadillas?
¿Por qué me despierto
por la noche sudando en invierno?¿Por qué paso del llanto a la felicidad
en décimas de segundos? ¿Por qué de repente estoy bien
y al momento empieza
a faltarme el aire? ¿Por qué me dan temblores
por todo el cuerpo?
Cada vez que pulso en una pregunta se repiten las mismas palabras en todas las opciones que me da el buscador: «Psicología, psicólogo, psiquiatra».
A las ocho menos veinticinco aparece Ezequiel, pero ya no cambio la cara. Me muestro como estoy: nerviosa.
—Hola, papá, he amanecido en el sofá, no sé por qué, no me acuerdo. Estoy nerviosa, hoy he quedado para hablar con Luz. Estoy mirando en internet, buscando sobre los síntomas que tengo, y toda la información que me sale sobre lo que me sucede coincide en que debería ver a un psicólogo. Pero como no sé qué me pasa, no voy a saber explicárselo.
—Bueno, cariño, tú sabes que no estás bien, y has dado un gran paso pidiendo ayuda. Sé que no te fías, pero prueba a verla y si no te sientes cómoda, lo dejas.
No quiero esperar a despertar a los niños para sentirme bien. Desde ya tengo que motivarme: voy a organizar un planazo para este finde.
Durante el camino al cole me siento llena de energía. Y así sigo durante todo el día.
Puede ser la solución a mi problema, o no, no lo sé. Pero hasta el momento, la actitud es positiva.
He comido y no he vomitado. Estoy alucinando porque, de cada cinco comidas, cuatro las devuelvo. Ya sé que la raíz está en mi problema estomacal, en mi gastritis alérgica, pero justo ahora los nervios se me agarran continuamente al estómago y me provocan más náuseas.
Tengo que reconocer que después de haber hablado con la psicóloga me he quedado mucho más tranquila. Que las sesiones sean online, para poder estar más cómoda y elegir el lugar donde quiero realizarlas, me hace sentir bien.
Le he dado vueltas, me he visualizado y es cierto que ha sido muy buena idea hacer las sesiones así. Me apetece estar en un ambiente elegido por mí, con mi café, mi música y mi tabaco. Más adelante, si decido continuar, veré si me atrevo a hacerlas en modo presencial.
A las tres menos cinco estoy preparada, con mi café en mano, las puertas de la oficina cerradas, la música sonando y un potente dolor taladrando mi cabeza.
Abro la aplicación del Skype y espero ansiosa esa llamada, aunque por otro lado casi desearía que algo fallara, que no pudiera llamarme, para librarme de la incertidumbre que me envuelve de arriba abajo.
¿Cómo será esto a lo que me enfrento?
Mierda, está en línea, no me salvo. Me llama.
Ahora que lo pienso, hablar de tus problemas a alguien que no conoces desde el ordenador me resulta frío. Hace tiempo tuve terapia con un psicólogo, pero fue en su consulta, formada por una mesa con dos sillas y yo contándole mis problemas. Es un entorno mucho más aséptico, pero al menos estábamos más cerca. Sin embargo, Luz me comenta que voy a sentirme más cómoda en mi ambiente porque estoy en el lugar que he elegido para sentirme así. Vale, vale, fuera pensamientos negativos. No voy a poner más pegas de las que ya le he puesto.
Las manos no dejan de moverse, las froto y presiono todo el tiempo. Estoy sudando, pero no sé si ella lo ve. Me estoy empezando a marear, necesito abrir la ventana sin que se dé cuenta de lo que me está pasando.
Me muero de vergüenza.
—Tamara, ayer hablamos un poquito por teléfono, hoy ya nos ponemos cara. En esta sesión no vamos a trabajar, solo a conocernos mejor, también te voy a contar cómo trabajo yo. Esta primera sesión es gratuita, después las cobro a cuarenta y cinco euros cada una. Mi única intención con mis pacientes es que terminéis el camino que empezáis junto a mí para que podáis caminar solos. Vamos a partir de la base de que tú aquí no eres Tamara Gorro, esa chica popular; aquí y ahora eres una paciente más, como tantos otros que tengo. ¿Cómo te sientes ahora mismo? Te noto fría, distante, pero lo entiendo, no creas.
—Exacto, estoy distante, Luz, me siento extraña. En realidad, no sé qué hago aquí. Perdóname, de verdad, pero siento muchas cosas, tengo muchas dudas y pensamientos enfrentados. Siento que en el momento que me preguntes qué me pasa no te lo voy a poder decir porque no lo sé ni yo. Creo que esta es una etapa mala como la podemos tener cualquiera, solo que ahora estoy sufriendo unos episodios raros y cada vez me siento peor. Por eso he pedido ayuda. Pienso que me va a ocurrir lo mismo de la otra vez, cuando pasé por el proceso de ser madre. Acudí a un profesional y no pude continuar, pero por mi culpa, porque no me fiaba de nadie, incluso mentí y, evidentemente, dejé de ir. Si esto va de contarte mi vida, ni de coña voy a abrirme. Porque tengo pánico a que me defraudes, a que me vendas o a que me utilices para tu beneficio. Siento y sé que tengo que ponerme en manos de un profesional, que las señales que ayer me dio la vida no son casualidades y que tú eres la persona que me tiene que ayudar, pero tengo miedo. No sé, Luz, son muchas cosas las que siento y pienso. Estoy agobiada. Y, además, ahora mismo tengo un dolor de cabeza tremendo.
—Tamara, relájate. En primer lugar, sería muy fácil por mi parte, y poco creíble para ti por el estado en el que estás, decirte que puedes confiar en mí. Evidentemente, nosotros somos profesionales y no solo yo, sino que todos trabajamos con el paciente, no con el personaje. La confidencialidad es la base de nuestro trabajo. Pero como te dije ayer, y esto te sonará a chino y vas a creer que es una milonga que te estoy contando, los tiempos, el ritmo y lo que quieras contar los vas a marcar tú. Lo único que quiero pedirte es una cosa: cuenta lo que quieras, pero nunca me mientas. Y, por último, y contestándote a otras dudas: no confíes en mí, pero confía en ti y ayúdate. Sabes que lo necesitas, conmigo o con otro profesional, pero es algo que debes hacer. Ya has dado el gran paso para pedir ayuda y ese es el más importante y difícil. Y ahora, ¿me dejas hacerte una pregunta?
—Sí, claro, tengo que reconocer que tu voz me transmite paz, que me aporta tranquilidad…
—¿Cuáles son tus preocupaciones ahora mismo?
—Ninguna, los míos tienen salud, tengo trabajo, familia, amigos, una buena economía. Tengo todo lo que podría desear y soy consciente de que soy una afortunada, por eso no sé por qué estoy así. Sin embargo, aunque creo que no tengo problemas y poseo todo lo que se puede desear, me siento perdida y vacía. Y esta situación me está desesperando.
—Bien, mira, Tamara, imagina que eres una niña de cinco años y que te cuelgan una mochila vacía en la espalda. Cada mes te van introduciendo una piedra pequeña en ella, una, dos, tres, cuatro, otra otra y otra, y así sucesivamente todos los meses durante años. Por lógica, sucederán dos cosas: la primera, que a medida que pase el tiempo, la mochila se irá llenando, tanto que un día no entrarán más piedras. Y la segunda, que según se vayan introduciendo esas piedras, la mochila pesará cada vez más hasta un punto en el que te vas a caer y no vas a poder levantarte, a no ser que te ayuden a hacerlo, a no ser que alguien te ayude a vaciar esa mochila. Por tu cara creo que me estás entendiendo…
—Estoy perpleja, llevo contigo treinta minutos y en ese tiempo me has hecho ver lo que llevo buscando mucho tiempo. ¿Quieres decir que lo que me está sucediendo tiene que ver con el pasado? Porque yo he tenido una vida muy bonita, Luz.
—Lo que quiero decirte es que muchas veces no estamos mal por el ahora, por el presente, que también suma, por supuesto; son pequeñas piedras. Estamos mal porque arrastramos el pasado y lo que sucedió entonces sale con los años. Nadie niega que hayas tenido una vida preciosa, pero pueden existir hechos del ayer que estén marcando el hoy. En terapia lo iremos viendo.
—¿Terapia? Estoy sudando, Luz.
—Vamos a cambiarle entonces el nombre, será esa mochila llena de piedras a las que vamos a poner nombre una a una conforme las vayamos sacando.
—Me gusta más esa definición, me asusta menos. ¿Podemos empezar mañana, Luz? Créeme si te digo algo, soy una mujer que siempre dice lo que piensa en todo momento. Ahora, al igual que te he transmitido mi desconfianza hacia ti, cosa que sigo teniendo, también te digo que me siento cómoda, estoy a gusto. De repente, creo que puedo darle una solución a lo que me sucede.
—Claro que sí, estoy segura de lo que harás genial. Mañana de nuevo nos vemos a las tres. Un besito y ten confianza en ti.
¡Qué fuerte, qué fuerte! No me lo creo, Dios mío.
Esta mierda se va a acabar ya, lo sé. Voy a terminar con lo que me sucede, o al menos sabré qué es y porqué.
¿Y esta música triste que estoy escuchando? Voy a poner un poquito de ritmo, me apetece bailar y compartirlo en mis redes. Esta mañana le dije a mi familia virtual que estaba mal. Pues toca mostrarle cómo estoy ahora. Motivada.
Mañana será un gran día.
NO ME
FÍO
DE NADIE
Querido diario:
Me siento extraña escribiendo y volviendo de nuevo a ti como cuando era niña. Bueno, y no tan niña, porque he tenido unos cuantos como tú a lo largo de mi vida, pero necesito hacerte cómplice de nuevo.
Mi primer diario me lo regaló mi madre. Recuerdo que tenía una portada llena de colores y un candado con dos llaves que guardaba como un tesoro. En él escribía lo que me ocurría: mis días en el colegio, lo que hacía con mis amigas y todas las ideas, pensamientos o sueños que me venían a la cabeza.
En mi adolescencia tuve otro que recuerdo con especial cariño porque lo hice yo misma. Se trataba de un pequeño archivador de color azul oscuro que forré con un papel de regalo morado con dibujos de Pluto porque, aunque yo ya me creía una mujer, me seguían encantando los dibujos animados.
En él pegaba lo que para mí era importante: una entrada de cine de aquel día que fui con el chico que me gustaba o el anillo que me regaló un novio y que me hizo muchísima ilusión, porque era uno que tenía fichado en el barrio de mis yayos en una tienda de Todo a Cien pesetas. También me servía para escribir sobre mi día a día en el instituto, sobre las noches de discoteca o las movidas con mis amigas.
Pues sí, querido diario, como te decía, me noto muy extraña e incluso algo vulnerable escribiendo de nuevo sobre lo que siento, aunque también intuyo que me vas a ayudar mucho. Eres el único que sabrá a ciencia cierta lo que llevo dentro en esta compleja etapa en la que ahora me sumerjo.
Te confieso que no estaba preparada para nada porque tengo miedo a que ella me falle. Pero cuando Luz —así se llama— y yo hablamos la primera vez, me llegaron unas señales —muy personales, pero potentes— que me hicieron dar el paso hacia delante.
Antes de llegar a esa llamada he tenido mi propio proceso, no te voy a engañar. No ha sido nada fácil. He llegado incluso a mirar el significado de «terapia» en el diccionario de la RAE: «Tratamiento empleado en diversas enfermedades somáticas y psíquicas, que tiene como finalidad rehabilitar al paciente haciéndole realizar las acciones y movimientos de la vida diaria».
La verdad es que el término en sí me asusta por la barrera que he construido basada en mi desconfianza. Me sumerjo de lleno en el tema, busco en los foros, necesito tener toda la información posible, mi cabeza no para y, aunque veo que a muchas personas les funciona,
Y ya no solo por mis miedos e inseguridades, también porque no sé qué me voy a encontrar.
Ayer, Luz me dijo algo que me ha descolocado bastante, no paro de darle vueltas a la cabeza; me ha insinuado que quizás lo que siento no es por las cosas que me suceden en el presente, que también suman, claro, sino por las cosas que viví en el pasado.
El mensaje me provoca desasosiego. Pienso, pienso y pienso qué es lo que me ha llevado a este punto.
Por la noche no he parado de despertarme, inquieta, y sin parar de darle vueltas a esta idea. ¿Qué sucesos trágicos habrán sido esos que me han podido marcar tanto?
Yo creo que mi vida ha sido preciosa, sin ningún trauma o problema serio que pudiera interferir en mi presente.
La parte positiva de estos desvelos nocturnos es que no han sido por pesadillas ni nada parecido. Solo por inquietud ante la incertidumbre de la terapia y los pensamientos recurrentes sobre mi pasado. ¡Qué guay!, ¿no?
Bueno, ya seguiré contándote, tengo que dejarte ahora. He de ponerme en marcha, llevar a los niños al colegio y trabajar, y luego acudir a mi primera sesión.
Cuando la termine, y antes de irme al cole de nuevo a por los peques, te cuento cómo me ha ido todo.
Ya estoy aquí, ufff…
Tengo muchas ganas de llorar, aunque no sé por qué. Bueno, sí, creo que es porque he tocado un tema que me ha emocionado bastante, o me ha dolido, no te sabría decir qué ha sido concretamente.
Presiento que como esto sea así siempre, no lo voy a pasar muy bien, pero Luz me ha tranquilizado diciéndome que habrá días mejores y otros peores. Que el camino no va a ser fácil, pero para mí será el mejor.
¿Me dejas que te cuente todos los detalles? Estuve trabajando toda la mañana, muy feliz, alegre, con reuniones interesantes, haciendo contenido para mis redes sociales.