2,99 €
Cuentos de la Alhambra es un libro escrito por Washington Irving en el año de 1829, publicado en 1832 bajo el título "Conjunto de cuentos y bosquejos sobre Moros y Españoles".
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Veröffentlichungsjahr: 2017
Cuentos de la Alhambra
Washington Irving
El Palacio de la Alhambra
En mayo de 1829, acompañado por un amigo, miembro de la Embajada rusa en Madrid, capital de España, inicio el viaje que había de llevarme a conocer las hermosas regiones de Andalucía. Las amenas incidencias que matizaron el camino se pierden ante el espectáculo que ofrece la región más montañosa de España, y que comprende el antiguo reino de Granada, último baluarte de los creyentes de Mahoma.
En un elevado cerro, cerca de la ciudad, se ha construido la antigua fortaleza rodeada de gruesas murallas y con capacidad para albergar una guarnición de cuarenta mil guerreros.
Dentro de ese recinto se levantaba la residencia de los reyes: el magnífico palacio de la Alhambra. Su nombre deriva del término Aljamra, la roja, porque, la primitiva fortaleza llamábase Cala-al-hamra, es decir, castillo o fortaleza roja.
Sobre sus orígenes no están de acuerdo los investigadores. Para unos la fortaleza fue construida por los romanos; para otros, por los pueblos ibéricos de la comarca y luego ocupada por los árabes al conquistar el territorio de la península.
Expulsados los moros de España, los reyes cristianos residían en ella por breves temporadas. Después de la visita de Felipe V, el palacio cayó en el más completo abandono.
La fortaleza quedó a cargo de un gobernador con numerosa fuerza militar y atribuciones especiales e independiente de la autoridad del capitán general de Granada.
Para llegar a la Alhambra es necesario atravesar la ciudad y subir por un accidentado camino llamado la "Cuesta de Gomeres", famosa por ser citada en cuantos romances y coplas corren por España.
Al llegar a la entrada de la fortaleza, llama la atención una grandiosa puerta de estilo griego, mandada construir por el emperador Carlos V.
Ante ella, en banco de piedra, dormitaban dos viejos y mal uniformados soldados, mientras que el centinela (por su edad debía ser una verdadera reliquia militar) conversaba con un zaparrastroso individuo que al punto se me ofreció como guía y buen conocedor de la Alhambra.
Con cierto recelo acepté sus servicios, los que más tarde resultaron de mucha utilidad. Seguimos por un camino cubierto por frondosos árboles, pudiendo ver a nuestra izquierda las cúpulas del palacio, y a la derecha, las célebres Torres Bermejas, cuyo color rojo herían los rayos del sol.
Subiendo la sombreada cuesta, llegamos a una fortificación construida para defender la entrada de los fuertes y que recibe el nombre de barbacana. Ella guarnecía la "Puerta de la justicia" porque en aquel lugar solían reunirse los jueces para atender pequeños asuntos. Atravesando esta torre se observa la "Plaza de los Aljibes", donde los moros han perforado profundos pozos que surten a la fortaleza de agua fresca y cristalina.
Frente a la plaza se encuentra, a medio construir, el palacio que, según Carlos V, debía eclipsar en belleza todas las artes árabes.
Pasando por él, entramos con cierta emoción al palacio de la Alhambra. Nos creímos elevados a lejanos tiempos y rodeados de personajes de leyenda.
Con suma curiosidad examinamos el gran patio cubierto por lajas de mármol, denominado el "Patio de la Alberca", en cuyo centro luce un estanque de cuarenta metros de largo por diez de ancho, lleno de pececillos de colores y rodeado de hermosas flores.
En uno de los extremos del patio se encuentra la Torre de Comares, mientras que por su frente, después de atravesar un artístico arco, se entra en el célebre "Patio de los Leones". En su centro, la famosa fuente, apoyada en doce leones, arroja tenues hilos de agua, que magnifican las hermosas filigranas sostenidas por delicadas columnas de mármol blanco.
Sobre el patio da la maravillosa "Sala de las Dos Hermanas", cuyas paredes cubre un zócalo de vistosos azulejos, en los que están pintados los escudos de los reyes y que contribuye a destacar los artísticos relieves y vívidos colores que adornan las paredes.
Frente a esta cámara se encuentra la "Sala de los Abencerrajes", donde, según la leyenda, encontraron la muerte los miembros de esa familia, rival de los Zegríes.
La Torre de Comares y un original deporte volvimos sobre nuestros pasos para visitar la célebre torre que lleva el nombre de su constructor, donde se encuentra la renombrada "Sala de los Embajadores", artísticamente decorada, y el "Tocador de la Reina"', especie de minarete donde las bellas princesas se distraían en la contemplación del paisaje que rodea la fortaleza.
Un fresco amanecer resolvimos ascender a la elevada torre para admirar desde ella la hermosa vista de Granada y sus fértiles caronpiñas.
Debimos subir por una larga, oscura y peligrosa escalera en caracol que nos impuso varios descansos hasta conseguir llegar a lo alto. Desde allí íbamos contemplando los lugares más renombrados de la Alhambra. A nuestros pies se abría paso entre las montañas el "Valle del río Darro", cuyas arenas arrastran partículas de oro. Al frente se elevaba, en lo alto de una colina, "El Geeneralife", soberbio palacio donde los reyes moros, pasaban los meses de verano. Luego fijamos nuestra vista en el concurrido paso que lleva el nombre de "Alameda de la Carrera de Darro" y en "La Fuente del Avellano". Luego, en un desfiladero conocido peor el "Paso de Lope" y el "Puente de los Pinos", famoso, no tanto por los sangrientos combates que libraron cristianos y moros, sino porque allí Cristóbal Colón, descubridor de América, fue alcanzado por un enviado de la reina Isabel, cuando, convencido de que nada podía hacer España, se dirigía a Francia para someter a consideración del rey de ese país su magnífico proyecto.
Después de admirar el paisaje, cuando el sol hacía imposible nuestra permanencia en aquel lugar, nos disponíamos a descender; observamos, con gran sorpresa, que en una de las torres de la Alhambra dos o tres muchachos agitaban largas cañas, como si quisieran pescar en el aire.
Nuestro asombro creció al ver —que en otros lugares ocurría lo mismo. No había muralla o torre a la que no se hubiesen encaramado los singulares pescadores.
Preocupados y haciendo toda clase de suposiciones, llegamos al "Patio de los Leones", desde donde buscamos a nuestro sapiente guía.
No tardamos en dar con él, y con ello desapareció el misterio que tanto nos daba que pensar.
Las abandonadas ruinas de la Alhambra se habían convertido en un prodigioso criadero de golondrinas y alondras, que revoloteaban en cantidad sobre las torres.
¿Qué mejor pasatiempo que el de cazarlas por medio de anzuelos encebados con apetitosas carnadas?
¡Pescar en el cielo!
He aquí el grato y productivo deporte inventado por los habitantes de la Alhambra.
Leyenda del albañil y el tesoro escondido
Hace muchos años, vivió en Granada un maese albañil, tan buen creyente, que nunca dejaba de cumplir con los preceptos y festividades señalados por la religión cristiana.
Pero su fe sufría una ruda prueba. Sus esfuerzos para conseguir trabajo sólo eran recompensados por un aumento de la pobreza y el hambre que pasaba, habitualmente, su numerosa familia.
Una noche, en uno de los pocos momentos que disfrutaba de felices sueños, fuertes golpes dados en la puerta de la mísera casucha lo arrancaron del camastro.
Encendió un candil y corrió la tranca que aseguraba la entrada. Como por encanto, su mal humor se transformó en asombro y luego en terror. Frente a él tenía a un monje que le pareció altísimo, cuyo rostro delgado y de una extrema palidez no alcanzaba a cubrir la oscura capucha.
—Vengo en tu busca —dijo el monje con voz cavernosa—, sabiendo que eres buen cristiano y que no te negarás a efectuar una tarea que no admite demora.
—Estoy a tus órdenes, buen padre —contestó el maese, algo repuesto de la impresión—, siempre que me pagues de acuerdo con el trabajo.
—Serás bien recompensado. No tendrás quejas, pero como el asunto requiere cierto secreto, me acompañarás con los ojos vendados.
Nada opuso a esta condición el albañil, ansioso como estaba de ganar algunos céntimos. Largo fue el andar por tortuosos caminos, hasta que el monje se detuvo ante la puerta de un sombrío caserón.
Rechinó, la cerradura al abrir y gimieron los goznes al cerrar. Un intenso escalofrío sacudió el cuerpo del maese albañil cuando una mano lo tomó del brazo guiándolo a través de un silencioso pasaje. Al quitarle la venda se encontró en un gran patio, escasamente alumbrado.
—Aquí —dijo el monje señalando una fuente morisca— harás el trabajo. A tu lado están los materiales necesarios.
—¿Qué he de hacer, buen padre?
—Una pequeña bóveda, que tratarás de terminar esta noche.
La impresión aceleraba el ritmo de su tarea, pero ella requería más tiempo del calculado.
El canto de los gallos anunciaba la cercanía del alba, cuando el monje, que no se había apartado de su lado, interrumpió la labor.
—Por esta noche es suficiente —dijo—; toma tu paga y deja que te vende los ojos. Te guiaré hasta tu casa.
El maese albañil no opuso reparo. Durante el camino de regreso no dejó de apretar la moneda de oro que le entregara el monje. Al llegar, éste le preguntó si al día siguiente estaba dispuesto a finalizar el trabajo.
—Vivo para eso, buen padre, pero espero que el pago sea igual al de hoy.
—Estaré aquí mañana a medianoche.
Y sin decir más, se perdió en la semioscuridad del amanecer.
La impaciencia abrumó todo el día al albañil. La curiosidad atormentaba a su buena mujer. Pero de estas preocupaciones no participaba su numerosa prole, que no hacía otra cosa que comer, desquitándose del hambre de muchos meses.
Llegada la hora convenida y tomando las mismas precauciones de la noche anterior, volvió el albañil a continuar su obra.
Al poner término al trabajo, el monje, cuya voz sonaba más cavernosa, dijo:
—Sólo falta que me ayudes a traer los bultos que has de enterrar en esta bóveda.
Un nuevo escalofrío sacudió al albañil. La sospecha de que su trabajo se relacionaba con algún asunto macabro lo inmovilizó unos instantes. Sintió erizársele los cabellos. Gruesas gotas de sudor perlaron su frente.
Fue necesario un nuevo pedido del religioso para que sus piernas, sacudidas por violentos temblores, pudieran arrastrarlo hasta la última habitación de la casa.
Allí, recién el aliento volvió a su alma. Contra lo que esperaba, sólo vio en un rincón cuatro cofres destinados a guardar dinero.
Grandes fueron los esfuerzos que debieron realizar para arrastrarlos hasta la bóveda. Una vez depositados allí, fácil resultó cerrarla, cuidando de borrar las señales que delataran su trabajo.
Después de entregarle dos monedas de oro, vendarle los ojos y conducirlo por un camino mucho más largo que las veces anteriores, el monje, antes de desaparecer, murmuró a su oído:
—Detente aquí y espera a que suenen las campanas de la Catedral. Una terrible desgracia caerá sobre ti y sobre tu familia si antes te vence la curiosidad.
Para que ello no ocurriera, grato entretenimiento se proporcionó el albañil con el alegre tintinear de las monedas de oro. Una vez que sonaron las campanas y pudo arrancarse la venda, se encontró a orillas de un ría, desde donde le era fácil volver a su casa.
La alegría del buen comer sólo alcanzó a durar dos semanas. Falto nuevamente de dinero y trabajo, su familia volvió a caer en el más mísero estado.
Pasaron así algunos meses. Un atardecer estaba sentado frente a su destartalada casa reflexionando sobre su mala suerte, cuando una discreta tosecilla lo trajo a la realidad.
Reconoció en el que interrumpía sus meditaciones a uno de los viejos más ricos y avaros que habitaban en la ciudad.
—Parece, maese albañil, que no te sonríe la fortuna —dijo el anciano con voz chillona.
—Así es, señor; malos son los tiempos que corren.
—Entonces, tomarás a bien que te ayude con un trabajillo, siempre está, que me cobres barato.
—En cuanto a eso, no tenga temor, no hay en Granada quien trabaje por menos precio.
—Por eso te busco, buen hombre. Necesito que me remiendes una casa en forma suficiente como para que no se venga abajo.
—Quedo a sus órdenes, señor.
—Mañana al amanecer, te vendré a buscar y empezarás tu trabajo.
Al día siguiente, el viejo avaro llevó al albañil a un caserón al que apenas sostenían las paredes. Después de recorrer las habitaciones fijando las reparaciones necesarias, llegaron a un patio cuyo centro adornaba una fuente morisca.
El albañil se detuvo, meditando, al parecer, sobre el precio que debía cobrar por su trabajo.
—Quien habitó aquí —dijo a modo de comentario— se contentaba con bien poco.
—Era suficiente para mi inquilino, un viejo y mísero clérigo, muerto hace algunos meses —explicó el avaro—. Se le creía dueño de una gran fortuna, pero, como sabrás, las apariencias engañan. Lo mismo dicen de mí, porque tengo dos arruinadas fincas.
—Mucho es lo que hay que hacer y largo el tiempo a emplear. Creo haber encontrado una solución. —Siempre que ella no aumente el precio.. .
—Por el contrario. Lo mejor será que habite esta casa mientras la reparo: yo me ahorro el alquiler y usted la mano de obra.
La alegría del propietario no tuvo límites. El arreglo le resultaba en esa forma mucho más barato de lo calculado.
Al día siguiente los viejos y escasos muebles del albañil fueron trasladados al derruído caserón. Con la mudanza pareció cambiar la suerte de la familia. El hambre huyó de la casa. A la antigua pobreza la reemplazó un bienestar que aumentaba con el tiempo.
Tal situación convirtió al maese albañil en propietario de varias fincas, entre las que se incluía el viejo caserón. La Iglesia recibió importantes donaciones. Los pobres, generosa ayuda. Por largos años gozó de sus riquezas y el aprecio de los habitantes de Granada.
Un día, sintiendo que la vida lo abandonaba, llamó a su hijo mayor.
—Eres mi heredero —dijo— y por lo tanto depositario del secreto de nuestra fortuna.
—Si es tu deseo, padre mío —respondió el hijo, cuya pena no alcanzaba a borrar la visión del dinero—, te escucho.
Y con voz que parecía un murmullo, el antiguo albañil contó a su primogénito cómo la casualidad lo había llevado al sitio en que había enterrado un tesoro, y del cual solamente había gastado una tercera parte.
Leyenda del mago y la princesa hechicera
Hace muchos años, ocupaba el trono de Granada el famoso rey moro Aben—Habuz. Sus hazañas, tal como las relatan las viejas crónicas, no se inspiraban, por cierto, en nobles y honrados propósitos. Amargas lágrimas costaban a sus débiles vecinos los atropellos a que lo impulsaba su rapacidad.
De acuerdo con el viejo refrán "el que siembra vientos recoge tempestades", el avaro rey, al llegar a una edad en que las energías abandonan el cuerpo y el espíritu pide paz y tranquilidad, sólo cosechó continuos sobresaltos y angustiosos temores.
Los príncipes vecinos, a quienes había despojado de bienes y dominios, enterados de que la vejez abatía sus fuerzas, no tardaron en sublevarse y llevar ataques que aumentaban su zozobra y su miedo.
La ubicación de la capital del reino no era, por cierto, muy estratégica. Las altas montañas que la rodeaban, hacían casi imposible establecer la proximidad de un ejército. Este favor que dispensaba la naturaleza a sus enemigos, obligó a Aben—Habuz a tomar extremas medidas de vigilancia.
Estableció guardias en los picos más altos y senderos practicables. Debían señalar por medio de hogueras la proximidad de los atacantes, para poder enviar inmediatamente los refuerzos necesarios. Pero tales precauciones no vencían la audacia de los príncipes. Cuando él recibía un aviso, sus adversarios, que habían avanzado por algún oculto paso, huían cargados de botín y prisioneros.
Esta situación agriaba día a día el fiero carácter de Aben—Habuz.
Un atardecer, mientras examinaba el horizonte esperando ver surgir una de las tantas columnas de humo que señalaban la proximidad de enemigos, le fue anunciada la llegada a la corte de un sabio y viejo médico árabe, que creía proporcionarle algún remedio a sus males.
Llevado a su presencia, el visitante le causó honda impresión.
Una larga barba blanca le bajaba hasta la cintura. Los años no habían vencido su alta osamenta. Venía caminando desde tierras lejanas sin más arma y sostén que un grueso bastón en el que había grabado misteriosos símbolos.
Al decir llamarse Ibrahim Eben Abu Ajib, murmullos de admiración y respeto certificaron la fama que le precedía. No ignoraba el rey y sus cortesanos la existencia de este hijo de Abu Ajib, nada menos que compañero del gran Profeta. Desde niño vivió en Egipto, estudiando, aun por más difíciles queellas resultaran, todas las ciencias y artes que se transmitían desde la más remota antigüedad.
La astrología no escapaba a su vasto saber, y dominaba la magia en todos los colores del arco iris, porque, según él explicaba, la blanca y la negra sólo era cosa de principiantes.
Como un aserto a su vasto saber, la corte comentaba que había hallado el ansiado y muy buscado secreto de prolongar la vida. Que su edad era de más de doscientos años, pero que había hecho su descubrimiento un poco tarde, cuando no había tiempo de borrar canas y arrugas.
Como su personalidad y antecedentes daban brillo a la corte y sus achaques necesitaban atención, Aben—Habuz no vaciló en dispensarle los más gratos honores. Hizo amueblar suntuosas habitaciones, pero el mago no se avenía con el bullicio del palacio y decidió habitar en una caverna situada en la montaña sobre la que se levantaba el real albergue.
Dispuestos los arreglos convenientes, entre ellos perforar la roca en tal forma que le permitiera observar las estrellas a toda hora, grabó en las paredes misteriosos símbolos, desconocidos jeroglíficos egipcios y órbitas de estrellas y planetas. Hizo construir singulares instrumentos, raros mecanismos que causaron la admiración de los artífices de Granada, pero nunca lograron conocer su aplicación: el sabio guardaba profundo secreto.
Los consejos de un médico resultan indispensables cuando a cierta edad tienden a aparecer males ignorados.
Esa necesidad llevó al docto Ibrahim Eben Abu Ajib al puesto de consejero favorito del rey de Granada.
En una de sus visitas, Aben—Habuz renovó sus quejas contra la continua vigilancia que debía ejercer sobre sus vecinos y el daño que le causaban sus correrías, cuando el mago, después de escucharlo en silencio y meditar un largo tiempo, dijo:
—En Egipto, poderoso rey, vi y estudié un prodigioso invento. Se halla colocado en una montaña que domina el valle en que se encuentra la ciudad de Borza, cerca del río Nilo. Está compuesto de dos figuras de bronce: un gallo y un carnero, que giran independientemente sobre un mismo eje. Si algún peligro se cierne sobre la ciudad, el gallo empieza a cantar, mientras que el carnero señala la dirección por donde avanza el enemigo. De esta forma los laboriosos habitantes estaban siempre a cubierto (le una sorpresa.
—¡Mahoma me ilumine! —imploró el rey—. ¡Es eso lo que necesito! Un carnero y un gallo centinelas. Dejaría de temer los asaltos de mis enemigos. ¡Allah Akbar! Es la tranquilidad para mis últimos años.
Con suma paciencia esperó el mago a que el rey diera rienda suelta a sus deseos; luego, con voz grave, de quien hace profundas revelaciones, agregó:
—Conocéis ya mi viaje a las lejanas tierras de los faraones, siguiendo a los victoriosos ejércitos de Amrou, y cómo trabé conocimiento con la flor de la sabiduría.
Un día, paseaba con un respetable sacerdote a orillas del Nilo, cuando interrumpió en forma extraña nuestra discusión sobre un elevado tema astrológico.
—Allí es —dijo solemne, al tiempo que me señalaba las grandiosas pirámides— donde se encuentra la verdadera y única fuente del conocimiento. De las tres, la que está en el medio guarda la momia del Supremo Sacerdote a cuyos esfuerzos se deben estos maravillosos monumentos. A su lado se encuentra el excelso libro de la Sabiduría, que encierra los preciados secretos de la ciencia que enseña a Hacer cosas extraordinarias y admirables: la magia.
Ese libro lo recibió Adán al ser expulsado del Paraíso; gracias a su ayuda, el rey Salomón pudo construir el templo de Jerusalén y luego, el Supremo Sacerdote, las Pirámides.
Saber que existía tal obra y enloquecer por el deseo de poseerla fue una sola cosa. Con los soldados que tenía a mis órdenes y cientos de esclavos egipcios taladré la pirámide hasta dar con uno de los múltiples pasadizos. A riesgo de perder mi vida seguí sus vericuetos y logré encontrar la cámara que guardaba desde hacía siglos la momia del Supremo Sacerdote. Fácil me fue entonces apoderarme del libro y abandonar con gran alegría el impresionante monumento. . . "
—Pero, ¿de qué me sirve, sabio Ibrahim —interrumpió impaciente Aben—Habuz—, el hecho de que te hayas apoderado del libro de la Sabiduría?
—Pronto lo sabrás, poderoso señor; él me ha instruído en preciadas cosas. Gracias a él no sólo obligo a un gentío a que venga en mi ayuda, sino que puedo construir un aparato muy superior al que te he descripto.
—Sabio Eben Abu Ajib —imploró el—rey—, hazlo. ¡Consigue la tranquilidad de mis últimos años, y todos mis tesoros serán tuyos!
—¡Allah Akbarl ¡Lo que es, es! ¡Lo que ha de ser, será! —contestó el mago, dando término a la entrevista.
Y sin perder tiempo se dispuso a cumplir los anhelos del rey. Comenzó a construir sobre la parte más alta del palacio una elevada torre, sobre la cual fijó un eje, en el que giraban, en vez de un gallo y un carnero, un moro a caballo armado de escudo y una lanza, que agitaba en la dirección en que avanzaba el enemigo.
Debajo de la figura se abría una sala circular con aberturas que dominaban los cuatro puntos cardinales. Frente a cada una de esas extrañas ventanas, situó mesas sobre las que colocó diminutas figuras de guerreros, alineadas en posición de dos ejércitos prontos a darse batalla y separados por una pequeña lanza grabada con misteriosos símbolos.
La sala era guardada por una gruesa puerta de bronce con cerradura de acero, cuya única llave guardaba el rey celosamente.
La terminación del mágico aparato coincidió con la falta de actividad de sus enemigos. La impaciencia empezó a consumir al viejo rey.
—Antes —decía con voz quejumbrosa a sus consejeros— me molestaban con una invasión diaria; ahora parece que estos bandidos no existen.
—Ya vendrán —solía repetir muchas veces al día Eben Ajib.
Pronto estas palabras tuvieron confirmación. Un amanecer, el guarda de la torre dio la voz de alarma. La figura del moro había girado hacia la Sierra Elvira y su lanza se agitaba en dirección al Paso de Lope.
Aben—Habuz saltó del lecho, gritando alborozado:
—¡Que las trompetas llamen a las armas!
Pero el mago, que había seguido en silencio al oficial portador de la noticia, exclamó:
—De nada tienes necesidad, ¡oh rey! Dejad las armas tranquilas y a vuestros guerreros en el descanso. Sólo pido que os dignéis subir a la torre.
Con gran trabajo y gracias a la ayuda del bicentenario Ibrahim, consiguió el viejo rey ascender por la larga escalera. Abierta la pesada puerta, vio con asombro que la ventana que dominaba la dirección por donde se señalaba la presencia del enemigo estaba abierta.
Eben Ajib, después de observar un instante la montaña, habló al rey:
—Ya sabe por dónde avanza el enemigo, pero ten a bien observar lo que ocurre en esta mesa.
El asombro de Aben—Abuz no tuvo límites. Las pequeñas figuras de madera estaban en movimiento. Los caballos caracoleaban, los jinetes agitaban sus lanzas, como el zumbido de un lejano mosquito se escuchaba el sonido de trompetas, choques de armas, gritos y relinchos.
—Esto prueba que tus enemigos siguen avanzando. ¡Pero no te inquietes, poderoso rey! —agregó el mago—. Si quieres que se retiren sin causarles daño, toca las figuras con el asta de esta pequeña lanza, pero si deseas destrozarlas, hiérelas con la punta.
Aben—Habuz luchó un instante con su conciencia. La ira agitó la larga barba. Su cara tomó un color violáceo. Demasiado daño le había causado la rebeldía de sus vecinos como para olvidarlos y otorgar clemencia.
—Debe haber algún escarmiento —exclamó trémulo, y tomando la lanza mágica hirió a unas y tocó a otras figuras, las que sin tardanza se trababan en ruda pelea.
Grandes esfuerzos tuvo que hacer el mago para dominar el entusiasmo del rey, impedir la muerte de todos sus enemigos y convencerlo de que ya era tiempo de abandonar la torre y enviar tropas en averiguación de lo ocurrido.
Pronto retornaron los emisarios con una grata noticia. Un poderoso ejército llegado hasta cerca de Granada, se había retirado al producirse entre sus jefes una agria discusión, finalizada en sangrienta lucha.
Al demostrarse las fantásticas virtudes del aparato, Aben—Habuz ordenó se celebraran grandes fiestas, en las que el mago ocupaba el sitio de honor.
—Como has conseguido —díjole un día— mi tranquilidad y supremacía, pídeme, sabio Ibrahim Eben Abu Ajib, la recompensa a que tienes derecho.
—¿Qué puedo pedirte, oh rey? Los estudiosos nos contentamos con bien poco. Facilítame los medios para mejorar en algo mi humilde habitación.
—Así será —contestó Aben—Habuz sin poder contener una sonrisa, pensando qué ingenuos y fáciles de contentar eran los verdaderos filósofos.
Y sin perder un instante dio orden al tesorero para que entregara al sabio las cantidades requeridas para poner en condiciones la caverna que habitaba.
Las humildes necesidades de Ibrahim Eben Abu Ajib consistieron en hacer abrir habitaciones contiguas a la primitiva sala; cubrir las paredes con delicados y maravillosos tapices de seda de Damasco, los pisos con ricas alfombras de Esmirna, sobre las cuales lucían valiosas otomanas y preciados divanes.
—Los huesos se resienten después de tanto dormir sobre un duro lecho, y a mi edad —agregaba— tampoco se podía sufrir la humedad que destilaban estas paredes.
En una de las salas hizo construir un regio baño de mármol verde con delicadas fuentes que vertían, además de exóticos perfumes, aceites balsámicos y aromáticos.
—Esto —explicaba cada vez que se sumergía en el tibio compuesto— devuelve al cuerpo la agilidad que pierde en tantas horas de meditación y estudio.
Como la luz que llegaba por la abertura de la sala era insuficiente, ordenó colocar en todos los aposentos costosas lámparas de oro y fino cristal, que llenó con un aceite especial cuya fórmula estaba en el Excelso Libro de la Sabiduría y que daba una luz más suave y delicada que la del más hermoso día.
Era la única, según él, que no fatigaba sus ojos en la lectura de los misteriosos papiros.
Estos arreglos que parecían no tener fin, — alarmaron al celoso tesorero. Un día, después de sumar las cantidades gastadas en la decoración del retiro del mago, dio un grito de asombro y corrió a informar al rey de tal derroche.
—No desesperes —aconsejóle Aben—Habuz—; estos sabios tienen sus caprichos y hay que respetarlos; ya terminará por cansarse de amueblar su vivienda.
El tiempo dio razón al rey. A poco finalizaron los trabajos de lo que el sabio llamaba su humilde morada, y que era, para los demás, un lujoso y confortable palacio subterráneo.
—¿Estáis contento? —preguntóle un día el tesorero.
—¡Así..., así! —contestó Abu Ajib—. Mi aposento está completo; sólo me resta encerrarme y consagrar mi tiempo al estudio, pero algo falta para entretener o alegrar mis fatigas mentales.
—¡Poderoso mago, tus deseos son órdenes!
—Es una pequeñez, cosa sin mayor importancia: algunas bailarinas y cantantes.
—¡Bai ... la... rinas ... ¡ —tartamudeó asombrado el tesorero.
—¿Qué tiene de particular? —replicó el sabio con cierta gravedad—; mi espíritu, aunque de alguna edad, necesita recrearse. Sencillos son mis gustos, pero, de cumplirse mi deseo, quiero que éstas estén en la flor de la juventud y posean exquisita belleza. Sólo así puede encontrar distracción un filósofo.
Satisfechos sus deseos, los días comenzaron a transcurrir con suma placidez.
Ibrahim Eben Abu Ajib, encerrado en su caverna, alternaba sus estudios con las gracias y melodiosos cantos de las danzarinas.
El rey entretenía sus ocios encerrado en la torre, disponiendo cruentas batallas y destrozando imaginarios ejércitos.
Como el juego llegó a cansarlo, le dio realidad provocando en toda forma a sus adversarios. Los ataques de éstos no se hicieron esperar, pero las continuas derrotas calmaron sus odios y los llevaron a proclamar la invencibilidad del viejo rey y a pasar por alto sus insultos.
Falto de actividad, volvió Aben—Habuz a caer en nuevo aburrimiento. Bulliciosas fiestas, magníficos torneos o hermosas doncellas sólo despertaban momentáneo interés.
Pasaron algunos meses. Convencido de que aquel hastío no llevaba miras de terminar, resolvió, después de una noche de cruel insomnio, llamar al mago y ordenarle buscara una nueva distracción.
Pero su resolución no llegó a cumplirse. Un jadeante oficial irrumpió en sus aposentos para informarle que el moro de bronce, inmóvil durante tanto tiempo, había girado y agitaba su lanza hacia una de las montañas de Guadix.
A medio vestir y sofocado por la rapidez, llegó Aben—Habuz a la sala de la torre. La ventana situad: en aquella dirección permanecía cerrada y las pequeñas figuras guardaban extraña quietud.
Venciendo su asombro ordenó que varios destacamentos, exploraran cuidadosamente las montañas vecinas.
La curiosidad lo mantuvo en suspenso durante tres días. Cuando sus ojos fatigados por la vigilancia en la torre se cerraban para descansar, el bullicio de la tropa que regresaba de la inspección lo alteró nuevamente.
—Majestad —informó el oficial que mandaba los guerreros—, podéis estar tranquilo en absoluto. El enemigo no se ha atrevido a asomar por el reino de Granada. Sólo os puedo anunciar la captura de una bellísima joven cristiana que descansaba cerca de una vertiente.
La sorpresa abrió los semicerrados ojos de Aben Habuz. Atusándose la barba dijo:
—¿Una joven habéis dicho? ¿Bella para más? ¡Traedla inmediatamente!
Cumpliendo con la real orden fue llevada a su presencia una doncella de prodigiosa belleza.
Un ¡ah! de asombro recorrió la sala del trono. Nunca hablase visto tan esbelto cuerpo ni tan gracioso y exquisito andar. Su cabellera, recogida en trenzas y adornada con joyas, palidecía al más oscuro negro mate. Sus facciones tenían rara simetría; sus rosados labios dejaban entrever dos hileras de dientes capaces de ruborizar a una perla. Dos delicadas rosas eran sus mejillas, y su cuello una alhaja, rodeada por una cadena de oro con una lira de plata.
Los fulgores de sus ojos, que apagaban los de los brillantes que adornaban su frente, produjeron tal incendio en el viejo corazón de Aben—Habuz, que casi llegó a perder los sentidos. Dominando aquella extraña pasión, alcanzó a preguntarle:
—¡Oh maravillosa joven! Cuéntame cómo has llegado a mi reino.
Una voz dulce y melodiosa que lo turbó más aún, contestó:
—Huyendo de los enemigos de mi padre, un príncipe cristiano caído en desgracia y prisionero ...
—No te dejes engañar —interrumpió el mago Ibrahim al oído de Aben—Habuz—. Ella es el enemigo señalado por el moro de la torre. En sus ojos leo algo maléfico. En su rostro advierto cosas que me hacen sospechar que es alguna cruel hechicera transformada en hermosa doncella para dominarte.
—Sabio Abu Ajib —respondió el rey con enojo—. Tu ciencia será profunda, pero en cuanto al conocimiento de estas cuestiones femeninas, lo desafío al mismísimo rey Salomón. Esta joven en quien crees ver una maléfica hechicera, es una bella e inocente paloma, que da recreo a mis ojos y amor a mi corazón.
—Ten presente, poderoso rey —insistió Ibrahim—,' que mi proceder ha sido desinteresado. He contribuído a destrozar a tus enemigos; en cambio ahora te solicito me cedas a esta joven, que al par que entretenga mis momentos de descanso, la estudiaré por si encuentro en ella una hábil hechicera y poder así destruir sus malas artes.
—Tus pretensiones —repuso con voz agriada Aben Nabuz— no tienen límites; ¿para qué quieres más bailarinas?
—Ninguna de ellas toca la lira de plata, y un rato de música es agradable cuando la mente se halla fatigada.
—¡Pues búscate otra música! —gritó el rey en el colmo de la ira—. Esta joven es mía y nadie en el mundo me la arrebatará. Siento tanto cariño por ella como David, padre de Salomón, sintió por la sulamita Abisag.
Los presagios y ruegos de Ibrahim terminaron en borrascosa discusión. El mago ofendido por las palabras del rey, se retiró a sus aposentos. Aben—Habuz, riéndose de sus profecías, se dedicó a hacerle la corte a la bella princesa. Creía suplir su falta de juventud y atractivos físicos con espléndidos regalos. Los mercaderes de Granada debían venderle las joyas más preciadas, las más raras y delicadas esencias, sedas y encajes que llegaban de Asia y África.
La ciudad vivía de fiesta en fiesta. Bailes, torneos, corridas de toros se daban en alegre continuidad. Nada conmovía a la princesa. Regalos y fiestas los recibía como cumplidos, más que a su alcurnia, a su belleza, de la que estaba muy envanecida.
Su conducta parecía guiada por el propósito de arruinar a su viejo admirador, haciéndole gastar sumas fabulosas en innecesarios objetos.
Nada de lo que ideaba Aben—Habuz vencía la amable reserva de la princesa. No lo desairaba ni le sonreía. Cada vez que, incontenible, le declaraba su amor, ella, como respuesta, pulsaba la lira de plata.
Sus melodiosas notas parecían estar acompañadas del misterioso poder de sumir al viejo rey en un sueño irresistible, del que despertaba horas después con mayor vigor, pero curado por varios días de su avasalladora pasión.
Mientras Aben—Habuz vivía en este ensueño olvidaba día a día los deberes para con su reino. Los cortesanos, y luego el pueblo, empezaron a murmurar lamentándose del estado de idiotez de su soberano y del derroche a que lo conducía su favorita.
La situación llegó a agravarse cuando el pueblo, perdiendo todo respeto, intentó asaltar el palacio y matar a la princesa cristiana.
El temperamento guerrero volvió a renacer en el pecho del rey. Al frente de sus tropas atacó a los sublevados, derrotándolos y ahogando toda posibilidad de nueva insurrección.
Al reinar la tranquilidad, Aben—Habuz hizo llamar al mago Ibrahim, que permanecía en sus aposentos sin olvidar las ofensas y el triste resultado de su pedido.
Con voz amable y ánimo de congraciarse, le dijo:
—Debo confesarte, sabio Abu Ajib, que tus profecías sobre la hermosa cristiana se han cumplido. Espero de ti los consejos que me libren de futuros peligros.
—Solamente puedo darte uno —replicó solemne Ibrahim—, que alejes cuanto antes de tu lado a esa joven que causará tu ruina.
—Eso es imposible —gimió dolorido Aben—Habuz—. ¡Preferiría en este caso perder mi reino! —Es que perderás ambas cosas —vaticinó el mago.
—No me abandones en esta cruel situación —imploró el rey—. Ten piedad de mis sentimientos y busca la forma de evitar mayores riesgos, y cumplir mi anhelo de hallar, lejos de las obligaciones e hipocresías de la corte, un retiro pleno de amor y placidez.
Ibrahim meditó unos instantes, luego examinó con atención el arrugado rostro del rey.
—¿En qué forma me recompensarías si te suministro lo que anhelas?
—¡Concederé lo que pidas! ¡Palabra de rey!
—¿Habéis escuchado, magno soberano, algún relato del asombroso jardín del Irán, maravilla (le la Arabia Feliz?
—Como buen creyente conozco lo que a su respecto dice el Libro del Corán, en el capítulo "La Aurora del día". Además he oído de labios de peregrinos relatos increíbles y portentosas descripciones de ese lugar. Pero los he considerado como exageraciones de viajeros para deslumbrar a sus oyentes...
—Tu incredulidad es inexacta. Lo dicho por ellos es verdad —interrumpió Abu Ajib—. Tuve la suerte de ver el jardín y el palacio del Irán y si tu paciencia es grande, ten a bien de escuchar mi relato, en el que hallarás algo semejante a tus deseos:
Siendo joven erraba por el desierto cuidando los camellos de mi padre, cuando un día uno de ellos se extravió en las dunas de Aden. La larga búsqueda agotó mis fuerzas. Alcancé a llegar a un pequeño oasis, donde me tumbé a dormir. Grato fue mi despertar frente a las puertas de una hermosa ciudad, rodeada de jardines de incomparable belleza, que recorrí con asombro y temor. Sus palacios, calles, plazas y mercados estaban desiertos. Ni un solo ser viviente habitaba en ella. Impresionado por el silencio, resolví volver al oasis, y cuando alcancé a cruzar la puerta por donde había entrado, me volví a admirar sus bellos monumentos, pero la ciudad había desaparecido en las arenas del desierto.
Preocupado por lo que creía un sueño, me orienté tratando de dar con la caravana. En el camino tuve la fortuna de encontrar a un viejo sacerdote mahometano, de mucho saber y conocimiento en leyendas y tradiciones. Después de oírme me explicó que había visitado el maravilloso jardín del Irán, que solía aparecer de vez en cuando a los viajeros del desierto. Su origen se remontaba a la antigua época en que la tribu de los Additos poblaba esas tierras. El rey Sheddad, hijo de Ad y bisnieto de Noé, tuvo la idea de fundar una hermosa ciudad. Cuando se terminó de construir era tan extraordinaria y magnífica, que el rey resolvió edificar un palacio con jardines que superaran a los que, según el Libro del Corán, existen en el paraíso celestial. Pero su soberbia fue severamente castigada por Alá. El rey y sus súbditos desaparecieron misteriosamente. Un velo cayó sobre la ciudad, ocultándola a la vista humana, y suele descubrirse de vez en cuando, como un ejemplo del castigo que merece la vanidad.
Esta leyenda unida al recuerdo de la maravillosa ciudad no alcanzó a borrarse de mi mente. Al conseguir el Libro de la Sabiduría, resolví, como una de las primeras cosas, visitar nuevamente el jardín del Irán. Fácil me fue hallarlo, e instalándome en el palacio del rey Sheddad, gocé durante algún tiempo de las delicias de aquel edén. Mi poder obligó al genio que cuidaba la ciudad a informarme cómo se hacía invisible tanta belleza. Así es como puedo construir, si lo deseas, un palacio y un jardín que superen en magnificencia a los del Irán. Mi poder es mayor del que requiere esa empresa. Acuérdate que poseo el Libro de la Excelsa Sabiduría, anterior al gran Salomón."
—Abu Ajib —imploró Aben—Habuz—. Demasiado conozco tu saber y poder para que me atreva a ponerlos en duda. Sólo te pido que me hagas un palacio semejante al que me has descripto y te recompensaré hasta con la mitad de mi reino.
—¡Bah! —contestó despectivo el mago—. Nosotros los que consagramos nuestra vida al estudio consideramos las riquezas como producto del egoísmo, pero para conformarte, te pediré que me regales el primer animal cargado que cruce la puerta del encantado palacio.
El rey no ocultó su alegría y apresuró la respuesta a tan poco pedir. Ibrahim, demostrando una actividad insospechada, empezó a construir sobre sus habitaciones subterráneas, en el centro de un patio rodeado de gruesos muros, una torre con sólidas puertas, en torno a la cual, con la ayuda de un cincel y una maza, labró dos misteriosos símbolos; una gran llave y una mano gigantesca. Pronunciando algunas palabras cabalísticas, dio fin a su trabajo.
Finalizada la obra, después de permanecer dos días en sus aposentos haciendo misteriosas experiencias, subió a lo alto de la montaña. Pasada la medianoche fue a despertar a Aben—Habuz y le dijo: —Poderoso rey, mi obra está concluída. En lo alto de la montaña se encuentran a tu disposición el palacio y los jardines de la belleza más fantástica que pueda concebir la imaginación del hombre. Cuenta con las propiedades del jardín del Irán, que queda oculto a todo el que no posea la clave secreta que enuncia el Libro de la Suprema Sabiduría.
—¡Oh! —exclamó asombrado el rey—. En cuanto amanezca me instalaré en ese palacio.
Las pocas horas que faltaban para nacer el nuevo día, transcurrieron para Aben—Habuz con una lentitud desesperante. Antes que el sol iluminara los picos de Sierra Nevada, ya estaba a caballo dispuesto para la partida. A su lado, sobre un hermoso animal, cuya blancura podría rivalizar con la nieve, iba la princesa cristiana, más hermosa que nunca, luciendo un maravilloso vestido adornado con brillantes y esmeraldas.
El mago Ibrahim, que no gustaba de los ejercicios ecuestres, caminaba al otro lado del rey ayudándose con su bastón y sin dejar de observar a la joven y a la lira de plata que conservaba sujeta a la cadena de oro que rodeaba su cuello.
La curiosidad impacientaba a Aben—Habuz. Estaban por llegar y no divisaba las torres del monumental palacio ni los deliciosos jardines prometidos.
—Ya te previne —explicó Abu Ajib— que guarda los mismos hechizos que el del Irán. Nada has de ver hasta pasar por la puerta mágica.
Cuando llegaron al patio amurallado Ibrahim indicó al rey fijara su atención en la llave y la gigantesca mano labrada sobre y a cada uno de los lados de la enorme puerta.
—Estos son —dijo— los símbolos que protegen la entrada al maravilloso retiro. Hasta que esa mano suba y tome la llave no habrá en el mundo quien pueda atentar contra la tranquilidad del dueño de estas montañas.
El asombro que le produjo cosa tan notable distrajo tanto a Aben—Habuz, que ni siquiera notó que el caballo de la princesa pasaba por la puerta hasta llegar al centro del patio. Un grito del mago lo trajo a la realidad.
—¡Ah!, rey de Granada —dijo alborozado—, he aquí mi recompensa: el primer animal con su carga que atravesara la puerta encantada.
Aben—Habuz aumentó su buen humor. No esperaba por cierto una broma semejante, pero cuando la insistencia del mago le indicó que aquello era cosa seria, el enojo turbó su mente y sosteniendo la barba que se sacudía al son de su ira, exclamó:
—Ibrahim Abu Ajib, no tolero bromas de mal gusto ni torcidas interpretaciones a mi promesa. Ella era de entregarte el primer animal cargado que atravesara esa puerta; toma, pues, la más robusta mula y cárgala con mis mejores joyas, pero no pretendas, ni aun en broma, quedarte con la dueña de mi corazón.
—De sobra sabes —contestó el mago— que desprecio los tesoros. Me basta para poseerlos el Libro de la Excelsa Sabiduría, así que no niegues lo que en buena ley prometiste; entrégame la cautiva como cosa mía.
A todo esto la princesa seguía, con despectiva sonrisa y desde su cabalgadura, la discusión de aquellos dos ancianos sobre la propiedad de su belleza.
Aben—Habuz, después de girar la cabeza como buscando nuevas fuerzas, estalló indignado: —¡Ratón del desierto! ¡Guarda tu saber y rinde respeto a tu señor y a tu rey!
—¡Ja!... ¡ja! —rió irónico Abud Ajib—, no sabía que tus pretensiones llegaban a tanto, iluso muñeco que ordena obediencia a un monarca de la sabiduría. Conténtate, Aben—Habuz, en manejar tu pobre estado y gozar en ese paraíso de locos, mientras yo me divierto a tu costa en mi humilde retiro.
Acompañando sus últimas palabras con un gesto (le desdeñosa superioridad, tomó la brida del caballo que montaba la bella princesa y golpeó con su bastón la superficie del patio. Un suave temblor agitó la montaña, el mago y la cautiva desaparecieron tragados por la tierra, la que volvió a unirse sin dejar la más pequeña señal de lo ocurrido.
Largo tiempo quedó Aben—Habuz sin habla. Pero al fin, consiguió salir de su aturdimiento y, venciendo el dolor de su corazón, dio frenéticas órdenes de que se cavase en el lugar en que se había ocultado el testarudo mago.
Todos los esfuerzos realizados para descubrir su retiro fueron inútiles. Al llegar a cierta profundidad la tierra volvía a unirse tapando los pozos cavados. La entrada a los aposentos de Ibrahim había desaparecido tras una pared de roca en la que se destrozaban las herramientas que pretendían taladrarla.
La desesperación del rey no tenía límites. A la pérdida de la amada se añadía la ineficacia del aparato construído por Abu Ajib. La figura del moro había girado y su lanza permanecía inmóvil después de señalar el lugar por donde se había hundido el mago.
Para mayor tortura, cuando apenas la calma volvía a su corazón llegaban, al parecer del interior de la montaña, e invadían los aposentos del castillo, melodiosas canciones que acompañaban las dulces notas de la lira de plata.
Un día un pobre pastor pidió ver al rey. Después de mucho insistir fue llevado a su presencia. Buen rato permaneció de rodillas antes de que el mal humor del monarca le otorgara permiso de hablar.
—Perdóname, rey mío —dijo el pastor—, si no te traigo una buena noticia. Hoy, al amanecer, mientras buscaba una cabra extraviada encontré un pasaje que parecía atravesar la montaña. Venciendo mi temor lo seguí hasta llegar, con gran sorpresa, a los aposentos del mago.
—¡Al fin —exclamó frenético el rey— podré acabar con ese miserable!
—Fácil te será —agregó el pastor— porque cuando lo vi, Ibrahim Eben Abu Ajib descansaba sobre un lujoso diván adormecido por una mágica melodía que arrancaba de la lira de plata la princesa hechicera.
El rey, guiado por el pastor y seguido por los cortesanos, corrió a buscar el pasaje descubierto, pero fue inútil, éste había desaparecido.
Ordenó efectuar nuevas excavaciones que resultaron vanas. Los símbolos mágicos representados por la llave y la gigantesca mano protegían poderosamente al señor de aquellas montañas.
Aben—Habuz alcanzó a vivir unos pocos años más, de los cuales no gozó un solo día de la ansiada tranquilidad. El recuerdo de su bella cautiva, las continuas luchas con los príncipes vecinos y las intrigas de la corte, amargaban de sobra su corazón.
El lugar en que Ibrahim dijo o simuló construir el famoso palacio y jardín fue llamado por los habitantes de Granada "La locura del rey" o "El paraíso de los locos".
Allí se construyó muchos años después la Alhambra, y sus guardianes, generalmente inválidos o ancianos, caen repentinamente, ya de día o de noche, en un profundo y dulce sueño. La leyenda dice que eso sucederá hasta que la mano alcance la llave y destruya al genio que mantiene encantada a aquella montaña, guardiana de un poderoso mago hechizado por una hermosa princesa.
Leyenda del príncipe Ahmed Al Kamel
Había una vez en Granada, un rey moro que no tenía más que un hijo llamado Ahmed. La servidumbre del palacio no tardó en llamar al pequeño príncipe Al Kamel o El Perfecto, a causa de las excepcionales cualidades morales y físicas que revelaban sus pocos años.
Los astrólogos, hombres que se dedicaban a observar el estado del cielo, pronosticando de acuerdo con la hora del nacimiento los sucesos que ocurrirían en su vida, no señalaban más que hechos favorables.
Pero estos horóscopos o estudios sobre su destino admitían una sombra, sin decir por ello que le fuera perjudicial. Ésta lo representaba como "un gran amor que lo arrastraría a grandes peligros. La única forma de salvarlo era evitar que se enamorara hasta llegar a la mayoría de edad.
Para prevenir esta contingencia, resolvió el rey, sabiamente, recluir al príncipe en un lugar donde jamás pudiese ver el rostro de una mujer ni llegase a sus oídos la palabra amor. Con este objeto hizo construir un magnífico palacio en la cima de una colina que se eleva detrás de la Alhambra, en medio de jardines deliciosos, pero rodeado de elevadas murallas (palacio conocido en la actualidad con el nombre de "El Generalife". El joven príncipe fue encerrado en este palacio y confiado a la vigilancia y a los cuidados de Eben Bonabben, uno de los filósofos árabes más sabios y austeros.. Había pasado la mayor parte de su vida en Egipto, estudiando los jeroglíficos y examinando las tumbas y las pirámides, y encontraba más encanto en una momia egipcia que en la más seductora de las bellezas vivas. El sabio recibió la orden de instruir al príncipe en toda clase de ciencias, con excepción de una sola cosa: debía ignorar por completo lo que era el amor.
—Emplead, con este objeto todas las precauciones que creáis convenientes —dijo el rey— pero acordaos, Eben Bonabben, que si mi hijo aprende algo de esa ciencia prohibida, vuestra cabeza responderá por vuestra negligencia.
Una grave sonrisa apareció en la apergaminada cara de Eben Bonabben.
—Vuestra Majestad puede estar tranquilo con respecto a su hijo, como yo lo estoy con respecto a mi cabeza. ¿Soy el hombre capaz de dar lecciones de esa funesta pasión?
Encerrado en el palacio y jardines creció el príncipe bajo los atentos cuidados del filósofo. Era servido por esclavos negros; mudos, ignorantes del amor, o, al menos, privados de la palabra para poderlo explicar. Su educación intelectual fue el objeto particular de los cuidados de Eben Bonabben, que se esforzaba en iniciarlo en las ciencias ocultas del Egipto. Pero el príncipe hizo pocos progresos, demostrando bien pronto que no era dado a la filosofía, ciencia que estudia las propiedades y efectos de las cosas naturales.
Sin embargo, mostrábase asombrosamente dócil, siguiendo los consejos que le daban. Escuchaba con paciencia, reprimiendo su fastidio, las sabias y pesadas explicaciones de Eben Bonabben, del cual recibió las nociones de todas las ciencias, y de esta forma cumplió dichosamente sus veinte años, dotado de un saber prodigioso, pero totalmente ignorante de las cosas del amor.
Pero llegado este tiempo se efectuó un cambio completo en la conducta del príncipe. Abandonó por entero sus estudios y se dedicó a asear por los jardines y a meditar al lado de las fuentes. Entre sus conocimientos se le había enseñado un poco de música, y ella absorbía ahora una gran parte del tiempo, y a la vez se iba desarrollando en él el gusto de la poesía. El sabio Eben Bonabben se alarmó y trató de combatir estas dulces inclinaciones explicándole un severo curso de álgebra, pero el príncipe se apartó de este estudio con horror:
"¡No puedo sufrir el álgebra! —dijo—, ¡la aborrezco! ¡Necesito alguna cosa que hable más al corazón!"
El sabio Eben Bonabben movió la cabeza al oír estas palabras.
"Se acabó la filosofía —pensó—, el príncipe ha descubierto que tiene un corazón". Desde entonces ejerció sobre su discípulo una inquieta vigilancia y dióse cuenta de que la ternura de su naturaleza estaba en efervescencia, y que sólo necesitaba un objeto. Vagaba por los jardines del Generalife; lleno de una dulce embriaguez, cuya causa desconocía; otras veces se sumía en deliciosos sueños; o tomaba su laúd sacándole los sones más conmovedores y en seguida lo arrojaba, deshaciéndose en suspiros y quejas.
Pronto esa predisposición al amor se manifestó aun con los objetos inanimados; prodigaba tiernos cuidados a las flores que cultivaba; después hizo objeto de sus predilecciones a ciertos árboles y entre ellos uno en particular, de forma graciosa y delicado ramaje, al que rendía un culto apasionado; grabó su nombre en la corteza, adornó sus ramas con guirnaldas y cantaba dulces melodías en honor suyo, acompañándose de su laúd.
El sabio Eben Bonabben se alarmó de la exaltación de su discípulo, a quien veía aprender lo que se le ocultaba, pues la menor alusión podía ser suficiente para revelarle el secreto fatal. Temblando por la salvación del príncipe y por su propia cabeza, se apresuró a arrancarle de las seducciones del jardín y lo encerró en la torre más alta del Generalife. Esta torre contenía soberbios departamentos y gozábase desde ella una hermosa vista, pero se elevaba muy por encima de la atmósfera de perfumes y de los bosquecillos encantadores, tan peligrosos para la vivísima sensibilidad de Ahmed.
¿Pero qué hacer para hacerle aceptable esta violencia y para alegrar en algo las largas horas de fastidio? Había agotado ya toda clase de conocimientos agradables y, en cuanto al álgebra, no era posible ni hablarle de ella. Por fortuna, Eben Bonabben, durante su estancia en Egipto, había aprendido el lenguaje de los pájaros, que le enseñó un rabino judío, en cuya familia este conocimiento se trasmitía de padres a hijos, desde el gran Salomón, a quien se lo había enseñado la reina de Saba. A la primera palabra que le dirigió al príncipe sobre esta cuestión, sus ojos brillaron de placer, y se aplicó con tal ardor al estudio 'de esta ciencia, que al poco tiempo era aún mas sabio en ella que su maestro.
La torre del Generalife dejó de ser un sitio solitario, pues encontró compañeros con los que poder conversar.
La primera amistad que hizo fue la de un cuervo que había construído el nido en una grieta en lo alto de las murallas, desde donde lanzábase al espacio en busca de su presa. Pero el príncipe le encontró poco digno de amistad y estima, pues no era más que un pirata del aire, necio y fanfarrón, que no hablaba más que de rapiña, valentía y acciones feroces.
Trabó después conocimiento con un búho, pájaro de aspecto importante y grave, enorme cabeza y ojos redondos, que pasaba todo el día dormitando en un agujero del muro y lanzábase a merodear por la noche. Mostraba grandes pretensiones de sabiduría, hablaba de astrología y conocía algo de magia, pero era terriblemente dado a la metafísica y el príncipe encontró sus discursos todavía más pesados y fastidiosos que los del sabio Eben Bonabben.
Hizo después amistad con un murciélago que permanecía todo el día colgado por las patas en un oscuro rincón de la bóveda y sólo salía, furtivamente, cuando llegaba el crepúsculo. No tenía de las cosas más que conocimientos borrosos e incompletos y se mofaba de todo lo que ignoraba o apenas conocía, pareciendo no encontrar placer en nada.
Después de estos tres pájaros, fue de una golondrina de quien el príncipe se prendó al poco tiempo. Era sumamente habladora, pero inquieta, revoltosa, siempre en el aire, incapaz de seguir mucho tiempo una conversación. Al fin se convenció de que era una charlatana que se contentaba con revolotear por la superficie de las cosas sin profundizar en nada y que, con sus pretensiones de saberlo todo, no conocía nada a fondo.
Tales eran los únicos plumíferos compañeros con quienes el príncipe tuvo ocasión de ejercitarse en el lenguaje que acababa de aprender; la torre era demasiado elevada para que otros pájaros pudieran frecuentarla. Se cansó bien pronto de sus nuevas amistades, cuyas conversaciones decían tan poco al espíritu y nada al corazón, y poco a poco fue cayendo otra vez en su aburrimiento. Pasó el invierno y reapareció la primavera con sus flores, sus verdores, sus brisas perfumadas y volvió para los pájaros el tiempo dichoso de amarse y construir sus nidos. fue una explosión casi repentina de conciertos y melodías en los bosques y jardines del Generalife, que llegaban a los oídos del príncipe, encerrado en su torre solitaria. Por todas partes se oía un solo tema invariable: "¡Amor!, ¡amor!, ¡amor!", cantado en los aires y repetido por todas las voces y en todos los tonos: El príncipe, perplejo, escuchaba en silencio:
"¿Qué es este amor —preguntábase— del cual parece estar lleno el universo y que yo no conozco?"
Entonces interrogó a su amigo el cuervo, pero el impetuoso pájaro le respondió con desdén:
"Dirigíos a la turba de pacíficos pájaros de la tierra que han nacido para servirnos de presa a los príncipes del aire. Mi ocupación es la guerra, y mis placeres los combates. En una palabra: yo soy un guerrero y no sé nada de esa cosa que llaman amor".
El príncipe separóse de él con disgusto y fue a buscar al búho a su retiro. "Esta es un ave de costumbres pacíficas —se dijo— y podrá resolverme el enigma." Y pidió al búho que le dijera qué era ese amor que todos los pájaros cantaban allá abajo, en el bosque.
El búho tomó un aire de dignidad ofendida y contestó:
"Mis noches se consumen en el estudio y mis días en reflexionar en mi celda sobre lo que he aprendido. En cuanto a esos pájaros de que me habláis no los oigo nunca; los desprecio, a ellos y al objeto de sus canciones. ¡Gracias a Alá, no sé cantar! ¡Soy un filósofo y no sé nada de eso que llaman amor!"
Entonces el príncipe hizo a su amigo el murciélago, que seguía pendiente de las patas, la misma pregunta. El murciélago, frunciendo el hocico, tomó un aire ceñudo:
"No vale la pena —dijo agriamente— venir a turbar mi sueño matinal para hacerme una pregunta tan frívola. Yo no salgo hasta que oscurece, cuando duermen todos los pájaros, y no me ocupo jamás de sus negocios. Yo no soy ni cuadrúpedo ni pájaro, gracias al cielo. Conozco la perfidia de todo el mundo y los aborrezco a todos en general y a cada uno en particular. En una palabra: soy misántropo y no sé nada de lo que llaman amor".
El príncipe fue entonces a ver a la golondrina, a quien detuvo cuando pasaba volando alrededor de la torre. La golondrina, como de costumbre, tenia mucha prisa y apenas tuvo tiempo de responderle.
"A fe mía —dijo—, tengo tantos asuntos, tantas ocupaciones, que no he tenido nunca tiempo de pensar en ello. Todos los días debo hacer mil visitas, tengo mil negocios de importancia que examinar, y no me queda un momento libre para ocuparme de esas tonterías. En una palabra: soy una ciudadana del mundo y no sé una palabra de eso que llaman amor." Y diciendo esto voló sobre el valle y se perdió de vista en un momento.
Quedóse el príncipe contrariado y perplejo, pero la misma dificultad de satisfacerla, estimulaba aún su curiosidad. Hallándose de este humor, entró en la torre su viejo guardián; el príncipe dirigióse vivamente a su encuentro:
—¡Oh, sabio Eben Bonabben! —exclamó—, tú me has enseñado casi toda la sabiduría de la tierra, queda una cosa que ignoro por completo y en la que quisiera ser instruído.
—El príncipe no tiene más que preguntar: todo lo que encierra la limitada inteligencia de su servidor está a ,su disposición.
—Dime, pues, ¡oh profundísimo sabio!, ¿qué es esa cosa que llaman amor?
El sabio Eben Bonabben se quedó como herido por un rayo. Empezó a temblar y cambió de color, sintiendo que su cabeza vacilaba ya sobre sus hombros.
—¿Qué ha podido sugerir a mi príncipe semejante pregunta? ¿Dónde puede haber aprendido esa vana palabra?
El príncipe le condujo a la ventana de la torre.
—¡Escuchad, oh Eben Bonabben! —dijo.
El sabio escuchó. El ruiseñor, posado en el ramaje debajo de la torre, cantaba a su bienamada la rosa; de todas las ramas floridas y de los espesos matorrales se elevaba un concierto; y el amor, el amor, el amor, era el tema invariable.
—¡Allah Akbarl ¡Dios es grande! —exclamó el sabio Bonabben—, ¿quién puede pretender ocultar ese misterio al corazón del hombre cuando hasta los mismos pájaros conspiran a revelarlo?
Y volviéndose hacia Ahmed, le dijo:
—¡Oh príncipe mío!, cierra tus oídos a estos cantos seductores e impide que llegue a tu inteligencia esta peligrosa ciencia. Sabe que el amor es la causa de la mitad de los males que sufren los desdichados mortales. El es el que enciende el odio y la discordia entre los amigos y los hermanos, el que causa las sangrientas traiciones y el estrago de la guerra. Las inquietudes y las penas, los días sin alegrías y las noches de insomnio, forman su cortejo. Marchita la flor y destruye los placeres de la juventud y lleva consigo los males y las tristezas de una vejez prematura. ¡Alá te conserve, oh príncipe mío, en una completa ignorancia de lo que es amor!
Retiróse, el sabio Eben Bonabben dejando al príncipe en mayor perplejidad. En vano intentó alejar de su espíritu esta preocupación; no por eso dejó de ser menos señora de sus pensamientos, forzándolo a consumirse en vanas conjeturas. "Con toda seguridad —decíase a sí mismo escuchando los cantos melodiosos de los pájaros— que estos acentos no son los del dolor, sino que expresan, por el contrario, la ternura y la alegría. Si el amor es una cosa tan grande de desgracia y de discordia, ¿por qué estos pájaros no languidecen en la soledad y por qué no se les ve despedazarse en lugar de revolotear alegremente entre los árboles o juguetear reunidos entre las flores?"
Reposaba una mañana sobre su lecho, meditando en este enigma. La ventana de su cuarto, abierta de par en par, dejaba entrar la suave brisa que venía del valle del Darro, saturada del perfume de los naranjos en flor; oíanse débilmente los trinos del ruiseñor, que cantaba siempre su eterna canción. Cuando el príncipe escuchaba suspirando, oyó de pronto en el aire un ruido de alas: un bello palomo, perseguido por un gavilán, refugióse en la habitación y cayó jadeante al suelo, mientras que su perseguidor, escapada la presa, emprendió otra vez su vuelo hacia las montañas.
El príncipe recogió al ave fatigada, que respiraba agitadamente, y después de haberla calmado con sus caricias, la metió en una jaula de oro y le dio con su propia mano el trigo más blanco y el agua más pura. Pero el ave rehusó todo alimento y permaneció triste y abatida, exhalando dolorosos gemidos.
—¿Por qué te quejas? —le dijo Ahmed—, ¿no tienes todo lo que tu corazón puede desear?
—¡Ay, no! —respondió el palomo—. !Me veo separado de la compañera de mi corazón y en la dichosa época de la primavera, la del amor!
—¡Del amor! —exclamó Ahmed—. Te ruego, hermosa ave, que me digas lo que es el amor.
—Muy bien puedo hacerlo, príncipe. El amor es el tormento de uno solo, la felicidad de dos y la discordia y la enemistad de tres; es un encanto que aproxima, atrayéndoles, a dos seres y los une con lazos de una dulce simpatía, que los hace felices cuando están juntos y desgraciados cuando se separan. ¿No existe acaso ninguna criatura a quien estéis ligado con los nudos de este tierno afecto?
—Amo a mi viejo maestro Eben Bonabben más que a ninguna otra persona; con frecuencia me resulta fastidioso y algunas veces me siento más feliz sin su presencia.
—No es de esta clase de simpatía de la que hablo. Me refiero al amor, al gran misterio y el principio de la vida, la alegría embriagadora de la juventud, el sabio placer de la edad madura. Mira a tu alrededor, príncipe, y verás cómo la naturaleza, en esta bendita estación, está toda llena de amor. Cada criatura tiene su compañera; el pajarillo más insignificante canta a su amada; hasta el mismo insecto, en el polvo, corteja a su dama, y esas mariposas que veis revolotear alrededor de la torre y jugando en el aire, son felices con sus amores. ¡Ay, príncipe! ¿Has malgastado tantos preciosos días de tu juventud sin saber nada del amor? ¿No hay ninguna persona del otro sexo, alguna bella princesa o gentil damita que haya cautivado tu corazón y hecho nacer en tu pecho un dulce conjunto de penas agradables y tiernos deseos?
—Empiezo a comprender —dijo el príncipe, con un suspiro—; he sentido más de una vez esa inquietud pero sin conocer la causa.; pero, ¿dónde encontrar en esta soledad un objeto como el que describes?
Después de algún rato más de conversación, la iniciación del príncipe en la nueva ciencia fue completa.
—¡Ay! —dijo—. Si verdaderamente el amor es tal delicia y su privación hace tan desgraciado, ¡Alá me libre de turbar la alegría de los que aman!
Y abriendo la jaula, sacó al palomo y lo puso en la ventana, diciéndole: