CULPABLE INOCENTE - Annie West - E-Book
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CULPABLE INOCENTE E-Book

Annie West

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Beschreibung

Tras descubrir a la mujer inocente y sensual que se escondía bajo aquella dura fachada, estaba empezando a dudar de su culpabilidad... Domenico Volpe había sido objetivo de los paparazis durante años por su atractivo, su glamuroso estilo de vida y, desgraciadamente, por una tragedia familiar. La mujer que causó dicha tragedia iba a salir de la cárcel y Domenico estaba dispuesto a hacer lo que fuera para conseguir que guardara silencio... Domenico se aseguró de que Lucy Knight aceptara su oferta ofreciéndole refugio en la mansión que poseía en una isla, lejos del bullicio de la gran ciudad. Mientras el furor de los medios se iba calmando en tierra firme, en la isla la relación entre ambos iba haciéndose más apasionada.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Annie West. Todos los derechos reservados.

CULPABLE INOCENTE, N.º 2248 - julio 2013

Título original: Captive in the Spotlight

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3447-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Durante cinco tristes años Lucy había estado imaginando su primer día de libertad. Un cielo azul, típico de los veranos italianos. El aroma de los cítricos en al aire y el canto de los pájaros.

En su lugar, se encontró con un aroma muy familiar. Los ladrillos, el cemento y el frío acero no deberían oler a nada, pero, mezclados con la desesperación y un fuerte detergente industrial, creaban un perfume llamado Institución. Un perfume que llevaba años metiéndosele por las narices.

Lucy contuvo un escalofrío de miedo. Sintió un nudo en el estómago. ¿Y si había habido un error? ¿Y si la enorme puerta de acero que se erguía ante ella permanecía firmemente cerrada?

El pánico se apoderó de ella al pensar que podría regresar a su celda. Haber estado tan cerca de lograr la libertad para que luego se le negara terminaría por destruirla.

El guardia marcó el código. Lucy se acercó un poco más. La mano sudorosa sostenía la maleta con sus pertenencias y el corazón parecía latirle en la boca. Por fin, la puerta se abrió y ella dio un paso al frente.

Humo de los vehículos en vez de aroma a cítricos. Un amenazador cielo gris, no azul mediterráneo. El rugido de los coches en lugar del canto de los pájaros.

No importaba. ¡Estaba libre!

Cerró los ojos y saboreó aquel momento que tantas veces había soñado. Estaba libre para hacer lo que quisiera. Podía volver a tomar las riendas de su vida. Tomaría un vuelo barato a Londres y luego pasaría allí la noche antes de terminar el viaje en Devon. Una noche en un lugar tranquilo, con una cama cómoda y toda el agua caliente que pudiera desear.

La puerta se cerró a sus espaldas. Entonces, abrió los ojos. Un ruido le hizo darse la vuelta. Más allá, junto a la puerta principal, se veía un grupo de gente. Personas con cámaras y micrófonos.

Un gélido escalofrío recorrió la espalda de Lucy. Echó a andar en la dirección opuesta.

Apenas había comenzado a caminar cuando comenzó el revuelo. Carreras, gritos e incluso el rugido de una motocicleta.

–¡Lucy! ¡Lucy Knight!

No había duda alguna sobre lo que querían.

Lucy apretó el paso, pero una moto la alcanzó. El tripulante le lanzó una pregunta tras otras sin que ella supiera cómo responder. Cuando los demás la rodearon, extendieron micrófonos hacia su rostro, casi sin darle espacio vital, Lucy estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico y echar a correr. Después del aislamiento de aquellos años, aquella muchedumbre resultaba aterradora.

–¿Cómo te sientes, Lucy?

–¿Qué planes tienes?

–¿Tienes algo que decirle a nuestros telespectadores, Lucy? ¿O tal vez a la familia Volpe?

Las preguntas cesaron al mencionarse la familia Volpe. Lucy contuvo el aliento mientras las cámaras seguían fotografiándola.

Se lo tendría que haber esperado. ¿Por qué no lo había hecho? Porque todo había ocurrido cinco años atrás. Agua pasada. Había esperado que el furor se acallara. ¿Qué más querían? Ya le habían arrebatado muchas cosas.

Ojalá hubiera aceptado la oferta de la embajada para llevarla al aeropuerto. Había preferido no fiarse de nadie.

Cinco años atrás, la policía británica no había podido salvarla de las implacables ruedas de la justicia italiana. Había dejado de esperar que ellos, o cualquier otra persona, pudieran ayudarla.

Su orgullo no le había servido de nada.

Apretó los labios y siguió andando, abriéndose paso entre los insistentes reporteros. No empujó ni amenazó a nadie. Se limitó a seguir moviéndose, con la fuerza y la determinación que le habían reportado aquellos años de cárcel.

Ya no era la inocente muchacha de dieciocho años que había ingresado en prisión. Había dejado de confiar en la justicia y, mucho menos, que alguien la defendiera.

Tendría que defenderse ella sola.

No se detuvo. Sabía que si lo hacía estaría perdida. La cercanía de tantos cuerpos le provocaba una sensación casi claustrofóbica. Temblaba por dentro mientras contenía el deseo de echar a correr. Eso era lo que la prensa estaba buscando.

Vio un hueco y se abalanzó hacia él. Entonces, se vio rodeada por hombres ataviados con trajes oscuros y gafas de sol. Hombres que mantuvieron a raya a los periodistas.

Sus sentidos se pusieron en estado de alerta al ver que los hombres, guardaespaldas sin duda, rodeaban un coche. Un vehículo muy caro, oscuro y con cristales tintados.

La curiosidad se apoderó de ella y dio un paso al frente. Sus amigos se habían evaporado en aquellos últimos años. En cuanto a su familia... ¡ojalá pudieran permitirse un medio de transporte como aquel!

Uno de los guardaespaldas abrió una puerta. Lucy se acercó lo suficiente para mirar al interior

Unos ojos grises la atravesaron. Finas y delineadas cejas negras que parecían apuntar hacia un espeso cabello oscuro.

Lucy sintió que se le hacía un nudo en la garganta al observar aquel rostro. Nariz larga y arrogante, pómulos fuertes y angulosos. Sólida mandíbula y firme boca.

A pesar de la condena que reflejaba aquel rostro, otro sentimiento pareció estallar entre ellos, un estallido de calor en aquel ambiente tan cargado. Aquel estallido le tensó la carne y le puso el vello de los brazos de punta.

–Domenico Volpe –susurró ella.

Agarró la maleta con fuerza y, durante un instante, sintió que se tambaleaba.

Él no. Aquello era demasiado.

–¿Me reconoce? –le preguntó él. Hablaba inglés con la perfecta dicción de un hombre con impecable linaje, poder, riqueza y educación a su disposición.

–Le recuerdo –dijo. ¿Cómo iba a poder olvidarle? En una ocasión había estado a punto de creer que... No. Cortó aquella línea de pensamiento. Ya no era tan ingenua.

Ver a Domenico evocó en ella una miríada de recuerdos. Se obligó a concentrarse en los últimos.

–No se perdió ni un momento del juicio...

–¿Se lo habría perdido usted si hubiera estado en mi lugar? –le preguntó él con voz sedosa pero letal.

¿Qué estaba ella haciendo allí, hablando con un hombre que tan solo le deseaba lo peor? En silencio, se dio la vuelta, pero vio que un fornido guardaespaldas le cortaba el paso.

–Por favor, signorina –le dijo indicándole la puerta abierta del coche–. Entre y siéntese.

¿Con Domenico Volpe? Él personificaba todo lo que había ido mal en la vida de Lucy.

Lanzó una risotada histérica y negó con la cabeza. Se movió hacia un lado, pero el guardaespaldas fue más rápido que ella. Le agarró el brazo y la empujó hacia el coche.

–¡No me toque! –le espetó ella, dejando escapar por fin las emociones que había tenido contenidas durante tanto tiempo.

Nadie tenía derecho a coaccionarla.

Ya no.

Nunca más después de lo que había soportado.

Lucy abrió la boca para exigirle que la soltara. Sin embargo, la clara y firme orden que había tenido intención de formular no fue lo que salió. En su lugar, un estallido de maldiciones en italiano, palabras que jamás había conocido, ni siquiera en inglés, hasta su estancia en la cárcel. La clase de italiano barriobajero que Domenico Volpe y su educada familia ni siquiera reconocerían, palabras que utilizaban delincuentes y lunáticos. Ella lo sabía muy bien.

El guardaespaldas abrió los ojos de par en par y dejó caer la mano como si temiera que Lucy pudiera hacerle daño con su lengua.

Lucy se detuvo en seco. Vibraba de furia, pero también con algo parecido a la vergüenza. Se había enorgullecido de superar la peor clase de degradación de la prisión. Tan solo hacía minutos que había salido de la cárcel... ¿Cuánto tiempo tendría que llevar aquel estigma? ¿Tan irrevocablemente le había cambiado la prisión?

Agarró con fuerza la maleta. Dio un paso al frente y el guardaespaldas se apartó. Ella siguió andando, más allá del cordón que separaba a Domenico Volpe de los paparazzi.

Irguió la espalda. Preferiría caer en las garras de la prensa que quedarse allí.

–Lo siento, jefe. Debería haberla detenido, pero como nos estaban observando los periodistas...

–No importa, Rocco. Lo último que deseo es que la prensa publique que hemos intentado secuestrar a Lucy Knight.

Eso remataría a Pia. La cuñada de Domenico estaba muy tensa desde que se enteró que Lucy iba a salir de prisión.

Observó cómo los periodistas la rodeaban y sintió algo muy parecido al remordimiento.

Como si él la hubiera fallado.

Lucy Knight lo había contemplado totalmente horrorizada y había preferido enfrentarse a la prensa en vez de compartir el coche con él. Esto hizo que volviera a adueñarse de él un fuerte sentimiento de culpabilidad. Por supuesto, se trataba de tonterías. A la luz del día, la lógica le aseguraba que ella se había ocasionado a sí misma su propia destrucción. Sin embargo, a veces, en el silencio de la noche, no le parecía tan evidente.

No obstante, él no era el guardián de Lucy Knight. Nunca lo había sido.

Cinco años atrás, él había respondido brevemente a su fresco aire de entusiasmo, tan diferente de las mujeres encorsetadas y sofisticadas que había en su vida. Entonces, descubrió que aquello era tan solo una farsa, que tenía como único objetivo adueñarse de él y utilizarlo, tal y como había hecho con su hermano.

Desgraciadamente, había experimentado una atracción no deseada por ella. Años atrás, su rostro había sido un óvalo perfecto, redondeado por la juventud. Su cabello largo, liso y del color del trigo tostado al sol, lo había incitado a acariciarlo.

Se había odiado por ello.

–Es una gata salvaje, ¿eh, jefe?

–Cierra la puerta, Rocco.

–Sí, señor.

El guardaespaldas se tensó e hizo lo que Domenico le había ordenado.

Él, por su parte, se reclinó en el asiento y observó cómo el tumulto se dirigía calle abajo. Tan solo quedaron algunos de los reporteros, que apuntaban con sus cámaras a la limusina. Por suerte, los cristales tintados impedían toda intromisión en la intimidad del vehículo.

Afortunadamente. Domenico no quería que los objetivos se centraran en él y mucho menos cuando se sentía tan... inquieto.

Se pasó la mano por el rostro, deseando desesperadamente que Pia no lo hubiera puesto en aquella situación. ¿Qué importaba el alboroto de los medios? Podría sobreponerse a ello como siempre.

En el caso de Domenico, no eran los medios lo que lo turbaban. No le importaban los paparazzi. Era ella, Lucy Knight. El modo en el que lo había mirado.

Había cambiado mucho. El cabello corto le daba el aspecto de una traviesa ninfa en vez de una inocente adolescente. Su rostro se había afinado y se había esculpido para darle una profunda belleza que, a la edad de dieciocho años, había sido simplemente una promesa. En cuanto a personalidad, de eso tenía a montones.

Le había hecho falta mucho valor para dirigirse de nuevo a aquella horda hambrienta de noticias.

Durante todas las semanas que duró el juicio, había adoptado una actitud fría. ¿Cómo había podido ocultar una pasión tan encendida?

Podría ser que aquella faceta de su personalidad fuera algo nuevo, adquirido durante los años que había pasado en prisión.

Domenico se hundió en su asiento. Debería ignorar las súplicas de Pia y sus propias reacciones y marcharse de allí. Aquella mujer no había supuesto más que problemas para su familia desde el día en el que cruzó el umbral de la casa familiar.

Apretó el interfono para dirigirse al chófer.

–Arranca.

Faltaban veinte minutos para que llegara el autobús.

¿Podría aguantar? Los reporteros eran cada vez más insistentes. Lucy tuvo que echar mano de toda su sangre fría para fingir que no le molestaban, para ignorar las cámaras y las preguntas.

Le temblaban las rodillas y le dolía el brazo, pero no se atrevía a dejar la maleta en el suelo. Contenía todo lo que ella poseía y no le habría sorprendido si uno de los paparazzi se la hubiera quitado para mostrarle al mundo el estado de su ropa interior o elaborar un perfil psicológico basándose en los pocos libros que poseía.

El grado de insistencia se había incrementado cuando los reporteros se dieron cuenta de que, en vez de la presa fácil que habían esperado, estaban frente a una mujer decidida a no cooperar. ¿No se daban cuenta de que lo último que quería era más publicidad?

Tanto revuelo había atraído a los curiosos. Lucy pudo escuchar los murmullos y los comentarios escandalizados. Se tensó, preparándose contra la multitud que la rodeaba. Sabía muy bien lo rápidamente que podía estallar la violencia.

Estaba a punto de dejar de esperar el autobús y echar a andar cuando los que la rodeaban se quedaron inmóviles. Un aleteo, parecido a un susurro, recorrió el aire, dejando a su paso algo parecido al silencio.

De repente, las cámaras se apartaron. Allí, dirigiéndose hacia ella, estaba el hombre que ella había esperado no volver a ver nunca más: Domenico Volpe. La miraba fijamente a los ojos. Parecía ignorar por completo los objetivos que se centraban en él y que disparaban sin cesar mientras los reporteros le bombardeaban con sus preguntas.

Él llevaba un traje gris. La camisa era blanca y la corbata un nudo perfecto de seda oscura. Su aspecto era el del perfecto ejemplo del hombre italiano acaudalado y de buena educación. Ni una sola arruga estropeaba su ropa ni su rostro. Tan solo los ojos, que parecían atravesarla, revelaban algo que no fuera un frío y férreo control.

Una oleada de calor atravesó el vientre de Lucy mientras lo miraba a los ojos.

Domenico se detuvo ante ella. Lucy se negó a mirarle el rostro. Se centró en la mano que él le extendía.

El papel crujió cuando ella lo tomó de la mano de Domenico.

Venga conmigo. Yo puedo ayudarla a escapar de esto. Estará a salvo.

Lucy levantó el rostro.

–¿A salvo? –dijo. ¿Con él?

–Sí...

Aquello era una locura. Algo completamente imposible. Domenico no podía querer ayudarla. Sin embargo, no era tan estúpida para pensar que podía seguir allí. No tardaría mucho tiempo en producirse algún problema y ella estaría en el centro del mismo.

A pesar de todo, dudó. Era consciente de la fuerza de aquellos anchos hombros, de la corpulencia de aquel cuerpo y de las fuertes manos de piel olivácea. En una ocasión, aquel descarado poder masculino la había dejado sin aliento. En aquellos momentos resultaba amenazante.

No obstante, si él hubiera querido hacerle daño físicamente, habría encontrado modo de hacerlo mucho antes.

Él se inclinó hacia delante. Lucy se tensó cuando el susurro de sus palabras le acarició la mejilla.

–Palabra de Volpe.

Sabía que Domenico era un hombre orgulloso, altivo y leal. Poderoso. Peligroso e inteligente. Sin embargo, todo lo que había leído sobre él, que había sido mucho, indicaba que él era un hombre de palabra. No mancillaría su noble apellido ni su orgullo con la mentira.

Al menos, eso esperaba Lucy.

Asintió con gesto tembloroso.

–Va bene.

Domenico le quitó la maleta y la empujó para que atravesara la multitud colocándole una mano en la espalda. El calor que emanaba de su piel atravesaba la ropa de Lucy.

Las preguntas los asaltaban, pero Domenico Volpe las ignoró completamente. Con su apoyo, Lucy consiguió seguir adelante. Entonces, de repente, apareció un espacio abierto, un cordón de guardaespaldas que los conducía hasta la puerta abierta de la limusina.

En aquella ocasión, Lucy no necesitó que la animaran a entrar. Se montó sin dudarlo y se deslizó hasta el lugar más alejado del amplio asiento trasero.

La puerta se cerró cuando Domenico hubo entrado y el vehículo aceleró rápidamente.

–¡Mi maleta!

–Está en el maletero. A salvo.

Lentamente, Lucy se giró. Se sentía agotada, exhausta después de haber estado un buen rato a merced de los periodistas, pero no podía relajarse.

Los profundos ojos grises la estaban observando. En aquel instante, tenían un aspecto tormentoso. A pesar de la aparente relajación de su cuerpo, se notaba la tensión en los hombros y en la mandíbula.

–¿Qué es lo que quiere?

–Rescatarla de la prensa.

–No.

–¿No? ¿Me está llamando mentiroso?

–Si hubiera estado interesado en rescatarme, lo habría hecho años atrás, cuando realmente importaba. Sin embargo, me dejó tirada.

–Está hablando de dos cosas diferentes –replicó él con frialdad.

–¿Usted cree? Juega con la semántica. Lo último que quiere es rescatarme.

–En ese caso, digamos simplemente que, en esta ocasión, sus intereses coinciden con los míos.

–¿Cómo? No veo lo que podamos tener en común.

–En ese caso –dijo él con tranquilidad–, tiene una memoria muy mala. Ni siquiera usted puede negar que, muy a mi pesar, estamos unidos por un vínculo que nos ata para siempre.

–Pero eso es...

–¿Pasado? –concluyó él con una tenue sonrisa–. Puede ser, pero es una verdad con la que yo vivo todos los días –añadió con voz dura y profunda–. Nada me podrá hacer olvidar nunca que usted mató a mi hermano.

Capítulo 2

Lucy sacudió la cabeza enfáticamente y, durante un instante, Domenico se sorprendió al lamentar el hecho de que su larga melena rubia ya no estuviera allí para acariciarle los hombros. ¿Por qué se habría cortado el cabello tanto?

Cinco años después, aún recordaba cómo aquella cortina de seda lo había atraído.

Imposible. No era desilusión lo que sentía.

Se había pasado muchos días en el tribunal, observando a la mujer que le había arrebatado la vida a Sandro. Había ahogado la pena, la urgente necesidad de venganza y la profunda desilusión por haberse equivocado tanto con ella. Se había obligado a observar todas las expresiones de su rostro, todos los matices. Había grabado la imagen de Lucy en su pensamiento.

Había aprendido de memoria el rostro de su enemigo.

No había sido atracción lo que había sentido entonces por la buscona que había tratado de jugar con los dos hermanos Volpe. Simplemente el reconocimiento de una belleza que podría perjudicar la causa de la acusación.

–No. Me condenaron por homicidio. Hay una gran diferencia.

Domenico la miró fijamente a los ojos, que estaban iluminados con una pasión que iba en contra de la lógica. Entonces, comprendió sus palabras y la ira se apoderó de él.

Tendría que habérselo imaginado. Sin embargo, escuchar aquella mentira en su voz amenazaba hasta el férreo control que ejercía sobre sí mismo.

–¿Sigue afirmando su inocencia?

–¿Y por qué no iba a hacerlo? Es la verdad –le dijo ella mirándolo a los ojos con un descarado desafío.

La ira se apoderó de Domenico.

–Sigue mintiendo. ¿Por qué?

–No estoy mintiendo. Es la verdad. Yo no maté a su hermano.

–¿Quién está jugando ahora con los significados de las palabras? Sandro perdió el equilibrio cuando usted lo empujó contra la chimenea –le espetó él–. El golpe que se dio en la cabeza al caer lo mató. Es usted responsable. Si él no la hubiera conocido, seguiría hoy con vida.

El rostro de Lucy se tensó. Tragó saliva. En aquel momento, a Domenico le pareció ver algo parecido a dolor en sus ojos. ¿Culpabilidad? ¿Arrepentimiento por lo que había hecho?

Un instante más tarde, aquella imagen de vulnerabilidad se desvaneció. Domenico pensó si se lo habría imaginado. ¿Le habría proporcionado su imaginación la imagen que tanto tiempo había esperado a ver? ¿Remordimiento por la muerte de Sandro?

Trató de analizar la actitud de Lucy. Espalda rígida, barbilla levantada, las manos plegadas suavemente sobre el regazo, aunque apretándose con demasiada fuerza. Se dio cuenta de que los ojos de ella eran diferentes. Después de la expresión de asombro que habían tenido, se mostraban cautelosos en aquellos momentos.

La diferencia de la presunta inocente que había conocido tantos años atrás era asombrosa. Ciertamente, había dejado de hacerse la ingenua.

Tenía un aspecto frágil. Parecía proyectar toda su energía en su aparente fachada de tranquilidad.

Domenico sabía que todo era apariencia. Los años de experiencia en el despiadado mundo de los negocios lo habían hecho un experto en el lenguaje corporal. No se podía confundir la tensión que atenazaba sus músculos o las respiraciones entrecortadas que no era capaz de ocultar del todo.

¿Cuánto le costaría hacer pedazos aquella imagen para llegar a la verdadera Lucy Knight? ¿Qué haría falta para conseguir que se desmoronara?

–Si admitiera la verdad, el futuro le resultaría más fácil.

–¿Por qué? ¿Porque la confesión es buena para el alma?

–Eso dicen los expertos.

–¿Cree que me vas a hacer cambiar de opinión por intentar hacer sus pinitos en psicología? –le preguntó ella con una dura sonrisa–. Tendrá que esforzarse un poco más. Si los expertos no pudieron conseguir que yo confesara, ¿cree que lo conseguirá usted?

–¿Los expertos?

–Por supuesto. No creerá que he estado viviendo todo este tiempo en un espléndido aislamiento, ¿verdad? Le aseguro que hay una verdadera industria para la rehabilitación de los criminales. ¿No lo sabía? Trabajadores sociales, psicólogos, psiquiatras...

Se giró para mirar por la ventana con perfil sereno.

–¿Sabe que me evaluaron para descubrir si estaba loca? –le preguntó mientras se volvía para mirarlo–. Por si no era apta para que me juzgaran. Supongo que tuve suerte. No puedo recomendar la cárcel como experiencia positiva, pero sospecho que un manicomio para los presos que están locos es peor. Por poco.

–Al menos sigue viva para poder quejarse de su internamiento –le espetó Domenico. La ira le hervía en las venas–. A mi hermano no le dio esa opción, ¿verdad? Lo que hizo fue irrevocable.

–E imperdonable. ¿Por eso me ayudó a escapar de los reporteros? ¿Para poder regañarme en privado?