Dame otra oportunidad - Rebecca Winters - E-Book

Dame otra oportunidad E-Book

Rebecca Winters

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Beschreibung

Chase Jarvis, ayudante del guardabosques jefe, no era el hombre que todo el mundo creía y se vio obligado a descubrir su identidad al rescatar a una pasajera de un accidente de helicóptero. Se trataba de Annie Bower, la mujer a la que una vez amó… y que también tenía sus propios secretos.Annie no podía creer que el hombre que ella conocía como Robert estuviera vivo… y deseando conocer a su hija. Al encontrarla de nuevo, lo único que Chase deseaba era mantenerla a salvo pero, ¿podría Annie perdonarlo por el engaño que una vez la mantuvo fuera de peligro… y apartada de él?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Rebecca Winters. Todos los derechos reservados. DAME OTRA OPORTUNIDAD, N.º 2366 - noviembre 2010 Título original: The Ranger’s Secret Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9267-4 Editor responsable: Luis Pugni E-pub x Publidisa

CAPÍTULO 1

LA NOVIA acababa de darle un trozo de tarta al novio y el fotógrafo agrupó a los invitados para una última serie de fotos.

–Tú también, Nicky. Únete a tus padres. Que todo el mundo sonría. Decid «patata».

Nicholas Darrow, de seis años y vestido de etiqueta, era la viva imagen de la felicidad. Acababa de convertirse en el hijo adoptivo de su tía, Rachel Darrow Rossiter y su nuevo padre, Vance Rossiter, guardabosque jefe del Parque Nacional Yosemite en California.

La boda y el banquete, celebrados a finales del mes de septiembre, habían reunido a media docena de guardabosques de Yosemite en la residencia del padre de Rachel de Miami, Florida. Chase Jarvis reía al contemplar a Nicky. El niño estaba tan contento que apenas podía pararse el tiempo suficiente para posar para la foto. Nadie se alegraba tanto por ellos como Chase, el mejor amigo de Vance y padrino de la boda.

La mayoría de los invitados se había marchado y la fiesta tocaba a su fin. Chase, segundo al mando, sería el jefe durante las siguientes tres semanas. Y como tal, junto al resto de sus compañeros, debía tomar un avión de vuelta a Yosemite, no sin antes cambiarse de ropa.

–¿Tío Chase? –el chiquillo corrió tras él hasta el dormitorio de invitados.

–¿Qué hay, Nicky? –chocaron los cinco. Vance le había enseñado a llamar a Chase «tío». A pesar de no compartir ni una gota de sangre, se había convertido en un miembro de la familia Rossiter, y le encantaba.

–¿Ya te vas?

–Eso me temo.

–Ojalá no tuvieras que marcharte aún.

Aquello suponía todo un progreso. Desde su llegada a Yosemite, con su tía, Nicky no había tolerado a nadie, salvo a Vance, a su alrededor. Tras las firmas de rigor que habían convertido a Vance y a Nicky en legítimos padre e hijo, el chico había aceptado por fin a Chase.

–Me gustaría quedarme, pero alguien debe vigilar el parque hasta que vuelva tu papá.

–Mamá y yo iremos con él.

–¡No me digas! –Chase rió–. Vamos a ser vecinos. Me muero de ganas. –¡Yo también! Por primera vez desde que se habían conocido, a principios de junio, el chico se arrojó a sus brazos y a Chase se le formó un nudo en la garganta. Habían pasado juntos momentos muy dolorosos.

–Puede que cuando estés en Londres veas a la reina –añadió Chase. A Nicky le encantaba Harry Potter y quería visitar la estación de tren de la que partían los chicos hacia la escuela de magia de Hogwarts.

–Sí. Y también veré castillos y autobuses rojos de dos pisos y búhos blancos.

–Si ves un búho blanco, no te olvides de mandarme una postal para contármelo.

–¡Lo haré! Papi dice que no son tan grandes como nuestro búho real del parque. Cuando volvamos quiero ver cómo se van a dormir los osos.

–No es fácil pillarlos cuando se van a la cama –Cha-se rió mientras se cambiaba de ropa. –¡Papi puede! Utilizaremos los prismáticos y los espiaremos.

Según Nicky, Vance era capaz de cualquier cosa. Y también según Rachel. Vance había tenido mucha suerte. Chase sintió cierta añoranza por la felicidad que una vez había compartido con Annie Bower. El sentimiento lo pilló totalmente por sorpresa y con la guardia baja.

Incluso tras diez años lo asaltaban los recuerdos de ella y de la vida que habían planeado juntos. Pero ese sueño se había roto. La preciosa Annie seguramente estaría casada y con unos cuantos hijos.

–¿Nicky? –llamó una voz familiar. Ambos se volvieron y vieron a Vance en la puerta. –El tío Chase tiene que volver para encargarse del parque –anunció el niño.

–Sí –el rostro de su padre se iluminó con una amplia sonrisa–. Todo queda en tus capaces manos. Te cedo todos los quebraderos de cabeza con mis bendiciones.

–¿Quebraderos de cabeza? –Nicky frunció el ceño. –Significa que a veces surgen problemas –Chase acarició la cabeza del pequeño. –¿Como cuando el oso se metió en el coche de aquella señora y no quería salir? –Y como cuando cierto niño de seis años se escondió porque no quería volver a Florida.

–¡Papi me encontró! –Nicky rió.

–Buena suerte en tu primera reunión con el nuevo superintendente –Vance soltó una carcajada y se volvió hacia su ayudante–. Bill Telford acaba de enviudar y tiene un hijo y una hija en la universidad. Tengo enten

dido que es ambicioso, lleno de nuevas ideas. Me alegro de que seas tú quien rompa el hielo con él y no yo. –Esperemos que no resulte tan gruñón como el anterior –dijo Chase, y Vance asintió.

–¡Por fin os encuentro!

Rachel entró en la habitación flotando en su vestido blanco de boda. Era como una aparición de satén y cabellos dorados. A Chase, el encanto y la personalidad de esa mujer le recordaban a Annie, por eso se había sentido atraído hacia ella la primera vez que había aparecido con Nicky en el parque. Sin embargo, Rachel sólo había tenido ojos para Vance. Al mirar a su esposo, el amor que reflejaban sus ojos verdes era cegador.

El dolor le agarrotó las entrañas. Annie solía mirarlo así.

Se preguntó cuánto tiempo necesitaría para superarlo y enamorarse de otra mujer. Desde luego lo había intentado y le aterraba la idea de que jamás sucediera.

Durante el vuelo de vuelta a California, le daría al guardabosque Baird luz verde para que le organizara una cita con la prima de su mujer. Durante más de un año, los Baird habían intentado juntarlos. ¿Por qué no? Ver a Vance y a Rachel tan felices le provocaba un tremendo deseo de experimentar la misma felicidad.

–Gracias por todo –Rachel lo abrazó–. Volveremos pronto al parque. Cuídate, Chase.

–¿Cuándo será la operación de tu padre? –él le tomó las manos.

–El día después de nuestro regreso de Londres. Sólo estaremos allí una semana. Las dos semanas siguientes las pasaremos en Miami con mis padres. Si el corazón de papá está bien, lo llevaremos con nosotros a California.

–Todos rezamos por él.

–Lo sé y os lo agradezco –lo abrazó una vez más. –Vuestro taxi ha llegado, Chase –le advirtió Van-ce–. Os acompañaré. Chase siguió a Vance hasta la entrada donde aguardaban dos taxis.

–Disfruta de la luna de miel –Chase se volvió hacia Vance–. Sin necesitáis un par de semanas más de lo planeado, no hay problema.

–Gracias. Veremos qué tal sale todo, te lo agradezco. Buena suerte. Os echaré de menos.

–Seguro que sí –Chase rió mientras se subía a uno de los taxis junto a un compañero guardabosque e indicaba al conductor que se dirigiera al aeropuerto.

Aunque ya estaban a mediados de octubre, hacía calor en Santa Rosa, California. Annie Bower puso el aire acondicionado y esperó en el coche aparcado a la puerta del colegio Hillcrest. Eran las tres y media. En cualquier momento terminarían las clases y no sabía muy bien cómo darle la noticia a su hija de diez años, Roberta.

Mientras reflexionaba sobre la inesperada oferta de empleo que había recibido, los alumnos salieron en tropel del colegio. Cinco minutos después vio a su estilizada hija caminar hacia el coche. Debbie, su mejor amiga, corrió para alcanzarla.

Julie, la madre de Debbie, era madre soltera como Annie, y llevaba a las niñas al colegio cada mañana. A la salida, Annie cuidaba de la amiga de su hija hasta la llegada de su madre. El sistema había funcionado sin problemas durante los últimos dos años.

Imaginarse a la reservada Roberta obligada a hacer nuevos amigos en un nuevo entorno era preocupante.

Pero había deseado mucho tiempo el nuevo empleo. Llevaba cinco años como arqueóloga en el Departamento Forestal de California, conocido como CDF, y era la primera vez que surgía una oportunidad como ésa.

El sueldo no era gran cosa, pero si no aceptaba perdería la oportunidad de su vida de hacer trabajo de campo en la Sierra Indians, su especialidad.

Diez años atrás, sus padres, que llevaban una frenética vida social en San Francisco, la habían recibido con los brazos abiertos a su vuelta de Oriente Medio y habían intentado consolarla por la pérdida de Robert y su familia. No había habido dos personas más amables y comprensivas al saber que estaba embarazada, pero habían albergado la esperanza de que se fuera a vivir con ellos y no entendían la clase de trabajo que pretendía hacer, sobre todo con un hijo en camino.

Había alquilado un pequeño apartamento, pedido un crédito para terminar los estudios y buscado una cuidadora para su hija recién nacida. Tras licenciarse en Antropología, se había mudado a un apartamento en Santa Rosa, donde había empezado a trabajar en el CDF. Poco a poco había ido ascendiendo mientras luchaba por ser la mejor madre posible.

Todos los meses pasaban un fin de semana en San Francisco para que Roberta pudiera ver a sus abuelos, pero éstos no dejaban de quejarse por el trabajo que había elegido y la tensión era cada vez mayor, algo que no pasaba desapercibido para Roberta.

Si aceptaba el nuevo puesto, sus padres la sermonearían sobre lo defraudados que se sentían por verla dedicada a un oficio tan poco ortodoxo teniendo una hija que cuidar. Ya que era inútil discutir con ellos, podría decirse que Roberta y ella estaban solas.

Hasta el momento les había ido bien. No serían las primeras en mudarse por motivos de trabajo. Muchos de los empleados de la empresa farmacéutica de su padre se veían obligados a trasladar su residencia, pero él no lo consideraba una excusa válida cuando hablaban del futuro de su única hija y nieta.

La decisión final dependería de Roberta.

–Hola, chicas.

–¡Hola! –contestó Debbie, la primera en subirse al coche.

Roberta se sentó a su lado, ambas niñas aferradas a sus mochilas.

–¿Qué tal el colegio hoy? –Annie arrancó y el coche empezó a avanzar.

–Bien.

–Hemos tenido a una sustituta –informó Debbie.

–¿Y os ha gustado?

–No ha estado mal, pero ha castigado a dos de los chicos sin recreo.

–¿Por qué?

–Se rieron de ella porque era coja.

–Jason y Carlos son malos –explicó Roberta.

–Eso fue muy cruel por su parte –Annie miró a su hija por el espejo retrovisor.

–Se lo voy a contar a la señora Darger cuando vuelva.

–Bien por ti –el colegio no tenía ninguna política contra los abusos, y eso incluía el abuso contra los profesores. Todos debían permanecer vigilantes.

–Si lo descubren podrías meterte en un lío.

–No me importa –le dijo Roberta a Debbie.

Roberta se rebelaba contra las injusticias sin importarle las consecuencias. ¡Cómo amaba a su hija!

–Prepararé la cena mientras hacéis los deberes –minutos más tarde, Annie aparcó el coche frente al complejo en el que residían. Siempre cenaban pronto porque Roberta solía tener hambre a esa hora.

La hija de Annie era una criatura curiosa. En lo que llevaban de curso, la comida que le preparaba para llevar al colegio volvía intacta. La única explicación que le daba era que los chicos más populares se burlaban de quienes no llevaban un zumo o un aperitivo de determinada marca. A Annie le había costado doblegarse, pero al fin había permitido que su hija eligiera las marcas para acallar los comentarios negativos.

Si le daba un cheque para pagar la comida del colegio, solía encontrárselo de nuevo en la mochila. La niña, al parecer, sentía demasiada vergüenza para pasar por caja. La timidez podría deberse a la ausencia de un padre. El recuerdo invadió su mente. El dolor de aquel aciago día en Kabul aún era demasiado fuerte.

Annie se dirigía hacia la excavación cuando una explosión había hecho temblar el suelo. A continuación se había desatado el caos. Enseguida supo que Robert, sus padres y todos los que iban con ellos habían muerto.

–La sustituta no nos ha puesto deberes, mamá. La señora Darger volverá mañana.

–Entonces podéis ayudarme a preparar los tacos –Roberta nunca mentía y Annie no vio motivo para sospechar.

–¿Puedo rallar el queso?

Debbie había preguntado primero, aunque a Roberta le encantaba hacerlo.

–Claro –Annie volvió a mirar a su hija por el retrovisor. Estaba mascullando algo, pero su sentido de la justicia se impuso y no dijo nada. Era un rasgo admirable heredado de su padre.

De haber sido niño, Roberta sería idéntica a su padre de joven. Tenía su nariz recta que les confería carácter. También tenía su boca grande y los cabellos de color castaño oscuro. Lo único heredado de ella era la barbilla redondeada y los ojos azules.

Los ojos de Robert habían sido grises con motas de plata que se iluminaban al mirarla. Durante sus apasionados encuentros amorosos se volvían iridiscentes, indicando que le proporcionaba tanto placer como él a ella.

–Lavaos primero las manos –dijo antes de abrir la puerta del apartamento. –¿Por qué nos lo dices siempre, mamá? Ya no somos unos bebés.

–Es verdad. Me temo que tengo la manía de tratarte como si lo fueras –en algunos aspectos, su hija crecía demasiado deprisa, aunque a lo mejor no le venía mal para la conversación que les aguardaba. Hacía falta un cierto grado de madurez para que Roberta considerara la opción de mudarse a un lugar excepcional.

–Mamá también me lo dice –dijo Debbie.

Mientras las niñas corrían a la habitación de Roberta, su madre se cambió de ropa y metió la carne picada en el microondas para descongelarla.

Las niñas aparecieron en la cocina para picar y rallar los ingredientes mientras ella freía las tortillas y sofreía la carne. Luego prepararía una ensalada de fruta.

Acababan de sentarse a la mesa cuando apareció Julie. Había olvidado la clase de violín de Debbie y tenían que marcharse de inmediato. Annie les envolvió un par de tacos para que se los llevaran.

–Gracias, Annie. Mañana te veo, Roberta.

–Adiós –Roberta volvió a la mesa–. Me alegro de que no me apuntaras a violín.

–Todo el mundo debería aprender a tocar algún instrumento. Yo tocaba el piano, y había pensado alquilar uno para que empieces a dar clases, pero antes quiero hablar de algo.

–¿De qué? –Roberta se preparó otro taco y lo mordió con entusiasmo–. ¿Has vuelto a discutir con la abuela?

–¿Esa impresión damos? –Annie dejó de masticar.

–A veces –fue la tranquila respuesta.

–Lo siento. Cuando hablamos, a veces parece que discutimos, pero es nuestra forma de comunicarnos. Te adoran y les gustaría que viviésemos en San Francisco –contempló a su hija con atención–. ¿Alguna vez has deseado vivir allí?

–A veces –dio otro mordisco al taco–. ¿Y tú?

–A veces, pero yo no puedo hacer mi trabajo allí.

–Lo sé. Si papá no hubiera muerto, viviríamos con él y sí podrías –su lógica era irrefutable.

–Tienes razón, cielo –Annie le había contado la verdad. Robert y ella no habían tenido tiempo de casarse antes de su muerte, pero lo habían planeado porque estaban muy enamorados. Era su padre de pleno derecho–. Estaríamos siempre juntos.

Había llegado el momento de abordar el tema del empleo nuevo, pero el giro en la conversación le hizo dudar. ¿Estaba perjudicando a Roberta viviendo lejos de sus padres?

–Si yo estuviera dispuesta a cambiar de trabajo, podríamos vivir en San Francisco.

–¿Qué trabajo?

–No… no lo sé aún –balbuceó ella. Roberta parecía interesada en la posibilidad.

–El abuelo dice que él se ocuparía de nosotras y que tú no tendrías que trabajar.

–De niña ya cuidó de mí –Annie suspiró–, pero ahora que soy mayor y tengo una hija, ¿crees que debería seguir ocupándose de mí?

–Si papá viviera, él cuidaría de nosotras –dijo la niña tras unos segundos de silencio.

–Pero murió, y de eso hace mucho tiempo.

Annie se había esforzado en hacerle comprender a su hija qué padre tan maravilloso y aventurero había tenido. No le había resultado difícil porque Robert había sido especial, cariñoso, brillante y, aun así, amante de la diversión. Roberta había sabido lo valiente que había sido al trabajar en un ambiente hostil, pero sin que su madre se sintiera insegura.

Le había expresado a Annie sus deseos de casarse con ella y tener hijos. Los dos habían albergado sueños de formar una familia. Las fotos mostraban a un hombre fuerte, atractivo y vital que cualquier niña desearía reclamar como padre.

Por eso Roberta no olvidaba nunca que la habría amado y que habría sido el mejor padre del mundo. –¿Por qué no viven Julie y Debbie con los padres de Julie? –Annie se irguió en la silla.

–No lo sé –Roberta se encogió de hombros.

–Seguramente porque a Julie le gusta ocuparse de su hija, igual que a mí me gusta ocuparme de ti –ya no podía retrasar más el momento de la pregunta definitiva–. ¿Preferirías que el abuelo se ocupara de nosotras?

–Si a ti no te gusta, no –los ojos azules la miraron fijamente.

–Cariño… –Annie agarró la mano de su hija–. Quiero que seas sincera. ¿Te gustaría que nos mudáramos a San Francisco? Si quieres podemos. Encontraré un trabajo allí.

–¿Te refieres a vivir con los abuelos?

–No exactamente –ella se mordió el labio–. Tendríamos nuestra propia casa, pero podrías verlos más a menudo. A lo mejor incluso podrías ir hasta su casa en bicicleta después del colegio y los fines de semana.

–¿A ti te gusta eso?

–Sí. ¿Y a ti?

–Yo sólo quiero estar contigo.

–Entonces, te haré otra pregunta –emocionada por la respuesta de su hija, Annie no dudó de su sinceridad–. ¿Qué te parecería vivir en otro sitio, sólo durante un año? Estaríamos juntas mucho más tiempo porque en invierno trabajaría casi siempre en casa.

–¿Estaría muy lejos de Debbie?

–No –contestó ella sin dudar–. Podría ir a verte los fines de semana. Y los abuelos también. Y a veces podríamos ir nosotras a verlos a ellos.

–¿Dónde está?

–En el Parque Nacional de Yosemite.

–Allí es donde están todas esas secuoyas. Parecen gigantes.

–Sí. ¿Cómo lo sabías?

–¡Mamá! Estoy en cuarto curso. Estudiamos la historia de California. La señora Darger nos puso un video el otro día. A finales de curso vamos a ir de excursión a Yosemite.

Annie recordó haber leído algo sobre la visita en la agenda del curso.

–Es un parque muy famoso.

–Nos contó que parte de nuestra agua viene de una presa construida en el parque. En un lugar con un nombre muy raro. La gente quiera tirarla abajo.

–Lo sé. Estás hablando del Valle Hetch Hetchy.

–¿Cómo lo sabías? –Roberta asintió.

–Cuando era pequeña tus abuelos me llevaban al parque muy a menudo. Es un lugar precioso. –¿A qué te dedicarías? –A lo de siempre. A la arqueología. –¿En el parque? –la niña ladeó la cabeza. –Sí. El valle de Yosemite es un distrito arqueológico. Forma parte del listado del Registro Nacional de Lugares Históricos de Estados Unidos. Allí fue donde nació mi interés por la arqueología. ¿Sabías que tiene más de cien lugares indios conocidos que ofrecen información sobre las formas de vida prehistóricas?

–¿Viven indios allí?

–Algunos. Los desprendimientos de rocas, de troncos o los aludes han permitido que el parque oculte bajo tierra verdaderos tesoros arqueológicos. Mi trabajo sería el de datarlos y, si es posible, desenterrar algunos.

–¿Dónde viviríamos? –Annie oía la mente de su hija funcionar a pleno rendimiento.

–Dentro del parque. He estado esperando esta oportunidad durante años. Y al fin me han dicho que el puesto es mío. Si me interesa, el Departamento Forestal me enviará allí en avión durante un día para que lo vea y les diga si lo quiero. Allí, el director de arqueología me dará toda la información necesaria.

–¿Puedo ir contigo? –la niña se levantó de la silla.

–Durante la visita de un día, no. Me iría el lunes de madrugada y volvería esa misma noche. Si quieres, puedes quedarte con los abuelos, o podemos organizar-lo para que te quedes con Debbie o con Penny. Pero no haré nada que tú no quieras que haga.

Roberta salió disparada de la cocina y su madre se sintió invadida por el desánimo.

–¿Adónde vas?

–¡A buscar el parque en Internet!

El pequeño ratón de biblioteca era un genio a la hora de rastrear páginas Web. Annie la siguió hasta el salón, donde estaba el ordenador que utilizaba Roberta para los deberes y ella para su trabajo en el CDF de Santa Rosa.

Se quedó en la puerta y esperó a que su hija descubriera el modo correcto de escribir «Yosemite» y abriera alguna página sobre el parque.

–¡Se puede montar a caballo!

A Annie no le sorprendió la emoción en la voz de la niña. Antes de la aparición de los libros de Harry Potter, se había aficionado a la lectura de textos sobre animales, desde gatos y perros hasta lobos y osos polares. Sin embargo, su animal favorito era el caballo. Robert adoraba a los caballos y le habría encantado saber que su hija sentía la misma pasión por ellos.

–Suena divertido.

–Aquí dice que hay miles de pistas para montar –después de unos minutos, volvió a levantar la vista–. No veo ningún colegio.

–Es que el colegio es para los hijos del personal que trabaja allí, y por eso no lo anuncian en Internet.

–Se me había olvidado. Supongo que no querrán que los depredadores encuentren a algún niño –en esos momentos, Roberta parecía una persona mayor.

Annie sintió un escalofrío. Al menos en el colegio les enseñaban a estar alertas ante la cara más fea de la sociedad.

–¿Qué te parece? –ella contuvo el aliento–. ¿Voy a ver qué tal es aquello o no?

–Sí –Roberta seguía pegada a la pantalla–. Cuando acabe la clase de violín de Debbie voy a llamarla para que busque el parque de Yosemite. Aquí dice que algunos de los guardabosques van montados a caballo. Debbie podría venir a montar conmigo. Le preguntaré si me puedo quedar en su casa hasta que vuelvas.

Annie no se lo podía creer. Su hija no había dicho que no. De todas las maravillas de Yosemite, quién habría dicho que los caballos serían el factor clave.

–Mientras tú haces eso, enviaré un correo electrónico al director para comunicarle que estaré preparada para ir el lunes.

Faltaban cinco días. Tiempo suficiente para ponerse al día con el proyecto sobre el que trabajaría a lo largo del río Tuolumne. Los Awahnichi habían vivido allí en el 500 D.C.

La emocionaba la idea de realizar el trabajo de campo. Salvo por Roberta, la mayor alegría de su vida, no había vivido nada emocionante después de perder a Robert.

–¿Chase? –Beth asomó la cabeza por la puerta del despacho de Vance–. El guardabosque Baird por la línea dos. Dice que esperará.

Chase asintió hacia la secretaria personal de Vance antes de finalizar la llamada con el guardabosque Thompson sobre la reparación y limpieza de varias zonas de acampada. Era la época que menos le gustaba en el parque. Las cascadas quedaban reducidas a un simple chorro de agua y las pistas estaban desgastadas por los veraneantes. Sin apenas lluvia en esa época, los incendios forestales controlados dejaban una nube de humo en todas partes, sobre todo por el calor que aún reinaba.

Nicky quería observar la entrada en hibernación de los osos negros, pero aún faltaba para eso. En esos momentos estaban tan activos que entraban en los coches y los campamentos en busca de comida.

Pensó en el regreso de Vance junto con su familia al día siguiente por la tarde. Iría a recogerlos al aeropuerto. Las tres semanas se habían pasado volando. Había estado tan ocupado haciendo el trabajo de una docena de hombres que no se había dado cuenta del paso del tiempo. El respeto que sentía por Vance no había hecho más que aumentar.

La noche anterior había cenado en casa de Baird para conocer a la prima de su esposa y no había salido mal del todo. Susan era dentista en Bishop, California, y una mujer muy atractiva. Aunque ella había insinuado que le gustaría volver a verlo, no había querido animarla y no podía fingir otra cosa. No le gustaba herir los sentimientos de los demás.

–¿Frank? –tras colgar, contestó a la segunda línea–. Siento haberte hecho esperar.

–No pasa nada. Me imaginé que si anoche hubiera saltado alguna chispa ya me lo habrías dicho. Sabes que si quisieras que Susan se quedara un día más…

–Siento darte la razón –Chase suspiró aliviado–. Es inteligente y hermosa, pero…

–No tienes que explicar nada. Ya sé a qué te refieres. Antes de conocer a Kim yo iba de mujer en mujer. Tu problema es que ya estuviste casado una vez.

«No exactamente», pensó Chase.

–Por cierto, la cena estaba deliciosa. Gracias.

–A Kim le encantó la botella de vino que llevaste. A ver si la próxima vez hay más suerte.

–¿Sabes una cosa, Frank? En cuanto vuelva Vance de Miami me voy de vacaciones. ¿Quién sabe? A lo mejor conozco a alguien –sin embargo, en el fondo no lo creía–. Ahora tengo que dejarte. Hablamos más tarde –Chase pulsó la línea de Beth–. ¿A qué hora tengo mañana la reunión con el superintendente Telford? –comentar las ideas que tenía el hombre para promocionar el parque les llevaría tiempo.

–A las diez y media de la mañana.

–¿Podrías llamarlo y preguntarle si le vendría bien a las nueve y media? –el vuelo de Vance llegaba a las cuatro y media y no quería llegar tarde.

–Yo me encargo. ¿Quieres que te lleve algo de comer? –¿Hace falta preguntar? –Chase rió–. Trae el trabajo y mucho café. –Eres tan malo como Vance. Te echaré de menos cuando no estés sentado en su silla. –Por si no te habías dado cuenta, la dichosa silla es de Vance, con todas mis bendiciones.

–¿Quieres decir que no te gustaría ser jefe?

–Si alguien me necesita –Chase gruñó–, voy a inspeccionar los daños en el campamento de Lower Pines. –Buena suerte. Los dos se echaron a reír porque sabían que era el que estaba en peor estado. Chase colgó el teléfono y salió por la puerta. Acababa de subirse a la furgoneta cuando le llegó otra llamada. Era el típico lunes.

–Guardabosque Jarvis –contestó.

–¿Chase? Soy Mark. Hemos perdido la señal del helicóptero de Tom Fuller en algún punto del monte Paiute. Ha debido de caer –Chase soltó un gruñido–. He avisado a las unidades de rescate de tierra y aire, pero les llevará un buen rato llegar al lugar del accidente.

Chase sujetó el teléfono con fuerza. Se trataba del vuelo que el superintendente le había pedido que autorizara. Quería más arqueólogos para el parque y había conseguido fondos.

–Recemos para que los encuentren pronto –vivos o muertos. Chase no quería ni pensar en lo que podría suceder con tanto oso hambriento suelto–. Dame el nombre del pasajero.

–Margaret Anne Bower, de Santa Rosa, California.

La simple mención del nombre después de tantos años hizo que a Chase se le cortara la respiración. No podía ser Annie. Aun así…

Sus pensamientos volvieron diez años atrás. Si se hubiera llamado Margaret se lo habría dicho. Lo habían compartido todo. Además, seguro que se había casado y tenía otro apellido.

–Si tienes su número de teléfono será mejor que llames a su familia –Chase no se atrevía a hacerlo para no descubrir su identidad, lo cual lo implicaría personalmente.

–Ya lo he hecho. Saltó el contestador y una voz de hombre dijo que no había nadie en casa. Le dejé un mensaje al marido para que me llame.

Estaba casada.

–De momento, no puedes hacer nada más, Mark –a lo mejor había conservado su apellido de soltera–. Mantenme informado.

–Lo haré.

Después de colgar Chase arrancó la camioneta con la intención de hablar con las unidades de rescate antes de que partieran, pero un escalofrío recorrió su cuerpo al darse cuenta de que podía estar equivocado sobre el matrimonio de Annie.

El hecho de que el mensaje estuviera grabado por un hombre no significaba necesariamente que perteneciera a su marido. A lo mejor le había pedido a un ve