Desaparecida - Lisa Gardner - E-Book

Desaparecida E-Book

Lisa Gardner

0,0

Beschreibung

La pesadilla comienza en un abrir y cerrar de ojos… Cuando alguien a quien amas desaparece sin dejar rastro, ¿qué serías capaz de hacer para recuperarlo? Un coche abandonado en un tramo desierto de la autopista de Oregón, con el motor encendido y un bolso en el asiento del copiloto marcan el inicio de la peor pesadilla del experfilador del FBI Pierce Quincy: su mujer, Rainie Conner, ha desaparecido. ¿Acaso uno de los fantasmas del turbulento pasado de Rainie finalmente la ha alcanzado? ¿O podría su desaparición estar relacionada con uno de los casos en los que han estado trabajando? Junto con su hija, la agente del FBI Kimberly Quincy, Pierce lucha contra las autoridades locales, corriendo contra el tiempo y buscando frenéticamente respuestas a todas las preguntas que ha temido formular. Un hombre sabe lo que sucedió esa noche y ya se ha puesto en contacto con la prensa. Sus términos son claros: quiere dinero, quiere poder, quiere fama. Y, si no lo consigue, Rainie desaparecerá para siempre. Mientras el reloj avanza hacia un aterrador plazo límite, Pierce se sumerge de lleno en la búsqueda más desesperada de su vida: una desgarradora investigación para encontrar a un asesino, una verdad letal y al amor de su vida, a la que podría perder para siempre… --- «Los giros te harán adivinar hasta la última página. ¡De primera categoría!».  Refresh ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un libro que te pondrá los pelos de punta».  More ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un thriller de ritmo rápido con muchas sorpresas».  Woman ⭐⭐⭐⭐⭐ «Personajes conmovedores, un fuerte sentido del lugar y una trama excelente distinguen el nuevo thriller de Gardner».  Publishers Weekly ⭐⭐⭐⭐⭐ «A medida que se forjan amistades y se desarrolla la trama, Gardner mantiene el suspense al máximo». Booklist ⭐⭐⭐⭐⭐ «Gardner sabe cómo crear una buena historia».  Kirkus Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 570

Veröffentlichungsjahr: 2025

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Desaparecida

Desaparecida

Título original: Gone

© 2006 by Lisa Gardner Inc. Reservados todos los derechos.

© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

Traducción: Ana Lydia García del Valle, © Jentas A/S

ISBN: 978-87-428-1344-7

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

This edition is published by arrangement with Jane Rotrosen Agency, LLC., through International Editors & Yáñez Coʼ S.L.

1

Martes, 12:24 a. m., hora del Pacífico

Está soñando de nuevo, aunque no quiere. Se pelea con las sábanas, sacude la cabeza e intenta que la versión de sí misma en el sueño no suba esas escaleras, no abra esa puerta, no entre en la penumbra.

Se despierta, ahogando el grito en la garganta, con los ojos desorbitados y viendo todavía cosas que no quiere ver. La realidad retorna de forma gradual, a medida que ella va tomando conciencia de las paredes encaladas, las sombrías ventanas y el lado vacío de la cama.

Se dirige al baño, mete la cabeza bajo el grifo y bebe tragos de agua tibia. Todavía puede oír la lluvia que retumba fuera. Parece que no ha parado de llover durante todo ese mes de noviembre, aunque puede que solo sea su estado de ánimo.

Entra en la cocina. La nota sigue sobre la mesa. Han pasado siete días y ya no la lee, pero no se atreve a tirarla.

Es hora de hacer inventario en el frigorífico. Hay yogur, atún, piña, huevos… Coge los huevos y se da cuenta de que caducaron hace dos semanas.

«A la mierda», piensa, y regresa a la cama.

Vuelve a soñar lo mismo, las mismas imágenes, el mismo grito visceral.

A la una de la madrugada, termina levantándose. Se ducha, busca ropa limpia y se queda mirando su demacrada imagen en el espejo.

—¿Cómo se deletrea desastre? R-A-I-N-I-E.

Va a dar una vuelta con el coche.

Martes, 2:07 a. m., hora del Pacífico

—El bebé está llorando —murmuró él.

—¡Despierta!

—Mmm, cielo, te toca a ti encargarte del niño.

—Carl, por el amor de Dios. Es el teléfono, no el bebé, y es para ti. ¡Despierta de una vez!

Tina, la mujer de Carlton Kincaid, le dio un codazo en las costillas. Luego le tiró el teléfono y volvió a acurrucarse bajo las sábanas, cubriéndose el cabello color moca con el edredón de plumas. A Tina le costaba levantarse a mitad de la noche.

Por desgracia, a Kincaid también. Como sargento detective de Delitos Graves en la comisaría de la Policía Estatal de Oregón, en Portland, se suponía que estaba preparado para ese tipo de llamadas. Parecía inteligente e incluso autoritario. Sin embargo, Kincaid llevaba casi ocho meses sin dormir bien y ya lo notaba. Miró malhumorado el teléfono y pensó que más les valía que fuera algo importante de veras.

Kincaid se incorporó e intentó sonar animado.

—Di-gah.

El que llamaba era un agente. Un ayudante del sheriff le había pedido que acudiera a una carretera rural del condado de Tillamook, en cuyo arcén habían encontrado un vehículo abandonado. Por el momento, en el lugar donde se hallaba el vehículo no había rastro del propietario, y tampoco en su domicilio legal.

Kincaid tenía una pregunta.

—¿El vehículo está en una propiedad pública o privada?

—No lo sé.

—Entonces, averígüelo, porque si es privada, necesitaremos autorización para registrar el terreno. También tendrá que ponerse en contacto con el fiscal local para conseguir una orden de registro del vehículo. Así que involucre al fiscal del distrito, acordone la escena, y yo estaré allí en… —Kincaid echó un vistazo a su reloj— cincuenta y cinco minutos.

—Sí, señor.

El agente colgó y Kincaid se puso en marcha. Kincaid llevaba doce años en la Policía Estatal de Oregón. Empezó como agente raso, pasó un tiempo en una unidad especial antipandillas y luego lo trasladaron a Delitos Graves. Por el camino, consiguió una esposa guapa, un gran chucho negro y, desde hacía ocho meses, un bebé lleno de energía. La vida iba según lo previsto, si es que el plan incluía que ni él ni su mujer hubieran dormido ni disfrutado de sus comidas con tranquilidad durante más de medio año.

Los niños te mantenían ocupado, al igual que los delitos graves.

Podía oír la lluvia cayendo a cántaros desde el tejado. Qué noche más jodida para que lo sacaran de la cama. Llevaba dos mudas de ropa en el maletero del coche que tenía asignado, aunque en una noche como esa, solo le servirían para la primera media hora. ¡Mierda! Volvió la vista a la cama con un nudo en el estómago y deseó que, después de todo, hubiera sido el llanto del bebé lo que lo había despertado.

Moviéndose de forma automática, rebuscó en la cómoda y empezó a vestirse. Estaba abrochándose la camisa cuando su mujer suspiró y se incorporó.

—¿Algo grave? —susurró con suavidad.

—No lo sé. Han encontrado un vehículo abandonado en Bakersville.

—Cariño, ¿qué tiene eso que ver contigo?

—La puerta del conductor estaba abierta, el motor seguía en marcha y había un bolso en el asiento del copiloto.

—Qué raro —opinó ella con el ceño fruncido.

—Desde luego.

—Cariño, odio los casos raros.

Kincaid se puso su chaqueta deportiva, se acercó a su mujer y le dio un fuerte beso en la mejilla.

—Vuelve a dormirte, cariño. Te quiero.

Martes, 1:14 a. m., hora del Pacífico

No puede ver absolutamente nada. Aunque los limpiaparabrisas están al máximo, agitándose con violencia por el cristal, da lo mismo, porque no para de llover. Llega a un curva de la carretera, la toma un poco tarde y patina de inmediato a causa del agua.

Respira con dificultad y tiene hipo. ¿Está llorando? Es difícil saberlo, pero agradece estar sola en la oscuridad.

Suelta el acelerador y vuelve con cuidado al carril correcto. Salir a estas horas de la noche tiene sus ventajas. No hay nadie más en la carretera que tenga que sufrir las consecuencias de sus errores.

Sabe a dónde va sin decírselo a sí misma. Si lo pensara, sería una decisión consciente, lo que subrayaría el hecho de que tiene un problema. Resulta mucho más fácil descubrirse a sí misma entrando en el aparcamiento de la taberna El Laboratorio de los Borrachos. Hay otra media docena de vehículos esparcidos por el solar de grava; la mayoría, camionetas de cabina ancha.

«¡Esos bebedores empedernidos! —piensa—. Te tiene que gustar mucho beber para salir en una noche así».

¿Y qué hace ella ahí?

Permanece sentada en el coche, agarrando con fuerza el volante. Siente que empieza a temblar y que la boca se le llena de saliva. Ya está imaginándose ese primer sorbo largo y frío de cerveza.

Por un momento, se encuentra al borde del precipicio.

«Vete a casa, Rainie. Vete a la cama, ve la televisión, lee un libro. Haz algo, haz cualquier cosa menos esto».

Tiembla con más fuerza, todo su cuerpo se convulsiona mientras se encorva sobre el volante.

Si se va a casa, se dormirá, y si se duerme…

NO subas esas escaleras. NO abras esa puerta. NO te asomes a la penumbra.

En su interior hay mucha oscuridad. Quiere ser una persona de verdad. Quiere ser fuerte, decidida y estar en su sano juicio. Pero sobre todo siente que la oscuridad se agita en su cabeza. Empezó hace cuatro meses, cuando los primeros tentáculos rozaban los rincones de su mente, pero ahora la consume. Ha caído en un abismo y ya no puede ver la luz.

Rainie oye un ruido, levanta la cabeza y, en medio de la lluvia torrencial, ve aparecer de repente una gran figura. No grita, pero echa mano a su pistola.

El vaquero borracho pasa de largo, sin saber lo cerca que ha estado de perder el culo.

Rainie vuelve a dejar su Glock en el asiento del copiloto. Ya ha dejado de temblar. Tiene los ojos muy abiertos y una expresión sombría. Una especie de locura fría como el hielo, que es mucho mucho peor.

Pone el coche en marcha y se adentra de nuevo en la noche.

Martes, 3:35 a. m., hora del Pacífico

Bakersville, Oregón, era un pequeño pueblo costero situado en el centro del condado de Tillamook. Estaba enclavado a la sombra de la imponente cordillera de la costa, en el interior del condado. Contaba con interminables hectáreas de pastos verdes de granjas lecheras, kilómetros de playa rocosa y, desde el punto de vista de un detective, un creciente problema de metanfetaminas. Era un bonito lugar para vivir si te gustaban los bares de música country y el queso. Pero si no, no había mucho más que hacer, y los chicos del lugar lo sabían.

Kincaid debería haber tardado cincuenta minutos en llegar a Bakersville, aunque en una noche así, con visibilidad nula, pasos de montaña resbaladizos y una lluvia torrencial, tardó una hora y cuarto. Se detuvo en la escena iluminada, respirando con dificultad y sintiéndose ya en la cuerda floja.

Lo bueno era que los primeros en acudir al lugar habían hecho su trabajo. Tres focos colocados de forma estratégica brillaban en la noche, con sus potentes haces cortando las cortinas de lluvia. La cinta amarilla de la escena del crimen delimitaba un perímetro considerable, fuera del cual empezaban a acumularse los vehículos.

Kincaid reparó en la camioneta de un ayudante del sheriff, luego la del sheriff y, por último, un reluciente SUV negro con toda su parafernalia que supuso que pertenecía al fiscal del condado de Tillamook. Si decidían iniciar una búsqueda a gran escala, requerirían más efectivos, y necesitarían que el personal del laboratorio forense y del equipo de Huellas Latentes procesase la escena, pero esas decisiones le corresponderían a él.

Una hora y cuarenta minutos después del primer aviso, aún estaban abordando lo básico: ¿se trataba de un crimen o no? Seguro que a la mayoría de los contribuyentes les gustaba pensar que la policía abordaba esas situaciones con toda su energía. Notificaban al laboratorio criminal, llevaban a la Guardia Nacional y solicitaban helicópteros. Sí, bueno, esos mismos contribuyentes continuaban recortando el presupuesto de la Policía de Oregón hasta el punto de que en ese momento Kincaid contaba con tres detectives y medio a sus órdenes en lugar de los catorce originales. En el auténtico mundo policial, todas las decisiones que se tomaban estaban asociadas al presupuesto disponible. Para bien o para mal, esos días tenía que operar gastando lo mínimo.

Kincaid se detuvo detrás del monstruoso Chevy Tahoe negro y apagó el motor. No había forma de evitarlo. Abrió la puerta y salió al aguacero.

La lluvia le dio de lleno en la frente. Por un momento, se detuvo, preparándose para la arremetida. Al rato tenía el pelo empapado, el agua le goteaba por el cuello de su impermeable Columbia, y lo peor había pasado. Ya no tenía que preocuparse por mojarse o llenarse de barro, porque ya lo había hecho.

Kincaid rodeó con dificultad su Chevy Impala para llegar al maletero, sacó el cubo de plástico gigante que contenía su kit de escena del crimen y pasó por debajo de la cinta.

El agente Blaney trotó hacia él, con sus botas Danner negras salpicando en el barro. Era un chico obediente y llevaba puesto el equipo de lluvia del departamento al completo, incluida una cazadora azul y negra de la Policía de Oregón que parecía una chaqueta de motorista en mal estado. A nadie le gustaba esa cazadora. Kincaid llevaba la suya en el maletero para las contadas ocasiones en las que estaba rodeado por la prensa… o por un oficial superior.

Era evidente que Blaney llevaba mucho tiempo al aire libre. Bajo las luces de alta potencia, su abrigo se veía tan brillante como el cristal, mientras que, resguardado por su sombrero de ala ancha, el agua le corría a chorros por el rostro de mandíbula cuadrada y le goteaba por la punta de la nariz. Blaney alargó la mano para saludar y Kincaid le devolvió el gesto.

—Agente.

—Sargento.

Al agente lo seguían el sheriff del condado de Tillamook y un ayudante. Blaney hizo las presentaciones mientras todos se apiñaban empapados por la lluvia, con los dientes castañeteando y apretando los brazos contra el cuerpo para entrar en calor.

Dan Mitchell, ayudante del sheriff, había sido el primero en llegar a la escena. El chico era joven, de familia de granjeros, pero trabajaba duro. No le gustó el panorama: la puerta abierta, los faros encendidos, el motor en marcha… Le pareció algo digno de Hollywood. Así que llamó al sheriff Atkins, a quien no le hizo ninguna gracia tener que salir de la cama en una noche como esa, pero al final llegó.

El sheriff resultó una ligera sorpresa. Para empezar, era una mujer, o sea, la sheriff Shelly Atkins. Por otro lado, tenía un apretón de manos firme, una mirada seria y directa y, al parecer, no le apetecía andarse con rodeos.

—Mire —intervino ella a mitad de la enérgica perorata de su ayudante—, Tom está esperando. —Señaló con la cabeza hacia el fiscal, al que Kincaid vio metido de nuevo en su vehículo—. Tenemos una orden de registro para el coche y, según las instrucciones de su agente, hemos confirmado que esto es terreno público. Bien, no sé qué demonios ha sucedido aquí, pero alguien ha abandonado ese coche a toda prisa, y para mí eso es motivo de preocupación. Así que pongamos esto en marcha, o no quedará nada que encontrar salvo un montón de informes policiales empapados.

Nadie pudo discutir esa lógica, así que el pequeño grupo se dirigió hacia el coche, acercándose con cuidado a la puerta abierta.

El vehículo era un Toyota Camry último modelo, con el exterior blanco y el interior de tela azul. Era bonito, pero nada del otro mundo. El conductor se había apartado bien, intentando de forma concienzuda no invadir la vía. A la izquierda de la puerta del conductor estaba la sinuosa carretera rural y a la derecha había un empinado terraplén que se adentraba en un bosque muy frondoso.

Como había informado el agente por teléfono, la puerta del conductor estaba abierta del todo y la punta rozaba el borde del asfalto. Lo primero que pensó Kincaid fue que la mayoría de la gente no abría tanto la puerta. Quizá si tenían las piernas muy largas. O tal vez si estaban cargando o descargando algo del coche. Daba qué pensar.

Desde su ángulo, Kincaid pudo distinguir la forma de un bolso de piel marrón en el asiento del copiloto.

—¿Han mirado en el bolso? —preguntó a nadie en particular.

—Yo lo cogí —informó el ayudante Mitchell, que ya sonaba a la defensiva—. Para comprobar la identidad, ya sabe. Me pareció extraño encontrar un coche con las luces encendidas, el motor en marcha y la puerta abierta por completo. Tenía que empezar por algún sitio.

—¿Encontró alguna una cartera?

—No, señor. Pero después abrí la guantera y encontré la documentación del vehículo. Saqué el nombre de ahí.

—¿El bolso estaba vacío?

—No, señor. Había un montón de cosas: cosméticos, bolígrafos, una agenda electrónica… Pero no vi nada que pareciera una cartera. Volví a colocar el bolso tal y como lo encontré. Juro por Dios que no toqué nada más.

—Excepto la guantera —agregó Kincaid con voz suave, pero en realidad no estaba enfadado. El ayudante del sheriff tenía razón: había que empezar por algún sitio.

Habían apagado el motor del coche. El agente lo había hecho para conservar el combustible. Siempre resultaba útil para ver cuánta gasolina quedaba en el depósito al encontrar un vehículo abandonado. Pero el motor funcionaba bien cuando llegó el ayudante Mitchell y, a simple vista, no había ningún problema con los neumáticos, lo cual parecía descartar que se hubiera detenido por problemas mecánicos.

Kincaid se acercó a la parte trasera del Camry e inspeccionó el guardabarros. No había señales de abolladuras ni rasguños, aunque era difícil saberlo con todo tan mojado. Hizo un intento poco entusiasta de buscar otras huellas de neumáticos o pisadas. La lluvia torrencial había destrozado el suelo, dejando solo charcos poco profundos de agua turbia. La advertencia de la sheriff Atkins había sido acertada, pero llegó demasiado tarde.

Kincaid se dirigió al interior del vehículo, con cuidado de no tocar nada.

—¿El coche es de una mujer? —preguntó.

—De acuerdo con la documentación —informó el agente Blaney—, su nombre es Lorraine Conner, de Bakersville. La sheriff Atkins envió un ayudante a su dirección, pero nadie abrió.

—¿Disponemos de alguna descripción física?

—Según los registros de la Jefatura de Tráfico, mide un metro sesenta y ocho, pesa cincuenta y cinco kilos, tiene el pelo castaño y los ojos azules.

Kincaid miró a la sheriff Atkins.

—Uno sesenta y cinco —intervino ella—. No quería tocar nada todavía, pero, a simple vista, el asiento parece correcto.

Eso era lo que le parecía también a Kincaid. El asiento estaba bastante cerca, tal como cabría esperar. Debía examinar los retrovisores, por supuesto, y también la columna de dirección, pero eso tendría que esperar hasta que las ratas de laboratorio y los de Huellas Latentes hubieran finalizado. Según había dicho Blaney, el depósito de gasolina estaba medio lleno cuando apagó el motor, así que, aunque estuvieron preguntando por las gasolineras locales, por precaución, lo más probable era que Lorraine no hubiera repostado en los últimos días.

Se enderezó, parpadeando para protegerse de la lluvia mientras su mente comenzaba a funcionar.

Kincaid había pasado sus tres primeros años como policía trabajando en todo el litoral. Le sorprendía cuántos de sus informes empezaban con el descubrimiento de un vehículo abandonado. El océano parecía atraer a la gente para hablarles por última vez. Así que conducían hasta la costa para ver esa gloriosa puesta de sol final, luego cerraban el vehículo, se adentraban en el bosque y se volaban la tapa de los sesos.

Pero en todos los años que Kincaid llevaba trabajando, nunca había visto a nadie alejarse de un coche de esa manera, dejando el motor al ralentí, los limpiaparabrisas batiendo y los faros encendidos.

El ayudante Mitchell tenía razón, la escena era demasiado hollywoodiense. Había algo que no encajaba.

—Bien —pronunció Kincaid—. Vamos a abrir el maletero.

Martes, 1:45 a. m., hora del Pacífico

Ha dejado de prestar atención. Sabe que es algo malo. En otra época fue ayudante del sheriff de una pequeña localidad, y Dios sabe que ha visto bien lo que puede ocurrir cuando, aunque solo sea por un segundo, una persona desvía la mirada de la carretera.

Pero ahora está muy cansada. ¿Cuánto hace que no duerme? ¿Horas, días, meses? La fatiga ha erosionado sus habilidades motoras. Su memoria a corto plazo está muy deteriorada. Intenta recordar lo que hizo ayer, pero la imagen que le viene a la mente bien podría haber sido de la semana anterior. Ya no tiene noción del tiempo. Su vida existe en un vacío.

Los limpiaparabrisas golpean con un ritmo constante, zum, zum… La lluvia pega contra el techo de su vehículo y los faros titilan en la noche.

Cuando era más joven, con catorce o quince años, antes de que dispararan a su madre, tuvo un novio al que le encantaba salir en noches como esa. Buscaban una carretera secundaria, apagaban los faros y se perdían en la oscuridad.

—¡YIII-jaaa! —bramaba el chico, antes de darle un trago a su Wild Turkey.

Después follaban como salvajes en el asiento trasero, en una bruma de whisky, sudor y condones.

Al pensar en aquellos días, Rainie siente una punzada. Hace mucho tiempo que no se siente joven, salvaje y libre. Hace demasiado tiempo que no confía en sí misma para conducir a ciegas en la oscuridad.

Y entonces sus pensamientos se desvían, arrastrándola a un lugar al que no quiere ir.

Piensa en Quincy. Recuerda la primera vez que estuvieron juntos, la forma en que la tocó con ternura y la forma en que la abrazó después.

—Rainie —le aseguró con suavidad—, no pasa nada por disfrutar de la vida.

Y ahora le duele. Sufre un dolor indescriptible y no puede respirar. Siete días después, sigue como si le hubieran dado un puñetazo en el plexo solar, y sus labios se mueven, pero no encuentra aire.

La carretera hace una curva, pero está demasiado distraída para reaccionar. Las ruedas giran, los frenos chirrían. Su coche da vueltas y vueltas, y ella suelta el volante. Retira el pie del acelerador. Se encuentra a sí misma dejándose llevar, como una versión solitaria de Thelma y Louise, esperando a lanzarse al Gran Cañón, agradecida de poder acabar de una vez con todo.

El coche gira hacia un lado y vuelve de una sacudida al centro. Los antiguos instintos se activan, despiertan la memoria muscular de los días en que era una policía competente y experta. Agarra el volante y lo gira en la dirección del derrape. Frena con más cuidado y se aparta a un lado de la carretera.

Entonces sufre un ataque de nervios. Apoya la frente en el volante y llora a lágrima viva como un bebé, con los hombros sacudiéndose, el pecho agitado y la nariz goteando.

Llora y llora sin parar, y luego piensa en Quincy, en el tacto de su mejilla contra su pecho, en el sonido de los latidos de su corazón en su oído, y empieza a sollozar de nuevo. Excepto que bajo sus lágrimas ya no hay tristeza, sino rabia candente.

Lo ama y lo odia. Lo necesita y lo desprecia. Esa parece ser la historia de su vida. Otras personas se enamoran. Otras personas son felices.

¿Por qué le resulta tan difícil? ¿Por qué no puede limitarse a olvidar?

Y entonces las imágenes aparecen de nuevo en su mente. Los escalones del porche, la puerta que se abre, la penumbra que llama…

Rainie coge su pistola por reflejo. Para defenderse, para atacar, para disparar… ¿a qué? Ya se ha encontrado con el enemigo, y es ella misma. Lo que, a su manera demencial, la hace volver a odiar a Quincy. Porque si él nunca la hubiera amado, entonces ella nunca habría sabido lo que había perdido.

Acaricia su Glock con los dedos. Y solo por un instante, se siente tentada…

Oye un tamborileo en su ventana y levanta la cabeza de golpe.

El universo estalla con un resplandor blanco.

Martes, 3:49 a. m., hora del Pacífico

El ayudante Mitchell no identificó el contenido del maletero al principio. Pero Kincaid pudo ver cómo por fin lo comprendió al notar que su rostro iba adquiriendo varios tonos de verde.

—¡¿Pero qué co…?! —El ayudante retrocedió a trompicones, levantando el brazo como para bloquear la imagen.

Kincaid estiró una mano y levantó con cuidado la primera página de fotos. Su mirada se dirigió a la sheriff Atkins.

—¿No sabe cómo se llama?

—No, pero llevo solo un mes trabajando. ¿En serio es lo que creo que es?

—¡Y tanto!

—¡Dios santo! —Se quedó mirando el coche abandonado—. Esto no va a terminar bien, ¿verdad?

—No es probable.

Kincaid sacó su teléfono y realizó la llamada.

2

Martes, 4:05 a. m., hora del Pacífico

Fuera estaba tronando.

Quincy se despertó demasiado rápido. Con la respiración entrecortada y las manos agarradas al colchón, su cuerpo se preparó para el golpe. Al instante siguiente, rodó con agilidad sobre un costado y se levantó de la cama.

El pecho le palpitaba. Tuvo que forzarse a mirar el papel pintado, cargado de flores, para recordar dónde estaba y cómo había llegado hasta ahí. La conclusión de esos pensamientos le quitó la voluntad que le quedaba para luchar. Se le hundieron los hombros y bajó la cabeza. Se apoyó con pesadez en la ventana y observó cómo la lluvia trazaba duras líneas diagonales sobre el cristal.

Llevaba ya siete días en aquella coqueta pensión rural, es decir, unos siete de más. Al menos, la propietaria era amable. No hacía comentarios sobre un hombre solo que alquilaba una habitación en un alojamiento sin duda destinado a enamorados. Y no se entrometía cuando cada mañana él pedía en voz baja que le ampliara su reserva un día más.

¿A dónde lo llevaba eso? ¿Cuándo terminaría? A decir verdad, ya no lo sabía. Y ese pensamiento lo agotaba. Lo hacía sentirse, por primera vez en su vida, muy muy viejo.

Quincy tenía cincuenta y tres años, esa etapa de la vida en la que su cabello castaño oscuro era más canoso que oscuro, en la que las patas de gallo de las comisuras de los ojos se habían hecho más profundas, en la que se sentía cada vez más distinguido, pero menos atractivo. Seguía corriendo casi veinte kilómetros cuatro veces por semana. Seguía entrenándose todos los meses en el campo de tiro. En dos ocasiones a lo largo de su vida se había enfrentado a depredadores en serie de cerca y en persona, y no iba a ablandarse solo porque hubiera superado la barrera del medio siglo.

No era un hombre fácil, y lo sabía. Era demasiado inteligente y pasaba demasiado tiempo inmerso en sus propios pensamientos. Su madre murió joven y su padre no había sido muy hablador. Hubo años enteros de su vida que transcurrieron en silencio. Un chico que crecía así estaba destinado a convertirse en una clase de hombre especial.

Se incorporó a las fuerzas del orden por una decisión impulsiva y comenzó su carrera en la Policía de Chicago. Luego, cuando resultó que tenía un don natural para perseguir mentes antinaturales, se unió al FBI como perfilador. Había recorrido muchos kilómetros, trabajando en más de cien casos al año, viajando de motel en motel, siempre analizando la muerte.

Mientras, su primera esposa lo abandonó y sus dos hijas crecieron sin él. Hasta que un día miró a su alrededor y se dio cuenta de que había dado tanto a los muertos que ya no le quedaba nada.

Después de eso, pasó a ocuparse de algunos proyectos internos en el Buró y trató de estar más en casa con sus hijas. Incluso se esforzó en reparar la díscola relación con su exmujer, Bethie.

Puede que hiciera algún progreso. Era difícil saberlo. Le daba la impresión de que solo había transcurrido un abrir y cerrar de ojos cuando recibió una llamada de Bethie.

—Ha ocurrido un accidente de coche. Mandy está en el hospital. Por favor, ven enseguida…

Su hija mayor nunca recobró el conocimiento. La enterraron poco antes de que cumpliera veinticuatro años, y Quincy regresó a su despacho sin ventanas de Quantico, a revisar de nuevo fotos de la muerte.

Aquel fue el año más duro de la vida de Quincy. Peor fue darse cuenta de que alguien había asesinado a Mandy y que esa misma persona, en aquel momento, perseguía a Bethie y a su hija menor, Kimberly. Actuó con rapidez, pero siguió sin ser suficiente. El asesino llegó hasta Bethie antes que él, y tal vez habría conseguido matar también a Kimberly de no haber sido por Rainie.

Aquel día, Rainie luchó. Luchó por Kimberly, luchó por sí misma y luchó por el mero hecho de luchar, porque eso era lo que hacía y así era ella, y él nunca había conocido a nadie parecido.

Le encantaba aquella Rainie. Le encantaba lo bocazas que era, su actitud impertinente y su temperamento fogoso. Le encantaba cómo lo desafiaba, lo provocaba y lo enfurecía.

Era dura, independiente, cínica y brillante. Pero, además, era la única mujer que había conocido que lo entendía. La que sabía que, en el fondo, seguía siendo un optimista encubierto, que intentaba ver el bien en un mundo que ofrecía mucho mal. La que sabía que, en realidad, no podía renunciar a su trabajo, porque si la gente como él no hacía lo que hacía, entonces, ¿quién lo haría? La que sabía que la quería de verdad aunque pareciera callado y retraído. Lo que pasaba era que las emociones que sentía con más intensidad no eran del tipo que podía expresar con palabras.

Cuando Quincy y Rainie por fin se casaron hacía dos años, él se vio a sí mismo embarcándose en un capítulo nuevo y más sano de su vida. Kimberly se había graduado en la Academia del FBI y le iba bien como agente en la oficina de Atlanta. Hablaban, tal vez no tanto como algunos padres e hijas, pero al menos lo suficiente para satisfacer las necesidades de ambos.

Y había hecho lo impensable… retirarse. O pseudorretirarse. Se había retirado todo lo que un hombre como él era capaz.

En la actualidad, él y Rainie solo trabajaban en un puñado de casos, ofreciendo servicios de elaboración de perfiles como consultores privados para el sector policial. Se habían mudado a Oregón porque Rainie echaba demasiado de menos las montañas como para llamar hogar a otro sitio. Incluso, ¡que Dios lo ayudara!, habían pensado en adoptar un niño.

Resultaba difícil imaginarse siendo padre a su edad. Y, sin embargo, él lo hizo.

Durante unas breves tres semanas, después de que la foto llegara por correo, incluso se emocionó con ella.

Pero entonces sonó el teléfono y acudieron a la llamada.

Y la vida de Quincy se desmoronó por segunda vez.

Tal vez debería empezar a buscar un apartamento.

«Quizá mañana», pensó, pero ya sabía que no lo haría. Incluso un hombre brillante podía ser estúpido cuando se trataba de amor.

Se oyó un suave golpe en la puerta. La propietaria de la pensión estaba al otro lado, con aspecto exhausto. Le dijo que había un agente de policía abajo que preguntaba por Quincy. Decía que era urgente, que tenían que hablar enseguida.

A Quincy no le sorprendió.

Había aprendido hacía mucho tiempo que la vida siempre podía empeorar.

Martes, 4:20 a. m., hora del Pacífico

Kincaid se retiró al relativo refugio de su coche, encendió la calefacción e hizo varias llamadas con el móvil.

Primero, al agente especial a cargo de la oficina del FBI de Portland. Despertar a un federal en mitad de la noche nunca era bueno, pero Kincaid no tenía elección. El maletero del vehículo abandonado había revelado un hallazgo muy inquietante: las fotos de un cadáver femenino destripado. Todas ellas lucían el sello «Propiedad del FBI».

Consiguió hablar con Jack Hughes a la primera. El agente especial del FBI confirmó que Lorraine Conner era una investigadora privada que en el pasado había trabajado como asesora para la oficina de Portland. Que él supiera, no estaba colaborando en ningún caso en ese momento, pero podía estar trabajando con otra oficina. Hughes le pasó el nombre del compañero de Conner para que le hiciera un seguimiento, pidió que lo mantuvieran informado y luego bostezó varias veces antes de volver a su agradable y cálida cama.

Kincaid tuvo la misma suerte con sus dos siguientes llamadas. Se puso en contacto con la supervisora del laboratorio criminalístico e informó de su hallazgo. Ella le informó de que hacía muy mal tiempo y las condiciones eran demasiado húmedas para justificar el envío de un perito criminalista. Volverían a hablar cuando el vehículo se encontrara en un lugar seco y seguro. Y luego Mary Senate se volvió a la cama. Lo mismo sucedió cuando Kincaid llamó a Huellas Latentes:

—No pueden extraerse huellas de un coche mojado, así que cuando se seque, avísenos. Buenas noches.

Lo que dejó a Kincaid solo, calado hasta los huesos y preguntándose por qué demonios no se había hecho contable como su padre.

Salió del coche el tiempo suficiente para hablar con la sheriff Atkins. La sheriff estaba organizando a sus ayudantes locales para realizar una búsqueda por la vegetación. Lo malo era que seguía lloviendo a cántaros y la visibilidad era casi nula, aunque lo bueno era que la noche de noviembre no había bajado de los diez grados. Seguía haciendo mucho frío si se estaba mojado, pero no suponía un riesgo vital inmediato.

Asumiendo que Lorraine Conner estuviera en esos bosques, dando tumbos…

¿Qué haría que una mujer saliera de su coche en una noche como esa? Y, en particular, una agente cualificada de las fuerzas del orden y en una carretera tan oscura, remota e intimidante. A Kincaid se le ocurrían algunas respuestas para esas preguntas, pero ninguna era buena.

Llamó a la grúa. Si los científicos necesitaban que el vehículo estuviera seco y a buen recaudo, entonces, sin falta, lo llevaría a un lugar donde estuviera seco y a buen recaudo.

Al llegar la grúa, el conductor salió al aguacero, miró el lodazal que rodeaba al vehículo y enseguida sacudió la cabeza. El coche ya estaba atascado. Tratar de sacarlo rociaría barro por todas partes y destruiría las pocas pruebas que quedaban.

El coche no se movería de allí durante al menos unas horas más.

Kincaid soltó unos cuantos tacos, sacudió la cabeza disgustado y por fin se le ocurrió una idea brillante. Encontró a un ayudante de la sheriff que tenía una tienda de campaña plegable y lo envió a casa a buscar la lona. Treinta minutos más tarde, había levantado el refugio improvisado sobre el vehículo y su entorno inmediato. Sin duda, cualquier evidencia que hubiera habido había desaparecido hacía tiempo, pero bueno, tenía que intentarlo. Además, al amparo de la tienda, al menos podía ponerse a trabajar.

Kincaid empezó a hacer fotos digitales y llegó a rodear la mitad del vehículo antes de que regresara el agente Blaney, seguido de un segundo coche.

Kincaid vio el segundo vehículo aparcar detrás del coche de Blaney y a un hombre salir al chaparrón. Llevaba un abrigo de London Fog que seguro que costaba la mitad del sueldo mensual de Kincaid, unos zapatos caros y pantalones bien planchados. Así que ese era Pierce Quincy. Era experfilador del FBI, el marido de Lorraine Conner y, sin lugar a duda, persona de interés. Kincaid le echó una larga mirada.

Quincy no perdió tiempo en acercarse.

—Sargento Kincaid —saludó el hombre, extendiendo una mano, y con el pelo ya pegado al cráneo por la lluvia.

—Usted debe ser Quincy.

Se dieron un apretón de manos. Kincaid pensó en que el perfilador tenía un fuerte agarre, el rostro delgado y unos ojos azules casi cristalinos. Parecía un hombre duro, de los que estaban acostumbrados a controlarlo todo.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está mi mujer? Me gustaría ver a Rainie.

Kincaid se limitó a asentir, balanceándose sobre sus talones y continuando su evaluación. Esa era su fiesta. Mejor dejarlo claro desde el principio para ahorrarles a ambos muchas disputas innecesarias.

—Bonito abrigo —elogió al final.

—Sargento…

—Al igual que los zapatos. Aunque algo manchados de barro, ¿no cree?

—El barro se limpia. ¿Dónde está mi mujer?

—Le diré una cosa. Usted responde a mis preguntas y yo responderé después a las suyas. ¿Qué le parece?

—¿Tengo elección?

—En realidad, ya que esta es mi escena, no, no la tiene.

Quincy frunció los labios, pero no protestó. Kincaid se permitió un instante para sacar pecho. Un punto a favor del policía estatal.

Aun así, debería haberse quedado en la cama.

—Señor Quincy, ¿cuándo fue la última vez que vio a su esposa?

—Hace siete días.

—¿Ha estado de viaje?

—No.

—¿No trabajan juntos?

—En este momento, no.

—¿Viven juntos?

Un músculo se tensó en la mandíbula de Quincy.

—En este momento, no.

Kincaid ladeó la cabeza.

—¿Le importaría explicarse?

—En este momento, no.

—Bueno, está bien, si así es como quiere jugar, pero mire, señor Quincy…

—Sargento, por favor —repuso él, levantando una mano—. Si de verdad quiere hacerme bailar como una marioneta en una cuerda, entonces, claro que puede pasar las próximas horas poniéndome a prueba. Pero ahora mismo le pregunto, de investigador a investigador, ¿dónde está mi mujer?

—¿No lo sabe?

—Se lo digo en serio, sargento, no lo sé.

Kincaid se quedó mirando al hombre durante otro instante y luego cedió con un leve encogimiento de hombros.

—Un ayudante de nuestra sheriff encontró su coche poco después de las dos de la madrugada. Sin embargo, no hay rastro de ella ni aquí ni en su domicilio. Le seré sincero… estamos preocupados.

Kincaid vio al perfilador tragar saliva y luego, solo de forma leve, tambalearse sobre sus pies.

—¿Necesita un momento? —preguntó Kincaid, tajante—. ¿Puedo ofrecerle algo?

—No. Yo solo… No.

Quincy dio un paso, y luego otro. Su rostro tenía un aspecto pálido bajo el resplandor de los focos. Kincaid empezó a fijarse en los detalles que había pasado por alto antes. La forma en que el abrigo London Fog colgaba del cuerpo del perfilador. La forma en que el hombre se movía, entrecortada y tensa. Era la de un hombre que no había dormido bien en días.

En cuanto a maridos afligidos, el exfederal ofrecía un buen espectáculo.

—Quizá le apetezca una taza de café —ofreció Kincaid.

—No. Prefiero… ¿Me permite ver el vehículo? Podría ayudarlo a determinar… tal vez falten algunas cosas.

Kincaid consideró la petición.

—Puede mirar, pero sin tocar. Los del laboratorio todavía no han llegado.

Se encaminó hacia el Toyota abandonado. Había cerrado la puerta del lado del conductor después de fotografiar y grabar su posición original, y en ese momento la volvió a abrir.

—¿Han preguntado en los establecimientos de la zona? —quiso saber Quincy, cuya voy ya sonaba más clara, como la de un investigador que se ponía manos a la obra.

—Por aquí no hay mucho donde preguntar.

—¿Y en el bosque?

—Tengo algunos ayudantes recorriendo los alrededores ahora mismo.

—Y todos los vehículos, por supuesto —murmuró Quincy, y luego señaló hacia la guantera—. ¿Puedo?

Kincaid dio la vuelta hasta el otro lado del Toyota y, con la mano enguantada, la abrió. Al haberla revisado con anterioridad, ya conocía lo que albergaba: media docena de servilletas de McDonald›s, cuatro mapas y el manual del propietario del vehículo, con la documentación dentro. Luego observó a Quincy estudiar el contenido con atención.

—¿El bolso? —pidió Quincy.

Kincaid, obediente, lo mantuvo abierto y Quincy escrutó el interior.

—Su arma —señalo Quincy al fin—. Una Glock del 40, semiautomática. Por lo general, Rainie la guarda en la guantera, si no la lleva encima.

—¿Siempre viaja armada?

—Siempre.

—¿Dónde ha estado esta noche, señor Quincy?

—Volví a mi alojamiento algo después de las diez. Puede preguntarle a la señora Thompson, la que dirige la pensión. Estaba abajo cuando llegué.

—¿Ella está pendiente de la puerta?

—No.

—¿Así que podría haber salido más tarde sin que ella se diera cuenta?

—No tengo coartada, sargento. Solo mi palabra.

Kincaid cambió de táctica.

—¿Su esposa suele salir a conducir en mitad de la noche, señor Quincy?

—A veces, cuando no puede dormir.

—¿Por esta carretera?

—Lleva a la playa. A Rainie le gusta escuchar el océano por la noche.

—¿Es eso lo que estaba haciendo el diez de septiembre, cuando la detuvieron por conducir bajo los efectos del alcohol?

A Quincy no pareció sorprenderle que Kincaid supiese lo del arresto.

—Yo comprobaría los bares de la localidad —se limitó a decir.

—¿Su esposa tiene un problema con el alcohol, señor Quincy?

—Creo que eso tendría que preguntárselo a ella.

—Parece que las cosas no van muy bien.

No era una pregunta y el perfilador no contestó.

—¿Qué vamos a encontrar en el bosque, señor Quincy?

—No lo sé.

—¿Qué cree que ha pasado aquí, en esta carretera, en mitad de la noche?

—No lo sé.

—¿No lo sabe? Vamos, señor Quincy. ¿No es usted el famoso perfilador, el experto en la naturaleza humana?

Quincy por fin sonrió. Aunque eso hizo que su rostro pareciera más sombrío de lo que Kincaid hubiera esperado.

—Está claro, sargento —repuso con voz tranquila—, que no conoce a mi mujer.

3

Martes, 4:45 a. m., hora del Pacífico

Quincy quería avanzar. Su primer instinto fue adentrarse en la oscura maleza y gritar de forma frenética el nombre de su esposa desaparecida. El segundo, atacar el coche de Rainie, destrozarlo y buscar… cualquier cosa. Una nota, signos de lucha, la pista mágica que dijera: «Rainie está aquí», o tal vez: «Tu mujer sigue queriéndote».

Por supuesto, el sargento Kincaid lo mantuvo a raya. Como la cortesía profesional solo llegaba hasta cierto punto cuando eras el marido separado de la desaparecida, obligaron a Quincy a salir del perímetro de la escena del crimen, donde se paseó un rato, cada vez más mojado, sucio y enfadado.

Al final, se retiró a su coche. Se sentó en el asiento de cuero negro, contemplando su salpicadero de última generación, con sus elegantes detalles de madera veteada, aborreciendo cada aspecto de su vehículo.

Rainie había desaparecido. ¿Cómo podía quedarse sentado en un sedán de lujo?

Intentó seguir los movimientos a través del parabrisas, pero la lluvia golpeaba con tal intensidad que le impedía ver. Lo más que pudo distinguir fue el parpadeo ocasional de una linterna mientras los buscadores se movían entre los árboles del bosque adyacente. Había cuatro ayudantes. Eso era todo. Según Kincaid, eran chicos de la localidad que tenían experiencia en la búsqueda de cazadores perdidos, y lo mejor que podían desplegar dadas las condiciones actuales. Al amanecer, por supuesto, convocarían a voluntarios y pondrían en marcha todas las labores de búsqueda y rescate. Establecerían un puesto de mando, traerían a los perros y dividirían los bosques circundantes en una elaborada red de cuadrículas.

Suponiendo que Rainie siguiera desaparecida y suponiendo que cuatro ayudantes de la sheriff, dando tumbos a ciegas en mitad de la noche, no encontraran por arte de magia la aguja en el pajar.

Rainie había desaparecido, al igual que su arma.

Tenía que pensar. Ese era su punto fuerte. Nadie se anticipaba a la retorcida mente humana como Pierce Quincy. No, otras personas tenían talento para, por ejemplo, hacer malabares. Él tenía ese.

Se esforzó por estructurar sus dispersos pensamientos. Recordó casos de secuestro anteriores y pensó sobre diversas estrategias empleadas para engañar a mujeres incautas y llevarlas a la muerte. Bundy fingía estar lesionado y se escayolaba el brazo para que las jóvenes universitarias lo ayudaran a llevar los libros. El Ecoasesino de Virginia acechaba a chicas cuando salían de los bares y les ponía un clavo en la rueda trasera de su coche. Luego era tan sencillo como seguir el vehículo hasta que el neumático pinchaba. «Eh, señorita, ¿necesita ayuda?».

Otros optaban por una táctica al estilo guerra relámpago: preparaban una emboscada y pillaban a la víctima desprevenida. Había mucho métodos y muchas formas de llevarlos a cabo. En mitad de la noche y en medio de una carretera desierta y muy arbolada, no era muy complicado.

Pero Rainie iba armada. Rainie tenía experiencia. Rainie, además, había visto las fotos de la escena del crimen.

Su razonamiento volvió a interrumpirse. Intentó elaborar una teoría, trató de imaginarse lo que pudo haber ocurrido ahí un poco después de las dos de la madrugada. Pero su cerebro se negaba a funcionar. Todavía no estaba seguro de cómo ser un investigador de asesinatos capacitado. Estaba demasiado ocupado siendo el marido conmocionado y abrumado.

Rainie había desaparecido, al igual que su arma.

Y en esas frase, Quincy descubrió su verdadero y genuino miedo. El que aún no podía expresar con palabras y al que realmente no podía enfrentarse.

Rainie había desaparecido, al igual que su arma.

Quincy cerró los ojos y apoyó la frente en el volante. Y deseó, como lo había hecho muchas veces en su vida, no ser consciente de todas las cosas que un hombre como él sabía tan bien.

Jueves, tres semanas atrás, 5:45 p. m., hora del Pacífico

—Estás muy callada esta noche.

Se dio cuenta de que el sonido de su voz la había sobresaltado. Ella levantó la vista de repente, parpadeando al salir de su ensoñación. Entonces las palabras debieron calar por fin y sonrió sin ganas.

—¿No es eso lo que yo debería decir?

Él intentó devolverle la sonrisa, entrando en la gran sala, pero dejándole espacio suficiente. En otra época, no habría dudado en sentarse junto a ella en el sofá. Le habría besado la mejilla, tal vez le habría colocado un mechón rebelde de su cabello castaño oscuro detrás de la oreja o tal vez ni siquiera algo tan intrusivo. Quizá habría ocupado su lugar favorito en el sillón orejero junto a la chimenea de gas, abriendo un libro y compartiendo el silencio.

Pero no esa vez.

—¿En qué piensas? —Su voz se quebró, algo que él mismo detestaba.

—Solo en trabajo —respondió. Se echó el cabello hacia atrás y se levantó del sillón. El mes de octubre solía ser cálido y agradable en Oregón. Ese año, sin embargo, se había registrado un récord de precipitaciones, y los interminables días grises de llovizna generaban un frío que calaba hasta los huesos. Rainie ya había sacado su ropa de invierno. Llevaba un jersey extragrande de punto trenzado color crema con su par favorito de vaqueros rotos. Los vaqueros realzaban sus largas y estilizadas piernas y el jersey resaltaba los reflejos rojizos de su cabello castaño.

A Quincy le pareció que estaba preciosa.

—Debería irme —dijo Rainie.

—¿Vas a salir?

—He quedado con Dougie. Creía que te lo había dicho anoche.

—Acabas de reunirte con Dougie.

—Eso fue el martes, y hoy es jueves. Vamos, Quince, ya te dije cuando empezó esto que iba a exigirme mucho tiempo.

—Rainie… —No sabía cómo decirlo.

—¿Qué?

Al final, con las manos en las caderas y la voz impaciente, ella se acercó a su marido, que pudo verle los pies. Los llevaba desnudos, sin calcetines. Una fila de diez dedos sin pintar. Quincy pensó que estaba perdido. Incluso los dedos de los pies de su mujer le encantaban.

—No creo que debas salir.

Los ojos azules de Rainie se abrieron de par en par y lo miraron con incredulidad.

—¿No crees que deba salir? ¿Qué demonios es eso? No estarás celoso de Dougie, ¿verdad?

—En realidad, hay muchos aspectos de Dougie que no me gustan.

Ella empezó a protestar de nuevo y él levantó una mano para silenciarla.

—Sin embargo, sé que Dougie no es el verdadero problema.— Y, de repente, fue como si hubiera encendido una cerilla.

Rainie se alejó de él con movimientos bruscos y nerviosos. Encontró los calcetines y las botas de cordones junto al sofá, se sentó desafiante y empezó a ponérselos.

—Déjalo —manifestó con firmeza.

—No puedo.

—Claro que puedes, es muy fácil. Admite de una vez por todas que no puedes arreglarme.

—Te quiero, Rainie.

—¡Mentira! El amor es aceptación, Quincy. Y tú nunca me has aceptado.

—Creo que deberíamos hablar.

Terminó de subirse los calcetines y cogió una bota. Pero estaba tan enfadada, o quizá triste, él ya no lo sabía, lo cual constituía la mitad del problema, que sus dedos forcejearon con los cordones.

—No hay nada que discutir. Fuimos a la escena, vimos lo que vimos, y ahora lo abordaremos como solemos abordarlo. Solo fueron dos asesinatos más, por el amor de Dios. No es que no hayamos visto cosas peores.

No pudo ponerse la bota. Tenía los dedos demasiado rígidos y le temblaban mucho. Al final metió el pie izquierdo, dejó los cordones desatados y se calzó la bota derecha.

—Rainie, por favor, no intento fingir que entiendo cómo te sientes…

—¡Ya estamos otra vez! Otra frase sacada del manual del psicoanalista. ¿Eres mi marido o eres mi terapeuta? Acéptalo, Quincy… no eres capaz de entender la diferencia.

—Sé que necesitas hablar de lo que pasó.

—No, no lo necesito.

—Sí que lo necesitas, Rainie.

—¡Por última vez, déjalo!

Se dispuso a empujarlo para pasar, con los cordones agitándose contra la alfombra, pero él la agarró del brazo. Por un momento, los ojos de Rainie se ensombrecieron. Quincy pudo percibir que ella estaba considerando actuar con violencia. Cuando se veía acorralada, solo sabía luchar. Una parte de él se sintió reconfortado al ver que las mejillas por fin se le sonrojaban, pero la otra parte jugó la única baza que le quedaba.

—Rainie, sé que has estado bebiendo.

—Eso es mentira…

—Luke me contó lo de la multa.

—Luke es un idiota.

Quincy se quedó mirándola.

—Sí, vale, me tomé una copa.

—Eres alcohólica. No puedes tomarte ni una copa.

—Bueno, perdóname por ser humana. Tropecé, pero recuperé el equilibrio. Seguro que dos cervezas en quince años no son motivo para llamar a la policía.

—¿A dónde vas esta noche, Rainie?

—A ver a Dougie. Ya te lo he dicho.

—He hablado con él esta tarde y no sabía nada de esta noche.

—Es un chaval, estará confundido…

—Tampoco sabía lo del martes por la noche.

Se quedó paralizada. Atrapada y acorralada. La expresión de su rostro le partió el corazón a Quincy.

—Rainie —susurró—, ¿desde cuándo es tan sencillo mentir?

El fuego abandonó por fin sus mejillas. Se quedó mirándolo durante un buen rato, con tanta intensidad que él empezó a tener esperanzas. Pero entonces los ojos de Rainie se enfriaron hasta un suave gris que él conocía demasiado bien. Sus labios se relajaron y su mandíbula se tensó.

—No puedes arreglarme, Quincy —expresó en voz baja, luego se separó de su brazo y salió por la puerta.

Martes, 5:01 a. m., hora del Pacífico

Quincy estaba sentado en su coche, mirando hacia la penumbra.

—Oh, Rainie —murmuró—. ¿Qué has hecho?

4

Martes, 5:10 a. m., hora del Pacífico

A la agente especial Kimberly Quincy le gustaba empezar a buen ritmo. A las cinco de la mañana saltaba de la cama. Años de costumbre la despertaban antes de que sonara la alarma. A las cinco y cuarenta y cinco terminaba su carrera de diez kilómetros. A las seis de la mañana salía de la ducha, se ponía unos elegantes pantalones negros y un top de seda ajustado de color crema. Iba a la cocina a tomarse un zumo, tostadas y café, cogía su chaqueta y se ponía en marcha.

A las seis y media de la mañana, el tráfico matutino ya empezaba a intensificarse, fluía con lentitud pero no se atascaba. A Kimberly le gustaba aprovechar los cuarenta y cinco minutos de trayecto para componer su lista mental del día. Esa mañana tenía una investigación que quería finalizar, lo que significaba rellenar formularios para los analistas. La oficina proporcionaba a sus agentes las armas de fuego más potentes del mundo, pero que Dios te amparase si necesitabas acceder a un ordenador.

Después de rellenar el papeleo de la investigación, tenía montones de cajas que ordenar para su último caso: un montón de falsificaciones de arte de elevada calidad habían aparecido en el mercado de Atlanta. El equipo del caso de Kimberly intentaba identificar una conexión entre las piezas rastreándolas por las distintas galerías de arte y marchantes.

Kimberly, que ya tenía experiencia en dos casos de asesinos en serie, se había imaginado trabajando en el Grupo Especial de Delitos Violentos del FBI o, mejor aún, en la Unidad de Lucha Antiterrorista y de Contraespionaje. No obstante, el hecho seguía siendo que era una mujer, y los delitos de guante blanco seguían siendo el punto de partida preferido para las mujeres en el Buró.

Lo bueno era que parecía que una de las unidades especiales iba a ejecutar una orden de arresto por un delito grave esa tarde, y le habían pedido a Kimberly que los acompañara. Contar con más efectivos siempre resultaba de ayuda para esas operaciones, y como su supervisor solía decirle, era una buena experiencia para una joven agente. Así que eso añadiría un poco de chispa al día.

Dos años después de su incorporación al FBI, Kimberly sentía que por fin comenzaba a asentarse. Le gustaba Atlanta; la ciudad era más moderna y vibrante de lo que ella habría imaginado, pero conservaba su tradicional encanto sureño. Le encantaban su clima cálido y su cultura de disfrutar de actividades al aire libre como senderismo, ciclismo, footing o natación. Y era muy posible que estuviera enamorada con locura de Mac.

Llevaban juntos dos años. ¿Quién lo habría imaginado? Una joven y ambiciosa federal y un detective estatal algo arrogante pero muy mono. No era una relación tradicional en el sentido estricto. Kimberly ya ni siquiera era capaz de contar el número de planes de viernes por la noche cancelados o de escapadas de fin de semana frustradas. Ya fuera el móvil de él o el de ella, parecía que siempre estaban llamando a uno de los dos.

Pero a ellos les funcionaba. A los dos les encantaba lo que hacían y los dos apreciaban los pequeños momentos que podían robar entre medias. A propósito de eso, estaban planeando verse en Savannah durante el fin de semana. Lo que significaba que uno de ellos se vería envuelto en un caso importante en cualquier momento.

Eso hizo que Kimberly sintiera curiosidad por cómo transcurriría el resto de la semana.

Aparcó, entró en la oficina, se sirvió una segunda taza de café y se dirigió a su mesa. Tuvo que sortear el montón de cajas que rodeaban su silla y luego se instaló en su pedacito de paraíso, tomando ese horrible café y empuñando el arma más utilizada por los agentes del FBI… el bolígrafo.

Llegó hasta las ocho de la mañana sin que le sonara el móvil. Incluso entonces, al ver un número familiar iluminando la pantalla digital, no se preocupó.

—Hola, papá.

La conexión fallaba. Primero escuchó mucho ruido, luego un crujido, seguido de su nombre…

—Kimberly.

—Papá, no te oigo.

—Rainie… A las dos de la madrugada… Policía estatal…

—¿Papá?

—¿Kimberly?

—Tienes que cambiar de sitio, casi no te oigo.

Más crujidos y ruidos, seguidos de dos clics. La llamada se cortó. Kimberly se quedó sentada mirando el teléfono con fastidio. El teléfono volvió a sonar y ella respondió al instante.

—Hola, papá.

No se oyó ningún sonido. Nada.

Aunque no era del todo cierto, porque podía oír ruidos de fondo. Algo amortiguado y rítmico, como chasquidos y chisporroteos. Casi como un automóvil.

—¿Papá? —preguntó frunciendo el ceño.

Oyó una respiración pesada. Un gruñido y un ruido sordo.

Entonces volvió a oír la respiración, más cerca, acelerada, casi… angustiada.

—¿Hola? —volvió a intentar.

Más ruido blanco. Kimberly aguzó el oído, pero no fue capaz de identificar ningún sonido. Por fin se le ocurrió volver a comprobar el identificador de llamadas, pero esa vez, no era el número de su padre.

—¿Rainie? —preguntó sorprendida.

La llamada estaba cortándose. Oyó más estática, un punto muerto y luego la respiración agitada.

—Rainie, vas a tener que hablar más alto —pidió Kimberly, alzando la voz—. Estoy perdiéndote.

Crujidos, ruidos, nada…

—¿Rainie? ¿Rainie? ¿Estás ahí?

Kimberly miró con frustración su teléfono, pero, según la pantalla, la llamada no se había cortado. En el último momento, el difuso ruido blanco regresó. Después, un extraño chasquido metálico. Bang, bang, bang. Pausa. Bang, bang, bang. Pausa. Bang, bang, bang.

Luego la llamada se cortó del todo.

Kimberly cerró el teléfono con disgusto. Enseguida volvió a sonar. Esa vez era su padre.

—¿Dónde estáis? —preguntó a Quincy—. La señal es terrible.

—Son carreteras secundarias —explicó su padre—. A las afueras de Bakersville.

—Bueno, independientemente de lo que está sucediendo, vas a tener que empezar por el principio. No he entendido nada de lo que has dicho, y menos a Rainie.

Se produjo un largo silencio.

—¿Sabes algo de Rainie? —La voz de su padre sonaba rara y tensa.

—Me ha llamado hace unos segundos, desde su móvil…

—¡Su móvil! —intervino Quincy con aspereza—. ¿Por qué no habíamos pensado en el maldito teléfono?

Kimberly empezó a oír mucho barullo. Una puerta de coche que se abría y se cerraba de golpe, su padre llamando a voces a un tal sargento Kincaid…

—Papá, estás asustándome.

—Ha desaparecido.

—¿Quién ha desaparecido?

—Rainie. —Hablaba deprisa y de forma cortante. Era evidente que estaba moviéndose—. Han encontrado su coche a las dos de la madrugada. El motor seguía en marcha y los faros estaban encendidos. El bolso estaba en el asiento del copiloto, pero no hay rastro de su arma. Ni de su teléfono móvil, por supuesto. Ahora dime, Kimberly… Repite cada palabra que ha dicho.

Y, por fin, Kimberly lo entendió. El sonido de un coche en movimiento, la respiración agitada, los chasquidos metálicos.

—Decir no ha dicho nada, papá, pero estaba haciendo señales. Creo… creo que ha hecho una señal de SOS.

Quincy no dijo nada más. No tuvo que hacerlo. En el silencio, Kimberly pudo imaginarse los pensamientos que pasaban por la cabeza de su padre. El funeral de su hermana, el funeral de su madre… Todas las personas que había amado y que lo habían dejado demasiado pronto.

—Mac y yo vamos en el próximo vuelo —afirmó con fuerza.

—No tenéis que…

—Vamos en el próximo vuelo. —Entonces Kimberly se levantó de la silla y corrió hacia el despacho de su supervisor.

5

Martes, 6:45 a. m., hora del Pacífico

—A ver si lo entiendo: su hija ha recibido una llamada del móvil de Lorraine.

—Así es.

—Pero no era Rainie. Solo su teléfono.

—No ha llegado a oír la voz de Rainie —reiteró Quincy—, pero sí ha escuchado el sonido de alguien que respiraba con dificultad en lo que parecía ser un coche en marcha. Después oyó una clara secuencia de sonidos metálicos, que Kimberly cree que pudo haber sido un intento de hacer una señal de SOS.

El sargento Kincaid suspiró. Estaba bajo la lona blanca que cubría el Toyota de Rainie. Llevaba veinte minutos fotografiándolo. En ese momento estaba esbozando la posición del asiento y los retrovisores, y documentando cada uno de los indicadores: cuántos kilómetros marcaba el cuentakilómetros y cuánto combustible quedaba en el depósito. El cabello del sargento estaba empapado y su suave rostro negro, mojado; parecía justo lo que era, un hombre al que habían sacado de su cómoda cama en mitad de la noche, para meterlo en medio de un aguacero.

—Señor Quincy…

—Mi hija es agente del FBI. Trabaja en la oficina de Atlanta desde hace dos años. Me imagino, sargento Kincaid, que no va a desestimar los instintos de una compañera de las fuerzas del orden.

—Señor Quincy, yo «desestimaría los instintos» incluso de mi capitán si me viniera con una historia como esa. Lo único que usted sabe es que su hija ha recibido una llamada de un teléfono en concreto. No me ha dado ninguna prueba de quién podría ser el autor de la llamada.

—¡Ha sido desde el teléfono de Rainie!

—¡Es un móvil! La gente los pierde, los tira, los comparte con sus amigos. Por el amor de Dios, mi hijo de ocho meses ya ha hecho una llamada con mi móvil manteniendo pulsada una de las teclas de marcación rápida. No es muy complicado.

—Consiga los registros —pidió Quincy con obstinación.

—Como parte de mi investigación, sin duda lo haré. Y también los de su teléfono fijo, así como los extractos de su tarjeta de crédito y una reconstrucción detallada de sus últimas veinticuatro horas. ¿Sabe? ¡Tengo experiencia previa en situaciones similares!

Kincaid pareció darse cuenta de lo estridente que se había vuelto su voz. Respiró hondo y exhaló despacio.

—Señor Quincy…

—Yo también tengo experiencia previa en situaciones similares —replicó Quincy.

—Sí, sé que usted es el experto…

—Perdí a mi hija mayor por culpa de un perturbado, sargento Kincaid. Luego asesinó a mi exmujer y casi mató a mi hija menor. Puede que en su mundo este tipo de delitos no ocurran, pero en el mío, sí.