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Lucy Steadman no estaba dispuesta a dejarse intimidar por el poderoso italiano Lorenzo Zanelli. Tal vez él tuviera el futuro de la empresa familiar en sus manos, pero no pensaba someterse a sus demandas. Como artista, Lucy sabía ver lo que ocultaba la belleza; Lorenzo podía ser increíblemente apuesto, pero su alma estaba ennegrecida por el deseo de venganza. Y dejarse llevar por un hombre así significaría perder la cabeza y el corazón para siempre.
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Seitenzahl: 181
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Jacqueline Baird. Todos los derechos reservados.
DESEO Y VENGANZA, N.º 2091 - julio 2011
Título original: Picture of Innocence
Publicada originalmente por Mills and Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ es marca registrada por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-637-5
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Promoción
LORENZO Zanelli, presidente del inmemorial banco Zanelli, banqueros de los originales principados italianos y ahora una corporación global, salió del ascensor para ir a su despacho, en la última planta del magnífico edificio en el corazón de Verona.
Su almuerzo de trabajo con Manuel Cervantes, director de una empresa argentina, amigo y valioso cliente durante años, había ido bien, pero Lorenzo no estaba contento.
Cuando se quitaron de encima los asuntos de negocios y empezaron a charlar sobre cosas personales, Manuel, que había formado una familia recientemente, le contó cuánto le había dolido dejar su carrera como montañero para dirigir la compañía tras la muerte de su padre cinco años antes. Y luego le había enseñado unas fotografías de su última escalada en los Alpes...
Eran fotografías tomadas en el campo base durante la última expedición de Manuel al Mont Blanc e incluían, por casualidad, un par de fotografías del hermano de Lorenzo, Antonio, y su amigo Damien Steadman, que acababan de llegar.
A la mañana siguiente, cuando el equipo se preparaba para la ascensión, Manuel recibió la noticia de que su padre había sufrido un infarto. Un helicóptero lo había sacado de allí para volver a Argentina y la última foto que tomó era un paisaje, una de las paredes del Mont Blanc.
Mucho después se había enterado de la trágica muerte de Antonio y había pensado que Lorenzo querría tenerlas. Y él se lo agradecía, pero esas fotografías despertaban amargos recuerdos que llevaba años intentando enterrar.
Su secretaria lo había llamado para recordarle que había una persona esperando en la oficina y Lorenzo iba mirando las fotos cuando literalmente chocó con una vieja amiga, Olivia Paglia, que lo había retrasado aún más.
Su gesto se volvió serio al ver la cabeza rubia de una mujer sentada en recepción. Casi había olvidado a la señorita Steadman y, después de ver las fotografías, no era el mejor momento para tratar con ella...
–¿Lucy Steadman?
Recordaba haberla visto años antes, durante un viaje a Londres para visitar a Antonio. Entonces era una cría de cara gordita, jersey ancho y coletas que había ido a ver a su hermano y se marchaba cuando él llegó. Su hermano Damien había conocido a Antonio en la universidad de Londres y se habían hecho amigos y compañeros de piso; una amistad que había terminado trágicamente y en la que no le apetecía pensar por segunda vez aquel día.
–Siento el retraso, pero no he podido evitarlo.
Cuando la chica se levantó, Lorenzo notó que apenas había cambiado. Seguía siendo muy baji ta, apenas le llegaba al hombro, y llevaba el pelo sujeto en un moño y la cara libre de maquillaje. El jersey ancho había sido reemplazado por un voluminoso traje negro con una falda larga que no le favorecía en absoluto. Tenía los tobillos delgados y los pies pequeños, pero los zapatos planos habían visto días mejores.
Evidentemente, se preocupaba poco por su aspecto y eso no era algo que Lorenzo admirase en una mujer.
Lucy Steadman miró al hombre que acababa de entrar. Antonio le había contado que su hermano, mucho mayor que él, era un aburrido banquero que no sabía cómo disfrutar de la vida y acababa de entender a qué se refería.
Alto, más de metro ochenta y cinco, iba vestido con un conservador traje de chaqueta oscuro, camisa blanca y corbata oscura también. Todo muy caro, seguramente.
Pero Antonio se había perdido un atributo que fue inmediatamente obvio para ella, incluso con su limitada experiencia en hombres: Lorenzo Zanelli era un hombre enormemente apuesto, con un magnetismo animal que cualquier mujer podría reconocer de inmediato. Dada la seriedad de su atuendo, su pelo era más largo de lo habitual y rozaba el cuello de la camisa. De ojos castaños, casi negros, tenía una nariz larga, romana y una boca ancha de labios firmes.
–Usted debe de ser Lorenzo Zanelli –le dijo, ofreciéndole su mano.
–Así es, señorita Steadman –respondió él.
Tenía un apretón firme, pero la corriente eléctrica que pareció sentir al tocarlo siguió con ella mucho después de haber apartado la mano. Tenía la sensación de haberlo visto antes, pero no recordaba que hubiera sido así y no se parecía en absoluto a su hermano.
No era guapo en el sentido convencional de la palabra, pero tenía un rostro fascinante. Era un hombre poderoso, con mucho carácter, y la sutil sensualidad de su boca la intrigaba. Sin darse cuenta, Lucy se encontró mirando su labio inferior, ligeramente más grueso que el superior y, tontamente, se preguntó cómo sería un beso suyo...
Sorprendida por tan extraño pensamiento, intentó olvidar esa absurda reacción por un hombre al que tenía todas las razones para detestar.
Pero se disculpó a sí misma pensando que Lorenzo Zanelli era el tipo de hombre al que todo el mundo miraría dos veces. De hecho, le gustaría pintar su retrato.
–Señorita Steadman, sé por qué está aquí.
Su voz, con fuerte acento italiano, interrumpió los pensamientos de Lucy y cuando lo miró de nuevo vio un brillo de desdén en sus ojos oscuros.
–¿Lo sabe? –murmuró. Por supuesto que lo sabía, le había escrito una carta.
La razón de aquel viaje a Italia era entregar personalmente un retrato. La condesa Della Scala le había encargado el retrato de su difunto marido cuando entró en su galería, mientras estaba de viaje por Inglaterra. Lucy había recibido por correo docenas de fotografías del hombre y le había parecido emocionante que su trabajo recibiese algún tipo de reconocimiento fuera de su país.
Aunque ella no estaba buscando la fama. En el mundo de hoy, donde los escándalos amorosos parecían ser lo único que interesaba a la gente, Lucy sabía que lograr el éxito era muy difícil. Pero resultaba agradable saber que alguien apreciaba su trabajo. Ella tenía un don natural para el retrato, para encontrar la personalidad del sujeto que estaba pintando, fuera un perro disecado, su primer encargo, o una persona. Sus cuadros al óleo, grandes o miniaturas, eran buenos... aunque fuese una inmodestia decirlo.
Había confirmado su viaje a Verona con la condesa cuando por fin logró una cita con el señor Zanelli. Tras una llamada de teléfono que no había servido de nada, escribió una carta al banco pidiendo su apoyo para evitar que Richard Johnson, uno de los accionistas de la firma, comprase la empresa de plásticos Steadman que había fundado su abuelo. La respuesta, firmada por un jefe de departamento, decía que el banco no tenía por costumbre discutir su política de inversiones.
Enfadada, Lucy había escrito una carta en la que había puesto Personal y Privada a Lorenzo Zanelli. Por lo que sabía de él, lo imaginaba el típico macho alfa muy rico, totalmente insensible a los problemas de los demás y absolutamente arrogante.
Lorenzo Zanelli se había portado horriblemente mal con Damien tras la investigación del trágico accidente en el que Antonio perdió la vida, acosándolo fuera del Juzgado y diciéndole con toda frialdad que, aunque legalmente lo hubiesen declarado inocente, él lo consideraba culpable de la muerte de Antonio porque cortar la cuerda que los unía en el Mont Blanc había sido como cortarle el cuello a su hermano.
Damien, destrozado por la muerte de su amigo, estaba desolado y el comentario de Lorenzo Zanelli lo hundió del todo.
Que ella supiera, no había habido más contacto entre ambas familias y había sido una sorpresa descubrir tras la muerte de su hermano que el banco Zanelli era el tercer accionista en la empresa familiar.
Lorenzo Zanelli era el último hombre al que querría pedirle un favor, pero no tenía alternativa.
Intentando ser positiva, se decía a sí misma que tal vez estaba equivocada con él, que tal vez había sido el dolor de perder a su hermano lo que había hecho que dijera esas cosas tan horribles y que, con el paso del tiempo, habría visto la situación de una manera más sensata.
De modo que, tragándose el orgullo, le había escrito una carta para informarle de que estaría en Verona durante un par de días y casi suplicándole que la recibiera.
Que la empresa de plásticos Steadman siguiera adelante o no dependía de eso. Tenía que convencer a Zanelli para que viera el asunto desde su punto de vista. Ya no le quedaba ningún pariente vivo, pero para los residentes del pequeño pueblo de Dessington en Norfolk, donde había nacido, Steadman era la empresa que daba empleo a la mayoría de los vecinos y, aunque Lucy no había vivido allí desde que terminó sus estudios, sí lo visitaba de manera regular y tenía una conciencia social, algo que Richard Johnson no parecía tener.
De modo que todas sus esperanzas estaban puestas en Lorenzo Zanelli. Pero, sabiendo lo que sabía de él, empezaba a tener serias dudas.
Había llegado a Verona a las diez de la mañana. Bueno, no exactamente a Verona. El vuelo barato que la había llevado a Italia la había dejado en un aeropuerto a dos horas de la ciudad y apenas había tenido tiempo de dejar sus cosas en el hotel antes de ir a la oficina de Lorenzo Zanelli.
Cuando llegó al banco, la secretaria le dijo que el señor Zanelli estaba en un almuerzo de trabajo y llegaría un poco tarde, pero Lucy decidió esperar. Su cita con la condesa era por la tarde, de modo que tenía tiempo.
–¿Señorita Steadman?
Lorenzo Zanelli repitió su nombre, interrumpiendo sus pensamientos de nuevo, y sus ojos verdes se encontraron con los ojos castaños del hombre.
–Veo que es usted muy decidida –le dijo. Y lue go se volvió hacia su secretaria para decirle algo en italiano que sonaba como «diez minutos»–. Venga, señorita Steadman. No tardaremos mucho –añadió, sin mirarla.
Lucy lo siguió, intentando alisar la falda de lino negro con las manos, aunque sabía que no valdría de nada.
Lorenzo Zanelli era un hombre muy atractivo, sí, pero no era precisamente amable.
–Será mejor que vaya –le dijo la secretaria–. Al señor Zanelli no le gusta esperar.
¿Ah, no? Pues ella había tenido que esperar casi una hora, pensó Lucy, molesta. Pero debía disimular si quería llegar a algún tipo de acuerdo con aquel hombre.
Cuando entró en el despacho, Lorenzo estaba frente a un escritorio de caoba, hablando por teléfono, pero cortó la comunicación enseguida.
–Siéntese –le dijo, indicando una silla mientras se sentaba en un sillón detrás del escritorio–. Y dígame lo que quiere, pero hágalo rápido, mi tiempo es muy valioso.
Lucy empezaba a pensar que Lorenzo Zanelli era el hombre más grosero y maleducado que había conocido nunca.
–No puedo creer que sea usted hermano de Antonio.
Antonio había sido un chico guapísimo y encantador, el mejor amigo de Damien en la universidad. Ella tenía catorce años cuando su hermano había llevado a Antonio a casa por primera vez y se había enamorado locamente de él, tanto que incluso empezó a estudiar italiano. Antonio, sólo cuatro años mayor que ella pero mucho más experimentado, no se había aprovechado de esa admiración juvenil. La había tratado como a una amiga y nunca hizo que se sintiera como una tonta. Al contrario que aquel hombre de expresión dura y ojos helados.
–Pues lo soy... o más bien lo era.
–No se parece nada a Antonio. En absoluto.
Lorenzo se quedó sorprendido. Lucy Steadman tenía carácter, pensó. No era tan poco agraciada como había pensado en un principio, pero estaba muy enfadada. Y él no tenía intención de pelearse con aquella chica, sencillamente quería perderla de vista lo antes posible, antes de decirle lo que pensaba de su hermano.
–Tiene razón. Mi hermano era mucho más joven que yo y una persona bellísima por dentro y por fuera, mientras yo, como solía decirme él, soy un serio y aburrido banquero con hielo en las venas que debería disfrutar más de la vida. Aunque a mi pobre hermano no le sirvió de mucho ser como era.
Por un momento, a Lucy le pareció ver un brillo de dolor en los ojos oscuros. Tal vez había sido una falta de tacto por su parte hacerle ver que no le caía bien y decidió disculparse.
–Lo siento, no quería decir eso. Y entiendo lo que siente. Lo entiendo muy bien porque Damien jamás pudo superar la muerte de su amigo. Yo estaba entonces en el segundo año de carrera e intenté ayudarle, pero no sirvió de nada –admitió–. Aunque empezó a trabajar con mi padre en la empresa familiar, no ponía el corazón en ello. Mi padre murió al año siguiente y ése fue otro duro golpe para él. Damien tuvo que hacerse cargo de la empresa y durante el primer año todo parecía ir bien, pero entonces, el último año, Damien se fue de vacaciones a Tailandia y murió allí.
Su hermano había dejado de tomar la medicación, eso fue lo que lo mató. Y a Lucy aún le dolía recordarlo.
–Así que sé lo que siente.
Lorenzo dudaba que Lucy Steadman entendiera sus sentimientos pero no pensaba decírselo.
–Lamento la muerte de su hermano pero ahora, si no le importa, vamos a hablar del asunto que la trae por aquí: la venta de la empresa Steadman.
Lucy casi había olvidado la razón por la que estaba allí y, de repente, se dio cuenta de que no había empezado bien y que, con los nervios, había olvidado el discurso que llevaba preparado.
–Sí, bueno... deje que le explique.
–Le doy cinco minutos –dijo Lorenzo Zanelli.
–Cuando mi padre murió, Damien heredó la casa familiar en Dessington y el setenta y cinco por ciento de las acciones de la fábrica Steadman. Yo heredé el otro veinticinco por ciento y la casa de Cornualles. Mi padre no era precisamente un hombre con unas ideas muy modernas sobre la equiparación de los sexos.
–Sí, eso me habían dicho –murmuró Lorenzo. El gerente que se encargaba de las pequeñas inversiones del banco le había informado sobre la familia Steadman, pero la cortesía hacía que la escuchase.
Y empezaba a entender la razón por la que Lucy Steadman iba vestida de ese modo. Lorenzo apoyaba la igualdad entre los sexos y contrataba a tantos hombres como mujeres pero no tenía tiempo para una charla seria sobre el asunto.
Lucy respiró profundamente.
–Cuando Damien murió, yo heredé su parte... pero manufacturar plástico no es lo mío, así que dejé la dirección de la empresa a un gerente. Y luego me enteré de que Damien había convertido a Antonio en socio de la empresa, vendiéndole el cuarenta por ciento de las acciones. Yo estaba todavía en el internado y no sabía nada del asunto...
–Lucy se mordió los labios. Ahora llegaba lo más difícil de explicar–. Cuando mi padre murió, yo no heredé el veinticinco por ciento del negocio, sino el veinticinco por ciento del sesenta por ciento de mi hermano. O más bien, el...
–Déjelo, yo soy banquero y sé hacer las cuentas.
–Es que me he puesto nerviosa.
–Un consejo, no se dedique a los negocios –dijo Lorenzo entonces.
Lucy habría podido jurar que veía un brillo burlón en sus ojos, pero enseguida volvió a mirarla con expresión helada.
–Hace dieciocho meses, su hermano le vendió un quince por ciento de las acciones a Richard Johnson. Y ahora que Damien ha muerto, Johnson quiere comprar el resto de las acciones, tirar la fábrica y construir un bloque de apartamentos. Y usted quiere que mi banco, que ahora controla la inversión de Antonio, se ponga de su lado para evitar que eso ocurra. ¿Es eso?
Lorenzo había jugado con la idea de apoyar a la señorita Steadman, pero después de conocerla estaba cambiando de opinión. El aspecto monetario era calderilla para el banco y, de ese modo, podía evitar discutir con su madre sobre un asunto que, sin duda, despertaría dolorosos recuerdos.
Siempre había sido muy protector con su madre, lo había sido desde la muerte de su padre y mucho más tras el fallecimiento de Antonio. Su madre era una mujer compasiva que había aceptado el resultado de la investigación del accidente sin cuestionarlo y él jamás le había contado su confrontación con Damien fuera de los Juzgados. Incluso pagó al reportero que había grabado la escena para que no la hiciese pública.
Pero Lucy Steadman no era una buena inversión. Aquella chica había dejado que su padre y su hermano la mantuvieran mientras hablaba de la igualdad entre los sexos y, francamente, después de conocerla no le apetecía nada hacer negocios con ella.
–Sí, eso es –asintió ella–. Si no, la fábrica cerrará y los empleados se quedarán sin trabajo. Ése sería un golpe terrible para la gente de Dessington, el pueblo en el que nací, y no puedo dejar que eso ocurra.
–Me temo que no hay muchas opciones. La fábrica apenas da beneficios y, por lo tanto, no interesa al banco...
–Pero...
–Lucy iba a interrumpirlo, pero él hizo un gesto con la mano.
–Voy a venderle nuestras acciones al señor Johnson, que me ofrece un margen de beneficios interesante y, a menos que pueda usted ofrecernos más de lo que me ofrece él, me temo que la venta saldrá adelante.
–Pero no puedo... yo sólo tengo mis acciones.
–Y dos casas, aparentemente. Podría venderlas.
–Sólo tengo una casa y media. Damien había hipotecado la suya.
Otra cosa que Lucy no sabía.
–No me sorprende –dijo Lorenzo, levantándose–. Siga mi consejo, señorita Steadman, venda sus acciones. Como usted misma ha dicho, no tienes interés en la manufactura de plásticos y tampoco la tiene el banco.
Lucy levantó la mirada, sin saber qué decir.
–Pero...
–¿Cuántos años tiene, veinte, veintiuno?
–Veinticuatro –respondió ella.
Medir metro y medio y tener un aspecto tan juvenil había sido un problema en la universidad, donde continuamente le pedían pruebas de que era mayor de edad.
–Sigue siendo muy joven –dijo Lorenzo–. Haga lo que hizo su hermano y dedíquese a pasarlo bien. Venga, la acompaño a la puerta.
La estaba echando, evidentemente.
–Al menos deme tiempo para reunir el dinero. Haré lo que sea para salvar la fábrica.
Lorenzo la miró a los ojos. Eran de un verde asombroso, pensó. Enormes, rodeados por largas pestañas oscuras.
Pero no había nada que hacer. Cuando recibió su carta informándole de que iría a Verona, le había dicho a su secretaria que la recibiría por dos razones: primero, por respeto a los sentimientos de su madre, que era quien le había dado a Antonio el dinero para comprar las acciones sin que él supiera nada y quien, por razones sentimentales, no parecía tener interés en venderlas.
Sólo tras la muerte de Antonio descubrió que era socio de la empresa Steadman. Le había preguntado a su madre por qué la transacción se había hecho a través de un banco de Roma y no a través del banco familiar y su respuesta lo había sorprendido.
Por lo visto, su madre había mantenido una cuen ta corriente de la que su marido nunca supo nada porque así tenía cierta sensación de independencia. Y, evidentemente, la cuenta no podía estar en el banco Zanelli. En cuanto a vender las acciones de Antonio, su madre no estaba segura porque la consolaba pensar que su hijo pequeño no había sido el bon vivant que todo el mundo creía ya que había hecho planes para el futuro y quería convertirse en empresario sin contar con la ayuda de su poderoso hermano.
Lorenzo no estaba de acuerdo. Cuando terminaron sus estudios, Antonio y Damien se habían tomado un año sabático para viajar por el mundo. Pero ese año se convirtió en dos años durante los cuales se dedicaron, entre otras cosas, a hacer montañismo.
Y fue eso lo que mató a Antonio a los veintitrés años.
Lorenzo estaba seguro de que ninguno de los dos hubiera sentado la cabeza para dirigir una fábrica de plásticos, pero decidió no contarle eso a su madre cuando aceptó venderle las acciones de Antonio.
La otra razón por la que había aceptado ver a Lucy Steadman era el recuerdo de su hermano. Porque, si era sincero consigo mismo, se sentía culpable. Él estaba tan centrado en los negocios, que no le había prestado atención. Había querido a su hermano desde el día que nació, pero Antonio sólo tenía ocho años cuando Lorenzo terminó la carrera y, aparte de las vacaciones, no habían pasado mucho tiempo juntos desde entonces. Él se había ido a Estados Unidos y, cuando volvió tras la muerte de su padre para llevar el negocio familiar, Antonio era un adolescente despreocupado con su propio grupo de amigos. Y a los dieciocho años se había ido a vivir a Londres.
Pero Antonio había mencionado a Lucy muchas veces y hablaba de ella con gran afecto. De modo que, aunque despreciaba a Damien Steadman, había aceptado recibir a su hermana. Pero después de ver las últimas fotos de su hermano en el campo base, la compasión por la familia Steadman había desaparecido por completo.
De repente, la frustración que sentía explotó dentro de él y, abruptamente, y sin saber por qué lo hacía, la atrajo hacia sí y la besó en los labios.
Lucy no sabía qué estaba pasando. De repente, se vio aplastada contra el torso masculino, los labios de Lorenzo Zanelli apretados contra los suyos. Por un momento se quedó inmóvil, en estado de shock. Y luego empezó a notar el calor de esos labios, su aroma masculino. La habían besado antes, pero nunca así. Aquel hombre la fascinaba, la emocionaba y la abrumaba por completo.
Cuando se apartó abruptamente, Lucy se quedó sorprendida por su propia respuesta, mirándolo sin saber qué decir.
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