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Fue la mujer encargada de limpiar el apartamento que se alquilaba por días en el barrio de Gràcia de Barcelona, quien la mañana del 21 de febrero del 2008 descubrió el cuerpo sin vida de Ana María Páez Capital. La joven, de treinta y seis años, estaba completamente desnuda sobre un sofá y llevaba atada una bolsa de plástico en la cabeza. Junto al cadáver, los investigadores de los Mossos d'Esquadra solo encontraron una peluca y un par de botas negras. En los primeros momentos, los policías del Grupo de Homicidios se plantearon la hipótesis de una muerte por asfixia sexual. Una tesis que se desvaneció en cuanto llegaron a las dependencias policiales las primeras imágenes de una misteriosa y atractiva mujer que, haciéndose pasar por la víctima, sacaba dinero de la cuenta corriente de la joven asesinada. La investigación se centró entonces en ella, María Ángeles Molina Fernández, Angi, la asesina que durante varios años fue capaz de seducir a los responsables de varias entidades bancarias que le concedieron, sin ningún tipo de control, préstamos y seguros que firmó con la identidad de su amiga asesinada. El libro reconstruye la minuciosa investigación de los Mossos d'Esquadra que dio al traste con el plan que durante meses diseñó esta mala mujer para tratar de emular un crimen perfecto. Angi pretendía hacer pasar a Ana por una joven con una doble vida. Los policías son los protagonistas de este relato basado todo en hechos reales, que cuenta, además, con la mirada y los sentimientos en primera persona de la periodista de sucesos que en su día publicó la investigación y que a punto estuvo de ser imputada por la jueza que dirigía el caso.
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Soy periodista, y utilizo el verbo ser porque mi oficio es mi vida. Solo así entiendo esta profesión, viviéndola con pasión a cualquier hora del día. No tenía vocación, caí casi por error en la facultad y nunca acabé la carrera. Aprendí a contar historias en la redacción de El Periódico de Catalunya y desde hace un tiempo firmo en las páginas de La Vanguardia. Tanto como escribir, me gusta narrar la actualidad en directo y eso lo hago en El Programa de Ana Rosa de Tele 5 y en Els Matins de TV3. También estoy en El Suplement de Catalunya Ràdio. Nací en julio de 1968 en Badalona, pero estoy orgullosa de haber crecido en Santa Coloma de Gramenet. Sigo con todo por aprender.
Fue la mujer encargada de limpiar el apartamento que se alquilaba por días en el barrio de Gràcia de Barcelona, quien la mañana del 21 de febrero del 2008 descubrió el cuerpo sin vida de Ana María Páez Capitan. La joven, de treinta y seis años, estaba completamente desnuda sobre un sofá y llevaba atada una bolsa de plástico en la cabeza. Junto al cadáver, los investigadores de los Mossos d’Esquadra solo encontraron una peluca y un par de botas negras. En los primeros momentos, los policías del Grupo de Homicidios se plantearon la hipótesis de una muerte por asfixia sexual. Una tesis que se desvaneció en cuanto llegaron a las dependencias policiales las primeras imágenes de una misteriosa y atractiva mujer que, haciéndose pasar por la víctima, sacaba dinero de la cuenta corriente de la joven asesinada. La investigación se centró entonces en ella, María Ángeles Molina Fernández, Angi, la asesina que durante varios años fue capaz de seducir a los responsables de varias entidades bancarias que le concedieron, sin ningún tipo de control, préstamos y seguros que firmó con la identidad de su amiga asesinada.
El libro reconstruye la minuciosa investigación de los Mossos d’Esquadra que dio al traste con el plan que durante meses diseñó esta mala mujer para tratar de emular un crimen perfecto. Angi pretendía hacer pasar a Ana por una joven con una doble vida. Los policías son los protagonistas de este relato basado todo en hechos reales, que cuenta, además, con la mirada y los sentimientos en primera persona de la periodista de sucesos que en su día publicó la investigación y que a punto estuvo de ser imputada por la jueza que dirigía el caso.
DESMONTANDOEL CRIMEN PERFECTO
Primera edición: octubre del 2019
Para Josep Forment, siempre con nosotros
© Mayka Navarro, 2019© de la presente edición, 2019, Editorial Alrevés, S.L.
Directora de la colección: Marta RoblesDiseño de la colección: Ernest Mateu
Editorial Alrevés, S.L.Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a - 08034 Barcelonawww.alreveseditorial.com
Producción del ebook: booqlab.com
ISBN: 978-84-17847-18-0Código IBIC: BTC
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.
− Mayka Navarro −
Colección dirigida y coordinada por
Marta Robles
− Barcelona 2019 −
A la memoria deAna María Páez Capitány a los que la quisieron.
A Pau, Olivia y María,por hacer mejores mis días.
− · −
− Índice −
Prólogo
El hallazgo
Sin noticias de Ana
Las primeras hipótesis
Angi
La periodista de sucesos
Los testigos
La incertidumbre
Las imágenes
La identificación de la sospechosa
La autopsia
La correspondencia
Los préstamos y seguros
La coartada
Susana Bernáldez
El encuentro
La orden de entrada y registro
El café con la sospechosa
La detención
Los calabozos
El novio de Angi
El notario
La jueza
El puzle
Las sospechas
El registro de la casa del novio de Angi
El pataleo de la periodista
Los padres de Ana
El semen de dos hombres
Los prostitutos
La noticia
La vida en prisión
Crimen perfecto
La reacción de la jueza
La hermana del primer marido de Angi
Palabras clave
La prohibición de informar
Epílogo
Nota de la autora
Agradecimientos
Si Mayka Navarro no existiera, habría que inventarla. Pocas personas son capaces de poner tanta alma, corazón y vida en todo lo que hacen. Tal vez por eso, y por su carácter intrépido y protector, eligió dedicarse a los sucesos. Está claro que Mayka quiere luchar contra los malos, y el periodismo es la mejor manera que tiene de hacerlo. Es tan curiosa y valiente como para no permitirse dejar ningún tema a la mitad o no dedicarle todas las comprobaciones oportunas e incluso inoportunas. Y es tan capaz de involucrarse en todo lo que hace como para que no haya dinero para pagárselo. Cuestión de oficio, que Mayka Navarro lleva en las venas y del que deja constancia en este extraordinario libro suyo, el primero, donde no ha dudado en contar la parte que le toca dentro de la propia historia de una asesina de novela negra. Como siempre, la realidad sorprende y María Ángeles Molina Fernández, más conocida como Angi, la protagonista de la historia real que cuenta con maestría Mayka Navarro, parece un auténtico arquetipo de novela negra. La periodista nos la va descubriendo a través de su aspecto y comportamiento de mujer fatal, antes de desvelarnos sus actos delictivos más inesperados. Angi es una asesina, pero no solo eso. Es un personaje en sí misma. Una mujer cautivadora y perversa a la que nadie como Mayka, a quien seguir su caso le costó incluso un disgusto judicial, hubiera descrito mejor. La historia apasionante que van a leer a continuación incluye traiciones, desengaños, sexo, dinero y mucha emoción. Hay que darle la bienvenida a Mayka Navarro al mundo de la literatura, al que ha llegado, sin duda, para quedarse.
MARTA ROBLES
Había llegado el momento de estar a solas con un muerto. Aunque nunca imaginó que fuera de esta manera. «Pero ¿quién mierda te ha hecho esto?», se preguntaba aquel mosso d’esquadra cuando un ruido interrumpió sus pensamientos y corrió hasta la puerta.
Empezó a hablar deprisa. Sin pausas para respirar.
—No hemos tocado nada. No hemos visto un bolso, una cartera, o alguna cosa para poder identificarla. La empleada de la limpieza nos ha contado que el piso se alquila por días, básicamente a turistas extranjeros, y que a las dos de la tarde tenían que llegar los nuevos inquilinos. Como la mujer necesitaba limpiar, entró con su llave. El responsable del apartamento ya está de camino. Él le podrá explicar a nombre de quién estaba arrendado.
El policía detalló al sargento recién llegado que había sido la encargada de la limpieza la que había encontrado el cadáver.
El sargento José Carlos Burgo, jefe del Grupo de Homicidios de Barcelona, se mantuvo detenido frente a la entrada principal, un gran ventanal de hierro forjado, y comprobó que la puerta no presentaba signos de haber sido forzada. La calle Camprodón es pequeña y estrecha; los edificios no son demasiado altos y parecen encajonados entre las calles Milà i Fontanals y Bailèn, en el corazón del barrio de Gràcia. La ambulancia del Sistema d’Emergències Mèdiques, que solo había podido certificar el fallecimiento de la mujer, se acababa de ir. Otro policía entregó el informe al sargento.
En un impreso oficial de una sola cara, el sanitario había anotado la hora de activación de la ambulancia, las 14:13. En el apartado reservado a los datos del paciente, tras el nombre había manuscrito «N. N.», las mismas siglas que había escrito tras los apellidos. Dejó sin rellenar la casilla de la edad, y solo había anotado una cruz encima del término «mujer». «Nos alertan por inconsciencia. A nuestra llegada, la paciente presenta signos negativos de vida y positivos de muerte (lleva una bolsa de plástico en la cabeza)», redactó a mano, en mayúsculas y con tinta negra el médico. El resto de cuestiones las dejó sin responder y trazó una larga línea en diagonal, de punta a punta del folio, evidenciando sin palabras que nada más podía añadir.
—Muchas gracias. A partir de ahora, nosotros nos ocupamos de todo —dijo el sargento, sin moverse de la entrada y manteniendo una intencionada distancia de aquel sofá sobre el que yacía el cadáver.
—¡Sargento! —alzó la voz el policía, consiguiendo que Burgo saliera de su ensimismamiento.
—Sí, dígame.
—Perdone que me meta, pero diría que esta mujer lleva al menos un par de días muerta.
—Muchas gracias, pero no se preocupe, los forenses se encargarán de concretar el momento del fallecimiento —respondió Burgo, mientras se percataba de que a aquel patrullero le costaba moverse y mucho más irse.
—Qué pasa, agente, ¿le gustan los muertos? —le soltó al tiempo que el policía se disculpaba con la mirada, daba media vuelta y abandonaba acelerado el escenario. Si lo hubiera pedido, igual hasta le habrían dejado quedarse en un rincón a mirar, sin tocar y ni mucho menos abrir la boca. Pero era normal que aquel policía, en su primer destino en prácticas, en la comisaría del distrito de Gràcia, empequeñeciera ante la envergadura física y vocal del sargento de Homicidios.
—No me asustes a los patrulleros, haz el favor.
Sin moverse todavía de la entrada, Burgo se giró sobre sí mismo y casi tropieza con el inspector Carles Falcó, en funciones ese día de Comtal 100, al mando de todas las patrullas de mossos de Barcelona. Los dos hombres se abrazaron. Habían coincidido años atrás en la comisaría de Vic y se apreciaban. Fue Falcó quien no hacía ni una hora había alertado al jefe de Homicidios del hallazgo del cadáver.
—Burgo, espabila que te han matado a una prostituta en Gràcia —espetó Falcó a su amigo nada más descolgar.
Al sargento le pilló la llamada en el primer plato del menú de la brasería Galicia de la calle Estrella de l’Hospitalet.
—No son horas para un muerto —respondió Burgo, de mal humor.
—Apunta, número 36 de la calle Camprodón.
Burgo localizó por teléfono al resto de policías de su grupo, y casi al mismo tiempo todos coincidieron a las puertas del apartamento. Se calzaron unos peucos blancos para no contaminar la escena, se repartieron unos guantes de látex y accedieron despacio y en silencio. La casa era de dos pisos, y no más de ochenta metros cuadrados, parecía especialmente limpia y estaba muy ordenada. La comisión judicial estaba a punto de llegar, pero querían comprobar si, como había dicho aquel policía, no había nada a simple vista que les ayudara a saber quién era la víctima.
El apartamento había sido rehabilitado para su uso en alquiler por días. El diseñador había conservado algunos trozos de paredes de obra vista que paliaban la frialdad de aquella decoración sin alma. Una estantería con un par de libros sin leer, un cuadro o un simple marco con una foto recortada de alguna revista hubieran ayudado a distraer la mirada. Pero ante aquel frío y enorme vacío era inevitable fijarse en el sofá cama de dos plazas, sin reposabrazos y cubierto con una funda morada sobre la que reposaba el cuerpo de aquella mujer completamente desnuda. Una bolsa blanca de plástico le cubría toda la cabeza. La bolsa había sido minuciosamente fijada con una cinta adhesiva transparente de unos cuatro centímetros de ancho. La mujer tenía el rostro inclinado hacia la parte interior del sofá. Por la postura natural y la posición confiada de las extremidades, cualquiera podía imaginar que la mujer dormía. El brazo derecho estaba flexionado a la altura de la cabeza, casi rozando el plástico con la punta de los dedos, mientras que el brazo izquierdo reposaba con la mano abierta sobre el ombligo, perforado por un piercing con una bola en cada punta. Las piernas, depiladas como las axilas, estaban ligeramente abiertas y semiflexionadas.
Burgo se apartó y buscó a Falcó, al que arrastró del brazo hasta una esquina.
—¿Así que prostituta? Pocas has debido de conocer en tu vida. Acaso no has visto que tiene el pelo del pubis sin recortar, ni rasurar. No es prostituta —sentenció en voz baja.
Aquel cuerpo tenía el aspecto de pertenecer a una mujer seguramente joven, e intuían que guapa. A los pies del sofá, en la parte más cercana a la puerta de la entrada, asomaban unas botas negras altas de piel de la marca Camper colocadas en perfecta línea recta. Eran del número 38. Junto a la cabeza, pero medio oculta entre los pliegues del sofá, habían dejado una peluca de cabello negro, liso y media melena. Con unas tijeras le habían recortado la etiqueta de la parte interior. Tirados por el suelo, rompían con el orden de la secuencia dos cojines de la misma ropa morada que protegía el sofá (ver página H).
La escena desprendía una perturbadora serenidad. El cuerpo no presentaba signos externos de violencia. Habían llegado los tres agentes de la Policía Científica y, tras desplegar sus utensilios de trabajo, empezaron con la inspección ocular y a concentrarse en los detalles del cadáver. Todas las uñas estaban limpias, muy cuidadas y enteras, sin lesiones ni señales de lucha o de defensa. Calcularon que la mujer debía de medir un metro sesenta y cinco; de complexión delgada.
En el cuello, la víctima llevaba atado un cordel de cuero con un colgante plateado circular, con la figura de un sol dorado y sus doce puntas. En la mano derecha tenía dos pulseras, también de plata. Una de bolas con un par de colgantes de simbología astral y la otra rígida con adornos de color rojo y azul. En la muñeca izquierda y ajeno a la muerte, marcaba puntual las horas un reloj metálico con la inscripción en letras grandes de Dolce&Gabanna.
Por alguna inexplicable razón, apenas hay relojes en las comisarías. En las dependencias de la Unidad de Delitos contra las Personas, en la segunda planta del edificio policial contiguo a la comisaría de los Mossos d’Esquadra de Les Corts, el sargento Manel Porta informaba de la aparición del cadáver de la calle Camprodón a la guardia de los juzgados de Barcelona. Porta telefoneó a Burgo, quería saber si habían descubierto algún dato de interés antes de llamar para dar novedades a su jefe, el intendente Josep Lluís Trapero, a quien muy pocos en la policía seguían llamando Pepe.
—Hay un par de armarios que abriremos cuando venga la jueza, y quizás estén allí dentro sus cosas, pero me extrañaría. El cuerpo no tiene ni una señal. Tengo a la mujer de la limpieza que la descubrió en un bar de la esquina tomándose un té, acompañada de uno de los patrullas que llegaron primero. Luego enviaré a alguien a hablar con ella —resumió Burgo al teléfono, mientras diseccionaba la estancia con la mirada.
—¿Quién alquiló el piso? —preguntó Porta.
—Ni idea, el empleado de la empresa que lo gestiona viene de camino. Esto está en el bajo de un edificio de tres plantas, y el resto son pisos de propiedad ocupados por sus dueños de toda la vida. Nadie ha escuchado nada raro. No hacía mucho que lo habían rehabilitado para alquilarlo a turistas. Aún huele a nuevo y además está helado.
—Vale, cualquier cosa me dices. Informo hacia arriba, termino de tramitar cuatro gestiones y voy para allá. ¿Necesitas algo?
—No.
Porta dudó entre llamar inmediatamente a Trapero o esperar a tener algún dato más concreto que contarle. Conociéndolo como lo conocía desde que los dos compartieron piso en Girona cuando formaban parte de aquel primer grupo de investigación de los Mossos d’Esquadra, lo mejor era informarle cuanto antes.
—Pepe, te cuento, aunque poca cosa todavía: Burgo y Olivia ya están en el piso de Gràcia. Aún no ha llegado la comitiva judicial y en cuanto te cuelgue yo me iré para allá. Ni un dato sobre la víctima, aunque no hay señales de violencia. He pedido las últimas denuncias por desapariciones. Si te parece, ya llamo yo a Patricia, para que vaya preparando la nota de prensa para los medios de comunicación.
—Bien, me vas diciendo. —Y colgó.
Mientras esperaban la llegada de la comitiva judicial, los policías seguían examinando el apartamento.
En el espacio que quedaba bajo la escalera que conducía al piso superior habían encajonado un pequeño mueble blanco sobre el que reposaba un televisor y un reproductor de DVD, en la parte inferior. La pantalla quedaba frente al sofá. Un juego de llaves del apartamento estaba junto a la tele, que seguía encendida, con el canal Antena 3 sintonizado pero el volumen completamente bajado.
Esa estancia principal se abría a la derecha en una pequeña cocina americana habilitada con lo justo y que parecía no haber sido utilizada en la vida. Todas las luces estaban encendidas. Sobre una pequeña mesa cuadrada con cuatro sillas de plástico negro a su alrededor, había una botella medio llena de Coca-Cola Zero y, a su lado, un vaso de vidrio con un líquido marrón que perfectamente podría ser parte del mismo refresco. En una esquina de la mesa había un folleto promocional arrugado de vinos con la denominación de origen Uclés. Uno de los policías de la Científica se distrajo unos segundos leyendo aquella propaganda (ver página B).
—Son unos vinos jóvenes de Cuenca —interrumpió Olivia Vidal, una de las dos cabos del Grupo de Homicidios—. Bastante buenos, por cierto —añadió.
Debajo de la encimera había un lavavajillas con las dos bandejas llenas. La luz de la posición del programa terminado seguía encendida, y también la que indicaba que faltaba sal en el electrodoméstico. Era un modelo Balay de los más pequeños (ver página C).
Los policías fueron sacando y colocando todos los utensilios del lavavajillas sobre la mesa de la cocina, formando un bodegón que después fotografiaron para su informe. Tres platos planos, dos platos de postre y dos platos hondos, los siete blancos; seis cucharas soperas, tres tenedores, dos cuchillos, una sartén, una cazuela con mango largo, un bol de vidrio, un vaso de tubo, dos vasos para el agua y otros dos con la inscripción Jack Daniel’s, todos de vidrio, y una paleta de madera. Una relación de objetos sin lógica ni coherencia que hacía difícil adivinar, a primera vista, cuántas personas podían haber estado comiendo en aquella casa.
Debajo del fregadero había un armario en el que se guardaban los productos de la limpieza. Sobre la encimera, los mossos alinearon, una a una, ordenadas y formando cuatro filas, las veintinueve pastillas del detergente para lavavajillas que quedaban en el paquete de treinta unidades de la marca Caprabo. Solo faltaba la que había sido utilizada para el último lavado.
Los armarios de la despensa estaban vacíos, los policías únicamente encontraron una tostadora sin estrenar y con el cable todavía envuelto en su plástico. Todo estaba en perfecto orden en el lavadero, ubicado en un patio interior. Aunque vacía, la parte interior de la puerta de la lavadora seguía empañada. Al ser febrero, podían ser restos de humedad de la última colada que pudo hacer la mujer de la limpieza con la ropa de cama de los anteriores huéspedes.
Cuando los policías terminaron de inspeccionar la cocina, accedieron a la parte superior del dúplex, mucho más pequeña y con un vestidor, un baño sencillo y una habitación. La cama estaba demasiado bien hecha, sin una sola arruga ni un mal pliegue en la colcha. Nadie había tocado los dos juegos de toallas, de ducha y de manos, que seguían perfectamente doblados y apilados en el extremo opuesto al cabezal de la cama.
Sobre las cinco de la tarde, hizo acto de presencia la magistrada de guardia, la titular del juzgado de instrucción número 25 de Barcelona, Elena Carasol, el secretario judicial Iñigo Ibáñez de Elejalde y el forense, el doctor Josep Castellà. Con la comitiva judicial en el escenario, la Policía Científica procedió a retirar la bolsa que cubría la cabeza de la mujer. Uno de los mossos desprendió con mucho cuidado y sin romper la cinta adhesiva que fijaba el plástico al cuello con tres vueltas completas, de setenta y cinco centímetros de longitud. Uno de los extremos era justo el inicio del rollo de cinta.
Los agentes anotaban y retrataban todos los detalles que iban descubriendo de aquella mujer y que ayudarían a identificarla. Tenía un segundo piercing en la oreja derecha, y al girar el cuerpo, fotografiaron y describieron en su informe el tatuaje que lucía en la zona lumbar. «Motivo tribal», redactó el agente. El doctor Castellà, jefe del Servicio de Patología Forense del Institut de Medicina Legal de Catalunya, tutelaba ese primer análisis del cuerpo y rellenaba a mano la plantilla oficial que se utiliza en estos casos. El forense dejó en blanco el apartado de las circunstancias específicas en las que apareció el cadáver, anotó la presencia de unas manchas de orina sobre la manta que cubría el sofá y en la casilla para «otros» escribió entre dos interrogantes: «¿Posible relación sexual?».
En febrero se hace pronto de noche y en aquella redacción solo quedábamos cuatro gatos a esas horas. Los mismos de siempre.
Javier Belmonte, uno de los mejores jefes de El Periódico de Catalunya, no necesita alzar la voz. Ácido, irónico y sarcástico, contaban que se afeitó su imponente bigote de revolucionario mexicano el día que José María Aznar ganó las elecciones. Y era cierto.
—Abriendo a dos columnas la página 45 y sin foto, y espabila que te conozco. No te líes llamando por teléfono a todo el mundo, que mira qué horas son y hay que cerrar. No quiero volver a salir de este zulo una noche más a las tantas.
—No refunfuñes, jefe, ¿dónde vas a estar mejor que aquí en la redacción conmigo?
Belmonte salió a la calle a fumar. Mientras, yo abrí la maqueta de la página en mi ordenador. Admiro a los compañeros que son capaces de arrancar una crónica por el título. Lo he intentado, pero me resulta imposible. Practico una especie de ceremonia absurda. Primero firmo, «Mayka Navarro», luego añado «Barcelona»; y después me quedo unos minutos en blanco pensando en la elección de esas primeras palabras que tendrán que seducir al lector. Iba fatal de horario, pero calculé que aún tenía tiempo para hacer una última llamada a una de esas personas conocidas en el periodismo de sucesos como «fuentes» y que sin ellas, sin su confianza y su complicidad, no tenías nada.
—¿Ni un dato de la víctima? La escena es rara de cojones. No está su bolso, nada que la identifique, pero he escuchado que tampoco tenía señales claras de violencia…
—No te pienso decir nada…
—Vale, vale, ya paro y no te aprieto más. Mañana, si eso, te vuelvo a dar un toque; pero en cuanto se sepa algo de la mujer, anda, acuérdate de mí…
—¿En qué idioma quieres que te lo diga…?
—Sí, sí, ya sé que soy una pesada, pero yo también te quiero…
Colgaron sin despedirse.
La sección de «Cosas de la Vida», el buque insignia de El Periódico, iba cargada de sucesos. Se celebraba en la Audiencia de Barcelona el juicio contra Carmen Badía, acusada del asesinato de la psicóloga Anna Permanyer, y una jueza de Martorell había imputado a cinco guardias civiles, un policía local y un ex policía nacional por el robo de cuatrocientos kilos de cocaína de un contenedor del puerto de Barcelona. Logré arañar un poco de espacio en cuanto le conté a mi jefe que el cadáver de aquella misteriosa mujer había aparecido completamente desnudo y con una bolsa de plástico en la cabeza.
Las agencias Europa Press y Efe habían reproducido la escueta nota oficial de los Mossos d’Esquadra que había redactado con su particular estilo telegráfico la jefa de prensa de la policía catalana, Patricia Plaja. Los teletipos añadían que no se descartaba ninguna hipótesis, incluida la del suicidio, y daban por hecho que la víctima era joven y extranjera.
Había sido un día intenso y me empezaban a picar los ojos después de pasar tantas horas pegada a la implacable luz del ordenador. No tenía plan, pero sí ganas de irme.
—Mañana me acercaré a la calle Camprodón a echar un vistazo —le dije a Belmonte, mientras él, regalándome una discreta sonrisa, me daba el visto bueno a la crónica.
«Hallada una joven muerta y con una bolsa en la cabeza», titulé.
Al teclear la dirección en Google, se me escapó en voz alta una expresión de sorpresa.
—Joder, Belmonte, que el número 36 de la calle Camprodón está a dos minutos de mi casa.
Los Mossos d’Esquadra investigan las circunstancias que rodean la muerte de una joven, sin identificar y de unos 30 años, que ayer fue encontrada muerta en el sofá de un piso que había alquilado, en el barrio de Gràcia. El cadáver, completamente desnudo, tenía una bolsa de plástico en la cabeza, que había sido fijada con esparadrapo alrededor del cuello. La ausencia exterior de signos de violencia en el cuerpo de la víctima y el hecho de que el piso tampoco presentara elementos que hicieran sospechar de un robo o una entrada forzada en la vivienda plantearon serias dudas a los investigadores, que, de momento, no descartan la teoría del suicidio hasta el resultado definitivo de la autopsia.
Fue la mujer de la limpieza de la vivienda la que se encontró el cadáver cuando ayer, sobre las dos de la tarde, acudió al piso para adecentarlo. La vivienda, ubicada en los bajos del número 36 de la calle Camprodón, en el corazón de Gràcia, se alquilaba por días a extranjeros de paso por la ciudad.
Anoche, los investigadores no habían identificado a la mujer, de la que incluso no descartaban que fuera una turista. Un primer análisis del cadáver hizo deducir a los investigadores, del Grupo de Homicidios de los Mossos d’Esquadra de Barcelona, que la muerte se produjo, como mucho, hace dos días.
Aunque parezca extraño, no sería la primera vez que alguien se suicida por el sistema de asfixiarse utilizando una bolsa de plástico en la cabeza, y así lo han ratificado los posteriores análisis forenses.
Los vecinos de los pisos adyacentes aseguraron ayer que no habían oído ni visto nada extraño en los últimos días que hiciera sospechar del fatal desenlace.
«No está mal», pensé mientras releía la crónica en la fotocopia del artículo que saldría publicado en la página 45 del diario de papel del día siguiente. No hacía demasiado frío en la calle y decidí ir hasta casa caminando. Pensaba en las musarañas cuando la sirena azul encendida del vehículo camuflado policial me sobresaltó abriéndose paso a gran velocidad por la calle Girona. Por un momento dudé en acercarme hasta el piso de Camprodón, pero mientras me decidía, mis piernas se plantaron solas frente a la puerta de mi casa, arrastrándome inevitablemente con ellas.
El dueño del bar había decidido apagar la televisión y desconectar las máquinas tragaperras para dejar de escuchar aquel soniquete insoportable, y volvió a ofrecer agua y café a los policías que habían convertido parte de la barra y algunas mesas de su local en un improvisado centro de operaciones.
—Les digo agua y refrescos porque están de servicio. Pero ya saben que lo que necesiten me lo piden —les insistió.
En una de las mesas apartadas del rincón, bajo el cartel de las últimas fiestas de agosto del barrio de Gràcia, Marina Martínez Fernández aún temblaba. Se le había quedado congelado el té, y como el corazón, tenía las manos heladas. Era la primera vez en sesenta y un años que le tocaba hablar con la policía y lo hacía tras descubrir un muerto. Nacida en Albacete, ya no recordaba cuánto hacía que se había instalado con toda su familia en Molins de Rei. Trabajaba fija en la empresa de limpieza FORMA13 y no hacía mucho que cuidaba del apartamento de la calle Camprodón, al que acudía para adecentarlo cada vez que el encargado del check in, el señor Silver, la avisaba de la llegada o salida de nuevos clientes.
—¿Le pido otro té calentito? —preguntó Olivia con cariño.
—No hace falta. Prefiero contarles todo lo que he visto cuanto antes, y ya cuando venga mi marido, que me lleve a casa y seguro que se me pasa el mal cuerpo.
Las mujeres que llevan toda la vida trabajando en la limpieza tienen las manos cubiertas del polvillo blanco que desprende el producto que protege el interior de los guantes de plástico. Nerviosa, Marina entrelazaba con fuerza las manos para acordarse mejor de todo lo que tenía que decir.
—Silver me informó de que eran dos personas las que dejaban el piso a las once de la mañana, y que a las dos de la tarde entraban los nuevos inquilinos. Como estos extranjeros madrugan mucho y yo también soy de levantarme temprano, llegué pronto. Pasadas las nueve y media de la mañana, llamé al timbre, pero no escuché ruidos, ni nadie contestó. Miré el reloj y, como aún era pronto, me vine aquí, a este mismo bar, a tomar un café y esperar.
—¿A qué hora regresó?
—Entre que me lie a hablar y me entretuve viendo a Josep Cuní en TV3, me dieron las once y media y regresé. Volví a llamar al timbre, pero tampoco me respondió nadie. Entonces abrí con mis llaves y…
—Marina —interrumpió Olivia—, ¿recuerda si la puerta estaba cerrada con vueltas de llave?
—No, se abrió solo con media vuelta. Entré, di cuatro pasos y enseguida vi a una persona desnuda tirada en el sofá. Salí corriendo marcha atrás, mientras le pedía muchas disculpas en voz alta. Cerré de un golpe y me fui. Pensé que estaba durmiendo la mona, que habría pasado una mala noche. Si le contara las cosas que a veces me encuentro en estos apartamentos de turistas… Como aún tenía que limpiar otro piso no muy lejos, aquí al lado en la Diagonal, aproveché y me acerqué para adelantar faena.
—¿Recuerda a qué hora volvió a entrar?
—Sí, faltaban unos quince minutos para las dos. Volví a llamar al timbre y, como no me abrían, usé de nuevo mi llave. Esta vez entré preguntando en voz muy alta si podía pasar, si había alguien. Me asomé desde la entrada, sin alejarme mucho de la puerta, y vi de nuevo aquel pie, en la misma posición que la primera vez. El piso estaba demasiado frío para estar tanto tiempo allí desnudo y sin moverse. Me asusté. Cerré de un golpe y ya en la calle llamé a mi jefe, que me dijo que telefoneara al 091. El señor que se puso me comentó que aquel era el teléfono de la policía y que a quien debía avisar era a los Mossos d’Esquadra, pero llamando a otro número, el 088. Espere, que, como estaba muy nerviosa, me lo apunté. —Y la mujer se metió la mano en el bolsillo del anorak y sacó el bono del transporte en el que había anotado los tres números.
—Les conté lo que había visto y me pidieron que no me moviera de la entrada. Al poco rato apareció una ambulancia y un coche con dos policías. Les expliqué lo que había presenciado y me pidieron que les abriera la puerta con mi llave. Yo ya no me atreví a entrar. Pero por lo poco que escuché y la cantidad de coches de policía que llegaron después, me imaginé que nada bueno había pasado. Pregunté y uno de los mossos que vino primero y que se quedó luego conmigo me contó que era una mujer y que estaba muerta.
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Carlos Carbajo se citó con sus suegros, Antonio y Ana, en la puerta de la comisaría de los Mossos d’Esquadra de l’Hospitalet de Llobregat. No les había querido alarmar, pero desde el martes que Ana María Páez Capitán, su mujer, había quedado para cenar con una compañera de trabajo, no había vuelto a saber nada más de ella. La primera noche pensó que se le habría echado el tiempo encima y que, por no volver muy tarde a casa, se habría quedado a dormir con esa amiga. El miércoles dedujo que, como otras tantas veces, la despistada de su chica se habría olvidado de cargar el móvil y que por eso no había podido llamarlo, y su teléfono ni siquiera daba señal. Pero ya el miércoles por la tarde empezó a preocuparse. Sobre todo cuando preguntó en la empresa en la que Ana trabajaba y le aseguraron que, desde el martes que se fue al terminar la jornada, no la habían vuelto a ver. Carlos había conseguido el teléfono de una tal Angi, una antigua compañera de trabajo que él no conocía pero con la que su novia había quedado ese martes. Aquella mujer le aseguró por teléfono que no sabía nada, que había hablado con ella el martes por la tarde, pero que en esa conversación Ana se había mostrado un poco misteriosa. Tampoco tenía noticias su amiga Montse ni había rastro de su mujer en los principales hospitales de Barcelona a los que Carlos llamó, uno por uno, con la ayuda de su amigo Jesús, que le fue buscando en Internet los números de teléfono de todas las centralitas.
Carlos no quería preocupar a sus suegros más de lo que él ya lo estaba, pero Antonio y Ana tampoco podían contactar con su hija mayor, y había llegado el momento de denunciar su desaparición.
Pasa siempre. Cuando alguien acude a la policía para denunciar la ausencia de una persona muy querida, si no hay sospechas evidentes de que se trata de una desaparición inquietante, en esas primeras respuestas a las preguntas de los investigadores el denunciante se muestra esquivo y reservado con los datos. No suele contar mucho, y lo poco que dice intenta que tenga que ver lo menos posible con la intimidad del desaparecido. Existe en esos primeros instantes el convencimiento de que la persona aparecerá en cualquier momento y se enfadará muchísimo si descubre que sus secretos se han ido aireando.
Con Carlos pasó algo parecido. En la oficina de denuncias de la comisaría de l’Hospitalet de Llobregat de la calle Teide, el hombre relató la última vez que había visto a su mujer y aseguró que nada raro había pasado entre ambos en los últimos días. Todo había sido normal. Habían tenido un fin de semana normal. El lunes había sido un día como otro, y el martes se habían despertado como siempre. Se habían despedido bien y cada uno se había ido a su trabajo, sin que Carlos notara en ella nada extraño. Lo único reseñable era que su mujer cenaba esa noche con una antigua compañera de trabajo que había sido su jefa. A pesar de que no la conocía, el hombre ya la había llamado y ella le había asegurado que habló con Ana, pero que ni siquiera habían quedado ese día.
—Eso es lo único raro. No entiendo, porque Ana me dijo que cenaba con esa tal Angi, y esta me asegura que no, que ni siquiera habían quedado. No me acabo de creer que Ana me pudiera mentir. ¿Para qué? No es su estilo.
El agente desgranó, en cadena y con tacto, el interrogatorio protocolario de estos casos. Preguntó si la mujer tomaba medicamentos, si había sufrido o sufría depresión o algún otro tipo de trastorno. Si tenía o había tenido problemas con alguien. Si pasaban un buen momento como pareja.
Los tres, Carlos y sus suegros, respondían a la vez «no», «no» y «no», con palabras, negando al mismo tiempo con la cabeza, y puntualizando de vez en cuando: «Es que mi hija es normal, una chica muy buena y normal».
—No se preocupen, seguro que aparece. Ahora me dejan una fotografía de Ana. Esperen un segundo, que imprimo la denuncia, se la leen y me la firman. Tenemos el teléfono de Carlos y también el de ustedes, el móvil y el de su casa. Cualquier cosa no duden en llamar. Este es el número directo de la comisaría, no tienen que pasar por centralita. Aunque si no lo tienen a mano, llamen al 088, y con el nombre y el DNI de Ana, ya les pasarán con el grupo que se encargará de buscarla. Ellos les llamarán si necesitan cualquier dato o en cuanto sepamos algo.
Releyeron sin apenas mirar los dos folios y Carlos firmó en los laterales y al final de la última página.
—¿Qué podemos hacer ahora? —preguntó Carlos, casi sin voz e impotente.
—Anote todo lo importante que se le ocurra. Vuelva a casa por si Ana regresa y mire entre sus cosas para ver si encuentra algo que le sorprenda. Hable con sus amigos, pregunte en los sitios adonde suele ir e intente dejar el teléfono libre por si llama o nosotros le necesitamos. Y háganme caso, intenten descansar.
Las palabras del policía no eran en balde. Pese a no tener en ese momento datos inquietantes acerca de Ana, más allá de que su repentina ausencia no se ajustaba a su comportamiento habitual, el agente sabía que la desaparición es uno de los delitos que más desgasta a las familias que se ven envueltas en esta tragedia. Ese desquiciante no saber nada de la persona que quieres genera un gran agujero repleto de vacío en el que cualquier cosa es posible.
Carlos agradeció la recomendación. Las ojeras casi ocultaban sus ojos. No dormía desde el miércoles, pero ya descansaría cuando Ana volviera.
Qué raro que Teo insistiera tanto al teléfono. Me conoce como si me hubiera parido y sabe que si no descuelgo, o no puedo, o en ese momento no quiero hablar. Algo importante quería.
—¿Qué pasa?
Ella es la única persona que conozco que se llame Teodora, que dicho así suena fatal, pero Teo, a base de decirlo muchas veces, ya me parece bonito. Nos conocimos en los noventa en la barra del Bracafé de la calle Viladomat. Ella comía allí todos los mediodías y yo acudía de vez en cuando, porque la redacción del Diari de Barcelona estaba ubicaba justo al lado. Un lugar austero, barato y más que bueno. En esa época, Teo no pasaba un buen momento, se acababa de separar y andaba peleada con el mundo. El mediodía que coincidíamos en el restaurante, si había espacio libre, me encaramaba en un taburete a su lado. Desprendía misterio. Nunca se quitaba aquellas inmensas gafas de sol, lucía una manicura perfecta y, aunque no fuera maquillada, había nacido con una imponente boca perfilada que la dotaba de una apariencia siempre impecable, atractiva y casi perfecta. Habitualmente, me ignoraba. Hasta que un día me habló. Se liberó unos segundos de aquella coraza que la protegía del Universo y me adoptó para el resto de sus días.
Con el teléfono en una mano, Teo utilizaba la otra para planchar la edición de El Periódico del día, abierto por la página de mi noticia sobre la joven que había aparecido muerta. Me había llamado ya dos veces, y desistiría si no descolgaba.
—¿Estas ocupada? —En cuanto nos conocimos, Teo comprendió que la libre disponibilidad de una periodista quiere decir poder estar trabajando en cualquier momento del día o de la noche. Podría necesitarme porque se le quemaba su casa, pero antes de hablar, preguntaría con educación si podía atenderla.
—Dime, cariño, ¿qué pasa?
—Escucha, estoy aquí con la Antonia. Y me pregunta si has sabido algo más de la mujer que encontraron en Gràcia, la de la bolsa de plástico en la cabeza.
Antonia no debía de andar muy lejos porque, además de los ladridos de Rita, se colaba su voz por el auricular del teléfono. «Pregúntale si los Mossos saben ya quién es la chica de la noticia», le escuchaba decir.
—¿Has oído a la Antonia?
—Sí, sí, pero es que no sé nada más todavía. Anoche, cuando cerré, no logré confirmar si la habían conseguido identificar, y la verdad es que hoy no me he puesto aún con el tema. Esta mañana no tenía que ir a la tele y me he quedado un rato holgazaneando. Me queda todavía por mirar lo que han escrito los otros diarios. Y acercarme al piso de Camprodón, que está aquí, al lado de mi casa.
En realidad, seguía en la cama, el mejor despacho que se puede tener a primera hora de la mañana.