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«Nunca imaginé una maternidad tan dura y descarnada. Tan construida sobre el desarraigo». Este es un diario sin instrucciones, una confesión a corazón abierto. El relato de supervivencia de una madre a la que su hija ha declarado la guerra. Un canto al amor filial, pero también al amor propio. Tras Guía práctica del llanto, Laura Demaría presenta en esta conmovedora novela un cuaderno de campo que explora la maternidad como un ejercicio de observación, crecimiento, sentido del humor y coraje. Porque, como la protagonista admite en un momento dado, «siento que formo parte de una especie en extinción».
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Seitenzahl: 171
© de la obra: Laura Demaría, 2024
© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.
c/ Medea, 4. 28037 Madrid
www.nocturnaediciones.com
Primera edición en Nocturna: septiembre de 2024
ISBN: 978-84-19680-75-4
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Esto tú no se lo dices a Burke.
PEDRO BRAVO Y DAVID GISTAU
Show me the place, help me roll away the stone
Show me the place, I can’t move this thing alone
Show me the place where the word became a man
Show me the place where the suffering began.
LEONARD COHEN:
«Old Ideas»
Amar como si también
hubiéramos elegido el dolor.
ANNE MICHAELS:
Buceadores de la piel
DIARIO DE UNA MADRE QUE PERDIÓ SU NOMBRE
Advertencia
Mara:
Las palabras salieron. Se pusieron en fila y ordenaron paisajes, abrieron caminos.
Escribir me hizo volver a mí. Acercarme.
Puede que no quieras leer esto nunca, que con los años resuelvas muchas de las dudas que te atormentan desde que eres pequeña.
Ojalá saques tus propias conclusiones y no tengas que contrastar ninguna versión —llevas demasiado tiempo intentando hacerlo— porque la tuya te valga. Solo la tuya. Si ocurre eso, me sentiré orgullosa de ti.
Estoy convencida de que lo llegarás a entender —no importa cuándo— y dejarás que se evaporen esas nubes negras que pareces llevar siempre pegadas a la cabeza.
Si pasa el tiempo y continúas considerándome culpable de todo, quizá debas abrir este cuaderno. Si te apetece.
Lo que hay en estas páginas es parte de mi silencio. Una parte pequeña que necesitaba sacar a la superficie.
No pretendo usar estos papeles para convencerte de nada. Mientras los escribía, he intentado explicarte quién soy. He llenado las páginas sin perseguir un orden concreto. Los instantes han ido saliendo y se han organizado solos.
Ha sido un alivio. Resultaba una carga demasiado pesada.
Cada día que pasa, irás descubriendo quién eres, qué quieres. Todavía te queda mucho. Ya empiezas a sentir lo importante que es la libertad y lo difícil que es crecer. Cuando crees tenerlo claro, la claridad se esfuma y te sientes confusa, acobardada. Es normal. Te sientes mayor, capaz de comerte el mundo, pero aún te queda mucho por definir y entender.
No tengas prisa. No intentes llegar antes de tiempo a nada. Confía en tu intuición.
A tu edad, la vida parece imperfecta e injusta, pero por otros motivos que no dependen de mí. Que no provoco yo, créeme.
Cuando leas esto, si es que lo lees, habrás entendido el verdadero sentido de la imperfección y la injusticia. Pero lo que sobre todo espero que tengas muy claro es que, por dura que sea la vida, siempre puedes intentar cambiarla. Hacerla digna. Basta con tener valor y un poco de amor propio. Tú los tienes, aunque ahora no lo veas porque estás marcada, mucho más de lo que crees. Algún día lograrás ser tú, no me cabe duda.
Lo tienes todo. Hazme caso.
Te queda madurar y dejar atrás un odio que no es tuyo.
Imagino que Leo querrá leerlo también. Con lo intenso que es, no me extrañaría que se te adelantara. Pero no sé cuánto queda para que esto ocurra, si es que ocurre.
Sé que nunca has tenido dudas sobre cuánto os quiero.
Simplemente deseo que algún día puedas dejar de cobrarme tan caro todo este amor.
Mamá
Guisantes
He vuelto a hacer guisantes para cenar.
No comemos otra cosa desde hace semanas. No paras de repetírmelo, como si no fuera yo quien los prepara.
Los tarros vacíos llenan la encimera. Cuando se aburre, Leo los pone en fila, en el suelo, y les pasa el dedo para hacer música.
Los veo crecer, amontonarse. Como si fueran material de quirófano sensible. Soy incapaz de tirarlos. Siento que he levantado mi propia trinchera.
Intento saldar cuentas con Mendel. Me da igual que parezca un placebo. Son buenos para la circulación y previenen —dicen— las anginas de pecho. Eso me tranquiliza.
Sé que los guisantes no van a sacarme de aquí. Son un ejercicio. Un trámite automático para no pensar.
En este momento necesito centrarme en tareas repetitivas para mantener la entereza.
Sea como sea, tengo que convertirme en un gen dominante o acabarás conmigo.
No sé cómo se consigue. Confío en que comer guisantes me ayudará.
No soy una simple. No creo en el poder sanador de las cosas. Pero no puedo más. Ya no.
A lo largo de estos meses no intuí que la situación pudiera ir a peor.
Me siento sola. Maltratada de nuevo. Pero esta vez duele más, te lo aseguro.
Quizá dejar que mis pensamientos se liberen sea un modo de resistir. Igual que cocinar vainas buscando en ellas todas las combinaciones posibles, como si fueran salidas del laberinto. Confiar, por qué no, sin bajar la guardia, en que esta situación acabará y dejaré de sentirme una equilibrista a la que la cuerda se le va partiendo a cada paso.
«Tú puedes». Por la mañana, al levantarme, me lo repito frente al espejo. Con los ojos cerrados, por otra mala noche de sueño intermitente y por el miedo que me da afrontar un nuevo día.
Vivo el momento. No tengo más remedio.
Me lavo la cara y vuelvo a decírmelo: «Tú puedes». Esta vez con la mirada fija en ese rostro que no parece el mío aunque lo sea.
Estoy cansada de ser «la adulta». No considero que por ahora esto sea una ventaja. Me has declarado la guerra y tengo que ser firme, morderme la lengua, no mostrarme demasiado dolida para no darte esa satisfacción. Noto tu cara de triunfo cuando me haces daño.
Tengo que ir por delante. No es un partido de tenis, ojalá lo fuera —un rato en la pista y luego cada una a su casa—, pero estoy obligada a romperte el saque, y el juego, una y otra vez. Mara, me intentas convencer de que soy tu contrincante, pero me tratas como a una recogepelotas despistada, como a una piltrafa. No te lo voy a permitir. Para empezar, porque no es justo.
Dudo que las cucarachas coman guisantes. Quizá no comerlos sea lo que las mantiene en sus cabales. A salvo. Las cucarachas son repulsivas, en eso estamos de acuerdo. Pero nacen, crecen, se reproducen, mueren y no se descentran pensando. Todo cuanto les ocurre, ya sea un sentimiento o un control de plagas, lo deben analizar como algo que surge y desaparece por causas naturales. Sin más historias.
¿Por qué Mendel no estudió a las cucarachas?
¿Por qué mezcló guisantes como un loco y confió en su evolución?
¿Por qué nos convenció de la importancia de la genética?
Cada hijo es distinto, es cierto. La diferencia no es una garantía de tranquilidad.
La verdadera maternidad no tiene nada que ver con relojes biológicos ni con teorías.
Nací, crecí y me reproduje. Dos veces.
Desde bien pequeña fuiste una guerrera precoz. Te enfrentabas a mí con una energía impropia de una enana de cinco, seis, siete años. ¡¿Para qué seguir contando?!
No digo que no me quisieras, que no me quieras, pero nunca me lo has puesto fácil.
Es como si te costara demostrarme cariño.
¿Quién te entrenó para ser así?
Nuestra relación nunca ha sido entrañable —como la que tenemos Leo y yo—, al menos por tu parte. No sé si en el futuro nos llevaremos mejor. Depende de ti, Mara. Soy incapaz de pensar a largo plazo.
Discúlpame Mendel, estoy contigo de nuevo. A pesar de cocinar y de comer guisantes, discrepo de tu concepto hereditario. Se me queda corto.
No hablaste de violencia. Ni de odio.
No te preocupaste en encontrar el gen de la manipulación.
Esperaba algo más de ti, parecías de fiar. Un caso entre mil, una reacción.
Algo que me hiciera seguir creyendo en la probabilidad. Seguir creyendo a secas.
Tuviste suerte, Gregor —a estas alturas puedo tutearte—, tus guisantes fueron dóciles.
¿Qué habría pasado si uno se hubiera rebelado y hubiese ido a por ti?
Divorcio
Ha pasado tanto desde aquella decisión…
La historia no funcionaba desde hacía mucho. Aguanté, y no por mí. Por ti, más por ti que por Leo. Sabía que nuestra historia estaba rota y no mejoraría.
Durante esos años sostuve una postura a medio camino entre la contención y la hiperactividad. Me mantenía ocupada. En mi trabajo y con vosotros. Con todos menos con él. No había química ni comunicación entre nosotros. Me sentía incómoda a su lado.
Ha pasado el tiempo. No es una cuestión de días, sino de poso.
Creo que ese momento forma parte de otra vida. Otra de tantas, que siguen flotantes alrededor de mí, como anillos surcando la gravedad.
Ahora pesa menos, ya no duele.
Este tiempo ha conseguido barrer y dejar en otro espacio aquella atmósfera a la que le faltaba oxígeno.
Aunque recuerde, esos hechos han sido cubiertos por una capa de lejanía y se me escapan, como los finales de algunas historias, de muchos libros, de los que pensé que no se diluirían jamás. Porque no contaba con esa distancia.
Es cierto que a veces, sin venir a cuento, me vienen retazos como este.
Una noche, tu padre se empeñó en que Leo se quejaba porque no se encontraba bien. Le despertó hasta hacerle llorar, convencido de que teníamos que llevarle al hospital. Estaba profundamente dormido; lo único que le ocurría es que soñaba en voz alta. Cuando consiguió que Leo se quedara desvelado e inquieto, me lo dio. Como si fuera un paquete. «Haz que vuelva a soñar, tú que sabes tanto».
No tuvo ningún pudor en volver a acostarse, logrando, como siempre, que lo que había provocado no tuviera nada que ver con él.
Tu padre necesitaba decidir, ser el primero en todo lo que le interesaba. No admitió que me divorciara y tuviera tan bien organizada la ruptura. Eso dijo. Qué disparate. Según él, yo no valía. No era necesario especificar. Yo era la nada.
Vuestra tranquilidad era y es mi única preocupación.
Llevaba años tratándome como una inútil que no estaba preparada para trabajar, para encontrar un buen abogado y mucho menos para ser madre.
A pesar de ser una nada por los cuatro costados, él habría seguido conmigo. El colmo de la paradoja —a lo mejor pensaba que él me hacía ser algo—, pero yo no estaba dispuesta a que tuvierais una vida de mentira, a que percibierais su continua falta de respeto hacia mí. A que esa falta de oxígeno os dejara huella.
Dibujos
En aquel tiempo, tu modo de protestar o de dar a entender lo que ocurría era a través de tu modo de andar, de comer o de dibujar. Estuviste una temporada hablando poco. Dando pistas en silencio.
Tenía que estar pendiente para reconocer tus mensajes encriptados y ayudarte a entrar en esta nueva atmósfera, donde la gravedad no se podía medir aún, donde debía ir a tientas, buscando el interruptor de la luz, porque la mayor parte de los días eran noche cerrada. Pura boca de lobo.
Tenía que lograr ser piel de asno: llegar a ti, quitarte el miedo. Hacer del dolor y el vértigo un cuento malo, que no cabía en la estantería ni merecía contarse antes de dormir.
Me enteré por casualidad de que en el colegio te sacaban de clase con cierta frecuencia y te llevaban a un despacho donde te hacían dibujar, mientras una psicóloga examinaba los trazos, quizá los colores, y te dejaba hablar, soltando hilo, como si fueras una cometa con ganas de cielo.
Sin prisa, pero manteniendo su presencia cerca.
No sé si ella se ponía a caminar de un lado a otro de la sala o se sentaba a tu lado, mirando sin mirar el folio que ibas llenando.
Tuve que hablar con la directora. Nadie me había informado. Nadie había buscado mi consentimiento. Tenías muy pocos años y un montón de ruido en la cabeza y en tu pequeño corazón. Tu padre había pedido aquella valoración. Estaba convencido de que estabas siendo víctima del síndrome de alienación parental entre otras muchas cosas.
Puse fin a aquello y a todos los intentos y reacciones que se produjeron de forma constante y bélica durante varios años por su parte: a pie de calle, en las fiestas del colegio, en el portal de casa, en los buzones de los vecinos, en mi trabajo, entre una buena parte de mis contactos profesionales a través de correos electrónicos, burofaxes, mensajes clavados con chinchetas en el portal, puñetazos en la puerta…, tantos que no quiero ser exhaustiva, porque me sigue entrando frío cuando esas imágenes vuelven a mí.
En tus dibujos, de casa torcida con humo saliendo de la chimenea, estábamos los cuatro sonrientes, con las manos y los cinco dedos en cada una de ellas bien separados y estirados. Imagino que eso era para ti la demostración de la felicidad, de estar bien.
Siempre pintabas macetas con las flores más grandes que nuestros cuerpos. Quizá porque querías escapar y ser como Jack trepando por sus habichuelas mágicas.
A Leo le hacías igual de alto que tú y junto a él pintabas un perro y un gato que no teníamos.
Éramos una familia feliz, perfecta.
En un lado de esos dibujos, el sol radiante tenía que competir con una nube de tormenta de la que caían gotas negras.
Las nubes se fueron convirtiendo en una constante de tus di-bujos.
En ellos, la única que llevaba paraguas era yo. Lo hacías enorme y tan negro como las gotas de lluvia tempestuosa que caían de la tripa de la nube.
Más que gotas, parecían cuervos o urracas, capaces de arrancar cualquier reflejo para atesorarlo bien arriba, en la copa de los árboles, en algún nido sin acceso. Un nido que no os protegía ni a tu padre, ni a Leo ni a ti, que aparecíais empapados de esa negrura de pe-tróleo que os pesaba y os juntaba los dedos de las manos y se os pegaba a la ropa, que dejaba de tener colores vivos y se volvía terrosa y triste.
Te negabas a hacer redacciones sobre el fin de semana, las vacaciones de Navidad o el verano. No querías contar que tu padre y yo nos habíamos separado. Que tu padre ya no vivía en casa con nosotros. Que le veías lo que planteaba un convenio. Si no lo contabas, no pasaba. Si no lo contabas, podía haber una oportunidad de que todo se solucionara y volviera a ser como antes.
Cuando sacabas este tema, yo lo recogía como si fuera un copo de nieve, con sumo cuidado, y te decía que no había posibilidad de que volviéramos a estar juntos, no como tú querías.
En ese momento de deshielo, me mirabas fijamente y con los ojos brillantes me decías que querías tener esa familia, no esta, porque esta no lo era y nunca lo sería.
Ropa de cama
Me producía vértigo el momento de después de la cena y del lavado de dientes. De la lectura en voz alta de los capítulos del libro que te estuviera leyendo.
Temía cerrarlo; sabía que tenía que hacerlo, pero no era fácil.
Antes de que fuera a apagar la lámpara, te levantabas como una autómata, abrías el armario y empezabas a ponerte camisetas, jerséis o sudaderas de tu padre, más de una. Lo que no te cabía encima lo colocabas debajo de la almohada y alrededor del somier.
Intentaba convencerte de que tendrías demasiado calor y no podrías dormir. Que era mejor que te pusieras el pijama.
Pero no había manera ni palabras suficientes para hacerte entrar en razón.
«Me dijo papá que así estaría más cerca de mí por las noches, que así me protegería de ti».
Con eso zanjabas el tema y te acostabas, como si fueras un iglú dentro de un iglú, la ballena dentro de Geppetto o el lobo dentro de la abuela.
Sí, sé que parece que estoy contando esas historias al revés, pero es que ver cómo te acostabas cada noche me hacía sentir piedras en los hombros, en los ojos. Dentro de mí. Un peso imposible de soportar, pero que tenía que sobrellevar.
Que no debías notar, tampoco Leo. Ni nadie, a ser posible.
Solo yo.
A medida que fueron pasando los meses, la cantidad de ropa de tu padre que llevabas puesta y ocupaba la cama era descomunal. Una montaña cruel que te hacía noche a noche más pequeña.
En cuanto notaba tu respiración acompasada y profunda, intentaba quitarte todas aquellas ataduras. Pero, a pesar del sueño, tu cuerpo se dormía en tensión, rígido; era un músculo en alerta, y me resultaba imposible extender una de tus piernas o tus brazos para desvestirte.
Volviste a jugar con una colección de troquelados en los que se podía transformar a la protagonista, Susi, en domadora, científica, trapecista o bombera.
Los primeros libros de Susi tenían imanes para colocar todas las prendas con las que disfrazar a la muñeca. En los últimos, la ropa y los accesorios ya iban con pestañas flexibles con velcro que se ajustaban perfectamente al cuerpo de Susi.
Rescataste a Mister Potato. Estabas en fase de recolocación, y toda manualidad que te permitiera poner y quitar para volver a poner te relajaba y de alguna manera te preparaba para el día a día.
Me resultaba cada vez más difícil hacerte entender que aquello no era bueno para ti.
Hasta que un día cogí todo, lo metí en bolsas y lo llevé a Humana.
Esa semana no pegamos ojo ninguno de los tres. La cantidad de insultos que soltaste por la boca era infinita. Después de aquella purga, te pasabas las noches hablando por teléfono con tu padre, negándote a dormir, llena de rabia y cansancio.
Tras cenar y lavarte los dientes, cogías el teléfono inalámbrico, entrabas a tu cuarto y cerrabas la puerta.
No decías nada. Ni me mirabas.
Porque yo ya me había convertido en la mala, en la única que tenía paraguas cuando llovía. En la culpable de cuanto pasara.
[sonajero]
Nació para masajear el sueño, para ahuyentar a los espíritus y mandar al miedo tan lejos como pudieran espantarlo unas semillas entrechocando.
Hace más de cuatro mil años ya se usaba en pueblos mediterráneos y de Asia Menor.
Los egipcios lo idearon como elemento mágico, sobre todo para resguardar a los bebés de la enfermedad cuando estaban en la cuna. Era un juguete sutil.
El primero de ellos parece que se hizo con una calabaza seca rellena de piedras pequeñas y alguna que otra pieza de coral, porque se pensaba que este invertebrado contenía poderes sobrenaturales y protectores.
Sonido fino, como de campanillas, para adormecer lo malo. Eso se pretendía.
Los griegos lo llamaban krótalon; los romanos, crepitácula. Los fabricaban con anillas metálicas que se golpeaban entre sí y pendían de un mango de madera.
También podían ser de conchas y, en vez de piedras, se metían huesos de aceituna o canicas. Se fueron amoldando a las costumbres y estilos de las distintas épocas, adoptando nuevos tamaños y formas, dejando de ser piezas artísticas, joyas incluso, que se confeccionaban y pintaban en colores simbólicos como el azul, en el caso de los egipcios, el pigmento de lo espiritual y la conexión con el más allá.
En España, el sonajero era un cascabel, generalmente de plata, que se colgaba en las cunas para proteger a los niños del mal de ojo. Era un artículo habitual en las casas, hasta el punto de que en el siglo XVII el gobierno valoró su importe como bien de primera necesidad.
El sonajero es un recuerdo de que siempre hemos velado el sueño, hemos necesitado calmar nuestros temores, acariciar la naturaleza para que neutralice el vértigo de nuestros pensamientos.
En 2016, en la región de Novosibirsk (Siberia) apareció en una de las casas de un asentamiento arqueológico de la Edad de Bronce, conocido como Vengerovo-2, un sonajero de arcilla. El primero del que se tiene constancia. Tenía la forma de la cabeza de un osezno y una marca hecha con un hueso fino, que según los arqueólogos podía considerarse la firma de su autor o quizá un modo de etiquetar el juguete.