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El amor no siempre está escrito en las estrellas Aldo Moretta es un héroe. Se alistó en el ejército y cada año lucha por su país, y también tiene un próspero negocio en el pequeño pueblo de Benevolence. Solo le falta una cosa: una compañera de vida. Gloria Parker se enamoró del hombre equivocado. Pasó diez años en una relación tóxica y, ahora que por fin es libre, necesita reconstruir su vida y volver a ser la Gloria de antes. Cuando Aldo regresa a Benevolence tras una accidentada misión en Afganistán, decide no perder más el tiempo: ya es hora de conquistar a Gloria, de la que está enamorado desde el instituto. ¿Lograrán curar sus heridas y construir juntos una vida llena de amor? Autora número 1 en el New York Times Lucy Score es el gran fenómeno en BookTok
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Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Epílogo
Epílogo extra
Nota de la autora
Agradecimientos
Sobre la autora
Notas
V.1: Septiembre, 2024
Título original: Finally Mine
© Lucy Score, 2018
© de la traducción, Iris Mogollón González, 2024
© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2024
La autora reivindica sus derechos morales.
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial.
Esta edición se ha publicado mediante acuerdo con Bookcase Literary Agency.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Imágenes de cubierta: Creative Market - Larisa Maslova | Freepik - Belenova_art
Corrección: Isabel Mestre, Raquel Luque
Publicado por Chic Editorial
C/ Roger de Flor, n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10
08013, Barcelona
www.chiceditorial.com
ISBN: 9978-84-19702-27-2
THEMA: FRD
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Aldo Moretta es un héroe. Se alistó en el ejército y cada año lucha por su país, y también tiene un próspero negocio en el pequeño pueblo de Benevolence. Solo le falta una cosa: una compañera de vida.
Gloria Parker se enamoró del hombre equivocado. Pasó diez años en una relación tóxica y, ahora que por fin es libre, necesita reconstruir su vida y volver a ser la Gloria de antes.
Cuando Aldo regresa a Benevolence tras una accidentada misión en Afganistán, decide no perder más el tiempo: ya es hora de conquistar a Gloria, de la que está enamorado desde el instituto. ¿Lograrán curar sus heridas y construir juntos una vida llena de amor?
Era la segunda cosa más estúpida que había hecho en toda su vida. Pero, como esta estupidez remediaría la primera, Gloria Parker se dio un pequeño respiro.
Era necesario, se recordó a sí misma mientras pasaba las manos por delante de su camiseta blanca y hacía una mueca de dolor al rozar los moratones. La vida y la muerte. La suya.
Su pequeño y oxidado coche estaba lleno de sus escasas pertenencias. Esta noche no volvería a «casa».
—Todo irá bien —se aseguró a sí misma mientras subía al delgado porche del bar. El Remo era el bar favorito (y el único) del pueblo de Benevolence. Construido como una cabaña de madera con un tejado de cedro, el exterior, con su letrero pintado a mano y su acogedor patio a la derecha, invitaba a los clientes sedientos a entrar. Su única vista era el aparcamiento de grava, pero, si visitabas el Remo, no te preocupaba el ambiente. Estabas ahí para ponerte al día con tus vecinos. Disfrutar de una jarra. Probar un plato de alitas picantes. O, en el caso de él, beber hasta que se te nublara la vista.
Tenía veintisiete años y nunca había pisado el Remo. Había muchas cosas que no había hecho. Todavía. Y una razón para ello. Hoy, todo había terminado, y su vida podría por fin comenzar.
Era primavera, pero todavía era lo bastante pronto para sentir algunos retazos del invierno en el aire. La primavera significaba nuevos comienzos. A medida que el sol se ponía sobre la ciudad en la que había nacido y se había criado, también lo haría el telón de diez años de estupidez. Diez años de dolor. Diez años de una historia de la que se avergonzaba.
Gloria tragó saliva.
—Puedes hacerlo —susurró.
Con una mano temblorosa, tiró de la gruesa puerta de madera para abrirla, e ignoró las ronchas moradas que le rodeaban la muñeca. Se había vuelto buena en eso. Ignorar. Fingir.
Atravesó la puerta y entró en su futuro.
«Es acogedor, no sórdido», pensó. En las paredes, revestidas de madera, había colgados carteles de cerveza y fotografías de Benevolence a lo largo de las décadas. Había una estrecha franja de escenario en la pared del fondo. Un grupo de mesas y sillas, en su mayoría vacías, se agrupaban en torno al suelo de pino. La puerta de cristal de la derecha daba a un patio para socializar al calorcito. Pero su atención se centró en el gran hombre encorvado sobre la barra.
Glenn Diller.
A juzgar por la caída de sus hombros, o bien había salido pronto del trabajo, o habían vuelto a despedirlo de la fábrica y no se lo había dicho a ella. En cualquier caso, llevaba horas bebiendo.
Respiró entrecortadamente y soltó el aire. Era ahora o nunca. Y no sobreviviría al nunca.
El camarero, Titus, era un hombre mayor que reconoció como el padre de uno de sus compañeros de clase. Su hijo acababa de terminar la carrera de Derecho en Washington D. C. Y ahí estaba Gloria, todavía congelada en el tiempo. Titus se fijó en ella, y su mirada se deslizó, incómoda, hacia Glenn.
«Él lo sabía. Todos lo sabían». Gloria temía que jamás sería capaz de quitarse de encima esa vergüenza. Pero tenía que intentarlo.
Sophie Adler, rebosante de energía y con el pelo negro recogido en una cola, bailaba detrás de la barra.
—Siento llegar tarde, Titus. Josh ha vuelto a esconder las llaves del coche en el váter.
Titus gruñó y cogió el tarro de las propinas sin apartar los ojos de Glenn. Esperaba problemas.
Gloria rezó a Dios para que el hombre se equivocara.
Se aclaró la garganta.
—Glenn. —Su nombre sonó claro como el agua, y con una confianza que Gloria no sabía que todavía poseía.
Se giró lentamente sobre su taburete; ante él había un vaso de chupito vacío y una cerveza. Ya tenía los ojos inyectados en sangre.
Enfocó su mirada en ella y se puso en pie tambaleándose.
—¿Qué coño haces aquí?
Ese gruñido gutural y la amenaza de violencia que conllevaba la habían acobardado durante años. Pero hoy no. Hoy era inmune.
Ella quería eso. Se lo recordó a sí misma. Lo necesitaba.
Vio acercarse al hombre del que se había enamorado a los diecisiete años, el hombre al que había dejado que la despojara de manera sistemática de todo, hasta de su dignidad. El alcohol y la sensación de que la vida le debía más habían hecho que sus músculos de instituto se volvieran voluminosos y desmesurados. Le había apagado los ojos, le había amarilleado la piel. A sus treinta años, parecía diez años mayor.
Glenn apareció a la derecha mientras arrastraba los pies hacia ella. Borracho, pero aún capaz de infligir mucho daño. Por eso estaban ahí y no en la caravana destartalada que compartían, donde nadie prestaba atención a los sonidos de los puños y a los gritos.
Ahí había testigos. Ahí había gente que podría ayudar.
Dejó una mesa vacía entre ellos; tenía los pelos de la nuca de punta.
—¿Qué coño haces aquí? —preguntó de nuevo.
Su ladrido atrajo las miradas de todos los presentes.
—Me voy —dijo ella en voz baja—. Me voy, y no volveré. Y si me tocas otra vez, iré a la policía. —Las palabras brotaron como agua que se precipita por las cataratas. Llevaban tanto tiempo en su garganta que la estrangulaban.
Su rostro, antaño apuesto, se torció en una mueca espantosa. Sus mejillas se pusieron rojas. Las venas de su cuello formaban un mapa topográfico. Pero no estaban dentro de las paredes de su caravana. Tenían público.
Era una fina capa de protección, y Gloria se aferró a ella.
Él se rio, un jadeo lento y peligroso.
—Te arrepentirás muchísimo.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo y se alojó como un témpano en su corazón. Había cometido un error de cálculo. Sus ojos buscaron a Sophie, detrás de la barra. La mujer la observaba. Sophie hizo un gesto con la cabeza hacia el teléfono. Una señal sutil.
Gloria negó con la cabeza levemente.
No. Tenía que hacerlo sola. Debía tomar una decisión.
—Glenn, lo digo en serio, hemos terminado. No me harás más daño, no volverá a pasar. Si lo intentas, pediré una orden de alejamiento contra ti.
En el instituto, había sido un rey en la cancha de baloncesto. Grande, malo y agresivo. Había luchado para ganar una y otra vez. Ella había creído que ganar lo alimentaba; esa adoración de héroe. Pero, en cambio, lo que lo movía era la atención, el reconocimiento de que era alguien con quien no podían meterse. Un hombre. Respeto a través del miedo. Al igual que su padre. Su padre bebía y pegaba a su esposa… hasta que murió prematuramente de un ataque al corazón a los cuarenta y cinco. Así que Glenn bebía y pegaba a su novia. Porque eso era lo que hacían los hombres.
Se inclinó sobre la mesa con rapidez, como una serpiente, y su mano carnosa se posó en el brazo de ella en un doloroso apretón.
—Vamos a tener una pequeña charla —dijo amablemente. Pero había una amenaza detrás de sus palabras, como una hiedra venenosa alrededor del tronco de un árbol.
Gloria luchó contra su agarre. Siempre empezaba igual: con aquella mano rodeándole el brazo y apretándoselo con fuerza. Los últimos tres meses habían sido tan malos que no había llegado a curarse. Eran moratones sobre moratones.
—Para —gritó, desesperada por liberar el brazo. Pero era ridículo que su pequeño cuerpo tratara de luchar contra la fuerza descomunal de él.
La arrastró hacia la puerta como un hombre con un perro.
—¿Vais a calmaros? —gritó Titus, nervioso, tras ellos.
Glenn no se dignó a responder, simplemente empujó la puerta con tanta fuerza que rebotó en el exterior de tablillas de madera.
En ese momento, ella luchaba fervientemente mientras él la arrastraba hacia su camioneta, al fondo del aparcamiento. Sus zapatillas resbalaban y tropezaban con la grava.
—¡Suéltame!
La arrojó contra el lateral de la camioneta. El impacto le sacudió la columna vertebral.
—Me perteneces, Gloria Parker. No puedes irte. Jamás.
—Ni siquiera me quieres. —Le gritó la verdad a la cara. Él no sabía lo que era el amor. Aunque ella tampoco estaba segura de saberlo.
—No tengo que quererte. Me perteneces —siseó.
Todas las señales de alarma que la alertaban de sus cambios de humor, del peligro, sonaron en su cabeza.
—No me quieres —le repitió ella—. No te pertenezco. Tienes que dejarme ir.
—No tengo que hacer una mierda —balbuceó él.
El bofetón la pilló por sorpresa, y la aturdió. Se recompuso, como tantas otras veces, y lo empujó hacia atrás. Ahora tenía que luchar como nunca. Su vida estaba en juego.
—Maldita zorra estúpida. Puta desagradecida —espetó él, que le metió una mano en el pelo y tiró de él hasta que ella chilló.
Le gustaba cuando lloraba. Le gustaba cuando estaba aterrorizada. Quería que ella supiera que tenía el poder de acabar con su vida.
—Te dejo —reiteró mientras sus dientes castañeteaban. Nunca le había hecho daño en público. Pero, por otro lado, ella nunca había intentado dejarlo.
—¡Te lo he advertido! —Fue un grito de rabia que atravesó el aparcamiento.
Benevolence era un pueblo de buena gente que trabajaba duro y se preocupaba por sus vecinos. Él era una mancha para todos, y estaba orgulloso de ello. Pero ahí no había nadie para ayudarla. Era ella contra él. Hasta que llegara la policía a la que —por Dios, por favor— Sophie probablemente habría llamado. Solo tenía que aguantar unos minutos.
Gloria empujó contra su pecho con todas sus fuerzas, pero los carnosos puños de él se cerraron en torno a sus brazos y la sacudieron hasta que la parte posterior de su cabeza golpeó contra la ventanilla de la camioneta. Se dio cuenta de que no le quedaban minutos.
—¡Eh! —Oyó una voz en el aire. Era una mujer. Rubia.
Pero Glenn le tapaba la vista.
—Métete en tus asuntos, puta entrometida.
—Glenn… —jadeó Gloria.
—¡No quiero oír una palabra más! —gritó él. Tenía la cara roja de furia. La agarró por el cuello y la levantó.
Le cortó la respiración. Sintió que la presión de la cabeza aumentaba, vio cómo el negro se deslizaba por los bordes de su visión. Sus pies se balanceaban, inútiles, a unos centímetros del suelo. No podía acabar así. Su vida no podía detenerse en sus brutales manos. Ella no sería una triste estadística más.
Débilmente, se llevó una mano a la garganta. Todo empezaba a volverse gris mientras sus pulmones pedían oxígeno a gritos.
Con las últimas fuerzas que le quedaban, estiró un pie y lo golpeó en la rodilla mala. Al mismo tiempo, vio un destello rubio y Glenn la dejó caer al suelo. Aterrizó como una muñeca de trapo. La grava le arañaba las piernas y el costado, pero estaba demasiado ocupada respirando entrecortadamente como para darse cuenta. Se oyó un alboroto detrás de ella —gritos y maldiciones—, pero sonaba muy lejano. Se dio la vuelta sobre la espalda y se quedó mirando el atardecer primaveral que cubría el cielo de colores rosas y naranjas.
«Nunca más».
El papel rígido que cubría la camilla se arrugaba bajo sus piernas. Llevaba la bata diseñada para que el examen de los pacientes fuera fácil e impersonal, y tenía frío. La cortina que separaba la cama de la puerta era del mismo material azul raído. En la pared había un póster con una cesta de cachorros de golden retriever. Inocentes y felices. Con la lengua fuera.
En ese momento, Gloria se sintió ajena a la inocencia y a la felicidad.
Pensó en su alter ego, la Gloria que dejó a Glenn después de la primera vez. En este preciso instante, esa chica habría quedado con sus amigos para tomar cervezas —no, martinis— en algún bar de lujo del que nadie habría oído hablar, en una ciudad en la que todo el mundo querría vivir. Entraría orgullosa con unos zapatos que harían susurrar a otras mujeres: «No sé cómo lo hace». Pagaría una ronda de copas con su propio dinero. Pasaría el resto de la noche riendo y bailando.
Pero ¿esta Gloria? Estaba en otro lugar completamente distinto.
Le dolía el cuerpo, pero sentía el dolor sordo, lejano. Como si perteneciera a otra persona. Estaba vacía, fría. No sentía la victoria, el orgullo que esperaba sentir. Lo había conseguido. Casi había muerto en el proceso. Pero había dejado a Glenn Diller. Y otros habían pagado el precio. La mujer rubia del aparcamiento había quedado inconsciente. Luke Garrison había intervenido en la pelea. Y ahora la doctora del pueblo había tenido la amabilidad de cancelar sus planes de esa noche para examinar el cuerpo magullado y maltrecho de Gloria, lo que le había ahorrado un costoso viaje a la sala de urgencias. Se preguntó si su libertad ya era un inconveniente mayor de lo que habían sido nunca sus malos tratos.
«¿Por qué no sentía nada?».
La puerta de la pequeña habitación se abrió, y la doctora Dunnigan asomó la cabeza por la cortina, con sus rizos encrespados de color rubio rojizo alborotados sobre su piel de marfil.
—Espero que esto signifique que por fin has dejado a ese cabrón.
Robusta y enérgica, Trish Dunnigan no se dejaba engañar, excepto por la rematadamente tonta Gloria Parker. La mujer había vacunado a Gloria en la escuela primaria. Y durante los últimos años se había reunido con ella en el aparcamiento del supermercado —uno de los únicos lugares a los que Gloria tenía permiso para ir— para examinar y tratar sus lesiones.
La doctora Dunnigan había sido la voz de la razón, libre de juicios, cuando todos los demás se habían rendido o los había ahuyentado.
«Te matará. Se está intensificando. Es un ciclo de abuso de manual. Te matará, Gloria. Pronto».
Se lo había dicho a Gloria hacía una semana, mientras le curaba el hombro dislocado. Pero ella se quedó. Le dolía demasiado pensar en irse. En hacer algo diferente.
Y entonces, la noche anterior, todo había cambiado.
Eran solo un chaval y sus amigos, que tocaban música un poco demasiado fuerte en su primer coche, dos caravanas más abajo. Pero, para Glenn, era una razón para actuar con arrogancia. Lo sacó de su coche, lo tiró al suelo y le gritó en la cara que intentaba dormir y que quería paz, tranquilidad y respeto.
Humillación. La infligía. Con Gloria. Con sus compañeros de trabajo. Con su madre. Con los desconocidos que le servían comida o que esperaban que les pagara por sus servicios. Había personas en este mundo que no podían sentirse grandes a menos que hicieran sentir pequeñas a otras.
La había deshumanizado, la había vuelto tan pequeña que casi había desaparecido. Y, cuando intentó detenerlo la noche anterior, la tiró al suelo, junto al chico, y les escupió a ambos. Los despojó a los dos de su poder, de su humanidad y de su valor.
Esperó a que ella lo siguiera hasta la caravana para abofetearla, empujarla y darle una patada. Pero había gastado la mayor parte de su ira en el chico y, dado que consideraba que ella no valía nada, volvió a sentarse para terminar de ver la televisión.
Y hoy había recogido sus cosas, había recuperado el poco dinero que había escondido detrás del zócalo roto de la caravana y había abandonado a ese cabrón.
—Se acabó —respondió Gloria, aturdida.
Muy seria, la doctora Dunnigan comprobó su pulso y la dilatación de sus pupilas. Sacó el estetoscopio y sus fríos ojos verdes recorrieron lo que Gloria sabía que era un collar de moratones alrededor de la garganta.
La puerta se abrió de golpe y rebotó en la pared, de modo que por un momento ocultó la cesta de los cachorros. Sara Parker, todavía con su delantal de peluquera, irrumpió en la habitación. Para una mujer poco dada al dramatismo, fue toda una entrada.
—Dios mío. Gloria. ¡Mija!1 —Gloria no quería ver la compasión en los ojos de su madre. No quería reconocer que su dolor hería a su madre con tanta saña como si fuera el suyo propio—. Cuando he recibido la llamada, he pensado que te había matado.
Las palabras derribaron los muros de su conmoción, y unas cálidas lágrimas se derramaron sobre sus frías y pálidas mejillas.
—Lo siento —susurró Gloria mientras los delgados y fuertes brazos de su madre le daban la bienvenida.
—Mi dulce niña. ¿Se acabó? ¿Es el final? —preguntó Sara.
Gloria asintió.
—Se acabó. Está en la cárcel.
—Bien. —Sara maldijo en español, y luego encerró en una caja su enfado—. Te quedarás conmigo. Prepararé sopa de pollo con fideos.
—Mis maletas ya están en tu casa —confesó Gloria con la sombra de una sonrisa. Incluso después de tantos años de distanciamiento, Gloria sabía que podía volver a casa. Sin Glenn, su madre estaría a salvo.
—Ejem… —carraspeó la doctora Dunnigan—. Ahora, si no le importa, señora Parker, me gustaría seguir examinando a mi paciente.
Sara cogió la cara de Gloria entre sus manos.
—Bienvenida a casa, mija. Te espero fuera.
—Gracias, mamá.
Un poco del frío de su alma se desvaneció. La pizca de miedo pareció atenuarse.
—Uf —comentó con desaprobación la doctora cuando miró el costado de Gloria, donde la gravilla le había arañado la piel—. Ahora te duele. Pero te curarás —pronosticó.
Gloria esperaba que la mujer se refiriera tanto al interior como al exterior. Porque en ese momento no sabía si volvería a sentirse normal. Mierda, ni siquiera recordaba lo que era ser normal. ¿Qué futuro le esperaba? Una chica que apenas había terminado el instituto, que nunca había trabajado y que había entregado todo su amor propio a un monstruo. ¿Qué lugar había para ella en este mundo?
Soportó en silencio la humillación de la exploración, tan familiar y, de algún modo, de nuevo deshumanizante: verse reducida a lesiones que ojalá hubiera sido lo bastante fuerte para evitar.
Los dedos de la doctora Dunnigan tecleaban en su portátil mientras actualizaba sus registros.
—Fotos —dijo, y miró por encima de sus gafas de lectura. Siempre se había negado a que la doctora documentara sus lesiones. Nunca le había dicho a la doctora Dunnigan que tenía su propia documentación, escondida. Cada moratón, cada esguince, cada hueso roto. Hubo días en los que pensó que nunca la usaría, que nunca lo dejaría.
Pero lo había hecho.
—¿Qué voy a hacer? —Su voz sonaba ronca tanto por la emoción como por las brutales manos de Glenn.
—No vas a preocuparte de tomar decisiones ni hoy ni durante un tiempo —respondió rápidamente la doctora Dunnigan. Cerró el portátil y abrió un cajón para sacar una pequeña cámara digital—. Hoy has tomado la decisión más difícil. Ahora es el momento de curarte, descansar y recordar quién eres sin él.
¿Era alguien sin él? ¿La pobre Gloria Parker era alguien sin el estigma del maltrato? ¿Siquiera existía ya en este mundo?
—Me siento como un fantasma —confesó en voz baja.
La doctora Dunnigan la ayudó a ponerse en pie.
—A mí me pareces bastante real. Date tiempo para curarte, chiquilla. Por dentro se tarda mucho más que por fuera.
Gloria levantó la barbilla para que la doctora fotografiara las llamativas huellas de manos alrededor de su cuello y cerró los ojos cuando el movimiento la mareó.
El obturador de la cámara hizo un clic silencioso.
—Hoy no eres una víctima, hoy eres una superviviente.
Sintió que sus piernas se calentaban mientras el pavimento se difuminaba bajo sus pies. Sus músculos zumbaban mientras empujaba con más fuerza. Benevolence, en Maryland, su ciudad natal, pasaba a toda velocidad mientras dejaba atrás sus demonios. Las casas acogedoras se asentaban sobre bonitos jardines verdes que limitaban con las calles arboladas.
Era abril, y la lluvia que los había asolado durante una semana consecutiva había amainado y dado paso a un día perfecto de sol, a veintiséis grados. Aldo Moretta había salido de la oficina una hora antes para correr.
Levantó una mano para saludar a una muy embarazada Carol Ann, que estaba sentada en una silla de jardín en la entrada de su casa, mientras su marido, Carl, un hombre que era un palillo, quitaba las malas hierbas del parterre delantero. Carol Ann meneó los dedos en su dirección.
Había muchas cosas que Aldo no podía controlar. Por eso cuidaba muy bien de las que sí que podía. Como su cuerpo. Se había convertido en una máquina atlética que era capaz de recorrer un kilómetro en seis minutos y de hacer sentadillas levantando ciento cuarenta y dos kilos. Se había hecho fuerte, rápido y listo. En cuatro semanas, necesitaría todo eso. Su unidad de la Guardia Nacional se desplegaba; para él, era la cuarta vez.
Dobló la esquina y sacó una galleta del bolsillo al oír los emocionados ladridos que salían de detrás de la valla de un metro de altura del hogar de Peggy Sue Marsico. Smiegel, el beagle, agitaba su cola blanca como un torbellino. Lanzó la golosina y vio cómo Smiegel pegaba un salto como un superperro, con las orejas volando, y la atrapaba en el aire. Sonrió mientras el perro brincaba orgulloso entre los helechos, con el premio entre los dientes.
Al lado del rancho beige y azul de Peggy Sue estaba la casa de Lincoln Reed. El jefe de bomberos había transformado la antigua gasolinera en una casa de soltero de la hostia. La misión de Linc en la vida era salir con todas las mujeres del área de los tres condados. Era un tío encantador y simpático con fobia al compromiso.
Era una pasada salir con Linc. Era una pena que él y el mejor amigo de Aldo, Luke, apenas toleraran verse el uno al otro.
—¿Qué tal, Moretta? —gritó Linc, que levantó una cerveza mientras rociaba su camioneta con la manguera—. ¿Quieres una?
—Tal vez después de unos kilómetros más —respondió Aldo.
—Pásate luego por aquí —propuso Linc, mientras giraba la manguera hacia un agradecido Aldo antes de volver a la reluciente camioneta.
Tras despedirse con una mano, se puso de nuevo en marcha. Sintonizó sus pisadas mientras rodeaba el cementerio. No miró la tumba. No tenía por qué hacerlo. Cada vez que pasaba por delante de esa zona verde, suavemente ondulada y salpicada de lápidas blancas, se acordaba.
Los años que lo separaban del momento en que encontró a Luke acurrucado alrededor de la lápida de su mujer, con un paquete de seis latas vacío a su lado, desaparecieron. Abrazó a su amigo mientras los sollozos sacudían el cuerpo del hombre a medida que la pena que había reprimido se abría paso a través de sus grietas. Nunca hablaron de aquel momento; no tenían por qué. Eran hermanos, aunque no de sangre. Habían intercambiado salvarse la vida como los niños intercambiaban cromos de béisbol o mierdas de Pokémon.
—¡Hola, guapo! —Valerie Washington tenía setenta y tres años, pero aparentaba cincuenta y actuaba como si tuviera dieciocho. Agitaba una copa de margarita desde el porche de su casa, donde estaba sentada con una pila de novelas románticas y biografías recién sacadas de la biblioteca.
—¿Cuándo te divorciarás del señor Washington y te casarás conmigo? —preguntó Aldo mientras seguía corriendo, aunque sin moverse del sitio, y se exhibía para ella.
Ella se deslizó las enormes gafas de sol graduadas por la nariz y le guiñó un ojo.
—Cuando deje de ser excelente en la cama —respondió ella.
Aldo le lanzó un beso y continuó su camino, que finalmente desembocó en el sendero del lago. La primavera despertaba lentamente en Benevolence. En las copas de los árboles nacían brotes verdes, mientras sus pies corrían sobre las hojas del año anterior. Comienzos y finales.
Y, sin más, sus pensamientos se volvieron hacia Gloria Parker. Había pasado una semana desde que todo había cambiado. Una semana de tortura. Una semana en la que había deseado algo con todas sus fuerzas. Pero sabía que no podía tenerlo, ni siquiera intentarlo. Todavía no. Había salido de la ciudad el fin de semana pasado con la excusa de ir a pescar para no aparecer en el porche de la casa de su madre suplicando verla. En lugar de eso, se había pasado cuarenta y ocho horas seguidas en una cabaña de Virginia Occidental, y se había machacado en rutas de montaña hasta que estuvo demasiado agotado para pensar siquiera en meterse en su vida.
No. Ella necesitaba tiempo. Tiempo para sí misma, para curarse. Él sería paciente. Como lo había sido desde el instituto. Además, Glenn podría volver de nuevo. Podría terminar por convencerla para que volvieran a estar juntos. Si eso ocurría, Aldo sabía que no podría mantenerse al margen.
Sintió el sol de la tarde en la cara, el sudor bajar por su espalda y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió esperanzado por ser paciente.
—Si sigues corriendo así, vomitarás. —El ayudante del sheriff, Ty Adler, el hombre que tuvo el claro placer de poner a Glenn Diller bajo arresto, se unió a él en la bifurcación del camino. Llevaba una gorra de la policía de Benevolence y una camiseta del Día del Chapuzón.2
—¿Cómo va todo, agente?
—Muy bien. Muy bien —respondió Ty.
Ty se había mudado a Benevolence durante el instituto, y, cuando era adolescente, había conocido a Sophie Garrison y se había enamorado perdidamente. Le había costado un par de años que le dijera que sí, pero eran felices con su pequeña familia de tres.
Aldo estaba listo para su propia felicidad.
—Oí que la semana pasada tuviste un poco de jaleo —comentó Aldo, que ralentizó un poco el paso, hasta alcanzar una velocidad para poder conversar.
Ty estaba en buena forma, pero no tanto como Moretta.
—Por fin conseguí meter a ese gilipollas entre rejas —dijo Ty con alegría—. Debe de haber sido una buena noticia para ti. —Aldo no necesitaba ver debajo de las gafas de sol de su amigo para saber que el hombre lo estaba mirando.
—Joder, ya era hora.
—Me parece recordar que tú y Diller os enfrentasteis una o dos veces justo después del instituto —reflexionó Ty. La gente de Benevolence lo llamaba pescar.
Las manos de Aldo se cerraron en puños al recordarlo.
—Entonces éramos unos críos —respondió distraídamente.
—Y creo recordar que te emborrachaste como una cuba después de una pelea —le recordó Ty.
—Tu memoria no está nada mal —bromeó Aldo, que aceleró el paso. Escondió una sonrisa cuando el jadeo de Ty aumentó al instante, mientras luchaba por mantener el ritmo.
—Vamos, tío. No enciendas el turbo.
—Dame una buena razón.
—No saldrá.
Aldo se detuvo, y Ty chocó contra él.
—Dios, ¿cómo haces esto sin agua? —jadeó Ty mientras abría la destrozada botella de agua que llevaba. Bebió a grandes tragos y se la dio a Aldo.
Aldo bebió y esperó a que Ty fuera al puto grano.
—Bueno, como decía. Diller no se librará de esta. Atacó a otra mujer, y ella está lo bastante cabreada como para presentar cargos. Doc testificará. Nuestro chico, Luke, es otro testigo.
Aldo tragó con fuerza y obligó a sus dedos a relajarse sobre la botella.
—Gloria también presentará cargos contra él —continuó Ty—. Resulta que tiene fotografías de todas las palizas de los últimos años.
La botella de agua no tuvo escapatoria. El líquido se derramó sobre sus dedos, acalambrados en un agarre mortal sobre el plástico. «Todas las palizas de los últimos años…».
«¿Dónde coño había estado? ¿Por qué no lo había parado?».
—Oh, tío. No hacía falta que la derrocharas —se lamentó Ty, sediento.
—¿Cómo está? —preguntó Aldo, con la voz entrecortada.
Ty le dio una palmada en el hombro. Nunca habían hablado de los sentimientos de Aldo por Gloria. Joder, nadie sabía realmente que sintiera algo por ella. Pero Ty era más avispado de lo que dejaba entrever su acento sureño.
—Está bien. Muy bien. Fui a verla ayer. Glenn no saldrá bajo fianza. Su madre no tiene dinero, y el juez no parecía estar muy contento con él por haberla llamado «perra estúpida» en su comparecencia. Así que, a menos que pueda pagar doscientos mil dólares, se pudrirá en una celda hasta el juicio.
—Hijo de puta —maldijo Aldo en voz baja.
—Pero Gloria está bien. Esta vez es diferente —predijo Ty.
Aldo esperaba, por todo lo jodidamente bueno y correcto de este mundo, que su amigo estuviera en lo cierto. Ni él ni Gloria sobrevivirían a otro asalto.
* * *
Aldo subió trotando los escalones de piedra hasta el porche de su bungaló artesanal y abrió de un tirón la puerta mosquitera. Sudoroso, sediento y ahora más esperanzado que antes, corrió por el pasillo hasta la cocina del fondo. Llenó un vaso directamente del grifo, cogió una cerveza de la nevera y volvió al porche. Se dejó caer en una silla que no se desintegrara con el sudor y apoyó los pies en la barandilla.
Pensó en Luke y en los rumores de que su solitario casi hermano estaba viviendo con una extraña. La mujer que había contribuido a acabar con el gilipollas maltratador de Gloria. Necesitaba ponerse al día. Averiguar si Luke había sufrido un traumatismo craneal y había invitado a una psicótica a su casa. O si se había producido algún milagro y su amigo, por fin, estaba soltando su dolor.
Había dejado que la mierda de su propia vida tomara la delantera esa semana. Era hora de volver.
El ruido del vecindario zumbaba tranquilo a su alrededor. El cortacésped de Pauletta volvía a la vida, y los niños de Roberta Shawn pedían polos.
Había comprado la casa hacía dos años y, a diferencia de su amigo Luke, que se había quedado congelado en el tiempo, había empezado a reformarla de inmediato. La había retocado, pintado y reconfigurado hasta que la casa de cuatro dormitorios estuvo lista. Creía en ello. Aldo Moretta lo proyectaba al universo. Creía en ello.
Estaba listo para que comenzara el resto de su vida. Quería la esposa, la familia y las barbacoas en el jardín trasero. Quería que los niños del vecindario jugaran a capturar la bandera en su patio trasero. Y quería todo eso con Gloria Parker.
—Mamá, voy a… salir —gritó Gloria, mientras se miraba en el reflejo del espejo apoyado en la pared del dormitorio de su infancia. Las paredes aún eran del mismo color aguamarina que había pintado con entusiasmo en su decimocuarto cumpleaños. Sus atrevidos accesorios fucsia y frambuesa seguían esparcidos por la habitación. Ecos de una chica diferente. Valiente, vibrante, tontorrona e increíblemente ingenua.
No reconocía ningún rastro de aquella chica, ni por dentro ni por fuera, mientras se ajustaba el alegre pañuelo de flores que llevaba al cuello. Le daba un toque especial a su sencilla camiseta y a sus vaqueros, a la vez que disimulaba los horripilantes moratones que se habían difuminado hasta adquirir un color ictérico alrededor del cuello.
—No estaré fuera más de una hora.
Su madre, delgada y triste, apareció en la puerta abierta.
—Sabes que no tienes que darme explicaciones —le recordó Sara.
Dejó caer la mirada hacia las uñas rosas que asomaban de sus chanclas. Su madre le había regalado una pedicura —y un móvil— en cuanto se recuperó lo suficiente para salir de casa. Gloria se había pasado todo el tiempo ahuyentando los sentimientos de culpa y miedo que la invadían.
—Lo sé —dijo con tristeza—. Me llevará algún tiempo.
Su madre se acercó por detrás y le rodeó la cintura con un brazo cariñoso. Sara tenía la hermosa tez y el abundante pelo oscuro de su madre mexicana. Hoy, Sara parecía más joven que su propia hija.
—Nadie te empujará a hacer nada para lo que no estés preparada.
—Lo sé, mamá. —Lo sabía. Pero saberlo y sentirlo eran dos cosas distintas. Una parte de ella sentía que seguía atrapada en aquella caravana mugrienta con el hombre que se había convertido en un monstruo.
—Bien —dijo con aprobación Sara—. Te lo recordaré hasta que no necesites que te lo recuerden.
Le dedicó una pequeña sonrisa a su madre. Cuando la situación lo requería, Sara podía ser tenaz, incluso insistente.
—Prometamos ser sinceras la una con la otra —le rogó. Gloria no quería que le endulzaran las cosas para protegerla. Ya no quería ser la débil. Podía enfrentarse a la verdad, y probablemente sobrevivir a ella.
—De acuerdo —asintió Sara—. Empezaré yo. Estás demasiado delgada. Demasiado cansada. Necesitas una buena comida, descanso y tiempo. Diez años no serán fáciles de superar. Pero, ahora que te tengo de vuelta, nunca te dejaré ir. Ni siquiera si intentas escabullirte de nuevo. Esta vez, lucharé por ti.
Durante un instante, Gloria vio todo el desastre a través de los ojos de su madre. El aislamiento. La distancia. El dolor de ver a su única hija perderse por un hombre incapaz de cuidarla. «Una hija demasiado débil para valerse por sí misma», pensó Gloria con ironía.
—Lo siento mucho, mamá.
—¿Por qué, cariño?
—Por hacerte daño. Por decepcionarte.
Su madre chasqueó la lengua.
—¿Sabes lo que veo ahí? —preguntó mientras estudiaba su reflejo.
—¿Qué ves?
—A dos mujeres muy guapas que van a tener una vida muy buena.
Gloria sintió que sus labios se curvaban ligeramente.
—Espero que tengas razón.
Sara giró a Gloria para mirarla.
—Ten fe, mija. Ahora estás aquí. Eso es un comienzo.
Gloria sintió el ardor de las lágrimas.
—Gracias por traerme de vuelta, mamá. —Esa era su segunda oportunidad. No necesitaría una tercera.
Sara puso los ojos en blanco ante un agradecimiento que no era necesario.
—Ve a hacer tus cosas. Luego vuelve. Beberemos vino y prepararé salsa.
Ahora era una sonrisa de verdad.
—Traeré los nachos —prometió.
* * *
Gloria enderezó los hombros y volvió a ajustarse la bufanda. Estaba más nerviosa ahí, en la calle, mirando la casa de ladrillo de tres pisos, que en el Remo la noche en que dejó a Glenn.
—Mierda —murmuró mientras perdía las agallas y se apresuraba a bajar por la acera. Daría una vuelta a la manzana; se convencería a sí misma.
—Contrólate, Gloria —se dijo a sí misma mientras sus pies esquivaban con cuidado cada grieta de la acera—. No te romperá un brazo ni te estrangulará. —Dejó de lado las palabras de ánimo morbosas, dio la vuelta a la manzana y respiró lenta y profundamente. Cuando se encontró de nuevo frente a la casa, se sentía más tranquila… o, al menos, un poco menos loca.
La mujer estaba ahí, en el porche, barriendo los escombros de los anchos tablones después de todo un invierno. El ayudante del sheriff Adler —Ty, como él había insistido— le había dicho que era Harper Wilde. Harper, la desconocida que había intervenido y le había salvado la vida en aquel aparcamiento, ahora vivía con el solitario Luke Garrison. Ahí había una historia, pero Gloria no estaba segura de poder preguntar.
Se aclaró la garganta.
—Siento molestarte, pero Ty me dijo dónde podía encontrarte —empezó Gloria.
Harper apoyó la escoba en la barandilla y se limpió las manos en la parte trasera de los vaqueros.
—Eres Gloria, ¿verdad? —preguntó con una rápida sonrisa.
Gloria asintió.
—No sabía si me reconocerías. Como no…
—No nos han presentado —acabó Harper con un simpático movimiento de cejas.
Gloria sintió que todos sus músculos se relajaban.
—Exacto. Espero que no te importe que haya venido.
—No, para nada. Me has dado la excusa perfecta para dejar de limpiar —dijo Harper, y salió del porche—. ¿Tienes tiempo para quedarte un rato?
Gloria no esperaba una invitación. Joder, había esperado una reacción brusca de una mujer agredida que la culparía de los moratones. Pero Harper se movía como si estuviera acostumbrada a una buena agresión física.
—Eh, claro. Si no es molestia.
—Me vendrá bien un poco de compañía —insistió Harper—, sobre todo si no has comido todavía, porque me estoy muriendo de hambre.
En el momento justo, el estómago de Gloria rugió.
—Vaya. Bueno, no sé si debería… —Fue un acto reflejo. No se aceptaban invitaciones espontáneas cuando Glenn la esperaba, la cronometraba en el supermercado o, peor aún, la buscaba y la arrastraba a casa.
Pero esa era su segunda oportunidad. Y, maldita sea, la aprovecharía. Aunque tuviera el corazón en un puño y la idea de entrar en aquella casa le diera ganas de vomitar por toda la acera. Estaba acostumbrada al miedo. Había sido su compañero constante durante la última década. Ahora era su oportunidad, su elección.
—Por favor. —Harper ladeó la cabeza—. Me encantaría tener compañía.
Gloria asintió, incapaz de hablar. «¿Qué clase de compañía sería? ¿Acaso era capaz de entablar una conversación trivial?». Debería haber escrito una bonita carta de disculpa y agradecimiento a Harper en lugar de intentar hacerlo cara a cara.
Harper sonrió.
—Adelante.
El cuerpo de Gloria todavía sentía pequeños dolores y molestias mientras subía los escalones, pero estaba mejor. Se estaba curando. Esa visita formaba parte de la curación. Dar las gracias y pedir disculpas a la mujer que se había visto afectada por su propia pesadilla violenta personal.
«Aun así, una carta habría bastado».
La puerta principal daba a un vestíbulo vacío. En las habitaciones de ambos lados tampoco había nada, salvo un televisor de pantalla plana y un sofá antiguo que parecía tan cómodo como un bloque de hormigón. Parecía una casa abandonada. No había cuadros en las paredes ni tampoco muebles. Ahí también había una historia. Gloria estaba segura de ello. Pero estaban muy lejos de ser amigas que intercambian historias.
Siguió a Harper por el pasillo, sobre un precioso y desgastado suelo de madera, hasta la bonita y, de nuevo, desnuda cocina. Harper cogió dos platos de un armario y los apiló en la isla.
—¿Puedes acercarme el pan? —preguntó mientras sacaba los ingredientes de la nevera para un bocadillo.
Gloria parpadeó y cogió la barra de pan de la encimera. Esperaba ir ahí y disculparse, asumir su culpa, no sentirse como en casa de una desconocida y prepararse un bocadillo.
Harper colocó una tabla de cortar y un tomate maduro en las manos de Gloria.
—¿Te importaría cortarlo en rodajas?
—Claro —respondió Gloria mientras miraba fijamente la piel roja y brillante del tomate y se preguntaba en qué dimensión alternativa se había metido.
Gloria cortaba el tomate y Harper iba de un lado al otro por la cocina.
—¿Te apetece rosbif?
—Claro —dijo Gloria de nuevo, y se dio una patada a sí misma por sus limitadas habilidades conversacionales. «¡Por el amor de Dios, inventa una palabra diferente!»—. Pero de verdad que no hace falta que te tomes tantas molestias. —«Bien. Una frase entera. Buen trabajo».
—Bueno, estás ayudando —insistió Harper, que le guiñó un ojo. Dejó caer una cucharada de mayonesa sobre dos rebanadas de pan—. ¿Qué te trae a la vacía morada de Luke?
Gloria rio con suavidad.
—Sí que es un poco austera, sí —observó.
—A lo mejor es minimalista —confesó Harper.
—O tiene miedo al compromiso —sugirió Gloria.
—Y parece que le afecta hasta a la hora de comprar muebles —convino Harper. Le tendió a Gloria un plato con el bocadillo—. ¿Quieres agua, o prefieres un refresco?
—Agua, por favor —respondió Gloria automáticamente. «Bueno, he recordado mis modales».
Comieron una al lado de la otra en los taburetes de la isla. Los únicos asientos disponibles.
Gloria intentó concentrarse en el bocadillo, pero las palabras que necesitaba decir le bullían en la garganta.
—Harper, solo quería darte las gracias —dijo para romper el silencio.
Harper se limpió las migas de pan del labio inferior.
—De nada, aunque solo es un bocadillo.
Gloria se rio.
—No solo por el bocadillo, que está buenísimo, por cierto, sino por ayudarme con Glenn en el Remo. Llevaba pasando durante tanto tiempo, o al menos yo se lo he consentido durante tanto tiempo, que sentía que todo el mundo había dejado de verme.
Hizo una pausa y tomó aire.
—Tuve que ver que la situación que había contribuido a crear dañaba a otra persona para darme cuenta de que tenía que acabar. Y siento que te hiciera eso.
Sí, había planeado dejar a Glenn. Pero Gloria no estaba segura de si habría tenido el valor de presentar cargos, de entregar todas aquellas humillantes fotografías a la policía, si el hombre al que una vez había amado no hubiera hecho daño a otra persona. Eso hacía que se sintiera incluso más decepcionada consigo misma.
Harper se encogió de hombros ante la disculpa.
—Valió la pena si te ayuda a construir la vida que quieres. ¿Tú cómo estás?
—Estoy bien —respondió Gloria mientras empujaba el pepinillo encurtido alrededor de su plato—. Estoy viviendo con mi madre de momento. Y he presentado cargos contra él. —Gloria sintió una inesperada ligereza al pronunciar las palabras, y cogió su bocadillo y le dio otro mordisco.
Había mucho silencio en la vergüenza. ¿Quizá el hecho de pronunciar las palabras aliviaría un poco su carga?
—Es un paso muy valiente —opinó Harper.
Gloria negó con la cabeza.
—Habría sido más valiente si lo hubiera dado hace años.
Harper le dio unas palmaditas en la mano.
—La vida pasa muy deprisa. No hay mucho tiempo para pensar qué podríamos o deberíamos haber hecho.
—A veces, es lo único en lo que puedo pensar. En lo diferente que habría sido mi vida si hubiera ido a la universidad o si nunca hubiera empezado a salir con él. —«Caray, primero no era capaz de formar una frase coherente, ¿y ahora me estoy desahogando?».
Los grandes ojos grises de Harper se abrieron con comprensión.
—¿Quizá ahora tengas esa oportunidad? Ahora sabrás cómo sería tu vida sin él.
Gloria no sabía por qué soltaba su vergüenza secreta a una completa desconocida. Debía de ser el rosbif. Pero no pudo detener el torrente de palabras.
—Es complicado. No me queda ningún amigo. Supongo que no es fácil ser amiga de alguien que no deja de tomar malas decisiones una y otra vez. Al final, todos tienen que decidir si vale la pena seguir intentándolo.
Y la antigua Gloria Parker no merecía la pena.
—¿Y qué harás ahora? —preguntó Harper, mientras Gloria contemplaba la posibilidad de hundirse en el círculo vicioso que la llamaba.
Se sentó más derecha.
—Buscaré un trabajo, un lugar donde vivir, y demostraré lo que valgo. —Gloria sintió que las palabras vibraban en su interior. Era su vida. Su elección.
Harper asintió con la cabeza y mordió con entusiasmo sus pepinillos encurtidos.
—Me parece un buen plan. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?
—¿Quieres ser mi amiga? —le ofreció Gloria—. Lo entenderé si tu respuesta es que no, sobre todo teniendo en cuenta que te dieron un puñetazo en la cara por mi culpa. —Era una broma. Una muy pequeña y no muy divertida. Tal vez realmente estaría bien.
Harper le guiñó un ojo lentamente.
—Me dieron un puñetazo en la cara porque yo me metí. Y, gracias a eso, me desperté mirando fijamente a los hermosos ojos de Luke Garrison. Creo que te debo toda una vida de amistad.
Gloria esbozó una sonrisa de oreja a oreja. La sentía extraña en su cara.
—Fui al instituto con Sophie y Luke. Es un buen hombre.
—Sí que lo es —asintió Harper.
Surgió un recuerdo de Luke y su mejor amigo, Aldo. Era un partido de fútbol americano un viernes por la noche, y los dos se pavoneaban victoriosos fuera del campo. Mientras Karen, la novia de Luke por aquel entonces, corría hacia él para darle un beso, la mirada oscura de Aldo se cruzó con la suya y la sostuvo durante un instante. Así fue como Gloria, una estudiante de segundo año, se enamoró por primera vez.
Gloria insistió en lavar los platos mientras Harper guardaba las guarniciones del bocadillo.
—Bueno, ¿cómo te sientes? —preguntó Gloria—. Te han dado un buen golpe.
Lo vio en la forma en que la mirada de Harper se dirigió hacia la izquierda, en la pequeña elevación de sus hombros. «Secretos». La violencia dejaba sus sucias huellas en el alma de una persona.
—No fue tan malo. Y debo repetir: Luke Garrison.
—Bueno, eso es cierto —convino Gloria, que lo dejó estar. Miró el reloj del microondas—. Será mejor que me vaya.
—Me alegro mucho de que hayas venido —dijo Harper mientras la acompañaba por el pasillo hasta la puerta principal.
—Ha sido un placer conocerte de manera oficial —aseguró Gloria—. Y, una vez más, para que conste: gracias, y lo siento.
Harper puso los ojos en blanco con una risa burbujeante.
—Insisto, no hace falta que me des las gracias ni que te disculpes. Vamos a ser mejores amigas, así que deberíamos quedar para cenar algún día.
Amigas. Gloria quería llorar de esperanza, de gratitud y de alivio. ¿Existía la posibilidad de que no estuviera rota y dañada para siempre?
Harper abrió la puerta principal y Gloria se quedó paralizada, mirando al hombre sin camiseta, tatuado y sudoroso que tenía delante.
Tenía el corazón alojado en algún lugar entre el pecho y la garganta. La última persona que Aldo esperaba encontrar en la puerta de su mejor amigo era Gloria Parker. Ella lo miró fijamente con sus oscuros ojos, llenos de sombras y preguntas, muy abiertos.
—¿Alguien ha dicho cena? —preguntó Aldo con lo que esperaba que fuera una sonrisa encantadora, y no una expresión boquiabierta. Era vagamente consciente de que iba sin camiseta y estaba sudando a mares. Por suerte, ese era uno de sus mejores aspectos.
—Hola, Aldo —saludó Gloria con timidez.
Se quitó las gafas de sol para verla mejor. Ojos de pestañas gruesas, y una tez suave y leonada que dejaba entrever su ascendencia. La estructura ósea de una maldita modelo envuelta en el cuerpo de un diminuto duendecillo.
Así es como siempre había pensado en ella. Frágil, demasiado bonita para tocarla.
Vio asomar un indicio de los moratones por la parte superior de su bufanda y cerró las manos en puños sobre las caderas. Estaba acostumbrado a la rabia, acostumbrado a contenerla.
—Hola, Gloria. ¿Qué tal? —«¿Qué tal? Se estaba recuperando de una agresión física en público, idiota. ¿Cómo pensaba que estaba?».
Gloria se miró las uñas rosas de los pies y luego volvió a observarlo. Aldo podría haberse quedado allí todo el día contemplándola. Pero la rubia que estaba a su lado se aclaró la garganta.
—Tú debes de ser Aldo, porque así te ha llamado Gloria —le dijo mientras le tendía una mano.
Con gran determinación, Aldo apartó la mirada del bello rostro de Gloria.
—Y tú debes de ser la famosa Harper. —Le estrechó la mano—. Pensé en pasarme mientras mi mejor amigo estaba fuera de la ciudad para ver por qué se olvidó de mencionarme que tiene una novia que vive con él.
—¿Y asegurarte de que no soy una psicópata?
Aldo parpadeó. «Touché, una psicópata en potencia. Touché».
Aldo se encogió de hombros.
—Ya sabes lo que dicen: los amigos se encargan de que las novias no sean psicópatas.
Gloria soltó una suave carcajada y Aldo se sintió orgulloso de sí mismo.
—La verdad es que no conozco ese dicho. ¿Tengo que pasar algún tipo de prueba? —bromeó Harper.
Pero Aldo no podía dejar de mirar a Gloria. Sus ojos recorrían su rostro, memorizando cada detalle. Hacía años que no estaba tan cerca de ella, tanto como para poder tocarla. Y la razón estaba entre rejas.
Con un esfuerzo titánico, volvió a centrar su atención en Harper.
—¿Por qué no te hago la prueba en una cena? El lunes. Aquí. Prepararé hamburguesas y perritos calientes —sugirió mientras lo planeaba.
—Gloria, creo que, antes de aceptar que este caballero prepare la cena en casa de Luke, debería confirmar que es realmente su amigo —comentó Harper juguetonamente.
Gloria, cuyo pelo oscuro le caía sobre la frente, asintió.
—Lo es.
—Desde el colegio —aseguró Aldo sin dejar de mirar a Gloria.
—Me vale. ¿Te va bien aquí a las siete, Gloria?
Aldo le habría dado un beso a Harper en la boca si eso no hubiera estropeado sus intenciones con Gloria a largo plazo.
Vio que Gloria dudaba. Vio que se cuestionaba a sí misma, y se acercó un centímetro más a ella mientras esbozaba su sonrisa más atractiva.
—Por favor, dime que traerás tu tarta de manzana.
Tomó aire y se lanzó, y cogió una de las delgadas manos de Gloria entre las suyas. «La estaba tocando. Por fin». Miró sus largos dedos y pasó el pulgar por los nudillos. A Gloria se le puso la piel de gallina en los brazos desnudos. Aldo no sabía qué era más fuerte, si la reacción de ella o el zumbido de su sangre en las venas.
—Seré tu esclavo de por vida —le prometió.
El labio inferior de Gloria tembló antes de mordérselo. Ella miraba fijamente sus manos unidas, y él podría haber muerto feliz en ese preciso momento.
—Traeré tarta de manzana —dijo en voz baja. Lentamente, se volvió hacia Harper—. Nos vemos el lunes, Harper.
Soltó su mano a cámara lenta, y Aldo disfrutó de la sensación de la palma y los dedos de ella al deslizarse sobre los suyos.
—Hasta luego, Gloria —se despidió, y se apoyó en el marco de la puerta por si ella le sonreía y se caía de rodillas.
La sonrisa que se formó en sus labios le dio de lleno en el pecho. La vio marcharse y bajar las escaleras con cuidado. Probablemente aún se estaba recuperando, observó, y se tragó de nuevo las emociones que se le agolpaban en la garganta. Había un lugar especial en el infierno para los que maltrataban a la gente inocente. Y Glenn Diller estaría allí. Él se encargaría de ello.
—Es agradable verla sonreír —dijo en voz baja. De repente, se acordó de su público—. Bueno, Harper, si es que ese es tu verdadero nombre, háblame de ti.
Ella ladeó la cabeza.
—¿Quieres pasar?
—Por lo general, no suelo entrar en casa de nadie hasta que no sé si puedo confiar en la persona, pero me quedan seis kilómetros para llegar a los doce y me vendría muy bien un poco de agua.
Mientras seguía a Harper de vuelta a la cocina, pensó en lo acostumbrado que estaba al estado inhóspito de la casa de Luke. Sin un empujón de alguien, su amigo viviría como un okupa el resto de su vida. Tal vez ese «alguien» era Harper. Si no era una psicópata.
Ella le dio una botella de agua y volvieron al salón para sentarse en el acogedor sofá.
—Cuéntame cómo fue crecer con Luke —pidió, con una sonrisa radiante.
—Siempre me seguía, como si fuera mi sombra; me adoraba —empezó Aldo.
Harper se rio. Le contó algunas historias sobre los veranos, el fútbol y el instituto mientras intentaba sonsacarle información. Pero ella no se mostraba comunicativa, y respondía a sus preguntas sobre la familia, el trabajo y la educación con más preguntas. No le dio la sensación de que fuera una psicópata. Pero la mujer tenía secretos, y él esperaba que esos secretos no hicieran daño a su amigo.
—¿Así que conoces a Gloria? —preguntó, pues al fin consideró apropiado dirigir a Harper en la dirección a la que más quería ir.
—En realidad, acabo de conocerla de manera oficial ahora, que se ha pasado por aquí.
Se llevó una mano a la mandíbula y se dio cuenta de que se había olvidado de afeitarse. Tendría que recuperar el hábito si quería causar una buena impresión.
—He oído que se ha ido de casa y ha presentado cargos.
—Eso parece —convino Harper. Su sonrisa era furtiva—. ¿Cuánto hace que conoces a Gloria?
No le apetecía mucho desahogarse cuando su interlocutora era una cámara acorazada que había que forzar. Pero, joder, era muy agradable pronunciar el nombre de Gloria en voz alta.
—La conozco de toda la vida. Ella estaba en segundo año cuando nosotros estábamos en el último. Glenn ya no era trigo limpio por aquel entonces.
Harper se frotó las costillas.
—Sí, los años no parecen haberlo apaciguado.
—Escuché que tenías un buen ojo morado. —O era experta en maquillaje o se curaba rápido, porque el moratón amarillo verdoso apenas era visible.
—Por favor —resopló—. Deberías haber visto al otro tío.
—Ojalá hubiera estado allí. —Lo dijo a la ligera, pero ese pensamiento lo había mantenido despierto todas las noches desde entonces. Quería su oportunidad con Glenn Diller. Lo deseaba más que nada. Una visión de Gloria sonriéndole con timidez se agolpó en su mente. Más que casi cualquier cosa.
Diller merecía arder por lo que le había hecho pasar a esa chica. Si el sistema legal no estaba a la altura, él sí.
—¿Cuánto hace que te gusta Gloria? —le preguntó, lo que lo sacó de sus oscuros pensamientos.
Aldo parpadeó. «Mierda».
—Desde que la oí cantar en el musical del instituto.
Harper sonrió y él miró su botella de agua.
—¿Cómo es que Aldo, el chico guapo y estrella de fútbol americano, no consiguió a la chica? —preguntó Harper.
El arrepentimiento de su vida.
—Nunca lo intenté —admitió mientras movía la cabeza con tristeza.
—Quizá ahora puedas intentarlo —dijo Harper, y le dio un codazo.
—Me gusta tu forma de pensar, Harper.
—Será mejor que vayas a por todas en la cena del lunes, colega —bromeó ella.
—¿Colega? ¿En serio? —se rio Aldo mientras ya planeaba todas las formas en las que podría hacer que Gloria cayera rendida a sus pies.
—Que empiece la competición para ver a quién se le ocurre el peor apodo —canturreó ella.
La cocina de Sara Parker era el lugar favorito en el mundo de Gloria. Los bonitos armarios blancos que habían pasado una semana pintando juntas cuando ella tenía nueve años formaban una ordenada L. Las encimeras estaban cubiertas de azulejos de color cobalto, que se reflejaban en los bonitos vasos azules y los coloridos platos de los armarios superiores.
La habitación era acogedora y colorida, y reflejaba el carácter de su madre.
Gloria mojó un nacho en el cuenco de salsa y gimió de placer cuando las notas de lima y cilantro se fundieron en su lengua. Hacía años que no probaba la salsa de su madre. A Glenn no le gustaba nada con especias… ni con sabor, en realidad.
—¿Está buena? —preguntó Sara mientras sacaba una botella de tequila de un armario.
—Es la mejor.
—¿Cómo te ha ido con tu misión secreta? —Su madre sacó, por arte de magia, los ingredientes de sus infames margaritas de pomelo y los colocó, ordenados, junto a su batidora industrial.
Sara Parker era una mujer austera que solo derrochaba en lo que consideraba necesario, como una batidora de margaritas. Vivía por debajo de sus posibilidades en un rancho de ladrillo de dos dormitorios que había tardado una década en convertir en su paraíso personal. El salón era de un turquesa impactante, con cómodos sofás blancos y paredes repletas de fotografías familiares. El único cuarto de baño era de un alegre color canario, con una cortina de ducha de encaje y espejos de marco en un tono verde azulado. El dormitorio de Sara era de un temperamental morado oscuro.
—Ha ido… bien —decidió Gloria, que recordó la rápida sonrisa de Aldo y cómo se abrió camino a través de sus costillas hasta brillar en su pecho.
—¿Te cae bien esa tal Harper? —preguntó Sara mientras exprimía la mitad de un pomelo con vigor.
Por supuesto que su madre sabía adónde había ido. Sara afirmaba tener poderes místicos de visión heredados de su tatarabuela, una chamana del cañón del desierto. Cuando era pequeña, Gloria había preferido creer que su madre había escondido equipos de videovigilancia por toda la casa.
—Me cae muy bien. Es alegre, simpática.
—Bien —asintió Sara con energía. La batidora cobró vida.
Gloria se puso manos a la obra y sacó dos copas de margarita de la estantería que había junto al fregadero. Los carraspiques y las begonias florecían en un derroche de color al otro lado de la ventana. Después de que su marido, el padre de Gloria, las abandonara, su madre se había apretado el cinturón y había ahorrado durante dos años para comprar esa casa. Sara había llenado su vida de trabajo y cosas bonitas. Pero, sin el hombre al que había llamado papá, Gloria estaba hambrienta por llenar el vacío de atención masculina. Cuando Glenn Diller le cogió una mano en una hoguera de verano y la besó en la sombra, con sabor a cerveza y tabaco… Bueno, ella pensó que ese vacío por fin se llenaría.