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Anna Casanovas

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Beschreibung

Harrison MacMurray, agente de un peculiar departamento de Inteligencia, debe investigar los asesinatos de dos matemáticos y dos militares retirados y la primera pista fiable que encuentra vincula esas muertes con un prestigioso y joven congresista, el niño mimado del Capitolio, Benedict Holmes. Victoria se casó con Benedict porque compartían el mismo sueño: cambiar las leyes para que sirvieran de verdad a quien las necesitaba y no solo a quien podía pagarlas, pero Ben ahora es distinto y ella ya no se siente feliz con su vida. Hasta que una mañana conoce a Harry, el analista informático que han contratado para la campaña de reelección de su marido. Harry tiene que averiguar cuanto antes si Benedict Holmes es un traidor, no pensar en Victoria, en lo increíbles que son sus ojos, en lo excitantes que resultan todos y cada uno de los segundos que pasa con ella. Debe ir con cuidado, un mero error podría ser mortal para los dos. Y tiene que encontrar el modo de contarle la verdad a Victoria antes de que sea demasiado tarde. O tal vez ya lo sea… Porque el amor es lo más peligroso que puede sucederles. Otros libros de esta autora: Cuando no se olvida, Las reglas del juego y Cleo pide un deseo. Tienes que leer esta novela, con un protagonista que es mucho más de lo que aparenta, con una trama de espionaje y juegos de poder, con una relación por la que luchan contra muchos obstáculos y con un final nada rápido y sí muy cuidado, dando tiempo a los personajes para crecer y no precipitarse...genial! El blog de Sara lectora Me he vuelto a sentir atrapada en la historia, me ha durado un suspiro, no podía parar de leer. Anna Casanovas es siempre una apuesta segura, no puedo más que recomendar cualquiera de sus historias, porque todas te dejan con muy buen sabor de boca. Un lugar mágico Una historia de amor, una historia llena de sentimientos pero también de pasión, de felicidad pero también de muchas lágrimas. Es un libro con una historia diferente que a mi me dejó con una sonrisa en la boca al acabar y con muchas ganas de más. Nube de Lectura Anna Casanovas siempre logra que conectes con sus personajes y que te sumerjas de lleno en la trama. Con una premisa ágil, fresca, romántica y con un soplo de acción. Una lectura amena que se devora sin apenas enterarte. La Estación de las Letras Anna Casanovas vuelve a enamorarnos con una historia potente y de gran romanticismo. Una amor imposible que ha de nacer oculto y luchar contra todo para mantenerse con vida. La Gata en el Desván Una historia de amor preciosa, que cala muy hondo. Es inolvidable, contiene todos los ingredientes necesarios para dejar una profunda huella en el lector. Tiene originalidad, amor, sensualidad, dudas, miedos… emociones fuertes y miradas y caricias que traspasan. Os dejará con la boca abierta, con el corazón latiendo a mil por hora, y con mil sensaciones a flor de piel. Gracias Anna, por escribir este tipo de novelas, por marcar la diferencia con la dulzura de tu pluma, por la sensualidad que desprenden tus personajes y cada fragmento de vida que poseen. Mi Sangre Derramada - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Anna Turró Casanovas

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Donde empieza todo, n.º 46 - octubre 2014

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 978-84-687-4823-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

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Quería elegir una cita para presentarte Donde empieza todo y el poema de E.E. Cummings describe a la perfección la clase de amor que existe entre Harrison y Victoria. Harry siente que lleva el corazón de Victoria en el suyo, que cuando la conoció su vida empezó de verdad.

I carry your heart

i carry your heart with me (i carry it in

my heart) i am never without it (anywhere

i go you go, my dear; and whatever is done

by only me is your doing, my darling)

i fear no fate (for you are my fate, my sweet) i want

no world (for beautiful you are my world, my true)

and it’s you are whatever a moon has always meant

and whatever a sun will always sing is you

here is the deepest secret nobody knows

(here is the root of the root and the bud of the bud

and the sky of the sky of a tree called life; which grows

higher than soul can hope or mind can hide)

and this is the wonder that’s keeping the stars apart

i carry your heart (i carry it in my heart)

Capítulo 1

He asistido a numerosos funerales, algunos han sido multitudinarios, otros más íntimos, unos pocos dolorosos, dos o tres una farsa, ninguno hiriente y desgarrador como el de Harry. No puedo ni pensar su nombre, si lo hago una lágrima escapará de mi control y le seguirían muchas más. Infinitas. Es imposible que Harrison esté muerto. Él no, nunca él, y sin embargo lo está.

Nunca más volveré a verlo.

El ataúd es marrón oscuro, parece demasiado frío y rígido para contener el calor que siempre desprendía Harry. “Ya no es él el que está dentro”. Cierro los ojos un segundo, aprieto los párpados para contener el escozor y las fotografías del accidente se cruzan ante mí. Estaban en todos los periódicos de Washington, la motocicleta de Harrison MacMurray, uno de los miembros más prometedores del equipo del senador Holmes, arrollada por un camión de alto tonelaje cuyo conductor quintuplicaba la tasa de alcoholemia. Los dos murieron en el acto, la cisterna del camión transportaba líquidos inflamables, aunque no lo hubiera hecho el resultado habría sido el mismo. La motocicleta quedó reducida a un montón de chatarra.

Siento arcadas, el sudor frío me recorre la espalda y tengo que sujetarme del respaldo de la silla que tengo delante para no caerme.

—¿Te encuentras bien, Victoria?

Ben me sujeta por la cintura, coloca la mano en un extremo y flexiona los dedos para darme ánimos. Intento sonreírle sin conseguirlo.

—Solo estoy un poco mareada.

Deja la mano allí y los dos esperamos a que llegue nuestro turno. Apenas hay veinte personas en esa pequeña iglesia. La familia MacMurray ha elegido ese lugar tan íntimo para oficiar la ceremonia de despedida de su hijo, es una ermita que podría parecer abandonada a cualquiera que tuviese la suerte de pasar por delante y se encuentra dentro los límites del rancho de la familia. No tenía ni idea de que Harrison fuese un MacMurray, conocía su apellido, por supuesto, pero no sabía que fuese uno de ellos.

No sé nada de él, pero durante un instante pensé que podría serlo todo para mí. Quizá no sucedió nunca, quizá existió solo en mi imaginación. O en mis sueños. Él ahora está muerto y parte de mí también. Voy a llorar, lo único que me lo impide es un escalofrío que me recorre la espalda al sentirme observada. Suelto el aire por entre los dientes y giro la cabeza pero no hay nadie, somos los últimos, los únicos desconocidos que estamos allí. De repente me siento como una intrusa.

El señor y la señora MacMurray están destrozados a pesar de la serenidad que aparentan, ella tiene los ojos enrojecidos de tanto llorar y él le acaricia el rostro y el pelo siempre que puede. Se abrazan, se necesitan el uno al otro para superar ese momento, y tal vez siempre. Ella debe de tener unos sesenta años, es una mujer hermosa y elegante, aunque es evidente que ni la belleza ni la moda han sido nunca sus preocupaciones principales. Él es un poco mayor, su mirada me recuerda demasiado a la de Harry y soy incapaz de afrontarla. Unos metros a la derecha se encuentra Kev MacMurray, el hermano mayor de Harrison, solo por unos años, y la esposa de éste, Susana. No les conozco personalmente pero ambos son demasiado famosos como para que no tenga la sensación de que son viejos amigos. Él, Huracán Mac, es el capitán de los Patriots de Boston, y ella es la presentadora de un programa de economía de éxito nacional.

Tampoco sabía nada de ellos, Harry me había dicho que tenía un hermano y una hermana. Tiemblo al recordar esa conversación y me muerdo el labio para no llorar.

La hermana existe, es una chica de unos veinte años, tal vez más, que está junto a Susana. Las dos parecen muy unidas, toda la familia lo parece. Debe de ser extraño, no logro imaginármelo, pero me sirve para comprender algo mejor a Harry.

No estaba preparada para conocerlo. No sé si lo habría estado nunca y ahora ya no voy a saberlo.

—Vamos.

La mano de Ben me empuja levemente hacia delante, las personas que teníamos enfrente ya han dado el pésame y ha llegado nuestro turno. No debería estar allí, no debería haber insistido en acompañar a Ben. No debería…

—Señor MacMurray, señora MacMurray, lamentamos profundamente su pérdida. Harrison era un hombre brillante.

La voz de Ben me eriza la piel, le he oído pronunciar frases como esa infinidad de veces pero me hiere que las utilice para Harry. Trago saliva, no puedo ponerme a llorar ahora. Cierro los puños y contengo las ganas de gritarle que no hable así de Harry, de él no.

Desvió la mirada hacia el señor MacMurray y lo que veo en sus ojos me sorprende tanto que me aleja de mi dolor. Normalmente la gente mira a Ben con adoración, con admiración, incluso con reverencia, pero ese hombre no se siente ni lo más mínimamente impresionado por estar frente a Benedict Holmes.

Igual que Harry.

El señor MacMurray me mira, no me atraviesa con la mirada igual que hace todo el mundo al verme, siento que para él no soy un mero accesorio, un adorno colgado del brazo de uno de los hombres más poderosos de Washington y tal vez del país. Esa lágrima que he logrado contener hasta ahora me resbala por la mejilla, ese hombre sonríe igual que Harry y me está matando.

—Gracias por venir, señora Holmes.

Me tiende la mano y se la estrecho, notará que estoy temblando. Él cubre la mía, la engulle entre las suyas y me consuela con el gesto y la mirada.

—Tanto mi esposa como yo teníamos a Harry en mucha estima.

Ben está a mi espalda, hablando con el señor MacMurray pero este sigue sin prestarle demasiada atención. Me suelta la mano para aceptar la de mi marido, la postura carece de la calidez con la que me ha tratado a mí aunque Ben no lo aprecia. Él estrecha tantas manos a lo largo del día que estoy segura de que su cuerpo ni siquiera lo siente. Vuelvo a notar el escalofrío de antes, es como una gota de agua helada resbalándome por la espalda. Se me acelera el corazón y desvío la mirada hacia el ataúd en busca de… ¿en busca de qué? Harry ya no está, su ausencia me golpea de repente y me muerdo el labio para disimular el temblor.

—¿Se encuentra bien, querida?

Oh, Dios mío, la madre de Harrison me mira preocupada. ¿Qué puedo decirle? Nada, ella acaba de perder a su hijo y yo…

—Mi esposa está un poco mareada por el viaje —responde Ben en mi nombre—. El vuelo de Washington hasta aquí ha sufrido turbulencias.

—Oh, venga con nosotros a casa, le prepararé un poco de té.

—No, no se moleste. En seguida estaré bien.

No puedo permitir que esa señora tan dulce se aleje por mi culpa de su hijo. Ella adivina lo que pienso y alarga una mano hacia atrás para colocarla encima del ataúd.

—Harry ya no está aquí y si lo estuviera no le importaría —habla en voz baja, con tristeza—. Tengo que dejarle ir.

El señor MacMurray abraza a su esposa, me siento más intrusa que antes y aparto la mirada. Me topo con la de Kev MacMurray y veo que me observa intrigado, demasiado. En sus ojos hay rabia, está furioso, la tristeza parece ausente. No puedo aguantar la inspección, tengo miedo de perder la poca calma que me ha permitido llegar hasta allí. Debería decirle algo, estoy frente a él, me corresponde a mí tomar la palabra.

—Siento mucho lo de su hermano, señor MacMurray.

—Llámeme Kev —me tiende la mano—, señora Holmes.

Se la estrecho solo un segundo porque no me veo capaz de tocarle más. Demasiada angustia, demasiadas similitudes.

Ben le da entonces el pésame y en menos de unos segundos nos encontramos frente al ataúd. Acelero el paso, no voy a acercarme. Eso sí que no puedo hacerlo. Ben, sin embargo, camina hasta allí y coloca la mano encima de la madera unos segundos. Lo observo intrigada, no sé si es sincero o si forma parte de su repertorio de emociones postizas y perfectamente calculadas.

La hermana de Harry, Lilian, está hablando con su cuñada, si las hubiese conocido en otras circunstancias probablemente me acercaría a ellas e intercambiaría algunas frases educadas, quizá también alguna sería verdad. Cojo aire despacio y salgo de la pequeña ermita, en el exterior están esperándonos distintos coches. Hay dos todoterrenos algo magullados que pertenecen a la familia MacMurray, incluso sus vehículos desprenden calidez. Al lado hay tres coches más, seguramente de los pocos amigos que han asistido a la emotiva despedida de Harry, y más allá está aparcado el nuestro. Veo a Jones apoyado en la puerta del conductor, las gafas negras, la cara de pocos amigos y el bulto que esconde bajo la americana delatan que va armado y que es mucho más que nuestro chófer.

Nunca me ha gustado, y yo tampoco a él, aunque siempre ha sido muy profesional.

A Harry tampoco le gustaba.

Estoy sola allí fuera, sopla una brisa que me despeina y unos mechones de pelo me hacen cosquillas en la nuca y en la frente. Se me eriza la piel, vuelvo a sentirme observada pero al girarme reafirmo mi soledad. El único que está cerca es Jones y él se mimetiza tanto con el entorno que es prácticamente invisible. Oigo unos pasos a mi espalda y la voz de Ben llega después.

—Tengo que hacer una llamada antes de volver.

Lleva el móvil en la mano y el rostro sin ninguna emoción.

—¿No puedes llamar desde el coche?

No es que quiera irme, sino que no sé cuánto tiempo podré seguir manteniendo la calma. Conocer a la familia de Harry me ha recordado lo que he perdido, lo que nunca he llegado a tener y quiero llorar. Necesito llorar.

—No, lo siento, cariño, pero es importante. Además, así no te molestaré en el coche.

Pasa por mi lado y me da un beso en la frente. Me muerdo la lengua para preguntarle a quién tiene que llamar con tanta urgencia y sobre qué. Si lo hiciera, si se lo preguntase, levantaría una ceja y me diría que no debo preocuparme por esas cosas. Quizá me daría otro beso antes de alejarse, o quizá no.

—De acuerdo.

—No tardaré, te lo prometo.

Asiento y Ben se da media vuelta y se aleja de mí en dirección al coche. Sé que tardará, esa clase de llamadas imprevistas nunca son breves, y sé que ya no me creo sus promesas. Me parte el alma —otra vez— comprobar que lo estoy perdiendo todo.

Levanto una mano furiosa y me seco las lágrimas que me resbalan por las mejillas. Los MacMurray salen de la ermita, el sonido es solemne e íntimo y sin ser consciente empiezo a alejarme. No quiero estar presente cuando se despidan del ataúd de Harry. Sería una despedida, una más e irrevocable. Camino sin rumbo fijo, no puedo perderme aunque quiera, los tacones me molestan, son realmente incómodos para caminar por ese terreno y me agacho para quitármelos.

“No deberías llevarlos si no te gustan”. La voz de Harry suena en mi mente cruelmente. Por qué, si he mantenido los recuerdos encerrados hasta ahora, empiezan a asaltarme. Camino más rápido, alejándome de ellos y un grupo de árboles capta mi atención.

“De pequeño tenía una casa en un árbol, estaba en casa de mis abuelos, en el hueco del tronco ocultaba cómics y salía a leerlos a escondidas.”

—No, Harry…

Mis pies me llevan hasta allí y mi mano busca el hueco que solo oí descrito en la voz de Harry. Toco una bolsa de plástico y tiro de ella, me tiembla la mano y el corazón late tan despacio que me da vueltas la cabeza.

Echo para atrás el brazo y al ver el contenido de la bolsa, unos cómics viejos, resbalo hasta el suelo y dejo de contener las lágrimas.

—Oh, Harry, qué voy a hacer sin ti…

Capítulo 2

Harrison MacMurray estaba cursando el último año de ingeniería informática en el M.I.T. cuando conoció a George Dupont. No fue un encuentro casual, por supuesto, el señor Dupont eligió el momento exacto en las circunstancias exactas, como hacía siempre, y se presentó en la cafetería del campus donde Harrison solía desayunar antes de ir a clase.

El señor Dupont tendría por aquel entonces cincuenta años, tal vez unos cuantos más, pero su delgadez y su perfecto peinado los disimulaban con acierto. Era de tez blanca aunque saludable, ojos azules, demasiado penetrantes, llevaba gafas de delgada montura plateada y normalmente vestía de gris o de negro, pero nunca de blanco ni en tonos tierra. Tenía un rostro olvidable, y el señor Dupont potenciaba ese anonimato magistralmente. Cualquiera que se topase con él, incluso si mantenía una breve conversación o intercambiaban un saludo, era incapaz de describirlo con acierto porque no poseía ningún rasgo memorable.

Podía decirse que lo más memorable del señor Dupont era su normalidad, lo que le convertía sin duda en alguien muy peligroso, porque si algo no era el señor Dupont era normal.

Harry estaba sentado frente a un bol con cereales y una taza de té cuando el señor Dupont ocupó el asiento vacante que Harry tenía delante.

—Buenos días, señor MacMurray.

Harry levantó la vista de los cereales y estudió al entonces desconocido por encima de la montura de sus gafas. Harry también llevaba gafas, las suyas eran de pasta negra y rotundas aunque parecían delicadas encima de las fuertes y marcadas facciones de su rostro. Harry era alto, no tanto como su hermano Kev pero sí mucho más de lo que se supone que debe medir un ingeniero (al menos según los estereotipos de las películas), también era fuerte y rápido, sobre todo rápido. Harry corría a diario desde pequeño porque decía que mientras lo hacía podía poner en orden las ideas que tendían a mezclarse sin criterio en su mente. Tenía el pelo negro, corto en la nuca pero con un mechón más largo en la frente, y los ojos también oscuros. Ese día iba vestido con vaqueros, una camiseta blanca o negra, solo tenía de esos dos colores, y un jersey negro encima.

—¿Le conozco?

Nunca daba rodeos y menos cuando un extraño se dirigía a él por su apellido y lo miraba como si lo conociese.

—No, me llamo George Dupont y trabajo para el gobierno.

Harry lo observó unos segundos más y tras cruzarse de brazos enarcó una ceja.

—¿Le ha mandado mi hermano Kev? Dígale que no tiene gracia.

—Su hermano Kev no me ha mandado, ni tampoco sus padres o su hermana. Todos están bien, no se preocupe —añadió al ver que Harry se tensaba, y dejó una tarjeta bocabajo encima de la mesa. Esperó a que la cogiese y le diese media vuelta antes de continuar—. Trabajo para el departamento de estado y me gustaría hacerle una oferta. Llevamos meses observándole y creemos, creo, que encajaría muy bien en mi equipo.

Harry deslizó la tarjeta por entre los dedos. El peso que implicaba ese rectángulo de cartón era mucho mayor que el de un trozo de papel. Con esas pocas frases y miradas ese tipo le había demostrado que no era ninguna broma. En la tarjeta figuraba el nombre del señor Dupont seguido de su doctorado, debajo había un número demasiado corto para pertenecer a un teléfono y efectivamente las palabras “Departamento de Estado” en mayúsculas, negrita y un elegante relieve. Harry no se fijó en lo que aparecía en la tarjeta sino en lo que se ocultaba, no figuraba ningún cargo específico, ningún modo de contacto y tampoco ninguna sigla conocida como el F.B.I o la C.I.A. Esas ausencias fueron lo que más le inquietaron y lo que le llevó a dejar de nuevo la tarjeta en la mesa.

—No, gracias.

El señor Dupont se cruzó también de brazos imitando la postura de Harry.

—¿No quiere saber de qué se trata antes de rechazar mi proposición?

—No, no estoy interesado en convertirme en un James Bond de tres al cuarto.

Dupont sonrió, levantó la comisura izquierda del labio y soltó los brazos. Alargó una mano por encima de la mesa hasta el cuaderno de Harry y lo giró hacia él. Lo estudió durante unos segundos.

—Muy interesante. No estoy buscando un James Bond, eso es absurdo, ya hay varios departamentos que pierden el tiempo con tipos así, dejémosles que jueguen, ¿no le parece? Yo estoy interesado en Q.

—¿Q?

—Sí, siguiendo su analogía cinematográfica, Q es el analista y programador…

—Sé quien es Q.

—Procesar datos, saber analizarlos y rastrearlos es mucho más útil y letal que cualquier arma, señor MacMurray. Es cierto que siempre será necesaria cierta fuerza física al final de una operación, pero sin los procesos de investigación y deducción previos no existirían. Usted ha desarrollado un programa que permite comprimir archivos y segmentarlos a una velocidad nunca vista.

—¿Cómo lo sabe?

—Mi trabajo consiste en saber estas cosas, además su profesor es un viejo amigo mío. Todavía le quedan unos meses de clase y tanto usted como yo sabemos que recibirá varias ofertas de empleo, casi todas provenientes de Silicon Valley, alguna quizá de una o dos empresas financieras de Nueva York. Ganará mucho dinero, quizá debería aceptar la que más le guste.

El señor Dupont se puso en pie sin recoger la tarjeta.

—Quizá lo haga.

—Hágalo, le garantizo que en seis meses estará mortalmente aburrido. Usted no es de la clase de hombre que es feliz comprándose un descapotable nuevo cada semana. Usted hackeó la web del Pentágono cuando tenía quince años.

Harry no lo negó ni intentó disimular, lo había hecho y le había sido muy fácil, y siempre le había sorprendido que nadie fuese a buscarlo para pedirle una explicación.

—Si estuviera interesado, y no digo que lo esté, ¿cómo me pongo en contacto con usted?

El señor Dupont se dio media vuelta y le sonrió.

—Seguro que sabrá encontrarme, señor MacMurray, que tenga un buen día. Buena suerte con sus exámenes finales.

Unos meses más tarde Harry rechazó las ofertas de empleo que efectivamente recibió de las compañías más importantes de Silicon Valley y buscó al señor Dupont. Decidirse le resultó mucho más fácil de lo que había creído en un principio. Desde pequeño se le habían dado muy bien las Matemáticas y la Física, los números y los misterios que escondían le habían atraído siempre y se había pasado horas intentado resolverlos y modificarlos a su antojo. Sus padres siempre le habían animado, y le habían castigado cuando por culpa de sus “inventos” dejaban de funcionar todos los aparatos eléctricos de la casa o les llamaba el director del colegio porque habían desaparecido todos los archivos de los ordenadores. Harry recordaría siempre lo que su padre, Robert, le dijo cuando se fue a la universidad. “De ti depende decidir qué clase de hombre quieres ser, Harry. Uno que piensa en sí mismo o uno que piensa en los demás.”

Harry maduró, estudió como un poseso autoimponiéndose retos cuando el contenido de las asignaturas no bastaba para despertar su inquietud. Los programas que diseñó durante su época universitaria los dejó libres en Internet para que cualquiera pudiese utilizar su código. Él quería hacer algo útil, algo con significado, no desarrollar el móvil más plano y más eficiente del mercado. Había dado por hecho que encontraría un buen trabajo con un buen sueldo y que destinaría parte de ese dinero a una de las fundaciones de su familia, o quizá crearía una propia con un objetivo con el que pudiese identificarse y le dedicaría no solo dinero sino también tiempo y esfuerzo.

La proposición del señor Dupont le ofrecía la posibilidad de dedicar sus conocimientos a algo más importante que desarrollar nuevas tecnologías, podía ayudar de verdad. No le resultó difícil encontrar al señor Dupont y este no pareció sorprenderse de oír su voz cuando lo llamó.

Una semana después de la graduación, Harry estaba instalado en Washington D.C. y trabajaba en un departamento que a ojos del resto del mundo no existía. A su familia les contó la versión que el señor Dupont le sugirió: trabajaba para el Capitolio asesorando distintas comisiones, proporcionando documentación fiable a los políticos que la solicitaban. A Harry no le gustó mentir a sus padres y a sus hermanos, fue lo primero que odió de su nuevo trabajo y aunque aceptó hacerlo se prometió que tarde o temprano encontraría la manera de decirles la verdad. Los MacMurray no mentían, y menos los unos a los otros, su abuela se retorcería en la tumba si lo supiese.

Los primeros meses fueron muy duros y, a pesar de que el señor Dupont había afirmado no estar buscando un James Bond, Harry tuvo que superar un arduo y largo entrenamiento. Por fortuna para él, siempre había estado en buena forma física, pero incluso así fue doloroso y le quedaron un par de cicatrices en el cuerpo de recuerdo. También tuvo que aprender a disparar un arma y aunque resultó tener una puntería excelente, Harry deseó en silencio no tener que usarla nunca. La vida en Washington era agradable, el trabajo le resultaba apasionante y sentía que estaba haciendo algo útil con su vida. Viajaba mucho, en cuanto Dupont se dio cuenta de que Harry sabía moverse por el mundo —fue así como lo definió—, lo elegía siempre que uno de sus analistas era requerido en alguna parte. Y a él no le importó, todo lo contrario, disfrutó de esos viajes y descubrió tantos lugares como le fue posible. Al principio solo tenía que descifrar códigos, buscar puertas de acceso escondidas en ciertos programas o rastrear datos informáticos como por ejemplo transferencias bancarias (muchas organizaciones militares funcionaban de un modo muy similar al de las entidades financieras), pero con el paso del tiempo fue adquiriendo experiencia, responsabilidad y también confianza en sí mismo y en sus dotes para anticipar situaciones potencialmente peligrosas, tanto para él como para la misión o para el equipo que lo acompañaba.

Hacía diez años que trabajaba para el departamento y todavía no le había contado la verdad a su familia, ya se había acostumbrado a las mentiras y se consolaba diciendo que en realidad no les mentía, siempre les contaba dónde estaba de verdad, no quería preocuparles innecesariamente.

Esa mañana se había despertado temprano, había salido a correr como de costumbre y después de ducharse y vestirse montó en su motocicleta. Las oficinas del departamento de análisis, así era el nombre anodino tras el que disimulaban su verdadero trabajo, se encontraban en una vieja nave industrial completamente reformada por dentro. Aparcó y fue a por un café antes de entrar, esa zona de la ciudad estaba siendo rehabilitada y habían abierto varios cafés a lo largo de los últimos meses. A pocas calles de distancia estaban los juzgados y las oficinas de la fiscalía con la que colaboraban a menudo. También había ocasiones en las que trabajaban con otros departamentos o agencias oficiales, aunque la gran mayoría de las veces funcionaban por libre. Harry todavía no había averiguado qué grado de independencia tenía George Dupont de sus superiores, si lo tenía, o hasta dónde llegaba su poder, aunque sabía que su nombre servía para abrir casi todas las puertas de Washington.

—Buenos días, Harry.

—Buenos días.

Dejó el casco encima de su mesa y dio un sorbo al café antes de quitarse la cazadora de cuero y colocarla sin demasiado cuidado en el respaldo de la silla. Se subió las gafas por el puente de la nariz, se sentó, echó la silla hacia atrás y se dispuso a beberse el café con leche.

—¿Ayer por la noche conseguiste terminar el código?

—Sí, esta nueva versión es mucho más estable que la anterior. ¿Tú has tenido suerte con esas grabaciones, Spencer?

—No, todavía no.

Spencer era uno de los miembros del equipo habitual de Harry, tenía veinticinco años y era un excelente matemático adicto a Doctor Who, a los regalices y a teñirse el pelo de los colores más extraños imaginables.

—Divide el archivo en compases, trátalo como si solo tuviese sonido, sin imagen, y límpialo igual que limpiamos esos vídeos que encontramos en Alaska.

—¿Los congelados?

—Los mismos.

Spencer tecleó en su portátil y arrugó la frente.

—Sabes —farfulló—, podría funcionar.

—Mándame una parte del archivo, entre los dos iremos más rápido.

Dos horas más tarde habían logrado limpiar lo bastante el archivo como para poder obtener cierta información con la que poder trabajar y seguir adelante con la investigación que estaban llevando a cabo. Lisa y Dima, Dimitri, no estaban en sus mesas, los dos estaban ocupados con dos casos lejos de Washington y se suponía que tenían que volver en unos días, por eso cuando la puerta de la nave se abrió tanto Harry como Spencer levantaron la vista de sus pantallas.

—Buenas tardes, caballeros.

George Dupont entró en su despacho, era el único que tenía su propia puerta y gozaba de cierta intimidad, exceptuando la sala de reuniones donde solían hacer sus encuentros semanales y compartir conclusiones, o discusiones.

Harry y Spencer le devolvieron el saludo y siguieron con lo que estaban haciendo, aunque Harry vio por el rabillo del ojo que Dupont se frotaba el rostro cansado y golpeaba la mesa del escritorio. Era un hombre poco dado a esos gestos que delataban cierta pérdida de control y que los estuviese manifestando le preocupó. Dupont detectó que Harry lo estaba observando y tras encontrar la mirada del otro hombre se la aguantó a través de la ventana de cristal del despacho. Se levantó despacio y se acercó a la puerta para abrirla.

Harry se levantó antes de oír su nombre.

—¿Sabes qué diablos pasa? —Spencer le preguntó en voz baja al palpar la tensión.

—No tengo ni idea.

Caminó y entró en el despacho de Dupont repasando mentalmente si había metido la pata en algo últimamente o si tenían algún asunto pendiente del que se hubiese olvidado. No logró encontrar nada, así que cogió aire y se resignó a esperar.

Dupont cerró la puerta y esperó a que Harry se sentase antes de hacer lo propio tras su escritorio.

—Tenemos un problema, MacMurray.

—¿Qué clase de problema?

—Voy a tener que despedirle.

Capítulo 3

El congresista Benedict Holmes era una de las estrellas más fulgurantes del Capitolio, era el niño mimado de su partido e incluso caía bien a sus adversarios. Era joven, procedía de una familia humilde del centro de Estados Unidos y siempre había estudiado con becas. Había terminado la carrera de Derecho con honores y había sido uno de los abogados más jóvenes del estado. Su paso del mundo laboral al de la política había sido progresivo, natural, nada forzado y había contado en todo momento con el apoyo de su esposa Victoria, también licenciada en Derecho y que trabajaba en un discreto y prestigioso despacho jurídico de Washington.

Esa información era la que contenía la primera hoja del informe que Harrison sujetaba en la mano y que como mínimo se había leído cien veces. Dupont y él llevaban meses investigando la muerte de cuatro ciudadanos americanos en Irak, dos profesores de universidad especializados en Biología y dos exmilitares retirados. Los cuatro cadáveres habían aparecido degollados en un piso abandonado y si uno de sus colaboradores habituales no los hubiera encontrado probablemente nunca los habrían descubierto. Dupont no creía en las casualidades y Harrison tampoco, por eso los dos estaban convencidos de que esas cuatro muertes no eran un accidente y que esos cuatro hombres no habían acabado juntos en ese piso por casualidad. Al principio no habían encontrado ningún nexo de unión entre los fallecidos. A pesar de que estaban doctorados en materias muy parecidas, los dos profesores no se conocían entre sí y nunca habían coincidido en ningún curso, ni siquiera vivían en el mismo estado. Lo mismo sucedía con los dos exmilitares; aunque ellos dos sí que habían coincidido en una convención celebrada años atrás, nadie recordaba haberlos visto juntos y se habían dedicado a sectores muy distintos. El piso donde encontraron los cadáveres estaba completamente vacío, no había huellas y era evidente que los cuatro hombres habían sido ejecutados con frialdad. No se trataba de un robo ni de un secuestro que hubiese salido mal, nunca había habido una petición de rescate, y tampoco era una venganza contra unos americanos inocentes que habían cometido la temeridad de meterse en el barrio equivocado.

Después de meses de dar palos de ciego por fin habían encontrado una pista fiable. Los cuatro fallecidos habían pasado una noche, la misma noche, en un hotel de Washington una semana antes de morir en Irak. El hotel Green Pomegranate. Lo más curioso, el dato que les había desconcertado y helado la sangre, era que en esas fechas el lujoso hotel había estado reservado en su totalidad para la presentación de la campaña del congresista Benedict Holmes.

Quizá fuera una casualidad absurda, pero tal como decía Dupont siempre, él no creía en las casualidades. Tras ese descubrimiento que ninguno de los dos podía ignorar, Harrison empezó a investigar a fondo al congresista y todo su entorno y no encontró nada. Absolutamente nada.

Entonces empezó a sospechar de verdad.

Él había aprendido que todo el mundo tiene algo que ocultar. Todo el mundo. Hay secretos peores que otros, los hay incluso de buenos, pero todo el mundo tiene alguno. Hay quien esconde una hija secreta, otros una afición peligrosa a las drogas, al alcohol o la ropa interior femenina, un desfalco, una estafa, un novio abandonado en la universidad, una fortuna en un paraíso fiscal… Existen cientos de miles de posibilidades, lo que demostraba empíricamente que no era posible que el congresista Holmes estuviese tan limpio y fuese tan absolutamente perfecto como aparentaba. Y si lo era, en el caso improbable de que lo fuese, alguien había utilizado su acto de presentación para iniciar algo muy peligroso que había acabado con el asesinato de esos cuatro hombres en Irak.

Lo peor, lo más inquietante, era que seguían sin saber qué habían ido a hacer a Irak y por qué los habían ejecutado de esa manera. Eso era de verdad lo que más preocupaba a Dupont y a Harry, descubrir el motivo de ese viaje a Irak. En sus agallas tanto Dupont como Harry sabían que fuera lo que fuese lo que había sucedido en Irak estaba relacionado con el congresista o, como mínimo, con esa noche en el hotel Green Pomegranate, y tenían que averiguarlo.

Hasta el momento no habían conseguido encontrar nada que pudiese ayudarles ni arrojar un poco de luz, y no podían pedir una cita al congresista mimado del país y preguntarle si estaba relacionado con el asesinato de cuatro americanos en Irak, Dupont gozaba de mucho poder e impunidad, pero no tanta. Harry podía descodificar cualquier programa que se propusiese, averiguar los secretos que se escondían en archivos indescifrables, pero no podía inventárselos, necesitaba acceso a esos datos para poder desmenuzarlos y trabajar con ellos.

Habían decidido esperar, Dupont había sugerido que se tomasen un descanso, tal vez se habían precipitado y habían visto fantasmas donde no los había. El ambiente político mundial estaba muy caldeado y era incluso normal que encontrasen conspiraciones donde lo más probable era que no hubiese nada. Ninguno de los dos lo creía de verdad, sus instintos estaban desarrollados y sabían que allí había sucedido algo y que no iban a descansar hasta averiguarlo. Entonces, la casualidad (porque a veces sí existe) les echó una mano.

El congresista Holmes estaba buscando un analista de datos, el mejor de Washington, según había dicho su mano derecha, el señor Bradley. Holmes quería ganar las próximas elecciones con una campaña ejemplar, no quería dejar nada al azar y por eso había contratado a los mejores publicistas y relaciones públicas, pero en la era actual nada de eso servía si no se contaba con la mejor información posible. Necesitaba un hombre de números, de técnica, alguien capaz de encontrar hasta el último detalle y que no se dejase impresionar por los términos del marketing.

Era la oportunidad que habían estado esperando. Harrison cumplía al dedillo con los requisitos que Holmes buscaba, había estudiado en la mejor universidad y su currículum —falso, por supuesto— le daba la experiencia necesaria para dejar embobado al congresista y a sus ayudantes. El proceso de selección fue fácil, Harry superó todas las pruebas con creces y lo cierto fue que dejó en ridículo a sus adversarios. La entrevista la mantuvo unos días atrás, se reunió al mismo tiempo con Holmes y Bradley, le preguntaron por sus anteriores trabajos, por la universidad y por su familia. El expediente que sujetaba Bradley en la mano contenía la información que Dupont y el mismo Harry habían diseñado ex profeso ajustándose tanto como les había sido posible a la verdad, así que Harry no se encontró con ninguna sorpresa y respondió a todo como se esperaba de él. Era un ingeniero brillante, algo excéntrico pero muy de fiar. El mejor de su generación.

Le contrataron, al día siguiente era su primer día de trabajo. No era la primera vez que Harry se infiltraba en algún lugar para obtener información pero era la primera que lo hacía en casa, en su propia ciudad, y era la primera vez que no sabía cuánto tiempo iba a durar la operación. No le gustaba. Harry odiaba mentir, una cosa era entrar en un despacho de Londres y copiar un disco duro y otra muy distinta era mentir y engañar durante semanas a un congresista y prácticamente a todo el mundo. Dios, si incluso les había dicho a sus padres que había cambiado de trabajo y que ahora formaba parte del equipo del congresista Holmes.

Cerró el expediente, se quitó las gafas para frotarse la frustración del rostro y apagó la luz. Más le valía dormir un poco si quería servir para algo al día siguiente. Tal vez tendría suerte y encontraría algo que sirviera para descartar cualquier vinculación entre Holmes y esas muertes en Irak y podría volver a la normalidad. Si ese era el caso —ojalá lo fuese—, se despediría del congresista y cuando llegase el momento le contarían la verdad y tanto Dupont como él se disculparían. Si el congresista era culpable todo sería mucho más complicado.

Por la mañana se despertó a la hora de siempre y se visitó como haría cualquier otro día, dedujo que un analista de datos podía vestir como quisiera y no era necesario que eligiese un traje. Además, siempre era preferible ser lo más auténtico y sincero posible, incluso cuando estabas mintiendo a cientos de personas dentro del Capitolio. Harrison se puso unos vaqueros, una camiseta, un jersey de lana encima con escote de pico y las botas. Cogió la cazadora y fue al garaje para montarse en su moto.

El equipo del congresista Holmes estaba repartido entre los despachos que éste tenía asignados en el Capitolio y dos salas de reuniones que había preparado para tal efecto en su domicilio particular en el barrio residencial de Washington. Ese primer día Harrison acudió al Capitolio y, tras ser presentado al resto de compañeros por el señor Bradley, se dedicó a analizar los datos que le pidieron sobre encuestas, intenciones de voto, densidad de población y otros elementos cruciales durante un proceso electoral. Para Harry obtener esa información era coser y cantar y, aunque cualquiera que lo observase juraría que se pasó todo el día dedicado con esmero a ese objetivo, en realidad resolvió todas las peticiones de Bradley en la primera hora y se pasó el resto buscando archivos ocultos o cualquier rastro informático que pudiese vincular a Holmes o a alguien de su equipo con lo sucedido en Irak.

No lo consiguió, tampoco había creído que fuera a lograrlo el primer día, y se fue cuando concluyó la jornada igual que el resto de empleados. No había hecho ningún gran descubrimiento pero había instalado unos cuantos chivatos, así los llamaba él, en los programas de correo que le avisarían si detectaban algo fuera de lo habitual. Lo más curioso, pensó cuando se montaba en su moto, era que había encontrado más medidas de seguridad de las que esperaba encontrar. Se puso el casco y metió la llave en la ignición. Justo en ese instante abandonaron también el edificio Holmes y Bradley pero no lo vieron, iban hablando mientras bajaban los escalones y se metieron en el coche que los estaba esperando con una puerta abierta y un miembro del servicio secreto. No era inusual, todos los congresistas gozaban de esas medidas de protección, sin embargo había algo que no encajaba. Harry puso en marcha la moto y los siguió.

El vehículo negro cruzó toda la ciudad, no se detuvo a recoger a nadie más y ninguno de los pasajeros descendió. Circuló durante dos horas, respetó todas las normas de conducción y los límites de velocidad, hasta que inició el camino de vuelta al Capitolio. Harry detuvo la motocicleta cerca, no podía correr el riesgo de ser fotografiado por las cámaras que rodeaban el Capitolio, y sacó unos binóculos de la cazadora. Bradley y Holmes descendieron del vehículo y se dirigieron por separado a otros dos coches que los estaban esperando y que se pusieron en marcha en cuanto sus nuevos ocupantes cerraron las puertas. Harry optó por seguir a Holmes pero no averiguó nada, ese trayecto no tuvo nada de extraño ya que concluyó en la casa del congresista, este bajó y, tras despedirse del chófer, entró en su domicilio.

¿Qué diablos había pasado en ese primer trayecto? ¿Había alguien más en ese coche o solo estaban Bradley y Holmes?

Harry puso la moto de nuevo en marcha y decidió seguir el ejemplo del congresista y dar el día por concluido. No había encontrado ninguna respuesta y tenía más preguntas que antes, y una sensación extraña le recorría el cuerpo y le anudaba el estómago.

Aparcó en el garaje y subió directamente al dormitorio para cambiarse, se puso la ropa de correr, cogió los cascos y el i-pod con los últimos discos de One Republic y Muse cargados y salió por la puerta trasera. Corrió por el parque que se extendía por casi toda la ciudad hasta que el sudor que le empapaba la camiseta empezó a helarse. Estaba entrando de nuevo por la puerta cuando recibió un mensaje de Bradley donde le comunicaba, a él y al resto del equipo del congresista, que le esperaban mañana a las ocho de la mañana en el domicilio particular de Holmes.

Durante la carrera había llegado a la conclusión de que tenía que averiguar qué había sucedido en ese vehículo, el que había circulado durante dos horas por la ciudad sin rumbo fijo, y supuso que una manera de hacerlo era encontrándolo. Había fotografiado la matrícula pero intuyó que no iba a resultarle fácil dar con él. Existían demasiadas posibilidades, desde la más sórdida y sensacionalista, que Holmes y Bradley tuviesen una relación entre ellos o con otras personas y se viesen en ese coche, pasando por el consumo de drogas u otras sustancias, hasta reuniones clandestinas con periodistas, políticos o terroristas, pero por más vueltas que le daba Harry no lograba dar con ninguna que le convenciese. Era absurdo hacer cualquiera de esas cosas en un coche en movimiento.