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Pacto seductor Caitlin Crews La proposición del playboy era demasiado tentadora como para ignorarla… Casado por obligación Andie Brock Hasta después de la boda no supo realmente con quién se había casado… Solo un día Dani Collins Su reunión en Nochevieja después de cuatro años… podría salvar o romper su matrimonio. El perfume del amor Louise Fuller La perfecta Cenicienta… ¡Para su romance de conveniencia!
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Seitenzahl: 739
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca, n.º 318 - septiembre 2022
I.S.B.N.: 978-84-1141-231-5
Créditos
Índice
Pacto seductor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Casado por obligación
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
Solo un día
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
El perfume del amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
CONSTANTINE Skalas había esperado mucho tiempo la llegada de ese día. Lo que había empezado como una temeraria promesa juvenil se había convertido en un plan. Y ese plan por fin producía sus frutos.
Que él tenía intención de disfrutar.
Habiendo dedicado gran parte de su libertina vida adulta a probar todos los placeres de la vida, sabía exactamente cómo hacerlo.
Había muchos lugares en los que podría haberse encontrado con el objeto de sus planes. Era un Skalas, uno de los dos dueños de la vasta multinacional Skalas e Hijos. Su padre había sido el hombre más rico del mundo, pero Constantine y su hermano, Balthazar, habían duplicado su fortuna en el primer año como propietarios. Poseía propiedades por todo el mundo, y podría haber elegido cualquiera de ellas para la ansiada reunión.
Por supuesto, había elegido la que más daño produciría, con la que esperaba hundir un poco más el cuchillo en la herida. Se trataba de una propiedad en un rincón tranquilo de Skiathos, una isla frente a la costa de Tesalia, Grecia. Lugar de vibrantes fiestas nocturnas, aunque Constantine no había disfrutado de los entretenimientos o talentos locales desde hacía mucho tiempo. En Skiathos, había tenido que tragar con la nueva e inaceptable segunda esposa de su padre. Peor aún, había tenido que confraternizar con una torpe hermanastra con la que nunca había congeniado.
Por decirlo suavemente.
Había odiado a su madrastra. Algo menos a su hermanastra, que quizás no tuviera la culpa de la ambición de su madre, pero que tampoco había hecho nada por evitarla. Los sentimientos habían perdurado con el tiempo. Aunque su padre hubiera terminado el segundo matrimonio con su habitual brutalidad, Constantine podría mantener el rencor hasta el final de sus días.
Se reclinó en el sillón tras el escritorio en el que el difunto y nada añorado Demetrius Skalas, su padre, había dirigido su negocio cuando esa casa era su hogar principal. Tras unos pocos años de locura, Demetrius se había librado de la espantosa asistenta británica, Isabel, y su inútil hija, a las que había acogido por dudosos motivos. Hasta donde sabía Constantine, Demetrius se había casado con Isabel solo para apostillar el hecho de haber dejado atrás a su elegante y frágil primera esposa. La esposa a la que había destrozado, despreciado, de la que se había burlado mientras ella se hundía en una espiral de desesperación.
Y esa esposa resultaba ser la madre de Constantine.
Pero en ese momento no podía pensar en su madre, o perdería el control. Su contrincante no se merecía su estallido. No se merecía más que venganza.
Observó el escritorio de su padre, una monstruosidad como todas las cosas que Demetrius había utilizado como muestra de su elevada percepción de sí mismo. Constantine recordaba haber sido obligado a permanecer al otro lado de ese escritorio, la mirada fija en su padre, mientras rendía cuentas de lo que había hecho con su asignación mensual. Una tediosa tarea que sabía terminaría con la aplicación de consecuencias. La pared acristalada a un lado, cuyas ventanas se abrían a una terraza que nadie podía utilizar sin el permiso de Demetrius, ofrecía vistas de un lejano pinar. Poco habituales en una isla griega, los pinos se alzaban por encima de la cala privada sobre la que se asentaba la casa del rey que Demetrius se imaginaba ser. El Egeo resplandecía mientras Constantine debía permanecer quieto y fingir arrepentimiento.
Una tortura… que tenía intención de aplicar sobre su querida hermanastra, Molly, que, según los vigilantes de la entrada, acababa de llegar.
Después de tantos años, tantos planes, tras crear el disfraz perfecto para sus verdaderas intenciones y vivir a plena vista del mundo, había llegado la hora.
De haber sido capaz de ello, se habría sentido feliz.
Constantine se reclinó en el asiento de cuero, en sí mismo un monumento a la masculinidad. A semejanza de su padre, pero, a diferencia de algunos miembros tóxicos de su índole, con un punto mortífero.
Su padre había muerto pocos años atrás y, a diferencia de su hermano mayor, Balthazar, que siempre había desplegado un innecesario sentido de la responsabilidad, Constantine no lo echaba de menos. El mundo era un lugar mucho mejor sin Demetrius Skalas. Sus hijos, en concreto, estaban infinitamente mejor sin él.
Por no mencionar que la muerte del viejo había permitido a Constantine poner en marcha ese plan que guardaba pegado a su ennegrecido corazón.
Esperó, sonriendo para sí mismo, al oír los altísimos tacones que avanzaban por el pasillo hacia el despacho. No sabía qué versión de su hermanastra esperar, pero los tacones sonaban a premonición y, de repente, ella apareció.
Y se detuvo en la entrada, contemplándolo.
Constantine le devolvió la mirada, consciente de la electricidad que parecía llenar el espacio entre ambos.
Ya no era la pequeña Molly Payne, torpe y atolondrada. La hija de la criada se había transformado. Se mantuvo de pie frente a él, enmarcada por la puerta y lo contempló como si estuviera sobre una pasarela, con él a sus pies. Constantine había visto sus rubios cabellos peinados de diferentes maneras, pero ese día había elegido unas grandes y lustrosas ondas, como un gato erizándose para parecer más grande frente a un depredador.
«Pobre gatita», pensó él para sus adentros. «Tus trucos y garras no te ayudarán aquí».
Tenía unos impresionantes ojos azules sobre los que había aplicado la clase de cosméticos requeridos para provocar un aspecto natural, sensual sin esfuerzo, el frío azul de su mirada convertida en un puntero láser. Su mohín podría levantar a los muertos, por no hablar de su magnífica figura, retratada en todas las portadas de revistas del mundo.
Pues la torpe pequeña Molly Payne no había tenido el detalle de desaparecer en la oscuridad cuando el reprobable matrimonio de su madre con el padre de Constantine había concluido. Él se la había imaginado viviendo una vida totalmente inmaculada, quizás en una de esas tristes ciudades británicas en las que todo era siempre gris. Igual que ella.
Sin embargo, su hermanastra había tenido la temeridad de convertirse en universal y estratosféricamente famosa.
–Pero si es la mismísima Magda –saludó Constantine, empleando su ridículo nombre profesional.
–Hola, Constantine –respondió ella.
Como todas las mujeres reconocidas universalmente como hermosas, no sujetas a una opinión personal, cada milímetro de ella era un arma, incluyendo esa voz. Le recordaba a su licor preferido, METAXA, suave y complejo antes de adquirir una intensidad más ardiente.
Constantine había esperado sentir la atracción, pero resultó ser mucho peor que cuando la veía en alguna foto.
–Espero que disfrutes de este viaje por los recuerdos conmigo –él se reclinó en el asiento.
Su padre había sido un hombre rígido, brutal. Constantine, en cambio, se había creado el alter ego más disoluto posible. Ya de joven había aprendido, a diferencia de su hermano, que no tenía sentido intentar complacer a un desquiciado. Cada vez que alcanzaba cierto nivel, su padre elevaba el listón aún más. Nadie era capaz de alcanzarlo.
Constantine había dejado de intentarlo. De vez en cuando disfrutaba mancillando el legado de su padre con lo que le gustaba llamar su aproximación libertina a la temeridad.
–¿De eso se trata? –preguntó Molly–. ¿Un viaje por los recuerdos? Qué curioso, a mí siempre me pareció un camino sin pavimentar al Infierno.
–Qué graciosa. Con los años te has vuelto muy quisquillosa.
Ella no se movió, perfecta en la entrada al despacho. Constantine había estudiado detenidamente el ascenso de Magda, una moderna supermodelo en una época en la que las supermodelos parecían cosa del pasado. Sabía que ella era consciente de que el sol la iluminaba hermosamente y bailaba sobre el exquisitamente ajustado vestido dorado que llevaba, haciéndole brillar angelicalmente. Molly era muy consciente de su postura, diseñada para llamar la atención hacia las impecables líneas de su cuerpo que volvía loco a los diseñadores de moda que la envolvían en sus últimas creaciones. Allí, en ese despacho, parecía simplemente magnífica. Intocable.
Pero él tenía otros planes.
–Todo el mundo madura, Constantine –respondió ella–. O, debería decir, casi todo el mundo.
–¿Eso ha sido una indirecta? –él chasqueó la lengua–. Así no conseguirás que me muestre piadoso, Molly. Deberías saberlo.
–Preferiría que me llamaras Magda.
–Seguro que sí –Constantine sonrió, disfrutando inmensamente–. Pero creo que me quedaré con Molly, solo para recordarnos quién y qué somos.
Constantine asistió fascinado por el fugaz paso de una tormenta por la gélida mirada azul.
Esperó hasta que, para su inmenso placer, ella abandonó esa posición de mando en la puerta y entró en la habitación.
–Sé que sabes por qué estoy aquí –aseguró ella con energía–. Vayamos al grano.
–Refréscame la memoria –la invitó a él.
–Veo que vamos a jugar. Estupendo.
Constantine recordó a la adolescente de dieciséis años que había confiado estúpidamente en él, pero no vio rastro de ella en el rostro de esa mujer. Tanto mejor. Él no negociaba con la culpa o la vergüenza, y jamás habría utilizado esas palabras para describir lo que sentía al recordar aquellos tiempos. Sin embargo, a veces lo atormentaban.
–¿De verdad es necesario? –preguntó Molly.
–Yo te diré qué es necesario y qué no –aseguró él agitando una mano perezosamente–. De momento, cuéntame tu triste historia, Molly.
–No quiero aburrirte –los gélidos ojos brillaron como pedazos de hielo y él sospechó que ella estaba pensando en todas esas cosas que le gustaría hacerle, ninguna aburrida. Todas violentas–. Sé que recuerdas a mi madre.
–Resulta que he conocido a numerosas zorras petulantes y cazafortunas –contestó Constantine, cada palabra una cuchillada–. Pero tienes razón, tu madre consiguió destacar.
Molly se ruborizó ligeramente, aunque sus ojos echaban chispas. Constantine sintió el casi incontrolable impulso de levantarse y lanzarse hacia ella, y hundir las manos y la boca en todo ese fuego.
Pero ella recuperó el control rápidamente, gélida, y lo miró con frialdad.
Protegiéndose con su altivez.
–No he venido para hablar contigo, ni con nadie, de los defectos de mi madre –le informó ella secamente.
–Y, sin embargo, estoy seguro de que si yo quisiera hablar sobre los muchos defectos de tu madre, y sus terribles decisiones, lo haríamos. Con o sin tu permiso. Molly.
Ella respiró hondo, pero no objetó. Constantine sabía que no era ninguna estúpida, y no ignoraba por qué estaba allí, al igual que él.
–Mi madre siempre se ha considerado una empresaria –continuó Molly con una ligera tensión. Avanzó un poco más en el despacho que no había pisado desde su adolescencia y donde nada había cambiado. Constantine la observó con interés mientras ella deslizaba la mirada con gélida precisión de las obras de arte colgadas de la pared hasta el decantador de cristal en la mesa auxiliar, el último de una larga lista de decantadores similares que su padre había estrellado contra la pared.
–No es un negocio al estilo de Skalas e Hijos, por supuesto. Pero cada vez que reunía algo de dinero…
–Como tras el acuerdo de divorcio –interrumpió Constantine–. Tres millones de euros para marcharse sin hacer ruido, cuando debería haberlo hecho por nada si tuviera un mínimo de dignidad.
–Hizo algunas inversiones –continuó Molly ignorándolo–. Y empezó a imaginarse una especie de magnate de la hostelería.
–Más bien un delirio para asegurarse atención médica –Constantine rio ante la gélida mirada de Molly–. Poseo muchos hoteles. En mi cartera de negocios personal, no bajo el paraguas de Skalas e Hijos. No creo que unos cuantos alojamientos con encanto dispersos por el mundo te conviertan en un magnate.
–Qué curioso que menciones esos hoteles con encanto –observó ella mirándolo fijamente–. Resulta que está completamente desbordada y se enfrenta a su ruina financiera porque alguien se los birló.
–Qué historia tan triste –murmuró Constantine–. Menos mal que tiene una hija mundialmente famosa en la que puede confiar en momentos tan complicados, que ella misma ha causado.
–Odio tener que contarte lo que tú ya sabes –respondió Molly con acidez mientras contemplaba una fotografía sobre una mesa. Representaba a una familia aparentemente feliz hasta que se miraba de cerca y se veía la preocupación reflejada en el rostro del joven Balthazar, el desafío en el de Constantine y la expresión de amargura de su padre.
Si él no recordaba mal, ese día Demetrius los había golpeado a los dos.
–Yo sé muy poco –contestó él–. Pregunta a cualquiera.
Molly se volvió hacia él, clavándole una aguda mirada que no le gustó. Las mujeres agudas siempre presagiaban algo malo. El que las prefiriese, era su maldición.
Sus selecciones habituales lo aburrían, pero eran hermosas. Y cuanto más vacía fuera la mujer que llevara colgada del brazo, más se daba por hecho que él también era superficial hasta la médula por mucho dinero que ganara.
Así nadie podría verlo venir.
–Desde que abandonó Inglaterra para casarse con tu padre, mi madre siempre ha tenido algún plan –le explicó Molly–. Antes de los hoteles era su propia colección de moda. Y antes, fue víctima de al menos tres fraudes.
–Los timadores abundan –observó él con gesto de simpatía.
–Yo pensaba que simplemente tenía malísima suerte –ella asintió, incluso sonrió, aunque con frialdad–. Pero los últimos acontecimientos han dejado claro que tiene un enemigo muy poderoso. Siempre lo ha tenido.
Molly lo fulminó con la mirada y Constantine sonrió.
–Eso suena espantoso. ¿Qué crees que haya podido hacer para ganarse un enemigo así, suponiendo que exista?
–Ya que preguntas –contestó Molly cruzándose de brazos–. Tuvo la terrible desgracia de creer en un hombre horrible que aseguró estar enamorado de ella. Solo al final, quién lo diría, resultó que no lo estaba. Pero ella lo descubrió después de un matrimonio desastroso que incluía a dos desagradables hijastros que convirtieron su vida en un infierno.
–Su elección de marido fue el infierno que ella eligió porque iba acompañado de mucho dinero –intervino Constantine con voz siniestra–. Esos negocios son tan sórdidos, ¿verdad? Pero cuéntame, ¿qué clase de mujer culpa a sus hijastros de sus corruptas elecciones?
–Te equivocas –la voz de Molly era igual de siniestra, aunque mucho más fría–. Ella no culpa a nadie. No mira atrás. Pero yo sí.
Constantine deseaba compartir sus pensamientos sobre la horrible Isabel, la madre de Molly, a la que jamás debería habérsele permitido poner un pie en la propiedad Skalas, mucho menos instalarse allí. No debería haber pasado de un revolcón de una noche, quizás dos. ¿Quién se casaba con la criada tras pasar un fin de semana en la residencia de un viejo amigo en la campiña inglesa? ¿Quién se paseaba con una criada del brazo?
Solo Demetrius.
–Culpar es tan curioso, ¿verdad? –preguntó él–. Yo también tengo a quién culpar por las desgracias que han caído sobre mí y mi familia. En mi caso, el poder es buena compañía de la culpa. Una te convierte en quejica, el otro en ganador. Y ya deberías saber, Molly, que yo siempre gano.
–Estoy harta de este juego –contestó ella–. Sabes que mi madre está prácticamente arruinada y yo al borde de la bancarrota. Lo sabes porque es cosa tuya.
–No he tenido ningún contacto contigo desde que eras una adolescente depresiva –contestó Constantine suavemente–. Sin duda sabes que hemos coincidido en algunas fiestas, aunque hemos logrado no saludarnos. ¿Cómo podría yo ser el responsable de tu incapacidad para gestionar tus finanzas?
–Es mi madre, Constantine –dijo ella casi entrecortadamente y con los ojos muy brillantes–. ¿Qué puedo hacer? ¿Echarla a la calle?
–Parece un buen comienzo –él se encogió de hombros–, si ha tenido tan… mala suerte.
Molly bajó fugazmente la mirada y a él le pareció ver un ligero temblor. Pero desapareció demasiado deprisa para asegurarlo y no quiso creer que ella reaccionara así. Constantine solo quería que sintiera lo que él quería hacerle sentir. Si sucumbía bajo el peso, ¿dónde estaba la diversión para él?
–Supongo que era esto lo que buscabas –contestó ella, ya sin rastro de emoción en su perfecto rostro–. Dejaste las pistas suficientes. Al unirlas, todo tuvo un nauseabundo y extraño sentido. Este numerito de playboy no es más que eso, un numerito. Inviertes mucho tiempo y energía en fingir estar loco por los coches deslumbrantes y ser tan vacío como las mujeres con las que te dejas ver. Pero lo cierto es que eres igual de depredador que tu hermano, aunque lo ocultas. Fui tonta al pensar que tras convertir mi adolescencia en lo más odiosa posible, seguirías tu camino.
–Estarás de acuerdo en que la adolescencia, como norma, es odiosa para todos –él sonrió–. Incluso para mí. Me resulta curioso ver que tanto tú como tu madre tenéis a un montón de personas a las que culpar de vuestras desgracias. Cualquiera salvo vosotras mismas, ¿no?
De nuevo las mejillas de porcelana de Molly se tiñeron de rubor, la única señal que delataba sus emociones. Constantine se sentía más fascinado de lo aconsejable, pero saberlo no cambió nada.
–Pusiste una trampa y mi madre cayó en ella una y otra vez –Molly lo miraba como si él fuera el demonio–. Felicidades. Dime qué quieres realmente.
Había muchas cosas en la vida que no cumplían las expectativas de Constantine. Como los supuestos encantos de los yates amarrados en la costa mediterránea y que le aburrían mortalmente. Esos restaurantes con estrellas Michelin cuya intención no era limitarse a alimentar a los comensales. La idea de que una mujer hermosa debía ser buena en la cama.
Pero eso era la excepción que cumplía la regla
Eso resultaba mucho mejor de lo que se había imaginado… y se había imaginado miles de versiones, año tras año.
–Y yo que pensaba que estaba siendo obvio –señaló Constantine.
Porque había esperado durante años. Porque su madre permanecía ingresada en un centro, muerta en vida por culpa de lo que le habían hecho. Balthazar se había ocupado del arquitecto de la caída de su madre, el hombre que la había seducido antes de abandonarla. Por su parte, él jamás había perdonado a la mujer que había pretendido ocupar su lugar.
–Explícamelo –lo animó Molly–. No puedes querer mi dinero, porque tienes muchísimo más. De todos modos el mío ha desaparecido. Alguien tenía que ocuparse de las deudas de mi madre después de que tú la arruinaras una y otra vez. Entonces, ¿qué quieres?
–Ya te lo dije cuando me llamaste.
–En la muy breve, aunque detestable, llamada que te llevó tres semanas devolverme, me dijiste que existía la posibilidad de que mi madre recuperara sus propiedades y conservara su buen nombre –los ojos azules brillaron–. Apuesto a que, siendo tu especialidad, implicará una intensa humillación en público. Ilústrame.
–La intensidad y la humillación dependen del grado –murmuró él filosóficamente–. Y la perspectiva también. Debería ser obvio lo que quiero –sonrió–. Es por lo que soy verdaderamente conocido.
Constantine tuvo el inmenso placer de ver el hermoso rostro palidecer. Vio claramente la diferencia entre Molly y Magda, porque ella perdió completamente el caparazón que había desarrollado con los años. Y en su lugar apareció el rostro de una niña de enormes ojos azules y expresión malhumorada.
–No querrás decir…
–Claro que sí –contestó él con voz deliberadamente baja. La venganza se servía en un plato frío y a él le hacía sentirse acalorado–. Te deseo, Molly. Debajo de mí. Encima de mí. De todas las maneras. Desnuda, suplicando y, sobre todo, completamente mía para hacer lo que quiera mientras quiera, hasta que la deuda de tu madre esté saldada.
Molly lo miró boquiabierta. La sonrisa de Constantine se agrandó.
–¿No te dije que era muy sencillo? –ronroneó él–. No olvides, Molly, que soy un hombre de palabra.
MOLLY PAYNE quería morir.
Normal en presencia de ese hombre, o de cualquier miembro de la abominable familia Skalas, aunque desde que su madre había escapado de sus garras había intentado bloquear la reacción que le producía estar físicamente delante de uno de ellos.
Debía haberse ablandado durante la última década.
Porque era mucho peor de lo que recordaba.
Para ella, la familia Skalas era una plaga. Una plaga muy rica y poderosa. Al saber que el viejo y cruel Demetrius había muerto, y aunque no solía pensar mal de los muertos, Molly y su madre lo habían celebrado con una cena en Londres. Ese malvado viejo bastardo se merecía unos cuantos brindis que lo empujaran hacia el Infierno.
Pero Constantine era especial.
Siempre se había mostrado agradable. Donde su padre era cruel y su hermano mayor distante, Constantine era amistoso. Había animado a Molly, desgarbada y tremendamente tímida, a que le contara cómo se sentía siendo la hija de una mujer como su madre. Y ella, para su eterna vergüenza, se lo había contado. Había pasado dieciséis años viviendo entre el desesperado e impotente amor y la vergüenza cada vez que Isabel Payne demostraba que sería capaz de casi cualquier cosa que sirviera a sus ambiciones.
Cuanto más amistoso se mostraba Constantine con ella, más cosas que debería haberse guardado para sí misma le contaba Molly.
Secretos que Constantine había compartido inmediatamente con la prensa, pero ella había vivido tan impresionada por él que había necesitado la mayor parte de esos horribles dos años para aceptar que ella era la fuente de los cotilleos sobre la funesta relación entre su madre y Demetrius Skalas. «El verdadero rostro de Isabel al descubierto», etcétera.
Por si no bastara, le había llevado muchos más años comprender que lo que él le había hecho era mucho más insidioso que limitarse a contar sus secretos a la prensa. Molly había salido del infeliz, aunque lucrativo, matrimonio de su madre convencida de que era una insulsa maquinadora destinada a una tranquila vida de secretaria, comidas baratas y alcohol en una espiral de desesperación. De no haber sido descubierta por una agencia de modelos en el suburbano, esa sería seguramente la vida que estaría viviendo en esos momentos. Como si esos dos años bajo el sol griego fueran una hermosa pesadilla que hubiese vivido tiempo atrás en un paréntesis de una anodina existencia lejos de la familia Skalas.
Al final había comprendido que Constantine había buscado que ese fuese su destino.
Su maldición era haber pasado mucho tiempo intentando justificar lo que había dicho y cómo lo había dicho para liberarlo de cualquier responsabilidad. La culpa solo era de ella. Debería haberle insistido en que lo que le contaba era privado. Lo había malinterpretado porque, como todo el mundo le recordaba, Molly era muy sensible.
Pero en los últimos años había comprendido que su madre, a pesar de sus defectos, no podía tener tan mala suerte. Y había aparecido otra imagen de Constantine.
El más agradable, más abordable Skalas era, de hecho, el demonio.
Lo trágico era que, al igual que Lucifer, Constantine era hermoso. Ridículamente hermoso.
Y él lo sabía.
Todo en él era oscuro e intenso y seductor. Los cabellos, castaño oscuro, brillaban como el oro bajo el sol, revueltos como si alguien hubiese hundido sus dedos en ellos. Sus ojos eran soñadores, muy oscuros y, aun así, tentadores como ese café amargo que le gustaba. Sabía utilizar los deliciosos pómulos y poseía una boca generosa y sensual siempre curvada en un gesto de travesura. O sonriendo abiertamente. O, más a menudo, riendo perezosamente ante las mujeres que revoloteaban a sus pies, las amantes que lo seguían llorosas y el maravilloso mundo que lo amaba más cuando se comportaba como si le perteneciera.
Y siendo un Skalas, por tanto uno de los hombres más ricos vivos, en parte era así.
Para ser un hombre aparentemente ocioso, de aspecto lánguido y adormilado, Constantine estaba asquerosamente en forma. Exageradamente alto, con largos y atléticos músculos de los que siempre estaba presumiendo, se paseaba por los más exclusivos alojamientos de la costa quitándose la camisa para jugar un partido de fútbol en el parque, saltando de un avión a otro siempre con una hermosa mujer colgada del brazo, y siempre impregnando todo con su abrumadora energía sexual.
Y eso era en las revistas. En persona era peor. Ya de joven había sido impresionantemente atractivo, aunque Molly había intentado convencerse de que era producto de la imaginación de una atolondrada chica de dieciséis años. Pero a su vista no le ocurría nada. Constantine había sido hermoso y salvaje. Y en esos momentos toda suavidad había desaparecido por completo de su persona.
Resultando despiadadamente, indiscutiblemente, masculino. Cada milímetro afinado para conseguir un efecto brutal y sensual.
La profunda y constante sensación de culpa de Molly persistía incluso después de averiguar lo que sabía sobre él, lo que le había hecho, y aún no le había hecho, personalmente. Bastaba con pensar en él para sentirse derretir.
Qué patética.
Sobre todo porque no había estado del todo preparada para verlo con su aspecto actual. ¿Qué le pasaba? A lo mejor él había tenido razón al sugerirle a la impresionable niña que había sido, que sencillamente era demasiado sensible.
–¿Te has quedado muda ante mi generosidad? –preguntó él divertido–. No te culpo. Ser mi amante es un privilegio, incluso en estas vulgares circunstancias. Supondría un ascenso considerable para ti.
–Tu amante –repitió Molly.
Su mente no era capaz de asimilarlo, mucho menos los insultos que encerraban sus palabras. No era capaz de visualizarse a sí misma como su amante porque era excesivo. Era una explosión de extremidades doradas, calor, y una boca…
«¡Déjalo ya!», se ordenó.
Aunque dolía físicamente, se recompuso, o lo intentó.
–Entendido. Quieres un revolcón. Si me pagaran por cada hombre que busca lo mismo, no necesitaría arrastrarme ante ti porque sería mucho más rica de lo que tú serás jamás. Pero si eres tan básico y aburrido, no tengo ningún inconveniente en tumbarme boca arriba mientras pienso en Inglaterra por el bien de mi madre.
Molly no sabía por qué había dicho eso. No tenía ninguna intención de vender su cuerpo, sobre todo porque ya lo utilizaba como producto y por tanto era muy consciente del resbaladizo camino que lo separaba de las emociones. Sabía que había una legión de hombres que aseguraban haber vivido apasionados romances con ella, y no le disgustaba. Cuantas más personas chismorrearan sobre ella, contando mentiras sobre las escandalosas cosas a las que se dedicaba en su tiempo libre, menos probable sería que alguien se diera cuenta de que no hacía ninguna de ellas.
Pero también sabía, siendo una mujer adulta en el mundo real, que pocas cosas irritaban más a los hombres que sentir que se burlaban de ellos.
Y por eso no estuvo preparado para que Constantine soltara una carcajada tras otra.
–¿He dicho algo divertido? –preguntó ella, malhumorada, cuando él se calmó.
Con la boca seca lo observó levantarse de detrás de ese horrible escritorio.
No tenía más que malos recuerdos de ese lugar. Motivo por el cual sin duda Constantine, que tenía más casas que coches deportivos, había elegido esa para su reunión. Lo había hecho en su honor, para que pudiera conectar con la estúpida adolescente que había sido cuando vivía allí, entrando y saliendo de las engañosamente acogedoras estancias pintadas con colores mediterráneos, temblando como un cervatillo cada vez que llamaba la atención de alguien.
Esa habitación en particular era donde a Demetrius le había gustado ejercer lo peor de su poder. Le había encantado llamarla ante él y tenerla allí de pie con el corazón acelerado y el estómago encogido mientras le describía lo vergonzoso que había sido verla durante la cena de la noche anterior. Lo torpe y anodina que era cuando él esperaba mucho más de ella.
Todo lo sucedido allí había sido oscuro y, a pesar de que había disfrutado del típico clima griego, lo recordaba como deprimente, porque así había sido en su interior. En cambio Constantine siempre había brillado con una luz dorada, sobre todo, como en ese momento, cuando no debería. Parecía llevar todo el sol griego embotellado en su interior e iluminaba el mundo con cada paso que daba.
Resultaba irritante incluso para alguien que no conociera la verdad sobre su alma miserable y retorcida.
–Creo que me estás malinterpretando, Molly.
Hablaba en tono despreocupado, como siempre, para ocultar sus verdaderas intenciones. Vestía como un hombre de negocios y no del modo más informal que ella había conocido años atrás. No le seguía, pero a menudo aparecía en la prensa. Su versión del traje de negocios era… arrugado. Así era Constantine. Siempre ligeramente desaliñado, con aspecto de acabar de levantarse de la cama tras un revolcón, suponiendo que se molestara en buscar una cama para eso.
«Deja de estremecerte», se ordenó mientras se controlaba para no apretarse el estómago con una mano. No serviría para calmarla, pero la delataría.
Mientras él rodeaba el escritorio perezosamente como si no se moviera en absoluto, Molly se aseguró a sí misma que no era sensible a él. Que daba igual que hubiese fingido ser su amigo, o que sin duda fuera él quien hubiera tramado una elaborada venganza contra su pobre madre.
No podía evitar ser una mujer y que él no solo fuera un hombre sino, «él».
Se trataba de una respuesta química perfectamente natural.
Molly no necesitaba fingirla.
–Tú y yo vamos a empezar una apasionada aventura –le aseguró él como si estuvieran charlando sobre el tiempo–. Va ser muy, muy pública. Lamento informarte de que, como la mayoría de las mujeres que se relacionan conmigo, acabarás perdiéndote. Enamorándote, destrozada.
–Yo no soy Ícaro, y tú, aunque lo creas, no eres el sol, Constantine.
–Ya veremos –sus ojos brillaron–. Cuando me canse de ti y tus infames encantos, te desecharé sin contemplaciones. Lo que hagas después será cosa tuya: esconderte como deberías haber hecho hace una década, o regresar a tu lugar en la pasarela siendo consciente de que todo el que te mire no verá el modelito que lleves puesto sino mi descarte.
El cerebro de Molly era incapaz de asimilar nada de eso.
–¿Quieres decir que será una especie de actuación? Porque, por si lo has olvidado, me odias.
–Solo puedo hablar por mí mismo –continuó él perezosamente, ligeramente sorprendido ante la pregunta–. Pero yo no actúo cuando hago el amor. Y no hago el amor, Molly, hago la guerra. Y en la guerra solo puede haber un vencedor.
Debería haberse reído de las palabras. De él. Si cualquier otro hombre le hubiese dicho algo parecido, se habría roto una costilla de tanto reír.
Pero en Constantine no había nada divertido. Siempre había estado en guerra, pero ella había sido demasiado ingenua para verlo. Y en su fuero interno, donde se moría por él, Molly sabía que él hablaba totalmente en serio.
–¿Por qué iba a acceder a algo así? –preguntó ella.
Constantine sonrió como el demonio que era. Desgarrador por su aspecto angelical. Su mirada era casi cálida, como si le tuviera un profundo cariño, cuando ella sabía que era totalmente falso.
–No se me ocurre una sola razón para no hacerlo –él sacudió la cabeza casi con tristeza–. En tu lugar, yo lo haría. Claro que yo habría dejado que tu madre se pudriera hace mucho tiempo.
–¿Como hiciste con la tuya?
Molly supo de inmediato que había cometido un tremendo error.
Constantine no estalló como habría hecho su padre. No estrelló algo contra la pared. Se limitó a mirarla como si fuera una cobaya que tuviera intención de diseccionar.
–No vuelvas a mencionar a mi madre –habló con calma, en apenas un susurro que hizo que a Molly se le erizara el vello–. No soy hombre de límites, en ningún sentido, pero mi madre está fuera de los límites para ti.
–No he accedido a ninguna de tus sugerencias –señaló ella con una osadía que no sentía–. Si quiero hablar sobre tu madre y los hechos que todo el mundo conoce…
–No podré impedírtelo –la interrumpió él con la misma calma–. Pero debes saber que cada vez que menciones a mi madre, lo tomaré como una invitación para mostrarte mi desagrado.
Como siempre, Molly sintió la misma sensación de amor y vergüenza, frustración y anhelo que caracterizaba su relación con Isabel. Si fuera capaz de no amar a su madre, su vida sería mucho más sencilla. Si pudiera endurecerse y dejara de importarle lo que le sucediera a Isabel, no estaría allí.
Pero daba igual cuantas veces llamara su madre en lo que llamaba «pequeños raspones», o las veces que Molly juraba que estaba harta de limpiar todo los desechos de Isabel.
«Oh, Moll», diría su madre con esa voz profunda y compungida, «esta vez sí que la he hecho».
Y a pesar de todas las veces que recibía esa llamada, o que había accedido a regañadientes a que Isabel se alojara con ella hasta que lo «solucionara», cosa que nunca hacía, Molly seguía amándola. No podía evitarlo. Y esa era la base de todo el problema.
–De acuerdo –ella asintió con energía aunque sabía que allí, en Skiathos, estaba en grave peligro–. Nada de hablar de madres y yo seré tu amante, no simplemente un revolcón. Brillante. Pero ¿exactamente cómo funciona?
–¿Cómo crees que funciona? –Constantine ladeó la cabeza y a Molly le pareció uno de esos enormes depredadores de los documentales sobre naturaleza que ella veía cuando no podía dormir en el avión camino de algún trabajo–. ¿Acaso no has pasado años siendo la amante de uno u otro millonario? Al menos de los pocos que se lo pueden permitir.
Seguramente pretendía hacer una broma, ya que no existía nada en el universo que un Skalas no pudiera comprar.
Molly abrió la boca para sacarle de su error, explicarle que no iba por allí adornando el brazo de cualquier hombre que pensara que se la merecía, independientemente de lo que se publicaba. Pero se reprimió.
Porque si aquello iba a suceder realmente, una posibilidad que no podía permitirse contemplar demasiado de cerca porque era excesivamente peligrosa a nivel personal después de todo lo que había hecho para escapar del abismo de su adolescencia allí, le convenía que él pensara en ella como su alter ego. Magda.
Magda había sido inventada por necesidad. Molly Payne, torpe y tímida, jamás podría haber hecho las cosas que había hecho. Pero Magda era capaz de cualquier cosa. No temía a nada. Era brillante y fuerte, y cuando Molly fingía ser ella, el mundo carecía de límites y estaba totalmente a su disposición.
Constantine insistía en llamarla Molly, sin duda para recordarle el poder que había tenido sobre ella años atrás. Pero era evidente que también creía todo lo que había oído sobre ella. Y eso la beneficiaba.
Porque Magda no se lo pensaría dos veces antes de lanzarse de cabeza a una apasionada aventura con el mismísimo demonio. De hecho, Magda lo encontraría delicioso. Se reiría a carcajadas ante la idea de que una relación como esa pudiera afectarla. A Magda no, ella brillaba.
Molly contempló a Constantine durante unos segundos, recomponiéndose. O más bien recomponiendo a Magda, porque siempre había sido mucho más fácil.
–Cada hombre posee sus requerimientos en cuanto a los trofeos que colecciona –observó–. Y, por supuesto, si el trofeo soy yo, hay distintas consideraciones en juego. Mi carrera es exigente y no dejará de serlo por complacer al hombre que esté en mi vida. Ni siquiera para acomodarse a él. Y, por supuesto, no hay ninguna posibilidad de que yo revolotee alrededor de un hombre, desviviéndome por él, como muchos desearían que hiciera. No necesito ni dinero ni la eufemística «ayuda», para las que suelen crearse estas situaciones. Por tanto es, en efecto, difícil que alguien se pueda permitir tenerme, pero no como tú insinúas.
«Bien hecho», se felicitó a sí misma. «Ya puedes abrir un burdel y ser la madama. Eres una zorra muy creíble. De mucha utilidad para tus talentos. Para mentir».
–Puede que haya sido así en el pasado –contestó Constantine mientras sus ojos color café brillaban y le ponían a Molly la piel de gallina–. Pero esto será diferente. Porque repito, Molly, no eres tú el trofeo. Estás pagando una deuda. Y eso significa que serás la que hagas todo el trabajo porque, no olvides mis palabras, me pagarás. Una y otra vez, hasta que quede satisfecho.
Ella lo creyó.
Pero también lo conocía. Y el Constantine que ella había conocido, aunque hubiera subestimado su sed de venganza, siempre había buscado la atención. Buena o mala, tanto daba. Molly había dedicado años a intentar entender el motivo y, de repente, en el contexto del viejo despacho de Demetrius, todo cobraba sentido. Su padre únicamente ejercía el refuerzo positivo de tarde en tarde, normalmente con Balthazar. A Constantine nunca había parecido molestarle, pues se conformaba con recibir la atención negativa de su padre. Y todo ese comportamiento que ella había visto en miles de revistas a lo largo de los años le contaba la misma historia. No le hacía falta ser psicóloga para comprenderlo, sobre todo cuando ella había recibido el mismo tratamiento que había convertido a Constantine en quien era.
El poder que tenía Constantine Skalas sobre ella era insalvable. Porque, a pesar de todo, Molly no soportaba ver sufrir a su madre y dudaba que eso fuera a cambiar.
Si no lo había hecho a lo largo de los diez últimos años, ya no lo haría. Molly la había visto despilfarrar la fortuna de su acuerdo de divorcio y luego la que Molly había conseguido.
No quería imaginarse cuántas veces habría ejercido Constantine su venganza sobre ella en esa época en la que había vivido felizmente ignorante de que él era el marionetista, pero eso ya no importaba. Porque Molly era la única hermanastra que él había tenido y por tanto sabía mucho más de él que cualquiera de las jovencitas que se relacionaban con el hermoso y sexualmente voraz Constantine Skalas, pensando que era un mirlo.
Cuando era emocionalmente letal.
Pero Molly se sentía capaz de ignorar la piel de gallina y el mal augurio que sentía porque tenía sus propias armas. Y conocerlo era la clave.
Constantine se había colocado al otro lado del escritorio justo enfrente de ella. Molly se acercó a una de las sillas que decoraban el despacho y en la que nadie se había atrevido a sentarse jamás. Pero ella lo hizo, la viva imagen del aburrimiento.
–De acuerdo –murmuró mientras cruzaba una larga pierna sobre la rodilla de la otra y dejaba colgando seductoramente del pie el zapato de tacón alto.
–¿De acuerdo? –repitió Constantine con incredulidad.
Se colocó justo frente a ella, mostrándole su masculina belleza desaliñada que ella debería encontrar maligna. Pero su cuerpo se negaba a recibir el mensaje. Por aburrida que intentara parecer, por dentro le costaba no derretirse. Sentía los pechos tensos y un nudo en el estómago. Entre las piernas se notaba ardiente y húmeda.
Desesperada.
«Eres una traidora», se recriminó.
Casi se encogió de hombros y casi agitó una mano en el aire, aparentando el mayor aburrimiento posible sin quedarse dormida allí mismo.
–De acuerdo –repitió ella lentamente como si él fuera lerdo–. Dime cómo quieres que haga esto de pagar la deuda. Supongo que querrás un trabajito triste y chabacano de vez en cuando porque el poder de un hombre no se extiende más allá de agitar una mano y conseguir que una hermosa mujer caiga arrodillada ante él. Quizás prefieras lanzarme sobre algún mueble para ese revolcón, procurando que sea lo más humillante posible. Tengo entendido que así se hunde el seductor promedio más profundamente en la sociopatía. Si te soy sincera, dudo que note la diferencia entre esto y la habitual sesión de fotos.
Molly casi se había convencido a sí misma de su propio hastío, ni siquiera propio de Magda. Al soltar su desprecio se sintió intocable.
Constantine rio con un sonido oscuro que impregnó hasta los huesos de Molly, haciéndole estremecerse. Como si el sonido de magia negra la pudiera transformar en otra persona.
En alguien a quien no estaba segura de desear conocer.
–Oh, no, mi pequeña hetaira –murmuró él con ojos brillantes–. Así no va a funcionar.
Constantine la agarró y la levantó de la silla.
Y aplastó su boca contra la de ella.
MOLLY ESTALLÓ en llamas, y solo era el principio de lo que le provocaba el calor de la boca de Constantine.
Sus manos se alzaron por voluntad propia, revoloteando alrededor de sus hombros, cuando ella no había revoloteado en su vida. Acostumbrada a ser más alta que la mayoría de los hombres, Constantine resultaba muy corpulento. Su boca era ardiente y cuando ladeó la cabeza para acariciarle la lengua con la suya, la hizo estremecerse.
El beso era húmedo, travieso e insidioso, y casi insoportablemente bueno.
Constantine besaba como todo lo que hacía, perezosa y descuidadamente, con el mismo peligro subyacente del que ella debería huir.
Molly lo saboreó, lo olió. Su lengua era una tentación, la sensual boca una seducción, y apenas fue consciente de todas las sensaciones que la inundaban.
Estaba perdida.
Tantos sueños que había tenido de él siendo niña, tantas historias que se había contado sobre cómo sería si él se fijara en ella, sus más salvajes fantasías… eso era mucho mejor.
Era tan bueno que quería llorar. Arrancarse toda la ropa. Lanzarse en sus brazos…
Lo cual, pensó horrorizada cuando él apartó su boca de la suya, iba a complicar su plan de supervivencia.
Y en ese momento lo odió.
Odió esa expresión satisfecha, masculina, dibujada en el hermoso rostro cuando él la miró, sus enormes y fuertes manos agarrándole los brazos para sujetarla. Era un escándalo que un hombre como Constantine Skalas pudiera por arte de magia estar tan en forma como si trabajara a diario en el campo. Era injusto.
Y estaba segura de que él era consciente del efecto que ejercía sobre ella.
Molly sentía los labios hinchados. Su sabor estaba pegado a su lengua, intenso y embriagador. Él la miraba totalmente complacido consigo mismo y ella supo que también era consciente de que sus pezones se habían erizado de pura necesidad y que su seno se había fundido.
Maldito fuera.
–¿Besos? –ella hizo acopio de toda las dotes teatrales que había aprendido en su carrera de modelo. Cada vez que tenía que enfrentarse a un horrible fotógrafo, a una agenda agotadora, a la habitual condescendencia con la que solían ser tratadas las mujeres de su profesión, lo ponía en práctica. Así como el ligeramente sorprendido, pero básicamente aburrido, tono que empleaba en esos momentos–. ¿Desde cuándo se besa cuando se paga por ello?
La sonrisa de Constantine fue un destello de dientes blancos que la golpearon y le hicieron tambalearse, a ella que dominaba los tacones desde los dieciocho años.
–No me interesa tu actuación de reina del hielo, Molly –le aseguró él sin abandonar su sonrisa.
–¿Qué te hace pensar que es una actuación? –ella inclinó la cabeza a un lado y lo contempló inexpresiva, como si fuera habitual que un hombre la agarrara. No se alejaba mucho de la realidad, aunque en el trabajo no había tanta tensión en el aire–. Tuve una adolescencia complicada. Mi madre se casó con un hombre horrible y convivir con su familia fue un auténtico infierno. Pero por suerte, me curó de sentir con demasiada intensidad.
La sonrisa de Constantine adquirió ese aire depredador que ella no había olvidado, aunque de joven la había confundido con otra cosa.
–No me cabe duda de que esa es la historia que te gusta contar, hermanastra, pero ambos sabemos que no es verdad.
–Ya veo –contestó Molly en tono condescendiente–, que me conoces mejor que yo misma.
Algo en Constantine cambió, aunque ella no supo decir el qué. Sus manos seguían agarrándole los brazos. La sonrisa se había convertido en una expresión que no le gustaba nada. Y el brillo en la mirada era tan intenso que debería haberla atravesado. Y de repente Constantine se concentró en ella, dejándola sin respiración.
–Vas a comprobar que no hay nadie en el mundo que te conozca mejor que yo, Molly. Por tus pecados.
Constantine la soltó y Molly se sintió inundada de sensaciones contradictorias. Alivio. Pérdida.
El calor seguía aumentando y no disminuyó ni siquiera cuando él la miró como siempre la miraban en el trabajo, como si fuese un caballo en venta. Molly se sintió afortunada de estar acostumbrada a ello. A pesar de su reacción, había algo tranquilizador en ser tratada como una maniquí.
–Lo único que sabes de mí –contestó ella–, es lo que jamás debería haberte contado cuando era una atolondrada adolescente que creía que Constantine Skalas era mi amigo. Pero ¿sabes qué? Esa niña ya no existe. Te deshiciste de ella.
–Aprendiste una valiosa lección –aseguró él mientras hundía las manos en los bolsillos–. Confiar en alguien es un acto de suprema estupidez. Algunos lo aprenden cuando es demasiado tarde. Tú lo hiciste cuando apenas eras una cría. Deberías agradecérmelo.
–Gracias –la voz de Molly era ácida–. Qué orgulloso debiste sentirte por enseñarle una lección tan dura a una chica solitaria. Me sorprende que no te hayan dado premios por tus servicios humanitarios.
–Pero ya no estamos hablando de una torpe y desvalida adolescente –la sonrisa de Constantine encerraba una seductora amenaza–, hija de una criada estafadora que se creyó una madre sustituta, además de la dueña de las propiedades Skalas, y no la sórdida aventura de mi padre, que él legitimó por motivos que murieron con él.
No había mucho que decir sobre Isabel que Molly no hubiera pensado ya. Pero eso no significaba que le gustara oírlo.
–Claro, mi madre despertó un día imaginándose tu madrastra. Nadie la persiguió, ni se casó con ella, ni le dijo que hiciera lo que quisiera con las propiedades y los hijastros, y todo lo demás porque, bien lo sabe Dios, a él no le importaban en absoluto.
–Mi padre está muerto y no puede explicar sus decisiones –Constantine se encogió de hombros–. Y aunque estuviera vivo, tampoco lo haría.
–¿Y esperas que me crea que mientras vivía le pediste cuentas por su comportamiento? –Molly soltó una carcajada, que se hizo más fuerte cuando vio cómo contrariaba a Constantine–. Me hubiera gustado verlo. Sabes bien que solo había una cosa que le importaba menos que lo que mi madre hiciera con su dinero: tú.
A Molly le pareció ver encajarse la mandíbula de Constantine. Sin embargo, la miraba…
–Al parecer crees que insultar a mi padre, y a mí, es un buen modo de comenzar a pagar la deuda.
–¿Decir la verdad sobre un hombre al que ambos conocimos es insultar? –Molly se encogió de hombros en un gesto de desprecio que había practicado durante años–. Ni siquiera sería información privilegiada. Demetrius Skalas fue un total misterio para mí durante el matrimonio de mi madre con él. Cualquier cosa que yo sepa de él es del dominio público –ella enumeró con los dedos–. Fue una persona terrible. Sus hijos son terribles. No es mi opinión sino hechos incontrovertibles.
Constantine sonrió y ella lamentó de nuevo no ser capaz de controlarse en su presencia.
–Ahí van otros hechos –murmuró él con voz oscura y grave–. Tienes complejo de mártir, pues pareces obtener alguna clase de placer en sacrificarte por tu madre. ¿Por qué si no ibas a hacerlo una y otra vez? Ella es adulta, capaz de gestionar su propia vida, solo que no le hace falta porque para eso te tiene a ti.
Molly supuso que él quería una respuesta, y por eso se limitó a mirarlo.
–A pesar de haber viajado por todo el mundo –continuó él–, ganando millones por hacer mohines ante la cámara y frecuentando más amantes que fotógrafos, eres una mujer muy solitaria.
Molly moriría si él percibiera cualquier reacción por su parte. Necesitó hacer un supremo esfuerzo para seguir mirándolo como si él no hubiese vuelto a hacerlo otra vez. Sonreír y luego apuñalarla.
–Lo sé porque te he observado, Molly –Constantine bajó aún más la voz mientras ella lo miraba a unos ojos que brillaban peligrosamente dorados–. Cada vez estás más delgada, los ojos más oscuros, cada vez más frágil. No me engañas. Tu belleza, toda una sorpresa para cualquiera que te conociera con dieciséis años, crece. Pero no eres feliz, ¿verdad?
Molly siguió mirándolo durante un prolongado silencio.
–¿Ahora es cuando respondo al hombre que me está chantajeando? Pensé que era todo retórico.
–Sé lo que comes, cuánto duermes, incluso cuáles son tus documentales favoritos –continuó él con calma–. Sé qué haces cuando no apareces en alguna fiesta.
–Vaya, Constantine, me halagas.
–Caminas –dijo él con una ligera amenaza en la voz mientras se iluminaba su mirada cuando ella no consiguió disimular su reacción–. Recorres la ciudad o pueblo en el que te encuentres sin ver lo que hay a tu alrededor. Prefieres ir de noche, como si hubiera algún demonio que intentaras dejar atrás. ¿Tu madre, quizás?
–De nuevo te equivocas –contestó ella sosteniéndole la mirada como si no estuviera asustada–. Solo conozco a un demonio, Constantine. Y está justo delante de mí.
–Te conozco –le aseguró él, disfrutando claramente–. Cuando te tenga, y te tendré, será por completo. Y si no queda nada después de que me haya saciado, quizás comprendas lo que se siente al recomponerse. Como intentó hacer mi madre cuando la tuya ocupó su lugar.
Esa misma noche, Molly estaba de regreso en Londres, sintiéndose nerviosa como si hubiese subsistido a base de café y cigarrillos durante tres semanas, un estilo de vida que había abandonado durante su primer año como modelo.
La noche era lluviosa, fría y con niebla. Una típica noche de mayo, que contrastaba con la temperatura en Skiathos y que la sumergió de inmediato en un estado anímico que le recordaba demasiado a sus dieciséis años. Arrancada de la triste y miserable Inglaterra, llevada a la deslumbrante costa de la isla griega, totalmente fuera de su ambiente.
Una hora después de aterrizar en Skiathos, su piel ya estaba dolorosamente roja y quemada. Incluso entonces debería haber sabido que era solo una de las muchas maneras en que Grecia la destrozaría.
Cuando Isabel por fin abandonó a Demetrius y sus juegos de poder, arrastrándose de regreso a Inglaterra para lamerse las heridas y contratar abogados que se ocuparan del divorcio, Molly había sentido la pérdida de toda esa luz y calor. Había sido como morir.
Y de nuevo lo sintió mientras el coche avanzaba por las calles empedradas cerca de Hyde Park, llevándola a la casa que había adquirido al despegar su carrera. A tiro de piedra de Marble Arch, Hyde Park y Oxford Street, su casa era un remanso de paz en la ajetreada ciudad que la rodeaba. También era completamente suya. La había comprado al contado, con la ingenua esperanza de tener algo suyo por fin, el comienzo de un brillante futuro. Pues estaba segura de que iba a ser diferente de la infancia que había vivido, de los errores que habían cometido su madre y ella, y de todo lo demás que quería dejar atrás.
Todo contaminado por la familia Skalas. Y había funcionado.
Esa casa era un hogar, no una inversión. Tenía cuatro paredes, tres plantas y dos encantadoras terrazas. Era el único lugar en el mundo donde podía ser ella misma. Allí no había fotos de Magda, ni revistas. Únicamente cosas que ella adoraba. Libros y arte y objetos encontrados en sus viajes. Los muebles eran cómodos y de colores brillantes. Cada rincón estaba pensado para relajarse y recargar pilas.
Viendo alejarse el coche por la encantadora calle empedrada, Molly respiró hondo. El lugar seguía conservando su magia. Sus hombros se relajaron y el latido del corazón se calmó. Los nudos en el estómago se soltaron… un poco.
Atravesó la pesada puerta y oyó música en la segunda planta, en lo que su agente inmobiliario llamaba la «sala de recepción». Era el corazón de la casa. En un extremo estaba la cocina con un gran hogar, ventanas francesas y una terraza sobre la calle. Y todas las cosas acogedoras que Molly había conseguido encajar allí.
Y desde la implosión del último plan, cortesía de Constantine Skalas, eso incluía a su madre.
Molly se quitó el abrigo y lo colgó cerca de la puerta. Se sacudió los zapatos y flexionó los dedos de los pies contra el suelo de madera mientras subía las escaleras y distraídamente se recogía los cabellos en un grueso moño. Entró en la espaciosa estancia que tenía suficientes ventanas para hacerla brillante y soleada, y en cuya terraza le gustaba sentarse. En las noches despejadas también. Pero esa noche era húmeda y fría y, de todos modos, ni siquiera su mágica casita era ese oasis de calma cuando Isabel estaba allí.
Su madre levantó la vista, agitada y decidida, cuando Molly entró en la habitación.
–Cariño, al fin has vuelto. Llevo todo el día preparando un delicioso plato de pasta para ti.
–Ya lo veo –contestó Molly. La cocina estaba hecha un desastre, llena de cazos y sartenes, que ni siquiera sabía que poseía, todo muy sucio.
–No me digas que esta noche no comes carbohidratos –continuó su madre–. Es lo menos que puedes hacer por ti misma después del día que debes haber pasado.
Aunque Molly abrió la boca para explicarle que no, que evidentemente no podía comerse una fuente de pasta, se contuvo. Porque, de hecho, la pasta sonaba perfecta para su estado de ánimo.
Todavía con el ajustado vestido que Magda había llevado para ver a Constantine, no dijo nada sobre el estado de su cocina. Se puso directamente a la tarea de fregar los platos mientras su madre daba los últimos toques a su obra maestra.
Para cuando se sentaron a la mesa junto a los ventanales, Molly se sentía ya un poco mejor por haber podido sumergirse en el trabajo pesado de frotar y aclarar y secar, mucho mejor que pensar en sus sentimientos. Le recordaba a años atrás, cuando su madre había sido asistenta en una gran casa y vivían en una pequeña cabaña de alquiler. Los días libres de Isabel, preparaban comidas refinadas y se vestían de gala por placer.
Había pasado tanto tiempo intentando reprimir esos años en Grecia, que a menudo olvidaba que Isabel y ella habían tenido una auténtica vida antes de que los Skalas las hubieran aplastado.
–Estoy impresionada, mamá –aseguró tras el primer bocado–. Sé que sabes cocinar cuando te pones a ello, pero conseguir esto me parece una proeza.
Isabel seguía siendo la hermosa mujer que había llamado la atención de Demetrius en la casa donde había servido su familia desde la época de la conquista normanda. Hermosa y joven, había tenido a Molly con diecisiete años y jamás había revelado el nombre del padre. «Él sabe dónde estamos», solía decir. «No tiene sentido perseguir a un hombre que no quiere ser atrapado. Hay muchos más». En aquella época, Molly no había entendido esa actitud, cuando ella misma era objeto de burla y desprecio en el pueblo, sin que le importara a Isabel. Pero por fin lo entendía. Su madre era muy, muy guapa.
«Demasiado guapa para ser una asistenta», había gritado la prensa cuando Demetrius se había casado con ella, paseándola por todo el mundo.
Al menos, pensó Molly con un ataque de ese amor que siempre le causaba problemas, no le había podido arrebatar eso. Nada conseguía que el ánimo de Isabel decayera mucho tiempo, y su belleza era completamente natural.
–Entonces no soy un desastre total –sugirió ella compungida–. Ya es algo.
–Claro que no eres un desastre.
Isabel se reclinó en la silla con un cuenco lleno de pasta y parmesano ante ella.
–Adelante. Explícame los daños.
Esa era la intención de Molly. En el avión había practicado discursos incendiarios. Su madre necesitaba oír la verdad. Ya era hora de dejar las cosas claras.
Siempre le era más fácil pelear en abstracto con su único ser querido, su hermosa y descuidada madre que, a pesar de sus defectos, adoraba a Molly incondicionalmente. Aunque la escena ante ella no se pareciera a las de años atrás, vestidas elegantemente, adornadas con baratijas y fingiendo estar en Italia, era auténtica.
Molly sabía que podía decirle cualquier cosa a su madre. A Isabel no le costaba nada admitir sus defectos y disculparse, y aguantarse si Molly necesitaba gritar.
Pero esa noche sentía que gritarle a Isabel le daría a Constantine Skalas lo que quería.
«Necesitaré tiempo para considerar tan encantadora proposición», le había contestado ella con regio desprecio.
«Considéralo, más que una proposición, un salvavidas que no te mereces», había contestado él enloquecedoramente atractivo y muy seguro de sí mismo. Como si supiera, al igual que ella, que no había modo alguno de escapar de aquello y que regresaría a él para hacer exactamente lo que le ordenara.
Aun así, primero necesitaba un poco de espacio. Había esperado que lo que él pediría le resultara insoportable, pero no se había esperado su reacción ante él. Ese fuego que seguía rugiendo en su interior y esa insidiosa vocecilla que no paraba de plantearse que tampoco sería tan malo.
Quería pagarla con Isabel. No solo le había arrastrado al mundo cruel y deslumbrante de los Skalas años atrás, sino que en esos momentos la obligaba a regresar a él. A entregarse al arquitecto de su primera y mayor desesperación.
«Estás completamente pagado de ti mismo, Constantine», le había dicho ella. «No me extraña que te rechacen cuando no tienes nada con que chantajear al otro».
«Eres bienvenida a rechazarme», había contestado él, incluso animándola. «Tengo entendido que adoras esa casita tuya en Londres. Sería una lástima tener que venderla para mantenerte, y a tu madre, a flote en estos tiempos inciertos». Él siempre sonreía cuando ella lo fulminaba con la mirada. «O puedes regresar dentro de dos días, dispuesta a iniciar nuestra tórrida aventura».
¿Una tórrida aventura con Constantine cuando apenas había sobrevivido a un beso?
–Estás muy callada –observó Isabel–. ¿Tan malo es?
Y Molly fue incapaz de arrancar otro pedazo del corazón de su madre. Isabel era impetuosa y ambiciosa, con aires de grandeza. Era fácil considerarlo inconsciencia, pero no lo era. Era su corazón, enorme y estúpido, totalmente dispuesto a pensar lo mejor de las peores personas.
Molly lo sabía, pues en su pecho latía uno igual.
–No, mamá –contestó con una sonrisa–. No es para tanto. ¿Quién habría dicho que en todos estos años Constantine tropezaría con su conciencia?
–Nadie lo creería –contestó su madre secamente–. Sobre todo yo.
–Pues así es –mintió Molly–. Puedes estar tranquila. Necesita que yo desempeñe un papel, nada más.
–Si ese hombre necesitara una actriz –Isabel frunció el ceño–, tiene a su disposición todo el West End, por no hablar de esas actrices de Hollywood que tanto le gustan. ¿Para qué te necesita a ti?
–Es demasiado conocido para contratar a una de esas. El pequeño toque de chantaje lo ayuda a salvar la cara.
Molly casi se creyó sus propias palabras. Y no dejó de sonreír aunque la mirada de su madre era demasiado sagaz.
Quizás, si seguía sonriendo, acabaría por convencerse a sí misma.
–¿Quién sabe? –añadió jovialmente–. Podría ser hasta divertido.