Tras aquella noche - Andie Brock - E-Book

Tras aquella noche E-Book

Andie Brock

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Beschreibung

La proposición que nunca creyó que haría… La vida de soltero le venía muy bien a Orlando Cassano. Le gustaba la idea de trabajar duro y disfrutar del placer cuando le apetecía. Hasta que su aventura con la insolente ejecutiva Isobel Spicer terminó con un inesperado resultado. Aunque Orlando no contó con una figura paterna cuando era niño, él sería un padre para su hijo. Pero para llevar a la independiente Isobel al altar iba a necesitar algo más que su legendaria habilidad para la seducción. Porque ella le pedía algo que no había sido capaz de hacer nunca por nadie: enfrentarse a su pasado para poder tener un futuro.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Andie Brock

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tras aquella noche, n.º 2548 - mayo 2017

Título original: The Shock Cassano Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9722-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Isobel se quedó mirando las cifras de la pantalla por última vez. Las etapas iniciales del plan de negocio se habían implementado con éxito, todos los pronósticos se habían cumplido. Sí, estaba convencida de que el consejo de Cassano Holdings estaría satisfecho con los progresos que había hecho hasta el momento.

Bajó la tapa del ordenador y lo guardó en el estuche. Estaba preparada. Miró de reojo el reloj. Solo tenía que hacer una cosa más antes de salir hacia la reunión del consejo en la ciudad.

Se puso de pie, se alisó la falda del traje de chaqueta azul marino y dio unos pasos hacia el sofá para agarrar el bolso. El corazón le latía en ese momento con fuerza, le temblaba la mano cuando sacó la bolsita de la farmacia.

Sin darse tiempo para pensar, se dirigió al baño. Ya no había vuelta atrás.

 

 

–¿Alguna cosa más?

Orlando Cassano se recostó en el respaldo de la silla y giró el bolígrafo de oro en sus fuertes dedos morenos.

Los miembros del consejo empezaron a guardar sus papeles y sus dispositivos electrónicos.

–¿Quieres añadir algo más, Isobel? –Orlando dirigió una rápida mirada a la joven que estaba sentada en el extremo opuesto de la mesa de cristal.

–No –Isobel sacudió la cabeza–. Creo que lo hemos cubierto todo.

Ojalá fuera verdad. Isobel miró a su alrededor y forzó una sonrisa para el grupo de directores, contables y responsables de marketing que componían la sección británica de Cassano Holdings. Pero no fue capaz de mirar a los ojos al propio director ejecutivo, cuya mirada oscura y penetrante había estado clavada en ella desde que entró en la sala. En ese momento, dos horas más tarde, seguía quemándole la piel. Y, por si aquello fuera poco, Orlando Cassano parecía decidido a hacer las cosas todavía más difíciles.

–Bene. Creo que podemos dejar esto cerrado por hoy –Orlando le dirigió una sonrisa que le atravesó las entrañas–. Buen trabajo, Isobel. Estoy convencido de que esta asociación será muy satisfactoria.

Orlando hizo una pausa y frunció el ceño al ver que ella palidecía.

–Ha sido un gran comienzo, señorita Spicer, no cabe duda –el director de finanzas asintió con la cabeza–. Es pronto todavía, pero si puede repetir este desempeño creo que podremos renegociar su contrato antes de lo pensado.

–Es bueno saberlo –Isobel mantuvo la sonrisa con tenacidad. Seis semanas atrás, cuando firmó el contrato con Cassano Holdings, aquella noticia la habría hecho bailar. Pero ahora… ahora sentía como si el mundo se hubiera abierto por la mitad y ella se hubiera quedado colgando de un borde.

Estaba orgullosa de su habilidad para la negociación. Asegurarse el derecho de compra del veinte por ciento de las ganancias le había resultado más fácil de lo que pensaba.

Y también le había resultado fácil meterse en la cama con el impresionante Orlando Cassano.

Ahora, mientras se miraba los zapatos a través del cristal de la mesa, fue consciente del craso error que había cometido.

–Bueno, muchas gracias a todos –Orlando se levantó de la mesa.

Los demás miembros del consejo se despidieron de Isobel estrechándole la mano antes de salir de la sala.

Y de pronto se quedaron ellos dos solos. A Isobel le dio un vuelco el corazón.

Orlando, alto y silencioso, estaba de pie con la espalda hacia el ventanal. Estaba increíblemente guapo, el elegante corte del traje acentuaba su considerable altura y los anchos hombros. La camisa blanca destacaba contra su piel bronceada. Isobel sintió que se le secaba la boca.

Aquel era Orlando Cassano, el formidable hombre de negocios, un hombre más frío, duro y peligroso que el que conoció en la isla de Jacamar. Ese era el hombre que esperaba encontrar cuando voló a su isla privada del Caribe para convencerle de que invirtiera en su negocio. Entonces Isobel era un saco de nervios, pero también estaba entusiasmada y llena de ideas. Había pulido su plan de negocios hasta que le sacó brillo. Todo el mundo sabía que Orlando Cassano era un hueso duro de roer. Se decía que bajo su aspecto agradable se escondía un corazón de acero. Pero tras conseguir a través de un cliente la posibilidad de conocerle, Isobel no pensaba desaprovechar aquella oportunidad única.

Y entonces le conoció… y todas las ideas preconcebidas desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Porque el hombre que descubrió en Jacamar no era en absoluto lo que esperaba. Sí, era increíblemente guapo. Pero también encantador y divertido. Además de sexy hasta la médula.

–Bueno, señorita Spicer –dijo ahora Orlando cruzando los brazos en su ancho pecho–. Eres una mujer muy difícil de contactar.

Tenía la voz grave y profunda con un acento italiano que a Isobel le robaba el corazón. Pero ese día no había ninguna calidez en su tono.

–¿Por qué tengo la impresión de que me estás evitando?

–No te estoy evitando –Isobel alzó la barbilla–. He estado ocupada, eso es todo. Creí que eso era lo que querías.

–Que estés ocupada me parece bien. Estar tan ocupada como para no responder a mis llamadas y a mis correos, ya no tanto –Orlando se apartó de la ventana y se dirigió a la puerta para cerrarla con un suave «clic». Luego se detuvo a escasos pasos de Isobel–. Estaba empezando a preocuparme.

Isobel escudriñó su rostro en busca de algún signo de preocupación. Nada. Pero ella iba a cambiar eso enseguida.

–Bueno, espero que los números te hayan demostrado que todo va bien.

Orlando ladeó ligeramente la cabeza, dando a entender que aquella no era la respuesta que buscaba.

–No estoy hablando de trabajo, Isobel, y lo sabes muy bien –atajó la distancia que había entre ellos–. Estoy hablando a un nivel más personal. ¿Qué te parece si empezamos por la invitación para cenar que has ignorado completamente? –preguntó con voz pausada.

Isobel se estremeció. Ahora estaba demasiado cerca, y su altura y su cuerpo musculoso se interponían en su capacidad para pensar con claridad.

Era verdad que había ignorado el correo que le envió la semana anterior. Bueno, «ignorar» no era la palabra. Lo había estudiado largo rato intentando pensar en una respuesta adecuada hasta que por fin se rindió. En cualquier caso, sabía que en cuanto le diera la noticia, Orlando perdería el apetito. Estaba segura de ello.

–No contesté el correo porque pensé que no tenía sentido.

Orlando entornó los ojos y se acercó un poco más a ella.

–Continúa.

Isobel tragó saliva para pasar el nudo que se le había formado en la garganta.

–Creo que lo que ocurrió en Jacamar… lo que nosotros… creo que a partir de ahora deberíamos mantener una relación estrictamente profesional.

–¿De veras? –Orlando dio otro paso y ya no quedó ninguna distancia entre ellos–. ¿Y eso por qué, señorita Spicer?

Le puso las manos en los hombros, cálidas y firmes. Ahora no tenía escapatoria del maremoto sensual que era Orlando Cassano. No podía malinterpretar el arrebato de deseo que latía entre ellos.

Isobel se quedó muy quieta con los brazos a los lados, decidida a luchar contra los intensos sentimientos que le atravesaban el cuerpo. Sería demasiado fácil alzar los brazos, rodearle el cuello, dejarse llevar por la fuerza del cuerpo de Orlando y satisfacer el deseo que sentía por él. Pero eso era un camino al desastre… de hecho, ya lo había sido. No, se tomaría un segundo para recomponerse y luego haría lo que tenía que hacer.

Pero Orlando tenía otras ideas sobre cómo utilizar aquel segundo, y antes de que ella se diera cuenta le puso las manos detrás de la cabeza, le hundió los dedos en la suavidad del pelo y le subió la cara para buscar sus labios con los suyos.

Y de pronto la estaba besando, sin perder el tiempo para incrementar la presión y utilizando el erótico deslizar de su lengua para que se abriera a él.

Fue un beso lleno de calor, posesividad y profundo deseo sexual. Un beso que no dejó duda de a dónde llevaría si las circunstancias se lo permitieran. Isobel sintió que se le cerraban los ojos, que su cuerpo se rendía al instante ante aquel poder.

Orlando cambió de posición deslizando la pierna contra su muslo, apretándole la erección contra la entrepierna.

–Te he echado de menos, Isobel –apartó la boca solo lo suficiente para susurrarle aquellas palabras contra los henchidos labios–. Y espero que tú también a mí.

–¡No!

Aquella décima de segundo de espacio bastó para que Isobel recuperara el sentido. Colocó los brazos sobre el pecho de Orlando y lo empujó para apartarse. La mirada de sorpresa que cruzó por sus ojos la atravesó como un puñal.

–Tenemos que parar esto –dio un paso atrás y luego otro e hizo un esfuerzo por controlar el torrente de deseo que fluía por todas las partes de su cuerpo–. Se acabó. No podemos hacer esto más.

 

 

Orlando se aflojó la corbata que de pronto le estaba ahogando. Se quitó la chaqueta y la puso en el respaldo de una silla.

Estaba deseando volver a ver a Isobel. De hecho, le sorprendió cuánto. Se suponía que reencontrarse con ella iba a ser el único momento de luz de los deprimentes días que les esperaban. Pero ahora al parecer incluso aquel placer se le negaba.

Se había tomado un día extra en Londres antes de volar a Italia para solucionar los asuntos de su padre, recientemente fallecido. Lo que tenía que hacer en Inglaterra podía resolverse rápidamente, y la idea de pasar tiempo libre con Isobel le había resultado muy atractiva. Pero a juzgar por la expresión que tenía ella en ese momento, no iba a necesitar aquel tiempo. Podía volar a Italia aquella misma noche, acabar con aquel asunto y luego regresar a Nueva York lo más rápidamente que pudiera llevarle su jet privado.

Pero la idea era desalentadora. Si de él dependiera no volvería a pisar Trevente, su ciudad natal. Aquella antigua villa italiana situada entre las aguas turquesas del Adriático y los picos nevados de las montañas Sibillini tenía la belleza de una postal, pero para Orlando no poseía el menor encanto. Y en cuanto al castello que miraba hacia la ciudad, la hacienda y el maldito título que la acompañaba, marqués de Trevente… no quería nada de todo aquello. Aunque fuera su herencia legítima.

Menuda herencia. Orlando sintió una renovada oleada de rabia. Le había llegado tras la reciente muerte de aquella criatura miserable a la que había llamado su padre. La hacienda, que en el pasado fue noble y rentable, pertenecía a la familia Cassano desde hacía muchas generaciones, pero los viñedos estaban ahora sin atender, las granjas descuidadas y las propiedades virtualmente en ruinas. Y eso incluía al majestuoso Castello Trevente.

Aquel era el legado de su padre, un legado del que Orlando estaba deseando librarse. Enterarse de que tenía que ir a Trevente en persona solo había servido para incrementar su rabia. Solo entonces podría poner por fin a la venta aquel maldito lugar y lavarse para siempre las manos.

Los ojos de Orlando observaron ahora la desafiante figura que tenía delante. Así que le estaban rechazando. Aquella era toda una novedad, sin duda. Lo sensato sería tomarse en serio las palabras de Isobel, estrecharle la mano y decirle adiós. Pero su cuerpo era mucho menos sensato en lo que a la señorita Spicer se refería. Así había sido desde su llegada a la isla del Caribe.

Isobel se había alejado ahora bastante de él, adentrándose en la sala, y le miraba con gesto rebelde. Observó cómo se colocaba un mechón del brillante cabello castaño detrás de la oreja. Tenía las mejillas sonrojadas y los grandes ojos verdes demasiado brillantes. Algo estaba pasando allí. Y no iba a permitir que ella se marchara hasta averiguar de qué se trataba.

Orlando hizo un esfuerzo por recuperar la calma de la que siempre había hecho gala, se acercó a la mesa y retiró dos sillas.

–Siéntate, Isobel.

Ella vaciló, pero finalmente hizo lo que le pedía. Se sentó frente a Orlando con las piernas cruzadas y se alisó la falda sobre los muslos. Luego se aclaró la garganta.

–Bueno –Orlando se reclinó en la silla y estiró las largas piernas–. ¿Puedo preguntar a qué se debe este cambio de actitud? Espero que entiendas que esto es pura curiosidad. Está claro que respeto tu decisión, sea cual sea la razón que hay detrás.

–Ya lo sé.

–¿Entonces? –insistió él.

Maldición, ¿por qué no tenía Isobel el valor de decírselo claramente? Él ya lo habría adivinado a aquellas alturas.

–Tal vez quieras que te facilite las cosas –gruñó Orlando con impaciencia y con una sensación de posesión que no quiso reconocer–. Has conocido a alguien más. Tienes un nuevo novio.

A Orlando le sorprendió que el mero hecho de pronunciar aquellas palabras provocara en él el deseo de darle un puñetazo a algo.

–¡Ja! No seas ridículo, Orlando.

¿De verdad era tan ridículo? No se habían visto desde hacía más de un mes. Tiempo de sobra para que algún joven rival entrara en escena y reclamara a Isobel como recompensa.

–Entonces, ¿se trata de un antiguo novio? –entornó los ojos y la miró intensamente mientras esperaba su respuesta–. ¿Tal vez alguien que olvidaste mencionar cuando estábamos en Jacamar?

–¡Por supuesto que no! –Isobel estiró la espalda–. Nunca me habría acostado contigo si hubiera tenido novio. ¿Qué clase de persona crees que soy?

Orlando se encogió de hombros.

–No lo sé, Isobel. Dímelo tú. Al parecer, no la misma persona que conocí en Jacamar. Porque esa persona parecía disfrutar de mi compañía tanto como yo de la suya.

–¡Así era! –su respuesta surgió como un arrebato de angustia y luego bajó la cabeza–. Por supuesto –confesó en voz baja–. No niego que lo que sucedió entre nosotros fue… mutuo. De hecho… estuvo muy bien. Pero eso pertenece al pasado. Las circunstancias han cambiado.

–Es evidente –Orlando no tenía tiempo para aquello. La poca paciencia que tenía se le había terminado, así que se levantó de la silla–. Mira, Isobel, no estoy para juegos. Tengo poco tiempo para estar en Londres y pensé que estaría bien pasarlo contigo, aunque fuera solo para cenar. Pero no te voy a obligar. Si tienes otros planes y no te apetece, no pasa nada. Solo tienes que decirlo.

Isobel aspiró con fuerza el aire. Orlando estaba deseando escuchar lo que tenía que decirle. Pero nada podía haberle preparado para las palabras que ella pronunció.

–Lo que tengo que decirte es otra cosa. Estoy embarazada.

Capítulo 2

 

Embarazada?

Isobel observó cómo el rostro de Orlando se convertía en piedra, las facciones se le endurecían y apretaba las mandíbulas.

–No –se la quedó mirando con el rostro rígido por la tensión–. No puede ser. ¿Y yo soy el padre?

Ella sintió una punzada de dolor. ¿De verdad la conocía tan poco como para hacerle aquella pregunta?

Estiró la espalda en el asiento y le miró con desprecio.

–Sí, Orlando, tú eres el padre. Teniendo en cuenta que eres el único hombre con el que he mantenido relaciones sexuales en mi vida, creo que podemos darlo por seguro.

Orlando entornó los ojos con expresión de asombro y de incredulidad.

–¿El único? ¿Quieres decir que…?

–Sí, exactamente eso. Era virgen, Orlando.

Las bellas facciones de Orlando se oscurecieron.

–No lo sabía. ¿Por qué diablos no me lo dijiste?

–¿Para qué? –respondió Isobel con una calma que amenazaba con romperse como el cristal–. Era irrelevante. Lo sigue siendo.

–No, para mí no –Orlando maldijo entre dientes y sacudió la cabeza–. Y esto del embarazo… ¿estás segura?

–Completamente.

Orlando se alejó unos pasos y se pasó la mano por el pelo. Tenía una expresión horrorizada.

–¿Un preservativo roto?

Isobel asintió brevemente.

–Tiene que ser eso.

Orlando soltó una palabrota en su idioma materno y luego volvió a sentarse otra vez delante de Isobel, tan cerca que sus rodillas se rozaban.

–Tenemos que pensar qué hacemos –Orlando la miró con los ojos entornados.

–Tú no tienes que pensar nada –Isobel se concentró en lo que tenía que hacer en aquel instante, lo que llevaba un par de semanas pensando, desde que sospechó que podría estar embarazada–. Estoy preparada para aceptar toda la responsabilidad. No espero nada de ti.

Isobel hizo una pausa para tomar aire. Le daba la sensación de que la calma helada que mostraba Orlando no la favorecía. Lo intentó de nuevo.

–Obviamente, nunca te impediría ver a tu hijo… si es que quieres verlo, claro. Pero, en cuanto criarlo, quiero que sepas que tengo claro que ese papel lo desempeñaré solo yo.

–Esto es increíble –Orlando se puso de pie empujando la silla con fuerza al levantarse–. A ver si lo entiendo bien. Primero me dices que voy a ser padre y luego me sueltas la noticia de que piensas criar al niño tú sola sin mi apoyo, ¿es eso?

–Sí –Isobel parpadeó, pero se mantuvo desafiante–. Te lo he contado porque pensé que tenías derecho a saberlo, no porque quiera nada de ti.

–Muy amable por tu parte, sin duda –afirmó él con sarcasmo–. ¿Qué esperabas exactamente que hiciera con la información que me has dado? ¿Que te diera las gracias por contármelo y luego me marchara? ¿Que me olvidara del asunto?

–Si eso es lo que quieres hacer, sí –Isobel estaba decidida a no dejarse arrastrar por la fuerza de su mirada de desprecio–. Tienes esa opción.

–¡Ja! –Orlando soltó una carcajada cruel–. Lo creas o no, no la tengo. Y tú tampoco, por mucho que lo desees.

–Orlando, mira…

Llamaron a la puerta con los nudillos y alzó una mano para acallarla. Su asistente, Astrid, asomó la cabeza por la puerta.

–Lo siento, pero su cita de la una y media ya ha llegado.

Orlando se frotó las sienes.

–Sí, diles que les atenderé dentro de cinco minutos.

–Claro –Astrid se giró sobre los tacones y salió de la sala cerrando la puerta tras de sí.

–Tenemos que hablar, Isobel, pero no aquí –Orlando consultó su reloj–. Tengo reuniones toda la tarde, así que tendrá que ser esta noche. Debería estar libre a las siete.

Isobel vaciló. Una parte de ella, una parte muy importante, quería declinar aquella invitación tan poco cordial. Decirle que por su parte no había necesidad de pasar una tormentosa velada juntos. La reacción fría y calculadora de Orlando ante la noticia del embarazo había confirmado sus peores temores. No mostró ninguna compasión. Ni una sola vez le había preguntado a ella cómo se sentía.

Isobel había cumplido con su deber contándole lo del bebé. Ahora solo quería estar sola para recoger sus pedazos rotos. Pero al mirar a Orlando y ver la determinación de acero de sus ojos supo que aquello sería tan difícil de conseguir como contener el océano con un muro de arena.

Se levantó de la silla, agarró el bolso y compuso la expresión más neutra que pudo.

–Muy bien, si eso es lo que quieres, nos veremos esta noche. ¿Dónde quedamos?

–Déjale tu dirección a Astrid. Te recogeré a las siete.

 

 

Orlando vio cómo Isobel salía de la sala y luego la escuchó hablando con Astrid en el despacho exterior antes de marcharse. Entonces fue cuando se permitió dejarse caer sobre una silla y se sujetó la cabeza con las manos.

«Embarazada».

La realidad de lo que había hecho cayó sobre él como una tonelada de rocas, el impacto le recorrió las venas. Isobel, una joven a la que apenas conocía, estaba esperando un hijo suyo. Y, por si eso fuera poco, era virgen antes de que apareciera él para arruinarle la vida. ¿En qué clase de bestia le convertía eso? En un animal como su padre, un hombre que había seducido a su madre adolescente para aprovecharse de ella y luego dejarla tirada.

Orlando se apretó el puente de la nariz con los dedos e hizo un esfuerzo por pensar. ¿Por qué no se había dado cuenta de que Isobel era virgen? ¿Y habría supuesto eso alguna diferencia? Su breve relación había sido tan repentina, tan salvaje, que había destrozado de un plumazo las normas habituales. La atracción entre ellos resultó abrumadora e imposible de resistir. Y a los dos les pasó lo mismo. O eso había pensado.

Orlando cerró los ojos y dejó que las imágenes de aquellas noches sensuales cruzaran por su mente. Sí, Isobel le había deseado, de eso estaba seguro. Recordó cómo se arrancaban la ropa el uno al otro, recordó el deseo sexual reflejado en los ojos de Isobel cuando arqueó su cuerpo desnudo contra el suyo la primera vez. Pero ahora también recordó cómo había contenido el aliento cuando la penetró… las lágrimas que se le habían formado en los ojos cuando por fin cayeron sobre las almohadas jadeando.

En aquel momento no pensó en ello. O, peor todavía, tal vez se había regodeado en su potente virilidad, en su capacidad para despertar semejante pasión en una joven tan bella.

Ahora, la idea de lo que había hecho le daba náuseas. Pero ya no había vuelta atrás. Y las consecuencias eran dramáticas.

Tenía que hacerse a la idea. Iba a ser padre. Lo único que había jurado que nunca sería, que nunca sucedería. Porque Orlando había comprobado de primera mano la brutal destrucción que conllevaba la llamada «vida familiar».

Cuando era un niño pequeño había ido pasando de una familia de acogida a otra, cada vez que el frágil estado mental de su madre le impedía ocuparse de él. Tenía doce años cuando ella murió, incapaz de cuidar de sí misma mejor de lo que había podido cuidar a su vulnerable hijo.

Demasiado mayor para ser adoptado, enfadado con el mundo y demasiado difícil y desafiante para seguir en el sistema de acogida, Orlando fue enviado a un orfanato. Y aquel espantoso edificio con apariencia de cárcel había sido su hogar durante más de cuatro años.

Durante los últimos meses allí tomó la desastrosa decisión de buscar a su padre, el hombre que había tenido una a corta ventura con su madre y que luego la abandonó antes de que él naciera. El hombre que había despertado los problemas mentales de su madre que terminarían llevándola a la muerte. El hombre que había estado a punto de destruir también a Orlando. Pero eso sucedió mucho tiempo atrás, hacía casi media vida. A los diecisiete años, Orlando se compró un billete de ida a Nueva York y dejó su terrible pasado atrás. Los años posteriores a aquellos habían sido buenos, llenos de determinación y trabajo duro que lograron el ascenso de Orlando desde la nada hasta convertirse en uno de los hombres de negocios más exitosos del mundo. Un éxito impresionante a ojos de todo el mundo.

Sí, Orlando Cassano estaba en lo alto de la cima. Había llevado su vida exactamente a donde quería.

O eso pensaba.

Ahora no solo su pasado volvía a perseguirle, sino que su futuro había sido catapultado hacia lo desconocido. Iba a tener un hijo. No sabía qué implicaba eso exactamente, pero lo que sí sabía era que estaría allí para el niño costara lo que costara. Bajo ningún concepto repetiría el despreciable comportamiento de su padre.

Y, por supuesto, eso significaba que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.

 

 

–Enseguida bajo.