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La historia más sorprendente de todas: "Voy a tener un bebé". Leonardo Ravenino le había hecho pasar las horas más placenteras de toda su vida, pero su inmediato rechazo dejó a la periodista Emma Quinn tremendamente enfadada y avergonzada. Para liberarse, escribió un relato escandaloso, que solo debía leer ella, en el que dejaba expuesta la verdadera personalidad del rico empresario, un relato que acabó siendo publicado por accidente. ¡Qué horror! Sin embargo, aquello no fue nada comparado con la sorpresa con que se encontró poco después… La rabia estuvo a punto de hacerle estallar cuando vio en su puerta a la mujer que había arrastrado su nombre por el fango, pero, cuando ella le dijo que estaba embarazada, supo de inmediato lo que tenía que hacer.
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Seitenzahl: 178
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Andrea Brock
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Entrevista con el millonario, n.º 2876 - septiembre 2021
Título original: From Exposé to Expecting
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-918-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
EL VOLUMINOSO ramo de flores voló por el aire y Emma, sin pensar, dio un paso al frente con los brazos extendidos, dispuesta a atraparlo. Logró agarrarlo por el tallo, pero su peso la sorprendió y tuvo que apretarlo contra el pecho para que no se le cayera. Solo entonces se preguntó qué narices estaba haciendo.
Por un momento se quedó quieta como una idiota, con aquellas flores espachurradas contra el pecho, casi como si esperara alguna clase de recompensa. Un futuro marido, quizás. ¡Ja! Pero nadie la miraba. Todas las miradas estaban puestas en la mujer que lo había lanzado. Al otro lado de la barrera de seguridad, una hermosa mujer de melena oscura estaba teniendo una discusión en toda regla con los guardias.
–¿Tienes idea de quién soy yo? –le llegó su voz–. ¡Me llamo Vogue Monroe, y voy a hacer que os despidan a los dos!
Vogue Monroe… actriz de Hollywood y última en la lista de mujeres despampanantes relacionadas con Leonardo Ravenino. Se acercó para poder verla mejor.
–Lo siento, señorita. Da igual quién sea usted. No puede pasar sin cita previa.
–Está bien –replicó, levantando las manos de uñas como garras–. Pero dele un mensaje de mi parte. Dígale a Leonardo Ravenino que es un… un… bastardo egoísta y arrogante –hizo una pausa para ganar efecto dramático–. ¡Puede decirle que siento lástima por él, porque es emocionalmente estéril, incapaz de tener una relación verdadera porque solo se quiere a sí mismo!
Era una interpretación de Óscar, eso había que admitirlo. Y desde luego había llamado la atención de todo el mundo. Bastaba con ver al personal de recepción: había adoptado una pose profesional, pero sus manos estaban suspendidas e inmóviles sobre el teclado.
–Y puede decirle… –continuó, mirando entonces a Emma–, puede decirle exactamente qué puede hacer con sus flores.
Emma Quinn se quedó clavada en el sitio. Si al menos trabajase para la prensa amarilla, todo aquello sería oro molido, pero ella trabajaba para una publicación seria cuyos lectores eran personas social y políticamente bien informadas. Estaba allí para hacerle una entrevista a Leonardo Ravenino sobre energía renovable, pero su entrevistado llegaba ya dos horas tarde. El examante de la señorita Monroe no estaba allí para sentir el peso de su ira.
La susodicha dio media vuelta y desapareció en un coche con chófer y lunas tintadas que la esperaba a la puerta de Raven Enterprises.
Concluido el drama, Emma se dio la vuelta. Después de dos horas de espera, se había familiarizado con la brillante recepción blanca de Raven Enterprises, atendida por cuatro recepcionistas vestidas de negro, que volvieron de inmediato a lo suyo. Una de ellas, Nathalie, era la que muy amablemente le había ido informando de la hora prevista de llegada del señor Ravenino. Esperaría lo que fuera necesario. No iba a dejar que aquella oportunidad se le escapara. Entrevistar a Leonardo Ravenino, el enigmático empresario italiano, iba a ser el mayor hito de su carrera periodística, ya que concedía muy pocas entrevistas. En realidad, había tenido la impresión, cuando su jefe le encargó la tarea, de que estaba convencido de que no tenía ninguna oportunidad de lograrlo. Había sido como enviar a la nueva a por una lata de pintura a rayas. Pero de alguna manera y contra todo pronóstico, lo había conseguido, y no iba a estropearlo.
Lo había leído todo sobre el guapo millonario que detestaba salir en la prensa, pero del que había montones de fotos, cada una con una actriz o famosa diferente saliendo de un club nocturno, o con una modelo tomando el sol en la cubierta de su yate.
«Enigmático» era un adjetivo con el que lo calificaban a menudo, lo mismo que «inescrutable» o «misterioso». Encantador cuando quería serlo, pero taciturno en igual medida. Grosero incluso, en particular cuando le ponían un micro delante, o ante un mar de flashes.
Su pasado también era sorprendente. No le había costado mucho descubrir que había sido el siguiente en la línea sucesoria del título de conde di Ravenino, que llevaba en su familia desde el siglo XVIpero, por alguna razón, le había dado la espalda al principado, y el título había pasado a su hermano menor. No había logrado averiguar por qué.
–¿Quiere que me ocupe de eso?
Nathalie hizo un gesto a Emma de que se acercase, señalando el pesado ramo.
–¿Esto también forma parte de su trabajo? –preguntó–. ¿Aguantar amantes despechadas que lanzan flores?
Nathalie se rio.
–Bueno, digamos que no hay tiempo de aburrirse cuando el signor Ravenino está en la ciudad.
–Menuda reputación tiene.
–Es una fuerza de la naturaleza –corroboró Nathalie–. Ya lo comprobará cuando lo conozca.
–Si es que llego a conocerlo…
–Siento muchísimo que esté esperando tanto.
–No es culpa suya –contestó Emma–. ¿Tiene que hacer esto muchas veces en su nombre? –preguntó, pensando que quizás fuera buena idea recopilar algo más de información, por el bien de su entrevista, por supuesto–. Me refiero a disculparse en su nombre por llegar tarde, o a reorganizar su agenda.
–No pasa mucho tiempo en el Reino Unido pero, cuando está por aquí, digamos que nos ganamos el sueldo.
–¿Es un buen jefe?
–Sí, siempre y cuando no te importe trabajar hasta tarde. Y debes tener también una actitud positiva frente a sus demandas más exigentes. Con el signor Ravenino aprendes a esperar lo inesperado.
–¿Qué clase de demandas?
–Pues, por ejemplo, organizar de pronto una visita privada al Museo de Historia Natural. Hacer que un chef determinado vuele a una remota isla escocesa para servir una cena. En una ocasión, compró todos los cuadros de una exposición y después quiso que se colgaran en doce lugares distintos, de cuatro países diferentes y dos continentes. Uno de ellos está aquí –añadió, señalando un enorme lienzo abstracto que dominaba la pared más alejada.
–Así que sus deseos son órdenes, ¿no?
–Más o menos. Pero es Mia, su asistente personal aquí, quien tiene que ocuparse de las cuestiones más personales. Las consecuencias de su complicada vida sentimental.
–¿Diría que Leonardo Ravenino trata mal a las mujeres?
–No exactamente. Yo diría más que ninguna mujer consigue que se comporte del modo que quieren que se comporte. Cada una piensa que va a ser la que lo doblegue, la que se lo lleve al altar, pero termina desilusionada, exactamente igual que las demás –y mirando el ramo que había dejado en una silla, añadió–: Mia tiene el teléfono de la florista en marcación rápida.
Emma siguió la dirección de su mirada. Estaba claro que aquel exótico ramo no había conseguido apaciguar los ánimos de su receptora. Todo aquello era muy interesante.
–Imagino que ha debido escuchar historias increíbles trabajando aquí.
–¡Desde luego! –la preocupación apareció en el rostro de Nathalie–. Usted es periodista, ¿verdad? No debería estar hablando con usted.
–Todo esto es extraoficial, se lo prometo –sonrió–. El artículo que estoy escribiendo es sobre energía térmica oceánica. Muy soso. Bueno, muy salado en realidad, pero ya sabe a qué me refiero.
Nathalie se rio.
–Está bien –contestó, bajando la voz y mirando a ambos lados–. Pero esto no ha salido de mis labios.
Emma hizo el gesto de que cerraba los suyos con una cremallera.
–Bueno, hubo una ocasión en la que…
Pasó una hora más antes de que apareciera Leonardo Ravenino. Emma ya casi había perdido toda esperanza cuando una limusina negra se detuvo ante la puerta y entró un grupo de personas que se movía como una marea, llevando a Leonardo en el centro, alto y moreno, espalda ancha, la cabeza alta, dando órdenes a sus subordinados mientras avanzaba.
Se puso de pie para unirse a la marea, blandiendo en alto su bloc de notas inútilmente. Se dirigían al ascensor así que, si no se espabilaba, iba a desaparecer antes de que hubiera tenido siquiera la oportunidad de pronunciar su nombre. Las puertas se abrieron y el grupo entero entró. ¡No! Aquella iba a ser su única oportunidad y, si dejaba que se le escapase, ya podía despedirse de la entrevista.
Las puertas se estaban cerrando cuando metió un pie para bloquearlas. Inmediatamente volvieron a abrirse, y el grupo en su conjunto enmudeció, mirándola.
–Hola –saludó con nerviosismo–. Soy Emma Quinn, del Paladin.
–Aparte su pie de la puerta, joven.
Un tipo musculoso se le plantó delante.
–Sí, por supuesto, pero es que tengo una cita con el signor Ravenino –toqueteó los bolsillos de la chaqueta buscando el móvil–. Aquí está. Mire –tocó la pantalla para que se encendiera–. Este correo es la confirmación. Llevo horas esperando.
–Aparte el pie de la puerta.
El tío no parecía ni remotamente interesado en lo que le enseñaba.
–Sí, pero…
–Yo me ocuparé de esto, Harry.
Una voz aterciopelada con un suave acento italiano. No había duda de a quién pertenecía. De pronto Leonardo Ravenino estaba ante ella, todo trajeado, camisa blanca, corbata de nudo perfecto. De cerca era tan guapo como le habían dicho, pero no fue su belleza lo que la sorprendió, sino la persona en sí.
Nariz firme, cejas oscuras a ambos lados del entrecejo fruncido, labios apretados. Había una especie de invencibilidad en él, casi como si nada pudiera tocarlo. Solo su mentón ligeramente oscurecido por la barba daba cuenta de lo largo que había sido el día.
La miraba fijamente y movió una mano al grupo que seguía callado, indicándolos que siguieran sin él.
–¿Señorita Quinn, ha dicho?
Frunció aún más el ceño, como si intentase ubicarla. Ahora que había puesto toda su atención en ella, resultaba todavía más formidable.
–Sí –respondió, tragando saliva–. Del Paladin. Teníamos una cita para una entrevista.
Su expresión de sorpresa no era precisamente un aliciente.
–Para hablar de la inversión de Raven Enterprises en energías renovables –añadió–. Debíamos encontrarnos a las tres.
–En ese caso, acepte mis disculpas.
–No pasa nada.
Sí que pasaba. Estaba claro que se había olvidado de ella. ¿No tenía la gente como él un equipo de secretarias y asistentes que le recordaban sus citas?
–Quizás podríamos hacerla ahora –sugirió.
–Mi dispiace… lo siento, pero la entrevista ya no va a ser posible.
–¡No! –replicó, agarrándolo horrorizada por el brazo, un gesto que le valió una penetrante mirada. Lo soltó de inmediato–. Verá, es que estaba acordado.
–Pues ahora se ha desacordado –pareció que iba a sacudirse la manga en el punto en que ella lo había tocado, pero se contuvo–. Espero que no le suponga demasiada molestia.
–No… quiero decir, sí. ¡Es necesario que hagamos la entrevista! Me lo prometió.
No era la respuesta más adulta, pero el pánico se estaba apoderando de ella.
–El tiempo lo ha hecho imposible.
«No. Tú lo has hecho imposible. Y lo peor es que te importa un comino».
Se mordió el labio para no decirle lo que pensaba de verdad. No ganaría nada haciéndolo.
–No tardaré mucho –imploró–. Una hora, incluso menos.
–Lo siento…
–Pues veámonos más tarde.
–Si me disculpa…
–¡No! –exclamó, y volvió a agarrarlo por el brazo sin importarle ya lo que pensara–. Sé que es usted un hombre muy ocupado, pero el hecho es que me prometieron que podría entrevistarle, y llevo esperándolo más de tres horas. Sinceramente, creo que es cosa suya honrar ese acuerdo.
Lo soltó y esperó.
Por lo menos había recuperado su atención. Él la miró de arriba abajo, lentamente, y Emma se cruzó de brazos, intentando aparentar que no la molestaba. Al final, un atisbo de sonrisa se dibujó en sus labios, como la de un gato jugando con un ratón.
–¿Ah, sí?
–Pues sí. Creo que me lo debe. Me debe al menos una hora de su valioso tiempo.
Se miró el reloj caro que llevaba en la muñeca. Igual había esperanza.
–Puedo adaptarme al momento que me sugiera –añadió, intentando soplar sobre las brasas–. Estoy dispuesta a ser flexible.
Él enarcó una ceja y Emma sintió que enrojecía, pero mantuvo el tipo, fingiendo no notar que su tono había pasado de irritación a coqueteo.
–Muy bien –dijo, mirándola de nuevo entre severo e interesado–. En mi club nocturno, esta noche.
¿Su club?
–¿Quiere que lo entreviste en un club?
–Exacto.
Ladeó la cabeza, como si estuviera tratando con alguien un poco lento. O peor: alguien que había sacado una conclusión equivocada. La idea le hizo encogerse sobre sí misma, pero lo contrarrestó adoptando el tono más profesional de que fue capaz.
–Me parece aceptable.
–Bene. Digamos, a las… ¿once?
¿A las once? A esas horas solía llevar ella un buen rato ya en la cama, leyendo.
–¿No es un poco tarde?
Por toda respuesta, Leonardo se encogió de hombros.
–Está bien. A las once. Gracias.
¿Por qué le daba las gracias? Era él quien la había tenido esperando.
–Bene –repitió–. ¿Conoce mi club?
–Sí.
Hobo era uno de los clubes más famosos de Londres, punto de encuentro del famoseo. Se decía que Leonardo lo había ganado en una apuesta, pero no estaba segura de si era cierto o no. Como tantas cosas sobre aquel hombre, estaba envuelto en misterio.
–La veo allí. No llegue tarde.
«¿Que no llegue tarde? ¡Tendrá cara!».
Ya le daba la espalda mientras ella intentaba encontrar una réplica adecuada, aunque sin pasarse. Pero la mirada que él le lanzó por encima del hombro la dejó sin respiración. Y sin capacidad de pensar. Puro picante. Le estaba tomando el pelo. Y ella sintió como si la tierra acabara de desplazarse bajo sus pies.
EMMA miró a su alrededor. Se sentía completamente fuera de lugar en aquel club tan exclusivo, a pesar de que la habían acompañado expresamente a una zona reservada de sofás en cuero rojo y mesas bajas, luz suave y obras de arte, lejos de la pista de baile y del sonido del bajo que mantenía hipnotizados a los que bailaban. Un guapo camarero le trajo el agua que había pedido y se la sirvió en una bandeja plateada con tanta floritura como si le estuviese agasajando con el mejor champán.
Bebió un sorbo. Había sido una tontería llegar tan pronto, pero tenía unas ganas locas de hacer aquella entrevista y había salido de su casa casi con una hora de antelación. Se levantó y se acercó a la balaustrada desde la que se dominaba la pista de baile en la planta baja. Un mar de cuerpos, brazos levantados, cabezas que se movían, melenas que se agitaban. Parecía divertido, pero no era la clase de diversión de la que ella formaría parte.
Su vida desde que llegó a Londres consistía en procurarse educación, encontrar un trabajo y ganarse la vida, sin tiempo para frivolidades como aquella, aunque hubiera podido permitírselas. De hecho, aquella era la primera vez que ponía el pie en un club nocturno, y no pensaba decírselo a Leonardo Ravenino.
–Buonasera –la voz de barítono sonó justo a su espalda, y Emma se dio la vuelta. Leonardo la besó en ambas mejillas–. Espero no haberla hecho esperar.
–En absoluto. Estaba viendo bailar a la gente.
–Ah, sí. Resulta hipnótico, ¿verdad? –respondió, colocándose a su lado.
A hurtadillas, Emma miró su perfil. Líneas masculinas firmes y gracia fluida. No era de extrañar que las mujeres cayeran rendidas a sus pies. Había una energía oscura y potente en él, una sexualidad inherente a su persona que era muy difícil de ignorar.
–¿Es cierto que ganó el club en una apuesta?
No pretendía lanzarse así. Ni siquiera había pensado hacerle esa pregunta, pero se le había escapado sin querer.
Él la advirtió con la mirada. ¿Habría cruzado la línea ya?
–Veo que la entrevista ha comenzado ya, señorita Quinn.
Tendría que haber sido más sutil, pero es que aquel hombre tenía algo que le hacía perder pie.
–Es que acabo de darme cuenta de que no tiene nada que ver con el resto de sus negocios –dijo, intentando arreglarlo–, y me he preguntado si quizás ha pensado invertir más en hostelería en un futuro.
Levantó apenas un milímetro la ceja, pero bastó para comunicarle que sabía que improvisaba.
–No, no tengo pensado invertir en hostelería y, para su información, Hobo fue el pago de una deuda, nada más. No debería creerse todo lo que lee en la prensa amarilla. Usted mejor que nadie debería saberlo.
–Por supuesto.
Emma se ajustó los puños de la chaqueta, intentando adquirir un aire serio de periodista.
–¿Nos sentamos?
Suspiró aliviada, pero volvió a quedarse sin aire cuando Leonardo le rozó apenas la cintura para dirigirla hacia los asientos. Una botella de champán había aparecido misteriosamente en una mesita. Leonardo llenó dos copas y le tendió una.
–Oh, no, gracias. Prefiero seguir con el agua.
–Muy profesional –dijo, sentándose frente a ella–, pero me desilusiona un poco.
–¿Le desilusiona?
–Sí. Esperaba que quisiera unirse a mí en una pequeña celebración.
–¿Qué estamos celebrando?
–Un día exitoso –sonrió, aunque no la engañó ni por un segundo. Seguro que todos sus días lo eran. Ya se aseguraría él de que así fuera. No obstante, aceptó la copa y tomó un sorbo. ¡Estaba delicioso!
Intentando no mirarlo, sacó del bolso su bloc de notas, un boli y, después de un instante de duda, el móvil.
–¿Le parece bien que grabe nuestra conversación?
–No veo por qué no.
Leo cruzó las piernas y se recostó. Aparentemente estaba relajado, pero Emma debía estar atenta. No podía hacerlo mal. Puso el móvil sobre la mesa y activó la grabación.
–Raven Enterprises invierte en distintas empresas de energía renovable. ¿Diría que es algo en lo que siempre ha estado interesado?
–El futuro de nuestro planeta es algo en lo que todos deberíamos estar interesados.
–Cierto –corroboró, y escribió algo en su cuaderno. Le gustaba tener notas escritas también–. Digamos que Raven Enterprises es una pionera en su modo de invertir en empresas emergentes, en lugar de hacerlo en compañías ya más establecidas. ¿A qué se debe?
–Me gusta estar en las negociaciones desde el principio. De ese modo es más fácil de controlar.
Su tono era relajado y agradable, pero estaba claro que el control era importante para él. Lo llevaba escrito en cada facción, en cada movimiento.
–¿Y qué fuentes de energía renovable cree que tienen más potencial para el futuro?
–Las proteínas biológicas son interesantes –hizo una pausa y Emma sintió el peso de su mirada mientras escribía–. Dígame, señorita Quinn: ¿siempre viste de un modo tan conservador?
Levantó de golpe la cabeza. Era cierto que su atuendo de falda azul marino, chaqueta entallada, blusa crema y deportivas azules resultaba un poco fuera de lugar allí. En casa se había preguntado si no debería elegir algo más de noche, teniendo en cuenta dónde iba, pero la verdad era que no tenía ni esa clase de ropa ni el tiempo para acercarse a la tienda de segunda mano en busca de algo.
–Esta es mi ropa de trabajo, signor Ravenino. Y por favor, llámeme Emma.
–Entonces usted debe llamarme Leo. ¿Nunca mezcla el trabajo con el placer, Emma?
–Mi trabajo me resulta muy placentero, si se refiere a eso.
Y era cierto. Trabajar para el Paladin no era la fuente de placer para ella, sino el hecho de haber logrado un objetivo. Una recompensa después de pasar por todos esos trabajos horribles, de vivir en habitaciones pequeñas y húmedas, de comer solo judías y pan, estudiar hasta las tantas, dejándose los ojos. Todo ello, había merecido la pena, porque cada una de esas cosas la había alejado un paso más del caos de su familia y la había acercado a un nuevo y brillante futuro.
–No me refería a eso exactamente –Leo volvió a llenarle la copa. Emma se sorprendió de ver que estaba casi vacía–. Solo me preguntaba si bajo ese exterior tan severo hay una chica con ganas de salir a divertirse.
–No, no la hay –